CAPÍTULO XII: LA BOFETADA



   Parecía que la noche y yo adolecíamos juntos del mismo mal, amortajados inesperadamente en un tono similar de palidez envenenada. Era como si un pintor inexperto la estuviera moteando de un blanco enfermizo, irreal, pero en sus manchones descuidara uno de los rincones del horizonte, pues el negro natural aún perduraba en algunas zonas del sur. Quién sabe si logré sobrevivir porque fui llevado en esa dirección. Ese cándido aprendiz había borrado el Escorpión, pero según me contaron resistían a su lado algunas constelaciones próximas como Ofiuco, el Serpentario, al que se le habían ocultado Serpens Caput y Serpens Cauda, la cabeza y la cola de la serpiente, que acaso habían resbalado de sus manos, de donde posiblemente hubieran decidido saltar para acabar encontrándose conmigo.


Miguel y John habían evitado las trampas del intrincado laberinto de los árboles, y me llevaron por el yermo inhóspito, pero de caminos transitables, de los Proscritos, hasta la Mano Cortada. Ahora sé que a ambos arrabales los separa la ya mencionada elevación del terreno, y que la mejor manera de ir de uno a otro es subiendo una abrupta vereda, próxima a Millers’ Lane, por donde en ciertas raras ocasiones se aventuraba incluso algún coche. Trepando por esa pendiente se alcanzaba rápido una de las cinco míseras tiendas allí dispuestas. Algunos mendigos se hallaban entonces por los alrededores, en ese momento ociosos, y creo que hube de ser una imagen insólita y algo pavorosa para todos ellos que, a pesar de su curiosidad, no hicieron preguntas. John se detuvo un segundo a hablar con el propietario ─discúlpame, Protch, pero ahora algunas palabras empezarán a fallarme; por inapropiadas, quizá, si no acabas encontrando natural nuestro lenguaje─ de la tienda más cercana, y éste pareció entender y les dejó el paso libre a los dos hombres, que me instalaron, una masa dócil e inconsciente, en su interior.

Los mendigos de la Mano Cortada no dormían a la intemperie. Si hubiera estado despierto, habría podido distinguir las tiendas en las que se distribuían con ciertos aprietos. La más cercana, donde fui situado, estaba instalada a poniente, próxima a la civilización. Con esmerada delicadeza lograron colocarme en su interior y, con algún esfuerzo, me acomodaron sobre la almohada después de meter algunas mantas entre ésta y el suelo para que hiciera pendiente y dejara más alta mi cabeza. Almohada dije, Protch, y como tal se empleaba, pero su morador se había traído, tal vez hallada en los marjales del río, una piedra cobriza aplanada y extensa que cumplía dicha función, sobre la cual había dispuesto dos o tres trapos, grises me parecieron cuando desperté, para reposar sobre una superficie algo más blanda. Entre los pocos utensilios que yacían desordenados por la estrechez del humilde habitáculo había algo muy valioso en tales circunstancias: una o dos linternas. Observaron que al menos una funcionaba y lograron iluminar tenuemente el interior, que adquirió la luz de un templo en una hora de oscuridad tras el parpadeo de los primeros cirios.

No había tiempo que perder. John organizó que Miguel me sujetara fuerte por las piernas evitando que cimbraran mientras él se ocupaba de desnudarme la zona afectada. Y a continuación se dispuso a jugarse la vida, Protch. No vale de nada decir que no se debe hacer; no había alternativa. Afortunadamente, no tenía entonces en la boca ninguna llaga ni herida y seguramente no corrió peligro cierto. Arrodillado y tembloroso, procedió a succionar el veneno, mientras Miguel nos observaba, a mí con mal disimulada tensión, a John con desasosiego y una mirada de renovado respeto. Sabía que podía perderlo y aguardaba con impaciencia el rumbo que habían de tomar los ángulos del tiempo.

En medio de tanta zozobra desperté. Y fue en mala hora, porque aún no había muerto el Siddeley imbécil. Con la percepción extraviada, me desorientaban el tiempo y el espacio. Aquella no parecía mi cama ni sabía cuánto rato llevaba durmiendo, pero tenía la sensación de haber apenas cerrado los ojos. La almohada tenía una dureza irreconocible, la luz que me rodeaba era extraña y vagas siluetas parecían agigantarse en el claroscuro. A mi alrededor un inconfundible olor a transpiración casi tragado por un hálito intolerable a tabaco, adherido a cada palmo de las paredes de aquel... lugar; no sabía dónde estaba. En mi desorientación, creí estar viviendo una nueva resaca, pero no recordaba un dolor de cabeza así. Era como un barco encallado en algún rompiente al que las olas molían con una ferocidad desconocida una y otra vez, y a cada golpe lo despojaran cruelmente de nuevas astillas, haciendo peligrar todo el maderamen. Pero salí de aquella penumbra cuando distinguí a Miguel inmovilizándome las piernas; y de golpe todo el espanto de la última media hora me vino a la mente con claridad. A pesar de la evidencia, no sabía si estaba vivo. Mas con una excepcional incongruencia sabía que estaba borracho.

La estupidez debía de ser parte de mi heredad. En esa hora de tinieblas acabé posando la mirada en John. No sé si el dolor o la embriaguez bastarían para explicarlo, pero aquel niñato Siddeley se lo encontró, en apariencia, tanteando lo prohibido y paladeando mi cuerpo por donde no debía, aprovechándose de mi debilidad.

─“¿Qué estás haciendo, John?” ─dije con un tono de voz que pretendí de furia, casi indistinguible por beodo. ─“No debes...”

─“Calla de una maldita vez, Nicholas” ─me respondió Miguel, vengándose al pronunciar mi nombre, pero más angustiado que enfadado─. Vuelve a dormir si no sabes hablar sin zaherir. Tal vez no debería estar haciéndolo, pero se la está jugando por salvarte.”

   A pesar de mi estado incoherente, entendí enseguida lo que estaba sucediendo, y en medio de toda esa niebla conseguí percibir los dos sentimientos que empezaron a mortificarme: el pánico volvió a invadirme, pero por primera vez en mi vida no pensaba sólo en mí y temí por John; y al mismo tiempo sentí una repugnancia y una cólera nuevas hacia mí sombra continua cuando comprendí que una irremediable insolencia formaba parte de mi carácter insufrible, y quizá no sólo por herencia. Las heridas que mis palabras perturbadas estaban causando podrían no cicatrizar y lograrían malherirme, acaso para siempre, si John no me extraía todos los venenos. Pero tal vez la podredumbre de mi malgastada juventud estuviera siendo aspirada y ya no reaparecería. Y sin embargo, eso sólo sucedería, Protch, si antes obtenía un nuevo beneplácito de la vida. Entretanto, tres hombres estábamos frenéticos aguardando qué depararía el destino inexorable, pero la tensa espera no se prolongó durante mucho tiempo. John se incorporó tan bruscamente que nos sorprendió. Con inflexible resolución, haciendo caso omiso de la perplejidad de Miguel, que requería alguna palabra o explicación que lo tranquilizara, se dirigió hacia la puerta de la tienda, y sin abrir la boca salió. Dos segundos después le oímos escupir el veneno, el de la serpiente al menos, que me había estado emponzoñando.

Cuando reapareció yo me hallaba pendiente del inesperado cambio en las facciones de Miguel. Una determinación suicida transfiguraba sus rasgos y una luz peligrosa parecía atravesarlo. Antes de que su pareja tuviera tiempo de reaccionar, se le acercó y de manera casi traicionera lo besó en la boca con decisión sin dar tiempo a que aquél se opusiera. Mas cuando John fue consciente de la intención que guiaba a su compañero, se retorcía en inútil objeción, como un animal hostigado por sorpresa cuando ha creído triunfar en la cacería. Cuando al fin pudo liberarse, lo miró con acritud.

─“¿Qué estás haciendo, Miguel?” ─logró farfullar en su feroz amargura. 

─“Ahora ya nada ─respondió como hombre que sabe que ha desafiado al destino y enfrenta sin miedo la fatalidad─. Pero si un azar funesto te apartara para siempre de mí, no consentiría que te fueras solo. Allá donde vayas, yo he de seguirte.”

Fuera cual fuese la tempestad que esa noche los había estado vapuleando, ambos se repusieron, agotados, en la misma orilla, dando la bienvenida a la brisa inesperada que soplaba clemente entre los dos. Con lágrimas en los ojos, John devolvió el beso con ardor, olvidando al Siddeley impertinente que los podía estar contemplando. Pero éste, cada vez más despierto y extrañamente sin ebrias mareas, parecía estrenar una nueva forma de mirar y ante una escena que no estaba preparada para él, súbitamente se conmovió y empezó a experimentar algo tan nuevo como no saber qué decir, mejor a todas luces que disparar cerbatanas de ofensa con cada palabra.

John volvió a salir y esta vez estuvo ausente varios minutos; y al enfrentarme a solas con Miguel, no supe cómo mirarlo o qué decirle, mientras empezaba a asumir el estremecimiento de que aquellos dos hombres me habían salvado la vida. De repente no era capaz de poner en palabras algo tan simple como gracias y cerré los ojos para que fuera más fácil que nos siguiera separando el silencio. Pero a mi acompañante pareció no importarle, sumido como estaba en sus propias reflexiones. La súbita entrada de John nos pilló por sorpresa.

Venía con algo parecido a un paño blanco y con un envase de plástico; y sin decir palabra me cubrió la herida con lo que se descubrió una toalla limpia y me puso encima lo que era una botella de agua fría. Todavía me pregunto cómo consiguió que estuviera  casi helada y cómo se las arregló para que quedara sujeta entre la ingle y el muslo. Sólo en ese instante se relajó, cuando vio que el primer acto de la amenaza que nos circundaba había terminado. Y entonces me miró.

Y hay miradas que traspasan la carne como dientes afilados. Es difícil explicar cuántos azares coincidieron en el mismo meandro para resucitarme. Sus ojos eran del color bruñido de un río en una noche clara, donde una luna, llena quizá, reverberaba un segundo en sus cristales antes de humedecerse y darse un chapuzón. La serenidad de sus aguas podía con los diques que mis ojos le querían imponer. Pero al final me traspasaron; me hirieron, sometieron mis ya maltrechas defensas y me devolvieron definitivamente la sobriedad. Casi me venció observar que no se me mostraban hostiles. De levante a poniente, como el curso de los astros a fin de cuentas, parecían leer los episodios de mi historia sin censura, entendiendo mi soledad como la taimada arpía que me estaba arrojando a  peligrosos abismos oscuros sin que pudiera encontrar las alas que me remontaran. Supo identificar de cada consecuencia sus causas, con un agua nueva de comprensión que se fue derramando por mis paredes, bautizando al hombre distinto que acabó emergiendo de una serpiente y unos ojos, un niño que sólo pudo balbucir de entonces en adelante hasta que fuera capaz de reconocer el contorno de su silueta. No sabría explicar cómo aquella mirada consiguió enterrar los restos del odioso Siddeley que, a partir de entonces, se transformaría en un Nike desnudo que poco a poco tomaría su lugar. Sólo duró unos segundos, y al cabo me sonrió con una paz insospechada. Pero antes de desaparecer por mi poniente me arrojaron la convicción de que podía contar con ellos, si los necesitaba.

