Parecía que
la noche y yo adolecíamos juntos del mismo mal, amortajados inesperadamente en
un tono similar de palidez envenenada. Era como si un pintor inexperto la
estuviera moteando de un blanco enfermizo, irreal, pero en sus manchones
descuidara uno de los rincones del horizonte, pues el negro natural aún
perduraba en algunas zonas del sur. Quién sabe si logré sobrevivir porque fui
llevado en esa dirección. Ese cándido aprendiz había borrado el Escorpión, pero
según me contaron resistían a su lado algunas constelaciones próximas como
Ofiuco, el Serpentario, al que se le habían ocultado Serpens Caput y Serpens
Cauda, la cabeza y la cola de la serpiente, que acaso habían resbalado de sus
manos, de donde posiblemente hubieran decidido saltar para acabar encontrándose
conmigo.
Miguel y
John habían evitado las trampas del intrincado laberinto de los árboles, y me
llevaron por el yermo inhóspito, pero de caminos transitables, de los
Proscritos, hasta la Mano Cortada. Ahora sé que a ambos arrabales los separa la
ya mencionada elevación del terreno, y que la mejor manera de ir de uno a otro
es subiendo una abrupta vereda, próxima a Millers’ Lane, por donde en ciertas
raras ocasiones se aventuraba incluso algún coche. Trepando por esa pendiente
se alcanzaba rápido una de las cinco míseras tiendas allí dispuestas. Algunos
mendigos se hallaban entonces por los alrededores, en ese momento ociosos, y
creo que hube de ser una imagen insólita y algo pavorosa para todos ellos que,
a pesar de su curiosidad, no hicieron preguntas. John se detuvo un segundo a
hablar con el propietario ─discúlpame, Protch, pero ahora algunas palabras
empezarán a fallarme; por inapropiadas, quizá, si no acabas encontrando natural
nuestro lenguaje─ de la tienda más cercana, y éste pareció entender y les dejó
el paso libre a los dos hombres, que me instalaron, una masa dócil e
inconsciente, en su interior.
Los
mendigos de la Mano Cortada no dormían a la intemperie. Si hubiera estado
despierto, habría podido distinguir las tiendas en las que se distribuían con
ciertos aprietos. La más cercana, donde fui situado, estaba instalada a
poniente, próxima a la civilización. Con esmerada delicadeza lograron colocarme
en su interior y, con algún esfuerzo, me acomodaron sobre la almohada después
de meter algunas mantas entre ésta y el suelo para que hiciera pendiente y
dejara más alta mi cabeza. Almohada dije, Protch, y como tal se empleaba, pero
su morador se había traído, tal vez hallada en los marjales del río, una piedra
cobriza aplanada y extensa que cumplía dicha función, sobre la cual había
dispuesto dos o tres trapos, grises me parecieron cuando desperté, para reposar
sobre una superficie algo más blanda. Entre los pocos utensilios que yacían
desordenados por la estrechez del humilde habitáculo había algo muy valioso en
tales circunstancias: una o dos linternas. Observaron que al menos una
funcionaba y lograron iluminar tenuemente el interior, que adquirió la luz de
un templo en una hora de oscuridad tras el parpadeo de los primeros cirios.
No había tiempo
que perder. John organizó que Miguel me sujetara fuerte por las piernas
evitando que cimbraran mientras él se ocupaba de desnudarme la zona afectada. Y
a continuación se dispuso a jugarse la vida, Protch. No vale de nada decir que
no se debe hacer; no había alternativa. Afortunadamente, no tenía entonces en
la boca ninguna llaga ni herida y seguramente no corrió peligro cierto.
Arrodillado y tembloroso, procedió a succionar el veneno, mientras Miguel nos
observaba, a mí con mal disimulada tensión, a John con desasosiego y una mirada
de renovado respeto. Sabía que podía perderlo y aguardaba con impaciencia el
rumbo que habían de tomar los ángulos del tiempo.
En medio de
tanta zozobra desperté. Y fue en mala hora, porque aún no había muerto el
Siddeley imbécil. Con la percepción extraviada, me desorientaban el tiempo y el
espacio. Aquella no parecía mi cama ni sabía cuánto rato llevaba durmiendo,
pero tenía la sensación de haber apenas cerrado los ojos. La almohada tenía una
dureza irreconocible, la luz que me rodeaba era extraña y vagas siluetas
parecían agigantarse en el claroscuro. A mi alrededor un inconfundible olor a
transpiración casi tragado por un hálito intolerable a tabaco, adherido a cada
palmo de las paredes de aquel... lugar; no sabía dónde estaba. En mi
desorientación, creí estar viviendo una nueva resaca, pero no recordaba un
dolor de cabeza así. Era como un barco encallado en algún rompiente al que las
olas molían con una ferocidad desconocida una y otra vez, y a cada golpe lo
despojaran cruelmente de nuevas astillas, haciendo peligrar todo el maderamen.
Pero salí de aquella penumbra cuando distinguí a Miguel inmovilizándome las
piernas; y de golpe todo el espanto de la última media hora me vino a la mente
con claridad. A pesar de la evidencia, no sabía si estaba vivo. Mas con una
excepcional incongruencia sabía que estaba borracho.
La
estupidez debía de ser parte de mi heredad. En esa hora de tinieblas acabé
posando la mirada en John. No sé si el dolor o la embriaguez bastarían para
explicarlo, pero aquel niñato Siddeley se lo encontró, en apariencia, tanteando
lo prohibido y paladeando mi cuerpo por donde no debía, aprovechándose de mi
debilidad.
─“¿Qué estás haciendo,
John?” ─dije con un tono de voz que pretendí de furia, casi indistinguible por
beodo. ─“No debes...”
─“Calla de una maldita
vez, Nicholas” ─me respondió Miguel, vengándose al pronunciar mi nombre, pero
más angustiado que enfadado─. Vuelve a dormir si no sabes hablar sin zaherir.
Tal vez no debería estar haciéndolo, pero se la está jugando por salvarte.”
A pesar de mi estado
incoherente, entendí enseguida lo que estaba sucediendo, y en medio de toda esa
niebla conseguí percibir los dos sentimientos que empezaron a mortificarme: el
pánico volvió a invadirme, pero por primera vez en mi vida no pensaba sólo en
mí y temí por John; y al mismo tiempo sentí una repugnancia y una cólera nuevas
hacia mí sombra continua cuando comprendí que una irremediable insolencia
formaba parte de mi carácter insufrible, y quizá no sólo por herencia. Las
heridas que mis palabras perturbadas estaban causando podrían no cicatrizar y
lograrían malherirme, acaso para siempre, si John no me extraía todos los
venenos. Pero tal vez la podredumbre de mi malgastada juventud estuviera siendo
aspirada y ya no reaparecería. Y sin embargo, eso sólo sucedería, Protch, si
antes obtenía un nuevo beneplácito de la vida. Entretanto, tres hombres
estábamos frenéticos aguardando qué depararía el destino inexorable, pero la
tensa espera no se prolongó durante mucho tiempo. John se incorporó tan
bruscamente que nos sorprendió. Con inflexible resolución, haciendo caso omiso
de la perplejidad de Miguel, que requería alguna palabra o explicación que lo
tranquilizara, se dirigió hacia la puerta de la tienda, y sin abrir la boca
salió. Dos segundos después le oímos escupir el veneno, el de la serpiente al
menos, que me había estado emponzoñando.
Cuando
reapareció yo me hallaba pendiente del inesperado cambio en las facciones de
Miguel. Una determinación suicida transfiguraba sus rasgos y una luz peligrosa
parecía atravesarlo. Antes de que su pareja tuviera tiempo de reaccionar, se le
acercó y de manera casi traicionera lo besó en la boca con decisión sin dar
tiempo a que aquél se opusiera. Mas cuando John fue consciente de la intención
que guiaba a su compañero, se retorcía en inútil objeción, como un animal
hostigado por sorpresa cuando ha creído triunfar en la cacería. Cuando al fin
pudo liberarse, lo miró con acritud.
─“¿Qué estás haciendo,
Miguel?” ─logró farfullar en su feroz amargura.
─“Ahora ya nada
─respondió como hombre que sabe que ha desafiado al destino y enfrenta sin
miedo la fatalidad─. Pero si un azar funesto te apartara para siempre de mí, no
consentiría que te fueras solo. Allá donde vayas, yo he de seguirte.”
Fuera cual
fuese la tempestad que esa noche los había estado vapuleando, ambos se
repusieron, agotados, en la misma orilla, dando la bienvenida a la brisa
inesperada que soplaba clemente entre los dos. Con lágrimas en los ojos, John
devolvió el beso con ardor, olvidando al Siddeley impertinente que los podía
estar contemplando. Pero éste, cada vez más despierto y extrañamente sin ebrias
mareas, parecía estrenar una nueva forma de mirar y ante una escena que no
estaba preparada para él, súbitamente se conmovió y empezó a experimentar algo
tan nuevo como no saber qué decir, mejor a todas luces que disparar cerbatanas
de ofensa con cada palabra.
John volvió
a salir y esta vez estuvo ausente varios minutos; y al enfrentarme a solas con
Miguel, no supe cómo mirarlo o qué decirle, mientras empezaba a asumir el
estremecimiento de que aquellos dos hombres me habían salvado la vida. De
repente no era capaz de poner en palabras algo tan simple como gracias y cerré los ojos para que fuera
más fácil que nos siguiera separando el silencio. Pero a mi acompañante pareció
no importarle, sumido como estaba en sus propias reflexiones. La súbita entrada
de John nos pilló por sorpresa.
Venía con
algo parecido a un paño blanco y con un envase de plástico; y sin decir palabra
me cubrió la herida con lo que se descubrió una toalla limpia y me puso encima
lo que era una botella de agua fría. Todavía me pregunto cómo consiguió que
estuviera casi helada y cómo se las
arregló para que quedara sujeta entre la ingle y el muslo. Sólo en ese instante
se relajó, cuando vio que el primer acto de la amenaza que nos circundaba había
terminado. Y entonces me miró.
Y hay
miradas que traspasan la carne como dientes afilados. Es difícil explicar
cuántos azares coincidieron en el mismo meandro para resucitarme. Sus ojos eran
del color bruñido de un río en una noche clara, donde una luna, llena quizá,
reverberaba un segundo en sus cristales antes de humedecerse y darse un
chapuzón. La serenidad de sus aguas podía con los diques que mis ojos le
querían imponer. Pero al final me traspasaron; me hirieron, sometieron mis ya
maltrechas defensas y me devolvieron definitivamente la sobriedad. Casi me
venció observar que no se me mostraban hostiles. De levante a poniente, como el
curso de los astros a fin de cuentas, parecían leer los episodios de mi
historia sin censura, entendiendo mi soledad como la taimada arpía que me
estaba arrojando a peligrosos abismos
oscuros sin que pudiera encontrar las alas que me remontaran. Supo identificar
de cada consecuencia sus causas, con un agua nueva de comprensión que se fue
derramando por mis paredes, bautizando al hombre distinto que acabó emergiendo
de una serpiente y unos ojos, un niño que sólo pudo balbucir de entonces en
adelante hasta que fuera capaz de reconocer el contorno de su silueta. No
sabría explicar cómo aquella mirada consiguió enterrar los restos del odioso
Siddeley que, a partir de entonces, se transformaría en un Nike desnudo que
poco a poco tomaría su lugar. Sólo duró unos segundos, y al cabo me sonrió con
una paz insospechada. Pero antes de desaparecer por mi poniente me arrojaron la
convicción de que podía contar con ellos, si los necesitaba.
