Salí de Baphomet con las ideas mareadas y la
cabeza como una turbina donde se estuviera moliendo sin piedad el agua de una
futura resaca, ebrio ya el cauce de un río ardiente donde parecía estar
nadando, irrespetuosas y a sus anchas, un ejército de insensatas hormigas. Se
dijera que estaban disponiendo una danza sin sentido, casi macabra, y en vez de
perecer en el fuego, crecían excéntricas mientras invitaban a sus congéneres a
una orgía de lava y anarquía. La silueta del mundo y el raciocinio se me
desasían al tiempo que resbalaban por el tobogán de alcohol de aquella noche de
julio. Y sin asideros firmes, estaba a punto de caerme y ahogarme. Mi vida era
una pendiente acuosa que no me permitía ver los bordes y me deslizaba
vertiginosamente hacia alguna sima de dolor y espanto, en el vacío de no
distinguir mi aterrada silueta en medio de las imágenes que se sucedían de
vahídos y asfixia, una sombra huidiza en caminos que no habían tenido noticias
de mí, en los que no había dejado ni pasos ni huellas firmes en los 29 años que
iba a hacer tres días después; ese pasearse por la existencia sin heridas ni
júbilos, como un autómata que obedece las órdenes que le impongan, sin criterio
para cuestionarlas; que en algún recodo de supremo hastío puede tirar su vida
por la borda empapado en aleves elixires que postergan la reflexión pero van
matando, criminales, sin que uno se percate del encono.
You’re the one that I want seguía sonando un año después y su sonido acelerado martillaba mis
ablandadas neuronas mientras buscaba la salida de aquel antro de moda. La noche
era peculiarmente fresca, y un manto blanco, que en breve sería mi habitual
cubierta, parecía emerger por el este amenazando con adueñarse en seguida de
toda la ciudad insomne. Ya era 27 de julio. Comenzaba un largo fin de semana,
pues debía de ser la una de la madrugada del recién estrenado viernes. No se veía la luna en ese lienzo
deshilachado, pero después supe que estaba nueva, como la vida por estrenar
hacia la que me encaminaba, última noche dipsómana. En mi nuevo ahora me
molestaría que ese blanco tapiz escondiera la imponente silueta del Escorpión,
casi lo mejor del verano, pero entonces no miraba hacia arriba y aunque algunas
estrellas aún se veían, yo no habría sabido distinguirlas. El aire puro y
fresco casi me hizo daño, como si tragase de súbito una bocanada de la vida
verdadera que otros vivían, franca y sincera, sin nieblas ni venenos que las
enturbiaran. Había salido por no recuerdo qué puerta a un descampado enorme, se
dijera que inhabitado, que daba a Millers’ Lane, con árboles que en aquellos
días no era capaz de reconocer, abundantes pero apenas perceptibles, en el este
junto al Kilmourne, y lejos al sur, mientras la mente se quedaba adentro. Vagos
recuerdos de inútil conquista eran fiel retrato de mi frustración al no haber
podido asir el sol de madrugada de un contorno de mujer. Me estaba permitida la
cacería carnal pues no había fijado nada definitivo con Anne-Marie. Pero esa
noche todo era vana seducción, golpes de cuerpos apresurados, miradas fijas que
se me descubrían de enojo y de fastidio, vasos derramados en un vestido claro
como luna de estío, reproches y claras objeciones. No tendría una llama de
arena sobre mi cama desierta, no se derramaría la seda de un cuerpo femenino
como fuente sobre mis almohadas. Había aprendido que si una mujer estalla entre
las sábanas, todas las noches son de verano, fuego de aurora en la madrugada.