Miguel quiso hacer entonces hogar de sus brazos, rodeando con un nuevo calor a su compañero. Se sentaron algo apretados, aunque cabíamos los tres; dos corazones que se abrazaban y un superviviente recostado que ya no estaba seguro de quién era. Es imposible explicarte, Protch, cómo puede transformarse un hombre en un segundo. Mas de repente sentí la urgencia, una entidad desconocida de la que frecuentemente me hablarían, como una llama a punto de abrasarme si no me expresaba. Tenía que decirles algo. Acababa de aprender que el amor sólido no sabe de direcciones, que el agua que desborda las fuentes no hace distinciones y se derrama en todas. Empecé a aceptar todas las corrientes. Los miraba sabiendo que tenían algo de lo que yo carecía, y encontré que ese sentimiento era bello. Supe que se regían por normas diferentes a las que yo tenía por establecidas. Hablé. Tenía que hablar y decir algo que valiera por las gracias que no me llegaban.   

─“Comprendo ─tenía la lengua áspera y casi no podía hablar─: sois libres. No hay mal que pueda alcanzaros.”

No esperaban esta revelación y me miraron sorprendidos. Vi en sus ojos que nada tenían contra mí y que podíamos iniciar un nuevo entendimiento. Tenía que hacer otro esfuerzo y dar las gracias o pedir perdón. Hice esto último:

─“John... Miguel...lo siento. No sé cómo pediros disculpas por cada una de las veces que este niñato os ha ofendido ─a pesar de mis dificultades para hablar, tenía que decir algo más─. Siento que he dejado pasar la oportunidad de acercarme a dos seres humanos a los que podría haber querido.” ─era muy pronto para hablar de una amistad que entonces me parecía imposible.

─“Nike, hay vías por las que sólo se camina una vez ─me respondió John─, y cuando ya se conocen se abandonan. Créeme si te digo que no ha habido ofensa que nos haya alcanzado, aunque a ti te hayan hecho, por lo que parece, más daño. Si esto ha sido así, tranquilízate. Pero tu respeto actual nos basta y no tienes que ir más lejos. Somos dos pobres con los que la casualidad te ha cruzado, pero entendemos que éste no sea sitio para ti.”

No podía comprender por qué hubiera querido rebelarme a esta última afirmación, pero ¿con qué argumentos, con qué palabras podría expresar que eso no me parecía del todo cierto? Mal podía hallarlas si no había sido capaz ni de encontrarme aún a mí mismo, así que las dejé pasar. Ahora entenderás por qué me acostumbré a pronunciar sólo frases cortas, tan breves que me permitieran terminar cada frase sin una ofensa, sin una incomprensión, sin un nuevo error. Pero John no había acabado:

─“Olvida mis últimas palabras, Nike, que puedo ver que te han dolido. Te quería decir algo más. Creo ─dijo sin mucha convicción─ que lo peor ha pasado. Aseguraría que todo el veneno ha salido, pero no puedo saberlo con certeza porque ni siquiera sé todavía qué serpiente era, y acaso tengamos que ir a buscarla. Seguramente ahora tendrás una convalecencia bastante larga, algo aproximado a diez días, y alguna secuela, espero que temporal, pero sí juraría que al menos al principio tendrás grandes dificultades para andar. Por lo demás, yo diría que estás fuera de peligro. No obstante ¿y si no fuera así?”


 

─El tragaluz por el que entraré, cuando me llegue el turno... ¿Recuerdas la primera mañana, Protch, y las muchas preguntas que te hacías? Ahora podré empezar a responderte. Por fin entenderás por qué de tanto en tanto me acomete aún una leve cojera. En un primer instante fueron días, semanas...luego se fue espaciando, apenas una vez cada dos meses, y ya sólo me llega cuando le acompañan una incertidumbre, algún sobresalto... mas, en verdad, aquel 27 de julio empezó mi verdadera senda, cuando al fin comencé a elegir. Pero di algo, por favor. Hace mucho que no escucho tu voz.

─Todavía estoy aterrorizado, Nike. Debiste pasarlo realmente mal.

─Estaba borracho, Protch, como siempre en los últimos años. Y sólo fue un minuto. El verdadero terror necesita más tiempo... y menos niebla. Pero el destino es burlón, y me llevó posiblemente a las mejores manos, las únicas en esta ciudad que habrían podido conjurar al demonio que vieron Eva y Adán. Pero habla sin miedo, por favor. Deseo que oses juzgar al último vástago de estos ponzoñosos Siddeley, ahora que está cerca de no volver a aparecer.

─Tal vez sea incorrecto intentarlo. O tal vez creas que no me atreveré a censurar a los que me han proporcionado el sustento. Y si sólo me pides que te juzgue a ti, es difícil, Nike, porque si no me excedo en mis diatribas, lo entenderías como la flema casi congénita de los fámulos, y aunque conseguiste el primer día convencerme de que ya no soy tu criado, y quiero llegar a ser amigo del mendigo que está sentado frente a mí, no sé en cuántas etapas habrás puesto que esto sea posible.

─No todo es tan difícil, Protch, creo que lo vamos consiguiendo. Y si a veces te parezco duro, piensa un momento en que no me queda más opción, porque te has pasado años viéndome como al último de los Siddeley, y algunos años sin saber qué había sido de mí, y quiero hacerte ver cómo fui separando las cosas que sin preguntarme me dieron de aquellas que yo mismo escogí. Pero habla, por favor.

─Está bien, pero antes me atreveré a decir algo sobre los Siddeley. Es muy posible que la crueldad de la que tanto se habla sea cierta. O que el trato a los criados no haya sido siempre el más correcto ─lo escuchaba con serenidad. Sabía cuánto le costaba. Pero la amistad puede empezar así, haciendo antes el esfuerzo de excluir lo innecesario. Y la sangre que heredé sólo llevaba veneno; y era conveniente derramarla. Y sus palabras ayudaron. Ya estaba empezando a ser mi gran amigo Protch─, pero mi mujer y yo no tenemos nada de qué quejarnos. ¿Te hablo entonces de la historia de la familia en toda su línea, o sólo de mi momento en la historia? Algo parecido me ocurre contigo. ¿Quieres que te califique por el Siddeley que eras o por el mendigo al que apenas puedo ver todavía, pero al que presiento que voy a querer? Y me pides que juzgue determinados insultos a dos hombres a quienes, pensándolo mejor, tus palabras no tocaron. Creo lo mismo que John y que es aquél que insulta quien se hace daño. Sólo pensando en ti y en tu propio mal te he de decir la respuesta que probablemente esperas: no debiste hacerlo. ¿Te vale?

─Gracias, Protch. Vas empezando a tener el coraje necesario. Pero no temas: no te volveré a pedir que juzgues a los Siddeley. Tú no los llevas en la sangre, y tienes razón al opinar sólo acerca de aquéllos que has tratado. Ahora te comprendo mejor.  Y de acuerdo: tus palabras sobre mí valen como una absolución, que también necesitaba. Podemos retomar la historia, aunque ciertamente no me vendría mal un café. Pero, por favor, prepararlo no tiene ningún misterio. Déjame ayudarte que, al fin y al cabo, ya sabes que desde hace tiempo me gano la vida con las manos.


 

─“Tendríamos que llevarte a un hospital ─siguió hablando John─. Sólo así sabríamos a qué atenernos, y si algo fuera mal, ellos tienen más medios que nosotros.”

─“¿Cuál es tu verdadera opinión, John?” ─empezaba a encontrar una extraña resistencia a lo que parecía más fácil.

─“Creo que estás fuera de peligro. Pero no puedo estar seguro, Nike. ¿Y si hay alguna complicación?”

Había estado en un hospital por los dos infartos de mi abuelo. Días interminables de dolor y espanto. Largos pasillos blancos desinfectados de alma, luces de hielo, hasta las ventanas eran asépticas. Escaleras que sólo conducían al infierno de otros corredores. O a más escaleras que nunca acababan. Y si se llegaba a dar con la puerta, los avaros ladrillos limitaban con otras dependencias, con el ceño gris de un edificio lejano que conseguía verse porque tenía el cuello más largo. La muerte preguntaba en el mostrador de admisión por el siguiente nombre en su lista y nada la conmovía. Y algunos pacientes, deshumanizados en sus batas azules y hambrientas almohadas, se morían por desgana, sin que les tocara. Y a mí, que estaba agonizando de soledad, querían llevarme a ese camposanto para que muriera dos veces del mismo mal.

Y, sin embargo, en mi nueva cama de piedra y lona sólo se respiraba tabaco y sudor, exhalaciones de gente que estaba viva, que no se dejaba vencer fácilmente. Y a mi lado, dos hombres: uno de ellos un río en el que aún no había nadado; el otro era un viejo amigo que se había convertido en un mago que ahuyentaba los peligros, que sacaba los venenos, conquistador de la serpiente. No quería pasillos iluminados de desesperanza ni las paredes ocres de la que era mi casa. Quería quedarme y quererlos, un sentimiento nuevo que nunca antes había experimentado.

─“John ─dije al fin─, no vamos a conseguir ningún vehículo que nos lleve a algún lugar donde puedan atenderme. Y no he venido hasta aquí en mi flamante Mercedes, sino a pie, pues sabía que iba a beber. Soy incapaz de andar y no podré llegar hasta mi casa a recogerlo ni a ningún hospital. Te puedo dejar las llaves; están en mi bolsillo, pero en Deanforest mis criados no te conocen y no te dejarían entrar. Éstas son sólo algunas razones, pero ninguna es la verdadera. Creo en tu palabra y sé que no corro peligro. No quiero ir al horror de la muerte que espera en los pasillos blancos. Y si al final la cosa se complicara, preferiría morir en esta tienda, donde todos los que me rodean están vivos y me acompañan. Déjame pasar con vosotros al menos esta noche; procuraré no ser un  Siddeley cargante ni una inevitable molestia. Estáis aquí y me gusta este lugar.”

Hubiera querido decir, tal vez, mucho más, pero la última parrafada ya me había costado bastante esfuerzo.

─“Es una gran responsabilidad. Pero es cierto que no parece haber alternativas. Confiemos en tu recuperación. Y, sin embargo, si empeoraras, removería cielo y tierra con tus criados, o robaríamos un coche si hace falta. Sólo un segundo entonces: si has decidido que te quedas, tengo que volver a salir.”

La tienda era baja y bastante estrecha, y él era un hombre alto, y siempre que entraba o salía tenía que agachar la cabeza. Volví a quedarme a solas con Miguel. No sabía qué decirle, pero había que empezar por algún lado:

─“Miguel... quiero daros las gracias a los dos por...” ─tuve que interrumpir la frase cuando noté que me volvían las náuseas.

─“Nike ─me miraba, al fin, sin ninguna hostilidad─, no hagas ningún esfuerzo. En cuanto te sea posible deberías dormir, y entretanto, no te conviene fatigarte ni pensar demasiado.”

Al fin y al cabo, todo lo que habría querido decir no serían sino repeticiones de gracias y lo siento. Y aunque no notaba ninguna embriaguez, sin duda aún estaría bajo los efectos de toda esa ponzoña etílica, y no me habría salido un discurso muy coherente. Así que guardé silencio, esperé a que se me pasaran algo las náuseas e intenté algo muy distinto: levantarme. Cuando Miguel me observó, quizás habría querido objetar, pero finalmente decidió callar cuando tuvo claro que yo necesitaba desesperadamente saber algo sobre el estado en que me encontraba y que él habría hecho lo mismo.

