Érase una vez una mujer… –comencé al fin.
Las llamas, que como manos ardientes
masajeaban mis rodillas, eran un analgésico contra el frío porfiado de
aquel crudo invierno, ya claudicante. Protch, que se había colocado de modo que
no impidiera que sus lenguas cálidas me
lamieran, sonreía. La mañana despejada transitaba cansinamente hacia la tarde–…
que profirió su primer llanto, sin irreverencia, en el presbiterio de lo que es
una antigua catedral. Así, resguardada en la arenisca roja de San Magnus de las
lágrimas de noviembre que golpeaban con furia extramuros, cuando el siglo era
un pequeño apenas destetado, la primera mendiga llegó a esta lúgubre habitación
del horror, la Tierra, reclamando su derecho a ver la luz donde quisiera. Fue
una niña de materia que nunca descuidó la energía; una mujer como las mujeres:
lúcida, serena y valiente. Pudo haber emergido en un tibio hogar o en la
traicionera calle que la esperaba, pero en su libertad decidió nacer en un
templo, como si estuviese escrito que sólo en los más sacros recintos han de
surgir todas las explosiones, y así fue como se hizo creadora de los que
vinimos después, madre manantial de todos nosotros, como el Universo. Las
erráticas almas que, vacuas y abandonadas, alguna vez a ella nos hemos acercado,
siempre la vimos mujer entre las mujeres, señora. Cuando sus pasos menudos
doblan el arco de alguna calle, el paseante taciturno se detiene a
contemplarla, respetuoso. En la visión de su venerable andar y sus arrugas
sacude al hombre el peso de la primera mujer, de cada historia que a ella se
debe.
–Pero
estoy perdiendo los hilos. No sé si voy a saber contarla.
Adam Oakes, su padre, por entonces pastor de
la iglesia presbiteriana en Kirkwall, en las Órcadas, debió de ser, en palabras
de su propia hija, seductor como el perfume de las estrellas, hermoso como el
diablo. De lo que se sabe con certeza, fue un orador excepcional, dialéctico
inteligente que atrapaba con su argumentación impecable, apologeta de
intrincados laberintos dogmáticos. De tal forma cribaba el trigo de las
certezas incontrovertibles del polvo con que lo manchaban los pecados de los
hombres que se ganó fama de ser capaz de hacer inteligibles los misterios de la
divinidad, como podía haber elegido alumbrar a sus prosélitos sobre las verdades
de la alquimia, las mentiras del tiempo y el espacio o la propia inexistencia
de Dios; un hombre útil, un hombre... peligroso. Tal vez por ello desterrado en
aquella tierra lejana.
Dicen, Protch, que cuando Adam contaba
veintisiete años, en una aurora lánguida y fría de un febrero lluvioso y
enfermizo, una compañía de ballet tal vez desorientada desembarcó como nave de
náufragos en el puerto sin luz de la ciudad dormida. Dicen que Adam, que salía
de dolores y fiebres recientes y que acertaba a vagabundear cerca del mar,
creyó que seguía delirando cuando un perfil que los rayos amodorrados del
oriente resaltaron le despertó la imagen de un astro último de la noche en el
momento de mimetizarse con el amarillo del día y evaporarse. Y seguramente no
andaba errado, pues no en vano se acababa de topar con los reflejos áureos de
Estella, de Estella Frame, uno de los soles emergentes en la danza clásica de
comienzos de siglo.
Ese día de febrero acabó siendo nuestro
principio. El señor Oakes tenía mucho tiempo por delante y decidió asistir a la
representación vespertina de El
Cascanueces. El teatro estaba casi vacío y de todo el espacio disponible
eligió una butaca de la tercera fila. Tuvo que esperar al segundo acto para
verla, porque su dama era el Hada de Azúcar.
Cuando Estella bailaba, temblaba el
proscenio. La madera, al ritmo de sus pies menudos, titilaba sin ruido; las
bambalinas se mecían a la misma cadencia suave de estiramientos, giros y
deslizamientos. El Reino de los Dulces zapateaba harinoso al compás de la
uniforme celesta. Cuando Estella bailaba, el corazón se hacía blando y
sensible. La entereza de Adam naufragaba
al mismo son de sus pies, que le marcaban latidos. Supo sin lugar a dudas que
cuando Estella bailaba, temblaba el proscenio y sus sentimientos vírgenes,
escenario por inaugurar sin madera, le oprimían como debió oprimir Eva en su
Edén, en su desnudez de luz entre manzanas, árboles y serpientes.
Finalmente cayó el telón, y en ese silencio
sordo de las pisadas bruscas de los que se marchaban, él recordaba otros pies
que clip-clap-clop, clip-clap-clop, rítmicamente armonizaban la mirada cándida
del hada con su corazón para siempre quebrado. Iba a retirarse remiso cuando su
mirada se posó un segundo entre bambalinas. ¿No era aquel Gordon Traves? Su
misma mirada alcohólica y pasos vacilantes por el escenario. Enjuto y mal
encarado y de carácter agreste y ofensivo, dudaba si saludarlo cuando cayó en
la cuenta de que Gordon le debía algún favor y tuvo una nueva idea. Releyó la lista
de nombres en el reparto: Hada de Azúcar-Estella Frame y con decisión anduvo
los escasos metros que lo separaban del señor Traves.
−“Buenas
noches, Gordon.”
−“Buenas
noches, señor Oakes. ¿Le ha gustado el espectáculo?”
−“Me
ha gustado tanto el segundo acto que quería felicitar a Miss Frame. ¿Sería ello
posible?”
−“Aún
debe estar cambiándose. Espéreme aquí, que la avisaré.”
Fue una espera frenética, pero efímera. En
un pasillo a la derecha estaban los camerinos. A su tímido entrar respondiole
una cara deslumbrante, tanto más encendida cuanto más despojada de maquillajes.
Primeros timoratos saludos. Felicitación efusiva de Adam con el rostro
enrojecido. Gordon, discretamente, se retira.
Ella vio un rostro luminoso y gallardo como
debe de ser una tarde de verano, un caballero inseguro, de voz vacilante pero
cálida, que no dejaba de mesarse los cabellos. El señor Traves no sabe qué
ocurrió en camerinos, pero sabe que el señor Oakes tardó casi una hora en
salir. Pero seguramente en su interior debió darse una singularidad
espacio-temporal que originara nuestro big bang.
El sacerdote emergió al fin con la cara
iluminada y el corazón menoscabado. Ya nunca pudo olvidarla. Fue vana su
decisión de no acudir al puerto a despedirla. Imposible despedir a la que se ha
quedado adentro para siempre. Pasó largos días de sinsabores y congojas. Le dio
por pensar si ella estaría sintiendo lo mismo. Su desazón se reflejaba en sus
sermones: toda la vida de Cristo era pasión y el Calvario la última esperanza.
Pero disertaba más sobre la muerte que sobre la resurrección. Quien lo oyera
esos días supo bastante de clavos y espinas, lomas arenosas, cruces prominentes
y sepulcros inexpugnables. Parecía imposible así resucitar de entre los
muertos.
Y febrero pasó como una escoba adamantina por
su alma. Y luengas fueron para él las estaciones. Primavera de vientos, verano
de sombras. El otoño había llegado frío y lluvioso y la bailarina seguiría por
siempre danzando en su vida porque cuando Estella bailaba, atrapaba el pulso; y
la sangre rejuvenecía y se vestía de niña. Hasta el aguacero de aquel noviembre
húmedo se entretenía en hacer cabriolas. Y la lluvia rítmica de aquel 7 de
noviembre se armonizaba con sus lágrimas frías mientras andaba entre cálices en
aquel lugar sagrado.
El culto había terminado hacía más de una
hora. El templo acertaba a estar en esas horas de paz en que debe hallarse un
viajero en el interior de un barco con mar en calma pero azotado por la lluvia.
Mas súbitamente aguzó los oídos. Sonaban unos pasos decididos que avanzaban por
la nave central, rítmicos, discretos, musicales, trotones, como si el suelo se
estuviera levantando para que quien lo pisaba no tuviera que hacer esfuerzos.
Le dio un vuelco el corazón: parecían pasos de ballet. Allí estaba, subiendo al
presbiterio, Estella iluminada por una luz acaso frágil pero imperecedera. Pero
no pudo dejar de notar lo más singular: la diosa luna estaba llena, Artemisa se
había ido completando con una criatura, que seguramente bailaba también en su
vientre como había danzado su madre nueve meses en su corazón. Deseó
ardientemente que fuera suyo. Y en ese momento una estrella brilló con fuerza
en el rostro de ella cuando le oyó decir:
−“Te
amo, Adam. He pasado estos meses haciendo esfuerzos para que no fuera así y
cuando me he decidido a hacer el viaje, quizá sea demasiado tarde. No sería
justo para ti que no te lo dijera: el niño es tuyo.”
Y entonces él sintió la necesidad de
proferir las mismas palabras para descargar lo que sentía, para que el eco
suave de lo que quería decir le acariciara el corazón el resto de su vida:
−“Te
amo, Estella. Me he pasado nueve meses amándote, pero sin hacer esfuerzos por
que no fuera así, esfuerzos que sabía inútiles.”
−“Entonces,
por el amor de Dios, llévame a un hospital. Lo siento inminente y…”
Pero en aquel momento sucedió. Ya no era
posible bajar la escalinata del presbiterio. Mars Ultor, Marte el Vengador,
tenía prisa por nacer en ese Olimpo. Apenas su madre tuvo que hacer esfuerzos
mientras Adam ayudaba más con su esperanza que con su fortaleza, que se quebró
completamente al ver cómo emergía a la vida su hija, porque niña fue, como el Universo.
Adam se tendió también en el suelo de aquel recinto sagrado para acompañar a la
madre, que no tardó mucho en recuperarse; y a su hija, que venía con tanta
voluntad a este templo de la vida que apenas lloró. Él tenía que prolongar
aquella eternidad:
−“Estella,
mírame. Deseo hacerme cargo de la niña y pasar el resto de mi existencia con
vosotras. Prometo quererte y respetarte todos los días de mi vida. Si anhelas
hacerme el hombre más feliz del mundo, respóndeme que sí.”
−“Adam…
esta niña es tan tuya como mía. Si deseas hacerte cargo de ella, yo nunca te lo
voy a negar. Pero además te amo. Sólo necesito cierta seguridad. Saber que no
me voy a volver a separar de ti.”
−“Cuando
estés recuperada, entrarás en mi casa, que ya será nuestra casa. Sea lo que sea
lo que la vida me tenga reservado quiero vivirlo a tu lado.”
−“Entraré
en tu casa. Quise decir en nuestra casa −y mirando con ternura al frágil
corazón que latía en sus brazos, añadió−: ¿Cómo la vamos a llamar?
Pasaron casi media hora allí, en el presbiterio
de San Magnus, decidiendo nombres, con la turbadora seguridad de que ya se
pertenecían el uno al otro. Y al final se pusieron de acuerdo en uno, cuando
él, en su fidelidad a su amor por Cristo y a las figuras que lo habían rodeado,
sugirió:
−“Madeleine”.
Madeleine. Nunca la hemos llamado así, pero
así fue bautizada. Unas dos horas después del parto, Estella ya se consideró
con fuerzas para entrar en su nueva casa. Porque además un mendigo te dice,
Protch, que nunca puedes considerar tuyo un hogar hasta que sepas que has
entrado definitivamente en el corazón de quien allí también habita. No estaba
muy lejos, pero fueron en taxi, que por entonces ya comenzaron a aparecer los
primeros en Kirkwall. Y su nueva casa la encontró cómoda y segura, su hija en
sus brazos, el hombre que amaba sentado junto a ella. Sólo entonces se
volvieron a besar, frenéticamente queriendo recuperar los meses perdidos. Y en
esos momentos él le habló de matrimonio. Ella aceptó y no antes de ese momento
se sintió por primera vez protegida, protegida para el futuro, como si tuviera
el anticipo de que un día realmente lo iba a necesitar.
Se casaron el sábado 8 de diciembre. Estella
estaba radiante. La luz que despedía era como debe ser una protoestrella que
libera sus primeras energías. La de Adam era una luz más suave, pero igual de
firme. Y San Magnus nunca se había mostrado más solemne, la niña que nació allí
asistiendo a la boda de sus padres. El mundo entero era un templo y todo era
luz, vidrieras, corazones, milagro.
Fueron un matrimonio feliz mientras fueron
ellos mismos y la pequeña Madeleine creció fuerte y aprendiendo a despedir luz
y belleza. Los sermones de Adam hablaban ahora de prodigios, de la llegada de
Dios entre los hombres cuando al fin el verbo había decidido hacerse carne, de
enseñanzas y sabiduría, de que la vida tenía sentido, de resurrección y
eternidades. Madeleine aprendió a hablar antes que a andar, mascando sin
dificultad las palabras de pronunciación más difícil. La felicidad que emitían
sus padres le tenía que llegar, y en su interior se quedó para siempre, hasta
en los momentos aciagos, pues se podía emborronar un cristal pero el vidrio, si
era lo bastante sólido, permanecía. Su vida ha estado llena de dioses y los
primeros fueron los Lares, los dioses del hogar, lar que sus padres consagraban
con su felicidad.
Su educación fue un camino de muchos
recodos, pero sin baches, más de letras que de números, aprendiendo como todo
el mundo con más facilidad aquello que se desea aprender, pero a ella, en mayor
o menor medida, le interesaba casi todo. Mas un día, con apenas seis años, su
vida empezó a transformarse porque todo le cambió por dentro. Un amigo le
sugirió protegerse con la mano para contemplar el sol. Y repitió el mismo gesto
de noche. Y entonces le llegó el eco perturbador de unas primeras palabras en
su mente que la ocuparían para siempre. Así, su vida, y la nuestra, cambió
definitivamente, por una imagen mental en una noche sin luna.
−“Mi
mano es mayor que el universo” −no sabía de dónde le había venido aquel
deliquio. Pero sintió la certeza de que aquello era efectivamente así. Y
enseguida experimentó pánico. Sabía que cualquier lógico, científico o persona
con algo de sentido común le llevaría la contraria. Creyó que se estaba
volviendo loca. No fue la única vez que lo pensó.
Al cabo de varios días llegó al acuerdo
consigo misma de que su mano era igual
que el universo. Pero esta conveniencia no le satisfizo: “Vamos, loca, reconoce
de una vez que tu mano es menor que el universo, y sólo así recuperarás la
cordura. Además −encontraba nuevos argumentos para la locura− también se
expande o se contrae, se calienta o se enfría, las líneas de la vida orbitan
alrededor de un núcleo de fuego, tu loco corazón.”
Pero no halló la calma que tenía tan cerca.
Después de varios meses, se alejó al fin de las inútiles magnitudes, y enunció
finalmente su turbulenta frase así: “mi mano es otro universo”. Pero este pacto con su cordura nunca la convenció
del todo. Y tuvieron que pasar varios años para que supiera que efectivamente
esa loca idea iba a marcar su vida y que su
mano iba a ser su universo, incluso
años antes de estar en la calle.
Pero si la locura no estaba en ella, siempre
estuvo muy cerca. A punto de cumplir ocho años, una tarde de otoño su madre
rompió la paz del hogar dando un grito inesperado. Primero fue una alucinación
visual. Sólo años después supieron que Estella creía firmemente haber visto al
diablo en una de las vitrinas del comedor. Y pronto, demasiado pronto, comenzó
a oír extrañas voces en su interior. Todavía no se sentía perseguida. Acudió
inmediatamente a los médicos. Notaba perfectamente cómo éstos no querían
alarmarla, hasta que finalmente un galeno le echó valor. Era un diagnóstico
inseguro, pero él creía que lo que estaba sufriendo podía ser, por las
manifestaciones, esquizofrenia catatónica. No podía ser más dramático el
veredicto.
−“Adam,
amor mío −le dijo cuando al fin se quedaron a solas−, no sé cuánto tiempo voy a
seguir siendo yo, ni que va a ser de mí. Pero mientras me quede lucidez te
repetiré cada día: te amo, te amo, te amo. Y si no te parece bastante empiezo
otra vez: te amo, te amo, te amo…”
−“Estella,
vida mía, te prometo solemnemente que siempre estaré a tu lado. Y no te voy a
dejar que seas la única que lo diga: te amo, te amo, te amo.”
Te amo, te amo, te amo. Ese fue en adelante
el leitmotiv de sus vidas. Ella nunca mejoró pero su empeoramiento fue lento y
siempre tuvo al menos un momento de lucidez al día para repetirle sus tres te amo, hasta que él murió, 21 años
después. No le dijeron toda la verdad a su hija, quien sólo lentamente la fue
descubriendo y aprendiendo a vivir por sí sola.
Adam lo encontró mucho más duro de aceptar.
Nunca perdió la fe pero se daba cuenta de que ésta se iba transformando hasta
que incluso, abierta o veladamente, se podía percibir en sus sermones una
cínica transformación de los cinco solas de los protestantes.
Sola
Scriptura, sólo las sagradas escrituras explicaban a Cristo, acabó
transmutado en aceptar cualquier escrito que hablara de Él, incluso contra Él,
porque desde Él y para Él en toda mentira resplandecía orgullosa la luz de la
verdad, la belleza de sus actos supremos de redención y yo soy el camino, la verdad y la vida acabó siendo para él sola via, sola veritas, sola vita, sus
últimos solas.
Solus
Christus pasó de significar no tener fe en la fe, en las oraciones, en la
iglesia o las instituciones a no creer en ningún otro dios que no fuera Cristo.
Nunca se atrevió a decirlo en el púlpito, pero para él ni siquiera el Yahvé del
Antiguo Testamento era ya su padre. De un ser enfermizo y a todas luces
psicótico no podía haber nacido el verdadero Dios Amor. Empezó a intuir que
cualquier confesión cristiana perdería inevitablemente todo sentido si se
seguía teniendo en cuenta la primera mitad de la Biblia.
Sola
Gratia fue transformado inmediatamente en lo que la Reforma había querido
evitar. Y el entendió que si Cristo era justo, debía estar escuchando a sus
hijos por los oídos de la gracia y las buenas acciones.
Sola
Fide rápidamente lo empezó a leer como la absoluta crueldad del dios en el
que siempre había creído, y sólo con dificultad pudo pasar de ahí, porque si no
lo transformaba, todo aquello en lo que creía en adelante carecería de sentido.
Sólo el que tiene fe puede salvarse. Miró a su hija, que estaba entonces
leyendo absorta algo a su lado. Todo padre terrenal salvaría a sus hijos de cualquier
infierno, de cualesquiera tormentos e intentaría conducirlos a un camino de
beatitud. Pero si mi hija un día llega a no creer en mí, igualmente intentaría
salvarla si de mí dependiera su eternidad. Vio que se estaba creando una
religión personal, pero se dio cuenta de que, al revés de todo lo que había
encontrado en las escrituras, toda fe es finalmente uso de interpretación
personal.
Soli
Deo Gloria fue su última transformación. En un principio se había tratado
de preservar la adoración a Dios de toda contaminación idolátrica o
supersticiosa. Pero al final entendió que también el paganismo hablaba de
razones para adorarlo. Y según agotaba su camino fue metiendo otras cosas en su
cajón de sastre, sobre todo la experiencia, toda su experiencia en la vida; y
el amor, el gran creador, el gran transformador. Y al final se le habría podido
leer Soli Amori Gloria.
He aquí como los Cinco Solas fueron finalmente transformados y pervertidos, pero
sólo así fue capaz de conservar hasta su último aliento su fe, sus solas, su
Cristo gran maestro; y siempre y sólo él Amor, amor a raudales.
En la transición de sus primeros años a la
adolescencia, Madeleine aprendió a navegar por las crisis de sus padres.
Estella no podía sino empeorar y se quedaba varias horas inmóvil e inexpresiva,
pero seguía teniendo al menos un momento de lucidez al día que aprovechaba para
reafirmar su amor por Adam y para inundar a su hija con palabras de verdadero
cariño.
Para acompañar a su padre, comenzó a leerse
la Biblia. Alguna vez la terminó pero era frecuente que la recomenzara y no
pudiera pasar de las primeras páginas del Génesis. Él descargaba sobre sus
hombros todo su anhelo de fe y aprendió a confiar pronto en el juicio sereno de
su hija. Así, con toda esa teología era normal que ella empezara desde muy
pequeña a crearse su propia cosmogonía.
Y no tardó el día en que su mano empezara a
ser su universo. Pero casi siempre la causalidad se disfraza de casualidad.
Acertaba a estar una tarde de mucho calor con una amiga en la terraza de un
bar, a la que unos minutos más tarde le picó una avispa en el dedo corazón. Su
mano se le fue hinchando, sobre todo los dedos, y hubieron de acudir a
urgencias. Poco recuerda ya de la explicación que les dieron los médicos. Mas
creía recordar que fue un caso de alergia. Una vez que fue curada, su amiga le
enseñó la mano. Su primera lectura hubo de empezar con una gran hinchazón que
no ocultaba, sin embargo, las líneas de la palma. Y tuvo entonces al mirarla
una fuerte sacudida. Veía claramente lo que iba a pasar, y esa primera vez
pronunció en voz alta lo que estaba viendo:
−“Encontrarás
al gran amor de tu vida mucho antes de lo que esperas.”
Su amiga la miró extrañada e incrédula. Y
fue sólo una semana después cuando encontró al hombre que la acompañaría el
resto de su vida. Madeleine aprendió muy pronto a acertar siempre, pero tardó
mucho más en ver que aunque nunca fallara en lo general, a veces había que
interpretarlo. Temerosa se decidió al fin un día a leer su propio destino, y se
engañó al descifrarlo. Creyó que sus propias líneas le decían que nunca
encontraría el amor pero lo cierto, Protch, es que sí lo encontró, mas nunca
fue capaz de retenerlo.
Entre los enseres de su padre, que por aquel
tiempo iba llenando la biblioteca de todo libro mistérico, pues en todos
percibía una verdad sobre su Solus
Christus, halló algún tratado de quiromancia, y algo más: varios libros
sobre las cartas del Tarot. Pronto aprendió sobre los 22 arcanos mayores. Sobre
los menores investigó mucho tiempo después. No tardó en comprarse su primer
Tarot. Y aunque ha tenido más, ese primero siempre lo ha conservado. Incluso a
mí me ha echado las cartas con aquel antiguo mazo. Como en un principio no
dependía de ello, acostumbraba a adivinar sin cobrar.
Pero su madre empeoraba y aunque la economía
familiar siempre fue sólida, ella deseaba ganarse la vida. A sus 16 años
encontró su primer trabajo en una panadería. Y allí, de 9 a 2, repartiendo hogazas sin
cansarse nunca del maravilloso perfume del pan recién hecho, meditaba qué haría
cuándo agotara su educación, pues en aquellos años sabía muy bien que a una
mujer no le estaría permitido estudiar más. Pero con ciertos apuros económicos,
su vida había empezado a depender de ella, y acabada la escuela, en sus ratos
libres comenzó también a cobrar por sus adivinaciones.
Junto al puerto, de donde salían los ferris
hacia las otras islas, a veces se disponían tenderetes o atracciones. Una tarde
cálida, sin más herramientas que su mano y su capacidad, sentose en una acera y
allí comenzó a adivinar, de las líneas de la palma y del Tarot. A su alrededor
algún alma caritativa le dejó un buen día una tienda para montar su propio
negocio, al que acudía a diario de tarde tras salir de la panadería. Solía
acertar y se creó pronto una gran reputación. Ella fue ya, con 17 años, la
señora Oakes, vidente del porvenir, y así, señora Oakes, la hemos conocido
todos siempre, incluso sus compañeros. Nunca tuvo marido ni hijos, pero sí
quizá algún nieto, y todos lo hemos sido un poco, pero siempre la hemos llamado
señora.
Hasta ese momento Protch no me había
interrumpido, y entonces tampoco lo hizo. Mas yo notaba a menudo su urgencia
por decirme algo.
−Dime,
Protch.
−Siempre
te la nombraré como señora Oakes, entonces.
−Pero
quieres decirme algo más, ¿no?
−Estaba
pensando… supongo que acabó en Hazington… y lo que me has contado sobre la mano
y el universo, y sobre todo lo de que tiene algún nieto simbólico, no sé por
qué, me ha dado por pensar. Hace muy pocos años me leyó la mano una mendiga, y
me dijo algo igual de incomprensible pero que me inquieta… vamos a ver, ¿tu
compañera viene a tener más o menos tu estatura, no es gruesa, y tiene el
cabello gris?
−Sí,
Protch. Yo no sé lo que te dijo ni sé si quieres contármelo, pero si lo haces,
juro escucharte con respeto.
−Ya
sabes que Maude y yo nunca hemos sido padres y lo que me dijo fue esta frase:
“serás abuelo sin haber tenido hijos.”
Serás abuelo sin haber tenido hijos. ¿Cómo
contarle a Protch que yo sabía muy bien que esa posibilidad estaba en sus manos
con sólo querer aceptarla? Yo no conocía que la señora Oakes le había dicho
eso, pero no tenía ya ninguna duda de que había sido ella.
−Creo
que fue mi compañera, Protch, y aunque tú aún no lo sabes, sospecho que nos
conoces a la mitad de nosotros. Ten paciencia. Incluso puedo saber algo sobre
esa frase enigmática y qué te quiso decir con ella. Sus profecías buenas y
malas siempre tienen algo de verdad. Venir a tu casa y sin embargo descubrir
algo nuevo sobre mis compañeros… Pero así debía ser porque todo está en todos.
Yo te estoy contando un relato y entretanto tú me estás contando otro. Fue
ella, Protch. Pondría la mano en el fuego. Y tú vas a saber todo lo que yo sé y
que quieras saber. Sólo te pido que aguardes un poco.
A sus 18 años, su vida habitual no había
cambiado, pero dos cosas entraron en su historia con fuerza, hasta torcerla.
Conoció a Joe Scully y su madre fue internada. Ya no había otra solución que
hacer que Estella entrara en un sanatorio. Oyó hablar entonces por primera vez
de Basin Hall, el mejor psiquiátrico, donde se ocuparían toda la vida de que al
menos no fuera a peor, de examinarla y en la medida de lo posible curarla. Supo
que Basin Hall era una pequeña aldea de la ciudad de Hazington, mucho más al
sur, adonde su padre y ella acudieron con frecuencia a visitarla. Vio en
aquellos años nuestra ciudad por primera vez y ya tuvo el deseo de quedarse
allí cerca de su madre.
A poco de tener su propia tienda junto al
puerto conoció a un hombre fundamental en su vida. Se movía trotamundos de
ciudad en ciudad con su atracción: Scully, el laberinto de los espejos. Le
costó hallar la salida la primera vez que entró, una tarde que estaba bien de
dinero, y tuvo que entrar su dueño a rescatarla. Así conoció a Joe. Se pusieron
a hablar e inmediatamente se hicieron amigos.
Joe Scully no tenía un solo rasgo que
destacara pero todo el conjunto siempre lo hizo muy atractivo con las mujeres.
Bien lo supo la señora Oakes, que muy pronto reconoció en él al hombre de su
vida. Y no tardaron en hablar de amor, porque como suele suceder, hasta los más
cínicos se enamoran, y de aquel encuentro con ella él tampoco había salido
indemne. Toda la vida la amó, pero tal vez amarla no era bastante. En una de
sus primeras conversaciones ya él le dejó claro que era ambicioso.
