Érase una vez una mujer… –comencé al fin.
Las llamas, que como manos ardientes
masajeaban mis rodillas, eran un analgésico contra el frío porfiado de
aquel crudo invierno, ya claudicante. Protch, que se había colocado de modo que
no impidiera que sus lenguas cálidas me
lamieran, sonreía. La mañana despejada transitaba cansinamente hacia la tarde–…
que profirió su primer llanto, sin irreverencia, en el presbiterio de lo que es
una antigua catedral. Así, resguardada en la arenisca roja de San Magnus de las
lágrimas de noviembre que golpeaban con furia extramuros, cuando el siglo era
un pequeño apenas destetado, la primera mendiga llegó a esta lúgubre habitación
del horror, la Tierra, reclamando su derecho a ver la luz donde quisiera. Fue
una niña de materia que nunca descuidó la energía; una mujer como las mujeres:
lúcida, serena y valiente. Pudo haber emergido en un tibio hogar o en la
traicionera calle que la esperaba, pero en su libertad decidió nacer en un
templo, como si estuviese escrito que sólo en los más sacros recintos han de
surgir todas las explosiones, y así fue como se hizo creadora de los que
vinimos después, madre manantial de todos nosotros, como el Universo. Las
erráticas almas que, vacuas y abandonadas, alguna vez a ella nos hemos acercado,
siempre la vimos mujer entre las mujeres, señora. Cuando sus pasos menudos
doblan el arco de alguna calle, el paseante taciturno se detiene a
contemplarla, respetuoso. En la visión de su venerable andar y sus arrugas
sacude al hombre el peso de la primera mujer, de cada historia que a ella se
debe.