Me llevó una eternidad pero fui capaz de ponerme en pie; e intenté también dar un par de pasos por la tienda. Esto era más difícil: podía costarme varios minutos salir de allí si lo intentaba, y bastante más caminar por el exterior. Viendo que mi estado era crítico, pero no desesperado, me volví a tender y me dediqué a esperar la vuelta de John. Entretanto observé que Miguel parecía estar liando algo con calma. Tabaco, pensé. Cuando al fin lo encendió, el olor inconfundible de la marihuana me sacó de dudas. Parecía conocer bien los escasos enseres de la tienda y en seguida se acercó una extraña piedra ahuecada que le iba a servir de cenicero. Era evidente que era una costumbre fumar en este templo pagano de lona verde. Me miró con dudas. Se ve que esperaba de mí una objeción. Pero yo conocía bien todas esas hierbas... y no sólo las hierbas. Nunca llegaron a esclavizarme como sí lo hizo el alcohol pero no habría objetado a algo tan simple. Miguel también acababa de pasar por una gran tensión y necesitaba ese respiro. La otra cuestión sobre la que vacilaba la expresó en palabras:

─“Me estoy preguntando si querrías. Pero aun si me dijeras que sí, no sé si ofrecerte sería lo más conveniente teniendo en cuenta tu estado.”
─“¿Mi estado de embriaguez, la mordedura o todas las cosas que me han ido envenenando? ─pregunté con un deje de amargura. Pero me había imaginado mil veces que la hoz implacable de la soledad me acabaría segando. Y, sin embargo, a esa aparición la estaban espantando esta noche dos hombres que me habían salvado la vida y que me hablaban con afecto. Y no hay muerte que pueda devorarte cuando empiezas a querer a los que están a tu lado. Ya era amargamente consciente de que no sabía expresarme, pero estaba empezando a quererlos─ pásamelo, Miguel. No creo que me haga ningún daño y podría calmarme.”

   Aunque todavía con alguna duda, me lo pasó amablemente. Sólo fui capaz de fumar durante medio minuto, pero no me hizo mal. Él también esperaba que retornase su compañero, y se mantuvo en silencio. Miguel y yo no sabíamos qué decirnos, pero habíamos comenzado a comunicarnos.

John llegó cuando ya la colilla se había apagado y, a pesar de las señales evidentes, no hizo comentarios. Venía con varias cosas y algunas palabras:

─“Siento haber tardado, Nike, pero era necesario darles una explicación a nuestros compañeros. Están todos despiertos y se hacían muchas preguntas. Además, tenía que arreglar alguna que otra cosa ─y me mostró un confuso objeto cóncavo que portaba entre los brazos─: esta palangana te puede ser muy necesaria para esta noche ─envejecida y algo oxidada, empezaba a comprender cuál iba a ser su utilidad y me rebelaba. Podía andar con dificultad, pero aunque me llevara una hora, caminaría antes de llegar a usarla. Pero John adivinaba mis pensamientos─. Como quieras, pero te evitaría caminatas, que ahora mismo son tediosas e imposibles, y los que aquí estamos pasaríamos a vaciarla de vez en cuando. De todos modos es muy posible que de noche te despierten las arcadas, Nike, si algo recuerdo del estado de embriaguez o de las resacas posteriores. Te sobrevendrán inesperadamente y no tendrás tiempo de andar hasta la puerta de la tienda ─comprendía que no le faltaba razón─. En todo caso, aquí te la dejo. Pero te traigo algo más.”

Podía verlo a pesar de la penumbra. Eran una naranja y dos melocotones. En cualquier otro lugar habría sido sencillamente algo de comer, ofrecido con placer al huésped que llega de repente. Pero comprendí que en este caso debería ser obligación del invitado agasajar a los anfitriones. Dudaba: tenía algo de dinero en la cartera, que debía seguir en mis bolsillos. Miré a John a los ojos con inseguridad. Sabía lo que me diría, pero quise protestar:

─“Veo lo que me traes, John, pero no me hará falta. En el estado en que me encuentro, mañana no podré comer y ─y no sabía cómo seguir. Lo que de verdad me preocupaba era que a ellos les pudiera faltar algo tan necesario por alimentarme. Me habría ido entonces si hubiera podido, pero no hallaba salida. Mas John sostenía mi mirada desafiante. Sabía lo que hacía, con quién y por qué, y se mostraba decidido y orgulloso─... De acuerdo ─cambié la frase─ aceptaré, pueda o no pueda comer hoy. Pero prométeme que nada os va a faltar.”

─“Esto es la calle, Nike: no nos sobra nada. Pero comeremos todos, o no comerá ninguno. Repartiremos entre todos lo que haya. Sólo tienes que seguir recordando dónde estás, y hasta ahora lo estás consiguiendo. Mientras permanezcas con nosotros, pasarás algunas privaciones ─quise decir algo, pero una vez más adivinó lo que iba a decir─, aunque veo que estás dispuesto.”

─“Gracias por la fruta entonces, John” ─la acepté cuando intuí que dejarme invitar por los que nada tenían era en ese caso lo más correcto, porque ellos así lo deseaban. Dudé entonces si no sería mi egoísmo lo que me hacía desconocer la compasión, pero no concebía ese sentimiento, es difícil de explicar, hacia personas a las que veía felices. Y, sin embargo, por primera vez me puse a considerar si ofrecerles algo de lo que yo tenía podría insultarlos. Hube de pasar días con este conflicto.

─“Ahora deberías dormir, si no extrañas tu cama y consigues hacerlo aquí.”

¿Dormir? Sí, tal vez debería intentarlo. Pero ¿dónde era aquí? Antes de que se retiraran, debía preguntarlo.

─“John... ¿Dónde estoy? No sé cuánto tiempo he estado inconsciente.”

─“Te has repuesto muy rápido. En realidad sólo has estado dormido veinte minutos. Estás muy cerca de Baphomet ─dijo entonces─ en el Arrabal de la Mano Cortada, Nike.”

Me sucedió como a ti, Protch. La primera vez que se oye ese nombre nos hacemos extrañas ideas. Quién sabe si los que allí habitamos no lo consideraremos un tesoro que conviene ocultar, como un secreto de iniciación. Pero Miguel estaba acostumbrado a desvelarlo, pues algo me explicó:

─“Apostaría a que no lo has oído antes ─asentí─. Los habitantes de esta urbe lo desconocen. Y eso me sucedía también a mí antes de vivir en él, o mejor dicho en la calle; este arrabal es el tercero al que hemos venido John y yo ─ya no parecía tenerme ningún resentimiento y quería seguir ilustrándome─. El pasado de esta ciudad ─rara vez se referían a ella como Hazington─ es templario, como sabrás, y quién osaría convencernos de que a alguno de esos monjes guerreros no se les privara brutalmente de tal miembro o de si alguien no hallaría en un tiempo más reciente una mano en algún montículo cerca de San Albano ─caí en la cuenta entonces de que estaba cerca del cementerio católico que había visto antes en la lejanía─. Sí, Nike, comprendo lo que estás pensando: muchos son los que ponen esa misma cara de horror, pero eso es lo que nos da cierta seguridad. No fue fácil decidirse a vivir en este lugar, pero si lo piensas bien, es un sitio muy tranquilo, si alguno lo es para nosotros y sé de qué te hablo: alguna vez han querido atacarnos. El cementerio nos cierra el paso por el sur, y hace que pocos se atrevan a venir, al menos de noche, a una zona tan próxima a su lúgubre visión. Por el este encontrarás el río y el vertedero mayor de la ciudad. Estamos junto a Rivers’ Meet, y seguro que has pasado más de una vez por la glorieta que lo acerca a St Alban’s Road. Si te has fijado bien, hay un camino no asfaltado cerca de la avenida principal. Por ahí circula el camión de la basura. A pesar de todo, pocas veces la fetidez del vertedero llega hasta aquí. Al oeste, una calle llamada Millers’ Lane, que poca gente conoce. Y al norte... ─su voz era no sé si una queja o una maldición─ ahora tenemos Baphomet, pero antes no se aventuraba nadie por esta zona. Un rincón desconocido del Pueblo ─una vez más tuvo que aclararme algo de la extraña nomenclatura de la ciudad─, que es como se le conoce también al barrio de St Mary’s o de Templar Village. Pero la gente que frecuenta esa discoteca no sube hasta este despoblado. Se queda abajo, en el terreno de los Proscritos, a los que les resulta cada día más difícil sobrevivir ahí. No temas ─tampoco había oído ese nombre─, los Proscritos son los que viven en el arrabal contiguo. Ahora su silbido se oye con frecuencia.”

Estaba en medio de la nada, junto al cementerio y el vertedero de la ciudad, cerca también de los ruidos de una discoteca que parecían ya haberse apagado. No sé qué hora sería, pero era la noche del jueves. Igual habrían cerrado ya. John urgía a Miguel con la mirada para que abreviara, porque yo necesitaba descanso. Pero quería saber qué era eso del silbido. Parecía que todos podían leerme, porque fue John ahora quien contestó a la pregunta que no llegué a formular:

─“Los Proscritos y los de la Mano Cortada nos comunicamos con silbos, que son de alerta cuando ellos o nosotros tememos por nuestra seguridad, pero también cuando pasa algo fuera de lo común, y más amables cuando deseamos conversar sobre algún tema importante o simplemente cuando queremos vernos y charlar distendidamente. Diferentes silbidos nos transmiten diferentes mensajes. Pero dejemos esto, Nike. Quería preguntarte otra cosa ─hace años me había llamado la atención que algunas labores parecía hacerlas inesperadamente, como si ciertas acciones no obedecieran a su pensamiento, por lo demás lúcido y sereno. Por ello sólo reparé en que se había sentado por el repentino oleaje de los pliegues de su traje azul, de lana quizá, o por el inesperado descenso de los hombros─: ya es viernes. ¿Hoy no tendrías que ir a trabajar?”

─“Estoy de vacaciones, John ─aclaré─; este año he preferido tomarlas en julio. Pero debo regresar el miércoles.”

─“Comprendo. Pero con toda sinceridad, no creo que puedas reincorporarte el primero de agosto. De todos modos, déjalo en mis manos. Sigo en contacto con Anne-Marie ─no sé por qué algo tan simple consiguió sorprenderme, aunque eso explicaba muchas cosas─. Mañana iré a verla y le expondré la situación. Es posible que ella se encargue de planteársela a tu jefe y compañeros de trabajo, y después me dirá lo que haya. Te tendré avisado. Pero no te preocupes por eso ahora; debes descansar.”

─“John... ─sabía que no era el momento, pero no podía evitarlo: sentía una enorme curiosidad─, ¿qué serpiente...” ─pero me interrumpió antes de que pudiera acabar la frase.

─“No lo sé, Nike. Estoy bastante confundido. Me parece que era una especie que no conozco...”


 

Tal vez le atacara el colmillo maléfico de Apofis, en su perenne intención de dañar la barca solar de Ra; o tal vez fuera Renenutet, la serpiente benéfica, dadora del don de encontrar el verdadero nombre, la que amamanta al niño real, también asociada a las cosechas. Al fin y al cabo, Nike había contribuido con su sangre a fertilizar la tierra favorecedora. O quizá el mordisco hubiera sido obra de ambas a un tiempo, porque hay un bien y un mal en todos nosotros.


 

─“...en todo caso ─seguía hablando John─, ahora saldremos a buscarla. Pero no debes temer más peligros que el hambre o el frío. Sí, porque aunque estemos en verano, las noches son algo frescas. Pero creo que estas mantas serán suficientes. Ahora descansa y no pienses en nada más. Dulces sueños, Nike.”
Miguel y John salieron, pero antes se las habían arreglado para dejarme la impresión de que había llegado al mejor de los lugares posibles, y no tuve ningún miedo. Al quedarme a solas y antes de apagar la linterna, que no se habían llevado, me puse a examinar la tienda. Sólo entonces caí en la cuenta de que no les había preguntado por su morador y me maldije. Me prometí que sería lo primero que haría al día siguiente.