Competía por poseerlas sin llegar a ser consciente de que la ganancia está en
el don que se regala y no en el beneficio que se persigue. Mujeres me habitaron
como un calor inesperado al mediodía, y yo, reo del frío vital que me
encerraba, durante meses pensé que las había tratado mal por no haber sabido
beber de sus manantiales sin conquista efímera, por no haber entendido la dádiva
que residía en el sabor de su rocío cálido; mujeres fueron tantas que podrían
levantar una pirámide donde iría la inscripción de mis derrotas; monumentos que
se abatirían con la lluvia destrozadora de los equinoccios, con un solsticio de
hirviente resina, con mis torpes manos que no sabían construir. Se me perdió el
ovillo de la belleza y casi no volví a encontrarlas, y derrotado, dando la
noche por infructuosa, terminé de salir al erial donde me aguardaban otras
mordeduras.
No era la
primera vez que malgastaba mi tiempo libre en aquel lugar, y conocía algo los
alrededores. Ahora sé que la puerta por la que salí daba al sur. A mi
izquierda, contiguas a la discoteca, se veían las ventanas traseras de Alder
Street, pero también algunas casas aisladas que parecían tener su entrada por
aquel lado, de espaldas a la fortuna, en lo alto de míseras escalinatas casi
vencidas por la herrumbre, por una de las cuales creí ver que subían entonces
dos mendigos. Si se prolongaba la vista en la dirección del oriente, en la
lejanía se vislumbraba una silueta de madera, algo desdibujada a esa hora y un
tanto confusa, que semejaba una carcomida pasarela. Era el Puente del Molino,
bajo el cual y en torno al cual estaba el Arrabal de los Proscritos. En toda la
línea del horizonte este, guardando la desnudez del río, como celosos de la
mirada sedienta y la garganta despojada que codiciaban su líquido vital,
resueltos a custodiarlo para evitar que míseros advenedizos se beneficiaran de
la plata que nutría su savia, erguíase una silueta sombría, casi blanca de la
niebla que los iba devorando, de fresnos negros. No rugía el Kilmourne aquella
noche, y quien no supiera que estaba ahí no podría adivinarlo, ni siquiera por
la humedad, pues todas sus gotas habrían sido achacadas a la niebla. Pero
quiero describirte, Protch, algo de lo que allí había y no sólo lo que yo pude
ver, incluyéndote lo que ignoraba entonces como los nombres de los árboles. Por
el lado opuesto, si volvía la vista a mi derecha, podía mirar a una calle casi
civilizada con pocos habitantes y casas sólo a poniente: Millers’ Lane. A pesar
de que allí empezaban dos arrabales de mendigos, conseguía a duras penas
apartarse de ellos, sin marcada insolencia, pero con determinada voluntad de
diferenciarse, con su algo oxidada solera y su vieja prestancia, último y a
veces olvidado apéndice de Templar Village. Al sur, a media altura, el terreno
se elevaba, y a lo lejos casi se distinguía, tras una cortina encubridora de
viejos alisos, la molesta protuberancia del cementerio de San Albano. No había
estado nunca intramuros, pero no quería mirar su fúnebre contorno. Temía la
visión ofuscadora de posibles trasgos mensajeros de la muerte o de fuegos
fatuos. Pero no sabía que el vetusto Nicholas Siddeley iba a morir esa noche, a
esa hora, en aquel lugar... Más acá de San Albano, donde la tierra ascendía, se
podía percibir un vasto paisaje del que nunca me habían hecho saber: el Arrabal
de la Mano Cortada, donde un retoño del hombre que iba a morir continuaría, en
las nuevas noches de hambre y descubiertas estrellas y los nuevos días de sol y
nieblas, tomando su lugar. Pero aquella noche, a aquella hora, todo aquel
territorio era virgen para mí.
Nike había
nacido en el mes del León, pero no conocía su fuerza. Para encontrarla, hubo de
recorrer todo el zodíaco hasta hallar el dibujo de su signo. Esa noche, a esa
hora, en aquel lugar, daría principio su historia. Y había de comenzar en
Virgo, a vivir experiencias ignotas en páginas virginales donde se irían
escribiendo los trazos de su devenir, trama escrita con un fuego que en vez de
quemar mordía, sin más ayuda que su leve intuición, como todos los héroes al
principio de su viaje, en el desconcierto de la penumbra.
