DEDICATORIA



A mi madre, Isabel Membrillo Vélez
“Porque ellas vinieron primero y nosotros somos su creación”





A una señora de Chillón (Ciudad Real), que depositó en mi mano 50 céntimos
 y no sabía que no le estaba dando limosna a un verdadero mendigo, ¿o sí?

PLANO DE HAZINGTON



Éste es el plano de la ciudad de Hazington. Tiene dos fallos. El barrio de Arcade deberia estar lògicamente en el lado oeste de la montaña y el teleférico debería estar al nordeste de Arcade, cerca de las montañas

PRÓLOGO: LA MANO TENDIDA



   Es el hombro, en realidad, el que soporta la tensión de todo el brazo, pero el movimiento se inicia en el codo. Éste, con el impulso que le llega de la sangre bombeada por el corazón y de acuerdo con las órdenes dictadas por el cerebro, que a veces hace ese tipo de jugarretas, transmite su fuerza al antebrazo, que se eleva unos treinta grados –sistema sexagesimal– y genera un magnetismo casi telúrico que electriza la vena basílica hasta la muñeca; y la mano se abre. El pulgar se recuesta sobre la falange inferior del índice y los otros cuatro dedos se humillan ante la palma. La mano se hace cuenca, aparecen nuevas líneas que no se sabe qué fortuna o destino deparan,  envejece. Los nudillos no se ven, pero están ahí, desafiantes. Después de un par de horas, duele todo el brazo. En un día de frío, los ojos llorosos, los harapos apenas cubriendo un cuerpo miserable, con hambre eterna, las yemas de los dedos crecientemente insensibles, el dolor casi se hace carne.

PRIMERA PARTE: EL LUBRICÁN CAPÍTULO I: LA CIUDAD DE LA NIEBLA



   La estrella Régulo, alfa leonis, de un intenso fulgor blanco azulado, luminosa en los cielos de invierno-primavera en las latitudes medias del hemisferio norte, la más brillante de las cinco gemas de Leo, y una de las cuatro estrellas reales de Mesopotamia (junto con Antares, Fomalhaut y Aldebarán), acababa de despuntar, avanzadilla de su constelación, por el este de la cordillera nororiental en una noche fría de mediados de febrero del año 33 de los mendigos; y contemplaba la Ciudad como si fuese por primera vez, pues la noche era un cristal, la luna estaba nueva, y la caprichosa niebla habitual, que con rítmica frecuencia acostumbraba cubrirla, no amenazaba con aparecer; y todo se confabulaba para brindarle a la estrella real, en esa hora gélida, el mejor de los observatorios terrestres.

CAPÍTULO II: TODA HISTORIA DEBERÍA CONTARSE AL MENOS DOS VECES



   En la quietud serena, sacrosanta, de Deanforest, el timbre de la puerta sonó como un aldabonazo, sobresaltando a Herbert Protch cuando se hallaba en lo alto de la gran escalinata. Por sus notas estridentes y desafinadas, que hacían recordar a un pájaro  sorprendido por una helada repentina y que, aterrado, hubiese olvidado el tono adecuado para el canto, comprendió que se trataba de la puerta principal, la que daba hacia el oeste. El correo y los diarios de la mañana habían llegado ya y no se le figuraba quién podría llamar a esas horas. No solían recibir muchas visitas. Tal vez –se dijo– un mendigo o un vendedor de enciclopedias. Puestos a elegir, prefería lo primero: le daría alguna moneda y se lo quitaría de encima en un par de minutos. Quienquiera que fuese, estaba dejando la huella de su personalidad en la llamada, porque tocaba con persistencia, pero al mismo tiempo –no sabría explicárselo mejor– conseguía que se percibiera un inconfundible matiz de calma, como de alguien que no quisiera molestar pero tuviera mucho tiempo por delante y un objetivo claro.

CAPÍTULO III. EL ORDEN CRONOLÓGICO



   Érase una vez una mujer… –comencé al fin. Las llamas, que como manos ardientes  masajeaban mis rodillas, eran un analgésico contra el frío porfiado de aquel crudo invierno, ya claudicante. Protch, que se había colocado de modo que no impidiera que  sus lenguas cálidas me lamieran, sonreía. La mañana despejada transitaba cansinamente hacia la tarde–… que profirió su primer llanto, sin irreverencia, en el presbiterio de lo que es una antigua catedral. Así, resguardada en la arenisca roja de San Magnus de las lágrimas de noviembre que golpeaban con furia extramuros, cuando el siglo era un pequeño apenas destetado, la primera mendiga llegó a esta lúgubre habitación del horror, la Tierra, reclamando su derecho a ver la luz donde quisiera. Fue una niña de materia que nunca descuidó la energía; una mujer como las mujeres: lúcida, serena y valiente. Pudo haber emergido en un tibio hogar o en la traicionera calle que la esperaba, pero en su libertad decidió nacer en un templo, como si estuviese escrito que sólo en los más sacros recintos han de surgir todas las explosiones, y así fue como se hizo creadora de los que vinimos después, madre manantial de todos nosotros, como el Universo. Las erráticas almas que, vacuas y abandonadas, alguna vez a ella nos hemos acercado, siempre la vimos mujer entre las mujeres, señora. Cuando sus pasos menudos doblan el arco de alguna calle, el paseante taciturno se detiene a contemplarla, respetuoso. En la visión de su venerable andar y sus arrugas sacude al hombre el peso de la primera mujer, de cada historia que a ella se debe.

CAPÍTULO IV: QUINTO MOTIVO DE VERÔME



   En el país de Miguel las personas tienen dos apellidos, pues la madre también aporta su sangre. Bien es cierto que los apellidos de las mujeres se van perdiendo, pero es la costumbre de este país y a mí me gusta saberlo. Allí nació un buen día un hombre que ha recorrido siempre su camino sin aparentes desorientaciones, y que siempre ha creído en la libertad y la belleza. Con él, la vereda de los tres últimos ha cambiado y es verdad que los últimos cuatro lo hemos elegido.


 
─Perdóname, Protch, pero debo irme ya. Espero sinceramente que no te esté cansando mi manera de contarte la historia de mis compañeros. Pues mañana vendrían la del quinto, el sexto y el séptimo y seguramente hasta el día 16 no comenzarías a saber de la mía.

CAPÍTULO V: SEXTO MOTIVO DE VERÔME



   Opulenta y sorprendente, Ciudad del Cabo atrae a los turistas aún hoy a pesar del Apartheid que sigue cubriendo de vergüenza al país más meridional de África. Con su exótica Montaña de la Mesa, haciendo depresión hacia la cuenca de la ciudad, próspera y hermosa como todo lo que oprime lo es a veces. Y allí nacería un hombre inteligente y tierno, de marcados sentimientos de bondad y lealtad, inteligente y generoso, no siempre entendido por sus padres.


 
─Y lamentablemente tampoco fue respetado por algún que otro capullo, como un tal Nicholas Martin Siddeley. Y aquí debo parar para hacer otra pausa, Protch, pues también lo conoces.
─Seguramente, Nike. Pero en este caso no sé ni el apellido familiar.
─¿Te dice algo el apellido Richmonds?

