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Bienvenidos

Bienvenidos al blog de Luces de la Tierra, mi primera novela, y a la ficticia ciudad de Hazington, donde se desarrollan los hechos principales que viven mis personajes...

Me llamo Germán Llanes y espero que me conozcan lo suficiente, pero sobre todo que conozcan y quieran a "mis hijos". Tengo 46 años. Nací en Minas de Riotinto (Huelva) y vivo en Valverde del Camino (Huelva).

DEDICATORIA



A mi madre, Isabel Membrillo Vélez
“Porque ellas vinieron primero y nosotros somos su creación”





A una señora de Chillón (Ciudad Real), que depositó en mi mano 50 céntimos
 y no sabía que no le estaba dando limosna a un verdadero mendigo, ¿o sí?

PLANO DE HAZINGTON



Éste es el plano de la ciudad de Hazington. Tiene dos fallos. El barrio de Arcade deberia estar lògicamente en el lado oeste de la montaña y el teleférico debería estar al nordeste de Arcade, cerca de las montañas

PRÓLOGO: LA MANO TENDIDA



   Es el hombro, en realidad, el que soporta la tensión de todo el brazo, pero el movimiento se inicia en el codo. Éste, con el impulso que le llega de la sangre bombeada por el corazón y de acuerdo con las órdenes dictadas por el cerebro, que a veces hace ese tipo de jugarretas, transmite su fuerza al antebrazo, que se eleva unos treinta grados –sistema sexagesimal– y genera un magnetismo casi telúrico que electriza la vena basílica hasta la muñeca; y la mano se abre. El pulgar se recuesta sobre la falange inferior del índice y los otros cuatro dedos se humillan ante la palma. La mano se hace cuenca, aparecen nuevas líneas que no se sabe qué fortuna o destino deparan,  envejece. Los nudillos no se ven, pero están ahí, desafiantes. Después de un par de horas, duele todo el brazo. En un día de frío, los ojos llorosos, los harapos apenas cubriendo un cuerpo miserable, con hambre eterna, las yemas de los dedos crecientemente insensibles, el dolor casi se hace carne.

PRIMERA PARTE: EL LUBRICÁN CAPÍTULO I: LA CIUDAD DE LA NIEBLA



   La estrella Régulo, alfa leonis, de un intenso fulgor blanco azulado, luminosa en los cielos de invierno-primavera en las latitudes medias del hemisferio norte, la más brillante de las cinco gemas de Leo, y una de las cuatro estrellas reales de Mesopotamia (junto con Antares, Fomalhaut y Aldebarán), acababa de despuntar, avanzadilla de su constelación, por el este de la cordillera nororiental en una noche fría de mediados de febrero del año 33 de los mendigos; y contemplaba la Ciudad como si fuese por primera vez, pues la noche era un cristal, la luna estaba nueva, y la caprichosa niebla habitual, que con rítmica frecuencia acostumbraba cubrirla, no amenazaba con aparecer; y todo se confabulaba para brindarle a la estrella real, en esa hora gélida, el mejor de los observatorios terrestres.

CAPÍTULO II: TODA HISTORIA DEBERÍA CONTARSE AL MENOS DOS VECES



   En la quietud serena, sacrosanta, de Deanforest, el timbre de la puerta sonó como un aldabonazo, sobresaltando a Herbert Protch cuando se hallaba en lo alto de la gran escalinata. Por sus notas estridentes y desafinadas, que hacían recordar a un pájaro  sorprendido por una helada repentina y que, aterrado, hubiese olvidado el tono adecuado para el canto, comprendió que se trataba de la puerta principal, la que daba hacia el oeste. El correo y los diarios de la mañana habían llegado ya y no se le figuraba quién podría llamar a esas horas. No solían recibir muchas visitas. Tal vez –se dijo– un mendigo o un vendedor de enciclopedias. Puestos a elegir, prefería lo primero: le daría alguna moneda y se lo quitaría de encima en un par de minutos. Quienquiera que fuese, estaba dejando la huella de su personalidad en la llamada, porque tocaba con persistencia, pero al mismo tiempo –no sabría explicárselo mejor– conseguía que se percibiera un inconfundible matiz de calma, como de alguien que no quisiera molestar pero tuviera mucho tiempo por delante y un objetivo claro.