Enseguida me llamaron la atención las numerosas grietas que por todas partes la herían. Comprendí que el frío me invadiría pronto sin remedio y eso me hizo, inevitablemente, querer al desconocido que allí habitaba. Aparte de eso, poco más había que ver. El resto era un desorden de trapos y mantas y olor a tabaco, y la roca como un altar donde decidí darme en sacrificio para morir y que al día siguiente pudiera nacer un ser distinto. Casi me había echado ya a dormir cuando mis manos palparon una fotografía. Sentí un inconfundible rubor al mirar algo que no me pertenecía y enseguida la devolví a su lugar, pero entretanto me había quedado con la percepción fugaz de una mujer enfermiza, pero con una belleza capaz de despertar fuegos en el pedernal más inamovible a las chispas. Días más tarde supe que era Miranda.

Dormir... y ¿por qué no? Sólo en ese momento empecé a ser consciente de que aquella iba a ser la primera vez en mi vida que iba a dormir en la calle. Quizá entonces, pero creo que no antes de ese instante, fuera acariciado por la desconcertante Penumbra. Era una sensación difícil de describir y mis palabras volverán a ser inexactas o titubeantes, Protch, pero te puedo asegurar que no sentí ni miedo ni vergüenza, ni rebeldía ni malestar alguno. Apenas un poco de desorientación y un poco de frío, y al mismo tiempo, cómo te diría... sí, quizá fuera protección: saber que estaba en las mejores manos y que nada malo me iba a suceder en tanto estuviera con esta gente. Pero cómo hacerte entender que aunque no tenía alternativa, quedarme allí fue mi primera decisión, la primera que tomé como Nike, y que de repente empecé a aceptar qué me había sucedido, dónde estaba y con quiénes estaba sin objeción alguna. Tomé mi primera resolución en libertad y, si es cierto que hay una secuencia, aunque aún no puedas entenderme, la Aceptación fue la primera deidad que me tomó furiosa pero con una idea determinada: espirar en mis túneles aún inexplorados un soplo de vida joven que consiguiera reverdecer en mi sangre.

Estaba rendido y la dureza de la almohada no impidió que al fin pudiera conciliar el sueño. Fue una noche en que continuas sacudidas me despertaban con facilidad, más mareadas que preocupadas. Numerosas arcadas me devolvían a la inquietante realidad de una resaca que se presagiaba aguda y dolorosa. Por eso quizá, y aunque lo necesitaba con urgencia, esa noche no me permití pensar. No sé a qué hora me había echado a dormir, pero al final lo hice de un tirón hasta el mediodía.

Desperté otra vez desorientado, mas ahora saber dónde estaba sólo me llevó medio minuto. Pero la resaca se había convertido en un monstruo sarnoso que me arrojaba sin piedad bolas de cañón ardientes, y no recuerdo un dolor con tanta saña. Cualquier pensamiento en esas condiciones sería tirachinas de cortantes piedrecillas embistiendo mis desprotegidas sienes, diablo de malestar al que le faltaba educación para anunciarse. Fue mi peor resaca, necesaria para expulsar todos los venenos, pero fue también mi última resaca, si esas líquidas gorgonas no vuelven a esclavizarme.

En un movimiento mecánico mis manos palparon un objeto que no había estado allí la noche anterior. Era un libro, supongo que introducido durante mis sueños o delirios, para hacer más fácil la espera mientras tuviera que permanecer allí: Moby Dick, la ballena blanca. Pero leer no era entonces una de mis pasiones y hacerlo en mis paupérrimas condiciones era prácticamente imposible. Incapaz de pensar y sin nada que hacer, me animé, sin embargo, a hojearlo. No estaba sucio ni desgastado, sino cuidado con celo, y me estremeció intuir que para alguien era uno de sus mayores tesoros. Llamadme Ismael y poco más para esa hora de reflujo. Ismael, que logra sobrevivir al leviatán. Pero no pude acabarlo en esos días, aunque de vez en cuando me obligara a leer. Era incapaz de reconocer el placer que llamaba a mi puerta necesitado como un mendigo, alejado de competiciones y de lucro. Todavía mis aguas no estaban dispuestas para que en ellas nadara la ballena, mas quizá su surtidor ya se consiguiera adivinar por barlovento.

No sé cómo logré sobrevivir a aquella tarde ebria interminable. Tal vez a ratos consiguiera alejarme de toda pesadilla durmiendo un poco. Sin poder leer, sin compañía, sin nada que hacer, la resaca como una amenaza de que aún no había descargado los últimos proyectiles de su tormenta, creí enloquecer. Ahora sé que en todo momento había un mendigo de guardia en la puerta y que, en ocasiones, entraban para comprobar mi estado y me hallaban cabeceando o profundamente dormido. Pero mi soledad no lo sabía. El signo de mi nacimiento debió de ser su frío, y a veces se hacía notar con su soplo helado. Y todas las encrucijadas de mi vida conducían a la misma sima de vacío insondable. Soledad... vacío... mis únicos ángeles de la guarda. Transitar sin haber vivido, morir de sed en un camino sin ríos, me sentía inútil y abandonado en una carrera por una oscuridad sin Estrella Polar y sin sentido.

Debían de ser las nueve cuando volví a contemplar los rostros de Miguel y John. Habían decidido que, al menos en los primeros días, ellos serían los únicos que entrarían en mi tienda a no ser que las circunstancias hicieran necesaria la presencia de algún otro, pues entendieron que mi estado no era el más idóneo para entablar nuevas relaciones con gente desconocida. Apenas tuve tiempo de saludarlos antes de que John procediera a examinarme con muestras de preocupación. Pero debió de encontrarme bien porque éstas desaparecieron pronto. El color volvió a su rostro. Iban a dejarme solo de nuevo con apenas unas breves explicaciones que no molestaran a mi transparente resaca. Pero me adelanté esta vez a sus palabras:

─“Antes que nada, John, ─era increíble, pero al menos ya parecía capaz de hablar algo más. No sabía si acaso también lo acompañaría la primera lucidez─ porque esta incógnita me ha estado martirizando un poco todo el día. Primero creí que era vuestra tienda, pero ahora no estoy seguro, mas en todo caso, ¿quién vive aquí y dónde ha dormido? Me inquietaría que no haya encontrado un lugar donde pasar la noche o que ─no sabía cómo decirlo─ haya tenido que dormir en medio de vuestra respetable pareja.”

Volviendo a repasar mi estado y viendo que era capaz de un poco de conversación, se decidió a iluminarme comprendiendo mi angustia:

─“No es nuestra tienda, Nike, pero la escogimos porque era la más cercana y tu estado era urgente. Aquí duerme nuestro compañero Bruce, el cuarto de nosotros...”

─“¿El... cuarto, has dicho?” ─lo interrumpí. No estaba seguro de haberlo oído bien.
─“Sí. El que llegó antes que Miguel, que es el quinto. No importa, Nike, no tienes por qué seguir nuestras leyes, que se te harán extrañas ─pero como vio que me rebelaba y que estaba dispuesto a cumplirlas, añadió─: esta noche no estás para mucha conversación, pero en fin, sí te diré que si quieres complacernos, debes nombrar siempre a Miguel antes que a mí. Para nosotros es importante el orden cronológico.”

Era la primera vez que me lo nombraban pero me prometí aprenderlo. Di por hecho que eran seis, y que ya conocía el orden de los tres últimos. Supuse que sería fácil memorizarlo. Pero John sólo había respondido a la mitad de mi pregunta.

─“No temas. Bruce no ha dormido con nosotros y tampoco se ha quedado sin sitio. Verás: al traerte ayer hasta aquí le explicamos la situación y se marchó comprensivo a lo que llamamos la “casa”. No sé si alguna vez te has fijado que cerca de Baphomet hay unas escaleras que conducen a viviendas que dan a este lado. En algunas de ellas no vive nadie y, francamente, nosotros las ocupamos. Nos es muy conveniente ─lo dijo como disculpándose y no supe cómo transmitirle que no era necesario─ cuando el frío extremo del invierno no nos deja otro recurso. A veces en la misma habitación tenemos que dormir cerca de veinte personas, pero sobrevivimos. Y para Bruce no es ningún problema que el tiempo que estés aquí, él tenga que dormir en ella. Hay más gente pero hace menos frío, y sabe que tú necesitas su tienda. No te inquietes por él.”

   Comenzaba a entender que mi presencia con ellos estaba siendo realmente inoportuna, mas de momento no dije nada. Ocupar, había dicho John, igual que lo que yo estaba haciendo con la tienda, que de repente se me transformó en un lugar cálido y confortable. Otro mendigo se había tomado muchas molestias para prestármela y sin conocerlo empezaba a querer al desconocido Bruce y empezaba a quererla. Esos hombres, y quizá algunas mujeres ─súbitamente se me vino al pensamiento─ eran mis iguales, aunque no lo hubiera comprendido antes, y yo no iba a cuestionar sus leyes porque intuí además que había llegado a un mundo nuevo y diferente, al que, sin embargo, sentí que amaba.

Seguía teniendo sueño, pero al fin volvía a estar acompañado y quise averiguar al menos dos cosas. John siempre adivinaba lo que pasaba por mi pensamiento y volvió a anticipárseme:

─“De acuerdo, Nike. Tienes derecho a que te resuelva las dudas que tengas. Sólo te pido que seas breve porque me parece que debes dormir. Adelante.”

─“Sólo dos cosas, John. Quiero saber más pero pueden esperar hasta mañana. ¿Qué ha sido de la serpiente? ¿La habéis encontrado?”

─“Quisimos buscarla anoche pero comprendimos pronto nuestro error: no veríamos nada. Esta mañana Miguel y yo la hemos rastreado por el sur hasta el cementerio. Nada nos indicaba que hubiera marchado en esa dirección y te aseguro que ha sido un examen meticuloso, por la seguridad de todos. Entretanto, explicamos la situación a los Proscritos, que han buscado por el norte hasta la Colina de los Caballeros, o hasta Castle Road, si no la conoces. De todos modos, para eso habría tenido que ir a contracorriente, si se fue por el río. O puede que haya corrido más que nosotros y ya no esté, pero seguiremos buscándola. No debes preocuparte: siempre habrá alguien vigilando la entrada de la tienda en la que estás.”
─“No me preocupa mi seguridad, John, sino la vuestra, y estoy seguro de que seguiréis vigilantes. De acuerdo, una última cosa: entiendo que soy una molestia, pero creo tus palabras. Cuando veas a Bruce, dale las gracias de mi parte. He decidido que voy a seguir aquí. Y en ese caso, sólo me preocupa ahora mismo saber si habéis hablado con Anne-Marie.”

─“Sí. Este mediodía, contraviniendo mi costumbre, fui a la Thuban Star, y no tuve muchos problemas para que me pusieran en contacto con ella. Debió sorprenderle el verme allí, pero no me dijo nada. En pocas palabras la puse al corriente de la situación. Fue inmediatamente a hablar con el director, y lo ha entendido. Consiguió que te reincorporaras el día 6, o el 7 lo más tarde, o si no puedes para entonces, que volvamos a avisarla y se lo expliquemos. Pero ella quiere verte, Nike, es muy natural.”

─“John, contéstame sinceramente. Yo deseo quedarme aquí hasta entonces. Pero no quiero crearos un nuevo problema. Dime la verdad, por favor. ¿Queréis que me quede? Si no, haremos los esfuerzos que sean necesarios para marcharme.”

─“Nike, sabes que aquí no tendrás muchas comodidades. Pero si de verdad quieres quedarte, para nosotros, y respondiéndote con total sinceridad, será un placer. Siempre es agradable una cara nueva, de alguien que además nos está tratando con todo respeto.”
─“Eso espero. Pero prométeme que si vuelvo a faltároslo, me lo haréis saber. Entonces te respondo ahora. Quiero ver a Anne-Marie, pero quizá no sea el momento. En cuanto pueda volver a andar, la llamaré, y entretanto...”