CAPÍTULO VI: EL PRÍNCIPE Y EL REY



   El camino de vuelta fue hecho con ánimo calmado y todavía alguna duda. John conducía de nuevo su Volvo naranja, mientras caía una fina lluvia en aquel día de un enero moribundo. Bendita lluvia. Le había salvado la vida. No sabía si hoy saldría el sol pero en su corazón alumbraban rayos de esmalte y todavía alguna vacilación. Se había encontrado de repente con el hombre de su vida, y era verdad que volvía a sentirse vivo justo el día que debía estar muerto. Que siguiera lloviendo. Las calles así mojadas le recordaban que de esas lágrimas había surgido la felicidad. Podía estar cometiendo una locura, pero él iba a su trabajo con intenciones de abandonarlo e irse a la calle. Sólo se vive una vez, pensó, y sólo había sido feliz dos veces: en Basutolandia, con Mthandeni, en duras condiciones, y anoche, haciendo el amor con un mendigo.

CAPÍTULO VII: LOS CALVOS



Érase una vez un mendigo que nació en una cuna de madera, porque los espíritus del Universo, siempre indescifrables pero siempre justos y sabios, quisieron confundir su nacimiento y escribieron que recorriera su camino como árbol. Y tuvo copas y tuvo raíces, y raíces muy sólidas, que le aportaban los nutrientes imprescindibles para que su savia le aportara dignidad, y si es cierto que hasta las nubes del respeto un día hicieron nido en su copa, también es cierto que en una ocasión, como les pasa a todos los árboles, la savia se le pudrió y su madera se secó. Y si su historia te parece la más dura, es verdad que algunos árboles necesitan primero consumirse, para brotar floridas hojas después.

CAPÍTULO VIII: SÉPTIMO MOTIVO DE VERÔME



Desnuda y lúgubre, ajada y polvorienta, vacía y desarbolada, la Colina de los Caballeros no es muy alta ni está demasiado a la vista, pero no tiene más accesos que una trocha, ni siquiera me atrevo a llamarla vereda, llena de fango y guijarros que parte desde el mismo Puente de los Caballeros y llega hasta la cima. Luke la subió viendo que esa noche sería nebulosa y algún jirón de niebla comenzó a levantarse cuando llegó a lo alto. Antes de concluir su camino, ya parecía arrepentido de lo que aún no había hecho pero quería hacer. Digamos que acabó la senda por instinto, porque seguía creyendo en ese credo que decía que hay seres humanos inferiores y otros superiores, y debía darles un escarmiento. Al pisar la colina descubrió una tienda al este y no vio ninguna más. Era la tienda de mi compañera Lucy, que no tenía miedo a que se viera dónde dormía cada noche. En el descenso hacia la Alameda de Umbra Terrae, sin caminos pero con bajadas seguras, había algún olmo donde estaban las tiendas de la señora Oakes y de Olivia. La de Bruce y la de Miguel y John estaban también en el descenso, pero en el lado sur. Llegado a lo alto de aquel promontorio comenzó a dar voces como un energúmeno.

CAPÍTULO IX. LA HIJA DE LA TIERRA



   Noviembre se desgranaba en los lentos copos de niebla con la que la Colina de los Caballeros se vestía, dándoles a los mendigos cierta intimidad, mientras paradójicamente Luke estaba casi desnudo, y un fantasma albo sacudía su corazón para ponerlo en su verdadero lugar después de la batalla. Por las mañanas la niebla pasaba a ser tímido rocío, con en ocasiones gélida cara de escarcha, algún jirón de viento y un suave gotear de llovizna que persistió el resto de ese mes. A su corazón helado lo iban derritiendo los rayos de esa mujer pelirroja, como un sol espléndido que podría acabar posado en su insegura hojarasca. Lucy se le acercó con determinación y antes de que pudiera decir nada, él se le adelantó.

CAPÍTULO X. LOS BREBAJES VENENOSOS DE LA CORTE



   No le faltó valor a Protch aquella mañana del miércoles, 16 de febrero. Le había llevado el café a Nike a la biblioteca, adonde lo había hecho pasar esa mañana. Y al sentarse junto a él, lo oyó finalmente suspirar.
─Ay –dijo Nike al fin-, qué felices se los ve. Mis padres eran muy bellos. Aunque nunca los conocí. Lo que vivieran les debió merecer la pena. Eso se deduce de sus caras: ella contenta y él ensimismado. Y escoltados por mis abuelos, mis queridos Thomas Martin y Deborah. Gracias por traéroslos a Deanforest y colocarlos donde yo puse a mis padres.
─¿Por qué en la biblioteca?
─Aquí pasaba gran parte del día a solas, leyendo y tomando un café y al final, cuando me traje sus retratos de Siddeley Priory, los coloqué en la pared occidental para que, rodeados de libros, siguieran vivos entre palabras.

SEGUNDA PARTE: DE LA TERNURA Y OTROS BASILISCOS CAPÍTULO XI: EL ANIMAL DAÑINO



   Salí de Baphomet con las ideas mareadas y la cabeza como una turbina donde se estuviera moliendo sin piedad el agua de una futura resaca, ebrio ya el cauce de un río ardiente donde parecía estar nadando, irrespetuosas y a sus anchas, un ejército de insensatas hormigas. Se dijera que estaban disponiendo una danza sin sentido, casi macabra, y en vez de perecer en el fuego, crecían excéntricas mientras invitaban a sus congéneres a una orgía de lava y anarquía. La silueta del mundo y el raciocinio se me desasían al tiempo que resbalaban por el tobogán de alcohol de aquella noche de julio. Y sin asideros firmes, estaba a punto de caerme y ahogarme. Mi vida era una pendiente acuosa que no me permitía ver los bordes y me deslizaba vertiginosamente hacia alguna sima de dolor y espanto, en el vacío de no distinguir mi aterrada silueta en medio de las imágenes que se sucedían de vahídos y asfixia, una sombra huidiza en caminos que no habían tenido noticias de mí, en los que no había dejado ni pasos ni huellas firmes en los 29 años que iba a hacer tres días después; ese pasearse por la existencia sin heridas ni júbilos, como un autómata que obedece las órdenes que le impongan, sin criterio para cuestionarlas; que en algún recodo de supremo hastío puede tirar su vida por la borda empapado en aleves elixires que postergan la reflexión pero van matando, criminales, sin que uno se percate del encono.

CAPÍTULO XII: LA BOFETADA



   Parecía que la noche y yo adolecíamos juntos del mismo mal, amortajados inesperadamente en un tono similar de palidez envenenada. Era como si un pintor inexperto la estuviera moteando de un blanco enfermizo, irreal, pero en sus manchones descuidara uno de los rincones del horizonte, pues el negro natural aún perduraba en algunas zonas del sur. Quién sabe si logré sobrevivir porque fui llevado en esa dirección. Ese cándido aprendiz había borrado el Escorpión, pero según me contaron resistían a su lado algunas constelaciones próximas como Ofiuco, el Serpentario, al que se le habían ocultado Serpens Caput y Serpens Cauda, la cabeza y la cola de la serpiente, que acaso habían resbalado de sus manos, de donde posiblemente hubieran decidido saltar para acabar encontrándose conmigo.