CAPÍTULO III. EL ORDEN CRONOLÓGICO



   Érase una vez una mujer… –comencé al fin. Las llamas, que como manos ardientes  masajeaban mis rodillas, eran un analgésico contra el frío porfiado de aquel crudo invierno, ya claudicante. Protch, que se había colocado de modo que no impidiera que  sus lenguas cálidas me lamieran, sonreía. La mañana despejada transitaba cansinamente hacia la tarde–… que profirió su primer llanto, sin irreverencia, en el presbiterio de lo que es una antigua catedral. Así, resguardada en la arenisca roja de San Magnus de las lágrimas de noviembre que golpeaban con furia extramuros, cuando el siglo era un pequeño apenas destetado, la primera mendiga llegó a esta lúgubre habitación del horror, la Tierra, reclamando su derecho a ver la luz donde quisiera. Fue una niña de materia que nunca descuidó la energía; una mujer como las mujeres: lúcida, serena y valiente. Pudo haber emergido en un tibio hogar o en la traicionera calle que la esperaba, pero en su libertad decidió nacer en un templo, como si estuviese escrito que sólo en los más sacros recintos han de surgir todas las explosiones, y así fue como se hizo creadora de los que vinimos después, madre manantial de todos nosotros, como el Universo. Las erráticas almas que, vacuas y abandonadas, alguna vez a ella nos hemos acercado, siempre la vimos mujer entre las mujeres, señora. Cuando sus pasos menudos doblan el arco de alguna calle, el paseante taciturno se detiene a contemplarla, respetuoso. En la visión de su venerable andar y sus arrugas sacude al hombre el peso de la primera mujer, de cada historia que a ella se debe.

CAPÍTULO IV: QUINTO MOTIVO DE VERÔME



   En el país de Miguel las personas tienen dos apellidos, pues la madre también aporta su sangre. Bien es cierto que los apellidos de las mujeres se van perdiendo, pero es la costumbre de este país y a mí me gusta saberlo. Allí nació un buen día un hombre que ha recorrido siempre su camino sin aparentes desorientaciones, y que siempre ha creído en la libertad y la belleza. Con él, la vereda de los tres últimos ha cambiado y es verdad que los últimos cuatro lo hemos elegido.


 
─Perdóname, Protch, pero debo irme ya. Espero sinceramente que no te esté cansando mi manera de contarte la historia de mis compañeros. Pues mañana vendrían la del quinto, el sexto y el séptimo y seguramente hasta el día 16 no comenzarías a saber de la mía.

CAPÍTULO V: SEXTO MOTIVO DE VERÔME



   Opulenta y sorprendente, Ciudad del Cabo atrae a los turistas aún hoy a pesar del Apartheid que sigue cubriendo de vergüenza al país más meridional de África. Con su exótica Montaña de la Mesa, haciendo depresión hacia la cuenca de la ciudad, próspera y hermosa como todo lo que oprime lo es a veces. Y allí nacería un hombre inteligente y tierno, de marcados sentimientos de bondad y lealtad, inteligente y generoso, no siempre entendido por sus padres.


 
─Y lamentablemente tampoco fue respetado por algún que otro capullo, como un tal Nicholas Martin Siddeley. Y aquí debo parar para hacer otra pausa, Protch, pues también lo conoces.
─Seguramente, Nike. Pero en este caso no sé ni el apellido familiar.
─¿Te dice algo el apellido Richmonds?