─“Entretanto no te preocupes de nada más. Estos días ella y yo mantendremos un contacto casi diario. Y ahora deberías volver a descansar, Nike. Pero Miguel y yo tenemos la costumbre de irnos a dormir bastante tarde. Si te sientes solo, llámanos: estaremos en la puerta.”

─“Gracias a los dos por todo. De acuerdo, intentaré descansar de nuevo.”

Salieron entonces. Habían entrado con más comida, un bocadillo creo recordar aunque no te pueda decir de qué, pero vieron que aún no había tocado la fruta, que se mantenía en buenas condiciones, y no fue necesario que me lo dejaran al fin y al cabo, de lo cual me alegré. Tomé entonces una nueva decisión. En los días que estuviera allí, intentaría vivir, dentro de lo posible, como mendigo. Iban a ser once días, y ya sólo me quedaban diez. Pero no tenía prisa. El destino me había colocado allí y allí me quería quedar y aprender.


 
Nike añadió un nuevo leño al fuego cuando vio que la noche se estaba tornando súbitamente fría. Y entonces observó que yo casi no podía mantener los ojos abiertos. Intentó convencerme para que me acostara, pero logré finalmente disuadirlo.

─“Por favor, termina al menos el 27 de julio y prometo que después me acostaré. Sé que hubo algo más.”

─“Si ya debes conocer todos los detalles de la historia”, me dijo sonriente, pero añadió: “De acuerdo, te contaré lo poco que falta, pero ya sabes que yo no lo viví.”

─“Cuando Miguel y John salieron”, empezó a narrar, “se unieron un tiempo a la hoguera que tenían encendida sus compañeros, y fueron seis cuando ellos dos llegaron porque, como sabes, Lucy se encontraba recluida en su tienda; después volvieron a mi puerta, como me habían prometido. Todos parecían taciturnos, menos la señora Oakes, que estaba adormilada. No llovía ni había niebla y todo estaba en calma. Sólo hablaban de tanto en tanto, pero no era imprescindible. Conozco esas hogueras y disfrutaban del placer del fuego y de saberse acompañados. Mas la tranquilidad de la noche fue rota de repente por la Señora Oakes, que se puso a hablar en sueños. Y todos oyeron atentamente lo que tomaron por una visión.”

−“La imagen parece enfermiza −se le oyó decir de repente con toda claridad, sobresaltándolos a todos, que sin querer comenzaron a prestarle atención−. No tiene sentido: es de noche, pero todo es amarillo; y de un tono demasiado chillón, demasiado degradado. Debe de ser el sol; sí, un sol en mitad de las tinieblas, pero insano. El tiempo, sin embargo, parece bueno. ¿Por qué entonces siento la amenaza de una tormenta? Ah −dijo de repente−, pero algo pasa, algo empieza a cambiar. Veo unos puntos pequeños emergiendo por levante. Ahora puedo distinguirlos: son aves, pájaros negros. No me gustan, no sé lo que presagian. Cuidado, se acercan. Ya puedo verlos con claridad, pero ¿qué pájaros son esos? Bueno, son aves repartidoras −a esas alturas todos callaban. Conocían bien que la señora Oakes solía tener visiones, y casi todas soñando−. ¿Por qué acabo de decir eso? Lo ignoro, pero siento que son importantes sólo porque reparten. No son cigüeñas, mas ahora percibo que traen algo en el pico: unas extrañas bolsas aunque no puedo ver qué llevan. No importa, algo desagradable. ¿Cuántas son? Una, dos, tres… sí, son ocho, siempre, siempre ocho. Se están acercando a unos árboles que no conozco, que se ven fecundos y frondosos. Pero no se posan en ellos, se conoce que son muy selectivas. Y sin embargo ahora detienen su vuelo sobre esos troncos, sí, también ocho, que son, en cambio, bastante feos y que parecen sucios y sin hojas, todos calvos. Pero ¿qué pasa? Una de las aves no llega a posarse. Dios mío, al cuarto pájaro lo acaba de derribar un rayo. Mas ahora ya no consigo verlos. Uno desapareció y a los otros siete se los debe de haber llevado un mal viento. Ahora sólo puedo ver los árboles. Forman una fea hilera, están alineados. Se agitan sobresaltados aunque no sopla ni la más ligera brisa, como si presagiaran algo. Y sin embargo, ¿qué temen? No… no puede ser. Otro rayo que cae furibundo. Acaba de quemar a uno de los troncos: sí, el séptimo si cuento por la izquierda. Pero parece que no quiere arder, se resiste con todas sus fuerzas. Ya no se ven los otros siete troncos y presiento que éste último pronto no se verá tampoco. Ya no se ve… lo sabía. Ahora el paisaje ya no es amarillo, el sol se va a dormir y hay una sola penumbra. ¿Una sola he dicho? ¿Por qué una sola? Todo indica que el mundo es una sola tiniebla, un velo de pesares. Pero por los clavos de Cristo, ¿qué ocurre ahora? Parece como si fuera el rostro de Dios que rasga los cielos, y la oscuridad se parte en dos y se va muriendo, se muere. Sí, eso era lo que traían los pájaros en la bolsa: muerte −todos se agitaban inquietos y a esas alturas con verdadero terror−. Los troncos también tenían la apariencia abandonada de la muerte. Y muere todo lo que ha sido penumbra y la imagen desaparece. Siento que al morir estas sombras ya no podré ver nada nunca más, porque morirán mis ojos. Ah, al fin lo sé. Algunas cosas las he visto mirando en otro espejo, en otro pensamiento, en lo que alguien aún no ha pensado, pero sólo los números eran importantes: el 4, el 7 y el 1. Comprendo… primero Bruce, después Luke y luego yo.”

−“No se oía un susurro y en ese silencio de cristales incluso el viento parecía callar por miedo. En la hoguera la señora Oakes apagó su voz y ya no dijo nada más; a partir de entonces ya sólo estuvo dormida. Olivia, Miguel y John estaban inquietos y no sabían cómo mirar a sus dos compañeros, que estaban sentados esa noche el uno al lado del otro. Casi sin querer hacerlo, Bruce y Luke se observaron de reojo. La misma guillotina parecía suspendida entre los dos, que empezaban a ser conscientes del destino que podía tomar su hoja afilada. Sin darse cuenta de que lo hacían, se abrazaron como si ambos se encaminaran hacia la misma despedida, dándose ánimos para afrontar cualquier hado. Los dos sabían bien que la señora Oakes no solía fallar. Pero cuando ésta despertó, parecía no recordar nada.”

−“Después Bruce y Luke se recogieron, a dormir quizá, si es que esa noche alguien pudo dormir. Los demás siguieron un tiempo más junto al fuego, menos Miguel, que vino a la puerta de mi tienda como había prometido. Quizá esa noche yo fuera el único capaz de descansar. Pero eso me recuerda que tú deberías hacerlo pronto. Vamos, acuéstate.”

−“Está bien, tienes razón: me voy a la cama ya. Gracias por todo.”


 
Pero no me llegaba el sueño, aunque la resaca al menos ya se había alejado. Eran ahora otros fantasmas quienes se exhibían en sus indescifrables sudarios blancos. Al final elegí volver a encender la linterna. Ya tenía hambre, pues en verdad no había probado bocado en treinta y seis horas. Empecé por la naranja, dejando la piel en la palangana. Nunca fue para mí tan exquisita una comida; y al beber su sangre saboreaba algo del corazón de este nuevo lugar. Los melocotones estaban, por el contrario, algo rancios, pero se comían bien. Al final me hallé tan saciado como en la cena más opulenta del más exquisito restaurante. No sé qué hora sería, pero debía de ser ya el día 28; había extraviado mi reloj en la discoteca y esos días tuve que aprender a calcular el tiempo de otra forma. Quise echarme de nuevo a dormir, pero en ese momento comenzó a llover. Parecía un leve aguacero de verano, pero la tienda estaba llena de grietas y aunque el agua estaba respetando mi cabeza, me estaba empapando por la parte de abajo, que paradójicamente ahora sé que estaba orientada al norte, pues en la tienda de Bruce siempre dormí, Protch, con los ojos en el sur. Mojarme no me molestaba, ahora que estaba seco de la previa humedad de mis pensamientos, pero el ritmo suave de la llovizna me impedía dormir y todavía con la luz de la linterna decidí volver a levantarme. Sin duda mejoraba; ya no me costaba tanto ponerme en pie. A pesar de la lluvia y de la luna nueva, percibí la silueta de Miguel en la puerta. Decidí arriesgarme a caminar un poco más y salir.

Lo hallé sentado en lo que me pareció una piedra negra. Todavía no sé, Protch, después de varios años viviendo allí, de qué piedras se trata, pero te puedo decir que hay una delante de cada tienda, traídas desde el río donde hay abundancia de rocas, como umbral o asiento donde a veces departimos un rato antes de dormir.

−“Hola, Miguel −le dije, sentándome, como pude, a su lado. La piedra negra era bastante extensa− ¿en qué estás pensando? Se te ve abstraído.

No había encontrado, sin embargo, la mente de Miguel asiento. Repasaba imágenes opacas, brumas invisibles, al menos inquietantes; nostálgico, observé más impertérrito. No oí visiones insólitamente ocultas; no sabía entonces de pájaros oscuros, troncos mortecinos ni de oscuridades súbitamente rasgadas por el ojo de Dios.
−“No es nada, Nike. Nada que te afecte. Un mal sueño −pero se equivocaba. Meditaba, claro es, en la reciente visión de su compañera. Y no quiero adelantarme, Protch, pero esa visión me afectaría, y mucho, durante años.”

−“En cuanto a mí, sé que debería estar durmiendo, o intentándolo, pero no puedo e igual charlar me viene bien ahora. Al menos un rato, si no te importa. Sí te quiero decir que, a pesar del pasado, ahora me empiezas a caer bastante bien y que lamento de veras los años perdidos.”

−“Imagino lo que sientes, Nike. Supongo que prefieres que te llame así −asentí− y sólo puedo asegurarte que me alegra verte por aquí. Presumo que son las grietas de la tienda de nuestro compañero las que te impiden dormir. Te estarás empapando.”

−“Sólo por abajo, pero esa no es mi principal preocupación. Es… la maldita soledad, no sé cómo llenar tantas horas, aunque sepa que descansar me sienta muy bien”

Quedaban pocos cigarrillos en su paquete, pero a pesar de eso, me ofreció uno amablemente. Nos pusimos a fumar, esta vez buen tabaco. No pude evitar pensar, al verlo allí haraganeando pero aparentemente disfrutando de la vida, hasta de la llovizna, que sobre todo Miguel, pero luego, cuando los conocí, un poco todos ellos, parecían algo hippies, bohemios que se embriagan con un sorbo de luna, hijos de la noche y las hogueras, de las palabras compartidas, algo vividores, con nula noción de pecado, caudalosos ríos de sorna y buen vivir, siempre prestos a la amistad, astros fugaces de la libertad y de la belleza.

−“Creo que sé lo que sientes, y te comprendo: necesitas compañía; y quizá John y yo nos hayamos equivocado al dejarte tanto tiempo a solas. No sabíamos si te gusta leer. Moby Dick es mío, si aún puedo considerar algo como mío, y creí, tal vez erróneamente, que te ayudaría a pasar las horas”

−“Estoy seguro de que pierdo. Toda mi vida es perder −suspiré amargamente−. Pero hasta hoy no he sido capaz de disfrutar de la lectura. Ni me creo capaz ahora, lamentablemente. Me vendría bien evadirme por los vericuetos de las vidas ficticias de otros viajeros un tiempo y olvidarme de quién soy. Sospecho que no me conozco y que si al final me descubro, no tendré mucho para gustarme.”

