CAPÍTULO III. EL ORDEN CRONOLÓGICO



   Érase una vez una mujer… –comencé al fin. Las llamas, que como manos ardientes  masajeaban mis rodillas, eran un analgésico contra el frío porfiado de aquel crudo invierno, ya claudicante. Protch, que se había colocado de modo que no impidiera que  sus lenguas cálidas me lamieran, sonreía. La mañana despejada transitaba cansinamente hacia la tarde–… que profirió su primer llanto, sin irreverencia, en el presbiterio de lo que es una antigua catedral. Así, resguardada en la arenisca roja de San Magnus de las lágrimas de noviembre que golpeaban con furia extramuros, cuando el siglo era un pequeño apenas destetado, la primera mendiga llegó a esta lúgubre habitación del horror, la Tierra, reclamando su derecho a ver la luz donde quisiera. Fue una niña de materia que nunca descuidó la energía; una mujer como las mujeres: lúcida, serena y valiente. Pudo haber emergido en un tibio hogar o en la traicionera calle que la esperaba, pero en su libertad decidió nacer en un templo, como si estuviese escrito que sólo en los más sacros recintos han de surgir todas las explosiones, y así fue como se hizo creadora de los que vinimos después, madre manantial de todos nosotros, como el Universo. Las erráticas almas que, vacuas y abandonadas, alguna vez a ella nos hemos acercado, siempre la vimos mujer entre las mujeres, señora. Cuando sus pasos menudos doblan el arco de alguna calle, el paseante taciturno se detiene a contemplarla, respetuoso. En la visión de su venerable andar y sus arrugas sacude al hombre el peso de la primera mujer, de cada historia que a ella se debe.

–Pero estoy perdiendo los hilos. No sé si voy a saber contarla.
   Adam Oakes, su padre, por entonces pastor de la iglesia presbiteriana en Kirkwall, en las Órcadas, debió de ser, en palabras de su propia hija, seductor como el perfume de las estrellas, hermoso como el diablo. De lo que se sabe con certeza, fue un orador excepcional, dialéctico inteligente que atrapaba con su argumentación impecable, apologeta de intrincados laberintos dogmáticos. De tal forma cribaba el trigo de las certezas incontrovertibles del polvo con que lo manchaban los pecados de los hombres que se ganó fama de ser capaz de hacer inteligibles los misterios de la divinidad, como podía haber elegido alumbrar a sus prosélitos sobre las verdades de la alquimia, las mentiras del tiempo y el espacio o la propia inexistencia de Dios; un hombre útil, un hombre... peligroso. Tal vez por ello desterrado en aquella tierra lejana.  
  Dicen, Protch, que cuando Adam contaba veintisiete años, en una aurora lánguida y fría de un febrero lluvioso y enfermizo, una compañía de ballet tal vez desorientada desembarcó como nave de náufragos en el puerto sin luz de la ciudad dormida. Dicen que Adam, que salía de dolores y fiebres recientes y que acertaba a vagabundear cerca del mar, creyó que seguía delirando cuando un perfil que los rayos amodorrados del oriente resaltaron le despertó la imagen de un astro último de la noche en el momento de mimetizarse con el amarillo del día y evaporarse. Y seguramente no andaba errado, pues no en vano se acababa de topar con los reflejos áureos de Estella, de Estella Frame, uno de los soles emergentes en la danza clásica de comienzos de siglo. 
   Ese día de febrero acabó siendo nuestro principio. El señor Oakes tenía mucho tiempo por delante y decidió asistir a la representación vespertina de El Cascanueces. El teatro estaba casi vacío y de todo el espacio disponible eligió una butaca de la tercera fila. Tuvo que esperar al segundo acto para verla, porque su dama era el Hada de Azúcar.
   Cuando Estella bailaba, temblaba el proscenio. La madera, al ritmo de sus pies menudos, titilaba sin ruido; las bambalinas se mecían a la misma cadencia suave de estiramientos, giros y deslizamientos. El Reino de los Dulces zapateaba harinoso al compás de la uniforme celesta. Cuando Estella bailaba, el corazón se hacía blando y sensible.  La entereza de Adam naufragaba al mismo son de sus pies, que le marcaban latidos. Supo sin lugar a dudas que cuando Estella bailaba, temblaba el proscenio y sus sentimientos vírgenes, escenario por inaugurar sin madera, le oprimían como debió oprimir Eva en su Edén, en su desnudez de luz entre manzanas, árboles y serpientes.
   Finalmente cayó el telón, y en ese silencio sordo de las pisadas bruscas de los que se marchaban, él recordaba otros pies que clip-clap-clop, clip-clap-clop, rítmicamente armonizaban la mirada cándida del hada con su corazón para siempre quebrado. Iba a retirarse remiso cuando su mirada se posó un segundo entre bambalinas. ¿No era aquel Gordon Traves? Su misma mirada alcohólica y pasos vacilantes por el escenario. Enjuto y mal encarado y de carácter agreste y ofensivo, dudaba si saludarlo cuando cayó en la cuenta de que Gordon le debía algún favor y tuvo una nueva idea. Releyó la lista de nombres en el reparto: Hada de Azúcar-Estella Frame y con decisión anduvo los escasos metros que lo separaban del señor Traves.
−“Buenas noches, Gordon.”
−“Buenas noches, señor Oakes. ¿Le ha gustado el espectáculo?”
−“Me ha gustado tanto el segundo acto que quería felicitar a Miss Frame. ¿Sería ello posible?”
−“Aún debe estar cambiándose. Espéreme aquí, que la avisaré.”
   Fue una espera frenética, pero efímera. En un pasillo a la derecha estaban los camerinos. A su tímido entrar respondiole una cara deslumbrante, tanto más encendida cuanto más despojada de maquillajes. Primeros timoratos saludos. Felicitación efusiva de Adam con el rostro enrojecido. Gordon, discretamente, se retira.
   Ella vio un rostro luminoso y gallardo como debe de ser una tarde de verano, un caballero inseguro, de voz vacilante pero cálida, que no dejaba de mesarse los cabellos. El señor Traves no sabe qué ocurrió en camerinos, pero sabe que el señor Oakes tardó casi una hora en salir. Pero seguramente en su interior debió darse una singularidad espacio-temporal que originara nuestro big bang.
   El sacerdote emergió al fin con la cara iluminada y el corazón menoscabado. Ya nunca pudo olvidarla. Fue vana su decisión de no acudir al puerto a despedirla. Imposible despedir a la que se ha quedado adentro para siempre. Pasó largos días de sinsabores y congojas. Le dio por pensar si ella estaría sintiendo lo mismo. Su desazón se reflejaba en sus sermones: toda la vida de Cristo era pasión y el Calvario la última esperanza. Pero disertaba más sobre la muerte que sobre la resurrección. Quien lo oyera esos días supo bastante de clavos y espinas, lomas arenosas, cruces prominentes y sepulcros inexpugnables. Parecía imposible así resucitar de entre los muertos.
  Y febrero pasó como una escoba adamantina por su alma. Y luengas fueron para él las estaciones. Primavera de vientos, verano de sombras. El otoño había llegado frío y lluvioso y la bailarina seguiría por siempre danzando en su vida porque cuando Estella bailaba, atrapaba el pulso; y la sangre rejuvenecía y se vestía de niña. Hasta el aguacero de aquel noviembre húmedo se entretenía en hacer cabriolas. Y la lluvia rítmica de aquel 7 de noviembre se armonizaba con sus lágrimas frías mientras andaba entre cálices en aquel lugar sagrado.
   El culto había terminado hacía más de una hora. El templo acertaba a estar en esas horas de paz en que debe hallarse un viajero en el interior de un barco con mar en calma pero azotado por la lluvia. Mas súbitamente aguzó los oídos. Sonaban unos pasos decididos que avanzaban por la nave central, rítmicos, discretos, musicales, trotones, como si el suelo se estuviera levantando para que quien lo pisaba no tuviera que hacer esfuerzos. Le dio un vuelco el corazón: parecían pasos de ballet. Allí estaba, subiendo al presbiterio, Estella iluminada por una luz acaso frágil pero imperecedera. Pero no pudo dejar de notar lo más singular: la diosa luna estaba llena, Artemisa se había ido completando con una criatura, que seguramente bailaba también en su vientre como había danzado su madre nueve meses en su corazón. Deseó ardientemente que fuera suyo. Y en ese momento una estrella brilló con fuerza en el rostro de ella cuando le oyó decir:
−“Te amo, Adam. He pasado estos meses haciendo esfuerzos para que no fuera así y cuando me he decidido a hacer el viaje, quizá sea demasiado tarde. No sería justo para ti que no te lo dijera: el niño es tuyo.”
   Y entonces él sintió la necesidad de proferir las mismas palabras para descargar lo que sentía, para que el eco suave de lo que quería decir le acariciara el corazón el resto de su vida:
−“Te amo, Estella. Me he pasado nueve meses amándote, pero sin hacer esfuerzos por que no fuera así, esfuerzos que sabía inútiles.”
−“Entonces, por el amor de Dios, llévame a un hospital. Lo siento inminente y…”
   Pero en aquel momento sucedió. Ya no era posible bajar la escalinata del presbiterio. Mars Ultor, Marte el Vengador, tenía prisa por nacer en ese Olimpo. Apenas su madre tuvo que hacer esfuerzos mientras Adam ayudaba más con su esperanza que con su fortaleza, que se quebró completamente al ver cómo emergía a la vida su hija, porque niña fue, como el Universo. Adam se tendió también en el suelo de aquel recinto sagrado para acompañar a la madre, que no tardó mucho en recuperarse; y a su hija, que venía con tanta voluntad a este templo de la vida que apenas lloró. Él tenía que prolongar aquella eternidad:
−“Estella, mírame. Deseo hacerme cargo de la niña y pasar el resto de mi existencia con vosotras. Prometo quererte y respetarte todos los días de mi vida. Si anhelas hacerme el hombre más feliz del mundo, respóndeme que sí.”
−“Adam… esta niña es tan tuya como mía. Si deseas hacerte cargo de ella, yo nunca te lo voy a negar. Pero además te amo. Sólo necesito cierta seguridad. Saber que no me voy a volver a separar de ti.”
−“Cuando estés recuperada, entrarás en mi casa, que ya será nuestra casa. Sea lo que sea lo que la vida me tenga reservado quiero vivirlo a tu lado.”
−“Entraré en tu casa. Quise decir en nuestra casa −y mirando con ternura al frágil corazón que latía en sus brazos, añadió−: ¿Cómo la vamos a llamar?
   Pasaron casi media hora allí, en el presbiterio de San Magnus, decidiendo nombres, con la turbadora seguridad de que ya se pertenecían el uno al otro. Y al final se pusieron de acuerdo en uno, cuando él, en su fidelidad a su amor por Cristo y a las figuras que lo habían rodeado, sugirió:
−“Madeleine”.
  Madeleine. Nunca la hemos llamado así, pero así fue bautizada. Unas dos horas después del parto, Estella ya se consideró con fuerzas para entrar en su nueva casa. Porque además un mendigo te dice, Protch, que nunca puedes considerar tuyo un hogar hasta que sepas que has entrado definitivamente en el corazón de quien allí también habita. No estaba muy lejos, pero fueron en taxi, que por entonces ya comenzaron a aparecer los primeros en Kirkwall. Y su nueva casa la encontró cómoda y segura, su hija en sus brazos, el hombre que amaba sentado junto a ella. Sólo entonces se volvieron a besar, frenéticamente queriendo recuperar los meses perdidos. Y en esos momentos él le habló de matrimonio. Ella aceptó y no antes de ese momento se sintió por primera vez protegida, protegida para el futuro, como si tuviera el anticipo de que un día realmente lo iba a necesitar.
   Se casaron el sábado 8 de diciembre. Estella estaba radiante. La luz que despedía era como debe ser una protoestrella que libera sus primeras energías. La de Adam era una luz más suave, pero igual de firme. Y San Magnus nunca se había mostrado más solemne, la niña que nació allí asistiendo a la boda de sus padres. El mundo entero era un templo y todo era luz, vidrieras, corazones, milagro.
   Fueron un matrimonio feliz mientras fueron ellos mismos y la pequeña Madeleine creció fuerte y aprendiendo a despedir luz y belleza. Los sermones de Adam hablaban ahora de prodigios, de la llegada de Dios entre los hombres cuando al fin el verbo había decidido hacerse carne, de enseñanzas y sabiduría, de que la vida tenía sentido, de resurrección y eternidades. Madeleine aprendió a hablar antes que a andar, mascando sin dificultad las palabras de pronunciación más difícil. La felicidad que emitían sus padres le tenía que llegar, y en su interior se quedó para siempre, hasta en los momentos aciagos, pues se podía emborronar un cristal pero el vidrio, si era lo bastante sólido, permanecía. Su vida ha estado llena de dioses y los primeros fueron los Lares, los dioses del hogar, lar que sus padres consagraban con su felicidad.
   Su educación fue un camino de muchos recodos, pero sin baches, más de letras que de números, aprendiendo como todo el mundo con más facilidad aquello que se desea aprender, pero a ella, en mayor o menor medida, le interesaba casi todo. Mas un día, con apenas seis años, su vida empezó a transformarse porque todo le cambió por dentro. Un amigo le sugirió protegerse con la mano para contemplar el sol. Y repitió el mismo gesto de noche. Y entonces le llegó el eco perturbador de unas primeras palabras en su mente que la ocuparían para siempre. Así, su vida, y la nuestra, cambió definitivamente, por una imagen mental en una noche sin luna.
−“Mi mano es mayor que el universo” −no sabía de dónde le había venido aquel deliquio. Pero sintió la certeza de que aquello era efectivamente así. Y enseguida experimentó pánico. Sabía que cualquier lógico, científico o persona con algo de sentido común le llevaría la contraria. Creyó que se estaba volviendo loca. No fue la única vez que lo pensó.
   Al cabo de varios días llegó al acuerdo consigo misma de que su mano era igual que el universo. Pero esta conveniencia no le satisfizo: “Vamos, loca, reconoce de una vez que tu mano es menor que el universo, y sólo así recuperarás la cordura. Además −encontraba nuevos argumentos para la locura− también se expande o se contrae, se calienta o se enfría, las líneas de la vida orbitan alrededor de un núcleo de fuego, tu loco corazón.”
   Pero no halló la calma que tenía tan cerca. Después de varios meses, se alejó al fin de las inútiles magnitudes, y enunció finalmente su turbulenta frase así: “mi mano es otro universo”. Pero este pacto con su cordura nunca la convenció del todo. Y tuvieron que pasar varios años para que supiera que efectivamente esa loca idea iba a marcar su vida y que su mano iba a ser su universo, incluso años antes de estar en la calle.
  Pero si la locura no estaba en ella, siempre estuvo muy cerca. A punto de cumplir ocho años, una tarde de otoño su madre rompió la paz del hogar dando un grito inesperado. Primero fue una alucinación visual. Sólo años después supieron que Estella creía firmemente haber visto al diablo en una de las vitrinas del comedor. Y pronto, demasiado pronto, comenzó a oír extrañas voces en su interior. Todavía no se sentía perseguida. Acudió inmediatamente a los médicos. Notaba perfectamente cómo éstos no querían alarmarla, hasta que finalmente un galeno le echó valor. Era un diagnóstico inseguro, pero él creía que lo que estaba sufriendo podía ser, por las manifestaciones, esquizofrenia catatónica. No podía ser más dramático el veredicto.
−“Adam, amor mío −le dijo cuando al fin se quedaron a solas−, no sé cuánto tiempo voy a seguir siendo yo, ni que va a ser de mí. Pero mientras me quede lucidez te repetiré cada día: te amo, te amo, te amo. Y si no te parece bastante empiezo otra vez: te amo, te amo, te amo…”
−“Estella, vida mía, te prometo solemnemente que siempre estaré a tu lado. Y no te voy a dejar que seas la única que lo diga: te amo, te amo, te amo.”
   Te amo, te amo, te amo. Ese fue en adelante el leitmotiv de sus vidas. Ella nunca mejoró pero su empeoramiento fue lento y siempre tuvo al menos un momento de lucidez al día para repetirle sus tres te amo, hasta que él murió, 21 años después. No le dijeron toda la verdad a su hija, quien sólo lentamente la fue descubriendo y aprendiendo a vivir por sí sola.
   Adam lo encontró mucho más duro de aceptar. Nunca perdió la fe pero se daba cuenta de que ésta se iba transformando hasta que incluso, abierta o veladamente, se podía percibir en sus sermones una cínica transformación de los cinco solas de los protestantes.
   Sola Scriptura, sólo las sagradas escrituras explicaban a Cristo, acabó transmutado en aceptar cualquier escrito que hablara de Él, incluso contra Él, porque desde Él y para Él en toda mentira resplandecía orgullosa la luz de la verdad, la belleza de sus actos supremos de redención y yo soy el camino, la verdad y la vida acabó siendo para él sola via, sola veritas, sola vita, sus últimos solas.
   Solus Christus pasó de significar no tener fe en la fe, en las oraciones, en la iglesia o las instituciones a no creer en ningún otro dios que no fuera Cristo. Nunca se atrevió a decirlo en el púlpito, pero para él ni siquiera el Yahvé del Antiguo Testamento era ya su padre. De un ser enfermizo y a todas luces psicótico no podía haber nacido el verdadero Dios Amor. Empezó a intuir que cualquier confesión cristiana perdería inevitablemente todo sentido si se seguía teniendo en cuenta la primera mitad de la Biblia.
   Sola Gratia fue transformado inmediatamente en lo que la Reforma había querido evitar. Y el entendió que si Cristo era justo, debía estar escuchando a sus hijos por los oídos de la gracia y las buenas acciones.
   Sola Fide rápidamente lo empezó a leer como la absoluta crueldad del dios en el que siempre había creído, y sólo con dificultad pudo pasar de ahí, porque si no lo transformaba, todo aquello en lo que creía en adelante carecería de sentido. Sólo el que tiene fe puede salvarse. Miró a su hija, que estaba entonces leyendo absorta algo a su lado. Todo padre terrenal salvaría a sus hijos de cualquier infierno, de cualesquiera tormentos e intentaría conducirlos a un camino de beatitud. Pero si mi hija un día llega a no creer en mí, igualmente intentaría salvarla si de mí dependiera su eternidad. Vio que se estaba creando una religión personal, pero se dio cuenta de que, al revés de todo lo que había encontrado en las escrituras, toda fe es finalmente uso de interpretación personal.
   Soli Deo Gloria fue su última transformación. En un principio se había tratado de preservar la adoración a Dios de toda contaminación idolátrica o supersticiosa. Pero al final entendió que también el paganismo hablaba de razones para adorarlo. Y según agotaba su camino fue metiendo otras cosas en su cajón de sastre, sobre todo la experiencia, toda su experiencia en la vida; y el amor, el gran creador, el gran transformador. Y al final se le habría podido leer Soli Amori Gloria.
   He aquí como los Cinco Solas fueron finalmente transformados y pervertidos, pero sólo así fue capaz de conservar hasta su último aliento su fe, sus solas, su Cristo gran maestro; y siempre y sólo él Amor, amor a raudales.
   En la transición de sus primeros años a la adolescencia, Madeleine aprendió a navegar por las crisis de sus padres. Estella no podía sino empeorar y se quedaba varias horas inmóvil e inexpresiva, pero seguía teniendo al menos un momento de lucidez al día que aprovechaba para reafirmar su amor por Adam y para inundar a su hija con palabras de verdadero cariño.
   Para acompañar a su padre, comenzó a leerse la Biblia. Alguna vez la terminó pero era frecuente que la recomenzara y no pudiera pasar de las primeras páginas del Génesis. Él descargaba sobre sus hombros todo su anhelo de fe y aprendió a confiar pronto en el juicio sereno de su hija. Así, con toda esa teología era normal que ella empezara desde muy pequeña a crearse su propia cosmogonía.
   Y no tardó el día en que su mano empezara a ser su universo. Pero casi siempre la causalidad se disfraza de casualidad. Acertaba a estar una tarde de mucho calor con una amiga en la terraza de un bar, a la que unos minutos más tarde le picó una avispa en el dedo corazón. Su mano se le fue hinchando, sobre todo los dedos, y hubieron de acudir a urgencias. Poco recuerda ya de la explicación que les dieron los médicos. Mas creía recordar que fue un caso de alergia. Una vez que fue curada, su amiga le enseñó la mano. Su primera lectura hubo de empezar con una gran hinchazón que no ocultaba, sin embargo, las líneas de la palma. Y tuvo entonces al mirarla una fuerte sacudida. Veía claramente lo que iba a pasar, y esa primera vez pronunció en voz alta lo que estaba viendo:
−“Encontrarás al gran amor de tu vida mucho antes de lo que esperas.”
   Su amiga la miró extrañada e incrédula. Y fue sólo una semana después cuando encontró al hombre que la acompañaría el resto de su vida. Madeleine aprendió muy pronto a acertar siempre, pero tardó mucho más en ver que aunque nunca fallara en lo general, a veces había que interpretarlo. Temerosa se decidió al fin un día a leer su propio destino, y se engañó al descifrarlo. Creyó que sus propias líneas le decían que nunca encontraría el amor pero lo cierto, Protch, es que sí lo encontró, mas nunca fue capaz de retenerlo.
   Entre los enseres de su padre, que por aquel tiempo iba llenando la biblioteca de todo libro mistérico, pues en todos percibía una verdad sobre su Solus Christus, halló algún tratado de quiromancia, y algo más: varios libros sobre las cartas del Tarot. Pronto aprendió sobre los 22 arcanos mayores. Sobre los menores investigó mucho tiempo después. No tardó en comprarse su primer Tarot. Y aunque ha tenido más, ese primero siempre lo ha conservado. Incluso a mí me ha echado las cartas con aquel antiguo mazo. Como en un principio no dependía de ello, acostumbraba a adivinar sin cobrar.
  Pero su madre empeoraba y aunque la economía familiar siempre fue sólida, ella deseaba ganarse la vida. A sus 16 años encontró su primer trabajo en una panadería. Y allí, de 9 a 2, repartiendo hogazas sin cansarse nunca del maravilloso perfume del pan recién hecho, meditaba qué haría cuándo agotara su educación, pues en aquellos años sabía muy bien que a una mujer no le estaría permitido estudiar más. Pero con ciertos apuros económicos, su vida había empezado a depender de ella, y acabada la escuela, en sus ratos libres comenzó también a cobrar por sus adivinaciones.
  Junto al puerto, de donde salían los ferris hacia las otras islas, a veces se disponían tenderetes o atracciones. Una tarde cálida, sin más herramientas que su mano y su capacidad, sentose en una acera y allí comenzó a adivinar, de las líneas de la palma y del Tarot. A su alrededor algún alma caritativa le dejó un buen día una tienda para montar su propio negocio, al que acudía a diario de tarde tras salir de la panadería. Solía acertar y se creó pronto una gran reputación. Ella fue ya, con 17 años, la señora Oakes, vidente del porvenir, y así, señora Oakes, la hemos conocido todos siempre, incluso sus compañeros. Nunca tuvo marido ni hijos, pero sí quizá algún nieto, y todos lo hemos sido un poco, pero siempre la hemos llamado señora.


 
   Hasta ese momento Protch no me había interrumpido, y entonces tampoco lo hizo. Mas yo notaba a menudo su urgencia por decirme algo.
−Dime, Protch.
−Siempre te la nombraré como señora Oakes, entonces.
−Pero quieres decirme algo más, ¿no?
−Estaba pensando… supongo que acabó en Hazington… y lo que me has contado sobre la mano y el universo, y sobre todo lo de que tiene algún nieto simbólico, no sé por qué, me ha dado por pensar. Hace muy pocos años me leyó la mano una mendiga, y me dijo algo igual de incomprensible pero que me inquieta… vamos a ver, ¿tu compañera viene a tener más o menos tu estatura, no es gruesa, y tiene el cabello gris?
−Sí, Protch. Yo no sé lo que te dijo ni sé si quieres contármelo, pero si lo haces, juro escucharte con respeto.
−Ya sabes que Maude y yo nunca hemos sido padres y lo que me dijo fue esta frase: “serás abuelo sin haber tenido hijos.”
   Serás abuelo sin haber tenido hijos. ¿Cómo contarle a Protch que yo sabía muy bien que esa posibilidad estaba en sus manos con sólo querer aceptarla? Yo no conocía que la señora Oakes le había dicho eso, pero no tenía ya ninguna duda de que había sido ella.
−Creo que fue mi compañera, Protch, y aunque tú aún no lo sabes, sospecho que nos conoces a la mitad de nosotros. Ten paciencia. Incluso puedo saber algo sobre esa frase enigmática y qué te quiso decir con ella. Sus profecías buenas y malas siempre tienen algo de verdad. Venir a tu casa y sin embargo descubrir algo nuevo sobre mis compañeros… Pero así debía ser porque todo está en todos. Yo te estoy contando un relato y entretanto tú me estás contando otro. Fue ella, Protch. Pondría la mano en el fuego. Y tú vas a saber todo lo que yo sé y que quieras saber. Sólo te pido que aguardes un poco.


