La estrella Régulo, alfa leonis, de un intenso fulgor blanco azulado, luminosa en los
cielos de invierno-primavera en las latitudes medias del hemisferio norte, la
más brillante de las cinco gemas de Leo, y una de las cuatro estrellas reales
de Mesopotamia (junto con Antares, Fomalhaut y Aldebarán), acababa de
despuntar, avanzadilla de su constelación, por el este de la cordillera
nororiental en una noche fría de mediados de febrero del año 33 de los
mendigos; y contemplaba la Ciudad como si fuese por primera vez, pues la noche
era un cristal, la luna estaba nueva, y la caprichosa niebla habitual, que con
rítmica frecuencia acostumbraba cubrirla, no amenazaba con aparecer; y todo se
confabulaba para brindarle a la estrella real, en esa hora gélida, el mejor de
los observatorios terrestres.
Mas de la mano de Régulo llegaron también Algieba
y Elased: hermosas y fragantes, tiernas y cristalinas; y entre las tres
formaron el conocido asterismo de la Hoz (un signo de interrogación invertido
en el cielo, como una P que no termina de cerrarse); y al cabo de unos pocos
minutos ya se podía distinguir a Zosma y a la blanca Denébola (o Dafira), beta leonis, y el León quedaba
perfectamente dibujado, en un lago del firmamento a cuyas orillas se solazaban
la Cabellera de Berenice, el León Menor, Cáncer, y la Hidra, a la espera de
Virgo. Es una constelación fácil de reconocer en noches despejadas, pero las
líneas arbitrarias con las que civilizaciones antiquísimas unieron sus
estrellas lo mismo podían haber recordado, y así fue para los ojos de los mendigos,
a un roedor que saltara hacia el sudeste para alimentarse en la pradera
virginal donde crece la blanca Espiga, o a un enorme balancín o caballo de
madera.
Si el tiempo y el espacio son las
coordenadas, meridianos y paralelos que delimitan la latitud y la longitud de
las trayectorias vitales de toda mujer, de todo hombre; y si es necesario
cuidar la precisión en cualquier relato sobre héroes o villanos, de patricios o
plebeyos; con más razón en un cuento largo como éste, que, como cada una de las
doce casas del sol, está, en el momento de aparecer en la noche, sólo en el
oriente, se debe esperar que la brújula, correctamente imantada, apunte hacia
el norte magnético de los acontecimientos y la historia resbale hacia su
poniente con suavidad, hasta que sea tragada por la gula insaciable del
horizonte oeste. Pero decir que los mendigos del Arrabal vivieron los hechos
más importantes de esta narración en un año concreto del siglo XX –siglo
convulso, miserable, estéril y violento–, y en un determinado lugar del mundo,
carece de sentido cuando se los conoce porque todos fueron sustancialmente
apátridas e intemporales y sus hazañas podrían haber sucedido en cualquier
época o geografía, y bien se ve que los
mendigos nacen donde quieren; y no permanecen en ningún tiempo y en ningún
espacio, pues de todos los expulsan. Por eso el narrador, primer contador
de historias de este relato, se va a tomar la licencia de oscurecer, sin
modificar los hechos verdaderos, el espacio y el tiempo, alterando los
topónimos e inventando una cronología. Quizá también porque así,
paradójicamente, y a pesar de su ínfima relevancia, los mendigos parecerán
cubiertos de una pátina de grandeza mitológica, pequeños pero asemejados a
personajes legendarios que merecieron estatua, seres que fueron enormes en sus
días y ahora se ven desdibujados en la distancia y quién sabe si recordados,
y que, sin embargo, conservan todavía un
último destello de su mayestática altivez. Así, Régulo mira la Ciudad en el año
33 porque es el tiempo transcurrido desde el Año Cero, en el que sucedió el
hecho singular en esta historia de que vinieran al mundo tres de los mendigos,
nacidos en una cuna de tierra, en una cuna de madera y en una cuna dorada.
Y sin embargo, el tiempo, para los mendigos,
fue una piedra angular que estuvo siempre gobernada por el orden cronológico,
corona de laurel sobre sus cabellos que se habían ido ganando con el esfuerzo
del sudor y la fatiga, de las limosnas reunidas en las interminables jornadas
en la calle, y de las sempiternas noches frías, insomnes por hambrientas. Por
eso ponían especial cuidado en la mención exacta del orden de los
acontecimientos y se referían a sí mismos como la segunda o el séptimo mendigo,
por ejemplo, con la misma meticulosidad con la que referían cualquier episodio;
y era frecuente oírles evocaciones temporales como “llevo tres años y cuatro
meses en la calle”, “has estado ausente sesenta días” o “espérame cuando cambie
la luna”.