−“No te atormentes. Nunca es tarde para descubrir quién se es. Yo no estoy seguro de saberlo todavía, pero ya ha dejado de importarme. Al final ni siquiera yo soy capaz de explicarme por qué hice lo que hice. Pero hecho está y nunca me he arrepentido. Por eso, si me permites un consejo, no tengas prisa por descubrir a Nike, y cuando al fin lo hagas, porque lo harás, no seas demasiado severo. ”

Seguía lloviznando con obstinación. Poco a poco, los dos nos estábamos empapando. Pero tenía con quien hablar y lo prefería, a pesar de que nos estábamos calando hasta los huesos. Aunque la conversación viró. 

−“Ya irás viendo que el tiempo en esta ciudad es impredecible. Por un lado, el frío. Claro que para nosotros siempre lo hace, pero no es normal que azote tanto en verano. Luego llueve en cualquier estación, incluso con fuerza salvaje. Y qué decir de la niebla: apenas es explicable, ¿de dónde viene? No sólo la hay casi cada día, sino a cualquier hora.”

Ya había hablado del tiempo, la gran excusa de la gente de este país cuando no se sabe bien de qué hablar. Siguió charlando, pero ahora cambió el tema de la conversación:

−“Pero no quiero fatigarte. Aunque sospecho que no puedes evitar comerte la cabeza, pues no estás tan enfermo, y que te harás algunas cábalas. Por eso te diré algo más sobre nosotros. Muchos nombres nos dan y oirás, entre otros, los de vagabundos o nómadas. Es cierto, como ya te he dicho, que hemos vivido en tres lugares, al menos John y yo, pero cuando encontramos un lugar, tendemos a permanecer en él, y somos, en realidad, bastante sedentarios. En este arrabal, por ejemplo, llevamos algo más de siete meses, y aquí pensamos seguir. En verdad está algo alejado de la civilización, pero es bello.”

Le eché desde allí el primer vistazo y sin duda −pensaba mientras apuraba el café que yo mismo me había preparado en casa de Protch, y recordaba con nostalgia aquellos primeros días−, a pesar de la hora oscura lo que vi me gustó. Parecía un idilio de árboles y eso que aún no había podido observar el agua, o las aguas, que lo rodeaban. Pero lo estaba contemplando con el pensamiento en otro lugar, o en diferentes sitios. Por un lado, el runrún de Baphomet, a aquella hora envolvente, me impedía concentrarme. Sonaba algo de Donna Summer, creo recordar. Por otro lado me empecé a hacer una pregunta que no sabía quién podría contestármela. Y es esta: ¿Cómo se llamaban a sí mismos? En verdad, todavía no había oído la palabra mendigo de labios de Miguel o de John. ¿Les molestaba esta palabra? Y si era así, ¿cuál usaban? No podrían dejar de llamarse de alguna forma. Pero esta duda tendría que esperar, pues sabía que me faltaría valor para preguntarlo. Tenía que hablar. Así que lo hice sobre algo muy distinto:

−“Miguel… todos estos años que he estado, lamentablemente, alejado de John, no he sido tan olvidadizo como para que de tanto en tanto no recordara lo esencial: es un hombre magnífico y fui feliz en el breve tiempo en que creí considerarme amigo suyo. Y −no sabía cómo decirlo− a ti no te conozco lo suficiente, pero creo que eres también una gran persona. Pienso sinceramente que hacéis una pareja estupenda.”

−“Gracias, Nike, y más cuando no puedo evitar ver que lo que dices lo sientes de verdad. John me ha hecho muy feliz aun cuando −pareció titubear− sí, ¿por qué no voy a decirte esto? Eres inteligente, quizá más de lo que tú mismo crees, y vas a adivinarlo o lo has intuido ya. Ambos tenemos un temor distinto: yo temo que él sea tentado de nuevo por la riqueza o que un día quizá quiera volver a su mundo; él teme que yo me vaya de nuevo detrás de una mujer. Sí, Nike, es celoso, pero también es cierto que me gustan las mujeres. Discutimos con frecuencia, pero somos muy felices. A veces me pregunto si por amarlo tanto no estaré empezando a convertirme en un esclavo.”

−“¿Qué es un esclavo?” −le interrumpí.

−“Te diría que no somos el último peldaño, Nike. Hay quien sigue estando por debajo de nosotros. A ver cómo puedo explicártelo. Esclavo no sólo es aquél que carece de casi todo, ahí estamos casi a la par. Esclavo es aquél obsesionado por una sola idea. El que se deja seducir por la ambición o la fortuna. El que no sabe qué fuerzas lo dominan o qué nombre poner a los diablos que lo tientan. Esclavo, en definitiva, es casi todo el mundo, pero nos hacemos la ilusión de que somos dueños de nuestro destino. El hombre libre prefiere quedar desnudo de todo lo que lo ate y comenzar sin nada. Fui libre una vez, pero prefiero ser esclavo, si lo fuera, antes que verme libre de John.”

Esclavo es aquél… durante mucho tiempo medité sobre estas palabras, que me produjeron su efecto. Me di cuenta de que, en el fondo, yo también era un esclavo. Me preguntaba ya en serio quién era yo, y cómo podría ser libre. Pero antes, calculé, tenía que ver qué cosas me esclavizaban.

Con cualquier pretexto me despedí de Miguel y me retiré. Pero éste, antes, me pasó un nuevo bocadillo, de queso creo recordar. Lo dejé para el día siguiente y, ya en la tienda, intenté dormir, pero tampoco fue fácil. Había parado de llover y como ya no tenía resaca, me daba cuenta de que sin querer estaba empezando a meditar y de que había muchas cosas de las que era necesaria una reflexión profunda. “El que se deja seducir por la ambición”, había dicho. Sí, sin duda las palabras de Miguel me habían dado en qué pensar. Ambición ¿de qué o para qué? Me daba cuenta de que estaba perdido, de que había estado siguiendo un rumbo marcado para mí sin nunca discutir su utilidad, sin saber qué era en el fondo lo que yo anhelaba. Pero mientras pensaba en esto, me quedé dormido.

Esa noche dormí algo menos, pero considero que, con todo, fue demasiado. Desperté sobre las 12. No era fácil tener la mente clara sin un café pero sabía que ese día habría querido dedicarlo a una necesaria cavilación sobre muchas cosas. De momento, sin mucha reflexión, tenía claras dos cosas: tenía que llegar a un entendimiento con Miguel y con John y tenía que conseguir que mi presencia con todos ellos fuera lo menos molesta posible. Pero apenas estaba en el boceto de estas consideraciones cuando noté que la presencia que había en el umbral, en este caso John, se disponía a atravesar la puerta y entrar. Una vez lo hizo se limitó a sonreírme y a lanzar una pregunta que entonces me pareció incontestable y absolutamente sorprendente:

−“¿Prefieres café o té?” −me lanzó.

−“Café” −respondí, sin saber muy bien a qué. Pero en ese momento volvió a salir.

Regresó un cuarto de hora después con una taza horneante en la mano. No me lo podía creer, pero en aquellas condiciones un café era un tesoro.

−“No debes extrañarte, Nike. Hacemos hogueras a cualquier hora y tomamos muchas cosas calientes y necesarias −estuvo un rato buscando dónde dejármelo y finalmente acabó encontrando una especie de mesa natural que formaban ciertas mantas desordenadas.− Miguel y yo pronto iremos a la rutina diaria, pero me puedo quedar un rato, breve, a hacerte compañía. Siento no haber visto antes que la necesitabas.”

−“John… −dije entonces− si alguien debe disculparse, soy yo. Os estoy dando muchas molestias, y bastante tienes con dilucidar qué es lo mejor para mí y salvarme la vida, como has hecho, como para tener que dedicarte también a pensar en temas menos importantes. Tú tienes tu vida, y si me siento solo, culpa mía es y de nadie más. Sobreviviré. No temas. Ahora que ya no tengo resaca, puedo meditar, que buena falta me hace. En todo caso, no quiero que mi presencia aquí cambie vuestro modo de vivir habitual.”


 
Nike estaba encontrando su Maat, su armonía cósmica. Mas para hallarla, con frecuencia es imprescindible saber quién no se quiere ser, antes de conocer el rumbo que le habremos de dar a los futuros itinerarios por los senderos de la vida. Sin darse cuenta del todo, había iniciado su equilibrio, y ese día 28 había comenzado a orbitar en Libra.


 

No me respondió, pero pareció entender mis nuevas vacilaciones. Su rostro, comprensivo y amistoso, volvió a traspasarme con su caudal de ternura. Sentí que debía añadir algo más:

−“Antes de que digas nada, lo siento, John. Hace unos años empezaste a contarme algo sobre ti y no tuve valor para entenderte. Estoy seguro de que ese ha sido el mayor error de mi vida. Pero ¿cómo voy a hacer un verdadero propósito de enmienda si ni siquiera sé si mañana volveré a insultarte? Igual regresa este maldito capullo Siddeley…”

−“Nike, no es necesario que digas nada más. Quizá sea urgente asegurarte que no te guardo ningún rencor. Cada uno tiene su vida y aquella incomprensión, si quieres llamarla así, ha sido demasiado frecuente en la mía. Pero ahora soy un hombre feliz, y ya no me afecta. Y no temas por ti: no creo que mañana vuelvas a ser un capullo, según tus propias palabras, pero acabas de dar un gran salto; quedémonos con el día de hoy. Empecemos de nuevo. Pero nuestras circunstancias vuelven a ser muy difíciles. Otras cosas nos separan. Y sin embargo me alegro de haberte vuelto a encontrar.”

Mientras me hablaba, había comenzado a comerme el bocadillo, acompañado del inesperado café. Tenía apetito y lo devoré. Te quiero decir, Protch, que de ese día 28 recuerdo la sensación de mi primer entrenamiento para el hambre. Algo me trajeron por la noche, pero pasé horas sin comer y me fui acostumbrando poco a poco a la sensación de vacío en el estómago. Durante todo ese día evoqué con nostalgia a mis criados, que me preparaban algo a cualquier hora. O esas escasas situaciones en que me desvelaba de madrugada, y no queriendo despertar a nadie, entraba en la cocina y me preparaba alguna cosa. Era insólito tener hambre y no poder recurrir de inmediato a la nevera. Pero volvamos a John, que no había concluido:

−“Nike… sé que Miguel te contó algo anoche. Me refirió algo después. No lo lamento. Pues deseas seguir aquí es mejor que lo sepas. Somos felices, pero no hay felicidad completa, parece. Como no tenemos sombras que nos ciñan, nos inventamos nubarrones. Sé que es enfermizo, pero no puedo evitar sentir celos. Pero este es mi temor. Ahora que te veo a solas, vayamos con el suyo. Nunca podré convencerlo de que no me tientan ya ciertas cosas. Y es cierto que no voy a volver, pero no puedo evitar sentir cierta curiosidad. Cuéntame algo de la Thuban.”

Así que algo empecé a contarle mientras devoraba el bocadillo. Le hablé de mi parte del negocio, de dinero, de transacciones, de que la segunda crisis del petróleo no nos estaba afectando, pero algo no iba bien. Me sentía extrañamente reacio a hablar de eso allí, en ese momento, como si no me interesara en realidad y hubiera entonces cosas más urgentes. John me escuchaba educadamente pero era evidente que no estaba del todo interesado en el aspecto económico del asunto. De modo que cambié bruscamente el meollo de lo que le estaba contando:

−“Perdóname, John. No sé si todo esto te interesa. En realidad lo único relevante que ha ocurrido allí estos años es el cambio de presidente, pero puede que ya lo sepas.”