 
   A sus 18 años, su vida habitual no había cambiado, pero dos cosas entraron en su historia con fuerza, hasta torcerla. Conoció a Joe Scully y su madre fue internada. Ya no había otra solución que hacer que Estella entrara en un sanatorio. Oyó hablar entonces por primera vez de Basin Hall, el mejor psiquiátrico, donde se ocuparían toda la vida de que al menos no fuera a peor, de examinarla y en la medida de lo posible curarla. Supo que Basin Hall era una pequeña aldea de la ciudad de Hazington, mucho más al sur, adonde su padre y ella acudieron con frecuencia a visitarla. Vio en aquellos años nuestra ciudad por primera vez y ya tuvo el deseo de quedarse allí cerca de su madre.
  A poco de tener su propia tienda junto al puerto conoció a un hombre fundamental en su vida. Se movía trotamundos de ciudad en ciudad con su atracción: Scully, el laberinto de los espejos. Le costó hallar la salida la primera vez que entró, una tarde que estaba bien de dinero, y tuvo que entrar su dueño a rescatarla. Así conoció a Joe. Se pusieron a hablar e inmediatamente se hicieron amigos.
  Joe Scully no tenía un solo rasgo que destacara pero todo el conjunto siempre lo hizo muy atractivo con las mujeres. Bien lo supo la señora Oakes, que muy pronto reconoció en él al hombre de su vida. Y no tardaron en hablar de amor, porque como suele suceder, hasta los más cínicos se enamoran, y de aquel encuentro con ella él tampoco había salido indemne. Toda la vida la amó, pero tal vez amarla no era bastante. En una de sus primeras conversaciones ya él le dejó claro que era ambicioso.
−“Me preguntabas por mis proyectos en la vida. Pues si no encuentro a una mujer rica, no creo que nunca me case. No me mires con esos ojos, mi vida. A ti te amo, pero sumadas mi pobre economía y la tuya, no llegaríamos muy lejos.”
   Joe le contó que había estado deambulando por casi todo el país y que no era la primera vez que venía a las Órcadas, pero que vivía en Hazington. Por ella podía quedarse allí todo el verano, pero no más. Volvería al año siguiente, pero su atracción no era como un tiovivo. Su encanto estaba en la novedad. Mas asentada en el mismo sitio de la misma ciudad día tras día pronto haría que el público perdiera toda su fascinación. Unos espejos no tienen magia cuando ya no te desorientas y la superstición de mucha gente lleva a la persona que en ellos se buscó a enseguida repelerlos, no sea que atraigan la mala suerte.
  En octubre se fue por primera vez y ella aprendió a manejarse sin él hasta marzo. Al fin y al cabo Joe sólo retornaba a Kirkwall por ella y de su amor siempre estuvo segura, tan segura como estaba de que era un mujeriego. Cada vez que volvía, traía en la ropa algún perfume que no era suyo pero la señora Oakes aprendió pronto a valorar lo esencial: su único amor era ella. Ninguna de sus infidelidades era importante mientras el amor permaneciera, y los meses que se veían él nunca la traicionó, estaba segura.
  Así estuvieron varios años. Cada primavera se perdía en el mismo laberinto de dudas, hasta que lo veía volver como a sus espejos. Al final consideró muy en serio trasladarse a Hazington, por su madre y por Joe. Y éste, que conocía sus inquietudes, un día le habló de que podía encontrar un trabajo en una panadería de Templar Village, donde ganaría lo suficiente como para vivir en algún lugar en alquiler. Así, con 22 años, llegó un buen día a nuestra ciudad. Su padre ya sabía de su imposible amor por el tal Scully, y viendo que tendría casa y trabajo no le puso objeciones.
   Pasó un largo año junto a la Alameda de Umbra Terrae. Si no la conoces, Protch, te diré que es una zona terrosa junto al río donde olmos y fresnos viven en la armonía de su amor, mucho antes de la separación. El origen de su nombre es incierto, pero he oído que los templarios la llamaron Umbrae Terra, tierra de sombra, lo que sería lógico en la zona más umbrosa del río. Tal vez después el desconocimiento popular del latín trasladara el diptongo al segundo nombre. Porque tal como se ha quedado Umbra Terrae, sería la sombra de la tierra, y no sé si alguna vez te has planteado, Protch, por qué no se ve la mitad de la luna cuando está creciente o menguante. Y me han asegurado quienes saben de estas cosas que la parte que no se ve es precisamente la sombra de la Tierra. Por aquellos años ya vivían allí algunos mendigos, pero aún el ayuntamiento no lo había transformado en una zona de paseo bien cuidada, en el parque que fue tiempo después.
   Supo pronto que el amor, el verdadero amor, enferma el corazón del hombre y lo enloquece, vuela en lo más alto sin que ninguna cordura consiga abatirlo, quien se está quemando quiere seguir ardiendo, y aunque las circunstancias rompan una pareja, Amor sigue su labor de bandidaje en el interior hasta que sólo el tiempo lo extrae.
  Con casi 23 años ya no podía hallar a Joe a principios de otoño en su casa de Arcade. Y fue poco después de cumplirlos cuando lo halló casualmente un día cerca de St Mary, adonde ella acudía a leer la fortuna. Iba en brazos de una mujer alta y rubia, de apariencia delicada, pero próspera. Él la vio y la citó una hora después en un bar del Pueblo.
−“Maddie −le dijo al fin. Sólo él la llamaba así y desde entonces no permitió que nadie más lo hiciera−, siempre te amaré, quiero empezar por ahí, asegurándote lo que siento. Mira, siempre podremos seguir juntos. Pero la dama que has visto a mi lado es Beatrice, mi mujer −la señora Oakes sintió entonces que su visión iba y venía en oleadas. El corazón roto le estaba regando las mejillas−. Nos casamos hace un mes: el 27 de octubre”
  Y poco más. Ella tuvo entonces que dejar de buscarlo. Eran inútiles los escasos momentos en que seguían haciendo el amor apasionadamente, cada vez más espaciados. Pues llegó a sentirse mal por Beatrice e incluso deseó que sucediera lo que nunca ocurrió: que Joe amara a su mujer. Los Scully vivían de lo poco que él ganaba y de la escasa pensión que les pasaba el padre de ella, a quien le sentó tan mal la historia que aseguró que ésta no percibiría nada tras su muerte. Su hija se había ido detrás de un Joe Scully cualquiera, parece que fueron sus palabras, y había elegido un camino adonde su padre no estaba dispuesto a seguirla. Pobre riqueza. Tantas veces enamora el oro y no nos damos cuenta de que sus astillas se van pudriendo. Al final a Joe no le había servido de mucho haber encontrado a una niña rica. Y a la señora Oakes, primera de todos nosotros, le arruinó la vida el dinero.
  Ese diciembre fue especialmente frío y hostil. La amargura, la depresión, la seca tristeza casi pudieron con ella. Fue también el año del gran crack de la bolsa, lo que en su caso coincidió con una reducción de plantilla con la cual perdió su trabajo y a duras penas conseguía seguir viviendo bajo techo. Pero nunca se planteó volver al hogar de su padre. Casi acababa el año cuando encontró lugares donde abrir su mano para la limosna. La única indignidad sería no volver a vivir por sí misma un día. Se acostumbró a la vergüenza de las calles, mas nunca dejó de ayudarse de lo poco o lo mucho que sacaba adivinando el porvenir. Siempre en adelante encontró cerillas para alumbrar sus mayores penumbras y pronto comprendió que sería mejor también dejar el abrigo de su habitación de alquiler en Umbra Terrae, y bajar al fin a su hogar previsto y temido, un fuego en el vacío sin techo de la alameda, con el cobijo de los árboles, del río y de los primeros mendigos que conoció. Pero Verôme les llegó también a los cuatro primeros que no lo decidieron. Inesperadamente, se lanzó a buscar zonas para dormir más apartada, cuando en la última noche del año contemplaba el espectáculo de una helada de invierno de veras encendida por los astros. Y al final prefirió quedarse sola junto al vidrio infinito, estrellado, respirando las luces azuladas; no estaba separada del Universo: quedaba una esperanza. La vida se le había tornado muro de piedra opaca adonde no llegaba la luz, pero la libertad tímidamente lo iría franqueando.
  No sé mucho de sus primeros años en la calle, por dónde acostumbraba a moverse ni cuáles eran sus temores o sus esperanzas. Por algún lugar caminaba irrompible cuando en septiembre nació la que, sin saberlo, sería su inseparable compañera. Ya le habían llegado inexplicables ocho palabras, adueñándose de su juicio para hacerle dudar siempre de su cordura, al tiempo que se encontraba también con los primeros crápulas.


 
   Nike no sabía mucho de la existencia de Shipster, y no le contó nada a Protch. Éste podría ser definido básicamente como explotador de mendigos. La señora Oakes lo conoció un mal día y fue enseñada a vender tabaco. El tal Shipster se lo entregaba y ella lo vendía en alguna acera de Castle Road. A la noche el traficante se quedaba con el 60% de las ganancias y ella sabía que no podía protestar: era eso o nada. Así estuvo varios años, con suficiente dinero para ir de vez en cuando a Kirkwall a ver a su padre, a quien siempre logró ocultarle que estaba en la calle. Con la limosna, con las líneas de la mano, con las cartas, con el tabaco; también con el amor nunca extinguido pero a duras penas apartado, Madeleine Oakes nunca pudo ser derrotada y se ganaba la vida como podía, pero cada jornada agradeciendo la luz de un nuevo amanecer. La vida era esgrima y había que armarse de espadas. El albor de la belleza acariciándole siempre el hombro, su fe en la libertad que se hallaba incluso en la dureza de los rostros de los mendigos que la rodeaban, vivió un aprendizaje que no le habrían dado años de escuela, que supo transmitir a los siete que vinieron tras ella o a todo el que acudía a la hoguera de su corazón a calentarse.


 
   Cuando llevaba más de seis años en la calle, sacando rédito de todos los pequeños trabajos que realizaba, acudió a Kirkwall entre los cuchillos de un otoño invernal y traicionero. Su padre empezó súbitamente a padecer de migraña, o eso parecía. Pero fue listo en adivinar que la vida se le iba. Supuso que sería en noviembre también, en el mes en que le habían pasado muchas de las cosas más importantes de su vida. Y una noche reunió valor para hablar cara a cara con su hija.
−“Madeleine, cariño mío, deja lo que estás haciendo −andaba entonces atareada con la cena−. Siéntate a mi lado y mírame. No siempre me he ocupado bien de ti. Sabes que los hilos que tejían mi vida se rompieron al irse extraviando la luz del universo de tu madre. Pero mientras estuvo a mi lado siempre conservé la esperanza de volverla a ver bailar un día. La bailarina ya no está y también mi escenario vacila y ya no estaré muchos días. No podré dejarte muchas cosas pero sí un hogar, si ese es tu deseo. Has sido siempre tan libre que en mis últimos momentos aún dudo de cuáles son tus anhelos. Igual prefieres seguir en Hazington, en las calles.”
−“No sabía que lo supieras. Perdóname si te he hecho daño.”
−“No podrías habérmelo ocultado siempre. Amigos de aquí, a ratos viajeros, me tenían informado. Pero nunca te habría hecho un solo reproche y nunca te lo haré. Yo me voy a ir, pero queda tu futuro. Dime de corazón qué es lo que prefieres.”
   Era difícil responder. A pesar de sus muchos dolores, en la calle estaba encontrando razones para luchar, para conservar su identidad. Intuía que ella sería más mientras menos comodidades tuviera. Su padre notó que no sabía qué responderle, pero supo llegar a un acuerdo con ella. Le dejaría la vieja casa de Kirkwall por si un día la necesitaba; y albaceas que se encargarían de legarle el poco dinero que le pasaba. Ella tuvo que vivir varios años en la tentación de acudir a por su herencia y sin embargo, alumna favorita de la miseria, nunca quiso apartarse de sus dobles arrullos de la calle, la madre, y de la calle, la puta.
   Fue efectivamente cuando ya noviembre agonizaba. El mes que había sido su cuna vino a ser también sepultura de su padre. Una mañana ya no quiso despertar. St Magnus se había vestido para él de nacimiento y de boda, y se ornó al fin de luto para el tránsito hacia su último viaje. La señora Oakes lloraba de veras su primera luctuosa corriente pero su mente se fue navegando a su nuevo río fecundo. Su madre no era su madre, pero aún la reconocía. Kirkwall había sido puerto, pero ahora sólo Hazington, a la que ya siempre llamó Ciudad, era sólido malecón y ésta y sus calles, ya de por vida el hogar que quiso habitar.
   Pero el largo tiempo de la calle no estaría exento de nuevos sobresaltos sentimentales. Una tarde de niebla le leyó la mano a un caballero, y le dijo esta frase enigmática sin saber que también estaba leyendo su destino:
−“Cuando estés a punto de conseguir lo que más anhelas, cuídate de un día de vientos. En él te llegará lo que no esperas. Pero siempre hallarás salida.”
   El caballero era un desocupado de buena familia, tan buena familia que nunca había tenido que trabajar. Uno de los Bellamy, quienes junto con los Rage, los Wrathfall o los primeros Rivers le habían dado abolengo a los ilustres de la ciudad. Aaron Bellamy se llamaba el aristócrata. No le hizo mucho caso a la predicción pero sí a la belleza de la quiromante. Le propuso invitarla a cenar y la señora Oakes aceptó. Una de sus mejores características era ser una buena oyente. Ella pudo contarle, entre los mejores pescados y el mejor vino, lo más importante de su vida. Aaron se prendó de ella. Quería verla más a menudo. Se enteró de sus horarios, bastante libres, y se vieron muchas veces.
   Fue unos dos meses después cuando él le propuso entrar en su hogar. Por entonces, vivía solo en una de las hermosas casas solariegas de Fairfields. Ella también aceptó; el invierno había venido ese año con todo rigor a la ciudad, y con verdadera saña a las orillas sin techo del río. No dormían juntos; en aquellos años habría sido impensable. La señora Oakes tenía su propia habitación. Y pronto halló trabajo como doncella en algún próspero hogar colindante. Él le reprochaba que a su lado no tenía necesidad, pero ella no quería ser el parásito de su novio, porque novios eran ya. No sentía por él amor. De esa dolencia sólo enfermó una vez. O al menos… porque nunca dudó de lo mucho que lo quería, cada día un poco más, hasta que llegó realmente a no saber si lo amaba.
   Esta situación duró más de dos años, hasta que Aaron, profundamente enamorado, le propuso matrimonio. Ella no respondió que sí inmediatamente, pero no fue capaz de decirle que no. No era la seguridad que él le daba de tener siempre un hogar. Era la felicidad de imaginarse toda la vida a su lado. Aaron reunía todos los requisitos para ser el hombre de su vida, pero el amor bastardo no se fija en esas cosas. Y sabía que Joe se había instalado en su corazón para siempre, bien pertrechado en lo más encarnado de su sangre.
   Los días pasaban y la fecha de la boda se aproximaba. Estaba tan próxima que ella se sentía a cada hora más insegura. Una tarde se puso a pasear por los arrabales del este, meditando seriamente qué hacer. Aaron sería muy feliz con ella, pero nunca podría sentir su amor, pues supo que nunca sería capaz de regalárselo. Y había algo más que le preocupaba: su libertad. Prefería revolotear siempre a la luz escasa de una vela que yacer junto al fuego de un hogar donde no sería ella misma. Caminaba de regreso a Fairfields en el aire confuso de una decisión dura ya tomada, y no se daba cuenta de que era una tarde de vientos maleducados y agresivos.
   Ella no lo amaba. No podía hacerle eso a todo un caballero como Aaron. A solas con él le refería toda su verdad, sabiéndose ruin pero no queriendo llegar con él a meretriz. Él no se lo tomó bien. Nunca pudo ir más allá de la idea de que lo había dejado plantado. No volvieron a verse. Y esa noche ella regresó a dormir a la sombra de la Tierra. Allí pasó varios años, en la crueldad del frío y la miseria, libre y sola, entre los detritos de los que el cuerpo pulcro de la sociedad se deshacía sin piedad, sobreviviendo a no hallar calor en ningún pecho cercano. ¡Querida, vieja, entrañable, señora Oakes! Cómo la quiero. Es imposible expresarte cuánto.


 
   Protch se daba cuenta de que no conocía al hombre que se había sentado en su salón aquella mañana. Pero intuía que le iba a ser vital conocerlo. Sabía que era mendigo, porque no dudaba de su palabra. Pero una cosa es creer y otra bien distinta empezar a asimilarlo. Y entretanto sólo era capaz de ver al último de los Siddeley hablando con calor de una mendiga, el mismo calor que iría usando para todos. Necesitaba su amistad y entretanto iba preparando las sábanas cálidas de su respeto, lo único que podía darle, porque si dependía de él, la amistad nacería y crecería. Un respeto y una amistad desnudos de propiedades y fortunas, calentados en el fuego de los únicos sentimientos que importan, la necesidad de saber quién eres según te miras en los espejos de un amigo.


 
   Y poco más puedo contarte de los largos años que pasó sola, primera de todos, primera luz de un faro que nunca se agotó. Débil es la claridad del que no tiene nada. Pero si tuvo sombras, y si yo las conociera, nunca te las contaría. Jamás humillada, siempre valiente, no perderá su fuerza mientras le quede aliento y sus hijos podamos sostenerla. Es ya muy mayor, Protch, pero seguimos teniendo la enorme fortuna de verla cada mañana. Y si estoy llorando, sabrás que pocas personas merecen nuestras lágrimas, nacidas de la emoción de todo el que quiere regarse agradecido, agua fértil que va de río a río, acunada por el cauce inseguro de las corrientes del aire.


 
   Érase una vez una mujer de altas vidrieras a las que no siempre respetaron los vientos. Su luz oscila del claroscuro a mil vitrales de color donde penetra la claridad del día y se descompone en destellos áureos, o a veces amortiguados, porque su vida, entre la sombra y la luminiscencia, ha sido luna menguante, o a ratos luna creciente a la que no se le ha permitido llenarse e irradiar todo el espectro luminoso que su sonrisa aventuraba. Pero los que habitamos con ella sabemos que aun decayendo su luz su fuego nunca evanesce, y chispas ha tenido siempre para alumbrar nuestras sombras más alargadas, ahuyentando nuestros fríos y malos presagios.
  Cinco generaciones de Gerald Rivers se habían sucedido manejando con tiento los caudales de incautos o experimentados clientes del HSB, caja de ahorros veterana de entre las más veteranas de la próspera acera oeste de Avalon Road. Allí el quinto Gerald, entre facturas, ingresos, préstamos, cobros y cambios proyectaba su vida como si fuera una transacción. No sé decirte si frío o intrigante, ávido o mecánico, desechaba de su senda todo lo que no cupiera en una libreta llena de números de muchas cifras. Y con casi treinta años aún no se había emparejado.
   Pero una tarde de distracción hípica conoció a Linda Hamilton, joven y experimentada, que sin embargo seguía una deriva peligrosa a galope desbocado. Él ayudó a detener las riendas y a que bajara del caballo. Hablando con ella, mirándole a los ojos, ya no podía saber dónde acababa el horizonte del día y dónde empezaban sus luminares. Se quedó enganchado en sus ojos celestes como una golondrina en un alambre. Pero al mejor proyecto de vida le acaba por llegar algún accidente: se enamoró de repente, sin ninguna señal de aviso. Esa contingencia no entraba en sus negocios, pero cuando supo quién era ella se tranquilizó. Los Hamilton vivían, ociosos en su mayoría, de las rentas de grandes latifundios heredados. No perdía nada con seguir tratándola. Porque ella parecía haber sentido algo similar por él. Se vieron con frecuencia y un año después se casaron. Fue por amor, Protch, siempre se amaron, pero es verdad que sin ciertas seguridades monetarias no se habrían vuelto a ver.
   Linda Rivers fue una mujer enérgica, grandiosa, dominante, pedernal de donde era muy fácil que saltaran chispas, más espíritu del aire que del fuego, muchas veces llama para su marido, pocas veces luz ardiente para sus hijos, porque tuvieron tres. Sumadas sus heredades estuvieron de acuerdo en querer transmitirlas, a otros Rivers que pasaran la antorcha de la estirpe. Al año tuvieron a Gerald, otro Gerald, quien durante muchos años fue llamado Segundo, aunque bien podría haber sido Sexto, a veces Junior aunque el vástago siempre odiara ese nombre. Tenía la frialdad de sus padres mezclada con un espíritu aventurero no exento de oposición. Desde muy pequeño se vio que no parecía dispuesto a ser el sexto Rivers en el HSB ni a ocuparse de las tierras de los Hamilton, rebelde alazán al que no sería sencillo meter en cuadra. Tenía su propia forma de entender la vida, no siempre honesta, siempre a su arbitrio, pero con dinero de sus padres… 


 
   Otra vez notaba que quería decir algo.
−Protch, por favor, interrúmpeme cuando quieras.
−Es que no me parece muy correcto interrumpirte sólo por algo que imaginas, que sólo sabré mejor cuando tú me lo cuentes.
−¿Qué te inquieta?
−El nombre. Ya me has hablado de dos Gerald Rivers. Claro que podría ser otro, pero juraría que oí ese nombre por primera vez en labios de mi primo Rich. Y no para bien. Pudo el primero haber arruinado la vida del segundo.
−Segundo, sí. Ese sea quizá su nombre. No pierdas las esperanzas. Quizá te cuente algún pequeño suceso que conoces.
−Espero impaciente. Por favor, continúa con tu relato.