CAPÍTULO XIII: DOS MORDISCOS



   Me hallaba aún algo amodorrado, pues creo que tras el café volví a dormir un poco, y quizá, en un letargo tormentoso, me despertara bruscamente, tal vez gritando. Supongo que serían las 9 de la mañana. A esa hora, la visión de una cara nueva me atacó tan inesperadamente como una borrasca de viento cálido. El recién llegado era un hombre que tendría, además de más o menos mi edad, una estatura similar a la mía, o acaso fuera algo más bajo. El pelo castaño y ojos marrones, una chaqueta de pana beige, pantalón y botas marrones, y una camisa clara bastante sucia que, sin embargo, parecía retener la luz del día. Parecía un tronco bien aferrado a la tierra. Así lo vi por primera vez, reteniendo el primer sol en sus desgastadas vestimentas y en su radiante sonrisa. Olía algo a sudor y bastante a mugre, pero su alma pugnaba por asomar a través de su hollín. Todavía semidormido, mi pensamiento extravió su claridad y erré al saludarlo:
−“¿Bruce?” −pregunté esperanzado.

CAPÍTULO XIV: HAMBRE



   No podía ser de otra forma. Cada día despertaba más temprano y la luz acobardada del último amanecer de julio penetraba ya por la grieta del sudeste, acariciándome el ojo derecho como una amnistía. Empezaba a equilibrar el pasado. Mi temor era otro ahora. Ya me aliviaba la creencia de que Nicholas Siddeley estaba herido de muerte; pero a partir de entonces tuve pánico a que resucitara. Me había despertado con tiempo de sobra para reflexionar, ese día 31 a mi hora acostumbrada, más o menos las 7. Intuía que John era tardío para levantarse y que si había café ese día −todos los días, menos el primero, lo hubo, pero nunca lo di por hecho− se retrasaría su llegada. Pero la del amanecer no era la única luz. Aunque potente y luminosa, aún creía que tendría que decidir si me había enamorado de Luke. Curiosamente ya había aceptado que antes de él había venido John. Nunca rechacé lo que mi corazón me estaba diciendo; nunca me escandalizó. Pero creí que era mejor estar seguro antes de volver a cometer errores similares en la vida. Decidí sin razón aparente ponerme en pie y salir de la tienda. Todo estaba a oscuras y no había nadie aún levantado. Fingí que no quería ver a Luke en los alrededores, Protch. Preferí mentirme y pensar que necesitaba estirar las piernas.

CAPÍTULO XV: ESCASEZ



   Un rayo amodorrado y despistado, que seguramente no me tenía por su objetivo, volvió a despertarme, invitándome a abrir los ojos al amanecer. Agosto ya era pan quemado que olía a semillas y a cereal. El olor del Kilmourne parecía llegar hasta mi lona e incluso el río, como mi vida, fermentaba. La tienda era un horno donde súbitamente me llamó la atención un pan inesperado. Al levantar las mantas observé que habían introducido un nuevo libro: Grandes Esperanzas. Tampoco había leído jamás a Dickens, pero conocía el argumento. Seguramente la habría visto en el cine. No lo abrí entonces porque el calor, ahora sí, ya venía para establecerse, y me sofocaba. Mentalmente, me había puesto la fecha del 6 de agosto para regresar, y ya los días se me escapaban de los dedos. Supe que los iba a echar mucho de menos y empecé a meditar como continuaría sin ellos. Pero a las 8 me vino el café y algo mucho más esperado: el rostro de Luke.

CAPÍTULO XVI: LA SABIDURÍA DE LA TIERRA



   Eran ríos de luz los que, tocando cada grieta, me despertaron ese día sobre las 10, y no tuve valor para oponerme a su fuerza ardiente. Me desabotoné los cristales del sueño y me desperecé con esperanza y cierta tristeza: ya sólo me quedaban cuatro amaneceres con ellos. Ese día me había propuesto salir para conocerlos mejor explorando su lugar de acampada permanente. Además, la salud me hacía señales para que me atreviera a estrenarla. Desovillando esos hilos me andaba, cuando me vino el café diario. Era Miguel de nuevo. Venía con una chaqueta de lino azulada y una camisa del mismo color. Tras regalarme el desayuno y los buenos días, retomó la conversación del día anterior como si la hubiéramos dejado en el aire.

CAPÍTULO XVII: MISA NEGRA



  Cuando al final me atreví a salir, la noche era otra sábana con la que algún espectro juguetón había querido envolverse. Apenas podía distinguir la tienda de Miguel y John, tan cercana. Por primera vez hice el experimento de buscar de dónde soplaba el viento y pronto comprobé que no era muy difícil averiguarlo: soplaba el levante y Olivia, pensé, estaría calmada. Pero como en una cerradura encantada, la llave que la abría se introdujo en el orificio mágico de su baúl de sueños y se llevó con tanta fuerza su urna cineraria hacia el cercano poniente que el denso linóleo se fue descomponiendo en algodones, descubriendo retales de desplegada hermosura lentamente. Así fui viendo, poco a poco, que la noche no era fría. Ni oscura. Que una parte veleidosa de la niebla se había quedado a vivir en el sendero de alabastro de la vía láctea, desde el Escorpión, en el sur, hasta Casiopea, en el norte. Miles de piedrecitas luminosas llenaban de magia la noche así alumbrada. No pude menos que exclamar, sin saber que estaba siendo oído:

CAPÍTULO XVIII: EL CUENTO DEL UNIVERSO



−“Dios-Causa estaba solo y estaba acompañado. Era uno y eran dos. Se creó solo y se crearon el uno al otro, pero nadie los creó. Es lo que tiene Dios-Causa, Nike, que es inefable e inaprensible. Pero en mi cabeza sé que es así. Y al mismo tiempo era mujer y era hombre, ambos a la vez. O si no, ¿cómo iba a engendrar a todas sus hijas e hijos? ¿Con quién? Todo en él era Belleza y armonía y deseos de crear. Vivía en una nebulosa, sin espacio ni tiempo todavía, y sentía la voz de la Urgencia, don que estaba en él pero que él alumbró, de expandirse e inventarlo todo. Y antes de hacer la creación cada cosa estaba en su orden preciso. No había ningún tipo de tensión, porque no tenía quien se le opusiera. Y es justo que sólo él pudiera contemplar esa perfección o de otro modo sus criaturas no lo habrían podido soportar.  Sus criaturas…, bueno, no sé mucho de todo esto, Nike, porque no nos vamos a ocupar de Dios-Causa, pero por fin un día se decidió a darles vida, y fueron hembras y varones, sus hijas e hijos, los primeros seres-dioses…”

CAPÍTULO XIX: RECONOCIMIENTO DE LA ACEPTACIÓN



   Todos los cuentos son una re-creación, le dan una segunda vida a la naturaleza muerta; son, como los cuadros o las partituras, una nueva existencia, como el alma de los cuerpos. Recuerdo una conversación con la señora Oakes, algún tiempo después, en la que me decía:
−“He pasado mi vida junto a dos ríos. Puedes ver el lecho de éstos como el cuerpo que lleva dentro a su alma: el agua que se bendice al llegar al mar; porque en él se funde en otro caudal, se transforma y vive de nuevo. Más tarde o más temprano, Nike, encontrarás tu alma. Pues también saldrá de tu cuerpo.”