−“Anne-Marie me ha contado algo. Mi tío ya no dirige la compañía, pero poco más sé en realidad. Desde que me fui, no le he hecho ninguna, digamos, visita social. Perdí el contacto con él y no lo lamento, si te soy sincero. ”

−“Es cierto: ya no la dirige Harold. Ha venido un americano. Pero lo único que sé de él es su nombre: Samuel Weissman. Es bastante impenetrable, mas seguro que guarda algo en su interior diferente de barras y estrellas, y dinero, mucho dinero. Es imposible saber lo que siente, si algo siente, y sin embargo, no puedo decir que tenga ningún problema con él.”

   Pero la conversación hubo de quedar ahí y nunca se retomó. Miguel entró de repente para recordarle a John que se hacía tarde. Supe a donde se encaminaban y no dije nada.

El resto de ese día lo pasé en avanzar como podía por la lenta evolución de Moby Dick. Me detuve sólo cuando pude ver que el Pequod se ponía finalmente en marcha. Y cuando al fin zarpó y cerré el libro, mi quietud se vio interrumpida bruscamente por una figura blanca. Y no es que hubieran entrado ni Miguel ni John ni ningún otro. Era un gato blanquecino que sólo al final del día supe que se llamaba Telemachus. Has pasado más de media vida conmigo, Protch, y recordarás al pequeño Nicholas o al adolescente Nike siempre al lado de los gatos de la casa y de los que venían de afuera. Así que entenderás que este intruso albo no me sobresaltara y que, feliz por la inesperada compañía, me dedicara a observarlo. Parecía gran conocedor de este templo, y una vez perdidos dos o tres minutos en la búsqueda infructuosa de alimento, sin sentirse derrotado y con total confianza, se vino a dormir a mis brazos. Envidié su forma de entablar una amistad sin haber sido presentados. Ronroneaba cómodamente mientras yo me dedicaba a acariciarlo. En tan plácidos menesteres nos encontraron Miguel y John varias horas después y fue entonces cuando mi nuevo amigo prefirió dócilmente marcharse.

−“Es Telemachus” −dijo John al verlo− “suele acudir con frecuencia adonde esté su gran amigo Bruce”.

   Una nueva razón para desear conocer a Bruce, pensé.

−“Por favor, John, cuéntame algo más”.

−“Pues verás. Creemos que es hijo de Tessa. Bueno, retrocedo un poco. En realidad todo empezó con Tessa −me dijo mientras se instalaban y mientras Miguel, me pareció que como por arte de magia, me dejaba al lado un tazón con sopa. Carecía de muchos ingredientes, pero me supo soberbia. Necesitaba algo caliente. Pero ya empezaba a hacerme muchas preguntas acerca de sus medios de vida−. Tessa es una gata blanca, ya mayor, que suele perderse por este arrabal, y a la que viene a buscar su dueña, una vecina de Millers’ Lane bastante joven.  Y a veces también le hemos oído buscar a Telemachus. Se parecen bastante y no sólo físicamente. Ambos son expertos cazadores de ratas”.

A Miguel le empezó a sudar el rostro y John prefirió parar la conversación.

−“Lo siento, Nike −me explicó Miguel−, parece que voy empeorando. Disculpa, enseguida me entenderás. Sé que es una fobia, pero cada vez más arraigada, me temo. Ahora empiezo a temblar sin verlas, en el momento en que se menciona el nombre de esos… bichos” −me dijo con cierta dificultad.

−“Su temor es disculpable −intervino entonces John con calma− todos tenemos alguna angustia subterránea que no podemos explicar. Pero a Miguel le gustan nuestros gatos también por eso. Vamos, no sigas temblando −tocó sus hombros con ternura−. Retomemos la conversación. Podemos seguir hablando de gatos. En fin, Nike, antes he dicho nuestros gatos, pero no son nuestros, claro. Sólo rondan con frecuencia por aquí. Verás, creemos que Telemachus es hijo de Tessa. Y hay dos ejemplares más, acaso sin dueño. Nos hemos guiado por el modo que esta señora tiene de nombrarlos, y así, aunque ignoremos sus verdaderos nombres, hemos llamado Terence a un gato gris bastante perezoso que aparece por aquí con frecuencia. Pero con menos asiduidad que el otro: Ted, un noctámbulo que se suele confundir con el mismo color de la noche sin niebla. Y así, cuando crees que el crepúsculo está bostezando, aparece Ted olisqueando el terruño y acercándose a la hoguera como el espacio negro del cielo parece inclinarse al calor de las estrellas. Ninguno tiene orden cronológico y de estos últimos desconocemos si tienen linaje”.

Linaje. Uno de mis primeros problemas en ese arrabal, Protch, es que no hallaba el modo de gustarme, y no podía oír hablar de linajes. Como tenía el temor de que antes o después se hiciera mención de los Siddeley, bruscamente empecé a hablar de la gran estirpe de la ciudad.

−“Recuerdo que a mi llegada a Hazington −interrumpí− no se hablaba de otra cosa que de la muerte el año anterior de Philip Rage. Y se sigue hablando de él con frecuencia. Parece que proyectaba construir cerca del río. Aún no conozco vuestro arrabal, pero me alegro de que no lo tocara”.

La conversación deshilvanada siguió pero sucedía algo extraño que no fui capaz de localizar. Miguel y John hablaron lo justo para asegurarme que también se alegraban, pero se los notaba con cierto embarazo. Es como si por alguna razón no quisieran hablar de la familia Rage. Y fue más evidente cuando John desvió la conversación hacia territorios más seguros:

−“Nike −me dijo súbitamente− debía habértelo dicho antes. Esta mañana he estado hablando contigo y al final se me pasó decírtelo: ha estado aquí Anne-Marie, cuando estabas dormido. Pero no quiso despertarte, y viendo que estabas bien, prometió volver otro día.”

Después de hacerle unas breves preguntas sobre ella, Miguel y John se despidieron por esa noche. No sabía qué me estaba sucediendo pero sentía una extraña pereza a hablar de Anne-Marie o de cualquier cosa que me recordara mi vida cotidiana. Porque ¿qué tenía en realidad en esa vida? Alcoholismo, ruina moral, desgana. Y con desidia, empecé a meditar sobre mis posesiones. Y todas las frases me salían en negativa. No había conocido la libertad, ni la belleza, ni el auténtico amor. Y nunca pude oír con qué sonidos tañía la campana de la amistad. Sólo su eco fúnebre tenía el amargo regusto de la desconfianza. Posiblemente fuera culpa mía. Había perdido la amistad con John y no sabía hasta qué punto era amigo de Anne-Marie. Pero fuera de ellos, ¿qué me quedaba? La eterna sospecha de que se acercaban a mí buscando más un abrigo de oro que las llamas, si alguna vez las hubo, de la fogata de mi corazón perdido. Había vivido vestido con ornamentos de miseria moral y soledad.

Así fueron mis primeros días: imagen que no alcanzaba espejo, nave de reflexiones que no encontraba el camino del embarcadero. Todo era hambre de hallar un corazón que no temiera sangrar a mi lado, frío de yermos sin paramento, miseria nueva y desconocida que venía de un camino de terrible miseria. Acicalado de inhóspitas vestiduras, aún temía despojarme de lo que siempre me había cubierto, aun cuando intuía que ya no me sentaban bien los viejos trajes.

Tan turbio el retrovisor de mi vida, no sabía con qué agua lavarlo y los ojos estuvieron a punto de volverse cascada, pero entristecido en tan melancólicas cavilaciones me alcanzó el letargo de ese día 28.

Al día siguiente, creí amanecer con nuevo ímpetu. Apenas me costó ponerme en pie y llegar hasta la puerta de la tienda. Pero no me sentí con fuerzas para ir más allá. Quizá habría podido si realmente lo hubiera intentado, pero todo era una funda que envolvía una nada, todo era niebla. De todos modos, John, que estaba cerca, me había visto. Creo que esta vez eran más o menos las diez de la mañana. No tardó en pasarse por mi tienda a ofrecerme un nuevo café. Ningún alimento lo acompañaba, mas no dije nada. Volví a hablarle un rato de la Thuban y le pregunté otra vez por Anne-Marie. Quería saber si había logrado fijar mi retorno para el 6 o para el 7 de agosto. Además de haber informado a mis criados de lo que me había sucedido, había conseguido que me reincorporara cualquiera de esos dos días. Entonces le aseguré de nuevo a John que no quería ni regresar a Deanforest ni ingresar en ningún hospital, que me quedaba con ellos si no les estaba suponiendo mucha incomodidad.

−“Igual te sorprende, Nike −me dijo−, pero te estás ganando muy buena opinión. En esas condiciones, es un placer alimentarte, aunque ya habrás notado que la comida no es abundante”.

−“Que sea así. De veras, John. Antes que nada, debéis comer vosotros. No voy a elegir quedarme aquí si no estoy dispuesto a sentir vuestros flagelos. Pero mi hambre sólo es temporal; mi soledad es permanente. Si quisieras transmitirle un mensaje a quienes te acompañan, diles que en verdad me gustaría conocerlos a todos”.

   Con la promesa de que los informaría de mis deseos, se despidió. Me quedaba por delante otro largo día sin saber qué hacer, con la desazón de no poder colaborar con los que me estaban ayudando. De ahí también mi curiosidad por saber de ellos. Pero no fue ese 29 de julio cuando empecé a conocer a los demás, aunque entonces tuve la esperanza de que alguno de ellos pasara por mi tienda. Pero no vi ni a mi nuevo amigo Telemachus. Tampoco eran grandes amigos míos entonces los hombres que se afanaban por encontrar a la ballena blanca. Sólo a ratos era capaz de leer algo enterándome de lo que leía. Pero empecé a perder el interés en los capítulos que describían a la ballena, desde el surtidor a la cola. Cuando algún tiempo después la volví a leer, ya fui más capaz de captar el soterrado esqueleto simbólico que ocultaba la piel de las palabras. Hasta ese día yo no era más que un aprendiz a regañadientes. Pero ese aprendizaje me vino bien para después ser ballenero, para meterme tanto en la historia que ya fuera capaz de percibir el olor salobre de los mares.

A ratos cerraba el libro y meditaba. Saber si se llamaban a sí mismo mendigos era sólo la excusa para querer conocerlos. A Miguel y a John se los veía, si esas palabras eran posibles para ellos, libres y felices, y quería saber si esa etiqueta no se la habrían puesto mis sentidos debilitados. Tenía que dar un paso más y conocerlos a todos. No podía creer aún que la libertad bastaba. O acaso fuera la amistad la que los nutría. Empezaba a intuir lo que tras largos días pude ver. Pero, ¿se podía encontrar el zumo de la vida derramándose allí, en la miseria? Y ésta ¿no les vendría acompañada de dolor, soledad, temores? Mis primeros días eran una sucesión de interrogantes que sólo podrían tener respuesta si los conocía a todos, su medio de vida, sus historias… No podía llegar a ningún sitio sin antes conocerlos. Y no podía leer. Eso me llevaba de nuevo a examinar mi vida y lamentar mis orígenes y casi todo mi camino posterior. Estaba al borde de la depresión, pero es cierto que al menos no bebía y que conservaba la lucidez.

No consigo recordar cómo pasé el resto de ese día 29, hasta que al final vinieron de nuevo Miguel y John. Me traían algo que después frecuentemente comería, pues es lo más habitual traer comida comprada en algún restaurante. Era media pizza y calculé con pesadumbre si a todos les habría correspondido la misma cantidad. Olía aún a caliente y su aroma enmascaraba los olores predominantes de la tienda de Bruce. Sí debo decirte, Protch, que Miguel y John no olían a nada, y ahora te puedo decir que, cuando al fin los conocí a todos, las tres mujeres olían a limpio, a lavado diario, pero en cualquier caso comprendí sus necesidades y de mi boca nunca salió una protesta.