 
    Y tan sólo tres años después del alumbramiento de Gerald Rivers II nació la pequeña Olivia. Y cuatro años después de ésta su hermana Kirsten. Y entonces los padres de Linda dejaron parte de sus tierras a su hija y al marido de su hija, como siempre fue considerado Gerald Rivers. Fueron los Rivers quizá los primeros en poner de moda las tierras bajas de Burnt Hills y en construir allí, junto a los brazos del joven Heatherling, en unas tierras infértiles pero muy apropiadas para paseos a caballo o a pie. Toda la amplia zona ribereña se llenó pronto de bellas mansiones para prósperos ociosos o para aquellos que tras retirarse preferían vivir allí los años que les restasen. Se la conoció como Downhills, entonces el último barrio de una ciudad a la que le nacían retoños sin cesar. Pero fueron los Hamilton, inveterados cazadores, quienes le dieron nombre a la casita, como gustaban llamarla, inmediatamente bautizada como Hunter’s Arrows[1].
   Rodeada de caballos y acostumbrada a su presencia y su simbolismo, era lógico que Olivia se creyera capaz de manejar todas las bridas de su existencia. Fue desde muy joven una soñadora idealista que suspiraba con encontrar un amor que acompañara el tesoro de sus fantasías. Un joven caballero con una renta suficiente y el corazón eternamente en primavera, y envejecer a su lado legando toda la belleza del mundo a sus hijos. Se imaginaba teniendo al menos tres y hasta hacía planes partiendo de sus nombres. Éstos cambiaban a menudo pero se mantenía el de Lucy. Había algo en sus sílabas que le evocaba una tarde de luz estival a la que no alcanzaría el crepúsculo. Según iba creciendo Kirsten Rivers, Olivia acostumbraba a conversar con su hermana, inculcándole los mismos sueños y esperanzas.
   Kirsten tenía un aura más social pero al mismo tiempo era algo más retraída. A Olivia le gustaba adornarla con la palabra carisma. No había reto que no venciera a pesar de su apariencia hermética. Comenzó de muy niña a ser una experimentada amazona, lo que no significaba necesariamente un beneficio. Alguien inexperto o titubeante no se siente seguro y suele tener más en cuenta a la diosa prudencia. Quien se sabe dominador de algunas artes no se para a pensar si en la loma que has de descender hay algún guijarro peligroso.
  Pero ambas crecían bien y era difícil distinguirlas de tan parecidas. Además de la edad, quedaban siempre los cabellos, los de Olivia bermejos, los de Kirsten dorados. Pasaban cada hora de niñas juntas y también de adolescentes. Y siempre se quisieron. Olivia decía de su hermana que tenía la belleza de una emperatriz, y ésta le devolvía el halago diciendo que Olivia tenía la belleza, la luz y la calma de una vidriera.
  Y hubieron de reírse recordando todo esto cuando su padre encargó un vitral que embelleciera la separación entre el comedor y el salón. Fue a los talleres Pennington, afamados vidrieros cuya casa comercial era contigua a la coqueta iglesia de St Mary,  templo católico de la ciudad, a la que los Rivers no acudían al pertenecer a la confesión dominante en el país.
    Fue el penúltimo vitral de los Pennington, quienes al poco tiempo hubieron de transformar su negocio en una carpintería. A gusto de los Rivers y los Hamilton, le habían encargado una escena de cacería. Tenía que aparecer al menos un cisne, pieza codiciada pero imposible de hallar en Hazington. Cuando Olivia la vio montada, todo su inagotable romanticismo se desbordaba al mirar la exuberancia de la luz desgranada en al amplio paisaje de la laguna. La maestría de unos artesanos que cada vez podían permitirse menos vivir de su destreza, se desbordaba aún profusa en las obras de los Pennington, y una vez acabada, la pieza era una policromía de azul agua y verde juncos rodeando un caudal estancado donde destellaba un vivo sol que apretaba encandilando a la tercera figura, la más lejana. Eran tres cisnes en la misma escena. De las explicaciones de James Pennington Olivia no recordaba si había oído que eran cygni melancoryphus o melanocoryphus, cisnes de cuello negro, pero recordó ese nombre hasta que, muchos años después, anudando su pasado con su futuro, descubrió otro Cygnus, más solemne y extenso, desplegando el vuelo por la vía láctea en dirección al Águila, seguramente Zeus así metamorfoseado para seducir a Leda. En primer plano un cisne abatido, herido de amor por una cisne que, como suele suceder, prefería solazarse mirando a un tercero en la lejanía ignorante de lo que pasaba. Mientras el amor no te derroque, levanta tu vuelo, cisne abatido, despliega tus plumas por las ondas veleidosas del viento y rompe el aire precavido, no sea que el amor te imposibilite ver el arma impía que te apunta en retaguardia. Un cazador sanguinario preparaba el tiro con el que lo abatiría y sus lágrimas de amor no le impedirían acabar en vano trofeo. Olivia se pasó años deduciendo erróneas enseñanzas de esta pequeña escena, y mirando la luz, el color, el alma del vidrio, llenándose de ella.
   Cuando mi compañera un día al fin se atrevió a hablarme sosegadamente sobre su padre, llamaba la atención los pocos recuerdos que tenía, porque en su vereda apenas había dejado regueras. Gerald Rivers ya no encontraba ambiciones con las que rellenar su vía infecunda y hablaba con sus hijas con amor pero en sus diálogos no había más abono que la caza o el dinero, y con esas flores no es de extrañar que también en ellas hubiese puesto su carnada para que con ellas continuara la caza del dinero. Por lo demás su senda era limpia, clara y ordenada. Vivía en la afirmativa, y sé de buena tinta, Protch, que este camino fácil y trillado no supone retos, y sin ellos el alma se agosta, debilitando el cuerpo.
   Entretanto en la senda de Linda Rivers entraron con fuerza unos pasajeros no invitados que dejaban las huellas de sus sucios zapatos. No importa si los conoció en misa o en una reunión mundana, pero al poco tiempo los árboles infectos de la intransigencia religiosa se habían emboscado en su tenebrosa avenida. Al final todo era más que fe agua pútrida que sólo podía enfangar las carreteras rebeldes de sus hijos.
   De esas charcas enlodadas del cieno de la ambición y la intransigencia de sus padres, Kirsten Rivers a duras penas lograba salir impoluta. Si su camino estaba destinado a ser brusco y breve, al menos a la luz quemante de su horizonte rasgado se acercaron las mariposas agitadas de lo más importante de la vida. Se atrevió, como Hércules, a robarle a Hera las manzanas doradas del jardín de las Hespérides, y lo conoció todo: el amor también. Sus padres solían amenizar las cenas con lo más selecto de los banqueros, o meros accionistas; y en algunas ocasiones, para redondear un número, también a oscuros oficinistas, importantes promesas de futuros frutos. Fue así como Kirsten conoció a un tal Fred, joven y algo bisoño, educado y romántico, que le robó el corazón. No se sabe bien si Cupido traspasó también al imberbe mozalbete. Sólo supo de ese amor su hermana Olivia, pues su hermano no gastaba mucho tiempo con ellas. No estaba dispuesto a ser, decía, sentimental. Pero las dos jóvenes pasaban horas haciendo proyectos, amenizando las largas tardes sin nada que hacer de su adolescencia. No sabían si habían logrado ocultárselo a sus padres, quienes no lo verían con buenos ojos, siendo él un don nadie sin recursos. Lo cierto es que a Fred le encantaba charlar con ella, tanto que cometía el frecuente error de hacerlo en los alrededores de Hunter’s Arrows con asiduidad. Seguramente los progenitores conocían bien el idilio, pero lo único cierto es que un día el tal Fred fue despedido y Kirsten no volvió a saber de él. Olivia la ayudó a buscarlo en su dirección de la calle Fortune, en Riverside, adonde no regresó; y más tarde a olvidarlo.
   Entretanto, sin muchos traspiés, Junior había encontrado sin ser del todo consciente la avenida de su futuro. Salía de un noviazgo brusco, pero más duradero que relaciones anteriores, con una chica llamada Maureen, cuando en esos días algún abogado estaba desfaciendo entuertos en el HSB. Y a las cenas en Hunter’s Arrows vino con su hijo: Alfred Donovan se llamaba. Departió largo rato con Segundo, sentado a su lado, sobre sus próximos proyectos universitarios. Iba a seguir la senda familiar y a estudiar, como no, leyes. Al joven Gerald le sugirió otra forma de hacerse rápidamente con dinero al que no le afectarían los vaivenes económicos que inquietaban a su padre, y apenas lo rozó el atisbo de defender a los que necesitaban ser defendidos.
  A la universidad se fue, mientras el hechicero que preparaba el caldero de todas las sendas familiares, mezclaba en su pócima extraños ingredientes, de los que salieron los blanquecinos y tóxicos humos que fueron para Olivia sus cuatro horrores.
   Primer horror. Sus padres la sentaron un día contigua en la mesa a un joven de su misma edad, hijo de una de las grandes fortunas de la ciudad. Y sin que pudiera explicarse cómo acabó viéndolo en todas partes. El muchacho era agraciado y algo reservado, pero a Olivia, sin saber muy bien por qué, le inquietaba. Seguramente, pensó, habría facetas de él que no le gustarían. Mirada esquiva, ojos de continua inquietud, manos como garras, el torso alerta de un depredador que avizora a su presa. De todos modos, era un escaso placer charlar algo con él. Pero sus padres fueron más allá, y un día la casaron, que sería más correcto que decir ella se casó. Durante dos años lo perdió todo, hasta el apellido y fue la señora de… Pero después no volvió a usarlo. Y si yo lo sé, me lo guardaré. Sus suegros le compraron una villa en la orilla este de St Alban’s Road. Por allí debía haber pasado el Kilmourne, de no haberse rebelado y girarse, pero sus aguas no las conoció todavía. El río mendigo acechaba, próximo y velado como una urgencia, formando sábana negra que casi orillaba las puertas de su aparente prosperidad. Ash[2] Cottage se le llamó a la nueva casita, envuelta en los fresnos, que como escolta, lejos del río, acompañaban hasta el sur el fin de la ciudad. Pero el destino guardaba sus cartas y tardaba en repartirlas, e ironizaba con el nombre, conociendo bien que para Olivia la morada del resto de su existencia sería una cabaña de cenizas.
   Su breve vida de casada fue un sueño brusco y un despertar sobresaltada. No tardó en descubrir que su marido no la amaba. La estimaba sólo como un buen partido, y era para él poco más que una paridora. Nada más que con ese objetivo entraba en ella de vez en cuando, no todos los días. Y en un principio quedarse embarazada parecía tan imposible que llegó a creerse estéril. Y entretanto él no la consideraba, no tenían mucho de qué hablar. Nunca llegó a pegarle pero sus constantes faltas de respeto se evidenciaban en sus continuos desaires y menosprecios. La opinión de su mujer, sencillamente, no contaba. Su visaje alegre se marchitaba, entre frecuentes visitas de Kirsten, que no fueron más porque tampoco toleraba a su cuñado. De vez en cuando venían a verla sus padres y su hermano, no muy a menudo, porque decían que ella había hecho su cama y que no querían inmiscuirse en el tálamo. Su marido quería adornar la prosperidad familiar con lo más distinguido de la plebe y a ella la aliviaba aislarse de él por unas horas y sumergirse en el bullicio. Pero en ellos a ratos tenía que acompañarlo a donde pudiera taparle la sangre que por todos lados se le derramaba. En ocasiones sangraba por el pecho y muy a menudo él le impedía acercarse. No se necesitaba mucha perspicacia para saber que su marido algo le ocultaba.
  La primera señal pudo tenerla, de haberle dado su justo valor, un día de finales de verano próximo a su cumpleaños. Salía de las cuadras de alimentar a sus caballos, los que ella nunca montaba. La equitación le daría mucho tiempo para meditar sobre las ausencias de su alma, justo lo que no deseaba hacer. Volvía ya a casa paseando sus tribulaciones por entre los senderos de lozanas peonías, cuando un ruido leve le hizo detener el paso. Un joven de unos 20 años parecía haber estado saboreando el goce de rondar su propiedad caminando un rato sin la camisa que acababa de ponerse. Al aproximarse a ella la saludó henchido y con una leve arrogancia. Tras alejarse, Olivia se detuvo ensimismada conjeturando qué azares podrían coincidir en que tuviera también el pecho manchado de sangre, con tantas corrientes sanguinolentas que pareciera un Salvador recién flagelado.
   Pero se olvidó muy pronto de esta sangre en otra sangre. Su vientre no estaba baldío y en diciembre confirmó lo que le iba pareciendo certeza en los dos meses anteriores. Con toda seguridad en su interior germinaba un firmamento movedizo, una semilla había florecido y maduraba inquieta en aquel oleaje. Su marido recibió muy bien aquella noticia del trasvase de su río a un heredero que prolongara su simiente. Olivia confiaba en que fuera niña, porque su marido quería un hijo y así lo seguiría intentando y dejando ver su lado, si no del todo más amable, al menos más sereno. Parece mentira pero en esos días incluso conversaban cordialmente.
   El destino, sin embargo, dislocaba sus articulaciones con artimañas de faquir. Sólo estaba esperando a la primavera para dar vueltas a su vida como en una danza de derviche giróvago. Sucedió una noche de finales de marzo, de un día en que se suponía que ella no había de estar en casa: se había apuntado a una excursión para ver los saltos de Wrathfall. El embarazo iba bien, pero ese día ella fue atacada por primera vez por su terrible viento del norte y con un leve dolor de cabeza, se volvió mucho antes con ánimos de acostarse. Ya en Ash Cottage, avanzó decidida a su habitación pero al abrir la puerta la estaba esperando una escena totalmente imprevista. Una mujer desnuda en su cama con un látigo en la mano; su marido muy cerca, desnudo también, con el pecho azotado y evidentes corrientes rojas, casi moradas. Por fin se podía explicar el enigma de la sangre. Es decir, se lo habría podido explicar si no se hubiera quedado súbitamente helada. Desde ese momento tuvo un nuevo nombre para su marido, y de ahora en adelante te lo nombraré como “el lobo”. Ella no había visto ninguno pero ver a su marido así, en ese instante, más que depredador, depredado, con el rostro desfigurado y a punto de morder, los dientes en los que por primera vez parecía reparar largos como colmillos afilados, la epidermis de un lobo que, surcado de granate, cambia bruscamente el pelaje, la ferocidad de un carnívoro que ataca al ver atacada su camada, se lo hizo recordar. Se quedó tan helada como la leña consumida debajo de la escarcha. Fueron dos minutos en que no supo reaccionar, en los que el aliento se le volvía sangre y unas escasas lágrimas rebeldes le cegaban. Pero “el lobo” fue más rápido en su reacción. En un par de segundos asió amenazador el látigo y pareció que lo iba a descargar sobre sus mejillas, pero fue chasquido que nunca penetró en su carne. Fue sólo el aviso de que lo dejara a solas y un desprecio feroz emitía el faro de sus ojos fríos y despiadados. Olivia salió al fin de la habitación, la mente en tinieblas y el corazón cuajado, ataviada de espanto. Sólo años después le confirmaron que su marido siempre estuvo ávido de hombres sumisos y mujeres dominantes y vagabundeaba buscándolos de sábana en sábana. Ella podía haberlo tenido de haber sabido que debía asir una fusta. Más su comportamiento nunca había sido mansedumbre, sino desamor que se fue convirtiendo en aborrecimiento, condimentado con el sabor del tedio y la desgana, la eterna duda de que hubiera algún lazo que los uniera, una aguja con que enhebrar una conversación amable que pudieran compartir.
   Tenía que marcharse. Pero ¿adónde? Se puso a pasear un rato perdida entre los fresnos. A esa hora de la noche la primavera reventaba en olores de descubrimiento, pero lo que la rodeaba se hacía resbaladizo en la emergente niebla cotidiana. La visión de sus últimos años también. Todo era velo, cenizas, nebulosa. Nada la estimulaba a regresar al interior. Volvió sólo un segundo a buscar algo de dinero para un taxi. Halló uno en St Alban’s Road. Arrellanada en su asiento, vio que su mente también se había quedado en blanco. Sólo podía sentir; notar que sus ojos eran aguas, las primeras de un marzo que para ella sería laguna. No sabía que algún chamán las estaba trocando de embalse revuelto, pero aún navegable, en la lluvia destrozadora que la había de inundar con el segundo horror.
   El taxi se detenía en la dirección requerida: Hunter’s Arrows. La noche no era demasiado fría, pero su vestido de organdí apenas la cubría y la chaqueta que llevaba era insuficiente. Se animó en el calor de la entrada, el ardor de decenas de bombillas, de los rostros queridos. A esa hora aún se hallaban todos en el comedor cenando. La vieron venir soliviantada, con el semblante demudado y la expresión desencajada. Sólo Kirsten se levantó y solícita le buscó asiento y buenos almohadones. ¿Qué le sucedía? Fue la pregunta inmediata de todos. No sabía cómo empezar y a duras penas logró transmitirles la causa de su horror mientras terminaban de cenar. Las imágenes en el pensamiento sólo cobran sentido cuando solidifican en palabras y era difícil hallarlas cuando todo en su mente era un mosaico, con vidrios que cambiaban de color según iba descendiendo el látigo que iba ahuyentando su razón. Mas con dificultad lograron entenderla.
   No se había preguntado qué debía esperar como respuesta. Sólo había sido capaz de llegar a la certidumbre de que debía alejarse para siempre del “lobo”, de que allí, en Hunter’s Arrows, su familia le diría cómo debía continuar, tal vez refugiada de nuevo entre sus rostros, apartada para siempre de aquel depredador. Pero pronto aprendió que esos Rivers[3] estaban continuamente congelados. Ni la primavera los deshelaba.
   Su madre fue la primera en hablar, tras meses o años de adoctrinamiento religioso inmisericorde, en los que la mujer tenía un solo papel que desempeñar.
−“Olivia, cariño, no olvides que has pronunciado unos votos y le debes fidelidad a tu marido. Todos los hombres tienen alguna circunstancia escondida que tarde o temprano sacan a la luz, pero nosotras hemos de respetarlos. Recuerda que ya lo peor lo sabes y ahora debes ser paciente y tener un proceso de reflexión y adaptación. Tu lugar está para siempre a su lado. Quizá esté buscando en otras lo que tú no sepas darle. Piénsalo bien y párate a ver dónde ha podido estar tu error.”
   Tu error. Su madre la culpaba de lo que había pasado. Se le empezó a caer el velo de lo que representaban sus padres. Más cuando su padre comenzó a hablar cometiendo el error de insistir en que ella lo había elegido:
−“No se debe abandonar a quien se ha elegido, sino afrontar las consecuencias. Y recuerda, hija, la casa que tienes, la ropa que llevas, el lujo que te rodea y la gente tan agradable que gracias a él has podido conocer.”
   Su marido no tenía muchos amigos y no eran más de uno o dos los que a ella le habían agradado, sin llegar nunca a considerarlos amigos propios. Pero era natural que su padre se expresara así. Todo lo que no tuviera valor medible en primulae[4] no existía. Por un segundo su mente se fue con sus ojos a la vidriera. Los tres cisnes o bien amaban o eran amados. Pero al vidriero se le había olvidado esbozar siquiera una cuarta posibilidad: no amar a quien no te ama. ¿Con que parámetros podía su padre tasar el precio de esa mercancía? Observó que al menos su hermana, tímidamente, se rebelaba.
−“Pero no se aman” −se atrevió a decir.
−“En un matrimonio se debe tener más en cuenta el respeto que el amor. Recuérdalo, Kirsten, para cuando te llegue el turno.” −cortó secamente Linda.
   La primera furia se le se aventó amarga con el fluir de sus lágrimas. No sabía qué esperaba de su familia, pero cada vez menos. Se limitaba a escucharlos. Pero apenas podía encajar que el mismo destino aciago se lo sirvieran a su hermana, que quizá ya estuvieran cocinándolo. A partir de esa noche pasó años intentando entender qué significa familia. Debía ser algo más que personas emparentadas que viven juntas, algo más que nutrir, educar o vestir. Empezó a considerar en serio qué iba a hacer a continuación. Miraba distraída al primer cisne, para poder evadirse un rato de saber qué decisión podía tomar, qué alternativas tenía. Tú, al menos, no tendrás pronto sufrimientos que considerar. Pero has conocido un tiempo el amor y la vida que viene con él. Y aunque no lo creas, has tenido más familia que yo, porque has elegido. La cisne ha sido tu familia. Ésta no es un linaje: familia es quien tú has escogido. Y entonces se sobresaltó. Su hermano Gerald intervino entonces, en consonancia con lo que ella estaba pensando. Tenía realmente una familia: el hijo que maduraba en su vientre, el “hijo del lobo”, pensó sombría. Y suyo también. Debido a su sangre no sería lobezno, pero precisamente por eso, debía mantenerlo apartado de él.
−“Tienes un hijo en que pensar −decía entonces Junior−. No olvides que también es su sangre. No puedes privarlo de su parte en su educación. Y si es hijo, hay cosas que sólo su padre le puede explicar, además de que nadie como él podrá darle una vida segura y confortable. Tienes que hacer las paces con tu marido.”
   Hacer las paces. Pero ella no sabía cuándo se había declarado la guerra. Ésta había constado de pequeñas batallas sin que se hubiera declarado inicio a las hostilidades. Y estaba segura de que con él no podría haber armisticio. Y una feroz pugna resultaría después cuando intentaran transmitirle unos preceptos. ¿Qué sería del “hijo del lobo” si era niña? No podía… no iba a volver con él. Sólo eso lo tenía claro. Pero ¿qué hacer?
−“¿Podría pasar aquí esta noche?” −tenía que ganar tiempo.
−“Ya sabes que Hunter’s Arrows es también tu casa. Y la de mi yerno, cada vez que él así lo quiera −intervino entonces su padre−. Pero no sería sensato que no sepa de ti esta noche. Podría entenderlo como abandono de hogar.”
−“Lo correcto es que vuelvas con él y le pidas perdón.” −fue la sentencia de su madre.
   Ella no podía pedirle perdón a quien notoriamente era culpable. No era solamente el horror de esa noche. Una infidelidad sería disculpable sólo si los unieran otras cosas antes, o hubiera perspectivas de cosas en común en el futuro. Pero su familia había sido tajante. La habían vendido al “lobo” y ella no lo había comprendido y era culpable. La ira puede tener una faz irreversible. Enloquece el corazón y nubla pensamientos, y después ya es imposible mil veces retroceder de decisiones tomadas. Al no haber habido verdadera contrición, su arrepentimiento no fue después del todo genuino. Pero el mal ya estaba hecho. No recuerda con qué palabras, pero la ira la hizo maldecir a toda su familia. Se puso en pie y se marchó.
   En las afueras de Hunter’s Arrows se puso a reflexionar, caminando por los alrededores, qué podía de verdad hacer a continuación. Y su desmoralización aumentaba al ver que no podía llegar a ningún lado. Sólo tuvo la cada vez más sólida certeza de que a Ash Cottage no iba a volver. A punto de entrar en una auténtica desesperación, la encontró entonces su hermana, que evidentemente había salido a buscarla. Lo había perdido casi todo, pero le quedaban el hijo de su vientre y su hermana Kirsten. Se hallaba entonces muy cerca de las cuadras. Allí se encontraron.
−“Olivia, cariño, te andaba buscando” −lanzó Kirsten con auténtica angustia.
−“Lo sé, vida mía. No fui capaz de dominar mis palabras y al final me salieron con furia, pero me alegra verte para poder decirte que la maldición no iba por ti.”
−“No te preocupes por eso ahora −y rodeándola con sus brazos, preguntó−: ¿Qué vas a hacer?”
−“No lo sé, de verdad. Paseaba para intentar aclararme. Sólo había llegado a la conclusión de lo que no voy a hacer: escúchame, Kirsten, cariño. No puedo entrar en Hunter’s Arrows. Tendría que pedirles perdón de no sé qué a nuestros padres y a nuestro hermano. Y si lo hiciera, sería sólo para una noche: intentarían convencerme para que vuelva con “el lobo”, y eso sí que no lo voy a hacer. También por el hijo que estoy esperando. Imagínate que es niña. ¿Qué esperanzas o qué futuro tendría con él? Mañana intentaré buscar un trabajo. No seré ambiciosa: trabajaré de lo que sea. Pero lo que me inquieta es dónde voy a pasar esta noche.”
−“¿Te acuerdas de Maureen? Estuvo saliendo un tiempo con Segundo. No sé cómo fue, pero le oí decir a Gerald que necesitaba una criada. Creo que vive allá por Knightsbridge Street. ¿Sabes dónde está?”
−“Supongo que en Templar Village. No he andado mucho por el Pueblo y no conozco la calle, pero mañana mismo iré. Su nombre es Maureen Merton, ¿verdad?”
−“Me parece recordar que sí. Pero esta noche ¿qué vas a hacer? Podrías aguardar un rato y luego yo te meteré en algún lugar sin que lo sepan.”
   Seguramente todo Apocalipsis deviene con cuatro jinetes. Y ella estaba a las puertas de conocer el caballo negro, mensajero del hambre. Pero la túnica del que lo montaba era apenas una silueta lúgubre y el destino siempre es opaco. Oyó entonces lo que le pareció un lamento de su yegua Kayleigh y una idea nueva le llegó con la voz de aquel relincho.
−“No quiero dormir esta noche en la calle. Mañana quizá, cuando conozca mejor la ciudad. Y no puedo dormir en la casa agazapada como una alimaña. Kirsten… podría dormir en las cuadras. Pero me iría a las 6 de la mañana, o antes, no te quiero meter en ningún problema.”
   Al final Kirsten se convenció de que no había alternativa. Introdujo a su hermana en las caballerizas y estuvo dos minutos buscándole un sitio cálido y acabó encontrándole un resquicio por el que todavía la mirada podía evadirse a través de la ventana, en el ángulo entre Kayleigh y su caballo Alexander. Olivia estuvo diez minutos sola, aguardando el retorno de su hermana que le había prometido traerle unas mantas. Regresó con ellas, con algo de comida, y muchos deseos de conversación, pero la mayor de las Rivers sólo quería quedarse a solas y pensar. No creía que fuera a ser capaz de dormir algo. No eran los cuernos puntiagudos del hambre o el frío. Era el desarraigo del dolor, ese dolor que embriaga y no se ha bebido, desnudo como un invierno que llega sin la transición de un otoño suave; ese dolor del desamparo de perder tantas cosas sin haberlo previsto, dolor de luna que ha perdido su Tierra y busca un nuevo cuerpo celeste por el que orbitar. Cuando al fin se quedó sola supo que le iba a resultar casi imposible dormir algo. No la desabrigaba el frío, ni el olor de la cuadra ni dormir entre sus caballos, las lágrimas que se le escapaban de tantas pérdidas amargas. Era el desconcierto desnudo, el momento crucial de su vida, su Verôme. Deambuló por la noche insomne deshojando posibilidades pero cuál no era su flor lo tenía cada vez más claro. No iba a volver con “el lobo”. Pero mirar las posibilidades que tenía la aterraba. Y no viendo más que una salida, decidió al fin lanzarse a la única permitida. Su única angustia era por su hijo; por sí misma habría aceptado irse a la calle o quitarse la vida. Por su criatura podría degradarse y pedir perdón a quien debía pedirlo, pero aún así su hijo, sobre todo si nacía niña, no iba a crecer con horizontes, tendría regalado el mismo vacío que le habían legado a ella.
   Apenas había podido conciliar algo el sueño cuando, a las 6, llegó Kirsten, como había prometido. Le traía un café ya preparado, todavía humeante pero templado o casi frío de la dura resaca del alba en el tránsito entre la casa y las cuadras. Y algo de comer lo acompañaba. Mirando a su hermana a los ojos supo por sus marcadas ojeras y las órbitas profundas que tampoco había sido capaz de dormitar mucho esa noche.
−“¿Has sacado alguna conclusión de qué quieres o puedes hacer, cariño?” −preguntó la más joven.
−“No tengo nada claro y no soy capaz de llegar a ningún lado, Kirsten. Sólo sé que buscaré a Maureen. Y si no me sale bien, no sé qué haré”.
−“Esta noche he estado haciendo memoria… verás. ¿Recuerdas la última cacería a la que ella asistió con nosotras? Creo que Gerald y Maureen rompieron una semana después. Pasé algo de frío y aunque no me iba a servir de mucho ella me prestó este florido echarpe −y como un prestidigitador, lo sacó entonces de sus brazos−. Después le pregunté la dirección a Junior para devolvérselo pero ya no me la quiso dar. Esta noche me he puesto a buscarlo y no tuve muchos problemas para localizarlo. Será una buena excusa para verla, si tú quieres que te acompañe.”
−“No quiero ser una carga para ti, Kirsten. Pero empiezo una nueva vida, y estaré menos helada si tú vienes conmigo.”
   Así que las dos hermanas se pusieron finalmente en marcha. Decidieron ir caminando. La escarcha de la mañana cortaba la piel como estiletes cuando cruzaron el puente que separaba Downhills del resto de la ciudad, por encima de la autopista. No hablaban mucho. Kirsten se daba cuenta de que otra escarcha más cruel se derramaba de los ojos de Olivia y no sabía cómo evitarle el frío. Sin estar muy segura de lo que hacía, le pasó su chaqueta, pero en ese momento su hermana ni se dio cuenta; su rostro impasible traicionaba el helor en que se habían convertido su presente y su futuro.
   Tardaron más de una hora en llegar al barrio templario. Preguntaron por Knightsbridge Street y les indicaron que debían llegar al Puente de los Caballeros y girar a la derecha. No sabían si lo habían encontrado e iban a preguntar por la casa de los Merton cuando vieron a Maureen salir del número 15. No estaban muy seguras de cómo serían recibidas cuando ella les hizo un ademán de reconocimiento y las llamó hacia sí. No tardó en comprobar las pronunciadas ojeras en los dos rostros, pero las saludó con afecto y cierta preocupación:
−“Pero si son mis queridas Olivia y Kirsten. Cuánto tiempo sin veros. ¿Qué os trae por este barrio?”
−“No sabíamos si te alegrarías de vernos o todo lo contrario” −dijo entonces Kirsten. Olivia, que se encontraba en una mudez insospechada, se daba cuenta de que pronto debía vencer su repentina timidez y decir algo.
−“Hemos oído −se atrevió a decir entonces con la mirada desencajada− que necesitabas una criada.”
−“Sí −por la expresión de su antigua cuñada, Maureen se daba cuenta de que había toda una historia detrás, y de repente añadió−. Mirad, en realidad hoy no entro a trabajar hasta las 10. Me disponía a desayunar. Suelo hacerlo en un bar que está aquí al lado. ¿Qué os parece si me acompañáis y si tenéis algo que contarme, lo hagáis?”
   Trifolium era un local pequeño cerca de la iglesia de St Mary. Se instalaron cómodamente una vez hubieron pedido. La cafetería se encontraba casi vacía a esa hora. En esa plácida soledad que viene con el silencio y los olores de una cafetería las tres se encontraron dispuestas a la confidencia. Maureen, para tranquilizarlas, pues las veía alteradas, les aseguró que aunque su historia con Gerald hubiese acabado mal, a ellas dos siempre las quiso. Casi olía, más que percibía, que Olivia tenía que referirle alguna cosa que le resultaría dolorosa. Y amablemente se dirigió a ella:
−“Pero quieres decirme algo, ¿verdad, Livy? −en el breve tiempo en que estuvo emparejada se había acostumbrado a llamar a sus cuñadas Kirsty y Livy− vamos, suéltalo y ya habrá pasado lo peor.”
−“Necesito un trabajo. Pero no me han educado para ninguno. Aunque podría ser criada. Al menos, sé cocinar. Es o eso o dormir en la calle.”
−“¿Cómo has llegado a esta situación? −se atrevió a preguntarle. Notaba a Olivia atormentada, pero no avergonzada. Tenía que extremar su nota de cariño. Y de respeto− Bueno, si te parece bien contármelo.”
   Olivia empezó tímidamente, a golpes de corazón quebrado, con lágrimas que empezaban a abonar los campos fértiles de su propia identidad. Contó toda su historia, a veces bruscamente, a veces tornando sus ojos hacia las nuevas esperanzas que al fin y al cabo seguía teniendo. Sin querer ser despiadada con Gerald, sí le explicó que su familia en estos momentos sólo lo eran su hermana y la criatura que esperaba, ni su hermano, ni sus padres ni su marido. Apenas interrumpió su relato unos segundos para que Maureen le pudiera expresar lo que ya sospechaba, y hablaran del embarazo visible de Olivia. Finalmente contó todo lo que en un solo día le había sucedido y cuál era su situación actual. Su cuento había sido, entre lágrimas, intermitente, pero al fin lo llevó a su mar. Miraba a Maureen llena de dudas, desesperada. Pero ésta le sonreía:
−“Tal vez mi madre no lo vaya a entender, pero estos días está fuera visitando a su hermana −miró su reloj−. Sí, todavía tengo tiempo. Si de verdad quieres ser cocinera, Livy, el trabajo es tuyo. Sube. Yo estaré ausente unas horas, pero la señora Carruthers te irá explicando lo más importante.”
−“¿Cuál es el sueldo, Maureen?” −se atrevió Olivia a preguntar.
   Aquélla mencionó una cifra.
−“Estaría dispuesta a recibir la mitad si tuviera un sitio donde dormir. Y algo de comer.” −la timidez fenece cuando la verdad es tan importante.
   Mientras se levantaban y acudían a casa de los Merton, se pusieron de acuerdo en esto. Olivia iba a dormir allí. Tanto si su madre se oponía como si no.
   Kirsten se despidió entonces, sabiendo que dejaba a su hermana en buenas manos, quedando con ella en que vendría a visitarla, o si a la señora Merton no le parecía bien, a buscarla y hablar las dos en alguna plazuela cercana. Olivia conoció al fin el holgado y cómodo hogar de los Merton. En él vivían ahora sólo Maureen y su madre viuda, Deirdre.
   Ralph Merton había sido coronel en la Segunda Guerra Mundial. Un obús desencaminado había acabado con su vida. Si su mujer lloró, fue bastante diestra en ocultarlo. La alivió pronto sin duda la hermosa renta de viudedad que empezó a recibir. En el mismo hogar que compartió el matrimonio, ahora vivía a solas con su hija. Y una única criada, Amy Carruthers, de carácter hosco y avinagrado, que a pesar de todo era una eficiente doméstica, excepto en la cocina, pues sus comidas siempre salieron de los fogones careciendo de algún ingrediente básico, justo el necesario para evitar que fuera insípida. Este dragón indomable le fue presentado a Olivia aquella mañana, y debían hablarse para que pudiera ser instruida. 