Mi primera
impresión de aquel lugar me la produjo el viento. No estaban lejos las montañas
y se hacían notar con su furibundo aliento, ese helado azote que en los días
posteriores se metería por todos mis huesos sin pedirme permiso. A aquella
hora, en mitad del verano, era sólo una molestia y aún no se me había convertido
en un forzado compañero. A pesar de su notoria presencia, las puertas de Baphomet estaban atestadas de parejas
que buscaban el amor a hurtadillas, y no encontraban mejor lugar que en medio
de la multitud, o en la arriesgada invisibilidad del gran aparcamiento en que
habían convertido la mitad norte del descampado, la que correspondía a los
Proscritos. Me alejé a levante buscando un callejón que ya conocía, un pasadizo
mal iluminado que también comunicaba con Alder Street, no demasiado largo, de
superficie áspera y maloliente, sin nombre conocido pero al que se le solía
llamar Alder Alley. Al hallarlo, un extraño grafiti me salió al paso: en una
madeja como nube gris creí distinguir trozos de un hombre, un león, un toro y
un águila: un extraño tetramorfos, que en meses posteriores acudí a ver. Nunca
pude decidir si eran Mateo, Marcos, Lucas y Juan; o bien eran Acuario, Leo,
Tauro y Scorpio, que suele valer por el águila. Posteriormente pensé que habían
dibujado algo de las antiguas creencias sumerias donde cada figura representaba
uno de los cuatro pasos del sol por el cielo, los cuatro cambios de estación:
Leo por el equinoccio de primavera, Scorpio por el solsticio de verano, Acuario
por el equinoccio de otoño, Tauro por el solsticio de invierno. Los cuatro luchaban
con las armas de que disponían y parecía que iba a salir vencedor el león, como
si la intención fuera transmitir que la vida se renovaba cada primavera.
Siempre me preguntaba qué extrañas inspiraciones guiaban a aquel original
artista callejero, o de qué cultas fuentes parecía haber bebido, pero nunca
supe más de él, ¿de ella?, ni de su nombre, pues de su curvilíneo y florido tag tan sólo se distinguía una S.
Como Alder
Alley también estuviera ocupado por gente de apariencia peligrosa que aspiraban
diversos tipos de humo, me alejé un poco más en dirección al río. Era casi
imposible encontrar algún lugar huérfano de presencia humana, y a cada paso la
necesidad de orinar se volvía más urgente. Acabé localizando un declive del
terreno bien escondido por fresnos donde no parecía haber nadie. No muy lejos
creí distinguir unas voces airadas: dos hombres que discutían con vehemencia se
aproximaban. No percibía con claridad las palabras, pero estaban cada vez más
cerca. Más de pronto quise entender peligro,
como si fuera una advertencia. De repente todo sonido calló. El animal dañino me estaba acechando.
Un par de
segundos después volví a percibir pisadas. Enseguida, una de las voces, que se
había mostrado alerta, callaba bruscamente como si el sigilo fuera
imprescindible, y por la deriva de los pasos pensé que de súbito comenzaron a
buscar algo, no sabría decir qué, con cautela, como si siguieran la pista de
algo escurridizo que se pudiera escapar, al tiempo que un estremecimiento
sacudió la maleza con un inconfundible sonido como de algo reptando. Los dos
hombres parecieron ponerse de acuerdo en aplazar la discusión hasta que se
resolviera algo más apremiante. Apenas había empezado a orinar y toda la piel
se me erizó, deseando acabar cuanto antes, víctima de un extraño presagio.
Entonces los vi, tres años y medio después, casi frente a mí, como salidos de
mi embriaguez o mis remordimientos, dos hombres a los que no me costó
reconocer: Miguel y John.