−“Me
preguntabas por mis proyectos en la vida. Pues si no encuentro a una mujer
rica, no creo que nunca me case. No me mires con esos ojos, mi vida. A ti te
amo, pero sumadas mi pobre economía y la tuya, no llegaríamos muy lejos.”
Joe le contó que había estado deambulando
por casi todo el país y que no era la primera vez que venía a las Órcadas, pero
que vivía en Hazington. Por ella podía quedarse allí todo el verano, pero no
más. Volvería al año siguiente, pero su atracción no era como un tiovivo. Su
encanto estaba en la novedad. Mas asentada en el mismo sitio de la misma ciudad
día tras día pronto haría que el público perdiera toda su fascinación. Unos
espejos no tienen magia cuando ya no te desorientas y la superstición de mucha
gente lleva a la persona que en ellos se buscó a enseguida repelerlos, no sea
que atraigan la mala suerte.
En octubre se fue por primera vez y ella
aprendió a manejarse sin él hasta marzo. Al fin y al cabo Joe sólo retornaba a
Kirkwall por ella y de su amor siempre estuvo segura, tan segura como estaba de
que era un mujeriego. Cada vez que volvía, traía en la ropa algún perfume que
no era suyo pero la señora Oakes aprendió pronto a valorar lo esencial: su
único amor era ella. Ninguna de sus infidelidades era importante mientras el
amor permaneciera, y los meses que se veían él nunca la traicionó, estaba
segura.
Así estuvieron varios años. Cada primavera se
perdía en el mismo laberinto de dudas, hasta que lo veía volver como a sus
espejos. Al final consideró muy en serio trasladarse a Hazington, por su madre
y por Joe. Y éste, que conocía sus inquietudes, un día le habló de que podía
encontrar un trabajo en una panadería de Templar Village, donde ganaría lo
suficiente como para vivir en algún lugar en alquiler. Así, con 22 años, llegó
un buen día a nuestra ciudad. Su padre ya sabía de su imposible amor por el tal
Scully, y viendo que tendría casa y trabajo no le puso objeciones.
Pasó un largo año junto a la Alameda de
Umbra Terrae. Si no la conoces, Protch, te diré que es una zona terrosa junto
al río donde olmos y fresnos viven en la armonía de su amor, mucho antes de la
separación. El origen de su nombre es incierto, pero he oído que los templarios
la llamaron Umbrae Terra, tierra de sombra, lo que sería lógico en la zona más
umbrosa del río. Tal vez después el desconocimiento popular del latín
trasladara el diptongo al segundo nombre. Porque tal como se ha quedado Umbra
Terrae, sería la sombra de la tierra, y no sé si alguna vez te has planteado, Protch,
por qué no se ve la mitad de la luna cuando está creciente o menguante. Y me
han asegurado quienes saben de estas cosas que la parte que no se ve es
precisamente la sombra de la Tierra. Por aquellos años ya vivían allí algunos
mendigos, pero aún el ayuntamiento no lo había transformado en una zona de
paseo bien cuidada, en el parque que fue tiempo después.
Supo pronto que el amor, el verdadero amor,
enferma el corazón del hombre y lo enloquece, vuela en lo más alto sin que
ninguna cordura consiga abatirlo, quien se está quemando quiere seguir
ardiendo, y aunque las circunstancias rompan una pareja, Amor sigue su labor de
bandidaje en el interior hasta que sólo el tiempo lo extrae.
Con casi 23 años ya no podía hallar a Joe a
principios de otoño en su casa de Arcade. Y fue poco después de cumplirlos
cuando lo halló casualmente un día cerca de St Mary, adonde ella acudía a leer
la fortuna. Iba en brazos de una mujer alta y rubia, de apariencia delicada,
pero próspera. Él la vio y la citó una hora después en un bar del Pueblo.
−“Maddie
−le dijo al fin. Sólo él la llamaba así y desde entonces no permitió que nadie
más lo hiciera−, siempre te amaré, quiero empezar por ahí, asegurándote lo que
siento. Mira, siempre podremos seguir juntos. Pero la dama que has visto a mi
lado es Beatrice, mi mujer −la señora Oakes sintió entonces que su visión iba y
venía en oleadas. El corazón roto le estaba regando las mejillas−. Nos casamos
hace un mes: el 27 de octubre”
Y poco más. Ella tuvo entonces que dejar de
buscarlo. Eran inútiles los escasos momentos en que seguían haciendo el amor
apasionadamente, cada vez más espaciados. Pues llegó a sentirse mal por
Beatrice e incluso deseó que sucediera lo que nunca ocurrió: que Joe amara a su
mujer. Los Scully vivían de lo poco que él ganaba y de la escasa pensión que
les pasaba el padre de ella, a quien le sentó tan mal la historia que aseguró
que ésta no percibiría nada tras su muerte. Su hija se había ido detrás de un
Joe Scully cualquiera, parece que fueron sus palabras, y había elegido un
camino adonde su padre no estaba dispuesto a seguirla. Pobre riqueza. Tantas
veces enamora el oro y no nos damos cuenta de que sus astillas se van
pudriendo. Al final a Joe no le había servido de mucho haber encontrado a una
niña rica. Y a la señora Oakes, primera de todos nosotros, le arruinó la vida
el dinero.
Ese diciembre fue especialmente frío y
hostil. La amargura, la depresión, la seca tristeza casi pudieron con ella. Fue
también el año del gran crack de la bolsa, lo que en su caso coincidió con una
reducción de plantilla con la cual perdió su trabajo y a duras penas conseguía
seguir viviendo bajo techo. Pero nunca se planteó volver al hogar de su padre.
Casi acababa el año cuando encontró lugares donde abrir su mano para la limosna.
La única indignidad sería no volver a vivir por sí misma un día. Se acostumbró
a la vergüenza de las calles, mas nunca dejó de ayudarse de lo poco o lo mucho
que sacaba adivinando el porvenir. Siempre en adelante encontró cerillas para
alumbrar sus mayores penumbras y pronto comprendió que sería mejor también
dejar el abrigo de su habitación de alquiler en Umbra Terrae, y bajar al fin a
su hogar previsto y temido, un fuego en el vacío sin techo de la alameda, con
el cobijo de los árboles, del río y de los primeros mendigos que conoció. Pero
Verôme les llegó también a los cuatro primeros que no lo decidieron.
Inesperadamente, se lanzó a buscar zonas para dormir más apartada, cuando en la
última noche del año contemplaba el espectáculo de una helada de invierno de
veras encendida por los astros. Y al final prefirió quedarse sola junto al
vidrio infinito, estrellado, respirando las luces azuladas; no estaba separada
del Universo: quedaba una esperanza. La vida se le había tornado muro de piedra
opaca adonde no llegaba la luz, pero la libertad tímidamente lo iría
franqueando.
No sé mucho de sus primeros años en la calle,
por dónde acostumbraba a moverse ni cuáles eran sus temores o sus esperanzas.
Por algún lugar caminaba irrompible cuando en septiembre nació la que, sin
saberlo, sería su inseparable compañera. Ya le habían llegado inexplicables
ocho palabras, adueñándose de su juicio para hacerle dudar siempre de su
cordura, al tiempo que se encontraba también con los primeros crápulas.
Nike no sabía mucho de la existencia de
Shipster, y no le contó nada a Protch. Éste podría ser definido básicamente
como explotador de mendigos. La señora Oakes lo conoció un mal día y fue
enseñada a vender tabaco. El tal Shipster se lo entregaba y ella lo vendía en
alguna acera de Castle Road. A la noche el traficante se quedaba con el 60% de
las ganancias y ella sabía que no podía protestar: era eso o nada. Así estuvo
varios años, con suficiente dinero para ir de vez en cuando a Kirkwall a ver a
su padre, a quien siempre logró ocultarle que estaba en la calle. Con la
limosna, con las líneas de la mano, con las cartas, con el tabaco; también con
el amor nunca extinguido pero a duras penas apartado, Madeleine Oakes nunca
pudo ser derrotada y se ganaba la vida como podía, pero cada jornada
agradeciendo la luz de un nuevo amanecer. La vida era esgrima y había que
armarse de espadas. El albor de la belleza acariciándole siempre el hombro, su
fe en la libertad que se hallaba incluso en la dureza de los rostros de los
mendigos que la rodeaban, vivió un aprendizaje que no le habrían dado años de
escuela, que supo transmitir a los siete que vinieron tras ella o a todo el que
acudía a la hoguera de su corazón a calentarse.
Cuando llevaba más de seis años en la calle,
sacando rédito de todos los pequeños trabajos que realizaba, acudió a Kirkwall
entre los cuchillos de un otoño invernal y traicionero. Su padre empezó
súbitamente a padecer de migraña, o eso parecía. Pero fue listo en adivinar que
la vida se le iba. Supuso que sería en noviembre también, en el mes en que le
habían pasado muchas de las cosas más importantes de su vida. Y una noche
reunió valor para hablar cara a cara con su hija.
−“Madeleine,
cariño mío, deja lo que estás haciendo −andaba entonces atareada con la cena−.
Siéntate a mi lado y mírame. No siempre me he ocupado bien de ti. Sabes que los
hilos que tejían mi vida se rompieron al irse extraviando la luz del universo
de tu madre. Pero mientras estuvo a mi lado siempre conservé la esperanza de
volverla a ver bailar un día. La bailarina ya no está y también mi escenario
vacila y ya no estaré muchos días. No podré dejarte muchas cosas pero sí un
hogar, si ese es tu deseo. Has sido siempre tan libre que en mis últimos
momentos aún dudo de cuáles son tus anhelos. Igual prefieres seguir en
Hazington, en las calles.”
−“No
sabía que lo supieras. Perdóname si te he hecho daño.”
−“No
podrías habérmelo ocultado siempre. Amigos de aquí, a ratos viajeros, me tenían
informado. Pero nunca te habría hecho un solo reproche y nunca te lo haré. Yo
me voy a ir, pero queda tu futuro. Dime de corazón qué es lo que prefieres.”
Era difícil responder. A pesar de sus muchos
dolores, en la calle estaba encontrando razones para luchar, para conservar su
identidad. Intuía que ella sería más mientras menos comodidades tuviera. Su
padre notó que no sabía qué responderle, pero supo llegar a un acuerdo con
ella. Le dejaría la vieja casa de Kirkwall por si un día la necesitaba; y
albaceas que se encargarían de legarle el poco dinero que le pasaba. Ella tuvo
que vivir varios años en la tentación de acudir a por su herencia y sin
embargo, alumna favorita de la miseria, nunca quiso apartarse de sus dobles
arrullos de la calle, la madre, y de la calle, la puta.
Fue efectivamente cuando ya noviembre
agonizaba. El mes que había sido su cuna vino a ser también sepultura de su
padre. Una mañana ya no quiso despertar. St Magnus se había vestido para él de
nacimiento y de boda, y se ornó al fin de luto para el tránsito hacia su último
viaje. La señora Oakes lloraba de veras su primera luctuosa corriente pero su
mente se fue navegando a su nuevo río fecundo. Su madre no era su madre, pero
aún la reconocía. Kirkwall había sido puerto, pero ahora sólo Hazington, a la que
ya siempre llamó Ciudad, era sólido malecón y ésta y sus calles, ya de por vida
el hogar que quiso habitar.
Pero el largo tiempo de la calle no estaría
exento de nuevos sobresaltos sentimentales. Una tarde de niebla le leyó la mano
a un caballero, y le dijo esta frase enigmática sin saber que también estaba
leyendo su destino:
−“Cuando
estés a punto de conseguir lo que más anhelas, cuídate de un día de vientos. En
él te llegará lo que no esperas. Pero siempre hallarás salida.”
El caballero era un desocupado de buena
familia, tan buena familia que nunca había tenido que trabajar. Uno de los
Bellamy, quienes junto con los Rage, los Wrathfall o los primeros Rivers le
habían dado abolengo a los ilustres de la ciudad. Aaron Bellamy se llamaba el
aristócrata. No le hizo mucho caso a la predicción pero sí a la belleza de la
quiromante. Le propuso invitarla a cenar y la señora Oakes aceptó. Una de sus
mejores características era ser una buena oyente. Ella pudo contarle, entre los
mejores pescados y el mejor vino, lo más importante de su vida. Aaron se prendó
de ella. Quería verla más a menudo. Se enteró de sus horarios, bastante libres,
y se vieron muchas veces.
Fue unos dos meses después cuando él le
propuso entrar en su hogar. Por entonces, vivía solo en una de las hermosas
casas solariegas de Fairfields. Ella también aceptó; el invierno había venido
ese año con todo rigor a la ciudad, y con verdadera saña a las orillas sin
techo del río. No dormían juntos; en aquellos años habría sido impensable. La señora
Oakes tenía su propia habitación. Y pronto halló trabajo como doncella en algún
próspero hogar colindante. Él le reprochaba que a su lado no tenía necesidad,
pero ella no quería ser el parásito de su novio, porque novios eran ya. No
sentía por él amor. De esa dolencia sólo enfermó una vez. O al menos… porque
nunca dudó de lo mucho que lo quería, cada día un poco más, hasta que llegó
realmente a no saber si lo amaba.
Esta situación duró más de dos años, hasta
que Aaron, profundamente enamorado, le propuso matrimonio. Ella no respondió
que sí inmediatamente, pero no fue capaz de decirle que no. No era la seguridad
que él le daba de tener siempre un hogar. Era la felicidad de imaginarse toda
la vida a su lado. Aaron reunía todos los requisitos para ser el hombre de su
vida, pero el amor bastardo no se fija en esas cosas. Y sabía que Joe se había
instalado en su corazón para siempre, bien pertrechado en lo más encarnado de
su sangre.
Los días pasaban y la fecha de la boda se
aproximaba. Estaba tan próxima que ella se sentía a cada hora más insegura. Una
tarde se puso a pasear por los arrabales del este, meditando seriamente qué
hacer. Aaron sería muy feliz con ella, pero nunca podría sentir su amor, pues
supo que nunca sería capaz de regalárselo. Y había algo más que le preocupaba:
su libertad. Prefería revolotear siempre a la luz escasa de una vela que yacer
junto al fuego de un hogar donde no sería ella misma. Caminaba de regreso a
Fairfields en el aire confuso de una decisión dura ya tomada, y no se daba
cuenta de que era una tarde de vientos maleducados y agresivos.
Ella no lo amaba. No podía hacerle eso a
todo un caballero como Aaron. A solas con él le refería toda su verdad,
sabiéndose ruin pero no queriendo llegar con él a meretriz. Él no se lo tomó
bien. Nunca pudo ir más allá de la idea de que lo había dejado plantado. No
volvieron a verse. Y esa noche ella regresó a dormir a la sombra de la Tierra.
Allí pasó varios años, en la crueldad del frío y la miseria, libre y sola,
entre los detritos de los que el cuerpo pulcro de la sociedad se deshacía sin
piedad, sobreviviendo a no hallar calor en ningún pecho cercano. ¡Querida,
vieja, entrañable, señora Oakes! Cómo la quiero. Es imposible expresarte
cuánto.
Protch se daba cuenta de que no conocía al
hombre que se había sentado en su salón aquella mañana. Pero intuía que le iba
a ser vital conocerlo. Sabía que era mendigo, porque no dudaba de su palabra.
Pero una cosa es creer y otra bien distinta empezar a asimilarlo. Y entretanto
sólo era capaz de ver al último de los Siddeley hablando con calor de una
mendiga, el mismo calor que iría usando para todos. Necesitaba su amistad y
entretanto iba preparando las sábanas cálidas de su respeto, lo único que podía
darle, porque si dependía de él, la amistad nacería y crecería. Un respeto y
una amistad desnudos de propiedades y fortunas, calentados en el fuego de los
únicos sentimientos que importan, la necesidad de saber quién eres según te
miras en los espejos de un amigo.
Y poco más puedo contarte de los largos años
que pasó sola, primera de todos, primera luz de un faro que nunca se agotó.
Débil es la claridad del que no tiene nada. Pero si tuvo sombras, y si yo las
conociera, nunca te las contaría. Jamás humillada, siempre valiente, no perderá
su fuerza mientras le quede aliento y sus hijos podamos sostenerla. Es ya muy
mayor, Protch, pero seguimos teniendo la enorme fortuna de verla cada mañana. Y
si estoy llorando, sabrás que pocas personas merecen nuestras lágrimas, nacidas
de la emoción de todo el que quiere regarse agradecido, agua fértil que va de
río a río, acunada por el cauce inseguro de las corrientes del aire.
Érase una vez una mujer de altas vidrieras a
las que no siempre respetaron los vientos. Su luz oscila del claroscuro a mil
vitrales de color donde penetra la claridad del día y se descompone en
destellos áureos, o a veces amortiguados, porque su vida, entre la sombra y la
luminiscencia, ha sido luna menguante, o a ratos luna creciente a la que no se
le ha permitido llenarse e irradiar todo el espectro luminoso que su sonrisa
aventuraba. Pero los que habitamos con ella sabemos que aun decayendo su luz su
fuego nunca evanesce, y chispas ha tenido siempre para alumbrar nuestras
sombras más alargadas, ahuyentando nuestros fríos y malos presagios.
Cinco generaciones de Gerald Rivers se habían
sucedido manejando con tiento los caudales de incautos o experimentados
clientes del HSB, caja de ahorros veterana de entre las más veteranas de la
próspera acera oeste de Avalon Road. Allí el quinto Gerald, entre facturas,
ingresos, préstamos, cobros y cambios proyectaba su vida como si fuera una
transacción. No sé decirte si frío o intrigante, ávido o mecánico, desechaba de
su senda todo lo que no cupiera en una libreta llena de números de muchas cifras.
Y con casi treinta años aún no se había emparejado.
Pero una tarde de distracción hípica conoció
a Linda Hamilton, joven y experimentada, que sin embargo seguía una deriva
peligrosa a galope desbocado. Él ayudó a detener las riendas y a que bajara del
caballo. Hablando con ella, mirándole a los ojos, ya no podía saber dónde
acababa el horizonte del día y dónde empezaban sus luminares. Se quedó
enganchado en sus ojos celestes como una golondrina en un alambre. Pero al
mejor proyecto de vida le acaba por llegar algún accidente: se enamoró de
repente, sin ninguna señal de aviso. Esa contingencia no entraba en sus
negocios, pero cuando supo quién era ella se tranquilizó. Los Hamilton vivían,
ociosos en su mayoría, de las rentas de grandes latifundios heredados. No
perdía nada con seguir tratándola. Porque ella parecía haber sentido algo
similar por él. Se vieron con frecuencia y un año después se casaron. Fue por
amor, Protch, siempre se amaron, pero es verdad que sin ciertas seguridades
monetarias no se habrían vuelto a ver.
Linda Rivers fue una mujer enérgica,
grandiosa, dominante, pedernal de donde era muy fácil que saltaran chispas, más
espíritu del aire que del fuego, muchas veces llama para su marido, pocas veces
luz ardiente para sus hijos, porque tuvieron tres. Sumadas sus heredades
estuvieron de acuerdo en querer transmitirlas, a otros Rivers que pasaran la
antorcha de la estirpe. Al año tuvieron a Gerald, otro Gerald, quien durante
muchos años fue llamado Segundo, aunque bien podría haber sido Sexto, a veces
Junior aunque el vástago siempre odiara ese nombre. Tenía la frialdad de sus
padres mezclada con un espíritu aventurero no exento de oposición. Desde muy
pequeño se vio que no parecía dispuesto a ser el sexto Rivers en el HSB ni a
ocuparse de las tierras de los Hamilton, rebelde alazán al que no sería
sencillo meter en cuadra. Tenía su propia forma de entender la vida, no siempre
honesta, siempre a su arbitrio, pero con dinero de sus padres…
Otra vez notaba que quería decir algo.
−Protch,
por favor, interrúmpeme cuando quieras.
−Es
que no me parece muy correcto interrumpirte sólo por algo que imaginas, que
sólo sabré mejor cuando tú me lo cuentes.
−¿Qué
te inquieta?
−El
nombre. Ya me has hablado de dos Gerald Rivers. Claro que podría ser otro, pero
juraría que oí ese nombre por primera vez en labios de mi primo Rich. Y no para
bien. Pudo el primero haber arruinado la vida del segundo.
−Segundo,
sí. Ese sea quizá su nombre. No pierdas las esperanzas. Quizá te cuente algún
pequeño suceso que conoces.
−Espero
impaciente. Por favor, continúa con tu relato.
Y tan sólo tres años después del
alumbramiento de Gerald Rivers II nació la pequeña Olivia. Y cuatro años
después de ésta su hermana Kirsten. Y entonces los padres de Linda dejaron
parte de sus tierras a su hija y al marido de su hija, como siempre fue
considerado Gerald Rivers. Fueron los Rivers quizá los primeros en poner de
moda las tierras bajas de Burnt Hills y en construir allí, junto a los brazos
del joven Heatherling, en unas tierras infértiles pero muy apropiadas para
paseos a caballo o a pie. Toda la amplia zona ribereña se llenó pronto de
bellas mansiones para prósperos ociosos o para aquellos que tras retirarse
preferían vivir allí los años que les restasen. Se la conoció como Downhills,
entonces el último barrio de una ciudad a la que le nacían retoños sin cesar.
Pero fueron los Hamilton, inveterados cazadores, quienes le dieron nombre a la
casita, como gustaban llamarla, inmediatamente bautizada como Hunter’s Arrows[1].
Rodeada de caballos y acostumbrada a su
presencia y su simbolismo, era lógico que Olivia se creyera capaz de manejar
todas las bridas de su existencia. Fue desde muy joven una soñadora idealista
que suspiraba con encontrar un amor que acompañara el tesoro de sus fantasías.
Un joven caballero con una renta suficiente y el corazón eternamente en
primavera, y envejecer a su lado legando toda la belleza del mundo a sus hijos.
Se imaginaba teniendo al menos tres y hasta hacía planes partiendo de sus
nombres. Éstos cambiaban a menudo pero se mantenía el de Lucy. Había algo en
sus sílabas que le evocaba una tarde de luz estival a la que no alcanzaría el
crepúsculo. Según iba creciendo Kirsten Rivers, Olivia acostumbraba a conversar
con su hermana, inculcándole los mismos sueños y esperanzas.
Kirsten tenía un aura más social pero al
mismo tiempo era algo más retraída. A Olivia le gustaba adornarla con la
palabra carisma. No había reto que no venciera a pesar de su apariencia
hermética. Comenzó de muy niña a ser una experimentada amazona, lo que no
significaba necesariamente un beneficio. Alguien inexperto o titubeante no se
siente seguro y suele tener más en cuenta a la diosa prudencia. Quien se sabe
dominador de algunas artes no se para a pensar si en la loma que has de
descender hay algún guijarro peligroso.
Pero ambas crecían bien y era difícil
distinguirlas de tan parecidas. Además de la edad, quedaban siempre los
cabellos, los de Olivia bermejos, los de Kirsten dorados. Pasaban cada hora de
niñas juntas y también de adolescentes. Y siempre se quisieron. Olivia decía de
su hermana que tenía la belleza de una emperatriz, y ésta le devolvía el halago
diciendo que Olivia tenía la belleza, la luz y la calma de una vidriera.
Y hubieron de reírse recordando todo esto
cuando su padre encargó un vitral que embelleciera la separación entre el
comedor y el salón. Fue a los talleres Pennington, afamados vidrieros cuya casa
comercial era contigua a la coqueta iglesia de St Mary, templo católico de la ciudad, a la que los
Rivers no acudían al pertenecer a la confesión dominante en el país.
Fue el penúltimo vitral de los Pennington,
quienes al poco tiempo hubieron de transformar su negocio en una carpintería. A
gusto de los Rivers y los Hamilton, le habían encargado una escena de cacería.
Tenía que aparecer al menos un cisne, pieza codiciada pero imposible de hallar
en Hazington. Cuando Olivia la vio montada, todo su inagotable romanticismo se
desbordaba al mirar la exuberancia de la luz desgranada en al amplio paisaje de
la laguna. La maestría de unos artesanos que cada vez podían permitirse menos
vivir de su destreza, se desbordaba aún profusa en las obras de los Pennington,
y una vez acabada, la pieza era una policromía de azul agua y verde juncos
rodeando un caudal estancado donde destellaba un vivo sol que apretaba
encandilando a la tercera figura, la más lejana. Eran tres cisnes en la misma
escena. De las explicaciones de James Pennington Olivia no recordaba si había
oído que eran cygni melancoryphus o melanocoryphus, cisnes de cuello negro,
pero recordó ese nombre hasta que, muchos años después, anudando su pasado con
su futuro, descubrió otro Cygnus, más solemne y extenso, desplegando el vuelo
por la vía láctea en dirección al Águila, seguramente Zeus así metamorfoseado
para seducir a Leda. En primer plano un cisne abatido, herido de amor por una
cisne que, como suele suceder, prefería solazarse mirando a un tercero en la
lejanía ignorante de lo que pasaba. Mientras el amor no te derroque, levanta tu
vuelo, cisne abatido, despliega tus plumas por las ondas veleidosas del viento
y rompe el aire precavido, no sea que el amor te imposibilite ver el arma impía
que te apunta en retaguardia. Un cazador sanguinario preparaba el tiro con el
que lo abatiría y sus lágrimas de amor no le impedirían acabar en vano trofeo.
Olivia se pasó años deduciendo erróneas enseñanzas de esta pequeña escena, y
mirando la luz, el color, el alma del vidrio, llenándose de ella.
Cuando mi compañera un día al fin se atrevió
a hablarme sosegadamente sobre su padre, llamaba la atención los pocos
recuerdos que tenía, porque en su vereda apenas había dejado regueras. Gerald
Rivers ya no encontraba ambiciones con las que rellenar su vía infecunda y
hablaba con sus hijas con amor pero en sus diálogos no había más abono que la
caza o el dinero, y con esas flores no es de extrañar que también en ellas
hubiese puesto su carnada para que con ellas continuara la caza del dinero. Por
lo demás su senda era limpia, clara y ordenada. Vivía en la afirmativa, y sé de
buena tinta, Protch, que este camino fácil y trillado no supone retos, y sin
ellos el alma se agosta, debilitando el cuerpo.
Entretanto en la senda de Linda Rivers
entraron con fuerza unos pasajeros no invitados que dejaban las huellas de sus
sucios zapatos. No importa si los conoció en misa o en una reunión mundana,
pero al poco tiempo los árboles infectos de la intransigencia religiosa se
habían emboscado en su tenebrosa avenida. Al final todo era más que fe agua
pútrida que sólo podía enfangar las carreteras rebeldes de sus hijos.
De esas charcas enlodadas del cieno de la
ambición y la intransigencia de sus padres, Kirsten Rivers a duras penas
lograba salir impoluta. Si su camino estaba destinado a ser brusco y breve, al
menos a la luz quemante de su horizonte rasgado se acercaron las mariposas
agitadas de lo más importante de la vida. Se atrevió, como Hércules, a robarle
a Hera las manzanas doradas del jardín de las Hespérides, y lo conoció todo: el
amor también. Sus padres solían amenizar las cenas con lo más selecto de los
banqueros, o meros accionistas; y en algunas ocasiones, para redondear un
número, también a oscuros oficinistas, importantes promesas de futuros frutos.