Miguel
quiso hacer entonces hogar de sus brazos, rodeando con un nuevo calor a su
compañero. Se sentaron algo apretados, aunque cabíamos los tres; dos corazones
que se abrazaban y un superviviente recostado que ya no estaba seguro de quién
era. Es imposible explicarte, Protch, cómo puede transformarse un hombre en un
segundo. Mas de repente sentí la urgencia, una entidad desconocida de la que
frecuentemente me hablarían, como una llama a punto de abrasarme si no me
expresaba. Tenía que decirles algo. Acababa de aprender que el amor sólido no
sabe de direcciones, que el agua que desborda las fuentes no hace distinciones
y se derrama en todas. Empecé a aceptar todas las corrientes. Los miraba
sabiendo que tenían algo de lo que yo carecía, y encontré que ese sentimiento
era bello. Supe que se regían por normas diferentes a las que yo tenía por
establecidas. Hablé. Tenía que hablar y decir algo que valiera por las gracias que no me llegaban.
─“Comprendo ─tenía la
lengua áspera y casi no podía hablar─: sois libres. No hay mal que pueda
alcanzaros.”
No
esperaban esta revelación y me miraron sorprendidos. Vi en sus ojos que nada
tenían contra mí y que podíamos iniciar un nuevo entendimiento. Tenía que hacer
otro esfuerzo y dar las gracias o pedir perdón. Hice esto último:
─“John... Miguel...lo
siento. No sé cómo pediros disculpas por cada una de las veces que este niñato
os ha ofendido ─a pesar de mis dificultades para hablar, tenía que decir algo
más─. Siento que he dejado pasar la oportunidad de acercarme a dos seres
humanos a los que podría haber querido.” ─era muy pronto para hablar de una
amistad que entonces me parecía imposible.
─“Nike, hay vías por
las que sólo se camina una vez ─me respondió John─, y cuando ya se conocen se
abandonan. Créeme si te digo que no ha habido ofensa que nos haya alcanzado,
aunque a ti te hayan hecho, por lo que parece, más daño. Si esto ha sido así,
tranquilízate. Pero tu respeto actual nos basta y no tienes que ir más lejos.
Somos dos pobres con los que la casualidad te ha cruzado, pero entendemos que
éste no sea sitio para ti.”
No podía
comprender por qué hubiera querido rebelarme a esta última afirmación, pero
¿con qué argumentos, con qué palabras podría expresar que eso no me parecía del
todo cierto? Mal podía hallarlas si no había sido capaz ni de encontrarme aún a
mí mismo, así que las dejé pasar. Ahora entenderás por qué me acostumbré a
pronunciar sólo frases cortas, tan breves que me permitieran terminar cada
frase sin una ofensa, sin una incomprensión, sin un nuevo error. Pero John no
había acabado:
─“Olvida mis últimas
palabras, Nike, que puedo ver que te han dolido. Te quería decir algo más. Creo
─dijo sin mucha convicción─ que lo peor ha pasado. Aseguraría que todo el
veneno ha salido, pero no puedo saberlo con certeza porque ni siquiera sé
todavía qué serpiente era, y acaso tengamos que ir a buscarla. Seguramente
ahora tendrás una convalecencia bastante larga, algo aproximado a diez días, y
alguna secuela, espero que temporal, pero sí juraría que al menos al principio
tendrás grandes dificultades para andar. Por lo demás, yo diría que estás fuera
de peligro. No obstante ¿y si no fuera así?”
─El tragaluz por el
que entraré, cuando me llegue el turno... ¿Recuerdas la primera mañana, Protch,
y las muchas preguntas que te hacías? Ahora podré empezar a responderte. Por
fin entenderás por qué de tanto en tanto me acomete aún una leve cojera. En un
primer instante fueron días, semanas...luego se fue espaciando, apenas una vez
cada dos meses, y ya sólo me llega cuando le acompañan una incertidumbre, algún
sobresalto... mas, en verdad, aquel 27 de julio empezó mi verdadera senda,
cuando al fin comencé a elegir. Pero di algo, por favor. Hace mucho que no
escucho tu voz.
─Todavía estoy aterrorizado,
Nike. Debiste pasarlo realmente mal.
─Estaba borracho,
Protch, como siempre en los últimos años. Y sólo fue un minuto. El verdadero
terror necesita más tiempo... y menos niebla. Pero el destino es burlón, y me
llevó posiblemente a las mejores manos, las únicas en esta ciudad que habrían
podido conjurar al demonio que vieron Eva y Adán. Pero habla sin miedo, por
favor. Deseo que oses juzgar al último vástago de estos ponzoñosos Siddeley,
ahora que está cerca de no volver a aparecer.
─Tal vez sea
incorrecto intentarlo. O tal vez creas que no me atreveré a censurar a los que
me han proporcionado el sustento. Y si sólo me pides que te juzgue a ti, es
difícil, Nike, porque si no me excedo en mis diatribas, lo entenderías como la
flema casi congénita de los fámulos, y aunque conseguiste el primer día
convencerme de que ya no soy tu criado, y quiero llegar a ser amigo del mendigo
que está sentado frente a mí, no sé en cuántas etapas habrás puesto que esto
sea posible.
─No todo es tan difícil,
Protch, creo que lo vamos consiguiendo. Y si a veces te parezco duro, piensa un
momento en que no me queda más opción, porque te has pasado años viéndome como
al último de los Siddeley, y algunos años sin saber qué había sido de mí, y
quiero hacerte ver cómo fui separando las cosas que sin preguntarme me dieron
de aquellas que yo mismo escogí. Pero habla, por favor.
─Está bien, pero antes
me atreveré a decir algo sobre los Siddeley. Es muy posible que la crueldad de
la que tanto se habla sea cierta. O que el trato a los criados no haya sido
siempre el más correcto ─lo escuchaba con serenidad. Sabía cuánto le costaba.
Pero la amistad puede empezar así, haciendo antes el esfuerzo de excluir lo
innecesario. Y la sangre que heredé sólo llevaba veneno; y era conveniente
derramarla. Y sus palabras ayudaron. Ya estaba empezando a ser mi gran amigo
Protch─, pero mi mujer y yo no tenemos nada de qué quejarnos. ¿Te hablo
entonces de la historia de la familia en toda su línea, o sólo de mi momento en
la historia? Algo parecido me ocurre contigo. ¿Quieres que te califique por el
Siddeley que eras o por el mendigo al que apenas puedo ver todavía, pero al que
presiento que voy a querer? Y me pides que juzgue determinados insultos a dos
hombres a quienes, pensándolo mejor, tus palabras no tocaron. Creo lo mismo que
John y que es aquél que insulta quien se hace daño. Sólo pensando en ti y en tu
propio mal te he de decir la respuesta que probablemente esperas: no debiste
hacerlo. ¿Te vale?
─Gracias, Protch. Vas
empezando a tener el coraje necesario. Pero no temas: no te volveré a pedir que
juzgues a los Siddeley. Tú no los llevas en la sangre, y tienes razón al opinar
sólo acerca de aquéllos que has tratado. Ahora te comprendo mejor. Y de acuerdo: tus palabras sobre mí valen
como una absolución, que también necesitaba. Podemos retomar la historia,
aunque ciertamente no me vendría mal un café. Pero, por favor, prepararlo no
tiene ningún misterio. Déjame ayudarte que, al fin y al cabo, ya sabes que
desde hace tiempo me gano la vida con las manos.
─“Tendríamos que
llevarte a un hospital ─siguió hablando John─. Sólo así sabríamos a qué
atenernos, y si algo fuera mal, ellos tienen más medios que nosotros.”
─“¿Cuál es tu
verdadera opinión, John?” ─empezaba a encontrar una extraña resistencia a lo
que parecía más fácil.
─“Creo que estás fuera
de peligro. Pero no puedo estar seguro, Nike. ¿Y si hay alguna complicación?”
Había
estado en un hospital por los dos infartos de mi abuelo. Días interminables de
dolor y espanto. Largos pasillos blancos desinfectados de alma, luces de hielo,
hasta las ventanas eran asépticas. Escaleras que sólo conducían al infierno de
otros corredores. O a más escaleras que nunca acababan. Y si se llegaba a dar
con la puerta, los avaros ladrillos limitaban con otras dependencias, con el
ceño gris de un edificio lejano que conseguía verse porque tenía el cuello más
largo. La muerte preguntaba en el mostrador de admisión por el siguiente nombre
en su lista y nada la conmovía. Y algunos pacientes, deshumanizados en sus
batas azules y hambrientas almohadas, se morían por desgana, sin que les
tocara. Y a mí, que estaba agonizando de soledad, querían llevarme a ese
camposanto para que muriera dos veces del mismo mal.
Y, sin
embargo, en mi nueva cama de piedra y lona sólo se respiraba tabaco y sudor,
exhalaciones de gente que estaba viva, que no se dejaba vencer fácilmente. Y a
mi lado, dos hombres: uno de ellos un río en el que aún no había nadado; el
otro era un viejo amigo que se había convertido en un mago que ahuyentaba los
peligros, que sacaba los venenos, conquistador de la serpiente. No quería
pasillos iluminados de desesperanza ni las paredes ocres de la que era mi casa.
Quería quedarme y quererlos, un sentimiento nuevo que nunca antes había
experimentado.
─“John ─dije al fin─,
no vamos a conseguir ningún vehículo que nos lleve a algún lugar donde puedan
atenderme. Y no he venido hasta aquí en mi flamante Mercedes, sino a pie, pues
sabía que iba a beber. Soy incapaz de andar y no podré llegar hasta mi casa a
recogerlo ni a ningún hospital. Te puedo dejar las llaves; están en mi
bolsillo, pero en Deanforest mis criados no te conocen y no te dejarían entrar.
Éstas son sólo algunas razones, pero ninguna es la verdadera. Creo en tu
palabra y sé que no corro peligro. No quiero ir al horror de la muerte que
espera en los pasillos blancos. Y si al final la cosa se complicara, preferiría
morir en esta tienda, donde todos los que me rodean están vivos y me acompañan.
Déjame pasar con vosotros al menos esta noche; procuraré no ser un Siddeley cargante ni una inevitable molestia.
Estáis aquí y me gusta este lugar.”
Hubiera
querido decir, tal vez, mucho más, pero la última parrafada ya me había costado
bastante esfuerzo.
─“Es una gran
responsabilidad. Pero es cierto que no parece haber alternativas. Confiemos en
tu recuperación. Y, sin embargo, si empeoraras, removería cielo y tierra con
tus criados, o robaríamos un coche si hace falta. Sólo un segundo entonces: si
has decidido que te quedas, tengo que volver a salir.”
La tienda
era baja y bastante estrecha, y él era un hombre alto, y siempre que entraba o
salía tenía que agachar la cabeza. Volví a quedarme a solas con Miguel. No
sabía qué decirle, pero había que empezar por algún lado:
─“Miguel... quiero
daros las gracias a los dos por...” ─tuve que interrumpir la frase cuando noté
que me volvían las náuseas.
─“Nike ─me miraba, al
fin, sin ninguna hostilidad─, no hagas ningún esfuerzo. En cuanto te sea
posible deberías dormir, y entretanto, no te conviene fatigarte ni pensar
demasiado.”
Al fin y al
cabo, todo lo que habría querido decir no serían sino repeticiones de gracias y lo siento. Y aunque no notaba ninguna embriaguez, sin duda aún
estaría bajo los efectos de toda esa ponzoña etílica, y no me habría salido un discurso
muy coherente. Así que guardé silencio, esperé a que se me pasaran algo las
náuseas e intenté algo muy distinto: levantarme. Cuando Miguel me observó,
quizás habría querido objetar, pero finalmente decidió callar cuando tuvo claro
que yo necesitaba desesperadamente saber algo sobre el estado en que me
encontraba y que él habría hecho lo mismo.
Me llevó
una eternidad pero fui capaz de ponerme en pie; e intenté también dar un par de
pasos por la tienda. Esto era más difícil: podía costarme varios minutos salir
de allí si lo intentaba, y bastante más caminar por el exterior. Viendo que mi
estado era crítico, pero no desesperado, me volví a tender y me dediqué a
esperar la vuelta de John. Entretanto observé que Miguel parecía estar liando
algo con calma. Tabaco, pensé. Cuando al fin lo encendió, el olor inconfundible
de la marihuana me sacó de dudas. Parecía conocer bien los escasos enseres de
la tienda y en seguida se acercó una extraña piedra ahuecada que le iba a
servir de cenicero. Era evidente que era una costumbre fumar en este templo
pagano de lona verde. Me miró con dudas. Se ve que esperaba de mí una objeción.