   Mientras el dragón le indicaba parte de sus funciones, Olivia se atrevió a llamarla alguna vez Amy. La criada de toda la vida la reconvino.
−“Señora Carruthers, por favor.”
   Y así se daba la paradoja de que a la criada la llamaba señora y también a la señora Deirdre Merton, pero la señorita Merton le permitía llamarla por su nombre y siempre le dijo Maureen. Ésta se fue enseguida a su instituto, sito en la avenida Campus Road, al sur de Avalon Road, oeste de Riverside Avenue, donde se halla el campus universitario y muchas de las facultades. Maureen llevaba varios años ahí enseñando matemáticas. Y en el claustro conoció a otro profesor, llamado Dylan Fiennes, con quien ya se hallaba comprometida, como Olivia pronto supo.
   Se quedó a solas con la otra criada, que le fue explicando sus funciones. Olivia había sido contratada como cocinera, pero se veía que tendría que hacer de todo un poco. Aprendió de la Carruthers qué comidas prefería la señora Merton, quien solía darle una lista semanal con los platos requeridos. La señora comía rara vez pescado y muchas veces carne y tenía varios solomillos previstos para la cena de mañana, pues no regresaría para el almuerzo. Así que ese día se habituó más que nada a limpiar la casa y a prepararle la cena a la señorita Maureen, que a su regreso se puso a conversar amablemente con Olivia. Así supo que a mediados de mayo pensaba casarse y ser en adelante la señora Fiennes. Si era necesario, intentaría buscarle un hueco como criada en su nueva casa, allá por Fairfields.
   Su habitación de criada podría dejar mucho que desear, pero esa noche Olivia tuvo un techo y eso era todo lo que necesitaba. Empezó a acostumbrarse a vivir sin su marido y su familia y a ganarse la vida sola.
   Al día siguiente apareció la señora, afortunadamente a una hora de la tarde en que ya estaba allí su hija, que le explicó la situación. La señora Deirdre Merton era adusta y arrogante, jamás tendría con ella conversaciones de mujer a mujer, como tenía su hija y Olivia era sólo una pieza más de su casa. Valiosa pieza, como comprobó esa noche en la cena, pero nunca tuvo más valor para ella que una herramienta útil que hacía bien su trabajo. Aunque se acostumbró a zaherirla con aquello con lo que Olivia pudiera cometer un error, jamás culinario.
   De todos modos, la señora Merton se habituó a tenerla en casa y Olivia tenía entonces techo y comida. Como suponía, su señora no permitía que Kirsten la visitara allí, así que se vieron cada día en la plaza de St Matthew’s Gospel, muy cerca. Allí hablaban cada tarde de 6 a 7, su hora libre diaria. En una de esas conversaciones, la mayor de las hermanas se volvía a referir a los cisnes de la vidriera.
−“Ahora estoy mejor, cariño. Pero no puedo evitar sentirme como el primer cisne, a punto de tener una bala clavada en el corazón, sin haber conocido nunca el amor.”
−“No pienses en eso ahora, cielo. Piensa solamente en lo que pronto tendrás que ese cisne nunca ha tenido: un hijo. Y aunque sé que odias, y con razón, a ese “lobo” de tu marido, piensa que te ha dejado lo único bueno que te podía dejar: su sangre.”
−“Temo que mi hijo se parezca a su padre.”
−“También lleva tu sangre. Y aunque ahora sé que no valoras la sangre Rivers, tú eres diferente, y criarás a tu hijo con el mayor de los amores.”
−“La sangre Rivers no está del todo corrompida. También la llevas tú. Ay −suspiró−, estoy deseando que mi hijo conozca a su tía Kirsten.”
   Así pasaban las horas, charlando y dándose fuerzas. Olivia tenía mucho miedo, pero su hermana veía cómo se le había quitado en parte una sombra, y la animaba. Y pronto comenzaron a hablar de boda, la de Maureen. Estaba prevista para el 20 de mayo. Ésta solía departir con sus queridas Kirsty y Livy en la misma plazuela. A su futuro marido, solía contarles, le acababa de salir un magnífico empleo en América, y dentro de nada se trasladarían allí. Ella tenía aún que encontrar empleo pero no creía que fuera a tener dificultades para hallarlo.
−“De todos modos, Livy, si tuvieras dificultades con mi madre, puedes irte a trabajar para la señora McDawn, que vive aquí al lado, en Damascus Road. Ahora está visitando a su hermano, en su país, pero regresará en septiembre. Para entonces volverá a necesitar con urgencia a una buena cocinera. La que tenía se casó y la dejó.”
   En el hogar de las Merton, Olivia pasó abril y mayo, entre el desprecio de la señora y los desaires de Amy Carruthers. Aún así, empezaba una nueva vida, y eso era todo lo que le bastaba. Aprendió a vivir entre menosprecios, el de la casa de las Merton y el de su familia. Kirsten la tenía informada. Para los Rivers, que su hija estuviera trabajando de criada era una vergüenza y su marido ya la daba por perdida y parece que no había perdido el tiempo y tenía ya una nueva amante, una tal Mary.
   Pero al fin amaneció el 20 de mayo. El esqueleto de la niebla se fue levantando para descubrir un día de sol radiante. Olivia acudió a la boda, pero no pudo después asistir al banquete. Tenía que encargarse de cuidar la casa por órdenes de la señora. Maureen no había olvidado invitar a Kirsten a la ceremonia. Las dos hermanas comentaron la buena pinta que tenía el señor Fiennes, el novio, engalanado para el día más importante de su vida. Y no tuvieron que esperar demasiado para ver llegar a la novia, en un precioso vestido de seda blanco, la cabeza despejada y la cara luminosa. Se casaron por el rito católico, en St Mary. Media hora después Maureen salió transformada en la señora Fiennes. Un beso efusivo para felicitar a la novia, y Olivia regresó a sus tareas en la casa de Knightsbridge Street.
   El derviche giróvago tenía que dar aún alguna pirueta para la vida de Olivia Rivers ese año y en sus manos desnudas portaba el ramillete amargo de su tercer horror. La señora Merton perdería más sin ella, pero pareció esperar a que su hija se transformara en la señora Fiennes para despedirla. A finales de mayo Olivia se encontró de patitas en la calle, con el sueldo de dos meses pero sin lugar donde dormir.
   Maureen estaba ya en otro país y no podía ayudarla. La señora McDawn no volvería hasta septiembre. Fue de casa en casa buscando trabajo, pero verla así, con 8 meses ya de marcado embarazo, hacía que nadie quisiera contratarla. Volver con su marido era impensable. No quería pedirle perdón, pero además él ya tenía una nueva mujer en su lecho. Por Kirsten sabía que su familia no la contaba entre sus miembros y a cualquiera que conocieran decían que tenían dos hijos: Gerald y Kirsten.
   Ya había tenido tiempo de hacerse a la idea de que alguna noche la tendría que pasar en la calle, más aún así el aliento furibundo de su soledad más absoluta comenzaba a soplar con determinación para no interrumpirse nunca. Esa noche la podía pasar en alguna pensión. En Damascus Road había varias. Pero no quería gastar lo poco que había ganado en dos meses en casa de las Merton. Ese dinero debía reservarlo para cuando naciera su hijo. Por él, o por ella, se fue a los arrabales del este, buscando un lugar donde estar resguardada. Era junio, y no haría mucho frío en cualquier otro lugar, pero en las calles de Hazington se dejaba notar. Decidió no quedarse en la Alameda de Umbra Terrae, por vergüenza a que la vieran los vecinos de Knightsbridge Street. Sabía que un poco más al sur estaba la Cañada de la Sangre. Pero allí no parecía encontrar un sitio donde refugiarse del viento, además del temor que les tenía a los mendigos que estuvieran por allí. Finalmente pasó su primera noche bajo el Puente de los Soportales, sin tener siquiera una manta, mas sin que nadie la viera.
   Destino se puede doblar por una curva inesperada y sin embargo salvarte por una pluma. Si Olivia no hubiera llevado un hijo en su vientre, otro podría haber sido su hado, pero por él o por ella resistiría. Y allí, bajo el Puente de los Soportales, desesperada y envuelta en un frío desgarrador sin mantas, de repente se dio cuenta de que alguien había dejado olvidado un librito, una novelita de amor sin pretensiones, según parece titulada Eternamente amada, donde se cuenta el romance imposible, pero de final feliz, que tuvo una tal Madeleine. Apenas cien páginas que a pesar de todo le hicieron olvidarse por un par de horas de la crueldad del mundo. Olivia siempre ha sido una lectora empedernida.
   Es muy dudoso que consiguiera dormir aquella noche. Finalmente se levantó ya cansada de intentarlo inútilmente. No sabía qué hacer ni adónde ir. Pero entendió que quizá debería acercarse a algún templo. Entre dos aguas, sabía que si acudía a la Basílica, allí sería vista por los vecinos de Downhills o por su familia; pero si se acercaba a los templos católicos de Jerusalem Street sería la comidilla de los vecinos del barrio templario adonde ella había trabajado los últimos dos meses. Pero tenía que ser una de las dos cosas, pues con el embarazo pronunciado no se encontraba con fuerzas de caminar más lejos. Se decidió finalmente por pasar la mañana en la iglesia de St Mary.
  Perdida y desorientada, allí anduvo toda la mañana con la única intuición de que debía abrir la mano. A pesar de todo, tuvo suerte. No quería mirar a los otros mendigos que por allí rondaban, pero no pudo dejar de ver a un matrimonio anciano a los que conocería ese mismo día. Ella parecía la fuerte. Él andaba a su lado con la mirada perdida. Olivia se hizo muchas preguntas sobre ellos y si no se sintió completamente derrotada es porque evocaba las imágenes de la novelita que había leído la noche anterior. Había dejado el libro a buen recaudo bien escondido entre unos arbustos junto al Puente de los Soportales, donde pensaba pasar también esa noche. Infructuosamente seguía buscando trabajo, pero sabía bien que no lo conseguiría hasta después del parto. Imaginarse teniendo a su hijo en la calle era un verdadero infierno, pero al menos nacería.
   A las 6 acudió a St Matthew’s Gospel a reunirse con Kirsten, a la que explicó a duras penas cómo había pasado las últimas 24 horas. Fue toda una impresión para su hermana saber que Olivia estaba en la calle y que había dormido debajo de un puente.
−“¿Qué podemos hacer, cariño?” −preguntó realmente angustiada.
−“No hay  mucho que se pueda hacer, Kirsten, cielo. Las dos opciones que tenía han quedado descartadas. Nuestros padres ya no me cuentan entre sus hijos. Y el “lobo” de mi marido ya tiene otra mujer. De todos modos no iba a volver con él. Pasaré como sea este tiempo hasta el parto. Cuando nazca mi niño, seguiré buscando empleo.”
−“Pero quizá las cuadras…”
−“No. No me quiero ni acercar por Hunter’s Arrows o Downhills. A ver si encuentro un sitio donde me proteja mejor del frío que bajo ese puente.”
−“Pero ¿la comida?”
−“Si eres capaz de traerme algo sin que se enteren. Pero que no te ponga en un compromiso. Podríamos vernos cada día a las 6 en esta plaza. Lo voy sobrellevando bien, pero a mi criatura le hará falta que su madre esté nutrida.”
   Y poco más hablaron, porque Kirsten tampoco hallaba salida. Y además tenía sus propias preocupaciones. Sus padres la habían emparejado con un tal Gerald Bergson, otro Gerald, accionista del HSB. Hablaban ya de boda para la siguiente primavera. Al saberlo, a Olivia le hervía la sangre, pero para ninguna de las dos hermanas parecía haber más consuelo que tenerse la una a la otra. Ningún día ninguna de las dos tenían buenas noticias que contarse, pero se querían y se veían cada tarde. Y Kirsten siempre venía con algo de comer para su hermana.
   Esa primera noche podía haber sido semejante a la anterior si no fuera porque Olivia, más que resignarse, empezaba a aceptar lo que le había pasado. Un día saldría de la calle, pero incluso debajo de un puente, vivía su vida sin la tutela de una familia que no había demostrado serlo, sin la sangre derramada de un lobo colérico por esposo. Comenzaba a releerse su novelita de amor, dispuesta ya a dormir, pues realmente necesitaba el sueño, cuando cruzó el puente el matrimonio que había visto esa tarde en St Mary. Cuando la vio allí recostada y tan embarazada, a la mujer le dio un vuelco el corazón y le habló:
−“¿Qué haces por aquí, bonita? ¿No tienes dónde ir? Me presento: soy Helen Lauders. Y éste es mi marido, Solomon.”
−“Olivia Rivers −se presentó, pero negándose a darle su nombre actual, con el apellido del “lobo”, que no volvió a usar. Había algo en la señora Lauders que le hablaba de ternura y amabilidad, y ella lo necesitaba. Tanto que casi lloró. Los Lauders se sentaron un rato junto a ella.
   Mientras Olivia los ponía algo al día de cuáles habían sido las circunstancias que la habían conducido a esta situación, ella conoció un poco de la vida de estos mendigos. El señor Solomon Lauders había sido una eminencia en química, pero ahora su declive era más que evidente y su demencia pronunciada. Pero al no tener que memorizar, su mente se había ido deslizando por la pendiente del olvido. Sólo recordaba ya los gases nobles y a ratos se lo oía murmurar: Helio, He; Neón, Ne; Argón, Ar; generalmente ahí paraba, pues no solía recordar que el siguiente era el kriptón. Y si lo decía nunca llegaba a su símbolo, Kr. Se le notaba el dolor por no recordarlo y los esfuerzos que, a pesar de todo, seguía haciendo. Su mujer los recordaba y les recitaba los dos siguientes: “Xenón, Xe y Radón, Rn, Solomon.” Entonces él asentía y se lo veía descansar mentalmente un rato, y hasta le pedía a su mujer que le refrescara la tabla periódica entera. Ella lo hacía, pues se ve que tras largos años juntos, eran frecuentes las tertulias sobre química que habían tenido y cómo ella acabó sabiendo grandes cosas sobre esa materia. Su marido respiraba cuando oía a Helen recitar de corrido toda la tabla periódica y no se sentía mal, pero ella sí, pues sabía bien que su marido ya no era capaz de saber qué era el helio ni tan siquiera el oxígeno. Con lo que él había sido.
   Además de que la demencia le había llegado demasiado temprano, y con ella la pérdida de empleo y dinero, había que sumar que sólo habían tenido un hijo, bastante calavera, llamado Frankie, que había agotado las arcas familiares y no podía retribuir ese dinero porque ahora se hallaba en prisión por un delito grave que su madre no quiso especificar. Se ruborizaba al hablar de él, pero estaba claro que hubiera hecho lo que hubiera hecho, ella lo seguía queriendo. Los Lauders llevaban tres años en la calle. Ella estuvo charlando con Olivia y le habló de traerle un par de mantas. Volvió a los pocos minutos con dos y le propuso quedarse esa noche acompañándola debajo del puente. Ellos solían dormir bajo unos fresnos bien escondidos. No tenían tiendas pero esa noche se sintió acompañada.
   Por la mañana, Olivia les indicó por dónde pensaba ir ese día, aunque temía pronto no poder, en tan avanzado estado de gestación. Por la Cañada de la Sangre rondaban muchos mendigos más o menos errantes, pero también algunos fijos. A la noche siguiente conocería a otros dos. Había una mujer rubia de cabello abundante, con bastante fortaleza mental como para auxiliar con su resistencia a más de 100. Llevaba sólo unos meses en la calle, también por un problema con su marido. Se llamaba Lavinia Garrison. Tendría unos 25 años y dejaba su mirada perdida constantemente en otro joven, también rubio, llamado Willie Nubbs. Éste era un enigma fácil de descifrar, y consiguió descifrarlo cuando vio que Lavinia se dirigía siempre a él mirándolo a los ojos. Willie le leía los labios. Parecía ser que había vivido desde niño con su padre y que éste, alcohólico empedernido, solía maltratarlo. De muy pequeño, no tardaron en descubrir que tenía problemas de audición. Algo oía, pero era mejor dejarle que leyera los labios. Pero mudo no era. Además de saber comunicarse por signos, su pronunciación de las palabras no era muy difícil de entender, una vez que te acostumbrabas a oírlas. Se le había supuesto retrasado mental, pero personas como Lavinia, que lo conocía muy bien y lo quería, sabía que al sentido común de Willie no le pasaba nada. Y con menos de quince años, aprendió a ganarse la vida. Buscaba empleos en el puerto y se veía que sabía hacer de todo. Sólo en un par de malas rachas se había visto obligado a dormir en la calle.
   Con estas personas aprendió a vivir Olivia los primeros días. De vez en cuando, por la Cañada de la Sangre pasaban más mendigos, gente realmente en las últimas que no sabían dónde tirarse a pasar la noche, enfermos de cuerpo y mente, alcohólicos incurables. Pero fue construyendo su mundo con Helen y Solomon, con Lavinia y Willie. Con la señora Garrison se llevó alguna sorpresa. Había sido vecina, de los Garrison de Orchard Castle, y se había pasado la vida soñando con heredar la mansión familiar, ya que era hija única, y convertirse un día en sonriente jardinera con un marido rico y muy poco que hacer.
   A su única compañera la conocería años más tarde, pero los mendigos de la Sangre, los más constantes, se movían en parejas. Helen con su marido; Lavinia, cada día más enamorada, con Willie. Ella nunca fue acompañada, mas a medida que se acercaba el parto y se veía con menos fuerza, logró llegar a un acuerdo con Helen Lauders. Olivia caminaba sólo unas horas hasta St Mary y después se quedaba con Solomon cuidándolo todo el día mientras su mujer conseguía comida para los tres. Por él llegó a memorizar la tabla periódica, que Helen le había enseñado. Tenía buena memoria.
  Comenzaba julio con fuego pegajoso durante el día, escarcha por la noche, y mucha voluntad de que Olivia siguiera en la calle. A comienzos del mes ya sabía que no podría caminar pasados unos días y que debía encargarse de Solomon y dejar que Helen cuidara de su parte. Una tarde que marchaba hacia St Mary se encontró con Amy Carruthers, que la llamó casi a gritos. Le decía que había una carta para ella de la señorita Maureen y que pasara a recogerla. No quiso entrar. No deseaba encontrarse con Deirdre Merton. Y la leyó en la calle.
   Queridísima Olivia. Espero que todo te vaya bien con mi madre (ella no sabía que la había despedido. Pensaba que seguía trabajando en Knightsbridge Street y por Olivia no había de saberlo.) Mi vida en Boston no ha hecho más que comenzar (se extendía en detalles sobre Boston y la dureza de su clima. Había encontrado un empleo como profesora y empezaría a trabajar a mediados de septiembre. En vez de matemáticas, ahora debía enseñar historia. Había de estudiar algo, pero lo principal ya lo conocía.) Pero vivir junto a Dylan hace que todo sea fácil. Sé que te alegrarás de lo felices que somos juntos. (A Olivia se le cayó alguna lágrima.)
   Vayamos a lo que importa, querida Livy, si la vida junto a mi madre te resultara insoportable, puedes irte a casa de la señorita Brenda McDawn, en Damascus Road, número 19. Antes de venir a Boston conseguí sus señas en el país de sus hermanos, y le he escrito poniéndola al día de cuál es tu situación. Brenda volverá el 5 de septiembre. Te pagará… (Y mencionaba una cifra, el doble de lo que ganaba en casa de Deirdre Merton) y te dará techo y comida, y por lo que la conozco, buena compañía. Es una buena mujer y muy afectuosa. Le he hablado especialmente bien de ti, y no sólo como cocinera. Ella no tendrá problemas en indicarte lo que te falte por aprender. Y poco más, querida Livy. Aquí te dejo mis señas por si me quisieras escribir. Esperando que todo te vaya un poco mejor. Y dale también recuerdos a mi querida Kirsty. Un beso
Maureen Fiennes.”
   Leyó y releyó la carta dos o tres veces. Querida Maureen. Hasta en la distancia sigues ocupándote de mis problemas. “Dios te bendiga”, no pudo menos que exclamar. Así que podría encontrar otro trabajo en septiembre, su querida señora Fiennes ya se lo había buscado. Pero para entonces ya habría parido y la señorita McDawn se encontraría con dos personas en su casa. Suspiró. Septiembre prometía, pero aún tenía que vivir los amargos julio y agosto. Había querido antes dirigirse a St Mary y a St Mary se dirigió. Allí estuvo un par de horas. El día le había ido medianamente bien, pero aprendió a comer poco y dejar algo para su futuro hijo. A la noche un poco de conversación con Solomon y Helen, con Lavinia y Willie, envuelta entre mantas de nuevo bajo el Puente de los Soportales.
   Sucedió a mediados de julio. Sólo un par de horas ya caminaba cada día hacia St Mary. Allí se encontraba una tarde, casi sobrecogida de calor, cuando vio un rostro conocido caminando con seguridad Jerusalem Street. Era su hermano Gerald. Si no supiera que nunca había sido romántico, no lo habría pensado, mas quizá se hallara por aquel barrio en busca de una mujer. Sea por lo que fuere, allí se hallaba. Era evidente que la había visto y que caminaba hacia la iglesia para hablarle:
−“¡Qué vergüenza, Olivia! ¡Ver a una Rivers aquí!”
−“No parece que me hayáis dejado más alternativas, Gerald. Pero al menos el niño nacerá. Si de verdad te interesa mi vida, te diré que en septiembre podría encontrar otro trabajo.”
−“Yo andaba por aquí rondando a la señorita Johnson, ¿la conoces?”
−“No. No tengo esa suerte. Vamos a ver, Gerald, ¿qué alternativas me quedan? Respóndeme si quieres. ¿Podría volver con mi marido o con mis padres? Yo no quiero estar en la calle, pero no me queda otra.”
−“Sí, si aceptaras que tu hijo se críe con tu marido.”
−“Estar en la calle tiene la ventaja de que te puedo decir lo que quiera. Yo no elegí a mi marido. Lo elegisteis por mí. No volveré con él y por lo que veo, no volveré con mis padres. En cambio a ti, por ser hombre, se te deja elegir, y buscas mujer a tu gusto.”
−“Eres testaruda, Olivia. A los hombres y a las mujeres no nos han criado para lo mismo. Todavía estás a tiempo de pedirle perdón a tu marido y volver con él. Nuestros padres sólo te admitirían de vuelta en Hunter’s Arrows si  a él retornas.”
−“Pues ahora que lo sé, Gerald, déjame en paz.”
−“No nos pasará lo mismo con Kirsten. Pronto será la señora Bergson.”
   Su hermano no se iba. La ira tiene una faz irrecuperable. A esas alturas, ya era capaz de soportar que a ella la hubieran vendido, pero no a su hermana, que por lo que sabía no amaba tampoco a su futuro marido. Y por ella, se agrió un poco más, y su airada respuesta ya fue maldición.
−“Yo te maldigo, Gerald. Nunca tendrás una buena mujer a tu lado ni buenos hijos, si es que los tienes. Maldita sea tu sangre Rivers. Apártate de mí para siempre y no pongas ahora tus manazas sobre Kirsten. Que al menos tú no intervengas. Déjanos en paz. Para siempre. Ya no soy una Rivers. No quiero volver a verte. Seas por siempre maldito.”
  Las palabras fueron educadas, mas aun así, le hirieron con fuerza. Se fue entonces pero no tardaría en volver a verlo, cuando julio le daba paso a agosto. De todos modos, los hermanos quedarían durante años separados, sin hablarse.
   A los pocos días, volvió a encontrarse con su hermana, a la que refirió tímidamente lo que acababa de pasar.
−“Yo no quería, Kirsten, cielo. No quería maldecirlo. Por ti. Pero me temo que ya sea inevitable. Pase lo que pase, aprenderé a ganarme la vida sola, sin ese “lobo” de mi marido y sin mi familia.”
−“Lo vas consiguiendo, Olivia. Tu vida es tan dura que yo no sé si podría soportarla. Quiero algo a Gerald. Aprenderé a vivir con él antes y después de ser la señora Bergson. Pero no te reprocho nada.”
−“¿Cómo es tu futuro marido?”
−“Es un hombre sencillo. Es verdad que todavía no lo amo, pero podría aprender a amarlo. Y lo amaré. Todo es cuestión de tiempo. Sabes que en su casa también podrías hallar acomodo un día. Pero cambiemos de tema. ¿Tienes pensados nombres para tu futuro hijo?”
−“Si es niña, sí. Hace tiempo pensé que la llamaría Lucy. Pero si es niño, no lo tengo pensado. Dímelo tú, pero que no tenga relación con nuestra familia. Ni con su padre. Aunque ahora conozco a un mendigo que comparte su nombre.”
−“Algo fuerte y masculino. Y si no quieres que tenga relación con nuestra familia, no sé, a mi me gustan James o Malcolm.”
−“Elige tú.”
−“Malcolm me gusta más.”
−“Pues en unos días tendremos aquí a Malcolm Rivers o a Lucy Rivers. ¿Sabes? No tengo ni idea cómo. Pero mi hijo, o mi hija, no ha de llevar el apellido de su padre. Maldito sea para siempre.”
−“Lo odias de veras, ¿no?”
−“Más que el nuestro. No me gusta pensarlo, pero soy una Rivers. Y uno de los dos ha de llevar.”
   No tenía ganas de discutir más con su hermana, y por ese día la conversación quedó ahí. Las noches de julio ya eran al menos más templadas y Olivia fue viendo, cada día más cómo los sentimientos de Lavinia se iban tornando amor, claro amor. No le importaría ser pronto la señora Nubbs. Y se ve que pronto lo fue, en cuanto fue capaz de sacar valor para ser ella la que hiciera una declaración de amor eterno a Willie.
   El parto estaba previsto para el día 10 de agosto, pero igual se adelantaba. Pero una noche de finales de julio, despertó bruscamente, soliviantada. Aquello parecían contracciones, pero era muy pronto. Todavía era julio. Pero algún tiempo después, ya pareció comprobar que iba en serio, que un universo movedizo se expandía en su vientre con ganas de asomarse a la luz del nuevo amanecer. Esa noche dormía sola. Seguía quedando con Helen en que ella buscaría hasta el parto comida para los tres, mientras Olivia cuidaba de Solomon Lauders. A eso de la 1 de la madrugada cada vez tenía menos dudas. Su hijo, o su hija, venía ya. Había decidido que debería nacer en el hospital. Todavía no existía el Philip Rage, entonces había algo parecido en el mismo sitio, el Jacob Chamberlain. Era un buen lugar para que naciera su criatura, pero ¿vendría esa noche? Desesperada se puso en pie, sin decirle nada a nadie. Se iría al hospital por los arrabales del este. Lo que había ganado en casa de las Merton podría dedicárselo a su criatura.
  Por el Puente de los Soportales pronto cruzó a la Alameda de Umbra Terrae. Si algún mendigo que por allí habitaba, la vio, nunca lo supo, pero por allí rondaba Madeleine, la compañera de su vida, presente aquella noche aunque ella no lo supo. Debió hacerse preguntas de a dónde andaría a aquellas horas una mendiga embarazada. Pero entonces ni se conocían. Se detenía por momentos a descansar en algún banco del sur. Allí se quedó una hora y pico esperando que se le pasaran algo los mareos. Podía caminar después por Knightsbridge Street hasta el hospital. Pero una falsa alarma la llevó después a pensar que no vendría tan pronto, y a aquella hora de diablos era quizá mejor, pensó bien o mal, caminar hasta la Colina de los Caballeros.  Allí se fue trepando la colina como pudo. Ya distinguía los dos o tres olmos que lo separaban de Umbra Terrae.
   La Colina de los Caballeros era entonces un lugar distante en pleno bullicio, una tierra de nadie, donde se divisaba Arcade y se podía ver la casa de las Merton. Pero no había ni un alma. En uno de los pisos de enfrente, aunque ella no lo sabía, una mujer debía estar encontrándose con el mismo dolor. Pero se detuvo un segundo bajo uno de los olmos. No podía más. Se hallaba agotada. Su progreso era el adecuado. Por la mañana, o antes llegaría al hospital. Mas pensó que un descanso le iba a sentar bien. Y en ese momento sucedió. Eran las 7 de la mañana. Se había acordado de traer tijeras para cortar el cordón umbilical. Y tenía prisa. Lo alto de la Colina de los Caballeros no era el lugar que ella habría escogido para que naciera su hijo, pero es verdad que hacía mucho que Olivia no elegía su vida. El dolor era imprescindible en aquellos aciagos momentos. Nunca se había encontrado tan sola y abandonada, en mitad de ninguna parte, sin ningún rostro conocido rodeándola con ternura. No podía ser: su hijo venía ya, estaba segura. No sabía si podría tenerlo sola. Se imaginaba después refiriéndoselo a Kirsten mientras respiraba adecuadamente para que naciera bien. Ya no había tiempo de recorrer el breve trayecto hacia el hospital. No pudo cambiarse de olmo. La criatura nacía con fuerza, días antes de lo previsto, desafiante y orgullosa. Era niña. Había llegado Lucy. Nunca fue para ella un cuarto horror, a pesar de haber tenido a su hija en la calle. Se las arregló fácilmente para cortar el cordón umbilical y allí mismo soltó la placenta. Con cierta desgana, se atrevió a coger a su hija en sus brazos y fue entonces cuando sucedió. La dejó caer, Protch. La recogió enseguida. A la niña no le había pasado nada. Niña fue también, como el Universo, tan brillante y fecunda. Ella debía encontrar otra forma de vivir. Por Lucy. No podía criarse con su padre, de eso estaba segura. Pero tal vez los Rivers… Al menos Kirsten.
  Un par de horas se llevó allí en lo alto de la colina y apenas supo qué debía hacer. Pero al final poco a poco regresó al hogar. Ya había parido, y en el hospital no le habían solucionado nada porque nunca estuvo allí. No fue Malcolm, éste no quiso venir. Nunca llegó. Había sido Lucy. Ésta no se parecía a su padre, al fin y al cabo. Tenía los mismos ojos negros de los Rivers, y un día tal vez tuviera su mismo cabello rojizo. La impaciente doncella de los últimos amaneceres de julio ya había llegado. Ahora muévete, si puedes, en libertad, hija, rompe el aire, corta el viento, tu madre te ha de enseñar a caminar y ha de llevarte en las alas de su mejor sonrisa. Ya había parido y era niña. Lucy la llevó en volandas hacia su tierra, donde la aguardaban los Lauders y el cuarto horror.
   Helen Lauders le puso en las manos un sonajero en forma de verde rana que le había pertenecido, diciéndole a la madre que lo quiso mucho en su infancia. Ese primer día no comieron demasiado, pero ella estaba saciada. A las 6 se dirigió de nuevo a St Matthew’s Gospel a reunirse con su hermana, Lucy en los brazos, para que conociera a su sobrina. Estuvo un par de horas por allí mas no la halló. No podía imaginar qué razones habrían hecho que no se presentara Kirsten ese día. Por la noche un par de horas con ellos, Lucy en sus brazos, contemplando el universo.
  El día siguiente fue, la mañana semejante, muy parecido a cualquier día hasta la tarde. Un par de horas sí se atrevió a ir a St Matthews’ Gospel a esperar a su hermana, mas tampoco fue. Allí se encontró otra vez con la mirada compungida de su hermano. De repente, a pesar de todo, Gerald volvía a hablarle:
−“Olivia, cariño, sé que no seguramente no quieras verme, pero tengo que avisarte de algo que ha pasado.”
−“¿Qué me tienes que decir? ¿Se trata de Kirsten? Ayer y hoy no la he visto.”
−“Sí, se trata de Kirsten. Escúchame, cariño. Si no me quieres hablar que sea a partir de mañana. Pero tengo que decirte algo sobre ella. Hablémonos al menos hoy.”
−“Rápido, ¿qué le ha pasado a mi hermana?”
   Gerald llevaba unas gafas negras. Algo pasaba indudablemente.
−“Ayer por la mañana sufrió un grave accidente de caballo. O eso creemos. El caballo se encuentra bien, pero ella estaba bajo unos arbustos. Se ve que la caída fue dolorosa. Ella se encontraba con todo el pecho sangrando, y apenas pudo explicarnos qué había ocurrido. Esta mañana he venido el doctor. Su mente, ya enferma, sólo tenía palabras de afecto para ti. Qué será de mi querida Olivia, repetía una y otra vez. Pero se iba poco a poco apagando. Cuando se fue el doctor ya estaba muerta. Lo hicimos volver, sólo para confirmarnos lo que ya creíamos. Kirsten se ha ido, Olivia −y ya casi desmayado−, pero hasta última hora siempre se preocupó de ti.”
  Es imposible describir qué sintió su hermana al saber la noticia. Se puso a llorar a lágrima viva allí, en St Matthew’s Gospel. Se notó perdida. Tuvo algo de arrestos para preguntarle a su hermano dónde estaba. Como suponía la habían llevado al panteón de los Rivers, en el cementerio del norte. Allí fue en alguna ocasión a llevarle flores. Olivia siempre quiso a su hermana. Pero nunca pudo suponer que la vida fuera tan dura con ella y que no se vieran más.
−“Gracias por decírmelo, Gerald. Ahora he de pensar qué voy a hacer el resto de mi vida sin ella, pero debía saberlo. Aléjate, por favor, y déjame pensar qué he de hacer.”
   Gerald se alejó al fin, no sin antes indicarle que por hoy sus padres la dejarían pasar a Hunter’s Arrows. Su marido supo la noticia, pero sabe Dios cómo la encajó. Ella no quiso ir de todos modos. Ya no tenía más familia que su hija, y con ella volvió, cataratas sus ojos, hasta el Puente de los Soportales. Cuando al fin llegó Helen Lauders, ella la puso en antecedentes de lo que había pasado. Se habría derrumbado de no haber sido por ella. Ya no tenía familia.
   Su hermana, pensó, nunca sería la señora Bergson. No te habría gustado tu vida, Kirsten, junto a un hombre que no amas. Ya no me puedes ayudar más. No has conocido a tu sobrina. De haberlo sabido, habría recibido el nombre de Kirsten. Toda su vida la pasó en adelante deseando volver a ver a Kirsten Rivers. “Pero he de vivir sola, cariño, ya sin ti. En cuanto a mí, no me queda más futuro que mi hija, la niña de mis esperanzas. Con ella los Rivers estaremos menos helados, pues Rivers seguiremos siendo. En ella, y por ella, el futuro nos aguarda. Tal vez su simiente sí sea fecunda. Quizá dentro de un mes, hallaré refugio con la señorita McDawn. Hasta septiembre estaré en la calle. Después, mi vida, ya no sé qué será de mí. Entiéndeme, cariño, debo vivir, Lucy me aguarda. El futuro con ella será menos solitario que todos mis horrores. Quién sabe lo que me espera. Iré de vez en cuando a ver tu tumba, a llevarte flores y a contarte novedades, te lo prometo, y entretanto intentaré continuar sin ti, ya siempre sin ti. Mi hija, que es tu sobrina, será nuestra continuidad, aunque no la hayas conocido, y tú languidecerás en tu cobertor de tierra. Descansa en paz.