Fue así como Kirsten conoció a un tal Fred, joven y algo bisoño, educado y
romántico, que le robó el corazón. No se sabe bien si Cupido traspasó también
al imberbe mozalbete. Sólo supo de ese amor su hermana Olivia, pues su hermano
no gastaba mucho tiempo con ellas. No estaba dispuesto a ser, decía,
sentimental. Pero las dos jóvenes pasaban horas haciendo proyectos, amenizando
las largas tardes sin nada que hacer de su adolescencia. No sabían si habían
logrado ocultárselo a sus padres, quienes no lo verían con buenos ojos, siendo
él un don nadie sin recursos. Lo cierto es que a Fred le encantaba charlar con
ella, tanto que cometía el frecuente error de hacerlo en los alrededores de
Hunter’s Arrows con asiduidad. Seguramente los progenitores conocían bien el
idilio, pero lo único cierto es que un día el tal Fred fue despedido y Kirsten
no volvió a saber de él. Olivia la ayudó a buscarlo en su dirección de la calle
Fortune, en Riverside, adonde no regresó; y más tarde a olvidarlo.
Entretanto, sin muchos traspiés, Junior
había encontrado sin ser del todo consciente la avenida de su futuro. Salía de
un noviazgo brusco, pero más duradero que relaciones anteriores, con una chica
llamada Maureen, cuando en esos días algún abogado estaba desfaciendo entuertos
en el HSB. Y a las cenas en Hunter’s Arrows vino con su hijo: Alfred Donovan se
llamaba. Departió largo rato con Segundo, sentado a su lado, sobre sus próximos
proyectos universitarios. Iba a seguir la senda familiar y a estudiar, como no,
leyes. Al joven Gerald le sugirió otra forma de hacerse rápidamente con dinero
al que no le afectarían los vaivenes económicos que inquietaban a su padre, y
apenas lo rozó el atisbo de defender a los que necesitaban ser defendidos.
A la universidad se fue, mientras el
hechicero que preparaba el caldero de todas las sendas familiares, mezclaba en
su pócima extraños ingredientes, de los que salieron los blanquecinos y tóxicos
humos que fueron para Olivia sus cuatro horrores.
Primer horror. Sus padres la sentaron un día
contigua en la mesa a un joven de su misma edad, hijo de una de las grandes
fortunas de la ciudad. Y sin que pudiera explicarse cómo acabó viéndolo en
todas partes. El muchacho era agraciado y algo reservado, pero a Olivia, sin
saber muy bien por qué, le inquietaba. Seguramente, pensó, habría facetas de él
que no le gustarían. Mirada esquiva, ojos de continua inquietud, manos como
garras, el torso alerta de un depredador que avizora a su presa. De todos
modos, era un escaso placer charlar algo con él. Pero sus padres fueron más
allá, y un día la casaron, que sería más correcto que decir ella se casó.
Durante dos años lo perdió todo, hasta el apellido y fue la señora de… Pero
después no volvió a usarlo. Y si yo lo sé, me lo guardaré. Sus suegros le
compraron una villa en la orilla este de St Alban’s Road. Por allí debía haber
pasado el Kilmourne, de no haberse rebelado y girarse, pero sus aguas no las
conoció todavía. El río mendigo acechaba, próximo y velado como una urgencia,
formando sábana negra que casi orillaba las puertas de su aparente prosperidad.
Ash[2]
Cottage se le llamó a la nueva casita, envuelta en los fresnos, que como
escolta, lejos del río, acompañaban hasta el sur el fin de la ciudad. Pero el
destino guardaba sus cartas y tardaba en repartirlas, e ironizaba con el
nombre, conociendo bien que para Olivia la morada del resto de su existencia
sería una cabaña de cenizas.
Su breve vida de casada fue un sueño brusco
y un despertar sobresaltada. No tardó en descubrir que su marido no la amaba.
La estimaba sólo como un buen partido, y era para él poco más que una paridora.
Nada más que con ese objetivo entraba en ella de vez en cuando, no todos los
días. Y en un principio quedarse embarazada parecía tan imposible que llegó a
creerse estéril. Y entretanto él no la consideraba, no tenían mucho de qué
hablar. Nunca llegó a pegarle pero sus constantes faltas de respeto se
evidenciaban en sus continuos desaires y menosprecios. La opinión de su mujer,
sencillamente, no contaba. Su visaje alegre se marchitaba, entre frecuentes
visitas de Kirsten, que no fueron más porque tampoco toleraba a su cuñado. De
vez en cuando venían a verla sus padres y su hermano, no muy a menudo, porque
decían que ella había hecho su cama y que no querían inmiscuirse en el tálamo.
Su marido quería adornar la prosperidad familiar con lo más distinguido de la
plebe y a ella la aliviaba aislarse de él por unas horas y sumergirse en el
bullicio. Pero en ellos a ratos tenía que acompañarlo a donde pudiera taparle
la sangre que por todos lados se le derramaba. En ocasiones sangraba por el
pecho y muy a menudo él le impedía acercarse. No se necesitaba mucha
perspicacia para saber que su marido algo le ocultaba.
La primera señal pudo tenerla, de haberle
dado su justo valor, un día de finales de verano próximo a su cumpleaños. Salía
de las cuadras de alimentar a sus caballos, los que ella nunca montaba. La
equitación le daría mucho tiempo para meditar sobre las ausencias de su alma,
justo lo que no deseaba hacer. Volvía ya a casa paseando sus tribulaciones por
entre los senderos de lozanas peonías, cuando un ruido leve le hizo detener el
paso. Un joven de unos 20 años parecía haber estado saboreando el goce de
rondar su propiedad caminando un rato sin la camisa que acababa de ponerse. Al
aproximarse a ella la saludó henchido y con una leve arrogancia. Tras alejarse,
Olivia se detuvo ensimismada conjeturando qué azares podrían coincidir en que
tuviera también el pecho manchado de sangre, con tantas corrientes
sanguinolentas que pareciera un Salvador recién flagelado.
Pero se olvidó muy pronto de esta sangre en
otra sangre. Su vientre no estaba baldío y en diciembre confirmó lo que le iba
pareciendo certeza en los dos meses anteriores. Con toda seguridad en su
interior germinaba un firmamento movedizo, una semilla había florecido y
maduraba inquieta en aquel oleaje. Su marido recibió muy bien aquella noticia
del trasvase de su río a un heredero que prolongara su simiente. Olivia
confiaba en que fuera niña, porque su marido quería un hijo y así lo seguiría
intentando y dejando ver su lado, si no del todo más amable, al menos más
sereno. Parece mentira pero en esos días incluso conversaban cordialmente.
El destino, sin embargo, dislocaba sus
articulaciones con artimañas de faquir. Sólo estaba esperando a la primavera
para dar vueltas a su vida como en una danza de derviche giróvago. Sucedió una
noche de finales de marzo, de un día en que se suponía que ella no había de
estar en casa: se había apuntado a una excursión para ver los saltos de
Wrathfall. El embarazo iba bien, pero ese día ella fue atacada por primera vez
por su terrible viento del norte y con un leve dolor de cabeza, se volvió mucho
antes con ánimos de acostarse. Ya en Ash Cottage, avanzó decidida a su
habitación pero al abrir la puerta la estaba esperando una escena totalmente
imprevista. Una mujer desnuda en su cama con un látigo en la mano; su marido
muy cerca, desnudo también, con el pecho azotado y evidentes corrientes rojas,
casi moradas. Por fin se podía explicar el enigma de la sangre. Es decir, se lo
habría podido explicar si no se hubiera quedado súbitamente helada. Desde ese
momento tuvo un nuevo nombre para su marido, y de ahora en adelante te lo
nombraré como “el lobo”. Ella no había visto ninguno pero ver a su marido así,
en ese instante, más que depredador, depredado, con el rostro desfigurado y a
punto de morder, los dientes en los que por primera vez parecía reparar largos
como colmillos afilados, la epidermis de un lobo que, surcado de granate,
cambia bruscamente el pelaje, la ferocidad de un carnívoro que ataca al ver
atacada su camada, se lo hizo recordar. Se quedó tan helada como la leña
consumida debajo de la escarcha. Fueron dos minutos en que no supo reaccionar,
en los que el aliento se le volvía sangre y unas escasas lágrimas rebeldes le
cegaban. Pero “el lobo” fue más rápido en su reacción. En un par de segundos
asió amenazador el látigo y pareció que lo iba a descargar sobre sus mejillas,
pero fue chasquido que nunca penetró en su carne. Fue sólo el aviso de que lo
dejara a solas y un desprecio feroz emitía el faro de sus ojos fríos y
despiadados. Olivia salió al fin de la habitación, la mente en tinieblas y el
corazón cuajado, ataviada de espanto. Sólo años después le confirmaron que su
marido siempre estuvo ávido de hombres sumisos y mujeres dominantes y
vagabundeaba buscándolos de sábana en sábana. Ella podía haberlo tenido de
haber sabido que debía asir una fusta. Más su comportamiento nunca había sido
mansedumbre, sino desamor que se fue convirtiendo en aborrecimiento,
condimentado con el sabor del tedio y la desgana, la eterna duda de que hubiera
algún lazo que los uniera, una aguja con que enhebrar una conversación amable
que pudieran compartir.
Tenía que marcharse. Pero ¿adónde? Se puso a
pasear un rato perdida entre los fresnos. A esa hora de la noche la primavera
reventaba en olores de descubrimiento, pero lo que la rodeaba se hacía resbaladizo
en la emergente niebla cotidiana. La visión de sus últimos años también. Todo
era velo, cenizas, nebulosa. Nada la estimulaba a regresar al interior. Volvió
sólo un segundo a buscar algo de dinero para un taxi. Halló uno en St Alban’s
Road. Arrellanada en su asiento, vio que su mente también se había quedado en
blanco. Sólo podía sentir; notar que sus ojos eran aguas, las primeras de un
marzo que para ella sería laguna. No sabía que algún chamán las estaba trocando
de embalse revuelto, pero aún navegable, en la lluvia destrozadora que la había
de inundar con el segundo horror.
El taxi se detenía en la dirección
requerida: Hunter’s Arrows. La noche no era demasiado fría, pero su vestido de
organdí apenas la cubría y la chaqueta que llevaba era insuficiente. Se animó
en el calor de la entrada, el ardor de decenas de bombillas, de los rostros
queridos. A esa hora aún se hallaban todos en el comedor cenando. La vieron
venir soliviantada, con el semblante demudado y la expresión desencajada. Sólo
Kirsten se levantó y solícita le buscó asiento y buenos almohadones. ¿Qué le
sucedía? Fue la pregunta inmediata de todos. No sabía cómo empezar y a duras
penas logró transmitirles la causa de su horror mientras terminaban de cenar.
Las imágenes en el pensamiento sólo cobran sentido cuando solidifican en
palabras y era difícil hallarlas cuando todo en su mente era un mosaico, con
vidrios que cambiaban de color según iba descendiendo el látigo que iba
ahuyentando su razón. Mas con dificultad lograron entenderla.
No se había preguntado qué debía esperar
como respuesta. Sólo había sido capaz de llegar a la certidumbre de que debía
alejarse para siempre del “lobo”, de que allí, en Hunter’s Arrows, su familia
le diría cómo debía continuar, tal vez refugiada de nuevo entre sus rostros,
apartada para siempre de aquel depredador. Pero pronto aprendió que esos Rivers[3]
estaban continuamente congelados. Ni la primavera los deshelaba.
Su madre fue la primera en hablar, tras
meses o años de adoctrinamiento religioso inmisericorde, en los que la mujer
tenía un solo papel que desempeñar.
−“Olivia,
cariño, no olvides que has pronunciado unos votos y le debes fidelidad a tu
marido. Todos los hombres tienen alguna circunstancia escondida que tarde o
temprano sacan a la luz, pero nosotras hemos de respetarlos. Recuerda que ya lo
peor lo sabes y ahora debes ser paciente y tener un proceso de reflexión y
adaptación. Tu lugar está para siempre a su lado. Quizá esté buscando en otras
lo que tú no sepas darle. Piénsalo bien y párate a ver dónde ha podido estar tu
error.”
Tu error. Su madre la culpaba de lo que
había pasado. Se le empezó a caer el velo de lo que representaban sus padres.
Más cuando su padre comenzó a hablar cometiendo el error de insistir en que
ella lo había elegido:
−“No
se debe abandonar a quien se ha elegido, sino afrontar las consecuencias. Y
recuerda, hija, la casa que tienes, la ropa que llevas, el lujo que te rodea y
la gente tan agradable que gracias a él has podido conocer.”
Su marido no tenía muchos amigos y no eran
más de uno o dos los que a ella le habían agradado, sin llegar nunca a
considerarlos amigos propios. Pero era natural que su padre se expresara así.
Todo lo que no tuviera valor medible en primulae[4]
no existía. Por un segundo su mente se fue con sus ojos a la vidriera. Los tres
cisnes o bien amaban o eran amados. Pero al vidriero se le había olvidado
esbozar siquiera una cuarta posibilidad: no amar a quien no te ama. ¿Con que
parámetros podía su padre tasar el precio de esa mercancía? Observó que al
menos su hermana, tímidamente, se rebelaba.
−“Pero
no se aman” −se atrevió a decir.
−“En
un matrimonio se debe tener más en cuenta el respeto que el amor. Recuérdalo,
Kirsten, para cuando te llegue el turno.” −cortó secamente Linda.
La primera furia se le se aventó amarga con
el fluir de sus lágrimas. No sabía qué esperaba de su familia, pero cada vez
menos. Se limitaba a escucharlos. Pero apenas podía encajar que el mismo
destino aciago se lo sirvieran a su hermana, que quizá ya estuvieran
cocinándolo. A partir de esa noche pasó años intentando entender qué significa
familia. Debía ser algo más que personas emparentadas que viven juntas, algo
más que nutrir, educar o vestir. Empezó a considerar en serio qué iba a hacer a
continuación. Miraba distraída al primer cisne, para poder evadirse un rato de
saber qué decisión podía tomar, qué alternativas tenía. Tú, al menos, no
tendrás pronto sufrimientos que considerar. Pero has conocido un tiempo el amor
y la vida que viene con él. Y aunque no lo creas, has tenido más familia que
yo, porque has elegido. La cisne ha sido tu familia. Ésta no es un linaje:
familia es quien tú has escogido. Y entonces se sobresaltó. Su hermano Gerald
intervino entonces, en consonancia con lo que ella estaba pensando. Tenía
realmente una familia: el hijo que maduraba en su vientre, el “hijo del lobo”,
pensó sombría. Y suyo también. Debido a su sangre no sería lobezno, pero
precisamente por eso, debía mantenerlo apartado de él.
−“Tienes
un hijo en que pensar −decía entonces Junior−. No olvides que también es su
sangre. No puedes privarlo de su parte en su educación. Y si es hijo, hay cosas
que sólo su padre le puede explicar, además de que nadie como él podrá darle
una vida segura y confortable. Tienes que hacer las paces con tu marido.”
Hacer las paces. Pero ella no sabía cuándo
se había declarado la guerra. Ésta había constado de pequeñas batallas sin que
se hubiera declarado inicio a las hostilidades. Y estaba segura de que con él
no podría haber armisticio. Y una feroz pugna resultaría después cuando
intentaran transmitirle unos preceptos. ¿Qué sería del “hijo del lobo” si era
niña? No podía… no iba a volver con él. Sólo eso lo tenía claro. Pero ¿qué
hacer?
−“¿Podría
pasar aquí esta noche?” −tenía que ganar tiempo.
−“Ya
sabes que Hunter’s Arrows es también tu casa. Y la de mi yerno, cada vez que él
así lo quiera −intervino entonces su padre−. Pero no sería sensato que no sepa
de ti esta noche. Podría entenderlo como abandono de hogar.”
−“Lo
correcto es que vuelvas con él y le pidas perdón.” −fue la sentencia de su
madre.
Ella no podía pedirle perdón a quien
notoriamente era culpable. No era solamente el horror de esa noche. Una
infidelidad sería disculpable sólo si los unieran otras cosas antes, o hubiera
perspectivas de cosas en común en el futuro. Pero su familia había sido
tajante. La habían vendido al “lobo” y ella no lo había comprendido y era
culpable. La ira puede tener una faz irreversible. Enloquece el corazón y nubla
pensamientos, y después ya es imposible mil veces retroceder de decisiones
tomadas. Al no haber habido verdadera contrición, su arrepentimiento no fue
después del todo genuino. Pero el mal ya estaba hecho. No recuerda con qué
palabras, pero la ira la hizo maldecir a toda su familia. Se puso en pie y se
marchó.
En las afueras de Hunter’s Arrows se puso a
reflexionar, caminando por los alrededores, qué podía de verdad hacer a
continuación. Y su desmoralización aumentaba al ver que no podía llegar a
ningún lado. Sólo tuvo la cada vez más sólida certeza de que a Ash Cottage no
iba a volver. A punto de entrar en una auténtica desesperación, la encontró
entonces su hermana, que evidentemente había salido a buscarla. Lo había
perdido casi todo, pero le quedaban el hijo de su vientre y su hermana Kirsten.
Se hallaba entonces muy cerca de las cuadras. Allí se encontraron.
−“Olivia,
cariño, te andaba buscando” −lanzó Kirsten con auténtica angustia.
−“Lo
sé, vida mía. No fui capaz de dominar mis palabras y al final me salieron con
furia, pero me alegra verte para poder decirte que la maldición no iba por ti.”
−“No
te preocupes por eso ahora −y rodeándola con sus brazos, preguntó−: ¿Qué vas a
hacer?”
−“No
lo sé, de verdad. Paseaba para intentar aclararme. Sólo había llegado a la
conclusión de lo que no voy a hacer: escúchame, Kirsten, cariño. No puedo
entrar en Hunter’s Arrows. Tendría que pedirles perdón de no sé qué a nuestros
padres y a nuestro hermano. Y si lo hiciera, sería sólo para una noche:
intentarían convencerme para que vuelva con “el lobo”, y eso sí que no lo voy a
hacer. También por el hijo que estoy esperando. Imagínate que es niña. ¿Qué
esperanzas o qué futuro tendría con él? Mañana intentaré buscar un trabajo. No seré
ambiciosa: trabajaré de lo que sea. Pero lo que me inquieta es dónde voy a
pasar esta noche.”
−“¿Te
acuerdas de Maureen? Estuvo saliendo un tiempo con Segundo. No sé cómo fue,
pero le oí decir a Gerald que necesitaba una criada. Creo que vive allá por
Knightsbridge Street. ¿Sabes dónde está?”
−“Supongo
que en Templar Village. No he andado mucho por el Pueblo y no conozco la calle,
pero mañana mismo iré. Su nombre es Maureen Merton, ¿verdad?”
−“Me
parece recordar que sí. Pero esta noche ¿qué vas a hacer? Podrías aguardar un
rato y luego yo te meteré en algún lugar sin que lo sepan.”
Seguramente todo Apocalipsis deviene con
cuatro jinetes. Y ella estaba a las puertas de conocer el caballo negro,
mensajero del hambre. Pero la túnica del que lo montaba era apenas una silueta
lúgubre y el destino siempre es opaco. Oyó entonces lo que le pareció un
lamento de su yegua Kayleigh y una idea nueva le llegó con la voz de aquel
relincho.
−“No
quiero dormir esta noche en la calle. Mañana quizá, cuando conozca mejor la
ciudad. Y no puedo dormir en la casa agazapada como una alimaña. Kirsten…
podría dormir en las cuadras. Pero me iría a las 6 de la mañana, o antes, no te
quiero meter en ningún problema.”
Al final Kirsten se convenció de que no
había alternativa. Introdujo a su hermana en las caballerizas y estuvo dos
minutos buscándole un sitio cálido y acabó encontrándole un resquicio por el
que todavía la mirada podía evadirse a través de la ventana, en el ángulo entre
Kayleigh y su caballo Alexander. Olivia estuvo diez minutos sola, aguardando el
retorno de su hermana que le había prometido traerle unas mantas. Regresó con
ellas, con algo de comida, y muchos deseos de conversación, pero la mayor de
las Rivers sólo quería quedarse a solas y pensar. No creía que fuera a ser
capaz de dormir algo. No eran los cuernos puntiagudos del hambre o el frío. Era
el desarraigo del dolor, ese dolor que embriaga y no se ha bebido, desnudo como
un invierno que llega sin la transición de un otoño suave; ese dolor del
desamparo de perder tantas cosas sin haberlo previsto, dolor de luna que ha
perdido su Tierra y busca un nuevo cuerpo celeste por el que orbitar. Cuando al
fin se quedó sola supo que le iba a resultar casi imposible dormir algo. No la
desabrigaba el frío, ni el olor de la cuadra ni dormir entre sus caballos, las
lágrimas que se le escapaban de tantas pérdidas amargas. Era el desconcierto
desnudo, el momento crucial de su vida, su Verôme. Deambuló por la noche
insomne deshojando posibilidades pero cuál no era su flor lo tenía cada vez más
claro. No iba a volver con “el lobo”. Pero mirar las posibilidades que tenía la
aterraba. Y no viendo más que una salida, decidió al fin lanzarse a la única
permitida. Su única angustia era por su hijo; por sí misma habría aceptado irse
a la calle o quitarse la vida. Por su criatura podría degradarse y pedir perdón
a quien debía pedirlo, pero aún así su hijo, sobre todo si nacía niña, no iba a
crecer con horizontes, tendría regalado el mismo vacío que le habían legado a
ella.
Apenas había podido conciliar algo el sueño
cuando, a las 6, llegó Kirsten, como había prometido. Le traía un café ya
preparado, todavía humeante pero templado o casi frío de la dura resaca del
alba en el tránsito entre la casa y las cuadras. Y algo de comer lo acompañaba.
Mirando a su hermana a los ojos supo por sus marcadas ojeras y las órbitas
profundas que tampoco había sido capaz de dormitar mucho esa noche.
−“¿Has
sacado alguna conclusión de qué quieres o puedes hacer, cariño?” −preguntó la
más joven.
−“No
tengo nada claro y no soy capaz de llegar a ningún lado, Kirsten. Sólo sé que
buscaré a Maureen. Y si no me sale bien, no sé qué haré”.
−“Esta
noche he estado haciendo memoria… verás. ¿Recuerdas la última cacería a la que
ella asistió con nosotras? Creo que Gerald y Maureen rompieron una semana
después. Pasé algo de frío y aunque no me iba a servir de mucho ella me prestó
este florido echarpe −y como un prestidigitador, lo sacó entonces de sus
brazos−. Después le pregunté la dirección a Junior para devolvérselo pero ya no
me la quiso dar. Esta noche me he puesto a buscarlo y no tuve muchos problemas
para localizarlo. Será una buena excusa para verla, si tú quieres que te
acompañe.”
−“No
quiero ser una carga para ti, Kirsten. Pero empiezo una nueva vida, y estaré
menos helada si tú vienes conmigo.”
Así que las dos hermanas se pusieron
finalmente en marcha. Decidieron ir caminando. La escarcha de la mañana cortaba
la piel como estiletes cuando cruzaron el puente que separaba Downhills del
resto de la ciudad, por encima de la autopista. No hablaban mucho. Kirsten se
daba cuenta de que otra escarcha más cruel se derramaba de los ojos de Olivia y
no sabía cómo evitarle el frío. Sin estar muy segura de lo que hacía, le pasó
su chaqueta, pero en ese momento su hermana ni se dio cuenta; su rostro
impasible traicionaba el helor en que se habían convertido su presente y su
futuro.
Tardaron más de una hora en llegar al barrio
templario. Preguntaron por Knightsbridge Street y les indicaron que debían
llegar al Puente de los Caballeros y girar a la derecha. No sabían si lo habían
encontrado e iban a preguntar por la casa de los Merton cuando vieron a Maureen
salir del número 15. No estaban muy seguras de cómo serían recibidas cuando
ella les hizo un ademán de reconocimiento y las llamó hacia sí. No tardó en
comprobar las pronunciadas ojeras en los dos rostros, pero las saludó con
afecto y cierta preocupación:
−“Pero
si son mis queridas Olivia y Kirsten. Cuánto tiempo sin veros. ¿Qué os trae por
este barrio?”
−“No
sabíamos si te alegrarías de vernos o todo lo contrario” −dijo entonces
Kirsten. Olivia, que se encontraba en una mudez insospechada, se daba cuenta de
que pronto debía vencer su repentina timidez y decir algo.
−“Hemos
oído −se atrevió a decir entonces con la mirada desencajada− que necesitabas
una criada.”
−“Sí
−por la expresión de su antigua cuñada, Maureen se daba cuenta de que había
toda una historia detrás, y de repente añadió−. Mirad, en realidad hoy no entro
a trabajar hasta las 10. Me disponía a desayunar. Suelo hacerlo en un bar que
está aquí al lado. ¿Qué os parece si me acompañáis y si tenéis algo que
contarme, lo hagáis?”
Trifolium
era un local pequeño cerca de la iglesia de St Mary. Se instalaron cómodamente
una vez hubieron pedido. La cafetería se encontraba casi vacía a esa hora. En
esa plácida soledad que viene con el silencio y los olores de una cafetería las
tres se encontraron dispuestas a la confidencia. Maureen, para tranquilizarlas,
pues las veía alteradas, les aseguró que aunque su historia con Gerald hubiese
acabado mal, a ellas dos siempre las quiso. Casi olía, más que percibía, que
Olivia tenía que referirle alguna cosa que le resultaría dolorosa. Y
amablemente se dirigió a ella:
−“Pero
quieres decirme algo, ¿verdad, Livy? −en el breve tiempo en que estuvo
emparejada se había acostumbrado a llamar a sus cuñadas Kirsty y Livy− vamos,
suéltalo y ya habrá pasado lo peor.”
−“Necesito
un trabajo. Pero no me han educado para ninguno. Aunque podría ser criada. Al
menos, sé cocinar. Es o eso o dormir en la calle.”
−“¿Cómo
has llegado a esta situación? −se atrevió a preguntarle. Notaba a Olivia
atormentada, pero no avergonzada. Tenía que extremar su nota de cariño. Y de
respeto− Bueno, si te parece bien contármelo.”
Olivia empezó tímidamente, a golpes de
corazón quebrado, con lágrimas que empezaban a abonar los campos fértiles de su
propia identidad. Contó toda su historia, a veces bruscamente, a veces tornando
sus ojos hacia las nuevas esperanzas que al fin y al cabo seguía teniendo. Sin
querer ser despiadada con Gerald, sí le explicó que su familia en estos
momentos sólo lo eran su hermana y la criatura que esperaba, ni su hermano, ni
sus padres ni su marido. Apenas interrumpió su relato unos segundos para que
Maureen le pudiera expresar lo que ya sospechaba, y hablaran del embarazo
visible de Olivia. Finalmente contó todo lo que en un solo día le había
sucedido y cuál era su situación actual. Su cuento había sido, entre lágrimas,
intermitente, pero al fin lo llevó a su mar. Miraba a Maureen llena de dudas,
desesperada. Pero ésta le sonreía:
−“Tal
vez mi madre no lo vaya a entender, pero estos días está fuera visitando a su
hermana −miró su reloj−. Sí, todavía tengo tiempo. Si de verdad quieres ser
cocinera, Livy, el trabajo es tuyo. Sube. Yo estaré ausente unas horas, pero la
señora Carruthers te irá explicando lo más importante.”
−“¿Cuál
es el sueldo, Maureen?” −se atrevió Olivia a preguntar.
Aquélla mencionó una cifra.
−“Estaría
dispuesta a recibir la mitad si tuviera un sitio donde dormir. Y algo de
comer.” −la timidez fenece cuando la verdad es tan importante.