Situado de este modo el Año Cero como
meridiano de Greenwich o eje temporal de este relato, necesitamos la línea
ecuatorial de las referencias espaciales. Pero así como el movimiento de
precesión de la Tierra ha ido cambiando con los siglos la estrella que señala
el norte o la constelación donde entra el sol en el equinoccio de primavera,
los mendigos han ido mudando sus sucesivos asentamientos, y para algunos de
ellos la ciudad donde nacieron o la que los vio echarse a la calle no es la
ciudad adonde luego se trasladaron; y para casi todos la historia habría sido
la misma en cualquier cuartel o campamento; y por esta razón, puesto que la
geografía influye ciertamente en las circunstancias pero no las crea, también
carece de sentido ser más exactos en la localización. No obstante, a pesar de
que cada uno nació donde quiso, es verdad al menos que al final todos acabaron
compartiendo el mismo País; pero tampoco parece relevante situarlo con
precisión y será suficiente decir que podría tratarse de un vasto territorio
septentrional que tal vez fuera fundado con gotas de sangre celta, quizá
mezclada con la de sajones, pictos, anglos o bretones y algunos manchones de la
sangre de los soldados romanos –ningún estado ha sido capaz de construir su
identidad sin mancharse de sangres, ni ha creado una cultura hasta mezclarlas–;
de cuyas gentes, de haberlas conocido, podría haber escrito el Venerable Beda.
Tal vez un país europeo, en suma, sajón y poderoso, o tal vez no… Tal vez no
tenga importancia.
La Ciudad, a veces desgarradoramente
hermosa, a veces desesperanzadora; tan matriarca de la espléndida naturaleza
como madre que devora a sus hijos predilectos; vestida tan a menudo por un
lechoso manto níveo que sin él pareciera desnuda, tuvo y tiene nombre, pero los
mendigos rara vez se referían a ella con otro diferente a Ciudad. De todos modos,
y por razones de claridad, aquí la llamaremos Hazington, la Ciudad de la
Niebla, pues ha quedado dicho que ésta era su natural vestidura, velo blanco
que la cubría desde las montañas del norte a los páramos meridionales, como si
todos la quisieran ver celada, ocultando sus encantos o sus desvergüenzas,
raras veces mirada y casi siempre entrevista. Muchas eran las fuentes de donde
esta bruma emanaba, que lo mismo procedía de los lechos de sus dos ríos: el río
rico y el río pobre, que de sus soñolientos valles o de sus abundantes montes,
collados o calveros; pero era también la polución de una ciudad industrial de
tamaño medio, cuyas sucias emanaciones producían un caldo vaporoso, o smog,
que se mezclaba con aquellos albores naturales y que impedía, tres o cuatro
días de cada siete, vislumbrar los contornos de esta urbe nebulosa.
En su recorrido estelar, desde el oriente
del que acababa de surgir, hasta el oeste al que ya se acercaban Cástor y Pólux
(de Géminis) y donde aún tardaría unas horas en ponerse, Régulo fue recorriendo
con mirada sosegada la Ciudad, recordando el asombro con que la había
descubierto años atrás, con el que la seguía mirando de tanto en tanto: una
ciudad siempre extraña y prodigiosa, hormiguero inquieto de seres apresurados,
cuyas fronteras eran pródigas en bellos accidentes naturales, con dos hermosos
ríos y dos estribaciones montañosas, al noroeste y al nordeste, que nunca se ha
sabido si forman parte de la misma cordillera o son dos cadenas diferentes que,
por azar –si es que el azar existe–, formaban los fuertes hombros que, como
escudo protector, la defendieran por el norte. Allí estaban, al nordeste, los
cenicientos cerros y los picos ostentosos, más que altos, de Crownridge:
crestas abundantes a menudo coronadas de nieve, poco elevadas y planas o
achatadas en las cumbres, espléndidas para perderse caminando tranquilamente
por sus ribazos o para la observación de las estrellas. Es una cadena modesta
que sirve de cuna del río Kilmourne, el río pobre, conocido así entre los habitantes
de Hazington porque gran parte de su curso transcurre a lo largo del este de la
ciudad, el área más deprimida (se ve que no siempre llegan del este los
paraísos); su margen izquierda por zonas poco habitadas, apenas el humilde