 
   Érase una vez una mendiga que nació en una cuna de tierra, porque no hay cuna más sabia.” En la tierra brotó como sólida raíz, fruta madura de la greda, fuente clara que va reptando del manantial al río. En un alba esquiva y remota, junto a la claridad que ya se vislumbraba, en el verano que de oros cubría la arboleda, en una colina desvestida y polvorienta, de una caída sobresaltada como el lento morir de aquel julio pordiosero. Su llanto apenas fue preludio de la vida un rato y después tintineo monótono acorde con el frío. Amanecer de verano escarchado que sólo cubrió de gelidez su cuerpo estremecido, pero su honda materia, emergida de la arcilla ardiente donde había brotado, siempre ha conservado también el fuego de aquella aurora que dio color a la estrella con la que nos ilumina. Te estoy hablando Protch, como ya habrás adivinado, de Lucy Rivers, mi compañera. Y no podré evitar que en muchos pasajes sea también la segunda parte de la historia de su madre, de Olivia Rivers, y cómo llegaron a ser mis compañeras.
   Tan pequeña, nunca fue consciente de que había nacido en la calle, ni del dolor de su madre, que no sabía cómo darle otro futuro. Pero Olivia sólo podía llegar a que su hija estaba viva y había nacido bien a pesar de los pesares, a que debía mantenerla, en las calles o bajo techo. Que estaría mejor, en cualquier circunstancia, sin el “lobo” de su padre. Lucy siempre fue bella y siempre estuvo protegida. Mas nació con frío mortal y su madre nunca fue capaz de extraérselo.
   Debían estar una noche de agosto a la luz de las estrellas, más en la Cañada de la Sangre que en el Puente de los Soportales, envueltas en mantas, pues Helen Lauders les había dado unas cuantas. Para ellas quizá brillaba un planeta con anillos, cerca del tapiz estelar de los astros de verano. Por allí rondaba y con algún reparo, las observaba Saturno. Las luces amarillas no eran solamente divinidades; unánimes, quisieron unirse en un cálido soplo.
   Nunca fue consciente de que el primer agosto de su vida lo pasó en la calle, ni de que su madre iba cada día a Damascus Road, 19 y siempre lo hallaba cerrado. La señorita McDawn no se encontraba en casa ni en el país. Agosto fue una odisea para su madre, pero ella nunca la conoció. Estaba en la calle y tenía frío y su madre desesperaba por quitárselo.
   Pero al fin el 5 de septiembre halló las ventanas de los balcones abiertas, y se decidió a llamar al timbre. No confiaba en obtener ya trabajo con una hija recién parida, mas lo intentó.
   Muchas de las casas de Templar Village son de una sola planta, pero hay que subir escalones. Al llamar salió del interior una señora de aspecto limpio y bondadoso, con el rostro luminoso y los cabellos recogidos en un moño, a veces rebelde, que le daban un aspecto monjil y recatado que no casaba bien con su carácter libre y sencillo.
−“¿Qué desea?”
−“Me llamo Olivia Rivers. Creo que la señora Fiennes le ha hablado de mí. Estoy buscando trabajo.”
−“Maureen me habló de su embarazo. Una gran mujer, digna de mejor madre –no se llevaba bien con la señora Deirdre Merton-. Pero pase, por favor. Veo que ya ha parido −su hija dormitaba entonces en sus brazos−, ¿cómo se llama la niña? Es preciosa.”
−“Se llama Lucy. No quiero engañarla, señora McDawn…”
−“Señorita” –la interrumpió, mirándola con afecto.
─“Señorita McDawn, mire, yo estaría dispuesta a cobrar un sueldo casi mísero, pero tengo una hija y ningún hogar en donde dormir. Aquí mi pequeña Lucy no  molestaría nada y…”
─“Yo estoy muy sola, señora Rivers. Y si usted y su hija se quedan a vivir aquí, sería un inmenso placer para mí tener compañía. Se la ve una buena mujer. Y en cuanto al sueldo desde luego será digno. Mi padre no nos dejó mucho, pero sí una buena renta a sus tres hijos. Yo no me he casado. Me gustaría conocerla, Olivia. Quizá hasta podríamos ser amigas.”
   Le estuvo enseñando toda la casa y Olivia se iba haciendo cargo de cuáles serían sus funciones. Iba a tener que hacer de todo pero principalmente cocinar. La señorita McDawn reconoció que sus comidas solían ser bastante insulsas. Además tendría que hacer un poco todo lo demás, pero el sueldo era espléndido y básicamente se quedaba allí como criada y se ve que como amiga de una Brenda McDawn que aparentaba ser una gran mujer y que se encontraba necesitada de amistad. Le mostró varias fotografías en el aparador. En ellas se veía al mismo hombre dos veces o a dos hombres diferentes, no estaba segura.
─“Son mis hermanos. Yo soy mayor y tengo dos hermanos gemelos. Este de la izquierda es Matthew y el de la derecha Mark. Son periodistas y fueron enviados como corresponsales a Cádiz, a la guerra civil que ganó el general Franco. Allí conocieron a sus esposas. Matthew se casó con Sagrario Íscar y Mark lo hizo con Consolación Tébar. Pero acabaron cada uno en un bando. Matthew quedó en el lado republicano y prefirió exiliarse. En realidad volvió a su país y ahora vive con su esposa en la capital. Pero tuvieron un hijo en Cádiz. Aquí puedes verlo: es mi sobrino Miguel. Tiene ya quince años. Nació allí y vivió en su país hasta que acabó la guerra. Mi hermano Mark y Consolación se quedaron en Cádiz y tuvieron una hija. Esta es mi sobrina Brenda Dolores, que ahora tiene doce años. Sé que te estoy mareando con tanta familia pero hay fotos de ellos por todas partes y pronto te quedarás con todos sus nombres.”
   Y efectivamente se aprendió pronto toda la familia. Esa misma noche ya la iba a pasar allí. Sólo tuvo que hacer la cena. Para lo demás comenzaría al día siguiente. Y se sentaron a comer juntas y Olivia fue viendo que la señorita McDawn era una gran mujer con mucha necesidad de hablar y parecía haber encontrado a una amiga del alma, más que a una criada. Olivia también le contó gran parte de su historia y Brenda, a la que llamó así, más que señora, la comprendía sin compadecerla. Y empezó a sentir que había encontrado refugio, un  puerto seguro desde el que comenzar su vida. Esa noche casi lloró al ver la que iba a ser su nueva habitación. No era lujosa, pero de nuevo iba a dormir en una cama y bajo techo, y su hija pasó las primeras tres noches en casa de Brenda durmiendo con su madre hasta que pronto la señora la sorprendería regalándole una cuna. Olivia sentía que mientras estuviera en casa de la señorita McDawn tendría una vida cierta y entretanto intentaría ahorrar para tener un día su propio hogar. Tenía los viernes libres, aunque apenas salía de la casa. No iba al cine o al teatro ni se gastaba el dinero ganado allí. El primer viernes salió de nuevo a ver a sus antiguos compañeros de la Cañada de la Sangre, y se halló con una noticia luctuosa. Había fallecido Solomon Lauders. Su mujer estaba destrozada, pero habló segura con Olivia.
─“Es lo mejor que podía pasarle ahora. Ya no era él hace tiempo. Si no tienes recuerdos de tu vida, mejor irse ya.”
─“¿Qué te puedo decir, Helen? Por lo que tú misma me has contado, fue un hombre excepcional y un químico eminente. Su vida mereció la pena. Y para mí ha sido un placer llegar a conocerlo.”
   Pasaron a hablar de la que era la vida de Olivia ahora. Helen se alegró mucho por ella y Olivia prometió venir a verlos, si no cada día, al menos todos los viernes. Lavinia y Willie seguían con Helen acompañándola en las calles y parecía casi seguro que la nave de amor de esos dos iba a llegar a puerto pronto.
    La vida con Brenda era fácil y jamás llegó a zaherirla. Era cada día más una amiga de verdad. No se enfurecía con ella por los pocos errores que pudiera cometer y así Olivia la vio un día limpiando de nuevo una lámpara del salón que no había quedado del todo limpia.
─“Brenda –le dijo Olivia, horrorizada al verla limpiar-, soy tu criada. Déjame que estas cosas las haga yo y si no me salen bien, llámame la atención y comienzo de nuevo.”
─“No tiene importancia, querida. Esta lámpara siempre se me ha resistido y la señora Dragg –era la antigua criada- no la dejaba nunca brillante y luego la repasaba yo. Tú prepara ahora la comida, que ya me encargo yo de que quede bien.”
   Eso era lo habitual si Olivia cometía algún pequeño error. Más que criada y señora eran amigas y ella le hablaba un rato cada día –siempre comían juntas- de su sobrino Miguel o su sobrina Brenda Dolores.
   En cuanto a Lucy es difícil explicarte cómo y cuándo fue conociendo que aquella no era su casa, que su madre no tenía hogar. Llamaba a la señora mamá Brenda y fue muy inteligente en aprender a andar y a hablar. Pronto tuvo una buena melena pelirroja y a su madre le gustaba que se dejara el pelo largo. Apenas era traviesa y la señora siempre le regalaba juguetes y chucherías y le contaba cuentos de bellas princesas y hadas clementes. Fue aprendiendo a vivir su vida tal como le había tocado, pero aún no conoció la cara helada de los arrabales y los puentes.
   Un viernes de finales de enero Olivia volvió a la Cañada de la Sangre y allí conoció dos noticias, una luctuosa y otra feliz y esperanzadora. Lavinia lloraba cuando al ver a Olivia acercarse, le habló.
─“Mi padre no ha resistido más. Hacía meses que lo cuidaban por algo de pulmón. Murió ayer. Acabo de venir de su funeral. Pero hay algo más que te tengo que contar. Brad Garrison ha hecho heredera de Orchard Castle a su única hija. Y algo de dinero lo acompaña. Así que anoche reuní valor para hacer lo que llevaba tiempo queriendo hacer. Le he propuesto matrimonio a Willie y me ha dicho que sí. Y Helen vendrá a vivir con nosotros. Mi futuro marido está buscando trabajo de jardinero allí en Sunny Slopes, el hogar de tus antiguos vecinos, los Kensington. Con un sueldo quizá nos baste para vivir los tres. Y si un día necesitas trabajo, te puedes venir con nosotros a Orchard Castle
─“Demasiado cerca de Hunter’s Arrows, Lavinia. No quiero vivir junto a mis padres y mi hermano. Pero te lo agradezco”
   La boda fue al final el domingo 4 de marzo en la Basílica. Olivia estaba nostálgica, recordando que la última boda a la que fue, la de los señores Fiennes, había asistido con su hermana y la habían comentado juntas. Pero tuvo que decirse, “vamos, boba, ahora solo piensa en la felicidad de tus amigos Lavinia y Willie”. Se tranquilizó algo y llegó hasta el final de la ceremonia. No asistió al banquete pero felicitó a Willie y a su amiga, ahora Lavinia Nubbs.
   Pero los viernes los dedicaba principalmente a pasear tranquilamente hasta el cementerio del norte, a llevarle flores a su hermana y hablar con ella un rato.
   Ya llevaba un año allí cuando una tarde de finales de verano llamaron al timbre. Al abrir la puerta, se encontró con un rostro conocido por las viejas fotografías. No sabía cuál de los dos hermanos era, pero en seguida se fijó en el codo derecho de aquel caballero que iba en mangas cortas. Brenda le había enseñado cómo los dos hermanos eran distinguibles porque uno de ellos tenía una mancha en forma de fresa casi en el codo.
─“¿Señor Matthew McDawn?”
─“Sí, y usted debe de ser Olivia. Mi hermana me ha escrito hablándome de usted.”
─“Brenda está visitando a unos vecinos, pero enseguida vuelve. Siéntese. ¿Desea tomar algo?”
─“Una copita de Jerez sí me tomaría.”
    Pero todavía no la había probado cuando regresó su hermana.
─“Hola, Matthew, cariño. ¿Cómo están tu mujer y tu hijo? ¿No han venido contigo?”
─“Yo quería pasar una semana aquí a tu lado. Sagrario se ha quedado en la Capital. Y Miguel con ella. No ha querido venir. Para la edad que tiene, es un chico muy maduro. Está mirando viejos libros de derecho. Quizá sea abogado un día.”
─“Yo estaba visitando a mis vecinos los Miley. Su nuera, Rebecca, acaba de dar a luz. Charlie se llama. Es muy hermoso.”
   Si ves que en ciertos detalles me extiendo y soy prolijo, Protch, detenme. Pero hay conversaciones insignificantes como ésta entre los dos hermanos que te quiero contar para que recuerdes por ejemplo el apellido Miley, que quizá acabara siendo significativo en mi historia.
    Cenaron los tres juntos cada día de esa semana que Matthew pasó con ellas. Él le fue contando la misma historia que Brenda ya le había contado. Cómo era que no se hablaba con su gemelo Mark. El origen de todo fue sus mujeres. Consolación, su cuñada, era una niña rica que no soportaba a Sagrario, su mujer. Un día se enzarzaron en una disputa pueril, pero fue subiendo el tono agrio de lo que se reprochaban y acabaron hablando de política. Los hermanos intervinieron y fue para peor. No era su guerra, estaba teniendo lugar en otro país, pero sus respectivas esposas estaban cada una en un bando. Se acabaron diciendo cosas que no sentían del todo, identificado cada uno con un credo y queriendo defender a sus esposas, se insultarían gravemente y después los dos fueron demasiado orgullosos como para pedirse perdón y ahora no se hablaban. Al final el bando de Mark ganó la guerra y Matthew con su esposa y su hijo decidió volver a este país,
─“Por eso te digo, Olivia –a los dos días le hablaba ya como si fuera otra hermana y Olivia casi lloraba ante el cariño que le mostraba la familia McDawn- que no discutas nunca con alguien sobre política. Discutir de religión puede ser dañino, pero de política era peor.”
   Matthew McDawn venía un par de veces al año, pero siempre sin su mujer y su hijo. Tardó en comprender que Brenda y Sagrario no se llevaban bien. Su hermano lo sabía y no hacía comentarios pero sus visitas se fueron haciendo habituales. En una de ellas, Brenda seguía insistiendo en que se reconciliaran sus dos hermanos, pues nada había pasado entre ellos que no fuera solucionable, pero Matthew siempre respondía lo mismo.
─“Me llevé muy bien con él. Pero quizá nuestra relación haya terminado para siempre. Me alegro de su felicidad con Consolación. De verdad, Brenda, soy feliz de que sea feliz. Pero si te digo la verdad sólo lamento ahora estar perdiéndome el crecimiento de Brenda Dolores. Por lo demás, cada uno ha hecho su vida y ya está. La situación en su país no es como para que ahora vuelva a Cádiz, pero siempre estaré enamorado de esta ciudad, de su luz y de sus vientos”
   Y ahí quedaba la cosa siempre. Por más que insistiera Brenda, era imposible reconciliarlos. En cada visita de Matthew McDawn se hablaba sólo de sus recuerdos de Cádiz y de aquel país sureño, de sus gentes y sus costumbres, y de su situación actual. Aunque ya pasados los peores años del hambre, aquello era una dictadura y no era factible que él volviera a pasear por el Atlántico en aquellos lares.
    Entretanto la vida iba pasando cómoda y cálida. Brenda era más que su señora, su amiga. Algo delicada del estómago, Olivia tenía cuidado en qué le preparaba. La pequeña Lucy ya tenía cuatro años y alguna vez se hizo alguna pregunta y casi se podría decir que entendía la vida de su madre. Fue una niña muy espabilada para comprender ciertas cosas. Su madre respondía a sus preguntas como podía pero no podía contestarle que estuvieran en su casa. Olivia creía que, de todos modos, se pasaría la vida con Brenda McDawn y que un día podría tener casa propia. Le habría dado igual que fuera pequeña y casi desvencijada pero suficientemente abrigada para que la madre y la hija pudieran compartir un cálido hogar donde Lucy no tuviera tanto frío, que era habitual en ella. Al menos no vivía en la calle y resistía con menos dolor en el refugio de la amistad con su señora.
   Ya llevaba cuatro años allí cuando un jueves a las tres de la tarde llamaron al timbre y Olivia abrió la puerta y se halló sorprendida al hallarse con Lavinia Nubbs. Sabía su dirección y Brenda no habría objetado a que viniera a visitarla. Su rostro estaba, sin embargo, compungido, y Olivia, sin saber por qué, se empezó a sentir helada. Apenas saludarla, Lavinia le echó valor y le habló.
─“Vengo porque no sé si alguien de tu familia se habrá puesto en contacto contigo.”
─“Ni siquiera saben dónde vivo. ¿Qué me tienes que decir, Lavinia?”
─“No es nada fácil lo que te vengo a decir. Se trata de tu padre.”
─“¿Qué pasa con mi padre?”
─“Ha muerto, Olivia –ésta comenzó a llorar pero se encontraba como vacía, con los sentimientos anestesiados-. Esta mañana fue al trabajo como todos los días. Al salir lo ha atropellado un camión en la misma Avalon Road. Parece ser que ha sido fulminante. El funeral será mañana. Te lo tenía que decir.”
─“Déjame ahora, Lavinia. Hace tiempo que no soy una de ellos, pero tengo que llorar. Ya somos tres.”
   Le contó a Brenda lo que acababa de ocurrir y ésta se llevó horas hablándole y acariciándola con ternura. Le dejó además una semana libre y aunque Olivia protestara, no le sirvió de nada.
─“Mañana debes ir a su entierro, querida. Si no lo haces, te arrepentirás toda la vida.”
─“Mañana de todas formas iba a ver a mi hermana, como cada viernes y entraré en el cementerio. Iré al funeral.”
    Esa noche apenas pudo dormir. Eran muy escasos los recuerdos que guardaba de su padre, pero recordaba las veces que le hablaba orgulloso del jardín y las contadas veces que había dormitado en sus rodillas, cansada y estremecida o la felicidad que se le notaba el día en que por fin los vidrieros Pennington habían terminado de instalar la vidriera. Con esos recuerdos ínfimos y con Lucy a su lado, ya en una camita que también le regaló Brenda, logró dormir al menos un par de horas.
   A la mañana siguiente se levantó temprano y enseguida se iba a encaminar al norte, cuando en la iglesia de St Mark se halló con la silueta de su hermano, que la estaba esperando.
─“Olivia, cariño, te andaba buscando. Sabía que estabas empleada más o menos por aquí pero no conozco el nombre de tu señora y me ha costado saber tu dirección. Se trata de papá.”
─“Lo sé, Gerald. Ayer me lo dijo la señora Nubbs, supongo que la conoces, pues sigue siendo vuestra vecina. Me dirigía al cementerio del norte.”
─“Caminemos juntos entonces.”
─“Vale, pero lo siento, Gerald. En la medida de lo posible no me hables. Cuéntame sólo los detalles del accidente y cómo está mamá.”
    Su hermano se lo fue contando todo mientras se dirigían al norte. Ahora que la tenía al lado quería contarle alguna cosa más sobre sus líos amorosos, pero su hermana lo detenía con algún lacerante “No me hables”. Y Gerald se tuvo que acostumbrar a hablarle sólo de los detalles de la muerte de Gerald Rivers I. Pero ya llegando al cementerio, su hermana se lo pensó mejor y le habló.
─“Gerald, dale un beso de mi parte a mamá y dile que realmente lo siento. Pero yo no voy a entrar. Mañana vendré al panteón familiar, sobre todo a ver a Kirsten. Pero lloraré y rezaré por papá. Mas a solas. No voy a ir al funeral. No me siento con fuerzas para una reunión familiar de los Rivers que quedamos. Además podría encontrarme allí con mi marido, que supongo que irá y no lo quiero ver –su hermano se lo confirmó-. Siento lo que está pasando con los Rivers, pero yo ya tengo otra vida. Y de ahora en adelante, Gerald, aunque supongo que te he de querer siempre, pues eres mi hermano, no me hables más.”
   Y Gerald tuvo que dejar las cosas así. Sabía que ese día no sólo había perdido a su padre, sino también, y definitivamente, a su otra hermana.
   Al día siguiente Olivia acudió al cementerio y depositó un ramo de rosas por Gerald Rivers I, al que ya no vería nunca más. Al final todo el dinero que has acumulado en vida, no te ha servido de nada. Pero a tu lado, papá, está mi hermana. Y por verla a ella vendré a verte cada semana. Recordaré sólo los buenos momentos y en este panteón siempre tendréis flores frescas y mi compañía.
   Se fue serenando con el paso de los días. Cada vez tenía menos gente querida a su alrededor. Apenas Brenda, el matrimonio Nubbs, al que no se acercaba a visitar por vivir en Downhills y por supuesto su querida hija Lucy. Todo lo que tuviera en esta vida iba a ser para ella. Crecía hermosa y se veía que iba a ser una mujer muy guapa. De momento había que encargarse de su educación. Olivia había ahorrado para sus primeros años y no sabía si le llegaría el dinero por su si hija un día quisiera cursar estudios superiores. De momento se la veía una niña inteligente y despejada, lo bastante reservada como para no hacerle más a su madre preguntas embarazosas  y Olivia no pudo nunca averiguar qué pensaba Lucy de su vida.
   Un día de septiembre cuando ya llevaba allí seis años, Brenda la sorprendería con un anuncio.
─“Llevo muchos años sin ver a mi hermano Mark o a mi sobrina. Me marcho a Cádiz hasta diciembre. Quiero pasar unos meses con ellos en su país. Pero por supuesto tu hija y tú os quedáis aquí cómodamente hasta mi regreso, ocupándote de una casa que ya es de las tres. Sólo serán tres meses, cariño –le dijo al verla llorar-. Enseguida nos vemos otra vez.”
   Y se besaron amargamente quizá. Entretanto Olivia esperaba diciembre haciéndose cargo de la casa. Pero su verdadera preocupación esos días es que ya llevaban allí seis años y que Lucy comenzaba la escuela. La llevó a un centro próximo en Jerusalem Street e iba a recogerla cada día. En el colegio, Lucy empezó a conocer cosas del mundo que aún desconocía, como que los demás niños tenían un hogar propio y ella no. No abrumaba a su madre con preguntas, pero alguna le hacía y Olivia no sabía cómo responderle. Apenas era capaz de decirle que al fin y al cabo tenían una casa en el hogar de mamá Brenda, como su hija la llamaba.
   Cada día la sorprendía con algún dibujo. Se parecía en eso a su hermana Kirsten. Por lo demás se le daban bien todas las asignaturas, pero tenía alguna dificultad con la lengua, porque no la entendía. Muy pronto le hicieron ver que no podían ir juntos dos verbos modales. Y ella calladamente se preguntaba por qué. Toda la vida de su madre era un debo poder[5], y no estaba muy segura, pero no le parecía lo mismo, decir debo ser capaz. Con el tiempo este tipo de cosas incomprensibles, aunque no las asimilaba, las aprendía porque así se lo explicaban y ya está. Las memorizaba y siempre aprobaba. Era una excelente estudiante.
   Pero diciembre había llegado y Brenda se retrasaba. Olivia tenía toda la casa como los chorros del oro esperando el regreso de su señora y amiga. El mes pasaba y ninguna noticia. Estaba ya realmente intranquila cuando una semana antes de navidad sonó el timbre de la puerta. No podía ser Brenda. Ella tenía su llave. Pero lógicamente se acercó a abrir. Era Matthew McDawn, o eso suponía, porque esta vez no llevaba el brazo descubierto y no pudo ver la mancha en forma de fresa.
─“Hola, señor McDawn. Su hermana no ha regresado aún. Pero pase.”
─“Lo sé. De eso venía a hablarte.”
─“¿Le ha ocurrido algo a su hermana?” –preguntó con angustia.
─“No, tranquilízate. Me llamó por teléfono hace unos días para explicármelo. Mi hermana se va a quedar a vivir en Cádiz, con mi hermano y su familia. Y parece ser que no fue fácil convencerla, por ti y por tu hija. Mira, vamos a vender esta casa, pero mi hermana no te quiere dejar abandonada. Mi mujer y yo necesitamos una criada. Ella realmente me ha convencido. Puede venirse a la Capital con nosotros.”
   Olivia se quedó entonces tan anonadada que no sabía qué respuesta darle. Irse a la Capital no le gustaba nada, pero igual tenía que hacerlo, por Lucy. Mas era evidente que carecía de contestación. Así que fue Matthew quien habló.
─“No es necesario que me responda ahora. Mire, yo voy a estar una semana alojado en el hotel Plymouth en Temple Road. Podemos quedar el próximo viernes y me responde, y si lo desea se viene con nosotros.”
   Tenía que pensar y así, mientras Lucy estaba en el colegio ella se fue andando hasta la Alameda de Umbra Terrae. Pero tenía la mente en varios lados y decidió sentarse en un banco a meditar.
   ¿Qué podía hacer? No le tenía demasiado cariño a aquella ciudad, pero allí había vivido toda la vida y no deseaba trasladarse a la Capital. Claro que por Lucy tendría que hacerlo y allí no le faltaría trabajo. Pero fuera de Hazington, su hija no conocería sus raíces. No le tenía en ese momento demasiado cariño a su hermano, pero podría conocerlo un día si las cosas cambiaban. Y de la familia del “lobo”, algún hermano de su padre se comportaba con decencia. No quería negarle a Lucy que un día conociera a sus primos, por ejemplo. Y además debía cambiarla de colegio a mitad del curso y la vida escolar se le complicaría demasiado a su hija.
   Otra posibilidad que tenía era trasladarse a Orchard Castle con los antiguos mendigos, señores Nubbs. Pero estaban ya a cargo de Helen Lauders y una criada sería ahora una carga para ellos. Y de todos modos, ella se sentía completamente reacia a volver a Downhills, el barrio de su infancia. Además le quedaba la posibilidad de volver con su marido o con su madre, y las dos las descartó pronto. Si no tenía más remedio, marcharía a la Capital, pero eso no. Claro que tenía una semana para encontrar un trabajo y quedarse allí. Y de repente cayó: los Silke. Eran vecinos de Brenda y necesitaban una criada. No había pensado en ellos antes, porque nunca se llevaron bien con su señora y amiga. Podría ir a verlos de todos modos. No perdería nada por intentarlo. Estaba ya levantándose cuando una señora le pidió permiso para sentarse a su lado en el banco.
─“Me llamo Madeleine Oakes.”
─“Olivia Rivers. ¿Es usted la señora Oakes, verdad, vidente del porvenir?”
─“Bueno. Así me gano a veces la vida. Pero espero que no le importe, soy mendiga.”
─“Yo también lo fui unos meses en mi vida. Ahora llevaba seis años trabajando de criada.”
─“¿Tiene usted un hijo de aproximadamente esa edad?”
─“Sí, tengo una niña. Se llama Lucy. Ahora está en el colegio. ¿Cómo lo sabía usted? ¿Me ha visto con ella?”
─“Discúlpeme, pero es que nunca olvido una cara. Y hace más o menos ese tiempo, una noche de insomnio, me pareció ver a una mendiga embarazada trepando la Colina de los Caballeros.”
─“Cielo santo. Era yo, sí. Mi hija nació ahí. Una falsa alarma me llevó a querer descansar allí. Seguramente fue insensato, pero Lucy nació esa noche, en esa colina.”
─“Podría usted desahogarse conmigo y contarme su historia. Pero no quiero parecerle una mujer cotilla. El día se me ha dado bien y puedo pasarme una hora o más oyéndola. Es que siento que usted se halla ahora mismo en una encrucijada, y que tal vez yo podría ayudarla.”
   Aquella mujer tenía un magnetismo especial que hacía fácil que saliera con fluidez todo el chorro de sus amarguras. Era casi la primera vez que la veía y desde luego sí era la primera vez que le hablaba, pero sintió algo muy extraño. Se sentía protegida, como si hubiese encontrado a la abuela, o madre, amable que viene a tu cama de noche a decirte que todo ha sido una pesadilla, que vuelvas a dormir segura, que lo que oyes es sólo una tormenta, que no son fantasmas, y que ya cesará. Estuvo una hora contándole todos sus últimos años, su boda forzada, el día que descubrió a su marido con otra en la cama y un látigo en la mano, la reacción de sus padres, sus meses con Maureen Merton, cómo se vio en la calle, los mendigos que conoció, la muerte de su hermana, y al fin los años con Brenda McDawn y sus dudas en este momento.
─“Si no tuviera una hija, incluso podría ser feliz en la calle, pero mi angustia es no saber qué hacer, por ella.”
─“Olivia, tú sabes que en cierta medida veo el futuro, y sé que vas a tener una vida larga y plena. No sé ni dónde ni cómo vivirás, pero créeme, no siempre lo sabrás, mas serás feliz.”
─“Voy a buscar trabajo. Si encuentro uno esta semana, no tendré que irme de la Ciudad y podría verla más a menudo, señora Oakes. Me gustaría volver a hablar con usted.”
─“Podría esperarte mañana aquí mismo, en este mismo banco y charlamos de nuevo. Pero ven por la tarde. Aquí estaré esperándote a las cinco. Y ven con Lucy. Me gustaría conocer a tu hija.”
─“Así será, señora Oakes.”
─“Puedes llamarme Madeleine, si lo prefieres”
    Madeleine. Sólo Olivia y yo la llamamos a veces así, pero no siempre. Para todos y para mí también es la señora Oakes, pues la palabra señora parece haber sido inventada para ella.
   Esa misma tarde, Olivia habló con los señores Silke. Eran un matrimonio comprensivo y enseguida la aceptaron, pero había una pega: tenían tres hijos emparejados que pasaban los fines de semana en el hogar de sus parejas, pero de lunes a jueves dormían ahí. Si aceptaba el trabajo, comenzaría el 1 de enero, pero Olivia no tendría dónde dormir, y lo que es peor, su hija tampoco, excepto los fines de semana. Todavía dormía en casa de la señorita McDawn, y Olivia decidió contarle algunas cosas a su hija, cómo era que tenía una abuela, un tío y un padre, pero que no la querían. Era fácil ver por dónde iba la mente de Olivia: quería quedarse con los Silke y con la señora Oakes. Y le contó que ahora no tenían dónde dormir, que todavía debía pensarse qué podía hacer.
   Y al día siguiente fue a las cinco a la Alameda de Umbra Terrae con su hija, y allí la esperaba, sentada en el mismo banco, la señora Oakes. Ésta las recibió con su mejor sonrisa y le pidió a Lucy que se acercara.
─“Ven aquí, bonita. Eres tan guapa como tu madre y seguro que eres una niña muy inteligente.”
─“Gracias, ¿cómo se llama usted?”
─“Madeleine. Pero todo el mundo me conoce como señora Oakes. Puedes llamarme como prefieras.”
─“¿Es mi abuela, mamá?”
─“¿Te gustaría que lo fuera?”
─“Mucho”
─“Gracias, Lucy –dijo la señora Oakes-. Me encantaría ser tu abuela. Pero ¿te ha contado ya tu madre algo de lo que le pasa?”
─“Sí.”
─“Dime, bonita, con la mano en el corazón, ¿tú dónde prefieres vivir?”
─“Donde mi madre sea más feliz.”
─“¿Te gusta este parque?”
─“Es precioso, sí. Aquí puedo jugar bastante bien y hay muchos árboles y mucha agua.”
─“Este lugar es muy seguro, Olivia, y hay varios puentecitos que atraviesan el lago donde podríamos dormir las tres juntas. La mente de tu hija me resulta opaca, pero sí he podido leer que tendrá una larga vida y será feliz y me ha parecido adivinar que un día tendrá una familia bastante original. Así que sigue a tu corazón, Olivia. ¿Has decidido algo?”
─“Anoche encontré trabajo. Pero mi hija sólo podría dormir allí los fines de semana. Creo que debería irme a la Capital.”
─“¿Qué te dice tu corazón?” –preguntó la señora Oakes.
─“Si sólo se tratara de mí, me quedaría muy a gusto aquí. Los meses que pasé en la calle no fueron tan terribles y sobreviví, en algunos momentos, hasta con serenidad y una cierta felicidad. Pero debo darle un hogar a mi hija.”
─“Olivia, yo tengo un hogar. Y no lo reclamo. Si os quedáis conmigo, iré un mes a Kirkwall en las Órcadas a ponerlo a nombre de Lucy Rivers. Te aseguro que yo no lo quiero. Y heredé también algo de dinero. Sería para su educación.”
─“Pero yo no puedo aceptar, señora Oakes…”
─“No sería para ti, Olivia. Tú y yo nos ganaríamos la vida mediante limosna. Pero tu hija ya tendría un hogar. Lo haría por Lucy. Hazme caso. No quiero que la herencia de mis padres se la quede el estado. Y yo no la deseo. Déjame que al fin consiga saber qué hacer con todo eso.”
   El estado de ánimo de Olivia era un poema fúnebre en ese momento. Era o marchar a la Capital o quedarse con su hija en la calle. Pero presentía que al lado de la señora Oakes encontraría siempre calma y refugio. Su hija viviría allí de momento hasta que encontrara otro trabajo. Entretanto sentía que acababa de hallar a la madre que nunca tuvo. Nunca supo si había conseguido decidir lo mejor para Lucy, pero en sólo dos días ésta y la señora Oakes jugaban ya como abuela y nieta y veía a su hija sonreír con seguridad. El día temido llegó de reunirse con Matthew McDawn y explicarle que ahora trabajaría con los señores Silke. Éste le reiteró que siempre podía irse con ellos a la Capital si las cosas le iban mal y le recordó su dirección. Ese día Olivia ya se quedó sin casa. Encontraron un puente abrigado donde pasar la primera noche de Lucy en la calle con poco frío. Para Lucy la  Alameda de Umbra Terrae era un sueño para sus juegos después del colegio. Y de noche dormía en la buena compañía de su madre y su abuela. Ya siempre la llamó así. Y señora Oakes. Dejaba el Madeleine para Olivia, que lo usaba muy pocas veces. Pero estaba claro que parecían una familia de tres generaciones que cada día se querían más. Lucy no se quejaba de nada y sonreía cada día a su madre, notando en ella una amargura que ya no se le despejaría. Pero estuvo muchos años trabajando, los Silke, los Brooke, los Vandermeer, la señorita Ackroyd.
   Al llegar enero Olivia comenzó a trabajar con los Silke. Eran una buena familia, los padres ya muy mayores mas raramente se quejaban y eran muy llevaderos. En la calle, los días que su hija no podía dormir allí, a comienzos de enero, conoció a una nueva mendiga, gran amiga de la señora Oakes, llamada Shannon Dee. Tenía la cabeza perdida y ni ella misma sabía qué enfermedad tenía. Vivía con unos parientes, pero a ella le gustaba un tanto el alcohol y mendigaba. Pero sabía hacer de todo y se ve que quería como otra madre a la señora Oakes, a la que hacía años que conocía. Ella vendía tabaco en las aceras, a veces flores, y se ganaba la vida. Pronto aprendió a querer a Olivia y Lucy. La señora Oakes intentaba enseñar a Olivia los secretos del Tarot, pero aunque esta ponía todo su empeño no sabía adivinar con propiedad y al no cumplirse sus previsiones, la clientela no repetía y nunca llegó a convertirse en la señora Rivers. En abril la señora Oakes cumplió su promesa de viajar a Kirkwall y Olivia aprendió a echarla tanto de menos que se supo su discípula y compañera para toda la vida. Cuando al fin regresó un mes después le aseguró que había conseguido poner el antiguo hogar de Adam y Estella, sus padres, a nombre de Lucy Rivers y que ésta podría reclamarlo cuando quisiera. Traía también el escaso dinero que le legó su padre, suficiente para completar un día la educación de Lucy, incluso si esta desease cursar un día estudios superiores. Olivia se encontró realmente agradecida y empezó a acompañar una vez al mes a su señora, como ya le llamaba, al sanatorio de Basin Hall, donde estaba internada Estella Oakes. Y pasó seis meses más en casa de los Silke, hasta que un día el señor falleció y la señora prefirió hallarse sola, aunque le dio el tiempo suficiente como para que Olivia encontrase otro trabajo con los Brooke en St Luke’s Gospel. Los Brooke eran un matrimonio difícil de llevar, sobre todo la señora, pero Lucy volvía a tener una cama donde dormir.
  Ya llevaba año y medio en la calle, cuando un día de febrero tuvo la desagradable sorpresa de cruzarse de nuevo con el lobo de su marido. Ella estaba entonces pidiendo limosna con su señora en St Mary, Lucy jugando con otros niños pues su madre no le permitía mendigar, cuando él le habló inesperadamente.
─“Olivia, tengo que hablar contigo. Quiero invitarte a un café.”
─“Yo no deseo hablar contigo...” –y dijo su nombre.
─“Vamos a hablar por la cuenta que te trae.”
   Había una amenaza tan clara en sus ojos que Olivia, sin saber por qué, se sintió perdida, y se veía, de algún modo, en las manos de aquel depredador, y aunque no tenía ninguna gana de volver a hablar con su marido, aceptó tomarse un té con él.
─“Ya me han informado de que tuvimos una hija.” –comenzó él.
─“Tuve una hija.” –disintió ella, cambiando la persona verbal.
─“Bueno, no vamos a discutir por eso. Supongo que la llamarías Lucy, como siempre fue tu intención.”
─“¿De verdad te interesa saberlo? No parece preocuparte mucho tu hija.”
─“Ni siquiera has sabido darme un hijo, pero bueno –viendo en Olivia una clara intención de levantarse y salir corriendo, añadió-, dejemos eso. Supongo que sabes que vivo con otra mujer, la misma que viste un día en mi cama. Hemos tenido un hijo. Y Mary y yo queremos casarnos. Deseo que me concedas el divorcio.”
─“No tengo, de momento, ninguna intención,…” -y volvió a decir su nombre.
─“Pues creo que te conviene. Yo no tengo ningún deseo de quitarte a tu hija, pero sabes que podría hacerlo. Mi apellido es muy influyente y tú… tú eres ahora sólo una mendiga. Si no me concedes el divorcio, habrá una batalla legal por su custodia y sabes que la ganaría. Aquí tienes la dirección de un juzgado donde debes  presentarte mañana. Será desagradable para ti, pero tú decides. A cambio del divorcio te dejo que te ocupes de Lucy o como se llame.”
    Un viento de amargura infinita se apoderó entonces con tanta fuerza de su corazón, que vio que sólo le quedaba una respuesta. No podía perder a Lucy. Eso no.
─“Tú ganas. Mañana iré al juzgado contigo. Después espero no verte nunca más.”
    Fueron dos o tres días de desidia y algo de vergüenza, pero al final el asunto quedó resuelto. Ya no era su esposa y su marido no volvió a amenazarla con quitarle la custodia de Lucy. Y en lo sucesivo, sintió alivio de haberse quitado la carga de seguir tratando con semejante lobo.
   Ya no pudo seguir soportando a la señora Brooke, más dragón que Deirdre Merton y pronto encontró un nuevo empleo con los Vandermeer, donde pasó varios años. Eran muy mayores, pero encantadores. Tenían un piso muy pequeño y Olivia no podía dormir allí, pero Lucy sí, aunque en el sofá, mas resguardada bajo techo. Eso le convenía. Todas sus horas libres las pasaba mendigando con la señora Oakes, Lucy jugando, y de noche la traía al hogar de los Vandermeer a dormir. Cada mañana la recogía para ir al colegio.
   Lucy pasaba las horas en la plaza de la Basílica, o en las plazuelas del Pueblo, y se fue acostumbrando a mirar la vida tal como se le había presentado. A su madre no le parecía una niña rebelde pero no sabía que Madeleine Oakes y ella solían pasar las tardes hablando y Lucy con su abuela encontraba la calma que fue permeando su niñez y toda su vida. Ya sabía bien, pues su madre se lo había ido explicando, cómo ella y su señora –así empezó a llamarla cariñosamente- se ganaban la vida, y sabía bien, pero no lo comprendía, que a ella no le estaba permitido hacerlo.
   El señor Vandermeer era un profesor de literatura retirado y su esposa ama de casa pero tan inteligente como él. Conversaba de literatura a menudo con Olivia, pues la sabía gran lectora y buena crítica. Para la señora Vandermeer era un placer que Lucy tuviera refugio en su sofá. Lamentaba no disponer de más habitaciones, pero al menos dormía cálida y segura. En ese hogar por las noches, en el colegio por las mañanas, en la Alameda de Umbra Terrae por las tardes, con su madre y su querida abuela, Lucy empezó a encontrar paz y calor, y no resignación. Era su vida y mil años viviría en la calle viendo  a su madre reír con su querida compañera.
   Pero no siempre estaba a su lado. Jugaba a menudo con otros niños en la plaza de St Paul’s, y un día al salir del colegio, acompañando a su amiga Moira Mason, se encontró con un caballero poco mayor que su madre, que primero saludó a Moira y a continuación se dirigió a ella:
─“Tú debes de ser Lucy. Eres tan guapa como Olivia. No te asustes: tú no me conoces, pero soy tu tío Gerald, hermano de tu madre –y abrió entonces la cartera y sacó una foto donde había tres personas-. Ésta es tu madre, y en el centro tu desaparecida tía Kirsten, no sé si tu madre te ha hablado de ella.”
─“Más de una vez, sí.”
─“Tu abuelo falleció y tienes una abuela a la que le queda muy poco tiempo. Se está muriendo de cáncer y quiere conocerte. Mira, Lucy, puedes acercarte a tu madre, pero no le hables de mí. Puedes contarle que tu amiga Moira te quiere invitar a merendar. Yo quisiera que me acompañaras a Hunter’s Arrows a conocer a tu abuela. Si estás de acuerdo, te espero en la iglesia de St Mary dentro de una hora.”
    Lucy no tuvo miedo de aquel caballero que se parecía tanto a su madre. Además, ésta le había enseñado algún retrato suyo de joven y le había hablado a menudo de Kirsten, de sus abuelos y hasta de Gerald. No los nombraba demasiado pero algo había oído.
   Su madre le dio permiso para ir a merendar a casa de los Mason, pero le dijo también que no lo hiciera muchas veces. Y Moira y ella se marcharon a St Mary donde estaba su tío Gerald esperándola. Cogieron un taxi y enseguida se hallaron en Hunter’s Arrows.
    El paisaje de Downhills la sobrecogió. Por Hunter’s Arrows casi pasaba el río y la melancolía la invadió viendo de qué paraíso había sido expulsada su madre. Su tío Gerald pareció conmovido y como si la comprendiera. Le señaló The Curve, el hogar de los Mason, y prometió llevarla enseguida a conocer la casa de Moira.
   Hunter’s Arrows le pareció un vergel comparado con las casas o las calles que su madre había tenido que habitar después. Estaba largamente iluminada, pero a Lucy le pareció un lugar oscuro, frío  y desangelado. Su tío quería que pasara a la habitación de su abuela para que se conocieran, pero Lucy se quedó, como su madre en su día, colgada de la vidriera, la de los cisnes. Su madre le había hablado de ella en numerosas ocasiones y de los comentarios que ella y su hermana hacían. Sí, era tal como lo había imaginado y se quedó embelesada en el azul del agua y casi lloró al contemplar el cisne que iban a abatir.
   Pasó enseguida de la mano de su tío a la habitación donde la esperaba su abuela con su mejor sonrisa. No esperaba encontrarse con aquel casi fantasma de cabello gris y diríase que en guerra consigo misma. Sintió más que nunca al conocer a su abuela Linda que en realidad la madre de su madre era Madeleine Oakes. El cuarto tenía el olor de la muerte, del conocimiento de que era inminente. La cama había sido, se veía bien, el lecho de matrimonio donde esta mujer había dormido con un abuelo al que nunca conoció. En la mesita de noche una foto con sus tres hijos, Olivia con quince años sonriente junto a sus hermanos a la orilla del Heatherling. El espectro de su abuela habló entonces.
─“Así que tú eres Lucy. Quería conocerte, bonita. Mira, hoy es lunes y no creo que llegue al siguiente. Me habría gustado verte antes, pero tu madre no siguió la línea recta. No te preocupes. No voy a hablarte mal de ella. Me moriré creyendo firmemente en lo que he creído los últimos años. Pero mi error ha sido no ver que de un caso general se puede extraer algún caso particular, y según me ha contado tu tío Gerald, a muchas cosas tu madre se ha visto forzada. Pero cuéntame algo de ti. ¿Eres feliz?” –miró entonces a su hijo Gerald como recordando algo que estuvieran maquinando.
   Lucy no sabía qué contar y pasó de puntillas por los escasos hogares en que había trabajado su madre, y habló principalmente de sus días de colegio, de su amiga Moira y de las ganas que tenía de merendar con ella. Gerald habló entonces.
─“Ahora iremos a casa de Moira. Pero antes, déjame hacerte una pregunta: ¿te gustaría aprender a nadar? Por esta zona el Heatherling hace pequeños lagos con agua calma. Aquí tenemos viejos bañadores de tu madre, que nunca aprendió, pero se bañaba todos los veranos con su hermana. Yo podría enseñarte. Pero después le cuentas a tu madre que te está enseñando Edward Mason, el hermano de Moira. Y esa puede ser la excusa para que vuelvas por aquí toda esta semana.”
   Lucy se sorprendió de lo rápido que aprendió a nadar. Le bastaron dos días en los que claramente fue haciendo amistad con un tío al que quiso pronto y ya para siempre. Luego efectivamente acudieron al hogar de los Mason y conoció a Edward y a sus padres, del mismo nombre que sus hijos. Tuvo una pequeña punzada de dolor al ver cómo los demás niños tenían un hogar y una familia. Ella acababa de conocer a su abuela Linda, una mujer de ideas firmes. Se arrepentía de su parte en haber perdido una hija pero incluso al final de su vida, parecía sólo preocupada por Lucy. A las 9 de la noche cogieron otro taxi que la dejaría en St Mary, donde su tío quedó en recogerla cada día, recordándole que no debía decirle a su madre que lo había conocido, sólo a los Mason. Y con esa excusa, Lucy acudiría cada día a Downhills, pues contaba que Edward Mason la estaba enseñando a nadar. Su madre le dio permiso para ir varios días más, pero insistiéndole en que no se volviera una molestia para ellos. La señora Oakes parecía intuir la verdad y la miraba asintiendo y comprendiendo.
   En días sucesivos, ya aprendió que Madeleine Oakes era una madre para su madre, lo que su abuela Linda nunca fue. La quería cada día más, y mucho más a su tío, al que ya quiso siempre. Mientras estuvo consciente Linda le contaba cosas de su madre en su adolescencia y un día Gerald y ella le echaron valor y le hablaron.
─“Nos has contado que legalmente eres Lucy Rivers, y no te vamos a olvidar. Gran parte del dinero de los Rivers pasaría a tus manos y tú y tu madre podríais tener una casa, pero a tu nombre, y un montón de dinero.”
   Le nombraron la cantidad y era verdad que era una pequeña fortuna, pero su abuela y su tío, a pesar de todo, dejaron a Olivia al margen del testamento. Ella los quería, y por su madre dijo que sí, que aceptaba. Podrían tener un hogar. Pero Lucy fue pasando de niña a mujer entonces. Quería mucho a su madre y comenzó a entender por qué un día se separó de los Rivers. Su tío y su abuela no eran malas personas, pero seguían aferrados a un pasado que ya no existía, un pasado tal como ellos pensaban que debió haber sido. Un rato cada tarde aprendiendo a nadar y otro rato en casa de los Mason y después volvía a la Alameda de Umbra Terrae con su madre y la mujer que verdaderamente era su abuela.
   El martes y el miércoles Lucy conoció un poco mejor a su abuela, que evocaba felices tiempos de cuando era Linda Hamilton, y algo le contó también de su abuelo Gerald Rivers I y de su tiempo con él. No parecía un amor absorbente, pero era cierto que se habían amado. Se alegró de esa parte al menos. El jueves ya Linda Rivers estuvo inconsciente y Lucy vivió por primera vez la muerte cara a cara. Se fue apagando poco a poco y la tarde del viernes, mientras ella estaba allí, falleció. Al fin se fue sin dar trabajo y Gerald empezó a llorar como un energúmeno y Lucy hizo todo lo que podía por él, principalmente besarlo y abrazarlo mientras ella también se derramaba angustiada.
─“Esta noche se lo tendré que decir a mi hermana, pero entretanto, Lucy, no digas nada. Y cuando me veas, recuerda que tú no me conoces. Voy a vender Hunter’s Arrows y me voy a comprar una casa en Chamberlain Street. Aquí tienes la dirección. Ven dentro de una semana y hablaremos de tu herencia. Y ahora vamos a St Mary. Luego volveré a llorar y velar el cadáver de mi madre.”
   Esa misma noche al llegar a la Alameda se encontró a su madre y la señora Oakes riéndose de alguna cosa que había contado Shannon Dee, y Lucy tuvo la primera gran duda, de qué sería de la vida de su madre si ahora la separara de la señora Oakes. Al poco tiempo le habló con entusiasmo de algo diferente.
─“Hoy hablaba con Madeleine, hija, y le comentaba sobre el año en el que estábamos, y ella me dijo algo que me hizo verlo todo de otra forma. Me dijo que para mí la vida empezó cuando te tuve, y que ese año, el de tu nacimiento, era el año 0. Así que ahora estaríamos en el año 9.”