Mientras se levantaban y acudían a casa de
los Merton, se pusieron de acuerdo en esto. Olivia iba a dormir allí. Tanto si
su madre se oponía como si no.
Kirsten se despidió entonces, sabiendo que
dejaba a su hermana en buenas manos, quedando con ella en que vendría a
visitarla, o si a la señora Merton no le parecía bien, a buscarla y hablar las
dos en alguna plazuela cercana. Olivia conoció al fin el holgado y cómodo hogar
de los Merton. En él vivían ahora sólo Maureen y su madre viuda, Deirdre.
Ralph Merton había sido coronel en la
Segunda Guerra Mundial. Un obús desencaminado había acabado con su vida. Si su
mujer lloró, fue bastante diestra en ocultarlo. La alivió pronto sin duda la
hermosa renta de viudedad que empezó a recibir. En el mismo hogar que compartió
el matrimonio, ahora vivía a solas con su hija. Y una única criada, Amy
Carruthers, de carácter hosco y avinagrado, que a pesar de todo era una
eficiente doméstica, excepto en la cocina, pues sus comidas siempre salieron de
los fogones careciendo de algún ingrediente básico, justo el necesario para
evitar que fuera insípida. Este dragón indomable le fue presentado a Olivia
aquella mañana, y debían hablarse para que pudiera ser instruida.
Mientras el dragón le indicaba parte de sus
funciones, Olivia se atrevió a llamarla alguna vez Amy. La criada de toda la
vida la reconvino.
−“Señora
Carruthers, por favor.”
Y así se daba la paradoja de que a la criada
la llamaba señora y también a la señora Deirdre Merton, pero la señorita Merton
le permitía llamarla por su nombre y siempre le dijo Maureen. Ésta se fue
enseguida a su instituto, sito en la avenida Campus Road, al sur de Avalon
Road, oeste de Riverside Avenue, donde se halla el campus universitario y
muchas de las facultades. Maureen llevaba varios años ahí enseñando
matemáticas. Y en el claustro conoció a otro profesor, llamado Dylan Fiennes,
con quien ya se hallaba comprometida, como Olivia pronto supo.
Se quedó a solas con la otra criada, que le
fue explicando sus funciones. Olivia había sido contratada como cocinera, pero
se veía que tendría que hacer de todo un poco. Aprendió de la Carruthers qué
comidas prefería la señora Merton, quien solía darle una lista semanal con los
platos requeridos. La señora comía rara vez pescado y muchas veces carne y
tenía varios solomillos previstos para la cena de mañana, pues no regresaría
para el almuerzo. Así que ese día se habituó más que nada a limpiar la casa y a
prepararle la cena a la señorita Maureen, que a su regreso se puso a conversar
amablemente con Olivia. Así supo que a mediados de mayo pensaba casarse y ser
en adelante la señora Fiennes. Si era necesario, intentaría buscarle un hueco
como criada en su nueva casa, allá por Fairfields.
Su habitación de criada podría dejar mucho
que desear, pero esa noche Olivia tuvo un techo y eso era todo lo que
necesitaba. Empezó a acostumbrarse a vivir sin su marido y su familia y a
ganarse la vida sola.
Al día siguiente apareció la señora,
afortunadamente a una hora de la tarde en que ya estaba allí su hija, que le
explicó la situación. La señora Deirdre Merton era adusta y arrogante, jamás
tendría con ella conversaciones de mujer a mujer, como tenía su hija y Olivia
era sólo una pieza más de su casa. Valiosa pieza, como comprobó esa noche en la
cena, pero nunca tuvo más valor para ella que una herramienta útil que hacía
bien su trabajo. Aunque se acostumbró a zaherirla con aquello con lo que Olivia
pudiera cometer un error, jamás culinario.
De todos modos, la señora Merton se habituó
a tenerla en casa y Olivia tenía entonces techo y comida. Como suponía, su
señora no permitía que Kirsten la visitara allí, así que se vieron cada día en
la plaza de St Matthew’s Gospel, muy cerca. Allí hablaban cada tarde de 6 a 7, su hora libre diaria. En
una de esas conversaciones, la mayor de las hermanas se volvía a referir a los
cisnes de la vidriera.
−“Ahora
estoy mejor, cariño. Pero no puedo evitar sentirme como el primer cisne, a
punto de tener una bala clavada en el corazón, sin haber conocido nunca el
amor.”
−“No
pienses en eso ahora, cielo. Piensa solamente en lo que pronto tendrás que ese
cisne nunca ha tenido: un hijo. Y aunque sé que odias, y con razón, a ese
“lobo” de tu marido, piensa que te ha dejado lo único bueno que te podía dejar:
su sangre.”
−“Temo
que mi hijo se parezca a su padre.”
−“También
lleva tu sangre. Y aunque ahora sé que no valoras la sangre Rivers, tú eres
diferente, y criarás a tu hijo con el mayor de los amores.”
−“La
sangre Rivers no está del todo corrompida. También la llevas tú. Ay −suspiró−,
estoy deseando que mi hijo conozca a su tía Kirsten.”
Así pasaban las horas, charlando y dándose
fuerzas. Olivia tenía mucho miedo, pero su hermana veía cómo se le había
quitado en parte una sombra, y la animaba. Y pronto comenzaron a hablar de
boda, la de Maureen. Estaba prevista para el 20 de mayo. Ésta solía departir
con sus queridas Kirsty y Livy en la misma plazuela. A su futuro marido, solía
contarles, le acababa de salir un magnífico empleo en América, y dentro de nada
se trasladarían allí. Ella tenía aún que encontrar empleo pero no creía que
fuera a tener dificultades para hallarlo.
−“De
todos modos, Livy, si tuvieras dificultades con mi madre, puedes irte a trabajar
para la señora McDawn, que vive aquí al lado, en Damascus Road. Ahora está
visitando a su hermano, en su país, pero regresará en septiembre. Para entonces
volverá a necesitar con urgencia a una buena cocinera. La que tenía se casó y
la dejó.”
En el hogar de las Merton, Olivia pasó abril
y mayo, entre el desprecio de la señora y los desaires de Amy Carruthers. Aún
así, empezaba una nueva vida, y eso era todo lo que le bastaba. Aprendió a
vivir entre menosprecios, el de la casa de las Merton y el de su familia.
Kirsten la tenía informada. Para los Rivers, que su hija estuviera trabajando
de criada era una vergüenza y su marido ya la daba por perdida y parece que no
había perdido el tiempo y tenía ya una nueva amante, una tal Mary.
Pero al fin amaneció el 20 de mayo. El
esqueleto de la niebla se fue levantando para descubrir un día de sol radiante.
Olivia acudió a la boda, pero no pudo después asistir al banquete. Tenía que
encargarse de cuidar la casa por órdenes de la señora. Maureen no había olvidado
invitar a Kirsten a la ceremonia. Las dos hermanas comentaron la buena pinta
que tenía el señor Fiennes, el novio, engalanado para el día más importante de
su vida. Y no tuvieron que esperar demasiado para ver llegar a la novia, en un
precioso vestido de seda blanco, la cabeza despejada y la cara luminosa. Se
casaron por el rito católico, en St Mary. Media hora después Maureen salió
transformada en la señora Fiennes. Un beso efusivo para felicitar a la novia, y
Olivia regresó a sus tareas en la casa de Knightsbridge Street.
El derviche giróvago tenía que dar aún
alguna pirueta para la vida de Olivia Rivers ese año y en sus manos desnudas
portaba el ramillete amargo de su tercer horror. La señora Merton perdería más
sin ella, pero pareció esperar a que su hija se transformara en la señora
Fiennes para despedirla. A finales de mayo Olivia se encontró de patitas en la
calle, con el sueldo de dos meses pero sin lugar donde dormir.
Maureen estaba ya en otro país y no podía
ayudarla. La señora McDawn no volvería hasta septiembre. Fue de casa en casa
buscando trabajo, pero verla así, con 8 meses ya de marcado embarazo, hacía que
nadie quisiera contratarla. Volver con su marido era impensable. No quería
pedirle perdón, pero además él ya tenía una nueva mujer en su lecho. Por
Kirsten sabía que su familia no la contaba entre sus miembros y a cualquiera
que conocieran decían que tenían dos hijos: Gerald y Kirsten.
Ya había tenido tiempo de hacerse a la idea
de que alguna noche la tendría que pasar en la calle, más aún así el aliento
furibundo de su soledad más absoluta comenzaba a soplar con determinación para
no interrumpirse nunca. Esa noche la podía pasar en alguna pensión. En Damascus
Road había varias. Pero no quería gastar lo poco que había ganado en dos meses
en casa de las Merton. Ese dinero debía reservarlo para cuando naciera su hijo.
Por él, o por ella, se fue a los arrabales del este, buscando un lugar donde
estar resguardada. Era junio, y no haría mucho frío en cualquier otro lugar,
pero en las calles de Hazington se dejaba notar. Decidió no quedarse en la
Alameda de Umbra Terrae, por vergüenza a que la vieran los vecinos de
Knightsbridge Street. Sabía que un poco más al sur estaba la Cañada de la
Sangre. Pero allí no parecía encontrar un sitio donde refugiarse del viento,
además del temor que les tenía a los mendigos que estuvieran por allí.
Finalmente pasó su primera noche bajo el Puente de los Soportales, sin tener
siquiera una manta, mas sin que nadie la viera.
Destino se puede doblar por una curva
inesperada y sin embargo salvarte por una pluma. Si Olivia no hubiera llevado
un hijo en su vientre, otro podría haber sido su hado, pero por él o por ella
resistiría. Y allí, bajo el Puente de los Soportales, desesperada y envuelta en
un frío desgarrador sin mantas, de repente se dio cuenta de que alguien había
dejado olvidado un librito, una novelita de amor sin pretensiones, según parece
titulada Eternamente amada, donde se
cuenta el romance imposible, pero de final feliz, que tuvo una tal Madeleine.
Apenas cien páginas que a pesar de todo le hicieron olvidarse por un par de
horas de la crueldad del mundo. Olivia siempre ha sido una lectora empedernida.
Es muy dudoso que consiguiera dormir aquella
noche. Finalmente se levantó ya cansada de intentarlo inútilmente. No sabía qué
hacer ni adónde ir. Pero entendió que quizá debería acercarse a algún templo.
Entre dos aguas, sabía que si acudía a la Basílica, allí sería vista por los
vecinos de Downhills o por su familia; pero si se acercaba a los templos católicos
de Jerusalem Street sería la comidilla de los vecinos del barrio templario
adonde ella había trabajado los últimos dos meses. Pero tenía que ser una de
las dos cosas, pues con el embarazo pronunciado no se encontraba con fuerzas de
caminar más lejos. Se decidió finalmente por pasar la mañana en la iglesia de
St Mary.
Perdida y desorientada, allí anduvo toda la
mañana con la única intuición de que debía abrir la mano. A pesar de todo, tuvo
suerte. No quería mirar a los otros mendigos que por allí rondaban, pero no
pudo dejar de ver a un matrimonio anciano a los que conocería ese mismo día.
Ella parecía la fuerte. Él andaba a su lado con la mirada perdida. Olivia se
hizo muchas preguntas sobre ellos y si no se sintió completamente derrotada es
porque evocaba las imágenes de la novelita que había leído la noche anterior.
Había dejado el libro a buen recaudo bien escondido entre unos arbustos junto
al Puente de los Soportales, donde pensaba pasar también esa noche.
Infructuosamente seguía buscando trabajo, pero sabía bien que no lo conseguiría
hasta después del parto. Imaginarse teniendo a su hijo en la calle era un
verdadero infierno, pero al menos nacería.
A las 6 acudió a St Matthew’s Gospel a
reunirse con Kirsten, a la que explicó a duras penas cómo había pasado las
últimas 24 horas. Fue toda una impresión para su hermana saber que Olivia
estaba en la calle y que había dormido debajo de un puente.
−“¿Qué
podemos hacer, cariño?” −preguntó realmente angustiada.
−“No
hay mucho que se pueda hacer, Kirsten,
cielo. Las dos opciones que tenía han quedado descartadas. Nuestros padres ya
no me cuentan entre sus hijos. Y el “lobo” de mi marido ya tiene otra mujer. De
todos modos no iba a volver con él. Pasaré como sea este tiempo hasta el parto.
Cuando nazca mi niño, seguiré buscando empleo.”
−“Pero
quizá las cuadras…”
−“No.
No me quiero ni acercar por Hunter’s Arrows o Downhills. A ver si encuentro un
sitio donde me proteja mejor del frío que bajo ese puente.”
−“Pero
¿la comida?”
−“Si
eres capaz de traerme algo sin que se enteren. Pero que no te ponga en un
compromiso. Podríamos vernos cada día a las 6 en esta plaza. Lo voy
sobrellevando bien, pero a mi criatura le hará falta que su madre esté
nutrida.”
Y poco más hablaron, porque Kirsten tampoco
hallaba salida. Y además tenía sus propias preocupaciones. Sus padres la habían
emparejado con un tal Gerald Bergson, otro Gerald, accionista del HSB. Hablaban
ya de boda para la siguiente primavera. Al saberlo, a Olivia le hervía la
sangre, pero para ninguna de las dos hermanas parecía haber más consuelo que
tenerse la una a la otra. Ningún día ninguna de las dos tenían buenas noticias
que contarse, pero se querían y se veían cada tarde. Y Kirsten siempre venía
con algo de comer para su hermana.
Esa primera noche podía haber sido semejante
a la anterior si no fuera porque Olivia, más que resignarse, empezaba a aceptar
lo que le había pasado. Un día saldría de la calle, pero incluso debajo de un
puente, vivía su vida sin la tutela de una familia que no había demostrado
serlo, sin la sangre derramada de un lobo colérico por esposo. Comenzaba a
releerse su novelita de amor, dispuesta ya a dormir, pues realmente necesitaba
el sueño, cuando cruzó el puente el matrimonio que había visto esa tarde en St
Mary. Cuando la vio allí recostada y tan embarazada, a la mujer le dio un
vuelco el corazón y le habló:
−“¿Qué
haces por aquí, bonita? ¿No tienes dónde ir? Me presento: soy Helen Lauders. Y
éste es mi marido, Solomon.”
−“Olivia
Rivers −se presentó, pero negándose a darle su nombre actual, con el apellido
del “lobo”, que no volvió a usar. Había algo en la señora Lauders que le
hablaba de ternura y amabilidad, y ella lo necesitaba. Tanto que casi lloró.
Los Lauders se sentaron un rato junto a ella.
Mientras Olivia los ponía algo al día de
cuáles habían sido las circunstancias que la habían conducido a esta situación,
ella conoció un poco de la vida de estos mendigos. El señor Solomon Lauders
había sido una eminencia en química, pero ahora su declive era más que evidente
y su demencia pronunciada. Pero al no tener que memorizar, su mente se había
ido deslizando por la pendiente del olvido. Sólo recordaba ya los gases nobles
y a ratos se lo oía murmurar: Helio, He; Neón, Ne; Argón, Ar; generalmente ahí
paraba, pues no solía recordar que el siguiente era el kriptón. Y si lo decía nunca
llegaba a su símbolo, Kr. Se le notaba el dolor por no recordarlo y los
esfuerzos que, a pesar de todo, seguía haciendo. Su mujer los recordaba y les
recitaba los dos siguientes: “Xenón, Xe y Radón, Rn, Solomon.” Entonces él
asentía y se lo veía descansar mentalmente un rato, y hasta le pedía a su mujer
que le refrescara la tabla periódica entera. Ella lo hacía, pues se ve que tras
largos años juntos, eran frecuentes las tertulias sobre química que habían
tenido y cómo ella acabó sabiendo grandes cosas sobre esa materia. Su marido
respiraba cuando oía a Helen recitar de corrido toda la tabla periódica y no se
sentía mal, pero ella sí, pues sabía bien que su marido ya no era capaz de
saber qué era el helio ni tan siquiera el oxígeno. Con lo que él había sido.
Además de que la demencia le había llegado
demasiado temprano, y con ella la pérdida de empleo y dinero, había que sumar
que sólo habían tenido un hijo, bastante calavera, llamado Frankie, que había
agotado las arcas familiares y no podía retribuir ese dinero porque ahora se
hallaba en prisión por un delito grave que su madre no quiso especificar. Se
ruborizaba al hablar de él, pero estaba claro que hubiera hecho lo que hubiera
hecho, ella lo seguía queriendo. Los Lauders llevaban tres años en la calle.
Ella estuvo charlando con Olivia y le habló de traerle un par de mantas. Volvió
a los pocos minutos con dos y le propuso quedarse esa noche acompañándola
debajo del puente. Ellos solían dormir bajo unos fresnos bien escondidos. No
tenían tiendas pero esa noche se sintió acompañada.
Por la mañana, Olivia les indicó por dónde
pensaba ir ese día, aunque temía pronto no poder, en tan avanzado estado de
gestación. Por la Cañada de la Sangre rondaban muchos mendigos más o menos
errantes, pero también algunos fijos. A la noche siguiente conocería a otros
dos. Había una mujer rubia de cabello abundante, con bastante fortaleza mental
como para auxiliar con su resistencia a más de 100. Llevaba sólo unos meses en
la calle, también por un problema con su marido. Se llamaba Lavinia Garrison.
Tendría unos 25 años y dejaba su mirada perdida constantemente en otro joven,
también rubio, llamado Willie Nubbs. Éste era un enigma fácil de descifrar, y
consiguió descifrarlo cuando vio que Lavinia se dirigía siempre a él mirándolo
a los ojos. Willie le leía los labios. Parecía ser que había vivido desde niño
con su padre y que éste, alcohólico empedernido, solía maltratarlo. De muy
pequeño, no tardaron en descubrir que tenía problemas de audición. Algo oía,
pero era mejor dejarle que leyera los labios. Pero mudo no era. Además de saber
comunicarse por signos, su pronunciación de las palabras no era muy difícil de
entender, una vez que te acostumbrabas a oírlas. Se le había supuesto retrasado
mental, pero personas como Lavinia, que lo conocía muy bien y lo quería, sabía
que al sentido común de Willie no le pasaba nada. Y con menos de quince años,
aprendió a ganarse la vida. Buscaba empleos en el puerto y se veía que sabía
hacer de todo. Sólo en un par de malas rachas se había visto obligado a dormir
en la calle.
Con estas personas aprendió a vivir Olivia
los primeros días. De vez en cuando, por la Cañada de la Sangre pasaban más
mendigos, gente realmente en las últimas que no sabían dónde tirarse a pasar la
noche, enfermos de cuerpo y mente, alcohólicos incurables. Pero fue
construyendo su mundo con Helen y Solomon, con Lavinia y Willie. Con la señora
Garrison se llevó alguna sorpresa. Había sido vecina, de los Garrison de
Orchard Castle, y se había pasado la vida soñando con heredar la mansión
familiar, ya que era hija única, y convertirse un día en sonriente jardinera
con un marido rico y muy poco que hacer.
A su única compañera la conocería años más
tarde, pero los mendigos de la Sangre, los más constantes, se movían en
parejas. Helen con su marido; Lavinia, cada día más enamorada, con Willie. Ella
nunca fue acompañada, mas a medida que se acercaba el parto y se veía con menos
fuerza, logró llegar a un acuerdo con Helen Lauders. Olivia caminaba sólo unas
horas hasta St Mary y después se quedaba con Solomon cuidándolo todo el día
mientras su mujer conseguía comida para los tres. Por él llegó a memorizar la
tabla periódica, que Helen le había enseñado. Tenía buena memoria.
Comenzaba julio con fuego pegajoso durante el
día, escarcha por la noche, y mucha voluntad de que Olivia siguiera en la
calle. A comienzos del mes ya sabía que no podría caminar pasados unos días y
que debía encargarse de Solomon y dejar que Helen cuidara de su parte. Una
tarde que marchaba hacia St Mary se encontró con Amy Carruthers, que la llamó
casi a gritos. Le decía que había una carta para ella de la señorita Maureen y
que pasara a recogerla. No quiso entrar. No deseaba encontrarse con Deirdre
Merton. Y la leyó en la calle.
“Queridísima
Olivia. Espero que todo te vaya bien con mi madre (ella no sabía que la
había despedido. Pensaba que seguía trabajando en Knightsbridge Street y por
Olivia no había de saberlo.) Mi vida en
Boston no ha hecho más que comenzar (se extendía en detalles sobre Boston y
la dureza de su clima. Había encontrado un empleo como profesora y empezaría a
trabajar a mediados de septiembre. En vez de matemáticas, ahora debía enseñar
historia. Había de estudiar algo, pero lo principal ya lo conocía.) Pero vivir junto a Dylan hace que todo sea
fácil. Sé que te alegrarás de lo felices que somos juntos. (A Olivia se le
cayó alguna lágrima.)
Vayamos
a lo que importa, querida Livy, si la vida junto a mi madre te resultara
insoportable, puedes irte a casa de la señorita Brenda McDawn, en Damascus
Road, número 19. Antes de venir a Boston conseguí sus señas en el país de sus
hermanos, y le he escrito poniéndola al día de cuál es tu situación. Brenda
volverá el 5 de septiembre. Te pagará… (Y mencionaba una cifra, el doble de
lo que ganaba en casa de Deirdre Merton) y
te dará techo y comida, y por lo que la conozco, buena compañía. Es una buena
mujer y muy afectuosa. Le he hablado especialmente bien de ti, y no sólo como
cocinera. Ella no tendrá problemas en indicarte lo que te falte por aprender. Y
poco más, querida Livy. Aquí te dejo mis señas por si me quisieras escribir.
Esperando que todo te vaya un poco mejor. Y dale también recuerdos a mi querida
Kirsty. Un beso
Maureen Fiennes.”
Leyó y releyó la carta dos o tres veces.
Querida Maureen. Hasta en la distancia sigues ocupándote de mis problemas.
“Dios te bendiga”, no pudo menos que exclamar. Así que podría encontrar otro
trabajo en septiembre, su querida señora Fiennes ya se lo había buscado. Pero
para entonces ya habría parido y la señorita McDawn se encontraría con dos
personas en su casa. Suspiró. Septiembre prometía, pero aún tenía que vivir los
amargos julio y agosto. Había querido antes dirigirse a St Mary y a St Mary se
dirigió. Allí estuvo un par de horas. El día le había ido medianamente bien,
pero aprendió a comer poco y dejar algo para su futuro hijo. A la noche un poco
de conversación con Solomon y Helen, con Lavinia y Willie, envuelta entre
mantas de nuevo bajo el Puente de los Soportales.
Sucedió a mediados de julio. Sólo un par de
horas ya caminaba cada día hacia St Mary. Allí se encontraba una tarde, casi
sobrecogida de calor, cuando vio un rostro conocido caminando con seguridad
Jerusalem Street. Era su hermano Gerald. Si no supiera que nunca había sido
romántico, no lo habría pensado, mas quizá se hallara por aquel barrio en busca
de una mujer. Sea por lo que fuere, allí se hallaba. Era evidente que la había
visto y que caminaba hacia la iglesia para hablarle:
−“¡Qué
vergüenza, Olivia! ¡Ver a una Rivers aquí!”
−“No
parece que me hayáis dejado más alternativas, Gerald. Pero al menos el niño
nacerá. Si de verdad te interesa mi vida, te diré que en septiembre podría
encontrar otro trabajo.”
−“Yo
andaba por aquí rondando a la señorita Johnson, ¿la conoces?”
−“No.
No tengo esa suerte. Vamos a ver, Gerald, ¿qué alternativas me quedan?
Respóndeme si quieres. ¿Podría volver con mi marido o con mis padres? Yo no
quiero estar en la calle, pero no me queda otra.”
−“Sí,
si aceptaras que tu hijo se críe con tu marido.”
−“Estar
en la calle tiene la ventaja de que te puedo decir lo que quiera. Yo no elegí a
mi marido. Lo elegisteis por mí. No volveré con él y por lo que veo, no volveré
con mis padres. En cambio a ti, por ser hombre, se te deja elegir, y buscas
mujer a tu gusto.”
−“Eres
testaruda, Olivia. A los hombres y a las mujeres no nos han criado para lo
mismo. Todavía estás a tiempo de pedirle perdón a tu marido y volver con él.
Nuestros padres sólo te admitirían de vuelta en Hunter’s Arrows si a él retornas.”
−“Pues
ahora que lo sé, Gerald, déjame en paz.”
−“No
nos pasará lo mismo con Kirsten. Pronto será la señora Bergson.”
Su hermano no se iba. La ira tiene una faz
irrecuperable. A esas alturas, ya era capaz de soportar que a ella la hubieran
vendido, pero no a su hermana, que por lo que sabía no amaba tampoco a su
futuro marido. Y por ella, se agrió un poco más, y su airada respuesta ya fue
maldición.
−“Yo
te maldigo, Gerald. Nunca tendrás una buena mujer a tu lado ni buenos hijos, si
es que los tienes. Maldita sea tu sangre Rivers. Apártate de mí para siempre y
no pongas ahora tus manazas sobre Kirsten. Que al menos tú no intervengas.
Déjanos en paz. Para siempre. Ya no soy una Rivers. No quiero volver a verte.
Seas por siempre maldito.”
Las palabras fueron educadas, mas aun así, le
hirieron con fuerza. Se fue entonces pero no tardaría en volver a verlo, cuando
julio le daba paso a agosto. De todos modos, los hermanos quedarían durante
años separados, sin hablarse.
A los pocos días, volvió a encontrarse con su hermana, a la que refirió
tímidamente lo que acababa de pasar.
−“Yo
no quería, Kirsten, cielo. No quería maldecirlo. Por ti. Pero me temo que ya
sea inevitable. Pase lo que pase, aprenderé a ganarme la vida sola, sin ese
“lobo” de mi marido y sin mi familia.”
−“Lo
vas consiguiendo, Olivia. Tu vida es tan dura que yo no sé si podría
soportarla. Quiero algo a Gerald. Aprenderé a vivir con él antes y después de
ser la señora Bergson. Pero no te reprocho nada.”
−“¿Cómo
es tu futuro marido?”
−“Es
un hombre sencillo. Es verdad que todavía no lo amo, pero podría aprender a
amarlo. Y lo amaré. Todo es cuestión de tiempo. Sabes que en su casa también
podrías hallar acomodo un día. Pero cambiemos de tema. ¿Tienes pensados nombres
para tu futuro hijo?”
−“Si
es niña, sí. Hace tiempo pensé que la llamaría Lucy. Pero si es niño, no lo
tengo pensado. Dímelo tú, pero que no tenga relación con nuestra familia. Ni
con su padre. Aunque ahora conozco a un mendigo que comparte su nombre.”
−“Algo
fuerte y masculino. Y si no quieres que tenga relación con nuestra familia, no
sé, a mi me gustan James o Malcolm.”
−“Elige
tú.”
−“Malcolm
me gusta más.”
−“Pues
en unos días tendremos aquí a Malcolm Rivers o a Lucy Rivers. ¿Sabes? No tengo
ni idea cómo. Pero mi hijo, o mi hija, no ha de llevar el apellido de su padre.
Maldito sea para siempre.”
−“Lo
odias de veras, ¿no?”
−“Más
que el nuestro. No me gusta pensarlo, pero soy una Rivers. Y uno de los dos ha
de llevar.”