Mi antiguo
compañero parecía indemne a los cambios y ni el tiempo ni la miseria le habían
producido erosión. El cabello, corto y oscuro, seguía teniendo una apariencia
inmaculada, bien cuidado y aseado. Ninguna variación notable en el resto de su
cuerpo. Las únicas huellas de su cambio de fortuna se descubrían en su
indumentaria, más pobre y raquítica, tal vez, pero no merecían siquiera el
nombre de harapos. John semejaba, en cualquier morada que el destino le hiciera
habitar, un caballero distinguido, mas ahora sus facciones, a pesar de la
reciente discusión, se veían alertas, pero en calma y, en apariencia,
venturosas. Tal vez lo quise ver así, conservando una especie de extraño don
por el cual Miguel, a su lado, de la misma estatura, parecía más bajo. Lo más
evidente en este último, a quien sólo había visto una vez, era la luenga barba
encanecida que le llegaba casi hasta el pecho. Que también estuviera bien
cuidada empezaba a ser para mí un misterio indescifrable. Por lo demás, en su
gastada camisa gris y su mísera chaqueta de fieltro parecían reunirse, con extraña
equidad, los andrajos que le correspondían y los que habían logrado esquivar a
su pareja. Empezaba a calcular el tiempo que hacía de aquella extraña mañana en
el bar de la empresa cuando lo vi por primera vez, humilde y carismático a un
tiempo, patrón de su destino. Y un rubor incandescente se hizo dueño de mi
semblante, traicionando mi soledad, que había empezado más o menos por
entonces, y mi agudo arrepentimiento.
No podía
saber de sus continuas agarradas ni de los celos pertinaces que de tanto en
tanto solían acometerles, más frecuentes en John, que se encelaba con todo lo
que tuviera dos piernas y una piel tersa y lozana, de hembra y de varón, en un
continuo tormento. Pero Miguel no se quedaba atrás. Parecían al discutir que se
llegaran a tener verdadera animadversión, y si uno que pasara por allí por azar
los escuchaba acalorarse podía apostar por una pareja rota en las próximas
horas hasta que, a fuerza de acostumbrarse, siempre se sorprendía del extraño
impulso que sacaban de esas lides y del amor que renovaban. Pero en esta
ocasión, a pesar de la vehemencia que ambos habían puesto en sus invectivas,
cogía por sorpresa que la tregua era motivada por una clara nota de urgencia en
sus miradas. Me vieron entonces, pero no había tiempo para saludos. El hado
ominoso se me echaba encima.
Todo
sucedió en apenas un minuto. Iba a decirles algo pero la mente, ya casi del
todo nublada, me lo impidió. Las últimas luces que me quedaban, si me quedaba
alguna todavía, eran arena recalentada, caldera de líquidos a punto de
evaporación, leño al que le caen las primeras gotas de combustible y sólo
aguarda la mecha. Tantos años y tanta angustia no habían servido de nada. Ambos
se pararon de repente y daba la impresión de que comenzaran un extraño ritual
de adoración al suelo, pero pareciera que para idolatrarlo tuvieran que
inmovilizarlo. Yo los habría observado con sobresalto, quizá, si hubiera
conservado un ápice de sobriedad, pero la mezcla de toxinas, la confusión, el
malestar de los años transcurridos... Llegarían las horas de llanto después,
pero no pude evitar volver a insultarlo. Aún no me había subido la cremallera.
Miguel, pero sobre todo John, parecían absortos en la contemplación del centro
de mi cuerpo:
─“¿Consigues ver lo
que quizá quieras ver, John?” ─Dije asqueado y ofensivo. Apenas dos segundos
después ya lo estaba lamentando.
─“Nike ─habló de repente Miguel. Recordaba mi
nombre─, no te muevas. No le has hecho nada y quizá se aleje” ─sus palabras no
dejaban traslucir ningún enojo, pero se me antojaron crípticas. No parecían
referirse a John.
Intentando
entender algo de lo que estaba pasando, fue entonces cuando bajé la vista y la
vi.