 
─Y desde entonces ha sido así, Protch. Para nosotros es una felicidad contar los años de otra forma. El año 0 se puso por Lucy. Y si te resulta difícil saber cuál es recuerda que yo nací el 30 de julio del año 0.
─Entonces ahora sí que tengo claro cuándo fue. Y ahora estamos entonces en el año 33. Y se ve que también quieres a Lucy, tanto como a su madre  o a la señora Oakes. Sólo tengo que esperar a ver cuándo entras tú en la historia y cómo los conociste.
─Tendrás que esperar a saber por qué, pero sería incapaz de expresarte cuánto quiero a Lucy. Ahora la conocerás algo mejor, cuando la tercera historia se convierta al fin en su historia.


 
   Lucy estaba ensimismada viendo que aún sin saberlo Olivia había encontrado a una madre donde nunca la tuvo. Su abuela Linda pudo haberlo sido, pero sin querer hacerle una injusticia, en sus últimos años, no ejerció de tal. Lucy fue comprendiendo que apartarla de la señora Oakes ahora sería como la muerte, y empezó a meditar muy en serio sobre el testamento. El dinero estaría sólo a nombre de Lucy Rivers y su madre era obligada a depender de ella. Además, ¿qué iban a hacer con la señora Oakes, para ella ya su abuela? En esto pensaba cuando apareció su tío Gerald. Lucy disimuló bien que ya lo conocía.
─“Olivia, cariño, una vez más he de decirte algo.”
─“No me hable, señor Rivers.”
─“Es inevitable que te lo diga. Mamá ha muerto hoy. No ha podido con un cáncer que venía arrastrando. El funeral será mañana.”
─“Ya sabe, señor Rivers –le dijo llorando. La señora Oakes la observaba comprendiéndola, mas nunca le hablaba a Gerald Rivers, quien sólo por Lucy fue enterándose de quién era esa mujer-, que no iré al funeral. Pasados unos días, volveré a ir al cementerio a ver a mi hermana, y también le llevaré flores a papá y a mamá y rezaré por ellos. Pero quiero que sea en solitario. Le agradezco que haya venido a contármelo, señor Rivers, pero ahora déjeme llorar a solas.”
   Y su madre fue con ella y la señora Oakes tres días después al cementerio, y Lucy se sintió extraña al no poder contar que acababa de conocer a la abuela recién enterrada allí. Pero otra abuela le acompañaba y de repente le habló como si supiera qué es lo que estaba sintiendo.
─“Haz lo que te dicte el corazón, Lucy.”
    Una semana después, acudió a la dirección que su tío le había dado en Chamberlain Street. Hunter’s Arrows estaba en venta y entretanto el piso nuevo de Gerald estaba en reformas y era difícil hallar las cosas. Las paredes estaban llenas de cuadros que su tío le dijo que había pintado su desaparecida tía Kirsten. Algún tiempo después, estos cuadros ocupaban otras habitaciones de la casa, y fueron sustituidas por una colección de espadas. Lucy habló con su tío.
─“Dentro de poco será una bella casa, tío Gerald. Y yo seguiré viniendo a verte a escondidas, porque eres mi familia y he aprendido a quererte. Pero escúchame, tío. He venido a decirte otra cosa. No quiero mi herencia. No si mi madre ahora ha de depender de mí.”
─“Lucy, cariño. Soy abogado y se pueden cambiar los términos del testamento.”
─“Perdóname, tío. Yo te quiero mucho, pero no creo que mi madre sea feliz con el dinero de los Rivers. Ella ya tiene otra vida, y está decidida a vivir por sí misma. No sé si sabe que es feliz, pero anoche la vi reír con la señora Oakes. Y al fin y al cabo se ocupa de mí. Yo soy su principal preocupación y ella sola debe encargarse de que yo salga adelante. Y yo no soy ambiciosa. Quiero crecer viéndola feliz y orgullosa de la vida que lleva, sin depender de nadie. Sé que un día podría arrepentirme de lo que te estoy diciendo, y tal vez entonces venga a hablar contigo a pedirte que el testamento salga como debió salir, pero sería incluyendo a la señora Oakes. Sé que no la conoces, pero ella me ha dejado el dinero que heredó de sus padres para mi educación y yo no puedo ser rica sin mi madre y sin ella. Déjanos a las tres vivir como podamos pero siendo nosotras y por favor, no te ofendas. Si un día las cosas se nos dan realmente mal, estoy en contacto contigo y sé que nos ayudarías.”
─“Eres muy madura, Lucy. Y se ve que sabes lo que quieres. Respeto lo que me dices, pero por favor, sigue en contacto conmigo y si verdaderamente lo necesitáis, aquí me tendréis siempre.”
   Y de ese modo tío y sobrina se entendieron y siempre estuvieron en comunicación. Su madre la hablaba de él muy escasamente, pero lo supo más tarde emparejado con una tal Kate y aunque no conoció por qué, un día se enteró de que había entrado en la cárcel, un tiempo en que Lucy no pudo visitarlo, pero ya siempre estuvieron en contacto.
    Es así como Lucy fue la más joven en hallar su motivo de Verôme, y como todos los que vinimos después, rechazando tentaciones, sabiendo que una capa de oro luce y viste elegantemente pero no dura siempre. Muchas veces en sus años posteriores se planteó si hizo bien en aquel momento, pero fue viendo que su madre aprendió a conocer su identidad en las misérrimas aceras, junto a aquella mujer que verdaderamente fue siempre como una madre. Su vida era la señora Oakes, y por supuesto Lucy, y ésta tuvo el coraje para aceptar una vida sin dinero en compensación por el no deseado parasitismo y la propia independencia. Nunca tomó la casa de Kirkwall. Por eso te repito, Protch, que los cuatro primeros mendigos se vieron forzados, pero no es todo tan sencillo, y también lo eligieron y a los ocho nos une que pudo arruinarnos la vida el dinero, antes o después, pero supimos enderezarnos y salir de él hacia las otras bellezas de la vida, y no menos que ninguna, nuestra bendita libertad, que nos hace vivir, y el placer de una amistad insobornable de la que participamos los ocho.
   Pasaron algunos años aún en la Alameda de Umbra Terrae. Si hasta entonces era Olivia la que toda la vida arrastraría remordimientos por no poder sacar a su hija de la calle, a partir de entonces Lucy tampoco estuvo nunca segura de haber hecho bien rechazando su herencia, pero notaba que su madre cobraba vida al lado de la señora Oakes y de momento aplazaba la aceptación de un dinero que su tío Gerald podría darles un día. Oía a su madre a menudo decir que aceptaría cualquier dinero, mediante limosna o cualquier otro medio, excepto un dinero que pudiera llegarle de los Rivers. Lucy la escuchaba y callaba. Iban las tres a la calle juntas, a veces en compañía de Shannon Dee, que no estaría en su sano juicio, pero que estaba claro que también veía en la señora Oakes una madre que la quería más que su madre.  Y al poco tiempo halló trabajo en una frutería. Alguna vez más volvería a la calle, pero sabía ganarse la vida. Y el afecto por Olivia y Lucy era más que evidente.
   Todavía en la Alameda Lucy oyó una noche hablar a su abuela con Henry Shaw, del que más tarde te contaré más. En esos momentos era un alcohólico que vivía en la calle tras la muerte de su mujer en accidente de tráfico.