Pero yo conocía bien todas esas hierbas... y no sólo las hierbas. Nunca
llegaron a esclavizarme como sí lo hizo el alcohol pero no habría objetado a
algo tan simple. Miguel también acababa de pasar por una gran tensión y
necesitaba ese respiro. La otra cuestión sobre la que vacilaba la expresó en
palabras:
─“Me estoy preguntando
si querrías. Pero aun si me dijeras que sí, no sé si ofrecerte sería lo más
conveniente teniendo en cuenta tu estado.”
─“¿Mi estado de
embriaguez, la mordedura o todas las cosas que me han ido envenenando?
─pregunté con un deje de amargura. Pero me había imaginado mil veces que la hoz
implacable de la soledad me acabaría segando. Y, sin embargo, a esa aparición
la estaban espantando esta noche dos hombres que me habían salvado la vida y
que me hablaban con afecto. Y no hay muerte que pueda devorarte cuando empiezas
a querer a los que están a tu lado. Ya era amargamente consciente de que no
sabía expresarme, pero estaba empezando a quererlos─ pásamelo, Miguel. No creo
que me haga ningún daño y podría calmarme.”
Aunque todavía con alguna duda, me lo pasó
amablemente. Sólo fui capaz de fumar durante medio minuto, pero no me hizo mal.
Él también esperaba que retornase su compañero, y se mantuvo en silencio.
Miguel y yo no sabíamos qué decirnos, pero habíamos comenzado a comunicarnos.
John llegó
cuando ya la colilla se había apagado y, a pesar de las señales evidentes, no
hizo comentarios. Venía con varias cosas y algunas palabras:
─“Siento haber
tardado, Nike, pero era necesario darles una explicación a nuestros compañeros.
Están todos despiertos y se hacían muchas preguntas. Además, tenía que arreglar
alguna que otra cosa ─y me mostró un confuso objeto cóncavo que portaba entre
los brazos─: esta palangana te puede ser muy necesaria para esta noche
─envejecida y algo oxidada, empezaba a comprender cuál iba a ser su utilidad y
me rebelaba. Podía andar con dificultad, pero aunque me llevara una hora,
caminaría antes de llegar a usarla. Pero John adivinaba mis pensamientos─. Como
quieras, pero te evitaría caminatas, que ahora mismo son tediosas e imposibles,
y los que aquí estamos pasaríamos a vaciarla de vez en cuando. De todos modos
es muy posible que de noche te despierten las arcadas, Nike, si algo recuerdo
del estado de embriaguez o de las resacas posteriores. Te sobrevendrán
inesperadamente y no tendrás tiempo de andar hasta la puerta de la tienda
─comprendía que no le faltaba razón─. En todo caso, aquí te la dejo. Pero te
traigo algo más.”
Podía verlo
a pesar de la penumbra. Eran una naranja y dos melocotones. En cualquier otro
lugar habría sido sencillamente algo de comer, ofrecido con placer al huésped
que llega de repente. Pero comprendí que en este caso debería ser obligación
del invitado agasajar a los anfitriones. Dudaba: tenía algo de dinero en la
cartera, que debía seguir en mis bolsillos. Miré a John a los ojos con
inseguridad. Sabía lo que me diría, pero quise protestar:
─“Veo lo que me traes,
John, pero no me hará falta. En el estado en que me encuentro, mañana no podré
comer y ─y no sabía cómo seguir. Lo que de verdad me preocupaba era que a ellos
les pudiera faltar algo tan necesario por alimentarme. Me habría ido entonces
si hubiera podido, pero no hallaba salida. Mas John sostenía mi mirada
desafiante. Sabía lo que hacía, con quién y por qué, y se mostraba decidido y
orgulloso─... De acuerdo ─cambié la frase─ aceptaré, pueda o no pueda comer
hoy. Pero prométeme que nada os va a faltar.”
─“Esto es la calle,
Nike: no nos sobra nada. Pero comeremos todos, o no comerá ninguno.
Repartiremos entre todos lo que haya. Sólo tienes que seguir recordando dónde
estás, y hasta ahora lo estás consiguiendo. Mientras permanezcas con nosotros,
pasarás algunas privaciones ─quise decir algo, pero una vez más adivinó lo que
iba a decir─, aunque veo que estás dispuesto.”
─“Gracias por la fruta
entonces, John” ─la acepté cuando intuí que dejarme invitar por los que nada
tenían era en ese caso lo más correcto, porque ellos así lo deseaban. Dudé
entonces si no sería mi egoísmo lo que me hacía desconocer la compasión, pero
no concebía ese sentimiento, es difícil de explicar, hacia personas a las que
veía felices. Y, sin embargo, por primera vez me puse a considerar si
ofrecerles algo de lo que yo tenía podría insultarlos. Hube de pasar días con
este conflicto.
─“Ahora deberías
dormir, si no extrañas tu cama y consigues hacerlo aquí.”
¿Dormir?
Sí, tal vez debería intentarlo. Pero ¿dónde era aquí? Antes de que se
retiraran, debía preguntarlo.
─“John... ¿Dónde
estoy? No sé cuánto tiempo he estado inconsciente.”
─“Te has repuesto muy
rápido. En realidad sólo has estado dormido veinte minutos. Estás muy cerca de Baphomet ─dijo entonces─ en el Arrabal
de la Mano Cortada, Nike.”
Me sucedió
como a ti, Protch. La primera vez que se oye ese nombre nos hacemos extrañas
ideas. Quién sabe si los que allí habitamos no lo consideraremos un tesoro que
conviene ocultar, como un secreto de iniciación. Pero Miguel estaba
acostumbrado a desvelarlo, pues algo me explicó:
─“Apostaría a que no
lo has oído antes ─asentí─. Los habitantes de esta urbe lo desconocen. Y eso me
sucedía también a mí antes de vivir en él, o mejor dicho en la calle; este
arrabal es el tercero al que hemos venido John y yo ─ya no parecía tenerme
ningún resentimiento y quería seguir ilustrándome─. El pasado de esta ciudad
─rara vez se referían a ella como Hazington─ es templario, como sabrás, y quién
osaría convencernos de que a alguno de esos monjes guerreros no se les privara
brutalmente de tal miembro o de si alguien no hallaría en un tiempo más
reciente una mano en algún montículo cerca de San Albano ─caí en la cuenta
entonces de que estaba cerca del cementerio católico que había visto antes en
la lejanía─. Sí, Nike, comprendo lo que estás pensando: muchos son los que
ponen esa misma cara de horror, pero eso es lo que nos da cierta seguridad. No
fue fácil decidirse a vivir en este lugar, pero si lo piensas bien, es un sitio
muy tranquilo, si alguno lo es para nosotros y sé de qué te hablo: alguna vez
han querido atacarnos. El cementerio nos cierra el paso por el sur, y hace que
pocos se atrevan a venir, al menos de noche, a una zona tan próxima a su
lúgubre visión. Por el este encontrarás el río y el vertedero mayor de la
ciudad. Estamos junto a Rivers’ Meet, y seguro que has pasado más de una vez
por la glorieta que lo acerca a St Alban’s Road. Si te has fijado bien, hay un
camino no asfaltado cerca de la avenida principal. Por ahí circula el camión de
la basura. A pesar de todo, pocas veces la fetidez del vertedero llega hasta
aquí. Al oeste, una calle llamada Millers’ Lane, que poca gente conoce. Y al
norte... ─su voz era no sé si una queja o una maldición─ ahora tenemos Baphomet, pero antes no se aventuraba
nadie por esta zona. Un rincón desconocido del Pueblo ─una vez más tuvo que
aclararme algo de la extraña nomenclatura de la ciudad─, que es como se le
conoce también al barrio de St Mary’s o de Templar Village. Pero la gente que
frecuenta esa discoteca no sube hasta este despoblado. Se queda abajo, en el
terreno de los Proscritos, a los que les resulta cada día más difícil
sobrevivir ahí. No temas ─tampoco había oído ese nombre─, los Proscritos son
los que viven en el arrabal contiguo. Ahora su silbido se oye con frecuencia.”
Estaba en
medio de la nada, junto al cementerio y el vertedero de la ciudad, cerca
también de los ruidos de una discoteca que parecían ya haberse apagado. No sé
qué hora sería, pero era la noche del jueves. Igual habrían cerrado ya. John
urgía a Miguel con la mirada para que abreviara, porque yo necesitaba descanso.
Pero quería saber qué era eso del silbido. Parecía que todos podían leerme,
porque fue John ahora quien contestó a la pregunta que no llegué a formular:
─“Los Proscritos y los
de la Mano Cortada nos comunicamos con silbos, que son de alerta cuando ellos o
nosotros tememos por nuestra seguridad, pero también cuando pasa algo fuera de
lo común, y más amables cuando deseamos conversar sobre algún tema importante o
simplemente cuando queremos vernos y charlar distendidamente. Diferentes
silbidos nos transmiten diferentes mensajes. Pero dejemos esto, Nike. Quería
preguntarte otra cosa ─hace años me había llamado la atención que algunas labores
parecía hacerlas inesperadamente, como si ciertas acciones no obedecieran a su
pensamiento, por lo demás lúcido y sereno. Por ello sólo reparé en que se había
sentado por el repentino oleaje de los pliegues de su traje azul, de lana
quizá, o por el inesperado descenso de los hombros─: ya es viernes. ¿Hoy no
tendrías que ir a trabajar?”
─“Estoy de vacaciones,
John ─aclaré─; este año he preferido tomarlas en julio. Pero debo regresar el
miércoles.”
─“Comprendo. Pero con
toda sinceridad, no creo que puedas reincorporarte el primero de agosto. De
todos modos, déjalo en mis manos. Sigo en contacto con Anne-Marie ─no sé por
qué algo tan simple consiguió sorprenderme, aunque eso explicaba muchas cosas─.
Mañana iré a verla y le expondré la situación. Es posible que ella se encargue
de planteársela a tu jefe y compañeros de trabajo, y después me dirá lo que
haya. Te tendré avisado. Pero no te preocupes por eso ahora; debes descansar.”
─“John... ─sabía que
no era el momento, pero no podía evitarlo: sentía una enorme curiosidad─, ¿qué
serpiente...” ─pero me interrumpió antes de que pudiera acabar la frase.
─“No lo sé, Nike.
Estoy bastante confundido. Me parece que era una especie que no conozco...”
Tal vez le
atacara el colmillo maléfico de Apofis, en su perenne intención de dañar la
barca solar de Ra; o tal vez fuera Renenutet, la serpiente benéfica, dadora del
don de encontrar el verdadero nombre, la que amamanta al niño real, también
asociada a las cosechas. Al fin y al cabo, Nike había contribuido con su sangre
a fertilizar la tierra favorecedora. O quizá el mordisco hubiera sido obra de
ambas a un tiempo, porque hay un bien y un mal en todos nosotros.
─“...en todo caso
─seguía hablando John─, ahora saldremos a buscarla. Pero no debes temer más
peligros que el hambre o el frío. Sí, porque aunque estemos en verano, las
noches son algo frescas. Pero creo que estas mantas serán suficientes. Ahora
descansa y no pienses en nada más. Dulces sueños, Nike.”
Miguel y
John salieron, pero antes se las habían arreglado para dejarme la impresión de
que había llegado al mejor de los lugares posibles, y no tuve ningún miedo. Al
quedarme a solas y antes de apagar la linterna, que no se habían llevado, me
puse a examinar la tienda. Sólo entonces caí en la cuenta de que no les había
preguntado por su morador y me maldije. Me prometí que sería lo primero que
haría al día siguiente.
Enseguida
me llamaron la atención las numerosas grietas que por todas partes la herían.