barrio de Arcade –que va del Puente de los Caballeros al Puente de los
Soportales–, prolongación industrial de la ciudad, único barrio en la ribera
opuesta; su margen derecha lamiendo las zonas pobres y suburbios periféricos
donde pululan, y cada día más se multiplican, los arrabales de los mendigos,
verdaderos enjambres humanos que desnudan las miserias de la, por otra parte,
próspera metrópoli. En esa hora, y a la débil luz de la luna nueva, el
Kilmourne semejaba una larga cinta plateada, fresca, pacífica y bruñida, que se
va ensanchando a poco de abandonar las faldas montañosas y alcanza una anchura
considerable unos cuatrocientos metros antes del primero de sus puentes. Régulo
se detuvo un momento, inquieto, ante la silueta tétrica del Puente Rage,
soberbio y sólido en su arquitectura modernista, monstruo de acero con
esqueleto de hierros retorcidos, un espectro en la noche, cuya inmensa altura
había seducido en ocasiones numerosas a los suicidas, alentados más que
persuadidos por la insignificancia de su parapeto. Desde el puente, o desde el
mirador colocado en su extremo oeste, mujeres u hombres desesperados se
lanzaban al vacío y eran engullidos por las aguas heladas del Kilmourne, poco
antes de que el río decidiera suicidarse a su vez, despeñándose en los saltos
de Wrathfall. Éstos eran una cascada que, a pesar de no contar con una caída
espectacular, apenas catorce metros, atraía a los visitantes por la hermosura
atávica del conjunto que formaban el río, los árboles de la ribera, la espuma y
la luminosidad del agua despeñada y la proporcionada cadencia de su iracundo
rugido. Era al suroeste de los saltos donde nacía propiamente la ciudad, pero
Régulo prefería continuar contemplando el río, siguiendo sus aguas hacia el
sur, como si navegara, celeste pasajero, en una barca silente sobre ellas. Así
fue aprehendiendo los arrabales, los árboles, la naturaleza. No tardó en
hallarse ante la hermosura clásica del Puente de Wrathfall, con sus quince ojos
y su anatomía pétrea; y después, habiendo dejado atrás una doble escolta de
olmedos, el Puente de los Caballeros y los otros puentes del este: el Puente de
los Soportales, el Puente del Molino, el derruido Puente del Menhir, y el
Puente del Meandro, donde el río se topaba con el cementerio católico de San
Albano y se curvaba hacia el oeste, para seguir ya ese rumbo hasta el fin de la
ciudad y acabar en la muerte natural, o continuación natural, del mar lejano.
Así es el este de Hazington, orilla oeste del río, país de los mendigos donde
acampaban nómadas solitarios, supervivientes, apestados, filósofos,
embaucadores… Régulo no podía verlos, pero casi los podía imaginar acurrucados
en posición fetal en el interior de los infectos, y a veces espaciosos, ojos de
los puentes, ¡tantos puentes!… o entre los árboles de las orillas, de los parques,
de las alamedas; y conjeturaba que esos puntos de lona deslucida eran tiendas
donde se pudrían, más que vivían, muchos de ellos. Otros se agrupaban en tribus
o clanes en suburbios sórdidos y tenebrosos, de nombres, con todo, evocadores,
medievales, cuyos orígenes se pierden en el tiempo, tal vez incluso en días
anteriores a su remoto pasado templario. Helos aquí de norte a sur: el Arrabal
de la Seductora, la Colina de los Caballeros, la Alameda de Umbra Terrae, la
Cañada de la Sangre, el Arrabal de los Proscritos, el Arrabal de la Mano
Cortada…
Nunca estacionarias, las estrellas no
permanecen mucho tiempo en el mismo punto; y ya casi no se podía distinguir la
silueta rectangular de los Gemelos; Cáncer se acercaba al oeste y Leo se situaba en el centro
visible de la Eclíptica. Ante una perspectiva diferente, Régulo volvió a
dirigir su mirada hacia el norte, empezando ahora en el noroeste, donde se topó
con los montes castaños de Burnt Hills. No está claro si su nombre es debido a
la calidad del suelo y a su tono cobrizo; o, con mayor probabilidad, al color
sanguinolento, casi ardiente, de la soberbia puesta de sol, pues por esos pagos
se acrecentaba el espectáculo de la habitual refracción de los rayos del sol en
la atmósfera, y era un deleite acercarse a contemplar la muerte de cada día.