 
─Por eso te digo, Protch, que a veces el amor hace imposible continuar la vida si la persona que amas se ha ido. Primero Henry Shaw; y ahora te hablaré de Mildred Hugg.
─Estoy de acuerdo contigo, Nike. Si Maude se fuera antes que yo, yo no podría resistirlo ni dos días.
─No recuerdes esas cosas. Te hará más infeliz ahora que no está tu mujer. Pero volverá y piensa en los años que aún podríais pasar juntos.


 
─“De acuerdo Henry. Si tú crees que yo valgo para eso.”
─“Ya he hablado con Sheila Grant y Vince McFarlane. Sería de los tres. O de los cuatro mientras yo viva. Haré llaves para todos.
    En el año 13 se mudaron al puente Wrathfall. Ya habían conocido al cuarto de nosotros, del que luego te hablaré. El Gran Hospital Philip Rage estaba entonces en construcción y aquel barrio, llamado Castlebridge, así como el Puente de los Caballeros era aún conocido como Puente del Castillo, era en esos momentos el barrio más marginal de la ciudad y era peligroso, pero quizá no para los mendigos, que no tenían nada que mereciera la pena robarse. Desde el puente hasta el norte, pasando por el hospital, la calle se llamaba Wall Street, pues por allí aún resistía, esqueleto de lo que fue, alguna puerta de la muralla. Hacia el este el Kilmourne, y para llegar hasta él o el puente Wrathfall, cientos de olmos escoltaban sus pronunciados descensos. Todo él era el Arrabal de la Seductora, nombre hermoso quizá, pero lugar muy poco recomendable. Aunque tal vez ahora, con la construcción del hospital, pudiera tornarse un lugar más seguro.
   Llevaban una semana en el Arrabal de la Seductora cuando la historia se repetía: el señor Vandermeer falleció y la señora, Linda como su madre, prefirió quedarse sola. Olivia se encontró de nuevo sin hogar hasta que una semana después comenzó a trabajar para la señorita Jocelyn Ackroyd. Parecía una buena mujer, pero tenía alguna falla mental. Entonces no tenía nombre; hoy lo llamaríamos bipolar. Pero Lucy podía dormir allí y eso era lo importante. Vivía en Longborough Street, justo al lado del bufete de Aubrey, Fielding and McDawn. El apellido McDawn no la abandonaba.
   En el Puente Wrathfall dormía la señora Oakes y en alguna ocasión Olivia y Lucy con ella, en el ojo más cercano al río. Tres ojos secos tenía el puente en el lado oeste y el ojo contiguo era donde dormía su ya cuarto compañero. Como la zona era peligrosa, Lucy nunca salía sola y era acompañada al colegio y después al instituto donde cursó secundaria por la señora Oakes, Olivia o nuestro cuarto compañero, a cualquier hora.
   No dormían allí, pero pronto conocieron a Mildred Hugg, que había sido peluquera hasta el fallecimiento de su marido Jonah. El amor que le tenía era tan profundo que al quedarse sola comenzó a beber y poco a poco lo fue perdiendo todo. Tenía un hijo, dos años mayor que Lucy, llamado Ephraim, y también pedía limosna. Al ver a otro niño criado en la calle, Olivia ya le permitió a Lucy mendigar, si es que lo deseaba, pero al lado de Ephraim, donde su madre no la viera. Mildred era una gran mujer cuando estaba sobria, lo que sucedía en contadas ocasiones, y fue contagiando de la misma enfermedad a su hijo, que a veces bebía más de lo debido. Pero quería mucho a Lucy y en sus contados momentos de lucidez, se decidió una tarde a enseñarle el arte de la peluquería. Lucy era una alumna estupenda y su madre y su abuela estuvieron dispuestas a que ensayara con ellas. En un mes se hizo con todas las artimañas del oficio y aprendió diferentes formas de cortar los cabellos y hasta, ensayando con nuestro cuarto compañero y con Ephraim, de cortar  o arreglar barbas. Lucy no estaba segura de que un día fuera a dejar la calle dejando allí a su madre y su abuela, pero lo cierto es que con la señora Hugg había aprendido un oficio.
   Olivia llevaba un mes con la señorita Ackroyd cuando ésta la despidió por una tontería. Se empeñaba en que su criada no había limpiado una habitación que ésta estaba segura de haber fregado a fondo. Era inútil discutir con ella. Jocelyn Ackroyd era una buena mujer o podría serlo, pero imaginaba cosas que jamás sucedían. Era una casa lujosa, pero pequeña, fácil de manejar pero Olivia se vio de repente de patitas en la calle.
   Pero un mes después se encontró con la silueta de Jocelyn en la Basílica. No venía a pedirle perdón pero sí a reclamarle que volviera, que la necesitaba y la perdonaba, mas se veía bien que se mantenía en sus trece, que la culpa había sido de Olivia. Pero ésta quería que su hija tuviera donde dormir, pues había días en que dormían incluso en parques o cajeros automáticos. Y regresó.
   Allí paso cinco años, hasta que Lucy cumplió los 18. Eran escasas las conversaciones entre la señora y su criada, pues Olivia veía bien que ella dejaba que Lucy durmiera allí, pero nunca la quiso y la culpaba de muchas cosas. Y un 2 de julio vino la gran crisis que lo cambiaría todo. A Lucy no se le permitía entrar al cuarto de los juguetes, pero la verdad es que ésta no lo necesitaba. Y la señorita Ackroyd aprovechaba para guardar allí las numerosas joyas heredadas de sus antepasados, pues en verdad la familia Ackroyd era aún latifundista y noble. Pero ese día de comienzos de julio, le contó a Olivia que había perdido una pulsera de oro.
─“Estaba en el cuarto de los juguetes, Olivia, y ha debido ser Lucy.”
─“Señorita Ackroyd, ¿qué piensa usted? Lucy sería incapaz. Probablemente lo ha perdido.”
─“Soy muy cuidadosa con mis joyas y yo no pierdo nada. Tu hija es ya una mujer y ha debido tener esa tentación. En todo caso, te concedo dos días. Si no ha aparecido para entonces, la denunciaré.”
   Olivia la creía muy capaz, pues además de los frecuentes delirios de Jocelyn Ackroyd, sabía que nunca había querido a Lucy. La madre habló con la hija de todos modos, quien le aseguró que incluso hacía más de un año que no entraba al cuarto de los juguetes. Olivia la creyó. Seguramente Jocelyn había extraviado la pulsera y removió toda la casa para buscarla mas no la halló. Entonces le tomó la desesperación. Eso no; no podría pasar por ver a su hija en un juicio o en la cárcel quizá. Tenía algún dinero ahorrado. Sin pensárselo dos veces acudió al bufete de Aubrey, Fielding and McDawn.
   Una vez adentro preguntó por el señor Miguel McDawn, en la esperanza de que fuera el sobrino de Brenda. A él la condujeron. Ciertamente se parecía a aquel adolescente que tanto había visto en fotografías, el hijo de Matthew. Al decirle su nombre, Olivia Rivers, Miguel la reconoció en seguida. También tenía fotos de ella y de Lucy, que había venido con su madre.
─“¿Es usted la Olivia que trabajó para mi tía?”
─“Sí, y usted es su sobrino Miguel, el hijo de Matthew. ¿Cómo está Brenda?”
─“Hasta última hora se acordó de usted y de su hija.”
─“¿Hasta última hora?”
─“Mi tía falleció.”
   Lágrimas estremecidas empezaron a bañarle el rostro y se apoderaron de todo su ser. Casi no tuvo fuerzas para preguntar.
─“¿Cómo fue? ¿Y cuándo?”
─“Fue en febrero. Sabrá usted que siempre estuvo delicada del estómago y no pudo adaptarse a la comida de mi país. Pero en su lecho de muerte, siempre la nombraba. Y el tiempo que estuvo en Cádiz consiguió un milagro. Mi madre y mi tía Consolación se hablan lo justo, pero logró reconciliar a los dos hermanos. Y mis padres se han trasladado a Cádiz. Ahora estoy solo yo en este país, trabajando de abogado. Me alegro de haber conocido a la Olivia de la que siempre se acordaba mi tía Brenda. La quise mucho. Pero dígame, ¿qué le trae por aquí?”
   De aquel encuentro ni Olivia ni Miguel salieron incólumes. ¿Se puede explicar el amor como una flecha lanzada de repente que solivianta el corazón y lo deja marcado? Olivia estuvo entonces un cuarto de hora contando todo lo que había pasado en casa de Jocelyn Ackroyd y cómo ella creía que la amenaza podría llevarse a cabo.
─“Y si eso sucede, he reunido dinero para que usted se encargue de su defensa. Lucy no ha hecho nada, y no puede acabar en la cárcel.”
─“Puesto que es usted la Olivia que mi tía tanto quiso y que nombraba constantemente en su lecho de muerte, no voy a cobrarle nada. Mi tía me dijo que había sido usted mendiga ¿Lo es ahora?”
─“Sí.”
─“Voy a hablar con la señorita Ackroyd. Nos conocemos personalmente. Y veré qué puedo hacer.”
─“Muchas gracias, señor McDawn.”
─“Miguel, por favor.”
─“Muchas gracias, Miguel.”
    Quedaron en verse una semana después. Pero entretanto las circunstancias habían cambiado. La señorita Ackroyd encontró la pulsera en casa de su amiga Mary, donde se le había caído. Quiso pedirle perdón a Olivia, pero ésta ya no quiso saber nada de la señorita Ackroyd. Y algo más. La experiencia hizo que Olivia repudiara en lo sucesivo trabajar para más señoras. A partir de ese momento, ya se quedó con la calle como único medio de vida. Dio las gracias a Miguel McDawn, que al final no tuvo que hacer nada por ella. Lucy ya sería capaz de abandonar la miseria, si encontraba trabajo, pues al menos ya conocía un oficio.
   Pero Lucy nunca quiso dejar la calle donde ya cada vez estaba más segura que vivirían siempre su madre, su abuela y su cuarto compañero. Toda la vida en este barro, Protch. Nació en el estiércol y morirá en este lodo, la cara del sol y la cara de la luna reflejándose en unos hermosos cristales, perfumados de olmos, fresnos y alisos, custodios de todas las habitaciones donde ha dormido, sin hogar pero considerando las calles como su verdadera casa, que nunca abandonará según todas las apariencias.


 
   Érase una vez un hombre de apariencia humilde que lo tiene todo, de cuyas barbas impolutas emergen rayos de oro. Sus piernas son infatigables y caminan la ciudad entera, pues tiene otra forma de moverse por las calles y va de casa en casa, mientras los demás nos detenemos en alguna plaza o templo, y si caminar es salud, aún puede resistir muchos años, a pesar de algún malhadado presagio que ha podido llevárselo, pero nada lo abate. Y si un día nuestros platos no tienen con qué llenarse, ahí está él, nuestra última esperanza, encargado de donarnos alimentos o el placer de su grata compañía. No se lo suele considerar un hombre inteligente, pero yo disiento de esa opinión, y sabe como nadie sobrevivir en el mundo hostil que le ha tocado.
   Y ahora debo dar marcha atrás para recordarte a un personaje que espero no hayas olvidado: Joe Scully, el gran amor de la vida de la señora Oakes. Fue un hombre libre y aventurero hasta que consiguió el sueño de su vida, y tantas veces conseguirlo es sentirte decepcionado y mustio. Así fue, como ya te conté, que fue un día al cine y su vecina en la butaca de al lado comenzó a hablarle. Él fue muy amable con ella y sin proponérselo quedó recompensado. Se presentó con un apellido nada frecuente pero que debía ser del mismo linaje de una de las grandes fortunas de la ciudad. Beatrice era simpática y fue fácil invitarla a una copa tras la película. Allí conoció que ella era precisamente la hija de aquel potentado que dirigía varias empresas. Lo mejor de Joe era su amabilidad y su capacidad de escuchar y estuvo charlando con ella toda la noche y Beatrice no salió incólume. Era tan diferente este hombre bohemio del laberinto de los espejos a todos los hombres que ella había conocido que se enamoró perdidamente de él. Quedaron en verse al día siguiente y Joe ya empezó a idear su gran sueño de casarse un día con una niña rica, además afable y simpática. Guapa también aunque eso no le importaba. Temía haberle partido el corazón a Madeleine Oakes, su gran pasión, pero frecuentemente hacían el amor, hasta que aquella lo dejó definitivamente dos años después, insistiéndole en que él había escogido a Beatrice y ahora se debía a ella. Toda la vida recordó a su querida Maddie, pero no la tuvo nunca más.
    Seguramente esa decisión de elegir entre el amor y el dinero haya llevado a la ruina a más de uno, pero Joe creyó que había conseguido el sueño de su vida, y tenía que perseverar en él. Vio a Beatrice con frecuencia y tuvo la precaución de dejarla embarazada, con lo que no tenían más remedio, en aquellos tiempos, que casarse. Alguna hermana de Beatrice, como Claire, Sonia e Yvonne supieron la verdad antes que su padre y el carácter afable de Joe las ganó, en algún caso incluso más de la cuenta, pues Joe fue siempre un mujeriego y coqueteaba a menudo con ellas, sobre todo con Claire. Pero ya embarazada, se casaron y un buen día Joe tuvo que contarle la verdad a Madeleine Oakes, a quien destrozó el corazón, no menos que el suyo, pues hasta su muerte Joe la amó, y quién sabe si esa funesta elección entre el amor y el dinero no acabaría llevándoselo.
    Mas llegó un día en que Beatrice se decidió al fin a hablar con su padre. Éste era un hombre de carácter agrio quien enseguida pasó a preguntarle quién era ese tal Joe Scully y le recriminaba a su hija que con toda seguridad se había casado con ella por su dinero. Beatrice estaba entonces profundamente enamorada, pero empezó a abrir los ojos y se dio cuenta de la posible veracidad de lo que le decía su padre. Pero aquel dolor la enfureció aún más y padre e hija tuvieron una fuerte discusión que los acabaría separando de por vida. Él no estaba dispuesto, le dijo, a que un Joe Scully cualquiera heredara parte de su fortuna. Sólo estaba decidido  a dejar a su hija una pequeña pensión con la cual el matrimonio acabó vendiendo el laberinto de los espejos y montando un pequeño negocio, una carnicería contigua a su hogar en Arcade.
    Arcade era entonces, y todavía hoy es, un barrio industrial bastante malcarado, pero ni pobre ni peligroso. Es el único barrio de la ciudad en la orilla este del río. Allí entre sus aguas y alguna placita sin pretensiones crecería mi cuarto compañero. Entretanto, en el embarazo Joe y Beatrice empezaron a saborear lo que iba a ser su vida en común. Ambos sabían que habían cometido un error en aquel matrimonio, pero mal que bien aceptaron que ya estarían juntos de por vida. No se amaban, pero se querían y respetaban. Joe le fue manifiestamente infiel, pero Beatrice perdonaba todas sus traiciones, mas no llevaba bien, un día se enteró al hallar viejas cartas de amor de su marido, la pasión que seguía sintiendo según todas las apariencias, por una tal Madeleine. Pero con todo el embarazo continuó sin sobresaltos y al final un día de mayo tuvieron a su único hijo.