CAPÍTULO XX: EL PEQUEÑO REY



   El 6 de agosto fue un día de retos y tristezas, de lamentos y prodigios, de belleza sublime y de conmoción llorada. Se le caía la funda a la vieja almohada de aquel paraíso, y al salir de la tienda el sol estaba estático, que de ahí debe venir solsticio, llenando de pura luz el edén de aquellos pobres enriquecidos, bañando de oro la tierra humilde de la que yo, ay, me veía obligado a eclipsarme. La luz parecía un bodegón: membrillos y manzanas. Pero los membrillos estaban todos cubiertos por una luz difusa. Las manzanas eran una invocación a aquel edén, jugosas y evocadoras. Eran las 10 de la mañana y estaban todos allí. Parecían haberse reunido en círculo alrededor de la tienda de la señora Oakes, que presagiaba algo y les aconsejaba calma, que no se fueran todavía. Faltaban Olivia, Lucy, Luke y Bruce, pero a este último lo vi llegando del río con una botella llena en la mano. Algo debió leer en mi cara al encontrarme de frente, porque el amigo fiel pareció entender que ya no nadaría conmigo. Su corazón puro debió sufrir tal desolación que súbitamente pareció perder el equilibrio. Lo recuperó enseguida, pero la botella que llevaba en la mano quedó hecha de repente añicos delante de la tienda de Lucy y Luke. Al instante vi que Luke salía sobresaltado y al comprender lo que había pasado y tras preguntarle a Bruce cómo se encontraba, se tornó improvisado barrendero que apartó todos los cristales. Aunque alguno debió quedar. Podía ser un mal presagio, pero la señora Oakes, que también se había dado cuenta, se tornó y dijo:

CAPÍTULO XXI: EL MENDIGO LUMINOSO



   Nuestra gran estrella amarilla debía estar siguiendo su carrera por el sur, en su mayor altura. Yo no era capaz de sentir su luz, y mentiría si dijera que notaba siquiera su calor. Y aunque llevara millones de años realizando el mismo recorrido, la miraba sin poder creer que no se hallara desorientada como yo. Pero en mi caso podía ser que el Universo, después de desviar mi camino, me hiciera ahora caminar por ya no sabía qué Eclíptica. Pensé que el gran astro del día habría tenido tiempo al menos de ver cómo una pequeña estrella rivalizaba con su fuego aquí abajo. Y en mi corazón, que había descubierto esos días sobradamente, todos los surcos se abrían para hacerle un lugar a ese diminuto rey para siempre, y se separaban como los pétalos de una flor, que al recibir el calor del sol, dolieran con fuerza. Así que había llegado al arrabal sin capacidad de ver ni oír y me iba con tan grande padecimiento que no podía sentir ni pensar. Finalmente seguí a John, no sé si llorando, pero con los sentidos embotados.

TERCERA PARTE: DE LA METAMORFOSIS Y EL DELIRIO CAPÍTULO XXII: PENUMBRA



   La inquietud estaba en todos los rostros. El paisaje lacrimaba en acuarela. Los fresnos hervían, se derretían las tiendas. Los ojos del pequeño rey, en brazos de su madre, derramaban sus primeras aguas, siguiendo el compás del horizonte sangrante. El sol parecía temblar, el aire guiñaba, agosto se derramaba. Pero el bastón de mi corazón helado no me permitía caminar con seguridad y acaso me tambaleara. La señora Oakes, muy cerca, vino a sostenerme.
−“No te inquietes por la soledad, Nike. Será buena maestra.”
−“Cómo te voy a echar de menos. Pero por el amor de Dios, señora Oakes, dime lo que sabes. ¿Volveré?”
−“Caminas hacia la felicidad, aunque no puedas verlo. Porque tu sendero tiene tantos recodos que durante un tiempo te ocultarán la vereda. Pero firme es. Confía en mí.”

CAPÍTULO XXIII: EL EXILIO



   Sabía lo que debía hacer. La escasa lluvia, con su desgastado tambor de madera, se fue apagando en unos minutos y ya no me acompañó en la cena. Yo comía sin saber, por primera vez en muchas noches, si ellos estaban alimentados. A pesar de que no había probado bocado en todo el día, era comer por comer, porque supe que la Traición no tiene sabor. Pero pronto subí a mi habitación, donde ya Doris me había avisado de que había preparado la cama. Me asomé al balcón sólo para comprobar si la noche estaba despejada. Pero cometí un error de bulto. Llevaba dos intenciones: ver las estrellas y comprobar, si mirando al este, se intuiría al menos el sitio donde debía quedar la Mano Cortada. Las luces me impedían ver el cielo nocturno y pronto verifiqué amargamente que la habitación daba, en realidad, al oeste. Quise, por unos minutos, trasladarme a alguna de las habitaciones de invitados de enfrente, pero seguramente recuerdas, Protch, que las últimas dos noches apenas había dormido. Lo dejé para el día siguiente. Necesitaba el olvido reparador del sueño. Incluso así, no me fue fácil, acostumbrado como ya estaba a dormir en el suelo casi sin mantas. Afortunadamente me sumergí pronto en el bendito letargo del alma en reposo, poco después de caer en la cuenta de que esa noche, al menos, Bruce volvería a dormir en su tienda.

CAPÍTULO XXIV: NOVENTA Y CINCO DE CADA CIEN



   Desterrado parecía el viento de esa amanecida, sin balcones, sin saber por qué orificios penetrar. En el jardín sentí la tentación de coger el coche. Pero como otras mañanas preferí dirigirme primero al puente Hammerstone, para observar el festival de las últimas estrellas que ya pronto se irían a dormir. Un manto de nubes mecidas por el viento de levante se las llevaba antes de que yo pudiera distinguirlas. A la impalpable luz del amanecer que llegaba, el cielo así velado tenía un matiz amarillento y todavía no sé por qué lo quise entender como una luz premonitoria. Algo me decía que ese cuarto día de octubre no iba a ser un día como los demás.

CAPÍTULO XXV: NOS RECONOCERÁS



   Llevado por mil demonios, los miembros tensos y el rostro un claro espejo de decepción, Miguel se retiraba a meditar y quizás a maldecirme. Pero Luke no lo dejó avanzar más de cien metros.
−“Miguel −le gritó−, vuelve. No he terminado. Lo que tengo que contar es bastante largo, y estoy seguro de que te interesará.”
   Todavía vacilando, pero más sereno por la mirada de John, que se había quedado sentado pero que dudaba si levantarse a por él, Miguel dio media vuelta y aunque con una mirada de total desconfianza, volvió a ocupar su lugar. Luke tragó saliva y, observando la dulce mirada de su mujer, se animó a proseguir.

CAPÍTULO XXVI: VAMPIROS



   Calores pasionales hacían arder nuestras mejillas con febril intensidad. Nos habíamos colocado cerca de una chimenea y también el ardor de volver a conversar hizo que pasáramos la tarde así, entre rubores y llamaradas. Las luces eran tenues, para resaltar el color argénteo de todo alrededor. En The Silversmith todo era plata, o quizá fueran imitaciones de este metal. La verdad es que no lo sé −les seguía contando Luke−. Hasta las mesas tenían cierto color plateado. Todo a nuestro alrededor, los marcos labrados de los espejos, las repisas con bandejas y ceniceros, alguna figurilla descocada descansando indiferente en el pie de un candelero, era plata o imitación de ella. Estábamos allí casi aislados de la escasa afluencia y los camareros no tardaron en acudir. Ni siquiera habíamos mirado todavía los platos que se servían.