CAPÍTULO VI: EL PRÍNCIPE Y EL REY



   El camino de vuelta fue hecho con ánimo calmado y todavía alguna duda. John conducía de nuevo su Volvo naranja, mientras caía una fina lluvia en aquel día de un enero moribundo. Bendita lluvia. Le había salvado la vida. No sabía si hoy saldría el sol pero en su corazón alumbraban rayos de esmalte y todavía alguna vacilación. Se había encontrado de repente con el hombre de su vida, y era verdad que volvía a sentirse vivo justo el día que debía estar muerto. Que siguiera lloviendo. Las calles así mojadas le recordaban que de esas lágrimas había surgido la felicidad. Podía estar cometiendo una locura, pero él iba a su trabajo con intenciones de abandonarlo e irse a la calle. Sólo se vive una vez, pensó, y sólo había sido feliz dos veces: en Basutolandia, con Mthandeni, en duras condiciones, y anoche, haciendo el amor con un mendigo.

CAPÍTULO VII: LOS CALVOS



Érase una vez un mendigo que nació en una cuna de madera, porque los espíritus del Universo, siempre indescifrables pero siempre justos y sabios, quisieron confundir su nacimiento y escribieron que recorriera su camino como árbol. Y tuvo copas y tuvo raíces, y raíces muy sólidas, que le aportaban los nutrientes imprescindibles para que su savia le aportara dignidad, y si es cierto que hasta las nubes del respeto un día hicieron nido en su copa, también es cierto que en una ocasión, como les pasa a todos los árboles, la savia se le pudrió y su madera se secó. Y si su historia te parece la más dura, es verdad que algunos árboles necesitan primero consumirse, para brotar floridas hojas después.

CAPÍTULO VIII: SÉPTIMO MOTIVO DE VERÔME



Desnuda y lúgubre, ajada y polvorienta, vacía y desarbolada, la Colina de los Caballeros no es muy alta ni está demasiado a la vista, pero no tiene más accesos que una trocha, ni siquiera me atrevo a llamarla vereda, llena de fango y guijarros que parte desde el mismo Puente de los Caballeros y llega hasta la cima. Luke la subió viendo que esa noche sería nebulosa y algún jirón de niebla comenzó a levantarse cuando llegó a lo alto. Antes de concluir su camino, ya parecía arrepentido de lo que aún no había hecho pero quería hacer. Digamos que acabó la senda por instinto, porque seguía creyendo en ese credo que decía que hay seres humanos inferiores y otros superiores, y debía darles un escarmiento. Al pisar la colina descubrió una tienda al este y no vio ninguna más. Era la tienda de mi compañera Lucy, que no tenía miedo a que se viera dónde dormía cada noche. En el descenso hacia la Alameda de Umbra Terrae, sin caminos pero con bajadas seguras, había algún olmo donde estaban las tiendas de la señora Oakes y de Olivia. La de Bruce y la de Miguel y John estaban también en el descenso, pero en el lado sur. Llegado a lo alto de aquel promontorio comenzó a dar voces como un energúmeno.

CAPÍTULO IX. LA HIJA DE LA TIERRA



   Noviembre se desgranaba en los lentos copos de niebla con la que la Colina de los Caballeros se vestía, dándoles a los mendigos cierta intimidad, mientras paradójicamente Luke estaba casi desnudo, y un fantasma albo sacudía su corazón para ponerlo en su verdadero lugar después de la batalla. Por las mañanas la niebla pasaba a ser tímido rocío, con en ocasiones gélida cara de escarcha, algún jirón de viento y un suave gotear de llovizna que persistió el resto de ese mes. A su corazón helado lo iban derritiendo los rayos de esa mujer pelirroja, como un sol espléndido que podría acabar posado en su insegura hojarasca. Lucy se le acercó con determinación y antes de que pudiera decir nada, él se le adelantó.

CAPÍTULO X. LOS BREBAJES VENENOSOS DE LA CORTE



   No le faltó valor a Protch aquella mañana del miércoles, 16 de febrero. Le había llevado el café a Nike a la biblioteca, adonde lo había hecho pasar esa mañana. Y al sentarse junto a él, lo oyó finalmente suspirar.
─Ay –dijo Nike al fin-, qué felices se los ve. Mis padres eran muy bellos. Aunque nunca los conocí. Lo que vivieran les debió merecer la pena. Eso se deduce de sus caras: ella contenta y él ensimismado. Y escoltados por mis abuelos, mis queridos Thomas Martin y Deborah. Gracias por traéroslos a Deanforest y colocarlos donde yo puse a mis padres.
─¿Por qué en la biblioteca?
─Aquí pasaba gran parte del día a solas, leyendo y tomando un café y al final, cuando me traje sus retratos de Siddeley Priory, los coloqué en la pared occidental para que, rodeados de libros, siguieran vivos entre palabras.