Eran una sucesión de montes poco elevados, en su mayor parte poco más que
colinas o altozanos, de vegetación abundante, sobre todo brezales, con
numerosas fuentes, tres o cuatro de las cuales se disputaban, sin que fuera
posible el acuerdo, el título de cuna del otro río de la ciudad: el río rico,
el Heatherling. A pesar de su incierta paternidad, a poco de nacer, el bastardo
ya se daba ínfulas de señor de noble alcurnia, al serpentear por entre las
lujosas propiedades que salpicaban las bajas colinas de los ramales más
meridionales de la cordillera, villas que pertenecían a acaudalados hombres de
negocios y boyantes nuevos ricos, que formaban una zona amplia y próspera
conocida como Downhills. Más al sur al río lo atravesaban los puentes de la
autopista del nordeste, que conectaba la Ciudad con el norte del país: una
intrincada madeja que la atravesaba, aprovechando los desfiladeros orientales
de Burnt Hills, desde el nordeste –por la que fuera la carretera del norte que
antaño partía del Puente Halbrook-Rage (ahora en desuso)–, al suroeste, donde
tenía enlaces con la otra autopista: la del sur, que unía Hazington con la
Capital. Tras pasar por debajo de varios puentes sin renombre ni belleza, el
río llegaba al populoso barrio de Northchapel, habitado por gentes de clase
media, donde vivían mezclados, en la armonía de la mutua indiferencia,
luteranos, presbiterianos, y en menor medida los fieles de la iglesia oficial
del País, que al ser más abundantes, estaban dispersos por todos los sectores
de la Ciudad. Muchas eran las confesiones, llamadas protestantes tras la Dieta
de Espira, en que había quedado dividida la cristiandad, y la Ciudad era un
crisol y amalgama de todas ellas, pero no se sabía bien en qué creía. ¡Tanto había
cambiado la historia eclesiástica del País que ya no lo podría reconocer Beda
el Venerable!
El primer curso del río hacia el sur
terminaba bruscamente en la gran curva de Newchapel, que lo llevaba, por Castle
Road, hacia el este. Era Newchapel un barrio nuevo de caserones suntuosos que
no contaban en su mayoría con más de medio siglo, que las mentes de inspirados
arquitectos habían labrado para los nuevos señores feudales (grandes
industriales, banqueros, tiburones florecientes, títulos nobiliarios o
melancólicos herederos), en el estilo señorial del siglo anterior, con altas
fachadas ricamente ornadas, extensos jardines delanteros y profusión de
salientes, buhardillas y torreones que se esparcían por las dos orillas del
río, presumiendo de lujo y elegancia por no presumir de humedad, a las que las
ratas (y otros visitantes igualmente no invitados) solían hacer cortas pero
frecuentes visitas de las que sus dueños no sabían cómo deshacerse. Un barrio
con el encanto frío del dinero, donde no eran las calles, sino las casas –cada
una diferenciada de las demás en detalles de forma y estructura o en el color
de las fachadas, según el capricho de sus dueños, cuando no se imponía la
voluntad inflexible del constructor–, las que llevaban los nombres. A Régulo le
llamó singularmente la atención una gran mansión de paredes ocres al extremo
suroeste del Puente Hammerstone. Deanforest se llamaba. –¡Extraña casa –le
pareció–, habitada por sus antiguos sirvientes!–. Se preguntaba si no
ocultarían alguna historia de interés aquellos gruesos muros que su mirada no
podía horadar. Prosiguió, empero, su ojeada a lo largo de Castle Road, gran
avenida llena de puentes, en el deseo apresurado de avistar las esperadas
torres de St Paul. Entretanto, a la izquierda, en una esquina situada en el
linde del feo barrio de Heathwood con el parque de Churchway (uno de los
pulmones de la ciudad con sus al menos cien especies vegetales diferentes), se
reencontró con la conocida fachada de un antiguo palacio en ruinas, que sabía
abandonado en el último cuarto de siglo, y se sorprendió de hallarlo restaurado
y lleno de luces cálidas que invitaban a su interior. Ahora se le había dado
nuevo uso y era el más reciente de los dos albergues de mendigos con los que
contaba la ciudad, inaugurado hacía apenas un año. Leyó su nombre sin
dificultad sobre el dintel de una enorme puerta de madera: Earthkings. O
Earthkins, pues la g se había volatilizado. Y eso era todo, en letras
sencillas, sin inscripción o leyenda. –¡Ciudad dadivosa –se dijo Régulo con
ironía–, que a los desposeídos a los que no dejaría atravesar los umbrales de
sus casas los hace reyes de la tierra!
Las altas torres de St Paul, el templo
principal de Hazington, conocido irreverentemente como la Basílica, ya eran
vencidas por la altura de muchos de los edificios adyacentes, pero conservaban su gallardía y solemnidad.