No tenía ganas de discutir más con su
hermana, y por ese día la conversación quedó ahí. Las noches de julio ya eran
al menos más templadas y Olivia fue viendo, cada día más cómo los sentimientos
de Lavinia se iban tornando amor, claro amor. No le importaría ser pronto la
señora Nubbs. Y se ve que pronto lo fue, en cuanto fue capaz de sacar valor
para ser ella la que hiciera una declaración de amor eterno a Willie.
El parto estaba previsto para el día 10 de
agosto, pero igual se adelantaba. Pero una noche de finales de julio, despertó
bruscamente, soliviantada. Aquello parecían contracciones, pero era muy pronto.
Todavía era julio. Pero algún tiempo después, ya pareció comprobar que iba en
serio, que un universo movedizo se expandía en su vientre con ganas de asomarse
a la luz del nuevo amanecer. Esa noche dormía sola. Seguía quedando con Helen
en que ella buscaría hasta el parto comida para los tres, mientras Olivia
cuidaba de Solomon Lauders. A eso de la 1 de la madrugada cada vez tenía menos
dudas. Su hijo, o su hija, venía ya. Había decidido que debería nacer en el
hospital. Todavía no existía el Philip Rage, entonces había algo parecido en el
mismo sitio, el Jacob Chamberlain. Era un buen lugar para que naciera su
criatura, pero ¿vendría esa noche? Desesperada se puso en pie, sin decirle nada
a nadie. Se iría al hospital por los arrabales del este. Lo que había ganado en
casa de las Merton podría dedicárselo a su criatura.
Por el Puente de los Soportales pronto cruzó
a la Alameda de Umbra Terrae. Si algún mendigo que por allí habitaba, la vio,
nunca lo supo, pero por allí rondaba Madeleine, la compañera de su vida, presente
aquella noche aunque ella no lo supo. Debió hacerse preguntas de a dónde
andaría a aquellas horas una mendiga embarazada. Pero entonces ni se conocían.
Se detenía por momentos a descansar en algún banco del sur. Allí se quedó una
hora y pico esperando que se le pasaran algo los mareos. Podía caminar después
por Knightsbridge Street hasta el hospital. Pero una falsa alarma la llevó
después a pensar que no vendría tan pronto, y a aquella hora de diablos era
quizá mejor, pensó bien o mal, caminar hasta la Colina de los Caballeros. Allí se fue trepando la colina como pudo. Ya
distinguía los dos o tres olmos que lo separaban de Umbra Terrae.
La Colina de los Caballeros era entonces un
lugar distante en pleno bullicio, una tierra de nadie, donde se divisaba Arcade
y se podía ver la casa de las Merton. Pero no había ni un alma. En uno de los
pisos de enfrente, aunque ella no lo sabía, una mujer debía estar encontrándose
con el mismo dolor. Pero se detuvo un segundo bajo uno de los olmos. No podía
más. Se hallaba agotada. Su progreso era el adecuado. Por la mañana, o antes
llegaría al hospital. Mas pensó que un descanso le iba a sentar bien. Y en ese
momento sucedió. Eran las 7 de la mañana. Se había acordado de traer tijeras
para cortar el cordón umbilical. Y tenía prisa. Lo alto de la Colina de los
Caballeros no era el lugar que ella habría escogido para que naciera su hijo,
pero es verdad que hacía mucho que Olivia no elegía su vida. El dolor era
imprescindible en aquellos aciagos momentos. Nunca se había encontrado tan sola
y abandonada, en mitad de ninguna parte, sin ningún rostro conocido rodeándola
con ternura. No podía ser: su hijo venía ya, estaba segura. No sabía si podría
tenerlo sola. Se imaginaba después refiriéndoselo a Kirsten mientras respiraba
adecuadamente para que naciera bien. Ya no había tiempo de recorrer el breve
trayecto hacia el hospital. No pudo cambiarse de olmo. La criatura nacía con
fuerza, días antes de lo previsto, desafiante y orgullosa. Era niña. Había
llegado Lucy. Nunca fue para ella un cuarto horror, a pesar de haber tenido a
su hija en la calle. Se las arregló fácilmente para cortar el cordón umbilical
y allí mismo soltó la placenta. Con cierta desgana, se atrevió a coger a su
hija en sus brazos y fue entonces cuando sucedió. La dejó caer, Protch. La
recogió enseguida. A la niña no le había pasado nada. Niña fue también, como el
Universo, tan brillante y fecunda. Ella debía encontrar otra forma de vivir.
Por Lucy. No podía criarse con su padre, de eso estaba segura. Pero tal vez los
Rivers… Al menos Kirsten.
Un par de horas se llevó allí en lo alto de
la colina y apenas supo qué debía hacer. Pero al final poco a poco regresó al
hogar. Ya había parido, y en el hospital no le habían solucionado nada porque
nunca estuvo allí. No fue Malcolm, éste no quiso venir. Nunca llegó. Había sido
Lucy. Ésta no se parecía a su padre, al fin y al cabo. Tenía los mismos ojos
negros de los Rivers, y un día tal vez tuviera su mismo cabello rojizo. La
impaciente doncella de los últimos amaneceres de julio ya había llegado. Ahora
muévete, si puedes, en libertad, hija, rompe el aire, corta el viento, tu madre
te ha de enseñar a caminar y ha de llevarte en las alas de su mejor sonrisa. Ya
había parido y era niña. Lucy la llevó en volandas hacia su tierra, donde la
aguardaban los Lauders y el cuarto horror.
Helen Lauders le puso en las manos un
sonajero en forma de verde rana que le había pertenecido, diciéndole a la madre
que lo quiso mucho en su infancia. Ese primer día no comieron demasiado, pero
ella estaba saciada. A las 6 se dirigió de nuevo a St Matthew’s Gospel a
reunirse con su hermana, Lucy en los brazos, para que conociera a su sobrina.
Estuvo un par de horas por allí mas no la halló. No podía imaginar qué razones
habrían hecho que no se presentara Kirsten ese día. Por la noche un par de
horas con ellos, Lucy en sus brazos, contemplando el universo.
El día siguiente fue, la mañana semejante,
muy parecido a cualquier día hasta la tarde. Un par de horas sí se atrevió a ir
a St Matthews’ Gospel a esperar a su hermana, mas tampoco fue. Allí se encontró
otra vez con la mirada compungida de su hermano. De repente, a pesar de todo,
Gerald volvía a hablarle:
−“Olivia,
cariño, sé que no seguramente no quieras verme, pero tengo que avisarte de algo
que ha pasado.”
−“¿Qué
me tienes que decir? ¿Se trata de Kirsten? Ayer y hoy no la he visto.”
−“Sí,
se trata de Kirsten. Escúchame, cariño. Si no me quieres hablar que sea a
partir de mañana. Pero tengo que decirte algo sobre ella. Hablémonos al menos
hoy.”
−“Rápido,
¿qué le ha pasado a mi hermana?”
Gerald llevaba unas gafas negras. Algo
pasaba indudablemente.
−“Ayer
por la mañana sufrió un grave accidente de caballo. O eso creemos. El caballo
se encuentra bien, pero ella estaba bajo unos arbustos. Se ve que la caída fue
dolorosa. Ella se encontraba con todo el pecho sangrando, y apenas pudo
explicarnos qué había ocurrido. Esta mañana he venido el doctor. Su mente, ya
enferma, sólo tenía palabras de afecto para ti. Qué será de mi querida Olivia,
repetía una y otra vez. Pero se iba poco a poco apagando. Cuando se fue el
doctor ya estaba muerta. Lo hicimos volver, sólo para confirmarnos lo que ya
creíamos. Kirsten se ha ido, Olivia −y ya casi desmayado−, pero hasta última
hora siempre se preocupó de ti.”
Es
imposible describir qué sintió su hermana al saber la noticia. Se puso a llorar
a lágrima viva allí, en St Matthew’s Gospel. Se notó perdida. Tuvo algo de
arrestos para preguntarle a su hermano dónde estaba. Como suponía la habían
llevado al panteón de los Rivers, en el cementerio del norte. Allí fue en
alguna ocasión a llevarle flores. Olivia siempre quiso a su hermana. Pero nunca
pudo suponer que la vida fuera tan dura con ella y que no se vieran más.
−“Gracias
por decírmelo, Gerald. Ahora he de pensar qué voy a hacer el resto de mi vida
sin ella, pero debía saberlo. Aléjate, por favor, y déjame pensar qué he de
hacer.”
Gerald se alejó al fin, no sin antes
indicarle que por hoy sus padres la dejarían pasar a Hunter’s Arrows. Su marido
supo la noticia, pero sabe Dios cómo la encajó. Ella no quiso ir de todos
modos. Ya no tenía más familia que su hija, y con ella volvió, cataratas sus
ojos, hasta el Puente de los Soportales. Cuando al fin llegó Helen Lauders,
ella la puso en antecedentes de lo que había pasado. Se habría derrumbado de no
haber sido por ella. Ya no tenía familia.
Su hermana, pensó, nunca sería la señora
Bergson. No te habría gustado tu vida, Kirsten, junto a un hombre que no amas.
Ya no me puedes ayudar más. No has conocido a tu sobrina. De haberlo sabido,
habría recibido el nombre de Kirsten. Toda su vida la pasó en adelante deseando
volver a ver a Kirsten Rivers. “Pero he de vivir sola, cariño, ya sin ti. En
cuanto a mí, no me queda más futuro que mi hija, la niña de mis esperanzas. Con
ella los Rivers estaremos menos helados, pues Rivers seguiremos siendo. En
ella, y por ella, el futuro nos aguarda. Tal vez su simiente sí sea fecunda.
Quizá dentro de un mes, hallaré refugio con la señorita McDawn. Hasta
septiembre estaré en la calle. Después, mi vida, ya no sé qué será de mí.
Entiéndeme, cariño, debo vivir, Lucy me aguarda. El futuro con ella será menos
solitario que todos mis horrores. Quién sabe lo que me espera. Iré de vez en
cuando a ver tu tumba, a llevarte flores y a contarte novedades, te lo prometo,
y entretanto intentaré continuar sin ti, ya siempre sin ti. Mi hija, que es tu
sobrina, será nuestra continuidad, aunque no la hayas conocido, y tú
languidecerás en tu cobertor de tierra. Descansa en paz.
“Érase
una vez una mendiga que nació en una cuna de tierra, porque no hay cuna más
sabia.” En la tierra brotó como sólida raíz, fruta madura de la greda,
fuente clara que va reptando del manantial al río. En un alba esquiva y remota,
junto a la claridad que ya se vislumbraba, en el verano que de oros cubría la
arboleda, en una colina desvestida y polvorienta, de una caída sobresaltada
como el lento morir de aquel julio pordiosero. Su llanto apenas fue preludio de
la vida un rato y después tintineo monótono acorde con el frío. Amanecer de
verano escarchado que sólo cubrió de gelidez su cuerpo estremecido, pero su
honda materia, emergida de la arcilla ardiente donde había brotado, siempre ha
conservado también el fuego de aquella aurora que dio color a la estrella con
la que nos ilumina. Te estoy hablando Protch, como ya habrás adivinado, de Lucy
Rivers, mi compañera. Y no podré evitar que en muchos pasajes sea también la
segunda parte de la historia de su madre, de Olivia Rivers, y cómo llegaron a
ser mis compañeras.
Tan pequeña, nunca fue consciente de que
había nacido en la calle, ni del dolor de su madre, que no sabía cómo darle
otro futuro. Pero Olivia sólo podía llegar a que su hija estaba viva y había
nacido bien a pesar de los pesares, a que debía mantenerla, en las calles o
bajo techo. Que estaría mejor, en cualquier circunstancia, sin el “lobo” de su
padre. Lucy siempre fue bella y siempre estuvo protegida. Mas nació con frío
mortal y su madre nunca fue capaz de extraérselo.
Debían estar una noche de agosto a la luz de
las estrellas, más en la Cañada de la Sangre que en el Puente de los
Soportales, envueltas en mantas, pues Helen Lauders les había dado unas
cuantas. Para ellas quizá brillaba un planeta con anillos, cerca del tapiz
estelar de los astros de verano. Por allí rondaba y con algún reparo, las
observaba Saturno. Las luces amarillas no eran solamente divinidades; unánimes,
quisieron unirse en un cálido soplo.
Nunca fue consciente de que el primer agosto
de su vida lo pasó en la calle, ni de que su madre iba cada día a Damascus
Road, 19 y siempre lo hallaba cerrado. La señorita McDawn no se encontraba en
casa ni en el país. Agosto fue una odisea para su madre, pero ella nunca la
conoció. Estaba en la calle y tenía frío y su madre desesperaba por quitárselo.
Pero al fin el 5 de septiembre halló las
ventanas de los balcones abiertas, y se decidió a llamar al timbre. No confiaba
en obtener ya trabajo con una hija recién parida, mas lo intentó.
Muchas de las casas de Templar Village son
de una sola planta, pero hay que subir escalones. Al llamar salió del interior
una señora de aspecto limpio y bondadoso, con el rostro luminoso y los cabellos
recogidos en un moño, a veces rebelde, que le daban un aspecto monjil y
recatado que no casaba bien con su carácter libre y sencillo.
−“¿Qué
desea?”
−“Me
llamo Olivia Rivers. Creo que la señora Fiennes le ha hablado de mí. Estoy
buscando trabajo.”
−“Maureen
me habló de su embarazo. Una gran mujer, digna de mejor madre –no se llevaba
bien con la señora Deirdre Merton-. Pero pase, por favor. Veo que ya ha parido
−su hija dormitaba entonces en sus brazos−, ¿cómo se llama la niña? Es
preciosa.”
−“Se
llama Lucy. No quiero engañarla, señora McDawn…”
−“Señorita”
–la interrumpió, mirándola con afecto.
─“Señorita
McDawn, mire, yo estaría dispuesta a cobrar un sueldo casi mísero, pero tengo
una hija y ningún hogar en donde dormir. Aquí mi pequeña Lucy no molestaría nada y…”
─“Yo
estoy muy sola, señora Rivers. Y si usted y su hija se quedan a vivir aquí,
sería un inmenso placer para mí tener compañía. Se la ve una buena mujer. Y en
cuanto al sueldo desde luego será digno. Mi padre no nos dejó mucho, pero sí
una buena renta a sus tres hijos. Yo no me he casado. Me gustaría conocerla,
Olivia. Quizá hasta podríamos ser amigas.”
Le estuvo enseñando toda la casa y Olivia se
iba haciendo cargo de cuáles serían sus funciones. Iba a tener que hacer de
todo pero principalmente cocinar. La señorita McDawn reconoció que sus comidas
solían ser bastante insulsas. Además tendría que hacer un poco todo lo demás,
pero el sueldo era espléndido y básicamente se quedaba allí como criada y se ve
que como amiga de una Brenda McDawn que aparentaba ser una gran mujer y que se
encontraba necesitada de amistad. Le mostró varias fotografías en el aparador.
En ellas se veía al mismo hombre dos veces o a dos hombres diferentes, no
estaba segura.
─“Son
mis hermanos. Yo soy mayor y tengo dos hermanos gemelos. Este de la izquierda
es Matthew y el de la derecha Mark. Son periodistas y fueron enviados como
corresponsales a Cádiz, a la guerra civil que ganó el general Franco. Allí
conocieron a sus esposas. Matthew se casó con Sagrario Íscar y Mark lo hizo con
Consolación Tébar. Pero acabaron cada uno en un bando. Matthew quedó en el lado
republicano y prefirió exiliarse. En realidad volvió a su país y ahora vive con
su esposa en la capital. Pero tuvieron un hijo en Cádiz. Aquí puedes verlo: es
mi sobrino Miguel. Tiene ya quince años. Nació allí y vivió en su país hasta
que acabó la guerra. Mi hermano Mark y Consolación se quedaron en Cádiz y
tuvieron una hija. Esta es mi sobrina Brenda Dolores, que ahora tiene doce
años. Sé que te estoy mareando con tanta familia pero hay fotos de ellos por
todas partes y pronto te quedarás con todos sus nombres.”
Y efectivamente se aprendió pronto toda la
familia. Esa misma noche ya la iba a pasar allí. Sólo tuvo que hacer la cena.
Para lo demás comenzaría al día siguiente. Y se sentaron a comer juntas y
Olivia fue viendo que la señorita McDawn era una gran mujer con mucha necesidad
de hablar y parecía haber encontrado a una amiga del alma, más que a una
criada. Olivia también le contó gran parte de su historia y Brenda, a la que
llamó así, más que señora, la comprendía sin compadecerla. Y empezó a sentir
que había encontrado refugio, un puerto
seguro desde el que comenzar su vida. Esa noche casi lloró al ver la que iba a
ser su nueva habitación. No era lujosa, pero de nuevo iba a dormir en una cama
y bajo techo, y su hija pasó las primeras tres noches en casa de Brenda
durmiendo con su madre hasta que pronto la señora la sorprendería regalándole
una cuna. Olivia sentía que mientras estuviera en casa de la señorita McDawn
tendría una vida cierta y entretanto intentaría ahorrar para tener un día su
propio hogar. Tenía los viernes libres, aunque apenas salía de la casa. No iba
al cine o al teatro ni se gastaba el dinero ganado allí. El primer viernes
salió de nuevo a ver a sus antiguos compañeros de la Cañada de la Sangre, y se
halló con una noticia luctuosa. Había fallecido Solomon Lauders. Su mujer
estaba destrozada, pero habló segura con Olivia.
─“Es
lo mejor que podía pasarle ahora. Ya no era él hace tiempo. Si no tienes
recuerdos de tu vida, mejor irse ya.”
─“¿Qué
te puedo decir, Helen? Por lo que tú misma me has contado, fue un hombre
excepcional y un químico eminente. Su vida mereció la pena. Y para mí ha sido
un placer llegar a conocerlo.”
Pasaron a hablar de la que era la vida de
Olivia ahora. Helen se alegró mucho por ella y Olivia prometió venir a verlos,
si no cada día, al menos todos los viernes. Lavinia y Willie seguían con Helen
acompañándola en las calles y parecía casi seguro que la nave de amor de esos
dos iba a llegar a puerto pronto.
La vida con Brenda era fácil y jamás llegó
a zaherirla. Era cada día más una amiga de verdad. No se enfurecía con ella por
los pocos errores que pudiera cometer y así Olivia la vio un día limpiando de
nuevo una lámpara del salón que no había quedado del todo limpia.
─“Brenda
–le dijo Olivia, horrorizada al verla limpiar-, soy tu criada. Déjame que estas
cosas las haga yo y si no me salen bien, llámame la atención y comienzo de
nuevo.”
─“No
tiene importancia, querida. Esta lámpara siempre se me ha resistido y la señora
Dragg –era la antigua criada- no la dejaba nunca brillante y luego la repasaba
yo. Tú prepara ahora la comida, que ya me encargo yo de que quede bien.”
Eso era lo habitual si Olivia cometía algún
pequeño error. Más que criada y señora eran amigas y ella le hablaba un rato
cada día –siempre comían juntas- de su sobrino Miguel o su sobrina Brenda
Dolores.
En cuanto a Lucy es difícil explicarte cómo
y cuándo fue conociendo que aquella no era su casa, que su madre no tenía
hogar. Llamaba a la señora mamá Brenda y fue muy inteligente en aprender a
andar y a hablar. Pronto tuvo una buena melena pelirroja y a su madre le
gustaba que se dejara el pelo largo. Apenas era traviesa y la señora siempre le
regalaba juguetes y chucherías y le contaba cuentos de bellas princesas y hadas
clementes. Fue aprendiendo a vivir su vida tal como le había tocado, pero aún
no conoció la cara helada de los arrabales y los puentes.
Un viernes de finales de enero Olivia volvió
a la Cañada de la Sangre y allí conoció dos noticias, una luctuosa y otra feliz
y esperanzadora. Lavinia lloraba cuando al ver a Olivia acercarse, le habló.
─“Mi
padre no ha resistido más. Hacía meses que lo cuidaban por algo de pulmón.
Murió ayer. Acabo de venir de su funeral. Pero hay algo más que te tengo que
contar. Brad Garrison ha hecho heredera de Orchard Castle a su única hija. Y
algo de dinero lo acompaña. Así que anoche reuní valor para hacer lo que
llevaba tiempo queriendo hacer. Le he propuesto matrimonio a Willie y me ha
dicho que sí. Y Helen vendrá a vivir con nosotros. Mi futuro marido está
buscando trabajo de jardinero allí en Sunny
Slopes, el hogar de tus antiguos vecinos, los Kensington. Con un sueldo
quizá nos baste para vivir los tres. Y si un día necesitas trabajo, te puedes
venir con nosotros a Orchard Castle”
─“Demasiado
cerca de Hunter’s Arrows, Lavinia. No quiero vivir junto a mis padres y mi
hermano. Pero te lo agradezco”
La boda fue al final el domingo 4 de marzo
en la Basílica. Olivia estaba nostálgica, recordando que la última boda a la
que fue, la de los señores Fiennes, había asistido con su hermana y la habían
comentado juntas. Pero tuvo que
decirse, “vamos, boba, ahora solo piensa en la felicidad de tus amigos Lavinia
y Willie”. Se tranquilizó algo y llegó hasta el final de la ceremonia. No
asistió al banquete pero felicitó a Willie y a su amiga, ahora Lavinia Nubbs.
Pero los viernes los dedicaba principalmente
a pasear tranquilamente hasta el cementerio del norte, a llevarle flores a su
hermana y hablar con ella un rato.
Ya llevaba un año allí cuando una tarde de
finales de verano llamaron al timbre. Al abrir la puerta, se encontró con un
rostro conocido por las viejas fotografías. No sabía cuál de los dos hermanos
era, pero en seguida se fijó en el codo derecho de aquel caballero que iba en
mangas cortas. Brenda le había enseñado cómo los dos hermanos eran
distinguibles porque uno de ellos tenía una mancha en forma de fresa casi en el
codo.
─“¿Señor
Matthew McDawn?”
─“Sí,
y usted debe de ser Olivia. Mi hermana me ha escrito hablándome de usted.”
─“Brenda
está visitando a unos vecinos, pero enseguida vuelve. Siéntese. ¿Desea tomar
algo?”
─“Una
copita de Jerez sí me tomaría.”
Pero todavía no la había probado cuando
regresó su hermana.
─“Hola,
Matthew, cariño. ¿Cómo están tu mujer y tu hijo? ¿No han venido contigo?”
─“Yo
quería pasar una semana aquí a tu lado. Sagrario se ha quedado en la Capital. Y
Miguel con ella. No ha querido venir. Para la edad que tiene, es un chico muy
maduro. Está mirando viejos libros de derecho. Quizá sea abogado un día.”
─“Yo
estaba visitando a mis vecinos los Miley. Su nuera, Rebecca, acaba de dar a
luz. Charlie se llama. Es muy hermoso.”
Si ves que en ciertos detalles me extiendo y
soy prolijo, Protch, detenme. Pero hay conversaciones insignificantes como ésta
entre los dos hermanos que te quiero contar para que recuerdes por ejemplo el
apellido Miley, que quizá acabara siendo significativo en mi historia.
Cenaron los tres juntos cada día de esa
semana que Matthew pasó con ellas. Él le fue contando la misma historia que
Brenda ya le había contado. Cómo era que no se hablaba con su gemelo Mark. El
origen de todo fue sus mujeres. Consolación, su cuñada, era una niña rica que
no soportaba a Sagrario, su mujer. Un día se enzarzaron en una disputa pueril,
pero fue subiendo el tono agrio de lo que se reprochaban y acabaron hablando de
política. Los hermanos intervinieron y fue para peor. No era su guerra, estaba
teniendo lugar en otro país, pero sus respectivas esposas estaban cada una en
un bando. Se acabaron diciendo cosas que no sentían del todo, identificado cada
uno con un credo y queriendo defender a sus esposas, se insultarían gravemente
y después los dos fueron demasiado orgullosos como para pedirse perdón y ahora
no se hablaban. Al final el bando de Mark ganó la guerra y Matthew con su
esposa y su hijo decidió volver a este país,
─“Por
eso te digo, Olivia –a los dos días le hablaba ya como si fuera otra hermana y
Olivia casi lloraba ante el cariño que le mostraba la familia McDawn- que no discutas
nunca con alguien sobre política. Discutir de religión puede ser dañino, pero
de política era peor.”
Matthew McDawn venía un par de veces al año,
pero siempre sin su mujer y su hijo. Tardó en comprender que Brenda y Sagrario
no se llevaban bien. Su hermano lo sabía y no hacía comentarios pero sus
visitas se fueron haciendo habituales. En una de ellas, Brenda seguía
insistiendo en que se reconciliaran sus dos hermanos, pues nada había pasado
entre ellos que no fuera solucionable, pero Matthew siempre respondía lo mismo.
─“Me
llevé muy bien con él. Pero quizá nuestra relación haya terminado para siempre.
Me alegro de su felicidad con Consolación. De verdad, Brenda, soy feliz de que
sea feliz. Pero si te digo la verdad sólo lamento ahora estar perdiéndome el
crecimiento de Brenda Dolores. Por lo demás, cada uno ha hecho su vida y ya
está. La situación en su país no es como para que ahora vuelva a Cádiz, pero
siempre estaré enamorado de esta ciudad, de su luz y de sus vientos”
Y ahí quedaba la cosa siempre. Por más que
insistiera Brenda, era imposible reconciliarlos. En cada visita de Matthew
McDawn se hablaba sólo de sus recuerdos de Cádiz y de aquel país sureño, de sus
gentes y sus costumbres, y de su situación actual. Aunque ya pasados los peores
años del hambre, aquello era una dictadura y no era factible que él volviera a
pasear por el Atlántico en aquellos lares.
Entretanto la vida iba pasando cómoda y
cálida. Brenda era más que su señora, su amiga. Algo delicada del estómago,
Olivia tenía cuidado en qué le preparaba. La pequeña Lucy ya tenía cuatro años
y alguna vez se hizo alguna pregunta y casi se podría decir que entendía la
vida de su madre. Fue una niña muy espabilada para comprender ciertas cosas. Su
madre respondía a sus preguntas como podía pero no podía contestarle que
estuvieran en su casa. Olivia creía que, de todos modos, se pasaría la vida con
Brenda McDawn y que un día podría tener casa propia. Le habría dado igual que
fuera pequeña y casi desvencijada pero suficientemente abrigada para que la
madre y la hija pudieran compartir un cálido hogar donde Lucy no tuviera tanto
frío, que era habitual en ella. Al menos no vivía en la calle y resistía con
menos dolor en el refugio de la amistad con su señora.
Ya llevaba cuatro años allí cuando un jueves
a las tres de la tarde llamaron al timbre y Olivia abrió la puerta y se halló
sorprendida al hallarse con Lavinia Nubbs. Sabía su dirección y Brenda no
habría objetado a que viniera a visitarla. Su rostro estaba, sin embargo,
compungido, y Olivia, sin saber por qué, se empezó a sentir helada. Apenas
saludarla, Lavinia le echó valor y le habló.
─“Vengo
porque no sé si alguien de tu familia se habrá puesto en contacto contigo.”
─“Ni
siquiera saben dónde vivo. ¿Qué me tienes que decir, Lavinia?”
─“No
es nada fácil lo que te vengo a decir. Se trata de tu padre.”
─“¿Qué
pasa con mi padre?”