SEGUNDA PARTE: DE LA TERNURA Y OTROS BASILISCOS CAPÍTULO XI: EL ANIMAL DAÑINO



   Salí de Baphomet con las ideas mareadas y la cabeza como una turbina donde se estuviera moliendo sin piedad el agua de una futura resaca, ebrio ya el cauce de un río ardiente donde parecía estar nadando, irrespetuosas y a sus anchas, un ejército de insensatas hormigas. Se dijera que estaban disponiendo una danza sin sentido, casi macabra, y en vez de perecer en el fuego, crecían excéntricas mientras invitaban a sus congéneres a una orgía de lava y anarquía. La silueta del mundo y el raciocinio se me desasían al tiempo que resbalaban por el tobogán de alcohol de aquella noche de julio. Y sin asideros firmes, estaba a punto de caerme y ahogarme. Mi vida era una pendiente acuosa que no me permitía ver los bordes y me deslizaba vertiginosamente hacia alguna sima de dolor y espanto, en el vacío de no distinguir mi aterrada silueta en medio de las imágenes que se sucedían de vahídos y asfixia, una sombra huidiza en caminos que no habían tenido noticias de mí, en los que no había dejado ni pasos ni huellas firmes en los 29 años que iba a hacer tres días después; ese pasearse por la existencia sin heridas ni júbilos, como un autómata que obedece las órdenes que le impongan, sin criterio para cuestionarlas; que en algún recodo de supremo hastío puede tirar su vida por la borda empapado en aleves elixires que postergan la reflexión pero van matando, criminales, sin que uno se percate del encono.

CAPÍTULO XII: LA BOFETADA



   Parecía que la noche y yo adolecíamos juntos del mismo mal, amortajados inesperadamente en un tono similar de palidez envenenada. Era como si un pintor inexperto la estuviera moteando de un blanco enfermizo, irreal, pero en sus manchones descuidara uno de los rincones del horizonte, pues el negro natural aún perduraba en algunas zonas del sur. Quién sabe si logré sobrevivir porque fui llevado en esa dirección. Ese cándido aprendiz había borrado el Escorpión, pero según me contaron resistían a su lado algunas constelaciones próximas como Ofiuco, el Serpentario, al que se le habían ocultado Serpens Caput y Serpens Cauda, la cabeza y la cola de la serpiente, que acaso habían resbalado de sus manos, de donde posiblemente hubieran decidido saltar para acabar encontrándose conmigo.

CAPÍTULO XIII: DOS MORDISCOS



   Me hallaba aún algo amodorrado, pues creo que tras el café volví a dormir un poco, y quizá, en un letargo tormentoso, me despertara bruscamente, tal vez gritando. Supongo que serían las 9 de la mañana. A esa hora, la visión de una cara nueva me atacó tan inesperadamente como una borrasca de viento cálido. El recién llegado era un hombre que tendría, además de más o menos mi edad, una estatura similar a la mía, o acaso fuera algo más bajo. El pelo castaño y ojos marrones, una chaqueta de pana beige, pantalón y botas marrones, y una camisa clara bastante sucia que, sin embargo, parecía retener la luz del día. Parecía un tronco bien aferrado a la tierra. Así lo vi por primera vez, reteniendo el primer sol en sus desgastadas vestimentas y en su radiante sonrisa. Olía algo a sudor y bastante a mugre, pero su alma pugnaba por asomar a través de su hollín. Todavía semidormido, mi pensamiento extravió su claridad y erré al saludarlo:
−“¿Bruce?” −pregunté esperanzado.