Comprendí que el frío me invadiría pronto sin remedio y eso me hizo,
inevitablemente, querer al desconocido que allí habitaba. Aparte de eso, poco
más había que ver. El resto era un desorden de trapos y mantas y olor a tabaco,
y la roca como un altar donde decidí darme en sacrificio para morir y que al
día siguiente pudiera nacer un ser distinto. Casi me había echado ya a dormir
cuando mis manos palparon una fotografía. Sentí un inconfundible rubor al mirar
algo que no me pertenecía y enseguida la devolví a su lugar, pero entretanto me
había quedado con la percepción fugaz de una mujer enfermiza, pero con una
belleza capaz de despertar fuegos en el pedernal más inamovible a las chispas.
Días más tarde supe que era Miranda.
Dormir... y
¿por qué no? Sólo en ese momento empecé a ser consciente de que aquella iba a
ser la primera vez en mi vida que iba a dormir en la calle. Quizá entonces,
pero creo que no antes de ese instante, fuera acariciado por la desconcertante
Penumbra. Era una sensación difícil de describir y mis palabras volverán a ser
inexactas o titubeantes, Protch, pero te puedo asegurar que no sentí ni miedo
ni vergüenza, ni rebeldía ni malestar alguno. Apenas un poco de desorientación
y un poco de frío, y al mismo tiempo, cómo te diría... sí, quizá fuera
protección: saber que estaba en las mejores manos y que nada malo me iba a
suceder en tanto estuviera con esta gente. Pero cómo hacerte entender que
aunque no tenía alternativa, quedarme allí fue mi primera decisión, la primera
que tomé como Nike, y que de repente empecé a aceptar qué me había sucedido,
dónde estaba y con quiénes estaba sin objeción alguna. Tomé mi primera
resolución en libertad y, si es cierto que hay una secuencia, aunque aún no
puedas entenderme, la Aceptación fue la primera deidad que me tomó furiosa pero
con una idea determinada: espirar en mis túneles aún inexplorados un soplo de
vida joven que consiguiera reverdecer en mi sangre.
Estaba
rendido y la dureza de la almohada no impidió que al fin pudiera conciliar el
sueño. Fue una noche en que continuas sacudidas me despertaban con facilidad,
más mareadas que preocupadas. Numerosas arcadas me devolvían a la inquietante
realidad de una resaca que se presagiaba aguda y dolorosa. Por eso quizá, y
aunque lo necesitaba con urgencia, esa noche no me permití pensar. No sé a qué
hora me había echado a dormir, pero al final lo hice de un tirón hasta el
mediodía.
Desperté
otra vez desorientado, mas ahora saber dónde estaba sólo me llevó medio minuto.
Pero la resaca se había convertido en un monstruo sarnoso que me arrojaba sin
piedad bolas de cañón ardientes, y no recuerdo un dolor con tanta saña.
Cualquier pensamiento en esas condiciones sería tirachinas de cortantes
piedrecillas embistiendo mis desprotegidas sienes, diablo de malestar al que le
faltaba educación para anunciarse. Fue mi peor resaca, necesaria para expulsar
todos los venenos, pero fue también mi última resaca, si esas líquidas gorgonas
no vuelven a esclavizarme.
En un
movimiento mecánico mis manos palparon un objeto que no había estado allí la
noche anterior. Era un libro, supongo que introducido durante mis sueños o
delirios, para hacer más fácil la espera mientras tuviera que permanecer allí: Moby Dick, la ballena blanca. Pero leer
no era entonces una de mis pasiones y hacerlo en mis paupérrimas condiciones
era prácticamente imposible. Incapaz de pensar y sin nada que hacer, me animé,
sin embargo, a hojearlo. No estaba sucio ni desgastado, sino cuidado con celo,
y me estremeció intuir que para alguien era uno de sus mayores tesoros. Llamadme Ismael y poco más para esa hora
de reflujo. Ismael, que logra sobrevivir al leviatán. Pero no pude acabarlo en
esos días, aunque de vez en cuando me obligara a leer. Era incapaz de reconocer
el placer que llamaba a mi puerta necesitado como un mendigo, alejado de
competiciones y de lucro. Todavía mis aguas no estaban dispuestas para que en
ellas nadara la ballena, mas quizá su surtidor ya se consiguiera adivinar por
barlovento.
No sé cómo
logré sobrevivir a aquella tarde ebria interminable. Tal vez a ratos
consiguiera alejarme de toda pesadilla durmiendo un poco. Sin poder leer, sin
compañía, sin nada que hacer, la resaca como una amenaza de que aún no había
descargado los últimos proyectiles de su tormenta, creí enloquecer. Ahora sé
que en todo momento había un mendigo de guardia en la puerta y que, en
ocasiones, entraban para comprobar mi estado y me hallaban cabeceando o
profundamente dormido. Pero mi soledad no lo sabía. El signo de mi nacimiento
debió de ser su frío, y a veces se hacía notar con su soplo helado. Y todas las
encrucijadas de mi vida conducían a la misma sima de vacío insondable.
Soledad... vacío... mis únicos ángeles de la guarda. Transitar sin haber
vivido, morir de sed en un camino sin ríos, me sentía inútil y abandonado en
una carrera por una oscuridad sin Estrella Polar y sin sentido.
Debían de
ser las nueve cuando volví a contemplar los rostros de Miguel y John. Habían
decidido que, al menos en los primeros días, ellos serían los únicos que
entrarían en mi tienda a no ser que las circunstancias hicieran necesaria la
presencia de algún otro, pues entendieron que mi estado no era el más idóneo
para entablar nuevas relaciones con gente desconocida. Apenas tuve tiempo de
saludarlos antes de que John procediera a examinarme con muestras de
preocupación. Pero debió de encontrarme bien porque éstas desaparecieron
pronto. El color volvió a su rostro. Iban a dejarme solo de nuevo con apenas
unas breves explicaciones que no molestaran a mi transparente resaca. Pero me adelanté
esta vez a sus palabras:
─“Antes que nada,
John, ─era increíble, pero al menos ya parecía capaz de hablar algo más. No
sabía si acaso también lo acompañaría la primera lucidez─ porque esta incógnita
me ha estado martirizando un poco todo el día. Primero creí que era vuestra
tienda, pero ahora no estoy seguro, mas en todo caso, ¿quién vive aquí y dónde
ha dormido? Me inquietaría que no haya encontrado un lugar donde pasar la noche
o que ─no sabía cómo decirlo─ haya tenido que dormir en medio de vuestra
respetable pareja.”
Volviendo a
repasar mi estado y viendo que era capaz de un poco de conversación, se decidió
a iluminarme comprendiendo mi angustia:
─“No es nuestra
tienda, Nike, pero la escogimos porque era la más cercana y tu estado era
urgente. Aquí duerme nuestro compañero Bruce, el cuarto de nosotros...”
─“¿El... cuarto, has
dicho?” ─lo interrumpí. No estaba seguro de haberlo oído bien.
─“Sí. El que llegó
antes que Miguel, que es el quinto. No importa, Nike, no tienes por qué seguir
nuestras leyes, que se te harán extrañas ─pero como vio que me rebelaba y que
estaba dispuesto a cumplirlas, añadió─: esta noche no estás para mucha
conversación, pero en fin, sí te diré que si quieres complacernos, debes
nombrar siempre a Miguel antes que a mí. Para nosotros es importante el orden
cronológico.”
Era la
primera vez que me lo nombraban pero me prometí aprenderlo. Di por hecho que
eran seis, y que ya conocía el orden de los tres últimos. Supuse que sería
fácil memorizarlo. Pero John sólo había respondido a la mitad de mi pregunta.
─“No temas. Bruce no
ha dormido con nosotros y tampoco se ha quedado sin sitio. Verás: al traerte
ayer hasta aquí le explicamos la situación y se marchó comprensivo a lo que
llamamos la “casa”. No sé si alguna vez te has fijado que cerca de Baphomet hay unas escaleras que conducen
a viviendas que dan a este lado. En algunas de ellas no vive nadie y,
francamente, nosotros las ocupamos. Nos es muy conveniente ─lo dijo como
disculpándose y no supe cómo transmitirle que no era necesario─ cuando el frío
extremo del invierno no nos deja otro recurso. A veces en la misma habitación
tenemos que dormir cerca de veinte personas, pero sobrevivimos. Y para Bruce no
es ningún problema que el tiempo que estés aquí, él tenga que dormir en ella.
Hay más gente pero hace menos frío, y sabe que tú necesitas su tienda. No te
inquietes por él.”
Comenzaba a entender que mi presencia con
ellos estaba siendo realmente inoportuna, mas de momento no dije nada. Ocupar,
había dicho John, igual que lo que yo estaba haciendo con la tienda, que de
repente se me transformó en un lugar cálido y confortable. Otro mendigo se
había tomado muchas molestias para prestármela y sin conocerlo empezaba a
querer al desconocido Bruce y empezaba a quererla. Esos hombres, y quizá
algunas mujeres ─súbitamente se me vino al pensamiento─ eran mis iguales,
aunque no lo hubiera comprendido antes, y yo no iba a cuestionar sus leyes
porque intuí además que había llegado a
un mundo nuevo y diferente, al que, sin embargo, sentí que amaba.
Seguía
teniendo sueño, pero al fin volvía a estar acompañado y quise averiguar al
menos dos cosas. John siempre adivinaba lo que pasaba por mi pensamiento y
volvió a anticipárseme:
─“De acuerdo, Nike.
Tienes derecho a que te resuelva las dudas que tengas. Sólo te pido que seas
breve porque me parece que debes dormir. Adelante.”
─“Sólo dos cosas,
John. Quiero saber más pero pueden esperar hasta mañana. ¿Qué ha sido de la
serpiente? ¿La habéis encontrado?”
─“Quisimos buscarla
anoche pero comprendimos pronto nuestro error: no veríamos nada. Esta mañana
Miguel y yo la hemos rastreado por el sur hasta el cementerio. Nada nos
indicaba que hubiera marchado en esa dirección y te aseguro que ha sido un
examen meticuloso, por la seguridad de todos. Entretanto, explicamos la
situación a los Proscritos, que han buscado por el norte hasta la Colina de los
Caballeros, o hasta Castle Road, si no la conoces. De todos modos, para eso
habría tenido que ir a contracorriente, si se fue por el río. O puede que haya
corrido más que nosotros y ya no esté, pero seguiremos buscándola. No debes
preocuparte: siempre habrá alguien vigilando la entrada de la tienda en la que
estás.”
─“No me preocupa mi
seguridad, John, sino la vuestra, y estoy seguro de que seguiréis vigilantes.
De acuerdo, una última cosa: entiendo que soy una molestia, pero creo tus
palabras. Cuando veas a Bruce, dale las gracias de mi parte. He decidido que
voy a seguir aquí. Y en ese caso, sólo me preocupa ahora mismo saber si habéis
hablado con Anne-Marie.”
─“Sí. Este mediodía,
contraviniendo mi costumbre, fui a la Thuban Star, y no tuve muchos problemas
para que me pusieran en contacto con ella. Debió sorprenderle el verme allí,
pero no me dijo nada. En pocas palabras la puse al corriente de la situación.
Fue inmediatamente a hablar con el director, y lo ha entendido. Consiguió que
te reincorporaras el día 6, o el 7 lo más tarde, o si no puedes para entonces,
que volvamos a avisarla y se lo expliquemos. Pero ella quiere verte, Nike, es
muy natural.”
─“John, contéstame
sinceramente. Yo deseo quedarme aquí hasta entonces. Pero no quiero crearos un
nuevo problema. Dime la verdad, por favor. ¿Queréis que me quede? Si no,
haremos los esfuerzos que sean necesarios para marcharme.”
─“Nike, sabes que aquí
no tendrás muchas comodidades. Pero si de verdad quieres quedarte, para
nosotros, y respondiéndote con total sinceridad, será un placer. Siempre es
agradable una cara nueva, de alguien que además nos está tratando con todo
respeto.”
─“Eso espero. Pero
prométeme que si vuelvo a faltároslo, me lo haréis saber. Entonces te respondo
ahora. Quiero ver a Anne-Marie, pero quizá no sea el momento. En cuanto pueda
volver a andar, la llamaré, y entretanto...”