No sabría definirte el color aunque me
llevara todo el día intentándolo, Protch: algo así como un naranja venenoso,
entre naranja y gris, pero no me hagas mucho caso. Nunca vi sus ojos. La estaba
mirando casi a la cola, y todo su lomo maldito y ponzoñoso con, en el centro,
como una cadena de rombos corintos. Pero sólo la contemplé cinco segundos antes
de que el miedo me paralizara. Mi aliento, ya suficientemente malsano, se me
condensó. No sé si llegué a hacer algún movimiento; no recuerdo siquiera haber
respirado. Tal vez tuve la tentación de echar a correr, pero ahora dudo de que
hubiera servido de algo. Pero mi gran perplejidad era descifrar qué hacía por
aquellos arrabales una serpiente venenosa, pues nunca se oyó de ninguna en
Hazington. Acaso la atrajeran el río o la fresneda, pero luego supe que ni
siquiera John, que algo entendía de reptiles, pudo nunca identificar la
especie. Yo no vi sus ojos, ni siquiera su cabeza, pero más tarde Miguel, que
tuvo tiempo de observarla, me habría de contar que creyó adivinarle unas
insólitas crestas o acaso sucediera que aquel engendro del diablo tuviera un
eccema que le confería aquella apariencia, como de gallo. Nunca vi sus ojos...
pero tal vez la sierpe, que les daba a ellos la espalda y me vigilaba de frente,
observara algo extraño en los míos, quizá el extravío de mi ya, aquella noche,
irrecuperable cordura; y puede ser que algo de todo esto la molestara.
Sin saber
por qué lo hacía, pues ya no era dueño de mis acciones, metí la mano en el
bolsillo de la camisa con intención de sacar un cigarrillo, como si aún tuviera
la loca esperanza de que el humo fuera capaz de llevarse esa visión aterradora.
─“Cuidado, Nike, no
hagas ningún movimiento” ─dijo John. Y volví a escuchar su voz después de más
de tres años.
Interrumpí
lo que estaba haciendo.
─“Tengo miedo, John”
─recuerdo haber dicho, en mi pánico e impotencia.
Un crujido
en el matorral vibró entonces levemente, tal vez alguna rata asustadiza a la
que la serpiente prefirió desdeñar.
─“No te muevas, por lo
que más quieras” ─volví a oír, pero esta vez las palabras eran de Miguel.
El tiempo
de aquellos segundos se extendió y nunca terminaba. Maldita eternidad la de
aquellos instantes en los que tuve que enfrentar la visión probable de mi
propia muerte.
─“¿Qué puedo hacer?”
─creo que dije, pero no recuerdo haber podido terminar aquella frase. Sólo
conservo la memoria de un dolor agudo y repentino que comenzó en la ingle
izquierda y que en unos segundos se apoderó de todo mi ser antes de perder la
consciencia, bañado en pequeñas corrientes de mi propia sangre.
Fue un basilisco porque no llegué a ver sus ojos. Tres pequeños reyes me habían de morder para
siempre, pero el primero logró matarme. Morí aquella noche, a aquella hora, en
aquel lugar. No podía saber que Nicholas Siddeley, ese tirano insensible y
presuntuoso que hasta entonces habías tenido la mala fortuna de conocer, no
volvería a presentarse; estaba muerto, mordido y humedeciendo la tierra con su
propia sangre. Dos puntos minúsculos, separados entre sí por unos seis
milímetros, estigmatizaron mi carne indefensa. La agonía, o la transición si lo
prefieres, hubo de durar meses, hasta que al fin supe que Nike era mi único
nombre, y pude resucitar y reconocerme.