─“Ha
muerto, Olivia –ésta comenzó a llorar pero se encontraba como vacía, con los
sentimientos anestesiados-. Esta mañana fue al trabajo como todos los días. Al
salir lo ha atropellado un camión en la misma Avalon Road. Parece ser que ha
sido fulminante. El funeral será mañana. Te lo tenía que decir.”
─“Déjame
ahora, Lavinia. Hace tiempo que no soy una de ellos, pero tengo que llorar. Ya
somos tres.”
Le contó a Brenda lo que acababa de ocurrir
y ésta se llevó horas hablándole y acariciándola con ternura. Le dejó además
una semana libre y aunque Olivia protestara, no le sirvió de nada.
─“Mañana
debes ir a su entierro, querida. Si no lo haces, te arrepentirás toda la vida.”
─“Mañana
de todas formas iba a ver a mi hermana, como cada viernes y entraré en el
cementerio. Iré al funeral.”
Esa noche apenas pudo dormir. Eran muy
escasos los recuerdos que guardaba de su padre, pero recordaba las veces que le
hablaba orgulloso del jardín y las contadas veces que había dormitado en sus
rodillas, cansada y estremecida o la felicidad que se le notaba el día en que
por fin los vidrieros Pennington habían terminado de instalar la vidriera. Con
esos recuerdos ínfimos y con Lucy a su lado, ya en una camita que también le
regaló Brenda, logró dormir al menos un par de horas.
A la mañana siguiente se levantó temprano y
enseguida se iba a encaminar al norte, cuando en la iglesia de St Mark se halló
con la silueta de su hermano, que la estaba esperando.
─“Olivia,
cariño, te andaba buscando. Sabía que estabas empleada más o menos por aquí
pero no conozco el nombre de tu señora y me ha costado saber tu dirección. Se
trata de papá.”
─“Lo
sé, Gerald. Ayer me lo dijo la señora Nubbs, supongo que la conoces, pues sigue
siendo vuestra vecina. Me dirigía al cementerio del norte.”
─“Caminemos
juntos entonces.”
─“Vale,
pero lo siento, Gerald. En la medida de lo posible no me hables. Cuéntame sólo
los detalles del accidente y cómo está mamá.”
Su hermano se lo fue contando todo mientras
se dirigían al norte. Ahora que la tenía al lado quería contarle alguna cosa
más sobre sus líos amorosos, pero su hermana lo detenía con algún lacerante “No
me hables”. Y Gerald se tuvo que acostumbrar a hablarle sólo de los detalles de
la muerte de Gerald Rivers I. Pero ya llegando al cementerio, su hermana se lo
pensó mejor y le habló.
─“Gerald,
dale un beso de mi parte a mamá y dile que realmente lo siento. Pero yo no voy
a entrar. Mañana vendré al panteón familiar, sobre todo a ver a Kirsten. Pero
lloraré y rezaré por papá. Mas a solas. No voy a ir al funeral. No me siento
con fuerzas para una reunión familiar de los Rivers que quedamos. Además podría
encontrarme allí con mi marido, que supongo que irá y no lo quiero ver –su
hermano se lo confirmó-. Siento lo que está pasando con los Rivers, pero yo ya
tengo otra vida. Y de ahora en adelante, Gerald, aunque supongo que te he de
querer siempre, pues eres mi hermano, no me hables más.”
Y Gerald tuvo que dejar las cosas así. Sabía
que ese día no sólo había perdido a su padre, sino también, y definitivamente,
a su otra hermana.
Al día siguiente Olivia acudió al cementerio
y depositó un ramo de rosas por Gerald Rivers I, al que ya no vería nunca más.
Al final todo el dinero que has acumulado en vida, no te ha servido de nada.
Pero a tu lado, papá, está mi hermana. Y por verla a ella vendré a verte cada
semana. Recordaré sólo los buenos momentos y en este panteón siempre tendréis
flores frescas y mi compañía.
Se fue serenando con el paso de los días.
Cada vez tenía menos gente querida a su alrededor. Apenas Brenda, el matrimonio
Nubbs, al que no se acercaba a visitar por vivir en Downhills y por supuesto su
querida hija Lucy. Todo lo que tuviera en esta vida iba a ser para ella. Crecía
hermosa y se veía que iba a ser una mujer muy guapa. De momento había que
encargarse de su educación. Olivia había ahorrado para sus primeros años y no
sabía si le llegaría el dinero por su si hija un día quisiera cursar estudios
superiores. De momento se la veía una niña inteligente y despejada, lo bastante
reservada como para no hacerle más a su madre preguntas embarazosas y Olivia no pudo nunca averiguar qué pensaba
Lucy de su vida.
Un día de septiembre cuando ya llevaba allí
seis años, Brenda la sorprendería con un anuncio.
─“Llevo
muchos años sin ver a mi hermano Mark o a mi sobrina. Me marcho a Cádiz hasta
diciembre. Quiero pasar unos meses con ellos en su país. Pero por supuesto tu
hija y tú os quedáis aquí cómodamente hasta mi regreso, ocupándote de una casa
que ya es de las tres. Sólo serán tres meses, cariño –le dijo al verla llorar-.
Enseguida nos vemos otra vez.”
Y se besaron amargamente quizá. Entretanto
Olivia esperaba diciembre haciéndose cargo de la casa. Pero su verdadera
preocupación esos días es que ya llevaban allí seis años y que Lucy comenzaba
la escuela. La llevó a un centro próximo en Jerusalem Street e iba a recogerla
cada día. En el colegio, Lucy empezó a conocer cosas del mundo que aún
desconocía, como que los demás niños tenían un hogar propio y ella no. No
abrumaba a su madre con preguntas, pero alguna le hacía y Olivia no sabía cómo
responderle. Apenas era capaz de decirle que al fin y al cabo tenían una casa
en el hogar de mamá Brenda, como su hija la llamaba.
Cada día la sorprendía con algún dibujo. Se
parecía en eso a su hermana Kirsten. Por lo demás se le daban bien todas las
asignaturas, pero tenía alguna dificultad con la lengua, porque no la entendía.
Muy pronto le hicieron ver que no podían ir juntos dos verbos modales. Y ella
calladamente se preguntaba por qué. Toda la vida de su madre era un debo poder[5], y no
estaba muy segura, pero no le parecía lo mismo, decir debo ser capaz. Con el
tiempo este tipo de cosas incomprensibles, aunque no las asimilaba, las
aprendía porque así se lo explicaban y ya está. Las memorizaba y siempre
aprobaba. Era una excelente estudiante.
Pero diciembre había llegado y Brenda se
retrasaba. Olivia tenía toda la casa como los chorros del oro esperando el regreso
de su señora y amiga. El mes pasaba y ninguna noticia. Estaba ya realmente
intranquila cuando una semana antes de navidad sonó el timbre de la puerta. No
podía ser Brenda. Ella tenía su llave. Pero lógicamente se acercó a abrir. Era
Matthew McDawn, o eso suponía, porque esta vez no llevaba el brazo descubierto
y no pudo ver la mancha en forma de fresa.
─“Hola,
señor McDawn. Su hermana no ha regresado aún. Pero pase.”
─“Lo
sé. De eso venía a hablarte.”
─“¿Le
ha ocurrido algo a su hermana?” –preguntó con angustia.
─“No,
tranquilízate. Me llamó por teléfono hace unos días para explicármelo. Mi
hermana se va a quedar a vivir en Cádiz, con mi hermano y su familia. Y parece
ser que no fue fácil convencerla, por ti y por tu hija. Mira, vamos a vender
esta casa, pero mi hermana no te quiere dejar abandonada. Mi mujer y yo
necesitamos una criada. Ella realmente me ha convencido. Puede venirse a la
Capital con nosotros.”
Olivia se quedó entonces tan anonadada que
no sabía qué respuesta darle. Irse a la Capital no le gustaba nada, pero igual
tenía que hacerlo, por Lucy. Mas era evidente que carecía de contestación. Así
que fue Matthew quien habló.
─“No
es necesario que me responda ahora. Mire, yo voy a estar una semana alojado en
el hotel Plymouth en Temple Road. Podemos quedar el próximo viernes y me
responde, y si lo desea se viene con nosotros.”
Tenía que pensar y así, mientras Lucy estaba
en el colegio ella se fue andando hasta la Alameda de Umbra Terrae. Pero tenía
la mente en varios lados y decidió sentarse en un banco a meditar.
¿Qué podía hacer? No le tenía demasiado
cariño a aquella ciudad, pero allí había vivido toda la vida y no deseaba
trasladarse a la Capital. Claro que por Lucy tendría que hacerlo y allí no le
faltaría trabajo. Pero fuera de Hazington, su hija no conocería sus raíces. No
le tenía en ese momento demasiado cariño a su hermano, pero podría conocerlo un
día si las cosas cambiaban. Y de la familia del “lobo”, algún hermano de su
padre se comportaba con decencia. No quería negarle a Lucy que un día conociera
a sus primos, por ejemplo. Y además debía cambiarla de colegio a mitad del
curso y la vida escolar se le complicaría demasiado a su hija.
Otra posibilidad que tenía era trasladarse a
Orchard Castle con los antiguos mendigos, señores Nubbs. Pero estaban ya a
cargo de Helen Lauders y una criada sería ahora una carga para ellos. Y de
todos modos, ella se sentía completamente reacia a volver a Downhills, el
barrio de su infancia. Además le quedaba la posibilidad de volver con su marido
o con su madre, y las dos las descartó pronto. Si no tenía más remedio,
marcharía a la Capital, pero eso no. Claro que tenía una semana para encontrar
un trabajo y quedarse allí. Y de repente cayó: los Silke. Eran vecinos de
Brenda y necesitaban una criada. No había pensado en ellos antes, porque nunca
se llevaron bien con su señora y amiga. Podría ir a verlos de todos modos. No
perdería nada por intentarlo. Estaba ya levantándose cuando una señora le pidió
permiso para sentarse a su lado en el banco.
─“Me
llamo Madeleine Oakes.”
─“Olivia
Rivers. ¿Es usted la señora Oakes, verdad, vidente del porvenir?”
─“Bueno.
Así me gano a veces la vida. Pero espero que no le importe, soy mendiga.”
─“Yo
también lo fui unos meses en mi vida. Ahora llevaba seis años trabajando de
criada.”
─“¿Tiene
usted un hijo de aproximadamente esa edad?”
─“Sí,
tengo una niña. Se llama Lucy. Ahora está en el colegio. ¿Cómo lo sabía usted?
¿Me ha visto con ella?”
─“Discúlpeme,
pero es que nunca olvido una cara. Y hace más o menos ese tiempo, una noche de
insomnio, me pareció ver a una mendiga embarazada trepando la Colina de los
Caballeros.”
─“Cielo
santo. Era yo, sí. Mi hija nació ahí. Una falsa alarma me llevó a querer
descansar allí. Seguramente fue insensato, pero Lucy nació esa noche, en esa
colina.”
─“Podría
usted desahogarse conmigo y contarme su historia. Pero no quiero parecerle una
mujer cotilla. El día se me ha dado bien y puedo pasarme una hora o más
oyéndola. Es que siento que usted se halla ahora mismo en una encrucijada, y que
tal vez yo podría ayudarla.”
Aquella mujer tenía un magnetismo especial
que hacía fácil que saliera con fluidez todo el chorro de sus amarguras. Era
casi la primera vez que la veía y desde luego sí era la primera vez que le
hablaba, pero sintió algo muy extraño. Se sentía protegida, como si hubiese
encontrado a la abuela, o madre, amable que viene a tu cama de noche a decirte
que todo ha sido una pesadilla, que vuelvas a dormir segura, que lo que oyes es
sólo una tormenta, que no son fantasmas, y que ya cesará. Estuvo una hora contándole
todos sus últimos años, su boda forzada, el día que descubrió a su marido con
otra en la cama y un látigo en la mano, la reacción de sus padres, sus meses
con Maureen Merton, cómo se vio en la calle, los mendigos que conoció, la
muerte de su hermana, y al fin los años con Brenda McDawn y sus dudas en este
momento.
─“Si
no tuviera una hija, incluso podría ser feliz en la calle, pero mi angustia es
no saber qué hacer, por ella.”
─“Olivia,
tú sabes que en cierta medida veo el futuro, y sé que vas a tener una vida
larga y plena. No sé ni dónde ni cómo vivirás, pero créeme, no siempre lo
sabrás, mas serás feliz.”
─“Voy
a buscar trabajo. Si encuentro uno esta semana, no tendré que irme de la Ciudad
y podría verla más a menudo, señora Oakes. Me gustaría volver a hablar con
usted.”
─“Podría
esperarte mañana aquí mismo, en este mismo banco y charlamos de nuevo. Pero ven
por la tarde. Aquí estaré esperándote a las cinco. Y ven con Lucy. Me gustaría
conocer a tu hija.”
─“Así
será, señora Oakes.”
─“Puedes
llamarme Madeleine, si lo prefieres”
Madeleine. Sólo Olivia y yo la llamamos a
veces así, pero no siempre. Para todos y para mí también es la señora Oakes,
pues la palabra señora parece haber sido inventada para ella.
Esa misma tarde, Olivia habló con los señores
Silke. Eran un matrimonio comprensivo y enseguida la aceptaron, pero había una
pega: tenían tres hijos emparejados que pasaban los fines de semana en el hogar
de sus parejas, pero de lunes a jueves dormían ahí. Si aceptaba el trabajo,
comenzaría el 1 de enero, pero Olivia no tendría dónde dormir, y lo que es
peor, su hija tampoco, excepto los fines de semana. Todavía dormía en casa de
la señorita McDawn, y Olivia decidió contarle algunas cosas a su hija, cómo era
que tenía una abuela, un tío y un padre, pero que no la querían. Era fácil ver
por dónde iba la mente de Olivia: quería quedarse con los Silke y con la señora
Oakes. Y le contó que ahora no tenían dónde dormir, que todavía debía pensarse
qué podía hacer.
Y al día siguiente fue a las cinco a la
Alameda de Umbra Terrae con su hija, y allí la esperaba, sentada en el mismo
banco, la señora Oakes. Ésta las recibió con su mejor sonrisa y le pidió a Lucy
que se acercara.
─“Ven
aquí, bonita. Eres tan guapa como tu madre y seguro que eres una niña muy
inteligente.”
─“Gracias,
¿cómo se llama usted?”
─“Madeleine.
Pero todo el mundo me conoce como señora Oakes. Puedes llamarme como
prefieras.”
─“¿Es
mi abuela, mamá?”
─“¿Te
gustaría que lo fuera?”
─“Mucho”
─“Gracias,
Lucy –dijo la señora Oakes-. Me encantaría ser tu abuela. Pero ¿te ha contado
ya tu madre algo de lo que le pasa?”
─“Sí.”
─“Dime,
bonita, con la mano en el corazón, ¿tú dónde prefieres vivir?”
─“Donde
mi madre sea más feliz.”
─“¿Te
gusta este parque?”
─“Es
precioso, sí. Aquí puedo jugar bastante bien y hay muchos árboles y mucha
agua.”
─“Este
lugar es muy seguro, Olivia, y hay varios puentecitos que atraviesan el lago
donde podríamos dormir las tres juntas. La mente de tu hija me resulta opaca,
pero sí he podido leer que tendrá una larga vida y será feliz y me ha parecido
adivinar que un día tendrá una familia bastante original. Así que sigue a tu
corazón, Olivia. ¿Has decidido algo?”
─“Anoche
encontré trabajo. Pero mi hija sólo podría dormir allí los fines de semana.
Creo que debería irme a la Capital.”
─“¿Qué
te dice tu corazón?” –preguntó la señora Oakes.
─“Si
sólo se tratara de mí, me quedaría muy a gusto aquí. Los meses que pasé en la
calle no fueron tan terribles y sobreviví, en algunos momentos, hasta con
serenidad y una cierta felicidad. Pero debo darle un hogar a mi hija.”
─“Olivia,
yo tengo un hogar. Y no lo reclamo. Si os quedáis conmigo, iré un mes a
Kirkwall en las Órcadas a ponerlo a nombre de Lucy Rivers. Te aseguro que yo no
lo quiero. Y heredé también algo de dinero. Sería para su educación.”
─“Pero
yo no puedo aceptar, señora Oakes…”
─“No
sería para ti, Olivia. Tú y yo nos ganaríamos la vida mediante limosna. Pero tu
hija ya tendría un hogar. Lo haría por Lucy. Hazme caso. No quiero que la
herencia de mis padres se la quede el estado. Y yo no la deseo. Déjame que al
fin consiga saber qué hacer con todo eso.”
El estado de ánimo de Olivia era un poema
fúnebre en ese momento. Era o marchar a la Capital o quedarse con su hija en la
calle. Pero presentía que al lado de la señora Oakes encontraría siempre calma
y refugio. Su hija viviría allí de momento hasta que encontrara otro trabajo.
Entretanto sentía que acababa de hallar a la madre que nunca tuvo. Nunca supo
si había conseguido decidir lo mejor para Lucy, pero en sólo dos días ésta y la
señora Oakes jugaban ya como abuela y nieta y veía a su hija sonreír con
seguridad. El día temido llegó de reunirse con Matthew McDawn y explicarle que
ahora trabajaría con los señores Silke. Éste le reiteró que siempre podía irse
con ellos a la Capital si las cosas le iban mal y le recordó su dirección. Ese
día Olivia ya se quedó sin casa. Encontraron un puente abrigado donde pasar la
primera noche de Lucy en la calle con poco frío. Para Lucy la Alameda de Umbra Terrae era un sueño para sus
juegos después del colegio. Y de noche dormía en la buena compañía de su madre
y su abuela. Ya siempre la llamó así.
Y señora Oakes. Dejaba el Madeleine para Olivia, que lo usaba muy pocas veces.
Pero estaba claro que parecían una familia de tres generaciones que cada día se
querían más. Lucy no se quejaba de nada y sonreía cada día a su madre, notando
en ella una amargura que ya no se le despejaría. Pero estuvo muchos años
trabajando, los Silke, los Brooke, los Vandermeer, la señorita Ackroyd.
Al llegar enero Olivia comenzó a trabajar
con los Silke. Eran una buena familia, los padres ya muy mayores mas raramente
se quejaban y eran muy llevaderos. En la calle, los días que su hija no podía
dormir allí, a comienzos de enero, conoció a una nueva mendiga, gran amiga de
la señora Oakes, llamada Shannon Dee. Tenía la cabeza perdida y ni ella misma
sabía qué enfermedad tenía. Vivía con unos parientes, pero a ella le gustaba un
tanto el alcohol y mendigaba. Pero sabía hacer de todo y se ve que quería como
otra madre a la señora Oakes, a la que hacía años que conocía. Ella vendía
tabaco en las aceras, a veces flores, y se ganaba la vida. Pronto aprendió a
querer a Olivia y Lucy. La señora Oakes intentaba enseñar a Olivia los secretos
del Tarot, pero aunque esta ponía todo su empeño no sabía adivinar con
propiedad y al no cumplirse sus previsiones, la clientela no repetía y nunca
llegó a convertirse en la señora Rivers. En abril la señora Oakes cumplió su
promesa de viajar a Kirkwall y Olivia aprendió a echarla tanto de menos que se
supo su discípula y compañera para toda la vida. Cuando al fin regresó un mes
después le aseguró que había conseguido poner el antiguo hogar de Adam y
Estella, sus padres, a nombre de Lucy Rivers y que ésta podría reclamarlo
cuando quisiera. Traía también el escaso dinero que le legó su padre,
suficiente para completar un día la educación de Lucy, incluso si esta desease
cursar un día estudios superiores. Olivia se encontró realmente agradecida y
empezó a acompañar una vez al mes a su señora, como ya le llamaba, al sanatorio
de Basin Hall, donde estaba internada Estella Oakes. Y pasó seis meses más en
casa de los Silke, hasta que un día el señor falleció y la señora prefirió
hallarse sola, aunque le dio el tiempo suficiente como para que Olivia
encontrase otro trabajo con los Brooke en St Luke’s Gospel. Los Brooke eran un
matrimonio difícil de llevar, sobre todo la señora, pero Lucy volvía a tener
una cama donde dormir.
Ya llevaba año y medio en la calle, cuando un
día de febrero tuvo la desagradable sorpresa de cruzarse de nuevo con el lobo de su marido. Ella estaba
entonces pidiendo limosna con su señora en St Mary, Lucy jugando con otros
niños pues su madre no le permitía mendigar, cuando él le habló
inesperadamente.
─“Olivia,
tengo que hablar contigo. Quiero invitarte a un café.”
─“Yo
no deseo hablar contigo...” –y dijo su nombre.
─“Vamos
a hablar por la cuenta que te trae.”
Había una amenaza tan clara en sus ojos que
Olivia, sin saber por qué, se sintió perdida, y se veía, de algún modo, en las
manos de aquel depredador, y aunque no tenía ninguna gana de volver a hablar
con su marido, aceptó tomarse un té con él.
─“Ya
me han informado de que tuvimos una hija.” –comenzó él.
─“Tuve
una hija.” –disintió ella, cambiando la persona verbal.
─“Bueno,
no vamos a discutir por eso. Supongo que la llamarías Lucy, como siempre fue tu
intención.”
─“¿De
verdad te interesa saberlo? No parece preocuparte mucho tu hija.”
─“Ni
siquiera has sabido darme un hijo, pero bueno –viendo en Olivia una clara
intención de levantarse y salir corriendo, añadió-, dejemos eso. Supongo que
sabes que vivo con otra mujer, la misma que viste un día en mi cama. Hemos
tenido un hijo. Y Mary y yo queremos casarnos. Deseo que me concedas el
divorcio.”
─“No
tengo, de momento, ninguna intención,…” -y volvió a decir su nombre.
─“Pues
creo que te conviene. Yo no tengo ningún deseo de quitarte a tu hija, pero
sabes que podría hacerlo. Mi apellido es muy influyente y tú… tú eres ahora
sólo una mendiga. Si no me concedes el divorcio, habrá una batalla legal por su
custodia y sabes que la ganaría. Aquí tienes la dirección de un juzgado donde
debes presentarte mañana. Será
desagradable para ti, pero tú decides. A cambio del divorcio te dejo que te ocupes
de Lucy o como se llame.”
Un viento de amargura infinita se apoderó
entonces con tanta fuerza de su corazón, que vio que sólo le quedaba una
respuesta. No podía perder a Lucy. Eso no.
─“Tú
ganas. Mañana iré al juzgado contigo. Después espero no verte nunca más.”
Fueron dos o tres días de desidia y algo de
vergüenza, pero al final el asunto quedó resuelto. Ya no era su esposa y su
marido no volvió a amenazarla con quitarle la custodia de Lucy. Y en lo
sucesivo, sintió alivio de haberse quitado la carga de seguir tratando con
semejante lobo.
Ya no pudo seguir soportando a la señora
Brooke, más dragón que Deirdre Merton y pronto encontró un nuevo empleo con los
Vandermeer, donde pasó varios años. Eran muy mayores, pero encantadores. Tenían
un piso muy pequeño y Olivia no podía dormir allí, pero Lucy sí, aunque en el
sofá, mas resguardada bajo techo. Eso le convenía. Todas sus horas libres las
pasaba mendigando con la señora Oakes, Lucy jugando, y de noche la traía al
hogar de los Vandermeer a dormir. Cada mañana la recogía para ir al colegio.
Lucy pasaba las horas en la plaza de la
Basílica, o en las plazuelas del Pueblo, y se fue acostumbrando a mirar la vida
tal como se le había presentado. A su madre no le parecía una niña rebelde pero
no sabía que Madeleine Oakes y ella solían pasar las tardes hablando y Lucy con
su abuela encontraba la calma que fue
permeando su niñez y toda su vida. Ya sabía bien, pues su madre se lo había ido
explicando, cómo ella y su señora –así empezó a llamarla cariñosamente- se
ganaban la vida, y sabía bien, pero no lo comprendía, que a ella no le estaba
permitido hacerlo.
El señor Vandermeer era un profesor de
literatura retirado y su esposa ama de casa pero tan inteligente como él.
Conversaba de literatura a menudo con Olivia, pues la sabía gran lectora y
buena crítica. Para la señora Vandermeer era un placer que Lucy tuviera refugio
en su sofá. Lamentaba no disponer de más habitaciones, pero al menos dormía
cálida y segura. En ese hogar por las noches, en el colegio por las mañanas, en
la Alameda de Umbra Terrae por las tardes, con su madre y su querida abuela, Lucy empezó a encontrar paz y
calor, y no resignación. Era su vida y mil años viviría en la calle viendo a su madre reír con su querida compañera.
Pero no siempre estaba a su lado. Jugaba a menudo
con otros niños en la plaza de St Paul’s, y un día al salir del colegio,
acompañando a su amiga Moira Mason, se encontró con un caballero poco mayor que
su madre, que primero saludó a Moira y a continuación se dirigió a ella:
─“Tú
debes de ser Lucy. Eres tan guapa como Olivia. No te asustes: tú no me conoces,
pero soy tu tío Gerald, hermano de tu madre –y abrió entonces la cartera y sacó
una foto donde había tres personas-. Ésta es tu madre, y en el centro tu
desaparecida tía Kirsten, no sé si tu madre te ha hablado de ella.”
─“Más
de una vez, sí.”
─“Tu
abuelo falleció y tienes una abuela a la que le queda muy poco tiempo. Se está
muriendo de cáncer y quiere conocerte. Mira, Lucy, puedes acercarte a tu madre,
pero no le hables de mí. Puedes contarle que tu amiga Moira te quiere invitar a
merendar. Yo quisiera que me acompañaras a Hunter’s Arrows a conocer a tu
abuela. Si estás de acuerdo, te espero en la iglesia de St Mary dentro de una
hora.”
Lucy no tuvo miedo de aquel caballero que
se parecía tanto a su madre. Además, ésta le había enseñado algún retrato suyo
de joven y le había hablado a menudo de Kirsten, de sus abuelos y hasta de
Gerald. No los nombraba demasiado pero algo había oído.
Su madre le dio permiso para ir a merendar a
casa de los Mason, pero le dijo también que no lo hiciera muchas veces. Y Moira
y ella se marcharon a St Mary donde estaba su tío Gerald esperándola. Cogieron
un taxi y enseguida se hallaron en Hunter’s Arrows.
El paisaje de Downhills la sobrecogió. Por
Hunter’s Arrows casi pasaba el río y la melancolía la invadió viendo de qué
paraíso había sido expulsada su madre. Su tío Gerald pareció conmovido y como
si la comprendiera. Le señaló The Curve, el hogar de los Mason, y prometió
llevarla enseguida a conocer la casa de Moira.
Hunter’s Arrows le pareció un vergel
comparado con las casas o las calles que su madre había tenido que habitar
después. Estaba largamente iluminada, pero a Lucy le pareció un lugar oscuro,
frío y desangelado. Su tío quería que
pasara a la habitación de su abuela para que se conocieran, pero Lucy se quedó,
como su madre en su día, colgada de la vidriera, la de los cisnes. Su madre le
había hablado de ella en numerosas ocasiones y de los comentarios que ella y su
hermana hacían. Sí, era tal como lo había imaginado y se quedó embelesada en el
azul del agua y casi lloró al contemplar el cisne que iban a abatir.