 
─Y aquí he de parar, Protch, para hablar contigo, pues tú lo conoces.
─Quizá, Nike. Pero no me has dicho qué nombre le pusieron.
─Bruce.
─Conozco a un mendigo Bruce, pero nunca le pregunté su apellido. No sé si será tu compañero.
─Lo traje a Deanforest un par de veces, cuando aún me pertenecía. Después vino a esta casa un día cuando ya era vuestra y aún no teníais jardinero, e intentabais encargaros vosotros del jardín. Eso es lo que me ha contado al menos. Él vino a mendigar como hace siempre, de casa en casa, y te halló intentando manejarte con los rododendros, sin conseguirlo. Mi compañero ha sido de todo, también jardinero, y te dio unas indicaciones. Y tú, agradecido a ellas, lo invitaste a una cerveza en la cocina. Y se tornó en un visitante asiduo y a menudo conversaba con Maudie y contigo. Tú ya no fumabas, pero incluso comprabas cajetillas de tabaco para dárselas. Y desde entonces, mi compañero Bruce se ha pasado por aquí con frecuencia y ha sido como un enlace entre vosotros y yo.
─Coincido contigo en que es un hombre inteligente. Y afectuoso. Pero cielo santo, tanto tiempo queriendo saber de ti y no hallando la manera de averiguarlo. Nunca se me ocurrió pensar que posiblemente Bruce, al que aprecio de veras, podría saber de tu paradero.


 
   Bruce Scully pasó su infancia con alguna carencia afectiva. Los estudios no se le daban bien y ya tenía claro que un día los abandonaría y se pondría a trabajar. Tuvo varios amigos, entre ellos Edgar Sullivan, que a menudo venía acompañado de su pequeña hermana, Miranda. Se llevaba bien con sus tías, sobre todo su tía Claire, que venía al hogar de sus padres con frecuencia. Sus padres… un día sorprendió una conversación que tuvieron en la cocina.
─“Sigues amando a esa tal Madeleine, ¿verdad?”
─“Beatrice, mi vida. Hace años que no nos ocultamos la verdad. Toda la vida la amaré. Tú también tienes tus escarceos y me parece correcto. Tú y yo no nos amamos, pero nos queremos y llevamos bien y tenemos un hijo en común. El amor no es lo importante. Ser marido y mujer y padres nos hará continuar con cariño. Ni tú ni yo llevamos la vida que un día soñamos, pero es nuestra vida y somos el uno del otro.”
   Así se enteró con sorpresa de que sus padres no se amaban. Alguna vez Joe, sincerándose algo con su hijo, le recomendó no casarse nunca con una niña rica.
─“Sigue tu sueño en la vida, sea cual sea, y hazle caso sin dejarte cegar por el dinero.”
   Aquellas palabras lo marcaron, porque de entonces en adelante se preguntó muchas veces cuál era su sueño y no hallaba respuesta. A pesar de todo no tuvo una infancia amarga. Sus padres se querían y hasta reían a menudo. En alguna ocasión llegaba una crisis. Él no sabía por qué pero lo notaba viendo a su padre durmiendo en el sofá. Mas al día siguiente solían hacer las paces, y mal que bien sus padres aprendieron a vivir en común con la sólida raíz del afecto, raíz en muchas ocasiones menos peligrosa que la del amor.
   Bruce se sentiría solo muchas veces, pero lo mejor de la infancia es que se atesoran pequeños detalles, y es una época de la vida en que los recuerdos son juego y el feo barrio de Arcade tenía un río de diamante al que él miraba embelesado, pero no entraba pues no sabía nadar. Así que en su infancia alguna vez se sintió solo, y en ocasiones en su adolescencia, pero sin saberlo, iba siendo feliz y observar a sus padres, felices o distantes, le iba enseñando lecciones al menos de lo que no quería para su vida.
    Mas conoció muy joven que lo que no se desea en la vida es la muerte, y menos si es prematura y rápida. Acababa de cumplir quince años cuando una enfermedad atacó a su padre de forma mortal. Mi compañero no supo explicarme cuál era, pero por los síntomas he deducido que podría ser algún caso fulminante de leucemia. El caso es que Joe Scully se fue en quince días.
   Bruce estuvo todas las tardes junto a su padre, al salir del instituto, aunque él no quería seguir estudiando. Esos días su padre se sinceró con él y Bruce conoció entonces muchos secretos familiares que quizá algún día te cuente. Venían constantemente sus tías Claire e Yvonne, y el oía a su madre decirles.
─“Nunca he podido apreciar lo mucho que lo quiero. Estuve dos años enamorada de él y seguramente eso no se olvida. Pero sin amor hemos vivido siempre y sin embargo lo quiero mucho y me ha hecho feliz.”
   Su padre al fin se fue y la última palabra que salió de su boca fue Maddie. En esos momentos no estaba su madre allí y él se alegró. Después un día plomizo fue su funeral y Beatrice demostró a su hijo, llorando a lágrima viva, que, a pesar de los pesares, el matrimonio Scully había sido muy feliz. Y de lo que te cuento, pues no lo sabes aún todo, parte de la historia puede ser mentira, pero Bruce no es falso, es íntegro y transparente como los ojos de una persona que no ama.
   Un viento amargo lo hizo padecer entonces una pequeña depresión, y su amigo Edgar Sullivan le habló de que había ofertas de trabajo para menores de edad como estibadores en el puerto, y Bruce aceptó y comenzó a trabajar allí, donde estuvo varios años, no siempre con el mismo trabajo, mas haciéndose hombre y ganando su dinero, junto a su amigo Edgar y a otros amigos que hizo, entre otros Brian Soul, que le hablaba a menudo de su antiguo amigo Frankie Lauders, que sin embargo al poco tiempo fue detenido por violación. Cargar y descargar buques no le daba demasiado tiempo para pensar y no obstante allí fue madurando su filosofía de vida: trabajar de lo que fuera sin ambición para que su vida no fuera como la de su padre. Aunque el Kilmourne no daba al océano, una tarde lo contemplaba como si se percibiera desde allí algo de las vidas del otro lado del mar.  Respiraba el puerto olores de ultramar, quedos, ubérrimos, evocadores. Bruce examinaba calladamente el rutinario rumbo oceánico desde y hacia las Américas lejanas de aquellos buques ingentes que le sugerían promesa de tierras incógnitas y boato en la mesa. Nunca le faltaría una cena abundante si se embarcaba un día allende el mar.
   Así, ganándose la vida por sí mismo, trabajando duro y filosofando, Bruce llegó a una primera juventud, solitaria pero enriquecedora. Y en una fiesta en casa de su amigo Edgar le sorprendería un día un vaivén que todos hemos sentido alguna vez con furia: el amor. Su hermana Miranda se había convertido en una hermosa joven que le arrebató el corazón. Se enamoró de ella perdidamente, pero no se atrevió a decirle nada. Mas suponía que Miranda siempre supo de su amor. Pero en breve tuvo un enorme sobresalto, el primer gran terror de su vida: a Miranda le diagnosticaron un tumor. Fue entonces cuando Bruce empezó a sacar tiempo libre para estar cada día con ella.
─“Era mejor no corresponderte, Bruce. ¿Qué sentido habría tenido ahora que ya sé que me voy a ir pronto? Te agradezco enormemente el tiempo que pasas a mi lado y, cuando ya no esté, recuerda que has tenido siempre mi cariño. Cuida de mi hermano Edgar.”
─“No hables así, Miranda, todavía algunos de los tratamientos que recibes podrían curarte y puedes vivir más años, con un hombre al que sí ames y te haga feliz.”
─“Yo sé que ya no tengo solución, Bruce. Algún mes más y se acabó. Ni siquiera llegaré a cumplir veinte años. Pero vivir ha merecido la pena, y haber conocido a gente como tú. Ojalá pudiera haber vivido contigo, enamorada, pero no ha sido posible. Me recordarás siempre, pero ya verás cómo hay otra mujer en tu vida que sea tu gran amor.”
   Fueron dos meses más los que resistió. Él la acompañaba cada día y comprobaba cómo iba perdiendo las fuerzas. Al fin expiró en sus brazos, dejando una rúbrica en su corazón con sus últimas palabras.
─“Adiós, querido Bruce. Te quiero.”
   Fue una semana o más extremadamente duras en su vida, pero un dolor a menudo viene acompañado de más dolores y eso le pasó. Tampoco podía resistir su hermano Edgar, que ya no podía soportar el barrio de Arcade ni la misma ciudad de Hazington y acabó encontrando un trabajo en Centroamérica y emigrando.
    Un dolor se puede extinguir si no viene acompañado inmediatamente de otro igual de grande. Su madre fue a pasar un mes a la casa de campo de su hermana Yvonne, y de repente tuvo una mordedura de un perro. Se ve que tenía la rabia. Fue ingresada en un hospital y Bruce al menos tuvo tiempo de despedirse de ella. Si se sintió solo más de una vez, al menos nunca pudo quejarse de lo que lo querían sus padres. Pero los médicos no pudieron hacer nada por Beatrice Scully, que se fue en muy poco tiempo.
   Huérfano y sin perspectivas, se encontró con una depresión que lo acompañaría varios años. No soportaba su casa de Arcade. El barrio le recordaba inevitablemente a sus padres y a Miranda, a todo lo que tuvo y ya no tenía. Se enteró de la necesidad de estibadores que tenían en Spoke, la villa más importante del Kilmourne, a unos 60 km al oeste y dejando su casa al cuidado de su tía Sonia, se trasladó a esta ciudad.
   En Spoke aprendió muchas cosas, y no todas buenas. Trabajó de todo, lo mismo de electricista, que de jardinero, de fontanero, de camarero… pero la arpía depresión no se le iba y nunca ahorraba lo suficiente para tener un día un futuro desahogado. Notarás en mis palabras, Protch, que tengo muchas lagunas en la historia de Bruce, pero mi compañero me ha contado su historia en líneas generales y sólo conozco largos periodos: sus años en el puerto, sus años en Spoke, donde se fue a la calle, único de nosotros que no lo haría en Hazington, sus dos años mendigando.
    Había ahorrado para varios años, pero en ocasiones la tragedia viene de dónde has puesto la confianza. El banco en el que guardaba sus ahorros quebró y un buen día se encontró sin un solo dain. No supo qué hacer. Paseaba para intentar aclarar sus ideas por los alrededores del castillo de Spoke, de noche porque sabía que no habría nadie por allí pues es el típico castillo bien conservado que evoca brujas, duendes y fantasmas y la casualidad le llevó a sentarse en un banco donde había un mendigo haciendo su trabajo, que se puso a hablar con él, e inconscientemente Bruce abrió la mano también mientras oía lo poco que el otro mendigo le contaba.
─“Me llamo Frank Lauders, pero puedes llamarme Frankie. He estado diez años en la cárcel y al salir, me encontré sin trabajo y me vine a Spoke pensando que lo podía conseguir y alguna vez he trabajado pero ahora me encuentro en la calle.”
─“El nombre me suena de habérselo oído a Brian Soul. ¿Trabajaste un tiempo en el puerto de Hazington?”
─“Sí, soy de Hazington. Mi padre era una eminencia en química pero murió mientras yo estaba en la cárcel. Helen, mi madre, mendigaba con él –lo que nunca le contó a Bruce es que él había agotado las arcas familiares, pues era alcohólico, ludópata y tenía alguna adicción más-. Después la recogieron en casa de los señores Nubbs, en Downhills. Pude verla una vez antes de morir, pero se fue también. Al final me vine a Spoke, donde llevo un año.”
   El gran problema de Bruce entonces, además de la pérdida de todo su dinero, era la soledad. Frankie Lauders era un mujeriego y calavera, pero le hablaba de la libertad que tenía en la calle de no someterse a horarios de trabajo y otras independencias. Bruce pensó que ese mes tenía pagado el piso, pero sólo ese mes y que no tenía casi para comer. Frankie la habló de trasladarse una hora a la plaza principal del pueblo, y allí estuvo con él mendigando. Qué ironía. Su padre había sido víctima del dinero y él de la soledad, y aunque Frank Lauders no le fue nunca muy simpático, con él estaba acompañado. Decidió que no perdía nada por probar a mendigar unos días mientras hallaba otro trabajo, pero en la calle empezó a encontrarse, en compañía de Frankie, que no hablaba mucho de sí mismo, hasta que seis meses después supo que había estado preso. No le gustó enterarse al fin de que había sido por tres violaciones, pero siguió con él.
   Se dieron cuenta los dos de que cada vez más a menudo hablaban con morriña de Hazington y un buen día de nuestro año 13 decidieron trasladarse a nuestra ciudad. Bruce se movía por toda ella con él, aprendiendo a ir de casa en casa, excepto por el barrio de Arcade. No se encontraba con fuerzas de pasear mendigando por su antiguo barrio.
   Una noche se encontraban en St Mark’s Gospel, en el Pueblo, cuando pasaron dos mujeres y una niña. El mujeriego Frankie quedó prendado de Olivia, pues de ella se trataba y comenzó a molestarla. Avergonzada, Olivia no sabía dónde meterse, y quería zafarse de aquel impresentable. Frankie le siguió diciendo cosas obscenas un rato, y al final Bruce tuvo que detenerlo.
─“Frankie, eres un imbécil. Déjalas en paz.”
   Frank no se tomó nada bien lo que le dijo su compañero y se fue y Bruce se sintió obligado a pedirle disculpa a aquellas señoras. Colorado, les dijo:
─“Siento de verdad lo que ha pasado. Créanme que yo no pretendo hacer lo mismo. Pero pido disculpas en nombre de los dos. Me llamo Bruce Scully.”
   Al oír su apellido, la señora Oakes no tuvo más remedio que preguntarle.
─“¿Scully? ¿Conoces por casualidad a Joe Scully?
─“Conocí a un Joe Scully, pero ya murió. Era mi padre.”
─“¿Tu madre se llamaba Beatrice y tu padre tenía el laberinto de los espejos?”
─“Sí. ¿Puedo preguntarle cómo se llama usted?”
─“Madeleine Oakes.”
─“Madeleine. ¿Puede ser usted Maddie?”
─“Tu padre siempre me llamaba así.”
─“La última palabra de mi padre al morir fue Maddie. La amó con locura, ¿verdad?”
─“Podrías enojarte por ello. Me amó sí, pero luego conoció a tu madre y se casó con ella. Sabía que Joe había muerto. Pero es un placer conocer a su hijo. Te pareces a él. Bruce, ¿por qué no te quedas con nosotras esta noche? Con el hijo de Joe estaremos siempre seguras. Pero puedes desear volver con ese impresentable.”
─“Definitivamente mi tiempo con Frank Lauders se acabó ya.”
    Comenzaron ahora a hablar de los Lauders, pues Olivia quería saber si era el hijo de Helen y Solomon. Ambos habían muerto ya.
─“Lo saludaré cuando me lo cruce, pero ya no iré más con él. Pero nosotros solíamos dormir por aquí, cerca de St Mark’s Gospel, y podría volver. ¿Qué les parecería trasladarnos al Puente Wrathfall?”
   Estuvieron un tiempo discutiendo la propuesta, mas mientras lo hacían iban comprobando que Bruce era un caballero, muy diferente del compañero que iba con él. El Puente Wrathfall estaba en el Arrabal de la Seductora, barrio peligroso, pero decidieron trasladarse pues nada temían a su lado. De los tres ojos a este lado del río, las tres mujeres eligieron el más cercano al agua, y Bruce se fue a dormir al ojo contiguo. Antes cenaron juntos y se contaron más de una cosa y la señora Oakes, que alguna vez había soñado con que un día serían ocho, sintió que de momento ya eran la mitad. La soledad de su juventud se fue perdiendo pero dando paso a otro sentimiento. Lo tomó con furia, y a pesar de que toda la vida recordaría a Miranda, se enamoró perdidamente de Olivia, el gran amor de su vida, aunque él nunca tuvo confianza en sí mismo como para decirle nada. Todavía hoy la ama, Protch.
   Las tres mujeres al unísono lo invitaron a quedarse con ellas y él aceptó, siempre que no les estuviera dando muchas molestias. Tuvo su impacto también en Lucy, ya adolescente, que lo quiso mucho. Él fue durante mucho tiempo el caballero que las protegía. Empezó a acompañarlas a la Basílica, pero no tenía mucho sentido que mendigaran los cuatro juntos, y pronto comenzó a dejarlas sola, dar grandes caminatas y volverse a reunir con ellas en algún lugar convenido para marchar los cuatro juntos a casa, ya definitivamente el Puente Wrathfall. Allí estuvo muchos años, guardián de sus tres niñas, acompañado y feliz cuando navegante se acurruca entre las mantas de sus tres señoras. Ellas son las líneas fronterizas y él es el país.


[1] Las flechas del cazador
[2] Ash: fresno y ceniza. Cottage: cabaña.
[3] Rivers: Ríos.
[4] Primula: billete de diez dains. Plural primulas o primulae.
[5]  No es correcto decir I must can= debo poder, pero sí decir I must be able= debo ser capaz.

7 comentarios:

  1. Bueno... confieso que a punto he estado de derramar alguna lágrima, al menos en tres ocasiones. La ficción y la realidad a veces se parecen demasiado. Me ha conmovido esta sucesión de dramas en la que Olivia y su hija terminan resultandonos "verdadera familia nuestra". A ver si en próximos capítulos este autor novel consigue también hacernos reir, que llantos ya la vida nos impone demasiados. Ana.

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  2. Una historia fascinante, una narración excelente y unos personajes del todo interesantes.
    Seguiré leyendo puesto que me ha enganchado enormemente.

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  3. Limosna de amores

    El temor del que ama es dejar de amar

    Primer mendigo, Madeleine, como un cuento aparece en la novela, su historia estremece y encadena a través de la voz narradora. La cronología y los detalles de un personaje trazados con pulso firme y a mano alzada en un mundo que se erige pletórico ante nuestros ojos, el más nimio detalle esta presente e hilvana el todo, y aunque es un mundo de ficción uno entra en ese universo con los ojos bien abiertos y la curiosidad afilada en las pupilas.
    No quiero dejar de lado el sutil discurso del relato dentro del relato-

    Cuando caminas en la noche, entre la niebla, con la bruma acordonando los zapatos, hay un momento que la intuición de lo que te rodea se va haciendo cada vez más real, y la esperanza es que se disipe y puedas apreciar el contexto de lo que intuías, ese momento empieza ya en este capítulo, el universo de la novela empieza a estar ocupado por estrellas de una implosión trepidante, presentidas con toda certeza.

    Pol__

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  4. Olivia

    Herida, de vida herida.

    Una novela dentro de la novela, desgarradora y trufada de personajes, pareciera que nos cogen de la mano y nos abren la puerta al siguiente escalón de esta historia, un transitar cómodo en el tempo de la narrativa y los diálogos que encaja perfectamente en el puzle que es el relato de la vida de Olivia, absorto en el juego de espejos con los que el autor nos sorprende, uno se deja mecer por Hellen y Solomon ó Lavinia y Willie, que dan un toque cálido al infortunio, y sorprender con la complicidad planteada al descubrir el libro "Eternamente amada" o la fugaz alusión, en las sombras, de "Madeleine". Mención especial el misterio de las heridas sanguinolentas de El Lobo, sorpresiva y seductora hasta el último momento, y otros que dejo en el tintero por no reproducir el relato entero, que de principio a fin te atrapa.

    Como ya dije podría constituir una novela por sí mismo este relato del Capítulo III, por su intensidad, estructura y creatividad de personajes, pero sigamos el orden cronológico como dice el título y no nos anticipemos a los hechos, dejándonos sorprender otra vez más por la destreza del autor.

    Asistimos a la contemplación de la primera constelación: Olivia, perfectamente dibujada por las estrellas que la conforman, y entre ellas una que se me antoja tendrá un brillo especial y que es el resultado de este vía crucis de los cuatro horrores por el que transita Olivia.

    Si como pienso este relato es la antesala de otro personaje, solo decir me saco el sombrero, si no, debería serlo. Pero espero no quede Olivia, la de hermoso nombre, en la isla de la indiferencia, es por mérito propio la que debería ser rescatada si esto ocurriera.

    Solo un apunte, a modo de presentimiento y deseo: Nació una flor en un lugar muy alejado, apartado de la vista de todos, frío y húmedo, había crecido allí como si intentara corregir un error, era Lucy.

    "Derviche giróvago", genial¡¡¡¡

    Pol__

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  5. No lo puedo evitar, tengo que decirlo

    Uy, lo intuía, no sabía cuando seria, pero empezando a leer el tercer "érase una vez" y encontrar mis ojos las palabras "nació en una cuna de tierra" sabía que Lucy aparecería, y "vualá"........ esto merece un sonoro Gracias..... Sigo leyendo.

    Que palpito.......


    Pol__

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  6. Lucy.......... y otros personajes

    La ciudad de Hazington, mágica, cuya línea de cielo es quebradiza, como todas las cosas que son miradas en la lejanía, se encuentra anclada en un horizonte de cielo escarlata. De este extravagante perfil por uno de sus ojos, ora lloroso otrora seco, surge vacilante la Sra. Oakes, la nunca suficientemente querida Sra. Oakes, nudo y desenlace de historias. Madeleine para unos pocos, Maddie solo para Joe, o hija del hada del azúcar o de los tres te amo para mí. Descubridora del futuro en sus jeroglíficas videncias. Demasiado extenso el personaje como para trazar un sucinto perfil, tiempo habrá para profundizar en su alma y colorear su aura.

    ¿Olivia?, nunca un nombre expresó tanta belleza, el dulce encanto de Olivia nace de su insumisión, su opción de no cerrar los ojos, de no voltear la mirada, la lleva a su VERÔME particular, como renuncia al frío abrigo de la resignación. Con ella llega un universo de personajes, que como una pátina húmeda sobre mármol blanco dan un brillo esmaltado al relato de Olivia.

    Y por fin Lucy, se me antoja que Lucy se convertirá en una rosa de amor y fuego o en una libertaria, o en ambas cosas, quien sabe, pero eso solo es un deseo personal, el devenir dirá, que aquí solo soy un espectador. En este relato conocemos a Lucy hasta sus 18 años aunque la veníamos deseando desde su gestación, pero aun así empezamos a intuir la fuerza y personalidad de esta niña, también viene con su propio reparto, pero lo más interesante de ella es la comprensión de la naturaleza de su destino, doblegándose sin romperse, aceptando el mal propio para el bien común.

    Todos los personajes, por pequeños que sean tienen su propia impronta, y no se sabe si el autor en su estudiado juego de espejos, luces y sombras nos llevara por uno u otro camino porque en este delta de ríos, riachuelos y afluentes se mezclan todas las aguas. A los personajes citados les siguen Nike (grande y querido) y Protch (como él, yo también estoy a la espera de Maude), pareciera que a medida que van apareciendo en el relato se va cambiando la querencia de unos por los siguientes en cronología, pero como dije no hay personaje pequeño, si, alguno que queda más fijado en la retina que otros; Solomon (apenas dibujado, pero fuertemente querido, Ay que triste perdida) y Kirsten (el adiós más doloroso); Gerald (el hermano blando y resignado) y El Lobo (a pesar de todo, genera el deseo de que reaparezca de vez en cuando), los mencionados son solo una muestra pequeña. Todos están trazados de forma magistral y tienen perfecto encaje, razón de ser, en la historia, y no es cuestión de enumerarlos uno a uno, corriendo con el peligro del injusto olvido de alguien.

    Y llegados aquí aún nos falta conocer al último "érase una vez" el último VERÔME de este capítulo, y uno (*) se confiesa: tengo ganas de este personaje, tengo ganas, ansia, voracidad, anhelo de enamorarme de nuevo de un personaje masculino (el primero fue Nike). Otro más de los que ya forman parte de esta familia prestada y con la que me siento tan a gusto, su humildad y mi empatía hacen el resto.

    Uno (*) se atrevería a preguntar a la Sra. Oakes cuál será el devenir, la buena o mala fortuna de cada personaje, pero mucho me temo que su predicción será tan enigmática que tendré que seguir leyendo, sorprendiéndome y dejando que sigan jugando al juego de la vida, a ese juego lento que abre heridas y cierra el alma.

    Pol__

    (*) uno: referido al que escribe, a mi mismo. A modo de guiño, broma y homenaje a los pies de página citados por el autor.

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  7. Bruce, el tiempo lo cambia todo, menos la verdad

    Impresionante final de capítulo, confluyen los ríos en otro de mayor caudal, y van lejos, siempre van más lejos, lejos del mañana que está tan cerca. Bruce, lleno de vida, tan diferente a sus compañeras de viaje, pero en común con ellas está la sencillez de los humildes, el misterio de unos ojos inquietos y su corazón altivo.

    Con la angustia por el hoy, y sin creer en la esperanza de la alegría del mañana, parecen empezar un camino vigilados por los dioses, acariciados por las estrellas. A golpes de verdad, a zarpazos de mentiras, zaheridos siguen el camino porque aunque les haga mal, también les fascina.

    La Sra. Oakes sabe que existimos mientras alguien nos recuerda, porque nadie pregunta por aquello que prefiere ignorar. Joe, ahora Maddie ha entendido que es más fácil morir que amar.

    Este juego de las coincidencias, sorprende, y va in crescendo, al final las vidas y las historias vuelven a donde tenían que estar en una especie de reparación justa. Como siempre impecable, sorpresivo, atrayente, el relato más corto, se convierte en la caricia más intensa, donde queda patente que esta novela es un ejercicio con sangre de arte.

    Un final sosegado y un grito del viento reclamando que le sigamos hasta el siguiente motivo de VERÔME.

    ¿Corazones rotos? lo único que se es que se pueden romper solo una vez, lo demás son rasguños.


    Pol__


    PD: a modo de confesión: Los libros son espejos: vemos en ellos lo que uno ya lleva dentro.

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