 

CAPÍTULO XXVII: LA PATRIA



   Un país no puede ser tan sólo un pedazo de tierra enmarcado de fronteras, un ejército imperial que las defienda, una bandera sin alma ondeando trivialmente con colores, líneas o dibujos en el paño. A un territorio hay que sumarle apego por sus vientos y sus surcos, seres de sangre y corazón, pobladores de una Historia que, se muestre a veces vestidura heroica, a veces jubón sangriento, entrelace en la misma tela fracasos y esperanzas. Ellos tenían sus leyes serenas, sin severidad ni rigor; gobernaban su tierra considerando los hitos cambiantes de su fortuna, con aprecio siempre a la libertad, la belleza y la amistad.

CAPÍTULO XXVIII: LA MADRE Y LA PUTA



   Calles tiene esta ciudad que no se sabe bien dónde comienzan o dónde terminan; agotadoras calles por las que el tránsito se vuelve lento y fatigoso; arterias que desembocan en una inesperada plaza, un parque umbrío, en la brusca confluencia de un puente, de un río, de una esperanza, de un destino; pero después continúan. Calles limpias, calles sucias, veredas de polvo y barro, de tierra oscura, angosturas de lodo mojado; calles de adoquines, de frío asfalto, rectas o tortuosas, lomas, descensos, rápidos contrastes; lugares que en invierno hasta sus moradores abandonan o acaso las miran con desdén desde alguna ventana y sólo los mendigos se atreven a recorrer. Así es mi casa: la Mano Cortada iba a ser mi dormitorio; y ahora el momento era llegado de explorar el resto de sus habitaciones. Esa mañana ya mis pasos me habían llevado del Heatherling al Kilmourne. Esta tarde había de recorrer el camino inverso.

CAPÍTULO XXIX: BREVE CANTO PARA ACUNAR EL CORAZÓN DE UN HOMBRE



   Así que las nubes ya no crearon música. Acaso el viento se las fuera llevando a otra ciudad; acaso, desangradas, no les quedaran más lágrimas que destilar esa noche. En esa silenciosa paz de los regresos fatigados, las piernas terminan hallando su acomodo, pero aquella primera vez no sabía cómo colocarme a gusto en mi tienda, las ropas empapadas, los pies atravesados por mil agujas impías. Creía que me iba a costar trabajo conciliar el sueño; es lo que siempre me ocurre los días que me acuesto cansado. Sin ganas de leer un rato, no abrí el libro que me había dejado John y me puse, en cambio, a recordar todos los episodios de ese extraño día en que me había cambiado la vida. ¿Para siempre? Estuviera o no en mis manos, yo iba a hacer un esfuerzo. Sabía bien que de tornarme, todo volvería a ser desierto. Quedarme allí… pero ¿cómo me habría comportado? ¿Qué habría pensado Luke de mis primeros pasos?

CAPÍTULO XXX: VIDRIERAS



   Quería más. Un manto insuficiente de descanso me había cubierto tan exiguamente como el abrigo de piel de carnero. El sueño me había llegado pronto, pero fue intranquilo y dolorido, en una noche extremadamente fría, más pareciera de invierno, en la que continuamente tiritando, despertaba a menudo sobresaltado. Pero con luz suficiente para recordar donde estaba, ya sí en la tienda de Nike, volvía a coger el sueño enseguida.
   Mas la verdadera luz me llegó casi al amanecer. Luke había entrado en mi tienda y me zarandeaba afectuosamente. Tuve la suficiente lucidez para saber que yo estaba en el Arrabal y que mi compañero me estaba despertando. Ver su sonrisa cada mañana… si pudiera ser toda la vida así. Miré mi reloj de pulsera. Eran las 5 menos 10. Pero Luke me estaba hablando.

CAPÍTULO XXXI: SEGUNDO ALEGATO ANTE LOS TIBURONES



   Un tiburón despedaza a su víctima sin piedad; la muerde y la desgarra. Yo, que había navegado siempre en sus mismos templados mares, sabía bien que ahora era la presa y que no conocía la forma de no caer en sus dientes, o si caía, de desasirme. Con mis dificultades para andar, del brazo de Anne-Marie, conseguí penetrar a la postre en aquella reunión de escualos, y al final conseguí sentarme en la mesa redonda donde celebrábamos los consejos de administración. Mirando sus caras pude ver que lo que yo les iba a explicar no sería necesario, que ya lo sabían. Contaba, suponía, con una aliada. Estaba guapísima Anne-Marie Beaulière aquella mañana. Ya no estaba al día con su nuevo vestuario, pero llevaba un traje de chaqueta rojo que sí le sentaba bien, a pesar de que este color no era el que más le favorecía. Pero teñía su rostro de una pasión desconocida que parecía decir que iba a luchar por mí. Al menos debió gustarle saber que Nike no se quería ir del trabajo.

CAPÍTULO XXXII: DIGNIDAD



   A esa hora mi alcoba era un poema de luz derramada. Subiendo como podía la ardiente loma me fije que el viento estaba dormido en su sarcófago, aunque resucitaría a la noche, y que un rebelde rayo de sol caía oblicuo sobre mi tienda por entre los tres fresnos que la escoltaban por la parte de atrás, embelleciéndola con un túnel de luz que me anunciaba cuál era el lugar donde yo debía quedarme a dormir en adelante. Antes de subir había visto que por allí estaban entonces Lucy, que ya había regresado de la calle y ahora estaba con su pequeño rey en brazos, Olivia, Miguel y mi compañero, que vio mis apuros para subir y vino hacia mí.
−“Hoy no deberías andar, Nike.” −me dijo.

CAPÍTULO XXXIII: EL REPARTIDOR SELECTIVO



Alas ebúrneas me debieron transportar en volandas por un camino dorado hacia el descanso instantáneo de mi segundo sábado en la calle. Había comenzado El Rey Lear, pero mi Shakespeare es el de Sueño de una noche de verano y La Tempestad. Los demás me los leí todos, Protch, pero no te haré comentarios.
Aquel sábado 13 me desperté tan temprano que ni siquiera Olivia estaba levantada. Mas al rato la vi por allí y casi al mismo tiempo también se levantó John, que llevaba dos días de insomnio. Se había acostumbrado a los horarios de su gemelo trasnochador, pero al tener que dormir solo, tornó a su antiguo hábito de madrugar. En la hoguera se lo veía tan taciturno que casi no cruzamos palabra. Yo no sabía qué decirle y a esa hora ni siquiera hablar de nuestras jornadas en la calle, o del tiempo, las dos conversaciones más habituales, le servían de mucho. Así, casi mudos, Olivia, John y yo permanecimos hasta que al poco tiempo vimos levantarse a Lucy y Luke, él con Paul en los brazos.