─“Entretanto no te
preocupes de nada más. Estos días ella y yo mantendremos un contacto casi
diario. Y ahora deberías volver a descansar, Nike. Pero Miguel y yo tenemos la
costumbre de irnos a dormir bastante tarde. Si te sientes solo, llámanos:
estaremos en la puerta.”
─“Gracias a los dos
por todo. De acuerdo, intentaré descansar de nuevo.”
Salieron
entonces. Habían entrado con más comida, un bocadillo creo recordar aunque no
te pueda decir de qué, pero vieron que aún no había tocado la fruta, que se
mantenía en buenas condiciones, y no fue necesario que me lo dejaran al fin y
al cabo, de lo cual me alegré. Tomé entonces una nueva decisión. En los días
que estuviera allí, intentaría vivir, dentro de lo posible, como mendigo. Iban
a ser once días, y ya sólo me quedaban diez. Pero no tenía prisa. El destino me
había colocado allí y allí me quería quedar y aprender.
Nike añadió
un nuevo leño al fuego cuando vio que la noche se estaba tornando súbitamente
fría. Y entonces observó que yo casi no podía mantener los ojos abiertos.
Intentó convencerme para que me acostara, pero logré finalmente disuadirlo.
─“Por favor, termina
al menos el 27 de julio y prometo que después me acostaré. Sé que hubo algo
más.”
─“Si ya debes conocer
todos los detalles de la historia”, me dijo sonriente, pero añadió: “De
acuerdo, te contaré lo poco que falta, pero ya sabes que yo no lo viví.”
─“Cuando Miguel y John
salieron”, empezó a narrar, “se unieron un tiempo a la hoguera que tenían
encendida sus compañeros, y fueron seis cuando ellos dos llegaron porque, como
sabes, Lucy se encontraba recluida en su tienda; después volvieron a mi puerta,
como me habían prometido. Todos parecían taciturnos, menos la señora Oakes, que
estaba adormilada. No llovía ni había niebla y todo estaba en calma. Sólo
hablaban de tanto en tanto, pero no era imprescindible. Conozco esas hogueras y
disfrutaban del placer del fuego y de saberse acompañados. Mas la tranquilidad
de la noche fue rota de repente por la Señora Oakes, que se puso a hablar en
sueños. Y todos oyeron atentamente lo que tomaron por una visión.”
−“La imagen parece
enfermiza −se le oyó decir de repente con toda claridad, sobresaltándolos a
todos, que sin querer comenzaron a prestarle atención−. No tiene sentido: es de
noche, pero todo es amarillo; y de un tono demasiado chillón, demasiado degradado.
Debe de ser el sol; sí, un sol en mitad de las tinieblas, pero insano. El
tiempo, sin embargo, parece bueno. ¿Por qué entonces siento la amenaza de una
tormenta? Ah −dijo de repente−, pero algo pasa, algo empieza a cambiar. Veo
unos puntos pequeños emergiendo por levante. Ahora puedo distinguirlos: son
aves, pájaros negros. No me gustan, no sé lo que presagian. Cuidado, se
acercan. Ya puedo verlos con claridad, pero ¿qué pájaros son esos? Bueno, son
aves repartidoras −a esas alturas todos callaban. Conocían bien que la señora
Oakes solía tener visiones, y casi todas soñando−. ¿Por qué acabo de decir eso?
Lo ignoro, pero siento que son importantes sólo porque reparten. No son
cigüeñas, mas ahora percibo que traen algo en el pico: unas extrañas bolsas aunque
no puedo ver qué llevan. No importa, algo desagradable. ¿Cuántas son? Una, dos,
tres… sí, son ocho, siempre, siempre ocho. Se están acercando a unos árboles
que no conozco, que se ven fecundos y frondosos. Pero no se posan en ellos, se
conoce que son muy selectivas. Y sin embargo ahora detienen su vuelo sobre esos
troncos, sí, también ocho, que son, en cambio, bastante feos y que parecen
sucios y sin hojas, todos calvos. Pero ¿qué pasa? Una de las aves no llega a
posarse. Dios mío, al cuarto pájaro lo acaba de derribar un rayo. Mas ahora ya
no consigo verlos. Uno desapareció y a los otros siete se los debe de haber
llevado un mal viento. Ahora sólo puedo ver los árboles. Forman una fea hilera,
están alineados. Se agitan sobresaltados aunque no sopla ni la más ligera
brisa, como si presagiaran algo. Y sin embargo, ¿qué temen? No… no puede ser.
Otro rayo que cae furibundo. Acaba de quemar a uno de los troncos: sí, el
séptimo si cuento por la izquierda. Pero parece que no quiere arder, se resiste
con todas sus fuerzas. Ya no se ven los otros siete troncos y presiento que
éste último pronto no se verá tampoco. Ya no se ve… lo sabía. Ahora el paisaje
ya no es amarillo, el sol se va a dormir y hay una sola penumbra. ¿Una sola he
dicho? ¿Por qué una sola? Todo indica que el mundo es una sola tiniebla, un
velo de pesares. Pero por los clavos de Cristo, ¿qué ocurre ahora? Parece como
si fuera el rostro de Dios que rasga los cielos, y la oscuridad se parte en dos
y se va muriendo, se muere. Sí, eso era lo que traían los pájaros en la bolsa:
muerte −todos se agitaban inquietos y a esas alturas con verdadero terror−. Los
troncos también tenían la apariencia abandonada de la muerte. Y muere todo lo
que ha sido penumbra y la imagen desaparece. Siento que al morir estas sombras
ya no podré ver nada nunca más, porque morirán mis ojos. Ah, al fin lo sé.
Algunas cosas las he visto mirando en otro espejo, en otro pensamiento, en lo
que alguien aún no ha pensado, pero sólo los números eran importantes: el 4, el
7 y el 1. Comprendo… primero Bruce, después Luke y luego yo.”
−“No se oía un susurro
y en ese silencio de cristales incluso el viento parecía callar por miedo. En
la hoguera la señora Oakes apagó su voz y ya no dijo nada más; a partir de
entonces ya sólo estuvo dormida. Olivia, Miguel y John estaban inquietos y no
sabían cómo mirar a sus dos compañeros, que estaban sentados esa noche el uno
al lado del otro. Casi sin querer hacerlo, Bruce y Luke se observaron de reojo.
La misma guillotina parecía suspendida entre los dos, que empezaban a ser
conscientes del destino que podía tomar su hoja afilada. Sin darse cuenta de
que lo hacían, se abrazaron como si ambos se encaminaran hacia la misma
despedida, dándose ánimos para afrontar cualquier hado. Los dos sabían bien que
la señora Oakes no solía fallar. Pero cuando ésta despertó, parecía no recordar
nada.”
−“Después Bruce y Luke
se recogieron, a dormir quizá, si es que esa noche alguien pudo dormir. Los
demás siguieron un tiempo más junto al fuego, menos Miguel, que vino a la puerta
de mi tienda como había prometido. Quizá esa noche yo fuera el único capaz de
descansar. Pero eso me recuerda que tú deberías hacerlo pronto. Vamos,
acuéstate.”
−“Está bien, tienes
razón: me voy a la cama ya. Gracias por todo.”
Pero no me
llegaba el sueño, aunque la resaca al menos ya se había alejado. Eran ahora
otros fantasmas quienes se exhibían en sus indescifrables sudarios blancos. Al
final elegí volver a encender la linterna. Ya tenía hambre, pues en verdad no
había probado bocado en treinta y seis horas. Empecé por la naranja, dejando la
piel en la palangana. Nunca fue para mí tan exquisita una comida; y al beber su
sangre saboreaba algo del corazón de este nuevo lugar. Los melocotones estaban,
por el contrario, algo rancios, pero se comían bien. Al final me hallé tan
saciado como en la cena más opulenta del más exquisito restaurante. No sé qué
hora sería, pero debía de ser ya el día 28; había extraviado mi reloj en la
discoteca y esos días tuve que aprender a calcular el tiempo de otra forma. Quise
echarme de nuevo a dormir, pero en ese momento comenzó a llover. Parecía un
leve aguacero de verano, pero la tienda estaba llena de grietas y aunque el
agua estaba respetando mi cabeza, me estaba empapando por la parte de abajo,
que paradójicamente ahora sé que estaba orientada al norte, pues en la tienda
de Bruce siempre dormí, Protch, con los ojos en el sur. Mojarme no me
molestaba, ahora que estaba seco de la previa humedad de mis pensamientos, pero
el ritmo suave de la llovizna me impedía dormir y todavía con la luz de la
linterna decidí volver a levantarme. Sin duda mejoraba; ya no me costaba tanto
ponerme en pie. A pesar de la lluvia y de la luna nueva, percibí la silueta de
Miguel en la puerta. Decidí arriesgarme a caminar un poco más y salir.
Lo hallé
sentado en lo que me pareció una piedra negra. Todavía no sé, Protch, después
de varios años viviendo allí, de qué piedras se trata, pero te puedo decir que
hay una delante de cada tienda, traídas desde el río donde hay abundancia de
rocas, como umbral o asiento donde a veces departimos un rato antes de dormir.
−“Hola, Miguel −le
dije, sentándome, como pude, a su lado. La piedra negra era bastante extensa−
¿en qué estás pensando? Se te ve abstraído.
No había
encontrado, sin embargo, la mente de Miguel asiento. Repasaba imágenes opacas,
brumas invisibles, al menos inquietantes; nostálgico, observé más impertérrito.
No oí visiones insólitamente ocultas; no sabía entonces de pájaros oscuros,
troncos mortecinos ni de oscuridades súbitamente rasgadas por el ojo de Dios.
−“No es nada, Nike.
Nada que te afecte. Un mal sueño −pero se equivocaba. Meditaba, claro es, en la
reciente visión de su compañera. Y no quiero adelantarme, Protch, pero esa
visión me afectaría, y mucho, durante años.”
−“En cuanto a mí, sé
que debería estar durmiendo, o intentándolo, pero no puedo e igual charlar me
viene bien ahora. Al menos un rato, si no te importa. Sí te quiero decir que, a
pesar del pasado, ahora me empiezas a caer bastante bien y que lamento de veras
los años perdidos.”
−“Imagino lo que
sientes, Nike. Supongo que prefieres que te llame así −asentí− y sólo puedo
asegurarte que me alegra verte por aquí. Presumo que son las grietas de la
tienda de nuestro compañero las que te impiden dormir. Te estarás empapando.”
−“Sólo por abajo, pero
esa no es mi principal preocupación. Es… la maldita soledad, no sé cómo llenar
tantas horas, aunque sepa que descansar me sienta muy bien”
Quedaban
pocos cigarrillos en su paquete, pero a pesar de eso, me ofreció uno
amablemente. Nos pusimos a fumar, esta vez buen tabaco. No pude evitar pensar,
al verlo allí haraganeando pero aparentemente disfrutando de la vida, hasta de
la llovizna, que sobre todo Miguel, pero luego, cuando los conocí, un poco
todos ellos, parecían algo hippies, bohemios que se embriagan con un sorbo de
luna, hijos de la noche y las hogueras, de las palabras compartidas, algo
vividores, con nula noción de pecado, caudalosos ríos de sorna y buen vivir,
siempre prestos a la amistad, astros fugaces de la libertad y de la belleza.
−“Creo que sé lo que
sientes, y te comprendo: necesitas compañía; y quizá John y yo nos hayamos
equivocado al dejarte tanto tiempo a solas. No sabíamos si te gusta leer. Moby Dick es mío, si aún puedo
considerar algo como mío, y creí, tal vez erróneamente, que te ayudaría a pasar
las horas”
−“Estoy seguro de que
pierdo. Toda mi vida es perder −suspiré amargamente−. Pero hasta hoy no he sido
capaz de disfrutar de la lectura. Ni me creo capaz ahora, lamentablemente. Me
vendría bien evadirme por los vericuetos de las vidas ficticias de otros
viajeros un tiempo y olvidarme de quién soy. Sospecho que no me conozco y que
si al final me descubro, no tendré mucho para gustarme.”