De lo que
sucedió después me dieron noticias pero carezco de recuerdos. El animal dañino,
satisfecha su venganza, se alejó y no se lo volvió a ver. En días posteriores
Miguel y John (ahora uso el orden cronológico correcto, pero entonces los
habría nombrado al revés) la buscaron porque era un peligro para todos, pero
nunca más se supo de su grotesca imagen de basilisco. No había ninguna razón
para que estuviera allí excepto para matarme, y ahora creo que una vez
conseguido su objetivo se evaporó. Entonces Miguel y John, que hubieron de
tomar una decisión en pocos segundos, se separaron. Éste se quedó a mi lado,
vigilando mi estado, y observándome. Se me estaba formando un edema alrededor
de la mordedura. También supongo que al desvanecerme caí al suelo bajo los
fresnos y mi antiguo compañero de trabajo tuvo que luchar para colocarme de tal
modo que mi cabeza se mantuviera más alta que el resto de mi cuerpo, para
evitar que se extendiera el veneno.
Miguel, por
su parte, se alejó en busca de un coche que me trasladara urgentemente a un
hospital. Lo que sucedió entonces, en realidad, lo desconozco, pero a ratos
logra enfurecerme, por él o por nosotros, no por mí. Tal vez sea imposible, de
todos modos, explicar algo así a quienes buscaban los deleites efímeros de
ciertos humos o de la carne inexplorada dentro de un coche; o tal vez nadie
creyera en la urgencia de un hombre que hablaba de hechos improbables vestido
entre andrajos y barba de río, pero desde que lo supe hube de aprender con
dolor que para los de el otro lado no
tiene ningún valor la palabra de un mendigo.
Enfrentado
a aquella derrota y ante la premura de unos segundos que podían resultar
vitales, Miguel volvió a la vera de John y de mi imagen caída, tal vez de un
hombre que agonizaba mientras la niebla, cual un animal carroñero, lo iba devorando.
Cuando vio que regresaba impotente, John irguió los hombros y tomó una
resolución desesperada pero que era lo único que quedaba por hacer para
salvarme. Y con dos palabras se entendieron y, en ausencia de mejor parihuela,
como un fardo me alzaron y, John por la cabeza, Miguel por los pies, me
llevaron al Arrabal de la Mano Cortada, hasta la tienda más cercana, la del
mendigo Bruce, que se encontraba en esos momentos fumando en la puerta, y que
era la que mejor les iba a servir por su inaudita almohada de roca que
conseguiría que mis pies estuvieran a un nivel inferior a mi cabeza. Yo no veía
nada, no percibía sonido ni sabía nada, era incapaz de distinguir levante de
poniente, barro, caminos o maleza, o quizá los ojos que tardé en abrir hubieran
vislumbrado cómo se vestía la noche de una capa blanca que engullía las últimas
gotas de mi sangre y las recién aparecidas estrellas, que nada más nacer,
enfermaran.
Que peligro tan grave y con el miedo que le tengo a las serpientes.
ResponderEliminarSoberbio capítulo con selecta elección del prosaico lenguaje, me gusta todo lo que se aleja de la vulgaridad. Grandiosa la frase ..."como un autómata que obedece las órdenes que le impongan, sin criterio para cuestionarlas,..." porque ese es el procedimiento general que se impone hoy; efectivamente, nuestros mermados cerebros van postergando reflexiones que nos llevarían a crecer, y cuando no evolucionamos... desgraciadamente... involucionamos, la inmovilidad no existe.
ResponderEliminarMordedura de serpiente o mítico basilisco asomando en el capítulo para dar una segunda oportunidad a Nike. El destino es así a veces...
ResponderEliminarUna mordedura, un hombre cercano a la muerte, una resurrección que, adivino, será la de un hombre nuevo, capaz ahora de mirar las estrellas y de ternura, de conocer los nombres de los astros, sus caminos insondables por los cielos.
El círculo de los ocho a punto de cerrarse.
El hombre acabado, cabizbajo, el hombre de la soledad mortal, el hombre hueco de nada y hastío, aprenderá (se adivina) a alzar los ojos al infinito. Esa es la promesa de este capítulo, creo.