CAPÍTULO XXXIV: RECTIFICACIÓN



   No terminaba de sangrar herido el crepúsculo mientras estuve brevemente en el vertedero. Luz exigua, visibilidad escasa, pasos errantes, caminaba como un espectro sin saber que esa noche yo también sangraría por nuevas heridas. Si no fuera porque hacía tiempo que quería pasarme por allí en busca de ropa, y los días anteriores de lluvia no había podido hacerlo, me habría dado la vuelta pronto. Hallé un par de mantas que podrían servirme y ahí me tuve que rendir. Ya iría otro día a buscar ropas. De todos modos no es fácil encontrar pantalones o zapatos en buen estado en un vertedero. O a lo mejor encuentras un zapato útil, pero nunca hallas el compañero. Estas prendas finalmente las tenemos que comprar en el Ejército de Salvación. Por eso me verás cada día venir, Protch, vestido con los mismos pantalones. Suelo llevarlos durante unos seis meses hasta que al final, un día que se haya dado bien, tengo que comprar unos nuevos en tiendas de caridad. Pero el día 20 pude al fin devolverle a Luke las mantas que me había prestado.


 

CAPÍTULO XXXV: FRÍO



   La desesperación se debe poner primero una capa de impenetrable penumbra, donde se podría ver aún una última luz, pero el pensamiento ya se nubla y la razón se va dejando de percibir. Después, al vestirse completamente, ya todo es negrura, pues la claridad ha devenido en ajadas esperanzas, promesas que no han fructificado, sueños rotos, hogares deshabitados. El cuerpo enferma, la mente se debilita, el corazón se agosta, el alma ya no irradia, la última percepción es el dolor. Si es el cuerpo el que padece, a veces puedes incluso sentir calor, mas el dolor del alma es frío, oscuridad helada, vacío infinito, incapacidad para pensar. Sólo se puede sentir un viento amargo que te va lacerando los surcos interiores y quema las cosechas.

CAPÍTULO XXXVI: EL CONTADOR DE HISTORIAS



  Aterido y semiinconsciente, pero con una pequeña claraboya de lucidez para lo que todavía pasaba a mi alrededor, percibí el sonido de unos pies que se aproximaban, con esa habitual sincronía de pisadas firmes y rumbo cierto, sin ostentación, por la que supe que era Luke y que me buscaba con urgencia. Al final me encontró donde esperaba, en medio de la aliseda. Había comenzado su búsqueda por el extremo este, donde el Kilmourne se torcía cerca del vertedero y dejaba de ir hacia el sur para enfilar la curva de San Albano, bajo el Puente del Meandro; y, al no hallarme allí, fue siguiendo los alisos en la dirección del río, por la sucia vereda, a aquella hora de tan negra impenetrable, que zigzagueaba por entre ellos. La noche cerrada, seguramente luna nueva, hacía inútiles los ojos, y Luke se apoyaba con seguridad en los sentidos del tacto y el olfato, únicos bastones de los que podía ayudarse para golpear la negrura y separar las sombras.

CAPÍTULO XXXVII. ÉRASE UNA VEZ



   Érase una vez un mendigo que nació en una cuna dorada, porque los espíritus del Universo, muchas veces indómitos y a menudo indescifrables, quisieron confundir su nacimiento y en el lecho de la fortuna, huérfano, lo tendieron. Es bien conocido que hacen lo que les place, mas ha de creerse que saben lo que hacen; y escribieron que debía empezar su vida como rey. Y así fue como el Rey Mendigo nació sin saber quién era, en su cuna dorada. –Bien se ve que los mendigos, Nike, nacen donde quieren; y no permanecen en ningún tiempo y en ningún espacio, pues de todos los expulsan–.

CUARTA PARTE: EL SOL DE LA LUZ CAPÍTULO XXXVIII: LOS NOMBRES DADOS



Buuuuuuuuuum. El cuento de Luke terminó así, como un trueno, como una salva. Tardé en apercibirme de que realmente había concluido. Con la excusa del mendigo de los mil nombres, acababa de dar un repaso de mi vida reciente tan bello como armónico. Yo no habría sabido contarlo, dueño de mis propios hechos, como él lo contó. Para mí sería como desnudarme. En cambio, con su voz, sonaba como que no podía ser de otra forma, y calmaba. No pude menos que preguntarme cuánto tiempo le habría llevado componerlo, ¡cuánta belleza! ¡Cuánto esfuerzo! Su historia estaba destinada a acompañarme todo mi tiempo, cualquiera que fuese el sendero. Un inesperado regalo que la vida me hacía. No es de extrañar que se me haya grabado cada sílaba. Pero ¿cuál es tu opinión, Protch?

CAPÍTULO XXXIX: LAS LEYES DEL UNIVERSO



   Prefería atrapar la red de la que ya era mi vida cotidiana, sin sobresaltos. Pero era la noche de que cayeran todos los velos, y Luke, mi querido Compañero, no tuvo piedad de mí, y estaba a punto de lanzarme el último de sus aguijones, como si mi vida tuviera que ir de animal dañino en animal dañino para que todos ellos me resucitaran. No podía ver que me aguijoneaba porque me amaba, para que no hubiera ningún secreto que nos volviese a separar, ninguna razón por la que yo aún tuviera que llorar. Lo había insinuado en el cuento, pero al fin lo dijo, la interrogación que yo más temía:
−“Déjame hacerte otra pregunta difícil y quizá dolorosa, pero no sin antes volver a asegurarte que te amo y que nada va a hacer que eso cambie: ¿también amas a Lucy, verdad?”

CAPÍTULO XL: TERCERA PAREJA SAGRADA



   Retozonas como pequeñas arañas que en sus pliegues se balanceaban, las últimas estrellas adornaban el telón del día, antes de descorrerse. Las gotas de la pasada lluvia formaban arabescos con la hojarasca. La tierra mojada olía a pan, a pastel fermentado por el chaparrón. En aquel mosaico del amanecer, perfumado de agua, tierra y estrellas, me detuve un segundo bajo los alisos a llorar. En esta ocasión, tras meses de dolor, mis lágrimas eran mensajeras de una sensación que estrenaba. En 29 años no me había acariciado aún y la primera vez que lo hacía supe que venía para quedarse. La felicidad, otrora tan esquiva, debía de estar bañándome como al suelo la humedad de mis ojos, que me inundaba. Oh felicidad de aquel amanecer, bella como mis dos amores. Mi corazón ya siempre me permitiría amarlos, y la puerta que abrió aquellos meses no se ha cerrado aún. Tal vez, si antes no llega el sobresalto temido, nunca les dé portazo.

CAPÍTULO XLI: LIBERTAD



     La libertad es la diosa gaviota que continuamente sobrevuela tu mar, pero raramente se posa; nace sin cuna, para todos los hombres, para quien quiera con valor tomarla; crece con sobresaltos y muchas veces se mustia; y si llega a vivir, puede nacer y morir como ese infante mal nutrido que no sobrevive a unos pocos días, mas una vez que se conoce y alcanza, puedes existir toda la vida con su faro. Allí estaba yo, Libertad, cautivo de tus alas, examinando lo que ya tenía en un largo periodo de reflexión. No necesitaba más espejos para saber que con ella me quedaba para siempre junto a mis compañeros. Y que el miedo había dado paso a un ave estremecedora, con alas reparadas, de amor por Lucy y por Luke que ya no requería ocultarse. Esos días de finales de octubre empecé a deliberar. Recordaba un consejo de mi amada que me recomendaba centrarme en la primera parte del enigma y sólo si lo esclarecía, pasar a ver si podía aceptar la segunda  y al fin la tercera. Ese día 21 siguió siendo inesperado verano, pero al día siguiente volvieron el frío y las lluvias y persistían la nubes en mi mente cuando comenzaron en serio mis meditaciones, pero no llegaba a ninguna parte.