También me dieron noticia de que habían informado a sus compañeros sobre mi anhelo de conocerlos y me cercioraron de que todos acabarían desfilando por mi tienda. Cometí un error y dije algo así como vosotros seis y Miguel me interrumpió:

−“En realidad somos siete”.

−“Éramos seis y es verdad que durante tres años y medio fui el último, Nike −intervino John−, pero hay uno nuevo. Un compañero que no lleva aún un año con nosotros. Llegó a mediados de noviembre. Así que somos siete, en resumidas cuentas”.

−“Como no quiero cometer más errores −respondí con una sonrisa−, ¿qué tal si me decís quiénes sois? Y por orden cronológico.”

−“Ya te dijimos que no era imprescindible que lo aprendieras −empezó Miguel−, pero agradecemos que lo desees, de todas formas. Verás, Nike, ya sabes que somos unos cuantos, una reunión de personas que seguramente nunca se habría formado sin ella, sin la primera. Es que ahora verás que somos tres mujeres y cuatro hombres y que ellas son como la imagen previa que necesita el cerebro antes de dar forma a las palabras. No habría sido posible formar ninguna hoguera sin su lumbre. Bien, la primera de todos es Madeleine, pero sólo su niña la llama así. Para los demás es nuestra señora Oakes. Nunca ha estado casada, pero siempre ha sido, y para todos, señora. Es mayor, tiene 73 años, e imagínate, si puedes, que lleva en la calle desde los 23. Así que son, es un cálculo fácil, 50 años. 50 años de libertad, de optimismo y de argamasa, pues sus seis hijos somos su cal, su arena y su agua. Ella fue forjando las avenidas por las que cada uno de nosotros ha ido formando su sendero.”

Tanto amor al describirla que, aunque fue breve, su nombre ya fue para mí, antes de conocerla, lluvia sobre los surcos. No se atrevían a ser muy extensos por no cansarme, pero les rogué que se extendieran tanto como deseasen. Se fueron simultaneando y ahora intervino John:

−“La segunda es Olivia. Tiene casi cincuenta años y nació cuando la señora Oakes ya estaba en la calle. Pasó un tiempo sola antes de que ambas se encontraran. Y ya tenía una hija, nuestra tercera compañera, de la que te hablará después Miguel. Es difícil describírtela. Quizá tenga un temperamento confuso, algo mudable, brisa y huracán, pero verás que es muy amable y servicial y que nos quiere tanto como todos la queremos.”

−“La tercera es Lucy Rivers, hija de Olivia. Sí, Nike, nació en el barro, no ha conocido más hogar que la calle y tiene cerca de 30 años, pero nada puede derrotarla. Si la señora Oakes es nuestra argamasa, ella es nuestras ventanas −sucedía algo extraño, que incluso yo fui capaz de percibir. Miguel dudaba en dilatarse porque John lo miraba estudiando sus gestos y palabras sobre ella, con perceptibles muestras de celos−. Por ellas se ve el mundo más nítido y más perfumado. Es sabia y −añadió como a regañadientes− tal vez algo más inestable desde que se ha casado. Bueno, así me lo parece al menos, pero no me hagas mucho caso y saca tus propias conclusiones. Pero puede ser que no la veas estos días, porque está embarazada y a punto de ser madre.

Había como un cierto reproche velado. Como si hubiera querido decirme que no era propio de Lucy traer un hijo al mundo en esas condiciones de palpable desventura.

−“A continuación viene −volvió John−, como ya sabes, nuestro compañero Bruce. Lleva aquí 16 años. Es, no sabría decirte, si tímido o parco en palabras, o quizá sea que aún no hemos sabido descifrarlo, pero es imposible tener con él alguna disputa, es imposible no quererlo.”

−“Y como ya habrás comprendido, el quinto soy yo y John es el sexto. Pero a nosotros dos ya nos conoces.”

−“Miguel −pregunté−, ¿desde cuándo estás en la calle? Si no me engaño, John está aquí desde hace tres años, desde 19..”

−“Desde el año 26 −me interrumpió−. Perdóname, Nike, pero aquí calculamos el tiempo de otra forma. Baste decir que para nosotros éste es el año 29. Así que John lleva con nosotros, según tus acertados cálculos, tres años, tres años y medio para ser exactos, porque llegó en enero. Yo llevo tres años más. Desde el año 23. Supongo que ya te será fácil ponerle fecha común a los años de que te estamos hablando” −asentí, maravillándome de su forma tan peculiar de transformar lo cotidiano. Pero asimilé su cronología como asimilé desde esa misma noche su orden cronológico.

−“Y seis fuimos hasta noviembre −cerró la cuenta John−. Entonces llegó Luke y desde entonces, a pesar de su malhadado comienzo con nosotros, somos, si me permites mis viejos y manidos asuntos, como la Osa Mayor, siete estrellas de brillo irregular, pero todas juntas y formando un dibujo más o menos descifrable. Luke es un enigma aún para casi todos. Es el marido de Lucy y está a punto de ser padre. Pero lo querrás porque a todo el mundo cae bien: Luke es adorable.”

Pero a Miguel no se lo veía tan optimista. Su rostro eran sábanas veteadas de sombras, entre las cuales parecían yacer las dudas.

−“No estoy seguro de que se caigan bien −dijo al fin con cierta inseguridad−, no parecen tener nada en común.”

−“Tal como he llevado mi vida, Miguel −dije con acentuada amargura−, nadie parece tener mucho en común conmigo, lo cual, en cierto modo, es muy recomendable. En fin, vuelvo a rogaros que por favor transmitáis a todos mis deseos de conocerlos.”

Después de que tímidamente lograra repetir los siete nombres en su orden correcto y hasta recitar de cada uno el tiempo que llevaban en la calle, según me habían contado, me recordaron que ya habían hablado con todos y que entrarían a verme en tanto mis condiciones de salud lo permitieran, y se despidieron. Esos tres primeros días sólo había podido entablar conocimiento con dos de los siete y, sin saberlo, una palabra que se les había escapado alguna vez empezó a apoderarse de mí: compañero, la voz que acaso había logrado ensamblarlos como madera. Tuve la primera picazón, tal vez de envidia. Debía de ser bastante hermoso ser llamado así. No sé cómo logré que la pócima del sueño al fin me invadiera.

El día 30 amaneció despejado. Un paseo fugaz hasta la puerta me lo hizo saber. Seguramente recuerdas, Protch, que ese 30 de julio es mi cumpleaños. Pero las circunstancias eran tan diferentes a mis 28 cumpleaños anteriores que en esta ocasión tal acontecimiento se fue de mi mente. Ese día fue, empero, pródigo en inesperados regalos. Poco después del bienvenido café que me traía John cada día, y tras unas breves y torpes reflexiones que ya no recuerdo, la puerta de mi tienda, donde ya te dije que siempre había un mendigo de guardia, se abrió súbitamente, y por ella entraba un desconocido que tomé por el anhelado Bruce. Pero parecía bastante más joven si, como me habían dicho, Bruce llevaba 16 años en la calle. Este individuo parecía tener más o menos mi edad. Pero el sopor del despertar quizá me hiciera verlo con niebla.

4 comentarios:

  1. Por aqui ando husmeando... saludos Torrejuelas.

    ResponderEliminar
  2. Una decisión que se va fotaleciendo a veces de forma solapada; consciente e inconsciente. Un motivo de verôme a la vista, el último de ellos... La unión a los otros se hace espear un capítulo más, quizá más de un capítulo...
    Inor

    ResponderEliminar
  3. LA RECUPERACIÓN DE NIKE (No te atormentes. Nunca es tarde para descubrir quién se es)

    Asido por los pies, colgando aun el cordon umbical, el neonato es golpeado en su nalgas, cachete que provoca el primer llanto, el que llena sus pulmones de aire, y origina su primer grito de vida.

    Nicholas Siddeley está muriendo, poco a poco la misma ponzoña que enveneno su cuerpo hace aflorar el alma del verdadero Nike, que tímidamente se despierta, descubriendo una forma de entender la vida que en contraposición con la suya marca el camino del que se había desviado. La lluvia se cuela por las "heridas" de la tienda, ahora llueve desde dentro mientras está lloviendo fuera, si hasta los huesos cala el agua, la lluvia hasta el alma llega. Cuando pasa el aguacero queda un olor (petricor corporal) mezcla de lluvia y piel que es gratificante para nuestros sentidos, es una mezcla de olores que confluyen en un suave perfume propio, Nike inhala la esencia que perfuma la lluvia de la parte del alma que empieza a estar curada.

    - El relato del sueño de la Sra. Oakes, de un onirismo brutal, y una narrativa bellísima, difícil desentrañar su significado, pero sí que deja al lector expectante ante sucesos posteriores, anotemos estos números 4, 7 y 1, o lo que es lo mismo Bruce, Luke y la Sra. Oakes. Un ejercicio narrativo abstractamente preciosista (así podríamos definir también a la música).

    - “¿Qué es un esclavo?” Esta pregunta de Nike (aun sin mudar la piel de Nicholas Siddeley) es el momento donde se desvela el espíritu de todo el capítulo, lo que el autor quiere que veamos, lo que el lector necesita entender queda reflejado en el diálogo entre Nike y Miguel y que es toda una declaración de principios por parte de este último. Nada más que decir, o quizás si y mucho, el concepto esclavo da para mucho debate, pero solo añadiré: "Excelente y oportuno".

    - Que nadie tome por baladí dos de los momentos que enriquecen el relato, Telemachus, un pequeño relato dentro del relato, como una Matrioshka más dentro otra mayor, que nos acerca al lado más humano de Nike en el momento en que su ronroneo siente el calor de sus brazos, pinceladas al fin y al cabo que anticipan el perfil del personaje y otro momento: Moby Dick, es la segunda vez en la novela que un libro sale al encuentro y ayuda de un personaje, rescatándolo de alguna forma de su infortunio, valga la pena dejar aquí nota de este detalle.

    Pero realmente lo que prevalece en todo el capítulo es lo que se desprende de los diálogos de Miguel y John con Nike mostrando el perfil humano de la comunidad, sus usos, leyes, costumbres, refrescando la memoria de lo que durante el desarrollo de la historia hemos ido aprehendiendo, y que aquí conforman un todo necesario. Aprovecha el autor el hecho de la llegada en la historia de un personaje al colectivo para resituar al lector a modo de ayuda de elementos, circunstancias y personajes que por su profusión en el relato puedan haber caído en olvido y que por justicia no deben ser olvidados. Este viaje iniciático, esta visión a vista de pájaro sobre los siete y el lugar donde habitan, toma tintes cuasi psicológicos casi al finalizar el capítulo cuando Miguel, a petición de Nike, relata uno a uno el perfil de sus compañeros, siempre como no puede ser de otra forma, en orden cronológico.

    Un capítulo que uno no quisiera que se acabara nunca, el lector empatiza con Nike y sigue su transformación iniciática como si en propia carne la viviera, y como Nike en busca de sí mismo hay momentos en que este, el que lee, es tentado a ser el noveno entre ellos.

    El interés sigue crescendo y el autor también crece capítulo a capítulo y ya no quedan adjetivos para definir, cuando pareciera que rozamos la cumbre narrativa en el capítulo anterior, el autor nos invita a tocar el primer cielo desde esa cúspide en este capítulo, que pudiera parecer de transición, que no lo es, y si es de un trazado y resolución excepcional. Uno se pregunta, sabedor de la respuesta, si todo esto no es producto de una sencillez, humildad y amor por la obra hecha.


    Pol

    ResponderEliminar