−“No te atormentes.
Nunca es tarde para descubrir quién se es. Yo no estoy seguro de saberlo
todavía, pero ya ha dejado de importarme. Al final ni siquiera yo soy capaz de
explicarme por qué hice lo que hice. Pero hecho está y nunca me he arrepentido.
Por eso, si me permites un consejo, no tengas prisa por descubrir a Nike, y
cuando al fin lo hagas, porque lo harás, no seas demasiado severo. ”
Seguía
lloviznando con obstinación. Poco a poco, los dos nos estábamos empapando. Pero
tenía con quien hablar y lo prefería, a pesar de que nos estábamos calando
hasta los huesos. Aunque la conversación viró.
−“Ya irás viendo que
el tiempo en esta ciudad es impredecible. Por un lado, el frío. Claro que para
nosotros siempre lo hace, pero no es normal que azote tanto en verano. Luego
llueve en cualquier estación, incluso con fuerza salvaje. Y qué decir de la
niebla: apenas es explicable, ¿de dónde viene? No sólo la hay casi cada día,
sino a cualquier hora.”
Ya había
hablado del tiempo, la gran excusa de la gente de este país cuando no se sabe
bien de qué hablar. Siguió charlando, pero ahora cambió el tema de la
conversación:
−“Pero no quiero
fatigarte. Aunque sospecho que no puedes evitar comerte la cabeza, pues no
estás tan enfermo, y que te harás algunas cábalas. Por eso te diré algo más
sobre nosotros. Muchos nombres nos dan y oirás, entre otros, los de vagabundos
o nómadas. Es cierto, como ya te he dicho, que hemos vivido en tres lugares, al
menos John y yo, pero cuando encontramos un lugar, tendemos a permanecer en él,
y somos, en realidad, bastante sedentarios. En este arrabal, por ejemplo,
llevamos algo más de siete meses, y aquí pensamos seguir. En verdad está algo
alejado de la civilización, pero es bello.”
Le eché
desde allí el primer vistazo y sin duda −pensaba mientras apuraba el café que
yo mismo me había preparado en casa de Protch, y recordaba con nostalgia
aquellos primeros días−, a pesar de la hora oscura lo que vi me gustó. Parecía
un idilio de árboles y eso que aún no había podido observar el agua, o las
aguas, que lo rodeaban. Pero lo estaba contemplando con el pensamiento en otro
lugar, o en diferentes sitios. Por un lado, el runrún de Baphomet, a aquella hora envolvente, me impedía concentrarme.
Sonaba algo de Donna Summer, creo recordar. Por otro lado me empecé a hacer una
pregunta que no sabía quién podría contestármela. Y es esta: ¿Cómo se llamaban
a sí mismos? En verdad, todavía no había oído la palabra mendigo de labios de
Miguel o de John. ¿Les molestaba esta palabra? Y si era así, ¿cuál usaban? No
podrían dejar de llamarse de alguna forma. Pero esta duda tendría que esperar,
pues sabía que me faltaría valor para preguntarlo. Tenía que hablar. Así que lo
hice sobre algo muy distinto:
−“Miguel… todos estos
años que he estado, lamentablemente, alejado de John, no he sido tan olvidadizo
como para que de tanto en tanto no recordara lo esencial: es un hombre
magnífico y fui feliz en el breve tiempo en que creí considerarme amigo suyo. Y
−no sabía cómo decirlo− a ti no te conozco lo suficiente, pero creo que eres
también una gran persona. Pienso sinceramente que hacéis una pareja estupenda.”
−“Gracias, Nike, y más
cuando no puedo evitar ver que lo que dices lo sientes de verdad. John me ha
hecho muy feliz aun cuando −pareció titubear− sí, ¿por qué no voy a decirte
esto? Eres inteligente, quizá más de lo que tú mismo crees, y vas a adivinarlo
o lo has intuido ya. Ambos tenemos un temor distinto: yo temo que él sea
tentado de nuevo por la riqueza o que un día quizá quiera volver a su mundo; él
teme que yo me vaya de nuevo detrás de una mujer. Sí, Nike, es celoso, pero también
es cierto que me gustan las mujeres. Discutimos con frecuencia, pero somos muy
felices. A veces me pregunto si por amarlo tanto no estaré empezando a
convertirme en un esclavo.”
−“¿Qué es un esclavo?”
−le interrumpí.
−“Te diría que no
somos el último peldaño, Nike. Hay quien sigue estando por debajo de nosotros.
A ver cómo puedo explicártelo. Esclavo no sólo es aquél que carece de casi
todo, ahí estamos casi a la par. Esclavo es aquél obsesionado por una sola
idea. El que se deja seducir por la ambición o la fortuna. El que no sabe qué
fuerzas lo dominan o qué nombre poner a los diablos que lo tientan. Esclavo, en
definitiva, es casi todo el mundo, pero nos hacemos la ilusión de que somos
dueños de nuestro destino. El hombre libre prefiere quedar desnudo de todo lo
que lo ate y comenzar sin nada. Fui libre una vez, pero prefiero ser esclavo,
si lo fuera, antes que verme libre de John.”
Esclavo es
aquél… durante mucho tiempo medité sobre estas palabras, que me produjeron su
efecto. Me di cuenta de que, en el fondo, yo también era un esclavo. Me
preguntaba ya en serio quién era yo, y cómo podría ser libre. Pero antes,
calculé, tenía que ver qué cosas me esclavizaban.
Con
cualquier pretexto me despedí de Miguel y me retiré. Pero éste, antes, me pasó un
nuevo bocadillo, de queso creo recordar. Lo dejé para el día siguiente y, ya en
la tienda, intenté dormir, pero tampoco fue fácil. Había parado de llover y
como ya no tenía resaca, me daba cuenta de que sin querer estaba empezando a
meditar y de que había muchas cosas de las que era necesaria una reflexión
profunda. “El que se deja seducir por la ambición”, había dicho. Sí, sin duda
las palabras de Miguel me habían dado en qué pensar. Ambición ¿de qué o para
qué? Me daba cuenta de que estaba perdido, de que había estado siguiendo un
rumbo marcado para mí sin nunca discutir su utilidad, sin saber qué era en el
fondo lo que yo anhelaba. Pero mientras pensaba en esto, me quedé dormido.
Esa noche
dormí algo menos, pero considero que, con todo, fue demasiado. Desperté sobre
las 12. No era fácil tener la mente clara sin un café pero sabía que ese día
habría querido dedicarlo a una necesaria cavilación sobre muchas cosas. De
momento, sin mucha reflexión, tenía claras dos cosas: tenía que llegar a un
entendimiento con Miguel y con John y tenía que conseguir que mi presencia con
todos ellos fuera lo menos molesta posible. Pero apenas estaba en el boceto de
estas consideraciones cuando noté que la presencia que había en el umbral, en
este caso John, se disponía a atravesar la puerta y entrar. Una vez lo hizo se
limitó a sonreírme y a lanzar una pregunta que entonces me pareció
incontestable y absolutamente sorprendente:
−“¿Prefieres café o
té?” −me lanzó.
−“Café” −respondí, sin
saber muy bien a qué. Pero en ese momento volvió a salir.
Regresó un
cuarto de hora después con una taza horneante en la mano. No me lo podía creer,
pero en aquellas condiciones un café era un tesoro.
−“No debes extrañarte,
Nike. Hacemos hogueras a cualquier hora y tomamos muchas cosas calientes y
necesarias −estuvo un rato buscando dónde dejármelo y finalmente acabó
encontrando una especie de mesa natural que formaban ciertas mantas
desordenadas.− Miguel y yo pronto iremos a la rutina diaria, pero me puedo
quedar un rato, breve, a hacerte compañía. Siento no haber visto antes que la
necesitabas.”
−“John… −dije
entonces− si alguien debe disculparse, soy yo. Os estoy dando muchas molestias,
y bastante tienes con dilucidar qué es lo mejor para mí y salvarme la vida,
como has hecho, como para tener que dedicarte también a pensar en temas menos
importantes. Tú tienes tu vida, y si me siento solo, culpa mía es y de nadie
más. Sobreviviré. No temas. Ahora que ya no tengo resaca, puedo meditar, que
buena falta me hace. En todo caso, no quiero que mi presencia aquí cambie
vuestro modo de vivir habitual.”
Nike estaba
encontrando su Maat, su armonía cósmica. Mas para hallarla, con frecuencia es
imprescindible saber quién no se quiere ser, antes de conocer el rumbo que le
habremos de dar a los futuros itinerarios por los senderos de la vida. Sin
darse cuenta del todo, había iniciado su equilibrio, y ese día 28 había
comenzado a orbitar en Libra.
No me
respondió, pero pareció entender mis nuevas vacilaciones. Su rostro,
comprensivo y amistoso, volvió a traspasarme con su caudal de ternura. Sentí
que debía añadir algo más:
−“Antes de que digas
nada, lo siento, John. Hace unos años empezaste a contarme algo sobre ti y no
tuve valor para entenderte. Estoy seguro de que ese ha sido el mayor error de
mi vida. Pero ¿cómo voy a hacer un verdadero propósito de enmienda si ni
siquiera sé si mañana volveré a insultarte? Igual regresa este maldito capullo
Siddeley…”
−“Nike, no es
necesario que digas nada más. Quizá sea urgente asegurarte que no te guardo
ningún rencor. Cada uno tiene su vida y aquella incomprensión, si quieres
llamarla así, ha sido demasiado frecuente en la mía. Pero ahora soy un hombre
feliz, y ya no me afecta. Y no temas por ti: no creo que mañana vuelvas a ser
un capullo, según tus propias palabras, pero acabas de dar un gran salto;
quedémonos con el día de hoy. Empecemos de nuevo. Pero nuestras circunstancias
vuelven a ser muy difíciles. Otras cosas nos separan. Y sin embargo me alegro
de haberte vuelto a encontrar.”
Mientras me
hablaba, había comenzado a comerme el bocadillo, acompañado del inesperado
café. Tenía apetito y lo devoré. Te quiero decir, Protch, que de ese día 28
recuerdo la sensación de mi primer entrenamiento para el hambre. Algo me
trajeron por la noche, pero pasé horas sin comer y me fui acostumbrando poco a
poco a la sensación de vacío en el estómago. Durante todo ese día evoqué con
nostalgia a mis criados, que me preparaban algo a cualquier hora. O esas
escasas situaciones en que me desvelaba de madrugada, y no queriendo despertar
a nadie, entraba en la cocina y me preparaba alguna cosa. Era insólito tener
hambre y no poder recurrir de inmediato a la nevera. Pero volvamos a John, que
no había concluido:
−“Nike… sé que Miguel
te contó algo anoche. Me refirió algo después. No lo lamento. Pues deseas
seguir aquí es mejor que lo sepas. Somos felices, pero no hay felicidad
completa, parece. Como no tenemos sombras que nos ciñan, nos inventamos
nubarrones. Sé que es enfermizo, pero no puedo evitar sentir celos. Pero este
es mi temor. Ahora que te veo a solas, vayamos con el suyo. Nunca podré
convencerlo de que no me tientan ya ciertas cosas. Y es cierto que no voy a
volver, pero no puedo evitar sentir cierta curiosidad. Cuéntame algo de la
Thuban.”
Así que
algo empecé a contarle mientras devoraba el bocadillo. Le hablé de mi parte del
negocio, de dinero, de transacciones, de que la segunda crisis del petróleo no
nos estaba afectando, pero algo no iba bien. Me sentía extrañamente reacio a
hablar de eso allí, en ese momento, como si no me interesara en realidad y
hubiera entonces cosas más urgentes. John me escuchaba educadamente pero era
evidente que no estaba del todo interesado en el aspecto económico del asunto.
De modo que cambié bruscamente el meollo de lo que le estaba contando:
−“Perdóname, John. No
sé si todo esto te interesa. En realidad lo único relevante que ha ocurrido
allí estos años es el cambio de presidente, pero puede que ya lo sepas.”