Pasó enseguida de la mano de su tío a la
habitación donde la esperaba su abuela con su mejor sonrisa. No esperaba
encontrarse con aquel casi fantasma de cabello gris y diríase que en guerra
consigo misma. Sintió más que nunca al conocer a su abuela Linda que en
realidad la madre de su madre era Madeleine Oakes. El cuarto tenía el olor de
la muerte, del conocimiento de que era inminente. La cama había sido, se veía
bien, el lecho de matrimonio donde esta mujer había dormido con un abuelo al
que nunca conoció. En la mesita de noche una foto con sus tres hijos, Olivia
con quince años sonriente junto a sus hermanos a la orilla del Heatherling. El
espectro de su abuela habló entonces.
─“Así
que tú eres Lucy. Quería conocerte, bonita. Mira, hoy es lunes y no creo que
llegue al siguiente. Me habría gustado verte antes, pero tu madre no siguió la
línea recta. No te preocupes. No voy a hablarte mal de ella. Me moriré creyendo
firmemente en lo que he creído los últimos años. Pero mi error ha sido no ver
que de un caso general se puede extraer algún caso particular, y según me ha
contado tu tío Gerald, a muchas cosas tu madre se ha visto forzada. Pero
cuéntame algo de ti. ¿Eres feliz?” –miró entonces a su hijo Gerald como
recordando algo que estuvieran maquinando.
Lucy no sabía qué contar y pasó de puntillas
por los escasos hogares en que había trabajado su madre, y habló principalmente
de sus días de colegio, de su amiga Moira y de las ganas que tenía de merendar
con ella. Gerald habló entonces.
─“Ahora
iremos a casa de Moira. Pero antes, déjame hacerte una pregunta: ¿te gustaría
aprender a nadar? Por esta zona el Heatherling hace pequeños lagos con agua
calma. Aquí tenemos viejos bañadores de tu madre, que nunca aprendió, pero se
bañaba todos los veranos con su hermana. Yo podría enseñarte. Pero después le
cuentas a tu madre que te está enseñando Edward Mason, el hermano de Moira. Y
esa puede ser la excusa para que vuelvas por aquí toda esta semana.”
Lucy se sorprendió de lo rápido que aprendió
a nadar. Le bastaron dos días en los que claramente fue haciendo amistad con un
tío al que quiso pronto y ya para siempre. Luego efectivamente acudieron al
hogar de los Mason y conoció a Edward y a sus padres, del mismo nombre que sus
hijos. Tuvo una pequeña punzada de dolor al ver cómo los demás niños tenían un
hogar y una familia. Ella acababa de conocer a su abuela Linda, una mujer de
ideas firmes. Se arrepentía de su parte en haber perdido una hija pero incluso
al final de su vida, parecía sólo preocupada por Lucy. A las 9 de la noche
cogieron otro taxi que la dejaría en St Mary, donde su tío quedó en recogerla
cada día, recordándole que no debía decirle a su madre que lo había conocido,
sólo a los Mason. Y con esa excusa, Lucy acudiría cada día a Downhills, pues
contaba que Edward Mason la estaba enseñando a nadar. Su madre le dio permiso
para ir varios días más, pero insistiéndole en que no se volviera una molestia
para ellos. La señora Oakes parecía intuir la verdad y la miraba asintiendo y
comprendiendo.
En días sucesivos, ya aprendió que Madeleine
Oakes era una madre para su madre, lo que su abuela Linda nunca fue. La quería
cada día más, y mucho más a su tío, al que ya quiso siempre. Mientras estuvo
consciente Linda le contaba cosas de su madre en su adolescencia y un día
Gerald y ella le echaron valor y le hablaron.
─“Nos
has contado que legalmente eres Lucy Rivers, y no te vamos a olvidar. Gran
parte del dinero de los Rivers pasaría a tus manos y tú y tu madre podríais
tener una casa, pero a tu nombre, y un montón de dinero.”
Le nombraron la cantidad y era verdad que
era una pequeña fortuna, pero su abuela y su tío, a pesar de todo, dejaron a
Olivia al margen del testamento. Ella los quería, y por su madre dijo que sí,
que aceptaba. Podrían tener un hogar. Pero Lucy fue pasando de niña a mujer
entonces. Quería mucho a su madre y comenzó a entender por qué un día se separó
de los Rivers. Su tío y su abuela no eran malas personas, pero seguían
aferrados a un pasado que ya no existía, un pasado tal como ellos pensaban que
debió haber sido. Un rato cada tarde aprendiendo a nadar y otro rato en casa de
los Mason y después volvía a la Alameda de Umbra Terrae con su madre y la mujer
que verdaderamente era su abuela.
El martes y el miércoles Lucy conoció un
poco mejor a su abuela, que evocaba felices tiempos de cuando era Linda
Hamilton, y algo le contó también de su abuelo Gerald Rivers I y de su tiempo
con él. No parecía un amor absorbente, pero era cierto que se habían amado. Se
alegró de esa parte al menos. El jueves ya Linda Rivers estuvo inconsciente y
Lucy vivió por primera vez la muerte cara a cara. Se fue apagando poco a poco y
la tarde del viernes, mientras ella estaba allí, falleció. Al fin se fue sin
dar trabajo y Gerald empezó a llorar como un energúmeno y Lucy hizo todo lo que
podía por él, principalmente besarlo y abrazarlo mientras ella también se
derramaba angustiada.
─“Esta
noche se lo tendré que decir a mi hermana, pero entretanto, Lucy, no digas
nada. Y cuando me veas, recuerda que tú no me conoces. Voy a vender Hunter’s
Arrows y me voy a comprar una casa en Chamberlain Street. Aquí tienes la
dirección. Ven dentro de una semana y hablaremos de tu herencia. Y ahora vamos
a St Mary. Luego volveré a llorar y velar el cadáver de mi madre.”
Esa misma noche al llegar a la Alameda se
encontró a su madre y la señora Oakes riéndose de alguna cosa que había contado
Shannon Dee, y Lucy tuvo la primera gran duda, de qué sería de la vida de su
madre si ahora la separara de la señora Oakes. Al poco tiempo le habló con
entusiasmo de algo diferente.
─“Hoy
hablaba con Madeleine, hija, y le comentaba sobre el año en el que estábamos, y
ella me dijo algo que me hizo verlo todo de otra forma. Me dijo que para mí la
vida empezó cuando te tuve, y que ese año, el de tu nacimiento, era el año 0.
Así que ahora estaríamos en el año 9.”
─Y
desde entonces ha sido así, Protch. Para nosotros es una felicidad contar los
años de otra forma. El año 0 se puso por Lucy. Y si te resulta difícil saber
cuál es recuerda que yo nací el 30 de julio del año 0.
─Entonces
ahora sí que tengo claro cuándo fue. Y ahora estamos entonces en el año 33. Y
se ve que también quieres a Lucy, tanto como a su madre o a la señora Oakes. Sólo tengo que esperar a
ver cuándo entras tú en la historia y cómo los conociste.
─Tendrás
que esperar a saber por qué, pero sería incapaz de expresarte cuánto quiero a
Lucy. Ahora la conocerás algo mejor, cuando la tercera historia se convierta al
fin en su historia.
Lucy estaba ensimismada viendo que aún sin
saberlo Olivia había encontrado a una madre donde nunca la tuvo. Su abuela
Linda pudo haberlo sido, pero sin querer hacerle una injusticia, en sus últimos
años, no ejerció de tal. Lucy fue comprendiendo que apartarla de la señora
Oakes ahora sería como la muerte, y empezó a meditar muy en serio sobre el
testamento. El dinero estaría sólo a nombre de Lucy Rivers y su madre era
obligada a depender de ella. Además, ¿qué iban a hacer con la señora Oakes,
para ella ya su abuela? En esto pensaba cuando apareció su tío Gerald. Lucy
disimuló bien que ya lo conocía.
─“Olivia,
cariño, una vez más he de decirte algo.”
─“No
me hable, señor Rivers.”
─“Es
inevitable que te lo diga. Mamá ha muerto hoy. No ha podido con un cáncer que
venía arrastrando. El funeral será mañana.”
─“Ya
sabe, señor Rivers –le dijo llorando. La señora Oakes la observaba
comprendiéndola, mas nunca le hablaba a Gerald Rivers, quien sólo por Lucy fue
enterándose de quién era esa mujer-, que no iré al funeral. Pasados unos días,
volveré a ir al cementerio a ver a mi hermana, y también le llevaré flores a
papá y a mamá y rezaré por ellos. Pero quiero que sea en solitario. Le
agradezco que haya venido a contármelo, señor Rivers, pero ahora déjeme llorar
a solas.”
Y su madre fue con ella y la señora Oakes
tres días después al cementerio, y Lucy se sintió extraña al no poder contar
que acababa de conocer a la abuela recién enterrada allí. Pero otra abuela le acompañaba
y de repente le habló como si supiera qué es lo que estaba sintiendo.
─“Haz
lo que te dicte el corazón, Lucy.”
Una semana después, acudió a la dirección
que su tío le había dado en Chamberlain Street. Hunter’s Arrows estaba en venta
y entretanto el piso nuevo de Gerald estaba en reformas y era difícil hallar
las cosas. Las paredes estaban llenas de cuadros que su tío le dijo que había
pintado su desaparecida tía Kirsten. Algún tiempo después, estos cuadros
ocupaban otras habitaciones de la casa, y fueron sustituidas por una colección
de espadas. Lucy habló con su tío.
─“Dentro
de poco será una bella casa, tío Gerald. Y yo seguiré viniendo a verte a
escondidas, porque eres mi familia y he aprendido a quererte. Pero escúchame,
tío. He venido a decirte otra cosa. No quiero mi herencia. No si mi madre ahora
ha de depender de mí.”
─“Lucy,
cariño. Soy abogado y se pueden cambiar los términos del testamento.”
─“Perdóname,
tío. Yo te quiero mucho, pero no creo que mi madre sea feliz con el dinero de
los Rivers. Ella ya tiene otra vida, y está decidida a vivir por sí misma. No
sé si sabe que es feliz, pero anoche la vi reír con la señora Oakes. Y al fin y
al cabo se ocupa de mí. Yo soy su principal preocupación y ella sola debe
encargarse de que yo salga adelante. Y yo no soy ambiciosa. Quiero crecer
viéndola feliz y orgullosa de la vida que lleva, sin depender de nadie. Sé que
un día podría arrepentirme de lo que te estoy diciendo, y tal vez entonces
venga a hablar contigo a pedirte que el testamento salga como debió salir, pero
sería incluyendo a la señora Oakes. Sé que no la conoces, pero ella me ha
dejado el dinero que heredó de sus padres para mi educación y yo no puedo ser
rica sin mi madre y sin ella. Déjanos a las tres vivir como podamos pero siendo
nosotras y por favor, no te ofendas. Si un día las cosas se nos dan realmente
mal, estoy en contacto contigo y sé que nos ayudarías.”
─“Eres
muy madura, Lucy. Y se ve que sabes lo que quieres. Respeto lo que me dices,
pero por favor, sigue en contacto conmigo y si verdaderamente lo necesitáis,
aquí me tendréis siempre.”
Y de ese modo tío y sobrina se entendieron y
siempre estuvieron en comunicación. Su madre la hablaba de él muy escasamente,
pero lo supo más tarde emparejado con una tal Kate y aunque no conoció por qué,
un día se enteró de que había entrado en la cárcel, un tiempo en que Lucy no
pudo visitarlo, pero ya siempre estuvieron en contacto.
Es así como Lucy fue la más joven en hallar
su motivo de Verôme, y como todos los que vinimos después, rechazando
tentaciones, sabiendo que una capa de oro luce y viste elegantemente pero no
dura siempre. Muchas veces en sus años posteriores se planteó si hizo bien en
aquel momento, pero fue viendo que su madre aprendió a conocer su identidad en
las misérrimas aceras, junto a aquella mujer que verdaderamente fue siempre como
una madre. Su vida era la señora Oakes, y por supuesto Lucy, y ésta tuvo el
coraje para aceptar una vida sin dinero en compensación por el no deseado
parasitismo y la propia independencia. Nunca tomó la casa de Kirkwall. Por eso
te repito, Protch, que los cuatro primeros mendigos se vieron forzados, pero no
es todo tan sencillo, y también lo eligieron y a los ocho nos une que pudo
arruinarnos la vida el dinero, antes o después, pero supimos enderezarnos y
salir de él hacia las otras bellezas de la vida, y no menos que ninguna,
nuestra bendita libertad, que nos hace vivir, y el placer de una amistad
insobornable de la que participamos los ocho.
Pasaron algunos años aún en la Alameda de
Umbra Terrae. Si hasta entonces era Olivia la que toda la vida arrastraría
remordimientos por no poder sacar a su hija de la calle, a partir de entonces
Lucy tampoco estuvo nunca segura de haber hecho bien rechazando su herencia,
pero notaba que su madre cobraba vida al lado de la señora Oakes y de momento
aplazaba la aceptación de un dinero que su tío Gerald podría darles un día. Oía
a su madre a menudo decir que aceptaría cualquier dinero, mediante limosna o
cualquier otro medio, excepto un dinero que pudiera llegarle de los Rivers.
Lucy la escuchaba y callaba. Iban las tres a la calle juntas, a veces en
compañía de Shannon Dee, que no estaría en su sano juicio, pero que estaba
claro que también veía en la señora Oakes una madre que la quería más que su
madre. Y al poco tiempo halló trabajo en
una frutería. Alguna vez más volvería a la calle, pero sabía ganarse la vida. Y
el afecto por Olivia y Lucy era más que evidente.
Todavía en la Alameda Lucy oyó una noche
hablar a su abuela con Henry Shaw, del que más tarde te contaré más. En esos
momentos era un alcohólico que vivía en la calle tras la muerte de su mujer en
accidente de tráfico.
─Por
eso te digo, Protch, que a veces el amor hace imposible continuar la vida si la
persona que amas se ha ido. Primero Henry Shaw; y ahora te hablaré de Mildred
Hugg.
─Estoy
de acuerdo contigo, Nike. Si Maude se fuera antes que yo, yo no podría
resistirlo ni dos días.
─No
recuerdes esas cosas. Te hará más infeliz ahora que no está tu mujer. Pero
volverá y piensa en los años que aún podríais pasar juntos.
─“De
acuerdo Henry. Si tú crees que yo valgo para eso.”
─“Ya
he hablado con Sheila Grant y Vince McFarlane. Sería de los tres. O de los
cuatro mientras yo viva. Haré llaves para todos.
En el año 13 se mudaron al puente
Wrathfall. Ya habían conocido al cuarto de nosotros, del que luego te hablaré.
El Gran Hospital Philip Rage estaba entonces en construcción y aquel barrio,
llamado Castlebridge, así como el Puente de los Caballeros era aún conocido
como Puente del Castillo, era en esos momentos el barrio más marginal de la
ciudad y era peligroso, pero quizá no para los mendigos, que no tenían nada que
mereciera la pena robarse. Desde el puente hasta el norte, pasando por el
hospital, la calle se llamaba Wall Street, pues por allí aún resistía,
esqueleto de lo que fue, alguna puerta de la muralla. Hacia el este el
Kilmourne, y para llegar hasta él o el puente Wrathfall, cientos de olmos
escoltaban sus pronunciados descensos. Todo él era el Arrabal de la Seductora,
nombre hermoso quizá, pero lugar muy poco recomendable. Aunque tal vez ahora,
con la construcción del hospital, pudiera tornarse un lugar más seguro.
Llevaban una semana en el Arrabal de la
Seductora cuando la historia se repetía: el señor Vandermeer falleció y la
señora, Linda como su madre, prefirió quedarse sola. Olivia se encontró de
nuevo sin hogar hasta que una semana después comenzó a trabajar para la
señorita Jocelyn Ackroyd. Parecía una buena mujer, pero tenía alguna falla
mental. Entonces no tenía nombre; hoy lo llamaríamos bipolar. Pero Lucy podía
dormir allí y eso era lo importante. Vivía en Longborough Street, justo al lado
del bufete de Aubrey, Fielding and McDawn. El apellido McDawn no la abandonaba.
En el Puente Wrathfall dormía la señora
Oakes y en alguna ocasión Olivia y Lucy con ella, en el ojo más cercano al río.
Tres ojos secos tenía el puente en el lado oeste y el ojo contiguo era donde
dormía su ya cuarto compañero. Como la zona era peligrosa, Lucy nunca salía
sola y era acompañada al colegio y después al instituto donde cursó secundaria
por la señora Oakes, Olivia o nuestro cuarto compañero, a cualquier hora.
No dormían allí, pero pronto conocieron a
Mildred Hugg, que había sido peluquera hasta el fallecimiento de su marido
Jonah. El amor que le tenía era tan profundo que al quedarse sola comenzó a beber
y poco a poco lo fue perdiendo todo. Tenía un hijo, dos años mayor que Lucy,
llamado Ephraim, y también pedía limosna. Al ver a otro niño criado en la
calle, Olivia ya le permitió a Lucy mendigar, si es que lo deseaba, pero al
lado de Ephraim, donde su madre no la viera. Mildred era una gran mujer cuando
estaba sobria, lo que sucedía en contadas ocasiones, y fue contagiando de la
misma enfermedad a su hijo, que a veces bebía más de lo debido. Pero quería
mucho a Lucy y en sus contados momentos de lucidez, se decidió una tarde a
enseñarle el arte de la peluquería. Lucy era una alumna estupenda y su madre y
su abuela estuvieron dispuestas a que
ensayara con ellas. En un mes se hizo con todas las artimañas del oficio y
aprendió diferentes formas de cortar los cabellos y hasta, ensayando con
nuestro cuarto compañero y con Ephraim, de cortar o arreglar barbas. Lucy no estaba segura de
que un día fuera a dejar la calle dejando allí a su madre y su abuela, pero lo
cierto es que con la señora Hugg había aprendido un oficio.
Olivia llevaba un mes con la señorita
Ackroyd cuando ésta la despidió por una tontería. Se empeñaba en que su criada
no había limpiado una habitación que ésta estaba segura de haber fregado a
fondo. Era inútil discutir con ella. Jocelyn Ackroyd era una buena mujer o
podría serlo, pero imaginaba cosas que jamás sucedían. Era una casa lujosa,
pero pequeña, fácil de manejar pero Olivia se vio de repente de patitas en la
calle.
Pero un mes después se encontró con la
silueta de Jocelyn en la Basílica. No venía a pedirle perdón pero sí a
reclamarle que volviera, que la necesitaba y la perdonaba, mas se veía bien que
se mantenía en sus trece, que la culpa había sido de Olivia. Pero ésta quería
que su hija tuviera donde dormir, pues había días en que dormían incluso en
parques o cajeros automáticos. Y regresó.
Allí paso cinco años, hasta que Lucy cumplió
los 18. Eran escasas las conversaciones entre la señora y su criada, pues
Olivia veía bien que ella dejaba que Lucy durmiera allí, pero nunca la quiso y
la culpaba de muchas cosas. Y un 2 de julio vino la gran crisis que lo
cambiaría todo. A Lucy no se le permitía entrar al cuarto de los juguetes, pero
la verdad es que ésta no lo necesitaba. Y la señorita Ackroyd aprovechaba para
guardar allí las numerosas joyas heredadas de sus antepasados, pues en verdad
la familia Ackroyd era aún latifundista y noble. Pero ese día de comienzos de
julio, le contó a Olivia que había perdido una pulsera de oro.
─“Estaba
en el cuarto de los juguetes, Olivia, y ha debido ser Lucy.”
─“Señorita
Ackroyd, ¿qué piensa usted? Lucy sería incapaz. Probablemente lo ha perdido.”
─“Soy
muy cuidadosa con mis joyas y yo no pierdo nada. Tu hija es ya una mujer y ha
debido tener esa tentación. En todo caso, te concedo dos días. Si no ha
aparecido para entonces, la denunciaré.”
Olivia la creía muy capaz, pues además de
los frecuentes delirios de Jocelyn Ackroyd, sabía que nunca había querido a
Lucy. La madre habló con la hija de todos modos, quien le aseguró que incluso
hacía más de un año que no entraba al cuarto de los juguetes. Olivia la creyó.
Seguramente Jocelyn había extraviado la pulsera y removió toda la casa para
buscarla mas no la halló. Entonces le tomó la desesperación. Eso no; no podría
pasar por ver a su hija en un juicio o en la cárcel quizá. Tenía algún dinero
ahorrado. Sin pensárselo dos veces acudió al bufete de Aubrey, Fielding and
McDawn.
Una vez adentro preguntó por el señor Miguel
McDawn, en la esperanza de que fuera el sobrino de Brenda. A él la condujeron.
Ciertamente se parecía a aquel adolescente que tanto había visto en
fotografías, el hijo de Matthew. Al decirle su nombre, Olivia Rivers, Miguel la
reconoció en seguida. También tenía fotos de ella y de Lucy, que había venido
con su madre.
─“¿Es
usted la Olivia que trabajó para mi tía?”
─“Sí,
y usted es su sobrino Miguel, el hijo de Matthew. ¿Cómo está Brenda?”
─“Hasta
última hora se acordó de usted y de su hija.”
─“¿Hasta
última hora?”
─“Mi
tía falleció.”
Lágrimas estremecidas empezaron a bañarle el
rostro y se apoderaron de todo su ser. Casi no tuvo fuerzas para preguntar.
─“¿Cómo
fue? ¿Y cuándo?”
─“Fue
en febrero. Sabrá usted que siempre estuvo delicada del estómago y no pudo
adaptarse a la comida de mi país. Pero en su lecho de muerte, siempre la nombraba.
Y el tiempo que estuvo en Cádiz consiguió un milagro. Mi madre y mi tía
Consolación se hablan lo justo, pero logró reconciliar a los dos hermanos. Y
mis padres se han trasladado a Cádiz. Ahora estoy solo yo en este país,
trabajando de abogado. Me alegro de haber conocido a la Olivia de la que
siempre se acordaba mi tía Brenda. La quise mucho. Pero dígame, ¿qué le trae
por aquí?”
De aquel encuentro ni Olivia ni Miguel
salieron incólumes. ¿Se puede explicar el amor como una flecha lanzada de repente
que solivianta el corazón y lo deja marcado? Olivia estuvo entonces un cuarto
de hora contando todo lo que había pasado en casa de Jocelyn Ackroyd y cómo
ella creía que la amenaza podría llevarse a cabo.
─“Y
si eso sucede, he reunido dinero para que usted se encargue de su defensa. Lucy
no ha hecho nada, y no puede acabar en la cárcel.”
─“Puesto
que es usted la Olivia que mi tía tanto quiso y que nombraba constantemente en
su lecho de muerte, no voy a cobrarle nada. Mi tía me dijo que había sido usted
mendiga ¿Lo es ahora?”
─“Sí.”
─“Voy
a hablar con la señorita Ackroyd. Nos conocemos personalmente. Y veré qué puedo
hacer.”
─“Muchas
gracias, señor McDawn.”
─“Miguel,
por favor.”
─“Muchas
gracias, Miguel.”
Quedaron en verse una semana después. Pero
entretanto las circunstancias habían cambiado. La señorita Ackroyd encontró la
pulsera en casa de su amiga Mary, donde se le había caído. Quiso pedirle perdón
a Olivia, pero ésta ya no quiso saber nada de la señorita Ackroyd. Y algo más.
La experiencia hizo que Olivia repudiara en lo sucesivo trabajar para más
señoras. A partir de ese momento, ya se quedó con la calle como único medio de
vida. Dio las gracias a Miguel McDawn, que al final no tuvo que hacer nada por
ella. Lucy ya sería capaz de abandonar la miseria, si encontraba trabajo, pues
al menos ya conocía un oficio.
Pero Lucy nunca quiso dejar la calle donde
ya cada vez estaba más segura que vivirían siempre su madre, su abuela y su
cuarto compañero. Toda la vida en este barro, Protch. Nació en el estiércol y
morirá en este lodo, la cara del sol y la cara de la luna reflejándose en unos
hermosos cristales, perfumados de olmos, fresnos y alisos, custodios de todas
las habitaciones donde ha dormido, sin hogar pero considerando las calles como
su verdadera casa, que nunca abandonará según todas las apariencias.
Érase una vez un hombre de apariencia
humilde que lo tiene todo, de cuyas barbas impolutas emergen rayos de oro. Sus
piernas son infatigables y caminan la ciudad entera, pues tiene otra forma de moverse
por las calles y va de casa en casa, mientras los demás nos detenemos en alguna
plaza o templo, y si caminar es salud, aún puede resistir muchos años, a pesar
de algún malhadado presagio que ha podido llevárselo, pero nada lo abate. Y si
un día nuestros platos no tienen con qué llenarse, ahí está él, nuestra última
esperanza, encargado de donarnos alimentos o el placer de su grata compañía. No
se lo suele considerar un hombre inteligente, pero yo disiento de esa opinión,
y sabe como nadie sobrevivir en el mundo hostil que le ha tocado.
Y ahora debo dar marcha atrás para
recordarte a un personaje que espero no hayas olvidado: Joe Scully, el gran
amor de la vida de la señora Oakes. Fue un hombre libre y aventurero hasta que
consiguió el sueño de su vida, y tantas veces conseguirlo es sentirte
decepcionado y mustio. Así fue, como ya te conté, que fue un día al cine y su
vecina en la butaca de al lado comenzó a hablarle. Él fue muy amable con ella y
sin proponérselo quedó recompensado. Se presentó con un apellido nada frecuente
pero que debía ser del mismo linaje de una de las grandes fortunas de la
ciudad. Beatrice era simpática y fue fácil invitarla a una copa tras la
película. Allí conoció que ella era precisamente la hija de aquel potentado que
dirigía varias empresas. Lo mejor de Joe era su amabilidad y su capacidad de
escuchar y estuvo charlando con ella toda la noche y Beatrice no salió
incólume. Era tan diferente este hombre bohemio del laberinto de los espejos a
todos los hombres que ella había conocido que se enamoró perdidamente de él.
Quedaron en verse al día siguiente y Joe ya empezó a idear su gran sueño de
casarse un día con una niña rica, además afable y simpática. Guapa también
aunque eso no le importaba. Temía haberle partido el corazón a Madeleine Oakes,
su gran pasión, pero frecuentemente hacían el amor, hasta que aquella lo dejó
definitivamente dos años después, insistiéndole en que él había escogido a
Beatrice y ahora se debía a ella. Toda la vida recordó a su querida Maddie,
pero no la tuvo nunca más.
Seguramente esa decisión de elegir entre el
amor y el dinero haya llevado a la ruina a más de uno, pero Joe creyó que había
conseguido el sueño de su vida, y tenía que perseverar en él. Vio a Beatrice
con frecuencia y tuvo la precaución de dejarla embarazada, con lo que no tenían
más remedio, en aquellos tiempos, que casarse. Alguna hermana de Beatrice, como
Claire, Sonia e Yvonne supieron la verdad antes que su padre y el carácter
afable de Joe las ganó, en algún caso incluso más de la cuenta, pues Joe fue
siempre un mujeriego y coqueteaba a menudo con ellas, sobre todo con Claire.
Pero ya embarazada, se casaron y un buen día Joe tuvo que contarle la verdad a
Madeleine Oakes, a quien destrozó el corazón, no menos que el suyo, pues hasta
su muerte Joe la amó, y quién sabe si esa funesta elección entre el amor y el
dinero no acabaría llevándoselo.