CAPÍTULO XLII: HORROR



   El Horror es un rufián que penetra tu cuerpo como un virus, un invasor que tapona la sangre, exacerba los nervios y corroe los huesos y, también carcome la mente y el alma y te deja próximo a anular el corazón y paralizarte. En la cosmología de la señora Oakes era un don positivo y era difícil verlo así. Pero los años me han hecho ver que tenía razón. Es un maestro indispensable que te da una madurez necesaria para evolucionar. Y si es verdad que tras él me iba a llegar alguna Sabiduría, os puedo decir que tras el Horror de ese día con dos caras, asumí la única Sabiduría que he considerado imprescindible: encontrarme al fin y formar una familia.

CAPÍTULO XLIII: DE SOBRESALTO EN SOBRESALTO



   El amanecer era una llama de cabellos sueltos que acariciaba los alisos y el viento era un peine con púas de madera que los adecentaba y ornaba. O será que, consumado nuestro amor, Luke y yo regresábamos sin dormir y, palabras coherentes o no, abrazando por la aliseda al día que se iniciaba. Y al llegar al campamento Lucy nos mostraba un segundo amanecer naranja, mezcla del tímido amarillo del día con sus cabellos rojizos.

CAPÍTULO XLIV: CLARIDAD



   Los médicos habían cumplido con su parte. Estuvo en quirófano algo más de una hora, pero a nosotros, en una holgada sala de espera, nos parecieron dos. En ese tiempo angustioso, todo fue llantos y recuerdos y las tres mujeres evocaban entre lágrimas esos años en que fueron cuatro y con Bruce se sintieron protegidas, primer caballero y escudo, ante las asperezas del porvenir. Mi primera compañera estaba como ausente, como si no se pudiera quitar el peso de la culpa por lo que había pasado. En un momento en que se levantó fui hacia ella. Algo en su interior me decía que quería que habláramos, y que la llamara por su nombre. Es difícil explicar que fue un llamamiento, no fue clarividencia.

CAPÍTULO XLV: TENTACIÓN



   Mi primer invierno en la calle se quiso hacer notar en los árboles, desnudos y macilentos, que eran espectrales y fantasmagóricos, el viento un látigo en manos de un sádico que los azotaba y nos abría las carnes. Los árboles sagrados tenían necesariamente que morir para resucitar, no al tercer día, sino en primavera. Se quiso hacer notar en el sol, alicaído y mustio, sabedor de que perdía su habitual batalla con las nubes, que descargaron sus lágrimas con frecuencia demasiado melódica y rítmica e hizo que los paraguas se abriesen cada día y nuestras ropas empapadas tardaran en enjugarse. Días de enero y febrero en los que la pareja que durmiera a solas en el arrabal tenía que correr a refugiarse en “la casa.” Pero el invierno se hizo notar también en las estrellas, saetas de calor en Tauro y Géminis, en la imperceptible Cáncer, y en Leo glorioso, que ya se divisaba a la hora de las hogueras.

CAPITULO XLVI: EXCLUSIÓN



   Vientos de soledad, borrasca, precipitaciones, llovizna, riego, las ideas de Miguel se fueron inflando en el aire y estallaron, bañando a Luke en un rocío de acritud, otro desapacible invierno en una inestable primavera. Contemplaba la barriga de Lucy con acrimonia y se veía bien que objetaba a lo que sus ojos veían. Su mente desorientada, de huérfano que viene de perder tres de sus sangres, se amorató y se vertió áspera, escarcha gélida que helaron nuestros tres corazones calientes. Y finalmente el agua corrompida de la incomprensión se derramó con sus palabras.

CAPÍTULO XLVII: GENTUZA



   Los amé a los dos. Es difícil hacerte entender que no ha sido lascivia, sino verdadero amor. Mi corazón se ha bifurcado –Lucy no había contado aún ningún cuento, y me estremecí sabiendo con quién hablaba. Mi discípula amada narraba a veces en mi presencia, y al final me resumiría toda la historia, que finalmente, más que relato, fue evangelio, pues contaba su vida, resumida, con nuevos capítulos para Luke y para mí- como túneles en una cueva ancestral con pinturas rupestres en homenaje a más de un dios de la caza. La tierra se abrió para mí, se curvó y adoptó forma de cuna para acogerme y mecerme y en ese fértil moisés he pasado la vida. Los amé a los dos y eternamente los amaré.

CAPÍTULO XLVIII: LA EMPERATRIZ



   La luz de aquel verano templado, ataviado de primavera, cumplía bien su función de dar brillo, pero no la de dar calor. Es verdad que la claridad duraba más horas, pero los rayos no abrigaban y las noches eran gélidas. Por los ventanales del río, los juncos sí chorreaban guirnaldas de brisa estival con melindres de verdadera temperatura estacional. Julio era soportable y las estrellas las bambalinas de un telón luminoso que ponía techo de margaritas brillantes donde se agazapaba de nuevo el Escorpión.

CAPÍTULO IL: SUCIEDAD



   De los olmos las hojas ya goteaban, fuente que lloraba una nueva hojarasca de oro al terreno. Perdían la ropa hasta que llegara la primavera de nuevo y brotaran nuevos retoños. Mas no debían hallar vestimenta, como nosotros, en el vertedero. Las llevaban en su interior, y de las ramas quedarían engalanados con un nuevo atavío en un ciclo perenne y majestuoso. Pero en otoño el espectáculo no está en mirar a los árboles, sino en mirar al suelo. La Alameda de Umbra Terrae era una alfombra abstracta donde se dibujaban sabe Dios qué bocetos simbólicos, qué galanuras incomprensibles.

CAPÍTULO L: EL ABRAZO



   La Mano Cortada no es un paraíso, pero tiene árboles sagrados… y serpientes. Mi casa, en definitiva, tiene un hermoso jardín y no tiene ángeles de flamígeras espadas que por orden de un dios justiciero nos expulse de nuestro Edén. Libertad sin pecado, Sabiduría sin caridad, Belleza sin compasión. No está entre el Tigris y el Éufrates, pero vivimos rodeados de dos ríos. Y aunque la Ciudad no tenga mar, nos refrescamos en el cristal del lago. Y los días pasan sin Caínes ni Abeles, sin maldiciones bíblicas, sin nada, pero con todo. He de hacer un esfuerzo de resumen para contaros lo más importante de estos años, donde no faltan sobresaltos ni belleza, donde la vida que quiero vivir, ya asumida, me ha situado definitivamente, mi patria una alfombra ardiente, de las raíces de los árboles al polvo de las estrellas.