−“Anne-Marie me ha
contado algo. Mi tío ya no dirige la compañía, pero poco más sé en realidad.
Desde que me fui, no le he hecho ninguna, digamos, visita social. Perdí el
contacto con él y no lo lamento, si te soy sincero. ”
−“Es cierto: ya no la
dirige Harold. Ha venido un americano. Pero lo único que sé de él es su nombre:
Samuel Weissman. Es bastante impenetrable, mas seguro que guarda algo en su
interior diferente de barras y estrellas, y dinero, mucho dinero. Es imposible
saber lo que siente, si algo siente, y sin embargo, no puedo decir que tenga ningún
problema con él.”
Pero la conversación hubo de quedar ahí y
nunca se retomó. Miguel entró de repente para recordarle a John que se hacía
tarde. Supe a donde se encaminaban y no dije nada.
El resto de
ese día lo pasé en avanzar como podía por la lenta evolución de Moby Dick. Me detuve sólo cuando pude
ver que el Pequod se ponía finalmente
en marcha. Y cuando al fin zarpó y cerré el libro, mi quietud se vio
interrumpida bruscamente por una figura blanca. Y no es que hubieran entrado ni
Miguel ni John ni ningún otro. Era un gato blanquecino que sólo al final del
día supe que se llamaba Telemachus. Has pasado más de media vida conmigo,
Protch, y recordarás al pequeño Nicholas o al adolescente Nike siempre al lado
de los gatos de la casa y de los que venían de afuera. Así que entenderás que
este intruso albo no me sobresaltara y que, feliz por la inesperada compañía,
me dedicara a observarlo. Parecía gran conocedor de este templo, y una vez
perdidos dos o tres minutos en la búsqueda infructuosa de alimento, sin
sentirse derrotado y con total confianza, se vino a dormir a mis brazos.
Envidié su forma de entablar una amistad sin haber sido presentados. Ronroneaba
cómodamente mientras yo me dedicaba a acariciarlo. En tan plácidos menesteres
nos encontraron Miguel y John varias horas después y fue entonces cuando mi
nuevo amigo prefirió dócilmente marcharse.
−“Es Telemachus” −dijo
John al verlo− “suele acudir con frecuencia adonde esté su gran amigo Bruce”.
Una nueva razón para
desear conocer a Bruce, pensé.
−“Por favor, John, cuéntame algo más”.
−“Pues verás. Creemos
que es hijo de Tessa. Bueno, retrocedo un poco. En realidad todo empezó con
Tessa −me dijo mientras se instalaban y mientras Miguel, me pareció que como
por arte de magia, me dejaba al lado un tazón con sopa. Carecía de muchos
ingredientes, pero me supo soberbia. Necesitaba algo caliente. Pero ya empezaba
a hacerme muchas preguntas acerca de sus medios de vida−. Tessa es una gata
blanca, ya mayor, que suele perderse por este arrabal, y a la que viene a
buscar su dueña, una vecina de Millers’ Lane bastante joven. Y a veces también le hemos oído buscar a
Telemachus. Se parecen bastante y no sólo físicamente. Ambos son expertos
cazadores de ratas”.
A Miguel le
empezó a sudar el rostro y John prefirió parar la conversación.
−“Lo siento, Nike −me
explicó Miguel−, parece que voy empeorando. Disculpa, enseguida me entenderás.
Sé que es una fobia, pero cada vez más arraigada, me temo. Ahora empiezo a
temblar sin verlas, en el momento en que se menciona el nombre de esos… bichos”
−me dijo con cierta dificultad.
−“Su temor es
disculpable −intervino entonces John con calma− todos tenemos alguna angustia
subterránea que no podemos explicar. Pero a Miguel le gustan nuestros gatos
también por eso. Vamos, no sigas temblando −tocó sus hombros con ternura−.
Retomemos la conversación. Podemos seguir hablando de gatos. En fin, Nike,
antes he dicho nuestros gatos, pero no son nuestros, claro. Sólo rondan con
frecuencia por aquí. Verás, creemos que Telemachus es hijo de Tessa. Y hay dos
ejemplares más, acaso sin dueño. Nos hemos guiado por el modo que esta señora
tiene de nombrarlos, y así, aunque ignoremos sus verdaderos nombres, hemos
llamado Terence a un gato gris bastante perezoso que aparece por aquí con
frecuencia. Pero con menos asiduidad que el otro: Ted, un noctámbulo que se
suele confundir con el mismo color de la noche sin niebla. Y así, cuando crees
que el crepúsculo está bostezando, aparece Ted olisqueando el terruño y
acercándose a la hoguera como el espacio negro del cielo parece inclinarse al
calor de las estrellas. Ninguno tiene orden cronológico y de estos últimos
desconocemos si tienen linaje”.
Linaje. Uno
de mis primeros problemas en ese arrabal, Protch, es que no hallaba el modo de
gustarme, y no podía oír hablar de linajes. Como tenía el temor de que antes o
después se hiciera mención de los Siddeley, bruscamente empecé a hablar de la
gran estirpe de la ciudad.
−“Recuerdo que a mi
llegada a Hazington −interrumpí− no se hablaba de otra cosa que de la muerte el
año anterior de Philip Rage. Y se sigue hablando de él con frecuencia. Parece
que proyectaba construir cerca del río. Aún no conozco vuestro arrabal, pero me
alegro de que no lo tocara”.
La
conversación deshilvanada siguió pero sucedía algo extraño que no fui capaz de
localizar. Miguel y John hablaron lo justo para asegurarme que también se
alegraban, pero se los notaba con cierto embarazo. Es como si por alguna razón
no quisieran hablar de la familia Rage. Y fue más evidente cuando John desvió
la conversación hacia territorios más seguros:
−“Nike −me dijo
súbitamente− debía habértelo dicho antes. Esta mañana he estado hablando
contigo y al final se me pasó decírtelo: ha estado aquí Anne-Marie, cuando
estabas dormido. Pero no quiso despertarte, y viendo que estabas bien, prometió
volver otro día.”
Después de
hacerle unas breves preguntas sobre ella, Miguel y John se despidieron por esa
noche. No sabía qué me estaba sucediendo pero sentía una extraña pereza a
hablar de Anne-Marie o de cualquier cosa que me recordara mi vida cotidiana.
Porque ¿qué tenía en realidad en esa vida? Alcoholismo, ruina moral, desgana. Y
con desidia, empecé a meditar sobre mis posesiones. Y todas las frases me
salían en negativa. No había conocido la libertad, ni la belleza, ni el
auténtico amor. Y nunca pude oír con qué sonidos tañía la campana de la
amistad. Sólo su eco fúnebre tenía el amargo regusto de la desconfianza.
Posiblemente fuera culpa mía. Había perdido la amistad con John y no sabía
hasta qué punto era amigo de Anne-Marie. Pero fuera de ellos, ¿qué me quedaba?
La eterna sospecha de que se acercaban a mí buscando más un abrigo de oro que
las llamas, si alguna vez las hubo, de la fogata de mi corazón perdido. Había
vivido vestido con ornamentos de miseria moral y soledad.
Así fueron
mis primeros días: imagen que no alcanzaba espejo, nave de reflexiones que no
encontraba el camino del embarcadero. Todo era hambre de hallar un corazón que
no temiera sangrar a mi lado, frío de yermos sin paramento, miseria nueva y
desconocida que venía de un camino de terrible miseria. Acicalado de inhóspitas
vestiduras, aún temía despojarme de lo que siempre me había cubierto, aun
cuando intuía que ya no me sentaban bien los viejos trajes.
Tan turbio
el retrovisor de mi vida, no sabía con qué agua lavarlo y los ojos estuvieron a
punto de volverse cascada, pero entristecido en tan melancólicas cavilaciones
me alcanzó el letargo de ese día 28.
Al día
siguiente, creí amanecer con nuevo ímpetu. Apenas me costó ponerme en pie y
llegar hasta la puerta de la tienda. Pero no me sentí con fuerzas para ir más
allá. Quizá habría podido si realmente lo hubiera intentado, pero todo era una
funda que envolvía una nada, todo era niebla. De todos modos, John, que estaba
cerca, me había visto. Creo que esta vez eran más o menos las diez de la
mañana. No tardó en pasarse por mi tienda a ofrecerme un nuevo café. Ningún
alimento lo acompañaba, mas no dije nada. Volví a hablarle un rato de la Thuban
y le pregunté otra vez por Anne-Marie. Quería saber si había logrado fijar mi
retorno para el 6 o para el 7 de agosto. Además de haber informado a mis
criados de lo que me había sucedido, había conseguido que me reincorporara
cualquiera de esos dos días. Entonces le aseguré de nuevo a John que no quería
ni regresar a Deanforest ni ingresar en ningún hospital, que me quedaba con
ellos si no les estaba suponiendo mucha incomodidad.
−“Igual te sorprende,
Nike −me dijo−, pero te estás ganando muy buena opinión. En esas condiciones,
es un placer alimentarte, aunque ya habrás notado que la comida no es
abundante”.
−“Que sea así. De
veras, John. Antes que nada, debéis comer vosotros. No voy a elegir quedarme
aquí si no estoy dispuesto a sentir vuestros flagelos. Pero mi hambre sólo es
temporal; mi soledad es permanente. Si quisieras transmitirle un mensaje a
quienes te acompañan, diles que en verdad me gustaría conocerlos a todos”.
Con la promesa de que los informaría de mis
deseos, se despidió. Me quedaba por delante otro largo día sin saber qué hacer,
con la desazón de no poder colaborar con los que me estaban ayudando. De ahí
también mi curiosidad por saber de ellos. Pero no fue ese 29 de julio cuando
empecé a conocer a los demás, aunque entonces tuve la esperanza de que alguno
de ellos pasara por mi tienda. Pero no vi ni a mi nuevo amigo Telemachus.
Tampoco eran grandes amigos míos entonces los hombres que se afanaban por
encontrar a la ballena blanca. Sólo a ratos era capaz de leer algo enterándome
de lo que leía. Pero empecé a perder el interés en los capítulos que describían
a la ballena, desde el surtidor a la cola. Cuando algún tiempo después la volví
a leer, ya fui más capaz de captar el soterrado esqueleto simbólico que
ocultaba la piel de las palabras. Hasta ese día yo no era más que un aprendiz a
regañadientes. Pero ese aprendizaje me vino bien para después ser ballenero,
para meterme tanto en la historia que ya fuera capaz de percibir el olor
salobre de los mares.
A ratos
cerraba el libro y meditaba. Saber si se llamaban a sí mismo mendigos era sólo
la excusa para querer conocerlos. A Miguel y a John se los veía, si esas
palabras eran posibles para ellos, libres y felices, y quería saber si esa
etiqueta no se la habrían puesto mis sentidos debilitados. Tenía que dar un
paso más y conocerlos a todos. No podía creer aún que la libertad bastaba. O
acaso fuera la amistad la que los nutría. Empezaba a intuir lo que tras largos
días pude ver. Pero, ¿se podía encontrar el zumo de la vida derramándose allí,
en la miseria? Y ésta ¿no les vendría acompañada de dolor, soledad, temores?
Mis primeros días eran una sucesión de interrogantes que sólo podrían tener
respuesta si los conocía a todos, su medio de vida, sus historias… No podía
llegar a ningún sitio sin antes conocerlos. Y no podía leer. Eso me llevaba de
nuevo a examinar mi vida y lamentar mis orígenes y casi todo mi camino
posterior. Estaba al borde de la depresión, pero es cierto que al menos no
bebía y que conservaba la lucidez.
No consigo
recordar cómo pasé el resto de ese día 29, hasta que al final vinieron de nuevo
Miguel y John. Me traían algo que después frecuentemente comería, pues es lo
más habitual traer comida comprada en algún restaurante. Era media pizza y
calculé con pesadumbre si a todos les habría correspondido la misma cantidad.