Mas llegó un día en que Beatrice se decidió
al fin a hablar con su padre. Éste era un hombre de carácter agrio quien
enseguida pasó a preguntarle quién era ese tal Joe Scully y le recriminaba a su
hija que con toda seguridad se había casado con ella por su dinero. Beatrice
estaba entonces profundamente enamorada, pero empezó a abrir los ojos y se dio
cuenta de la posible veracidad de lo que le decía su padre. Pero aquel dolor la
enfureció aún más y padre e hija tuvieron una fuerte discusión que los acabaría
separando de por vida. Él no estaba dispuesto, le dijo, a que un Joe Scully
cualquiera heredara parte de su fortuna. Sólo estaba decidido a dejar a su hija una pequeña pensión con la
cual el matrimonio acabó vendiendo el laberinto de los espejos y montando un
pequeño negocio, una carnicería contigua a su hogar en Arcade.
Arcade era entonces, y todavía hoy es, un
barrio industrial bastante malcarado, pero ni pobre ni peligroso. Es el único
barrio de la ciudad en la orilla este del río. Allí entre sus aguas y alguna
placita sin pretensiones crecería mi cuarto compañero. Entretanto, en el
embarazo Joe y Beatrice empezaron a saborear lo que iba a ser su vida en común.
Ambos sabían que habían cometido un error en aquel matrimonio, pero mal que
bien aceptaron que ya estarían juntos de por vida. No se amaban, pero se
querían y respetaban. Joe le fue manifiestamente infiel, pero Beatrice perdonaba
todas sus traiciones, mas no llevaba bien, un día se enteró al hallar viejas
cartas de amor de su marido, la pasión que seguía sintiendo según todas las
apariencias, por una tal Madeleine. Pero con todo el embarazo continuó sin
sobresaltos y al final un día de mayo tuvieron a su único hijo.
─Y
aquí he de parar, Protch, para hablar contigo, pues tú lo conoces.
─Quizá,
Nike. Pero no me has dicho qué nombre le pusieron.
─Bruce.
─Conozco
a un mendigo Bruce, pero nunca le pregunté su apellido. No sé si será tu
compañero.
─Lo
traje a Deanforest un par de veces, cuando aún me pertenecía. Después vino a
esta casa un día cuando ya era vuestra y aún no teníais jardinero, e
intentabais encargaros vosotros del jardín. Eso es lo que me ha contado al
menos. Él vino a mendigar como hace siempre, de casa en casa, y te halló
intentando manejarte con los rododendros, sin conseguirlo. Mi compañero ha sido
de todo, también jardinero, y te dio unas indicaciones. Y tú, agradecido a
ellas, lo invitaste a una cerveza en la cocina. Y se tornó en un visitante
asiduo y a menudo conversaba con Maudie y contigo. Tú ya no fumabas, pero
incluso comprabas cajetillas de tabaco para dárselas. Y desde entonces, mi
compañero Bruce se ha pasado por aquí con frecuencia y ha sido como un enlace entre
vosotros y yo.
─Coincido
contigo en que es un hombre inteligente. Y afectuoso. Pero cielo santo, tanto
tiempo queriendo saber de ti y no hallando la manera de averiguarlo. Nunca se
me ocurrió pensar que posiblemente Bruce, al que aprecio de veras, podría saber
de tu paradero.
Bruce Scully pasó su infancia con alguna
carencia afectiva. Los estudios no se le daban bien y ya tenía claro que un día
los abandonaría y se pondría a trabajar. Tuvo varios amigos, entre ellos Edgar
Sullivan, que a menudo venía acompañado de su pequeña hermana, Miranda. Se
llevaba bien con sus tías, sobre todo su tía Claire, que venía al hogar de sus
padres con frecuencia. Sus padres… un día sorprendió una conversación que
tuvieron en la cocina.
─“Sigues
amando a esa tal Madeleine, ¿verdad?”
─“Beatrice,
mi vida. Hace años que no nos ocultamos la verdad. Toda la vida la amaré. Tú
también tienes tus escarceos y me parece correcto. Tú y yo no nos amamos, pero
nos queremos y llevamos bien y tenemos un hijo en común. El amor no es lo
importante. Ser marido y mujer y padres nos hará continuar con cariño. Ni tú ni
yo llevamos la vida que un día soñamos, pero es nuestra vida y somos el uno del
otro.”
Así se enteró con sorpresa de que sus padres
no se amaban. Alguna vez Joe, sincerándose algo con su hijo, le recomendó no
casarse nunca con una niña rica.
─“Sigue
tu sueño en la vida, sea cual sea, y hazle caso sin dejarte cegar por el
dinero.”
Aquellas palabras lo marcaron, porque de
entonces en adelante se preguntó muchas veces cuál era su sueño y no hallaba
respuesta. A pesar de todo no tuvo una infancia amarga. Sus padres se querían y
hasta reían a menudo. En alguna ocasión llegaba una crisis. Él no sabía por qué
pero lo notaba viendo a su padre durmiendo en el sofá. Mas al día siguiente
solían hacer las paces, y mal que bien sus padres aprendieron a vivir en común
con la sólida raíz del afecto, raíz en muchas ocasiones menos peligrosa que la
del amor.
Bruce se sentiría solo muchas veces, pero lo
mejor de la infancia es que se atesoran pequeños detalles, y es una época de la
vida en que los recuerdos son juego y el feo barrio de Arcade tenía un río de
diamante al que él miraba embelesado, pero no entraba pues no sabía nadar. Así
que en su infancia alguna vez se sintió solo, y en ocasiones en su
adolescencia, pero sin saberlo, iba siendo feliz y observar a sus padres,
felices o distantes, le iba enseñando lecciones al menos de lo que no quería
para su vida.
Mas conoció muy joven que lo que no se
desea en la vida es la muerte, y menos si es prematura y rápida. Acababa de
cumplir quince años cuando una enfermedad atacó a su padre de forma mortal. Mi
compañero no supo explicarme cuál era, pero por los síntomas he deducido que
podría ser algún caso fulminante de leucemia. El caso es que Joe Scully se fue
en quince días.
Bruce estuvo todas las tardes junto a su
padre, al salir del instituto, aunque él no quería seguir estudiando. Esos días
su padre se sinceró con él y Bruce conoció entonces muchos secretos familiares
que quizá algún día te cuente. Venían constantemente sus tías Claire e Yvonne,
y el oía a su madre decirles.
─“Nunca
he podido apreciar lo mucho que lo quiero. Estuve dos años enamorada de él y
seguramente eso no se olvida. Pero sin amor hemos vivido siempre y sin embargo
lo quiero mucho y me ha hecho feliz.”
Su padre al fin se fue y la última palabra
que salió de su boca fue Maddie. En
esos momentos no estaba su madre allí y él se alegró. Después un día plomizo
fue su funeral y Beatrice demostró a su hijo, llorando a lágrima viva, que, a
pesar de los pesares, el matrimonio Scully había sido muy feliz. Y de lo que te
cuento, pues no lo sabes aún todo, parte de la historia puede ser mentira, pero
Bruce no es falso, es íntegro y transparente como los ojos de una persona que
no ama.
Un viento amargo lo hizo padecer entonces
una pequeña depresión, y su amigo Edgar Sullivan le habló de que había ofertas
de trabajo para menores de edad como estibadores en el puerto, y Bruce aceptó y
comenzó a trabajar allí, donde estuvo varios años, no siempre con el mismo
trabajo, mas haciéndose hombre y ganando su dinero, junto a su amigo Edgar y a
otros amigos que hizo, entre otros Brian Soul, que le hablaba a menudo de su
antiguo amigo Frankie Lauders, que sin embargo al poco tiempo fue detenido por
violación. Cargar y descargar buques no le daba demasiado tiempo para pensar y
no obstante allí fue madurando su filosofía de vida: trabajar de lo que fuera
sin ambición para que su vida no fuera como la de su padre. Aunque el Kilmourne
no daba al océano, una tarde lo contemplaba como si se percibiera desde allí
algo de las vidas del otro lado del mar.
Respiraba el puerto olores de ultramar, quedos, ubérrimos, evocadores.
Bruce examinaba calladamente el rutinario rumbo oceánico desde y hacia las
Américas lejanas de aquellos buques ingentes que le sugerían promesa de tierras
incógnitas y boato en la mesa. Nunca le faltaría una cena abundante si se
embarcaba un día allende el mar.
Así, ganándose la vida por sí mismo,
trabajando duro y filosofando, Bruce llegó a una primera juventud, solitaria
pero enriquecedora. Y en una fiesta en casa de su amigo Edgar le sorprendería
un día un vaivén que todos hemos sentido alguna vez con furia: el amor. Su
hermana Miranda se había convertido en una hermosa joven que le arrebató el
corazón. Se enamoró de ella perdidamente, pero no se atrevió a decirle nada.
Mas suponía que Miranda siempre supo de su amor. Pero en breve tuvo un enorme
sobresalto, el primer gran terror de su vida: a Miranda le diagnosticaron un
tumor. Fue entonces cuando Bruce empezó a sacar tiempo libre para estar cada
día con ella.
─“Era
mejor no corresponderte, Bruce. ¿Qué sentido habría tenido ahora que ya sé que
me voy a ir pronto? Te agradezco enormemente el tiempo que pasas a mi lado y,
cuando ya no esté, recuerda que has tenido siempre mi cariño. Cuida de mi
hermano Edgar.”
─“No
hables así, Miranda, todavía algunos de los tratamientos que recibes podrían
curarte y puedes vivir más años, con un hombre al que sí ames y te haga feliz.”
─“Yo
sé que ya no tengo solución, Bruce. Algún mes más y se acabó. Ni siquiera
llegaré a cumplir veinte años. Pero vivir ha merecido la pena, y haber conocido
a gente como tú. Ojalá pudiera haber vivido contigo, enamorada, pero no ha sido
posible. Me recordarás siempre, pero ya verás cómo hay otra mujer en tu vida
que sea tu gran amor.”
Fueron dos meses más los que resistió. Él la
acompañaba cada día y comprobaba cómo iba perdiendo las fuerzas. Al fin expiró
en sus brazos, dejando una rúbrica en su corazón con sus últimas palabras.
─“Adiós,
querido Bruce. Te quiero.”
Fue una semana o más extremadamente duras en
su vida, pero un dolor a menudo viene acompañado de más dolores y eso le pasó.
Tampoco podía resistir su hermano Edgar, que ya no podía soportar el barrio de
Arcade ni la misma ciudad de Hazington y acabó encontrando un trabajo en
Centroamérica y emigrando.
Un dolor se puede extinguir si no viene
acompañado inmediatamente de otro igual de grande. Su madre fue a pasar un mes
a la casa de campo de su hermana Yvonne, y de repente tuvo una mordedura de un
perro. Se ve que tenía la rabia. Fue ingresada en un hospital y Bruce al menos
tuvo tiempo de despedirse de ella. Si se sintió solo más de una vez, al menos
nunca pudo quejarse de lo que lo querían sus padres. Pero los médicos no
pudieron hacer nada por Beatrice Scully, que se fue en muy poco tiempo.
Huérfano y sin perspectivas, se encontró con
una depresión que lo acompañaría varios años. No soportaba su casa de Arcade.
El barrio le recordaba inevitablemente a sus padres y a Miranda, a todo lo que
tuvo y ya no tenía. Se enteró de la necesidad de estibadores que tenían en
Spoke, la villa más importante del Kilmourne, a unos 60 km al oeste y dejando
su casa al cuidado de su tía Sonia, se trasladó a esta ciudad.
En Spoke aprendió muchas cosas, y no todas
buenas. Trabajó de todo, lo mismo de electricista, que de jardinero, de
fontanero, de camarero… pero la arpía depresión no se le iba y nunca ahorraba
lo suficiente para tener un día un futuro desahogado. Notarás en mis palabras,
Protch, que tengo muchas lagunas en la historia de Bruce, pero mi compañero me
ha contado su historia en líneas generales y sólo conozco largos periodos: sus
años en el puerto, sus años en Spoke, donde se fue a la calle, único de
nosotros que no lo haría en Hazington, sus dos años mendigando.
Había ahorrado para varios años, pero en
ocasiones la tragedia viene de dónde has puesto la confianza. El banco en el
que guardaba sus ahorros quebró y un buen día se encontró sin un solo dain. No supo qué hacer. Paseaba para
intentar aclarar sus ideas por los alrededores del castillo de Spoke, de noche
porque sabía que no habría nadie por allí pues es el típico castillo bien
conservado que evoca brujas, duendes y fantasmas y la casualidad le llevó a
sentarse en un banco donde había un mendigo haciendo su trabajo, que se puso a
hablar con él, e inconscientemente Bruce abrió la mano también mientras oía lo
poco que el otro mendigo le contaba.
─“Me
llamo Frank Lauders, pero puedes llamarme Frankie. He estado diez años en la
cárcel y al salir, me encontré sin trabajo y me vine a Spoke pensando que lo
podía conseguir y alguna vez he trabajado pero ahora me encuentro en la calle.”
─“El
nombre me suena de habérselo oído a Brian Soul. ¿Trabajaste un tiempo en el
puerto de Hazington?”
─“Sí,
soy de Hazington. Mi padre era una eminencia en química pero murió mientras yo
estaba en la cárcel. Helen, mi madre, mendigaba con él –lo que nunca le contó a
Bruce es que él había agotado las arcas familiares, pues era alcohólico,
ludópata y tenía alguna adicción más-. Después la recogieron en casa de los
señores Nubbs, en Downhills. Pude verla una vez antes de morir, pero se fue también.
Al final me vine a Spoke, donde llevo un año.”
El gran problema de Bruce entonces, además
de la pérdida de todo su dinero, era la soledad. Frankie Lauders era un
mujeriego y calavera, pero le hablaba de la libertad que tenía en la calle de
no someterse a horarios de trabajo y otras independencias. Bruce pensó que ese
mes tenía pagado el piso, pero sólo ese mes y que no tenía casi para comer.
Frankie la habló de trasladarse una hora a la plaza principal del pueblo, y
allí estuvo con él mendigando. Qué ironía. Su padre había sido víctima del
dinero y él de la soledad, y aunque Frank Lauders no le fue nunca muy
simpático, con él estaba acompañado. Decidió que no perdía nada por probar a
mendigar unos días mientras hallaba otro trabajo, pero en la calle empezó a
encontrarse, en compañía de Frankie, que no hablaba mucho de sí mismo, hasta
que seis meses después supo que había estado preso. No le gustó enterarse al
fin de que había sido por tres violaciones, pero siguió con él.
Se dieron cuenta los dos de que cada vez más
a menudo hablaban con morriña de Hazington y un buen día de nuestro año 13
decidieron trasladarse a nuestra ciudad. Bruce se movía por toda ella con él,
aprendiendo a ir de casa en casa, excepto por el barrio de Arcade. No se
encontraba con fuerzas de pasear mendigando por su antiguo barrio.
Una noche se encontraban en St Mark’s
Gospel, en el Pueblo, cuando pasaron dos mujeres y una niña. El mujeriego
Frankie quedó prendado de Olivia, pues de ella se trataba y comenzó a
molestarla. Avergonzada, Olivia no sabía dónde meterse, y quería zafarse de
aquel impresentable. Frankie le siguió diciendo cosas obscenas un rato, y al
final Bruce tuvo que detenerlo.
─“Frankie,
eres un imbécil. Déjalas en paz.”
Frank no se tomó nada bien lo que le dijo su
compañero y se fue y Bruce se sintió obligado a pedirle disculpa a aquellas
señoras. Colorado, les dijo:
─“Siento
de verdad lo que ha pasado. Créanme que yo no pretendo hacer lo mismo. Pero
pido disculpas en nombre de los dos. Me llamo Bruce Scully.”
Al oír su apellido, la señora Oakes no tuvo
más remedio que preguntarle.
─“¿Scully?
¿Conoces por casualidad a Joe Scully?
─“Conocí
a un Joe Scully, pero ya murió. Era mi padre.”
─“¿Tu
madre se llamaba Beatrice y tu padre tenía el laberinto de los espejos?”
─“Sí.
¿Puedo preguntarle cómo se llama usted?”
─“Madeleine
Oakes.”
─“Madeleine.
¿Puede ser usted Maddie?”
─“Tu
padre siempre me llamaba así.”
─“La
última palabra de mi padre al morir fue Maddie. La amó con locura, ¿verdad?”
─“Podrías
enojarte por ello. Me amó sí, pero luego conoció a tu madre y se casó con ella.
Sabía que Joe había muerto. Pero es un placer conocer a su hijo. Te pareces a
él. Bruce, ¿por qué no te quedas con nosotras esta noche? Con el hijo de Joe
estaremos siempre seguras. Pero puedes desear volver con ese impresentable.”
─“Definitivamente
mi tiempo con Frank Lauders se acabó ya.”
Comenzaron ahora a hablar de los Lauders,
pues Olivia quería saber si era el hijo de Helen y Solomon. Ambos habían muerto
ya.
─“Lo
saludaré cuando me lo cruce, pero ya no iré más con él. Pero nosotros solíamos
dormir por aquí, cerca de St Mark’s Gospel, y podría volver. ¿Qué les parecería
trasladarnos al Puente Wrathfall?”
Estuvieron un tiempo discutiendo la
propuesta, mas mientras lo hacían iban comprobando que Bruce era un caballero,
muy diferente del compañero que iba con él. El Puente Wrathfall estaba en el
Arrabal de la Seductora, barrio peligroso, pero decidieron trasladarse pues
nada temían a su lado. De los tres ojos a este lado del río, las tres mujeres
eligieron el más cercano al agua, y Bruce se fue a dormir al ojo contiguo.
Antes cenaron juntos y se contaron más de una cosa y la señora Oakes, que
alguna vez había soñado con que un día serían ocho, sintió que de momento ya
eran la mitad. La soledad de su juventud se fue perdiendo pero dando paso a
otro sentimiento. Lo tomó con furia, y a pesar de que toda la vida recordaría a
Miranda, se enamoró perdidamente de Olivia, el gran amor de su vida, aunque él
nunca tuvo confianza en sí mismo como para decirle nada. Todavía hoy la ama,
Protch.
Las tres mujeres al unísono lo invitaron a
quedarse con ellas y él aceptó, siempre que no les estuviera dando muchas
molestias. Tuvo su impacto también en Lucy, ya adolescente, que lo quiso mucho.
Él fue durante mucho tiempo el caballero que las protegía. Empezó a
acompañarlas a la Basílica, pero no tenía mucho sentido que mendigaran los
cuatro juntos, y pronto comenzó a dejarlas sola, dar grandes caminatas y
volverse a reunir con ellas en algún lugar convenido para marchar los cuatro
juntos a casa, ya definitivamente el Puente Wrathfall. Allí estuvo muchos años,
guardián de sus tres niñas, acompañado y feliz cuando navegante se acurruca
entre las mantas de sus tres señoras. Ellas son las líneas fronterizas y él es
el país.
Bueno... confieso que a punto he estado de derramar alguna lágrima, al menos en tres ocasiones. La ficción y la realidad a veces se parecen demasiado. Me ha conmovido esta sucesión de dramas en la que Olivia y su hija terminan resultandonos "verdadera familia nuestra". A ver si en próximos capítulos este autor novel consigue también hacernos reir, que llantos ya la vida nos impone demasiados. Ana.
ResponderEliminarUna historia fascinante, una narración excelente y unos personajes del todo interesantes.
ResponderEliminarSeguiré leyendo puesto que me ha enganchado enormemente.
Limosna de amores
ResponderEliminarEl temor del que ama es dejar de amar
Primer mendigo, Madeleine, como un cuento aparece en la novela, su historia estremece y encadena a través de la voz narradora. La cronología y los detalles de un personaje trazados con pulso firme y a mano alzada en un mundo que se erige pletórico ante nuestros ojos, el más nimio detalle esta presente e hilvana el todo, y aunque es un mundo de ficción uno entra en ese universo con los ojos bien abiertos y la curiosidad afilada en las pupilas.
No quiero dejar de lado el sutil discurso del relato dentro del relato-
Cuando caminas en la noche, entre la niebla, con la bruma acordonando los zapatos, hay un momento que la intuición de lo que te rodea se va haciendo cada vez más real, y la esperanza es que se disipe y puedas apreciar el contexto de lo que intuías, ese momento empieza ya en este capítulo, el universo de la novela empieza a estar ocupado por estrellas de una implosión trepidante, presentidas con toda certeza.
Pol__
Olivia
ResponderEliminarHerida, de vida herida.
Una novela dentro de la novela, desgarradora y trufada de personajes, pareciera que nos cogen de la mano y nos abren la puerta al siguiente escalón de esta historia, un transitar cómodo en el tempo de la narrativa y los diálogos que encaja perfectamente en el puzle que es el relato de la vida de Olivia, absorto en el juego de espejos con los que el autor nos sorprende, uno se deja mecer por Hellen y Solomon ó Lavinia y Willie, que dan un toque cálido al infortunio, y sorprender con la complicidad planteada al descubrir el libro "Eternamente amada" o la fugaz alusión, en las sombras, de "Madeleine". Mención especial el misterio de las heridas sanguinolentas de El Lobo, sorpresiva y seductora hasta el último momento, y otros que dejo en el tintero por no reproducir el relato entero, que de principio a fin te atrapa.
Como ya dije podría constituir una novela por sí mismo este relato del Capítulo III, por su intensidad, estructura y creatividad de personajes, pero sigamos el orden cronológico como dice el título y no nos anticipemos a los hechos, dejándonos sorprender otra vez más por la destreza del autor.
Asistimos a la contemplación de la primera constelación: Olivia, perfectamente dibujada por las estrellas que la conforman, y entre ellas una que se me antoja tendrá un brillo especial y que es el resultado de este vía crucis de los cuatro horrores por el que transita Olivia.
Si como pienso este relato es la antesala de otro personaje, solo decir me saco el sombrero, si no, debería serlo. Pero espero no quede Olivia, la de hermoso nombre, en la isla de la indiferencia, es por mérito propio la que debería ser rescatada si esto ocurriera.
Solo un apunte, a modo de presentimiento y deseo: Nació una flor en un lugar muy alejado, apartado de la vista de todos, frío y húmedo, había crecido allí como si intentara corregir un error, era Lucy.
"Derviche giróvago", genial¡¡¡¡
Pol__
No lo puedo evitar, tengo que decirlo
ResponderEliminarUy, lo intuía, no sabía cuando seria, pero empezando a leer el tercer "érase una vez" y encontrar mis ojos las palabras "nació en una cuna de tierra" sabía que Lucy aparecería, y "vualá"........ esto merece un sonoro Gracias..... Sigo leyendo.
Que palpito.......
Pol__
Lucy.......... y otros personajes
ResponderEliminarLa ciudad de Hazington, mágica, cuya línea de cielo es quebradiza, como todas las cosas que son miradas en la lejanía, se encuentra anclada en un horizonte de cielo escarlata. De este extravagante perfil por uno de sus ojos, ora lloroso otrora seco, surge vacilante la Sra. Oakes, la nunca suficientemente querida Sra. Oakes, nudo y desenlace de historias. Madeleine para unos pocos, Maddie solo para Joe, o hija del hada del azúcar o de los tres te amo para mí. Descubridora del futuro en sus jeroglíficas videncias. Demasiado extenso el personaje como para trazar un sucinto perfil, tiempo habrá para profundizar en su alma y colorear su aura.
¿Olivia?, nunca un nombre expresó tanta belleza, el dulce encanto de Olivia nace de su insumisión, su opción de no cerrar los ojos, de no voltear la mirada, la lleva a su VERÔME particular, como renuncia al frío abrigo de la resignación. Con ella llega un universo de personajes, que como una pátina húmeda sobre mármol blanco dan un brillo esmaltado al relato de Olivia.
Y por fin Lucy, se me antoja que Lucy se convertirá en una rosa de amor y fuego o en una libertaria, o en ambas cosas, quien sabe, pero eso solo es un deseo personal, el devenir dirá, que aquí solo soy un espectador. En este relato conocemos a Lucy hasta sus 18 años aunque la veníamos deseando desde su gestación, pero aun así empezamos a intuir la fuerza y personalidad de esta niña, también viene con su propio reparto, pero lo más interesante de ella es la comprensión de la naturaleza de su destino, doblegándose sin romperse, aceptando el mal propio para el bien común.
Todos los personajes, por pequeños que sean tienen su propia impronta, y no se sabe si el autor en su estudiado juego de espejos, luces y sombras nos llevara por uno u otro camino porque en este delta de ríos, riachuelos y afluentes se mezclan todas las aguas. A los personajes citados les siguen Nike (grande y querido) y Protch (como él, yo también estoy a la espera de Maude), pareciera que a medida que van apareciendo en el relato se va cambiando la querencia de unos por los siguientes en cronología, pero como dije no hay personaje pequeño, si, alguno que queda más fijado en la retina que otros; Solomon (apenas dibujado, pero fuertemente querido, Ay que triste perdida) y Kirsten (el adiós más doloroso); Gerald (el hermano blando y resignado) y El Lobo (a pesar de todo, genera el deseo de que reaparezca de vez en cuando), los mencionados son solo una muestra pequeña. Todos están trazados de forma magistral y tienen perfecto encaje, razón de ser, en la historia, y no es cuestión de enumerarlos uno a uno, corriendo con el peligro del injusto olvido de alguien.
Y llegados aquí aún nos falta conocer al último "érase una vez" el último VERÔME de este capítulo, y uno (*) se confiesa: tengo ganas de este personaje, tengo ganas, ansia, voracidad, anhelo de enamorarme de nuevo de un personaje masculino (el primero fue Nike). Otro más de los que ya forman parte de esta familia prestada y con la que me siento tan a gusto, su humildad y mi empatía hacen el resto.
Uno (*) se atrevería a preguntar a la Sra. Oakes cuál será el devenir, la buena o mala fortuna de cada personaje, pero mucho me temo que su predicción será tan enigmática que tendré que seguir leyendo, sorprendiéndome y dejando que sigan jugando al juego de la vida, a ese juego lento que abre heridas y cierra el alma.
Pol__
(*) uno: referido al que escribe, a mi mismo. A modo de guiño, broma y homenaje a los pies de página citados por el autor.
Bruce, el tiempo lo cambia todo, menos la verdad
ResponderEliminarImpresionante final de capítulo, confluyen los ríos en otro de mayor caudal, y van lejos, siempre van más lejos, lejos del mañana que está tan cerca. Bruce, lleno de vida, tan diferente a sus compañeras de viaje, pero en común con ellas está la sencillez de los humildes, el misterio de unos ojos inquietos y su corazón altivo.
Con la angustia por el hoy, y sin creer en la esperanza de la alegría del mañana, parecen empezar un camino vigilados por los dioses, acariciados por las estrellas. A golpes de verdad, a zarpazos de mentiras, zaheridos siguen el camino porque aunque les haga mal, también les fascina.
La Sra. Oakes sabe que existimos mientras alguien nos recuerda, porque nadie pregunta por aquello que prefiere ignorar. Joe, ahora Maddie ha entendido que es más fácil morir que amar.
Este juego de las coincidencias, sorprende, y va in crescendo, al final las vidas y las historias vuelven a donde tenían que estar en una especie de reparación justa. Como siempre impecable, sorpresivo, atrayente, el relato más corto, se convierte en la caricia más intensa, donde queda patente que esta novela es un ejercicio con sangre de arte.
Un final sosegado y un grito del viento reclamando que le sigamos hasta el siguiente motivo de VERÔME.
¿Corazones rotos? lo único que se es que se pueden romper solo una vez, lo demás son rasguños.
Pol__
PD: a modo de confesión: Los libros son espejos: vemos en ellos lo que uno ya lleva dentro.