QUINTA PARTE: DISSERENASCIT CAPÍTULO LI: LLUVIA SOBRE LOS SURCOS



   ¿Cómo seguir el hilo de una historia cuando hasta ahora me la estaba contando Nike? Actualmente he de continuar con mis propias fuerzas, pero primero es necesario saber de qué fuerzas dispongo o si las tengo. Hasta este momento se trataba de transmitir lo que él me ha ido narrando en las hogueras. Si a partir de ahora he de seguir a solas, mejor imaginar que lo que sigue me lo está contando él, o Lucy, o Luke o cualquiera de ellos. Al menos no me voy a rendir sin intentarlo.

CAPÍTULO LII: CONMOCIÓN



   Pasaron dos años. Vientos de todos los colores barrieron la ciudad indefensa y en ocasiones los pasajeros fueron lacerados por su soplo. Un huracán vertiginoso se llevó una tarde a Aurelién Protch. Estaba ya muy mayor y ya no podía repetir su sueño de acercarse al mar pero caminaba cada día a Rivers’ Meet y un puñal cortante lo hizo sangrar con una pulmonía que se lo llevó dos días después. Richard no acudió al bar durante dos semanas pero telefoneó a Luke y a Nike, que inmediatamente supieron la noticia, dieron las condolencias a su camarero jefe y a toda su familia, acudieron a su casa y posteriormente al funeral. Los ocho mendigos estuvieron presentes, pero Paul y Kirsten se quedaron con sus tíos Rosa y James, que no pudieron ir pero que, amigos suyos ya, lo consolaron en solitario. Gerald no fue por no encontrarse allí con su hermana. Sí estuvieron Anne-Marie y Samuel, el ya amigo y vecino Nigel Matts y por supuesto su primo Herbert con su mujer. Armand y Crystelle estuvieron taciturnos, impresionantemente solemnes, llorando al abuelo al que no volverían a ver.

CAPÍTULO LIII: URGENCIA



   El otoño del año 35 fue un charco de lágrimas y una reguera de temores. No era fácil pasar por alto un vaticinio cuando la amenaza se vuelve peligro físico inminente. En una fría sala de espera, Lucy se mostraba al fin llena de aprensiones pero se mantenía impertérrita en su esperanza de que, una vez que algo había ocurrido, no se pasara a considerar eventualidades más espantosas, y seguía manteniendo su fe en que su marido sobreviviría. Mas le era difícil hallar las palabras con que convencer a Nike, que lloraba desconsolado.

CAPÍTULO LIV: EL MENDIGO ÁRBOL



   Se le escapaba. Cada vez veía más lejos el Volvo del señor Graham Fox. Se había detenido en un semáforo y ensimismado con sus recuerdos de Europa. Anne-Marie acababa de reincorporarse al trabajo. Se había tomado algún día más. Era 4 de octubre y entretanto la empresa estaba en las buenas manos de su querida Joan Weissmann. Con luz verde ya, otros conductores le habían tenido que pitar para que reanudara la marcha. En esos instantes ella seguía en Barcelona, adonde había viajado después de Paris, Ámsterdam y Berlín y antes de Venecia y Praga. Seguía evocando aquel café en un bar de las Ramblas donde esta vez sí se había sentido correctamente acertada por las flechas de un pequeño dios alado, y al fin amaba a quien la amaba. Brandon –suspiró-, arañando su corazón. Pero enseguida volvió en sí y recordó que andaba a la caza del señor Fox.

CAPÍTULO LV: SALVE



  ─“Antares es una luciérnaga roja en medio del impresionante cielo nocturno estrellado –le contaba la señora Oakes a Kirsten en casa de James-, una bombilla que alumbra el negro solemne del sur. Pero por lo que me contó John, ahora es el sol la gran linterna que la eclipsa. Este mes lo celebramos los escorpiones, pero son los potentes rayos de nuestra estrella los que la ocultan y por eso ahora no se ve. Habrá que esperar a la primavera, casi al verano.”

CAPÍTULO LVI: MOMENTOS LUMINOSOS



─“Papá, ¿Dónde duermen las estrellas? –Kirsten descansaba en un tronco, interrogando curiosa a su padre Luke. Era una cálida tarde de mayo del año 39. Le faltaba muy poco para cumplir nueve años y a su hermano Paul diez- Quiero decir los meses que no las vemos, ¿dónde se esconden?”
   Luke intuía que a su hija le preocupaba algo diferente a las estrellas, y no sabía si, como ellas, podría iluminarla.

CAPÍTULO LVII. GRANDEZA



   La colina se veía polvorienta, desarbolada, calva, una paradoja en aquel esplendor del  lago. Algo alejada de la orilla por el lado norte, la misma agua que daba la vida a sus colinas vecinas parecía descuidar los escasos arbustos que resistían en sus laderas. Había pocos árboles, pero escogió un viejo olmo con gran sombra y se sentó a meditar. Armand Protch necesitaba encontrarse a sí mismo. No tenía nada claro su  devenir en la vida y creía que ya tenía edad suficiente como para saberlo. Hacía un mes y poco más que había cumplido los 18, y era finales de septiembre del año 45.

CAPÍTULO LVIII: SIN ESTRIDENCIAS




   Entraré en la historia sin estridencias, sin falso orgullo ni falsa modestia; me meteré en la trama cuando sea necesario para respetar cierto orden cronológico. Ha llegado la hora de desvelarme. No sé si a estas alturas el lector, si es que tengo algún lector, habrá sido capaz de reconocerme. He paseado por estas páginas aún sin pudor, pues no me veían, pero he sido como mi estrella, difusa y no muy reconocible mas al fin “como no quiero que mi escrito se considere apócrifo, he vencido a la tentación del anonimato y estará firmado”.

CAPÍTULO LIX: ABRUMAR PARA NO ROMPER



    Réquiem por las flores y los árboles que habían vestido el Arrabal y ahora lo abandonaban desnudo, sin vida, dejando un rastro de desprovista luz en los alrededores de la hoguera. Ese enero del año 59 no fue del todo frío, pero dio comienzo a un año helado en lo interior, un año marchito, en el que mi hermano y yo comenzamos a encontrarnos y como tantas veces el umbral sería un calvero despoblado e inhóspito.

CAPÍTULO LX: LA BELLEZA



   Cálidas agujas llevaba aquel lubricán de fuego de un sábado de primavera del año 61. El sol se anunciaba ya lejos a levante pero, próximo a su nacimiento, el cielo sangraba preparándole otro parto de llama. El Arrabal de la Mano Cortada susurraba en las hojas y las lenguas de una hoguera que tenía encendida Nigel, que a veces no podía dormir y se iba a contemplar el lubricán o el amanecer encendiendo una fogata en la tierra de sus vecinos y amigos. Yo tampoco podía dormir, y como tantas veces me puse a caminar hasta el hogar de mis padres y allí hallé, sólo él despierto, al hombre que yo llamaba mi suegro.

EPÍLOGO: LA ESTRELLA RÉGULO



El aire se divertía haciendo cabriolas en el teleférico. Volvíamos de Crownridge escarchados, con el rostro tan helado que las lágrimas resbalaban sin esfuerzo. El viento era un puñal decidido a desollarnos e inclemente jugaba con nosotros a algún juego tétrico de apocalipsis. Íbamos demasiado abrigados pero se ve que se colaba por cualquier hendidura de las ropas y no sólo el viento. De sabe Dios dónde se levantaban motas de barro sucio y nuestras desprotegidas epidermis eran un  coladero para aquel juego cruel de los pinceles del viento.