Olía aún a caliente y su aroma enmascaraba los olores predominantes de la
tienda de Bruce. Sí debo decirte, Protch, que Miguel y John no olían a nada, y
ahora te puedo decir que, cuando al fin los conocí a todos, las tres mujeres
olían a limpio, a lavado diario, pero en cualquier caso comprendí sus
necesidades y de mi boca nunca salió una protesta.
También me
dieron noticia de que habían informado a sus compañeros sobre mi anhelo de
conocerlos y me cercioraron de que todos acabarían desfilando por mi tienda.
Cometí un error y dije algo así como vosotros
seis y Miguel me interrumpió:
−“En realidad somos
siete”.
−“Éramos seis y es
verdad que durante tres años y medio fui el último, Nike −intervino John−, pero
hay uno nuevo. Un compañero que no lleva aún un año con nosotros. Llegó a
mediados de noviembre. Así que somos siete, en resumidas cuentas”.
−“Como no quiero
cometer más errores −respondí con una sonrisa−, ¿qué tal si me decís quiénes sois?
Y por orden cronológico.”
−“Ya te dijimos que no
era imprescindible que lo aprendieras −empezó Miguel−, pero agradecemos que lo
desees, de todas formas. Verás, Nike, ya sabes que somos unos cuantos, una
reunión de personas que seguramente nunca se habría formado sin ella, sin la
primera. Es que ahora verás que somos tres mujeres y cuatro hombres y que ellas
son como la imagen previa que necesita el cerebro antes de dar forma a las
palabras. No habría sido posible formar ninguna hoguera sin su lumbre. Bien, la
primera de todos es Madeleine, pero sólo su niña la llama así. Para los demás
es nuestra señora Oakes. Nunca ha estado casada, pero siempre ha sido, y para
todos, señora. Es mayor, tiene 73 años, e imagínate, si puedes, que lleva en la
calle desde los 23. Así que son, es un cálculo fácil, 50 años. 50 años de
libertad, de optimismo y de argamasa, pues sus seis hijos somos su cal, su arena y su agua. Ella fue forjando las
avenidas por las que cada uno de nosotros ha ido formando su sendero.”
Tanto amor
al describirla que, aunque fue breve, su nombre ya fue para mí, antes de
conocerla, lluvia sobre los surcos.
No se atrevían a ser muy extensos por no cansarme, pero les rogué que se
extendieran tanto como deseasen. Se fueron simultaneando y ahora intervino
John:
−“La segunda es
Olivia. Tiene casi cincuenta años y nació cuando la señora Oakes ya estaba en
la calle. Pasó un tiempo sola antes de que ambas se encontraran. Y ya tenía una
hija, nuestra tercera compañera, de la que te hablará después Miguel. Es
difícil describírtela. Quizá tenga un temperamento confuso, algo mudable, brisa
y huracán, pero verás que es muy amable y servicial y que nos quiere tanto como
todos la queremos.”
−“La tercera es Lucy
Rivers, hija de Olivia. Sí, Nike, nació en el barro, no ha conocido más hogar
que la calle y tiene cerca de 30 años, pero nada puede derrotarla. Si la señora
Oakes es nuestra argamasa, ella es nuestras ventanas −sucedía algo extraño, que
incluso yo fui capaz de percibir. Miguel dudaba en dilatarse porque John lo
miraba estudiando sus gestos y palabras sobre ella, con perceptibles muestras
de celos−. Por ellas se ve el mundo más nítido y más perfumado. Es sabia y
−añadió como a regañadientes− tal vez algo más inestable desde que se ha
casado. Bueno, así me lo parece al menos, pero no me hagas mucho caso y saca
tus propias conclusiones. Pero puede ser que no la veas estos días, porque está
embarazada y a punto de ser madre.
Había como
un cierto reproche velado. Como si hubiera querido decirme que no era propio de
Lucy traer un hijo al mundo en esas condiciones de palpable desventura.
−“A continuación viene
−volvió John−, como ya sabes, nuestro compañero Bruce. Lleva aquí 16 años. Es,
no sabría decirte, si tímido o parco en palabras, o quizá sea que aún no hemos
sabido descifrarlo, pero es imposible tener con él alguna disputa, es imposible
no quererlo.”
−“Y como ya habrás
comprendido, el quinto soy yo y John es el sexto. Pero a nosotros dos ya nos
conoces.”
−“Miguel −pregunté−,
¿desde cuándo estás en la calle? Si no me engaño, John está aquí desde hace
tres años, desde 19..”
−“Desde el año 26 −me
interrumpió−. Perdóname, Nike, pero aquí calculamos el tiempo de otra forma. Baste
decir que para nosotros éste es el año 29. Así que John lleva con nosotros,
según tus acertados cálculos, tres años, tres años y medio para ser exactos,
porque llegó en enero. Yo llevo tres años más. Desde el año 23. Supongo que ya
te será fácil ponerle fecha común a los años de que te estamos hablando”
−asentí, maravillándome de su forma tan peculiar de transformar lo cotidiano.
Pero asimilé su cronología como asimilé desde esa misma noche su orden
cronológico.
−“Y seis fuimos hasta
noviembre −cerró la cuenta John−. Entonces llegó Luke y desde entonces, a pesar
de su malhadado comienzo con nosotros, somos, si me permites mis viejos y
manidos asuntos, como la Osa Mayor, siete estrellas de brillo irregular, pero
todas juntas y formando un dibujo más o menos descifrable. Luke es un enigma
aún para casi todos. Es el marido de Lucy y está a punto de ser padre. Pero lo
querrás porque a todo el mundo cae bien: Luke es adorable.”
Pero a
Miguel no se lo veía tan optimista. Su rostro eran sábanas veteadas de sombras,
entre las cuales parecían yacer las dudas.
−“No estoy seguro de
que se caigan bien −dijo al fin con cierta inseguridad−, no parecen tener nada
en común.”
−“Tal como he llevado
mi vida, Miguel −dije con acentuada amargura−, nadie parece tener mucho en
común conmigo, lo cual, en cierto modo, es muy recomendable. En fin, vuelvo a
rogaros que por favor transmitáis a todos mis deseos de conocerlos.”
Después de
que tímidamente lograra repetir los siete nombres en su orden correcto y hasta
recitar de cada uno el tiempo que llevaban en la calle, según me habían
contado, me recordaron que ya habían hablado con todos y que entrarían a verme
en tanto mis condiciones de salud lo permitieran, y se despidieron. Esos tres
primeros días sólo había podido entablar conocimiento con dos de los siete y,
sin saberlo, una palabra que se les había escapado alguna vez empezó a
apoderarse de mí: compañero, la voz que acaso había logrado ensamblarlos como
madera. Tuve la primera picazón, tal vez de envidia. Debía de ser bastante
hermoso ser llamado así. No sé cómo logré que la pócima del sueño al fin me
invadiera.
El día 30
amaneció despejado. Un paseo fugaz hasta la puerta me lo hizo saber.
Seguramente recuerdas, Protch, que ese 30 de julio es mi cumpleaños. Pero las
circunstancias eran tan diferentes a mis 28 cumpleaños anteriores que en esta
ocasión tal acontecimiento se fue de mi mente. Ese día fue, empero, pródigo en
inesperados regalos. Poco después del bienvenido café que me traía John cada
día, y tras unas breves y torpes reflexiones que ya no recuerdo, la puerta de
mi tienda, donde ya te dije que siempre había un mendigo de guardia, se abrió
súbitamente, y por ella entraba un desconocido que tomé por el anhelado Bruce.
Pero parecía bastante más joven si, como me habían dicho, Bruce llevaba 16 años
en la calle. Este individuo parecía tener más o menos mi edad. Pero el sopor
del despertar quizá me hiciera verlo con niebla.
Por aqui ando husmeando... saludos Torrejuelas.
ResponderEliminarAhora si, me quedo claro los 8.
ResponderEliminarUna decisión que se va fotaleciendo a veces de forma solapada; consciente e inconsciente. Un motivo de verôme a la vista, el último de ellos... La unión a los otros se hace espear un capítulo más, quizá más de un capítulo...
ResponderEliminarInor
LA RECUPERACIÓN DE NIKE (No te atormentes. Nunca es tarde para descubrir quién se es)
ResponderEliminarAsido por los pies, colgando aun el cordon umbical, el neonato es golpeado en su nalgas, cachete que provoca el primer llanto, el que llena sus pulmones de aire, y origina su primer grito de vida.
Nicholas Siddeley está muriendo, poco a poco la misma ponzoña que enveneno su cuerpo hace aflorar el alma del verdadero Nike, que tímidamente se despierta, descubriendo una forma de entender la vida que en contraposición con la suya marca el camino del que se había desviado. La lluvia se cuela por las "heridas" de la tienda, ahora llueve desde dentro mientras está lloviendo fuera, si hasta los huesos cala el agua, la lluvia hasta el alma llega. Cuando pasa el aguacero queda un olor (petricor corporal) mezcla de lluvia y piel que es gratificante para nuestros sentidos, es una mezcla de olores que confluyen en un suave perfume propio, Nike inhala la esencia que perfuma la lluvia de la parte del alma que empieza a estar curada.
- El relato del sueño de la Sra. Oakes, de un onirismo brutal, y una narrativa bellísima, difícil desentrañar su significado, pero sí que deja al lector expectante ante sucesos posteriores, anotemos estos números 4, 7 y 1, o lo que es lo mismo Bruce, Luke y la Sra. Oakes. Un ejercicio narrativo abstractamente preciosista (así podríamos definir también a la música).
- “¿Qué es un esclavo?” Esta pregunta de Nike (aun sin mudar la piel de Nicholas Siddeley) es el momento donde se desvela el espíritu de todo el capítulo, lo que el autor quiere que veamos, lo que el lector necesita entender queda reflejado en el diálogo entre Nike y Miguel y que es toda una declaración de principios por parte de este último. Nada más que decir, o quizás si y mucho, el concepto esclavo da para mucho debate, pero solo añadiré: "Excelente y oportuno".
- Que nadie tome por baladí dos de los momentos que enriquecen el relato, Telemachus, un pequeño relato dentro del relato, como una Matrioshka más dentro otra mayor, que nos acerca al lado más humano de Nike en el momento en que su ronroneo siente el calor de sus brazos, pinceladas al fin y al cabo que anticipan el perfil del personaje y otro momento: Moby Dick, es la segunda vez en la novela que un libro sale al encuentro y ayuda de un personaje, rescatándolo de alguna forma de su infortunio, valga la pena dejar aquí nota de este detalle.
Pero realmente lo que prevalece en todo el capítulo es lo que se desprende de los diálogos de Miguel y John con Nike mostrando el perfil humano de la comunidad, sus usos, leyes, costumbres, refrescando la memoria de lo que durante el desarrollo de la historia hemos ido aprehendiendo, y que aquí conforman un todo necesario. Aprovecha el autor el hecho de la llegada en la historia de un personaje al colectivo para resituar al lector a modo de ayuda de elementos, circunstancias y personajes que por su profusión en el relato puedan haber caído en olvido y que por justicia no deben ser olvidados. Este viaje iniciático, esta visión a vista de pájaro sobre los siete y el lugar donde habitan, toma tintes cuasi psicológicos casi al finalizar el capítulo cuando Miguel, a petición de Nike, relata uno a uno el perfil de sus compañeros, siempre como no puede ser de otra forma, en orden cronológico.
Un capítulo que uno no quisiera que se acabara nunca, el lector empatiza con Nike y sigue su transformación iniciática como si en propia carne la viviera, y como Nike en busca de sí mismo hay momentos en que este, el que lee, es tentado a ser el noveno entre ellos.
El interés sigue crescendo y el autor también crece capítulo a capítulo y ya no quedan adjetivos para definir, cuando pareciera que rozamos la cumbre narrativa en el capítulo anterior, el autor nos invita a tocar el primer cielo desde esa cúspide en este capítulo, que pudiera parecer de transición, que no lo es, y si es de un trazado y resolución excepcional. Uno se pregunta, sabedor de la respuesta, si todo esto no es producto de una sencillez, humildad y amor por la obra hecha.
Pol