Pero todavía quedan sucesos y lecturas...seguiré en ello.
Inor
LA BICHA (ACEPCIÓN POPULAR DE SERPIENTE UTILIZADA POR MI ABUELA)
ResponderEliminarJean-Paul Sartre dice que el fenómeno narrativo es el encuentro y a la vez la colisión de dos actos libres: la creación y el consumo recreador, encuentro que es tanto para el autor como para el lector una experiencia lúdica.
Esta colisión llega a un clímax inusitado en los tres primeros (largos e intensos) párrafos del capítulo. La simbología alegórica desplegada asemeja una semiótica de signos que sitúan al lector más allá de la racionalidad explicita, es a la vez singular y plural, goce estético y estallido expresivo.
Este corto capítulo es el que más cuesta comentar, para mí, por su cuidada estructura narrativa y el descubrimiento de una poesía escondida en la simbología. Semántica, sintaxis y pragmática constituyen un todo que crea la pulsión necesaria. Ruego se me perdone, en este punto, la osadía de un lego en la materia, el poder mal utilizar estos términos. Continuo: Y digo me cuesta comentar porque no hay fisuras para la crítica, ni elogios que no fueran ya ahora repetitivos, solo queda plasmar lo evidente.
Cronológicamente en la lectura seguimos con Nike en la franja del cielo por donde aparentemente transitan el sol y los planetas y que solemos llamar zodiaco, se encuentra esa noche, sobre su cabeza, situada Virgo, la primera de las doce constelaciones zodiacales que irán apareciendo en esta novela, en la mitología griega es la representación de Astrea uno de los tantos hijos de Zeus, nacida mortal y puesta en la tierra para administrar justicia y orden en los hombres, esta Titanide u Hora, fue poderosa entre mortales durante la edad de oro y la edad de plata, pero cuando apareció la raza de bronce, a la que detestaba, subió al cielo donde se estableció junto a la constelación del Boyero (silueta humana que parece estar mirando la Osa Mayor).
Y el desenlace es una escena en la que toma protagonismo el basilisco como revulsivo existencial. Nike se encuentra con un peligro vital, se siente indefenso, vulnerable, Nicholas Siddeley y el basilisco (basilisco según la mitología, entre otras definiciones, es una serpiente de poderoso veneno y capaz de matar con una sola mirada) creo que así la vio al no querer mirar sus ojos, turbado por su confusión etílica. La mordedura de "La Bicha", mortal, sitúa a Nike en el filo, Nicholas Siddeley muere ante la necesidad de Nike en vivir, un Nike que nace ayudado de su propia asunción de culpa y virgen ante el nuevo mundo y nuevos compañeros que lo auxilian, entre ellos Bruce a cuyo tienda y quien sabe si a su cuidado es llevado.
No puedo abstraerme de hablar de la culpa, que creo es, o debería ser, el nuevo inquilino en el alma de Nike y junto al amor, protagonista necesaria de su redención. La relación que tenemos con el sentimiento de culpa es la que nos define como individuos, ya sea porque lo negamos o porque lo exageramos. La realidad es que el hombre es dual, bueno y malo al mismo tiempo, y que la culpa tiene una función necesaria, pero que puede ser dañina. Como especie social precisamos regular nuestra agresividad para no dañar al grupo al que necesitamos para vivir, la culpa, a modo de conciencia, tiene esa función reguladora, sin ella estaríamos solos y, en soledad, el humano es débil ante su medio. Otra cosa es como la administremos, ya que una actitud laxa puede generar conductas de riesgo y autocastigos, por contra la mucha culpa es una carga muy pesada que tortura a las personas.
Vaya, Vaya, Vaya. D. Justo (de apellidos Vara Pastor) mi profesor de gramática, evalúa el texto, que sostiene y agita en su mano, y mirándome entre disgustado y comprensivo, nunca supo ser benevolente, me suelta: "No hacia falta meter tanta "paja", sintetice Pol, hágame caso".
Pol