El constructor había renunciado, Dios sabe por qué, a la característica planta
de cruz latina, y había preferido la basilical (rectangular y sin transepto,
con tres largas naves que terminaban en el ábside), y ello podría explicar que
se la conociera por ese nombre. Ahí seguía… cuatro siglos después de su
finalización –en el ángulo nordeste de la plaza de St Paul’s, a la que el
Heatherling cortaba en dos mitades, como dos gajos de naranja, como dos medias
lunas–, santuario mayor en la Ciudad de la iglesia del País, sobria pero no
exenta de cierta elegancia, con una amplia portada renacentista de la que
partía una enorme escalinata, poblada de mendigos en las horas del culto, que
descendía y descendía como si quisiera purificarse de pecados lavándose los
pies en el agua; enfrentada a las torres dieciochescas del ayuntamiento, su más
ferviente feligrés y cómplice, que ocupaba, siempre vigilante, la luna
menguante del otro extremo de la plaza y del airoso Puente Mayor. Castle Road
era calle de dos ríos, pues continuaba, más allá de la Basílica, hasta el
Puente de los Caballeros, y el Kilmourne de nuevo. Antes del puente, hacia el
sur, la empinada Colina de los Caballeros era una prominencia desolada,
desarbolada y polvorienta; a la izquierda, al norte, se percibían los restos de
la torre del homenaje, desmochada y desguarnecida, del antiguo castillo
templario, y las piedras mohosas que iban quedando de lo que antaño fuese su gran
muralla oriental, rota por tantos puntos que si el castillo hubiese tenido
tantas puertas, más pareciera haber sido alzado con la malsana intención de
agasajar a los enemigos que para combatirlos. La calle que corría entre la
muralla y el río –paupérrima, pestilente y peligrosa–, se llamaba por ello Wall
Street, y era sólo una de las muchas incongruencias de esta ciudad
contradictoria. Descendía entre olmos viejos y barrancos hasta las mismas
orillas del Kilmourne, por el llamado Arrabal de la Seductora; y si el
visitante incauto, arrebatado por el hechizo sonoro de su nombre, llegaba a
alcanzar el limen, más le valiera haber perdido antes el norte que perder
después el cuerpo y el alma. Por algún extraño sortilegio a través de las
generaciones, aquellos monjes-guerreros y hombres de honor que se habían batido
en defensa de Tierra Santa, se habían transmutado en los devotos burgueses que
los mandaron a la hoguera mientras le rezaban al Altísimo; y siglos más tarde,
los biznietos de aquellos burgueses eran rufianes y malhechores que
despellejaban a los infieles sin encomendarse a divinidad alguna, seguros de no
poseer un alma que arriesgar o la habrían negociado con las potencias
infernales. Puente de los Caballeros era el nombre rescatado, tras siglos de oscurantismo
en que los templarios fueron proscritos, del primer puente que tuvo el
Kilmourne, pero durante siglos fue llamado Puente del Castillo; y de ese modo,
Castlebridge, era el nombre con el que se seguía conociendo al amplio distrito
comprendido entre el parque de Churchway, Castle Road, y Wall Street. Era más
seguro el acceso a través de Churchway Boulevard, en el oeste, si es que era
realmente necesario. Ciertamente la seguridad había sido mejorada, y el barrio
adecentado, tras la construcción del Gran Hospital Philip Rage, oblonga mole de
color innecesariamente gris y casa reputada por su eficiencia en evitar al
paciente los nocivos efectos de la salud, un método irreprochable de sosiego y
beneficios espirituales con el que había engordado su fama y su capital en la
misma proporción en que iba engordando su recinto –vampiro inflado con la
sangre de sus víctimas– con flamantes pabellones donde se ponían en práctica
nuevas terapias, curaciones y medios de tortura, píamente agradecidas con
dinero y oraciones.
Las últimas visiones desalentadoras no
habían logrado amilanar el espíritu inquebrantable de Régulo, también conocido
como rex o cor leonis, al que se le suponía el valor que sus altos
sobrenombres indicaban. La arena seguía resbalando por el cuello del reloj y
cayendo inexorable, y el tiempo para observar la Ciudad se iba agotando.
Prefería mirarla entera esa madrugada y no dejar rincón por otear para mañana,
pues estaba en su ánimo que la noche siguiente la dedicaría a la contemplación
de alguna población sureña de las que no se dejan avasallar fácilmente por la
niebla o el frío; alguna urbe más vibrante, más desnuda y caliente, más
tentadora; una ciudad, por ejemplo, bañada por el mar. Sí, el rey de Leo
deseaba volver a las aguas. Era hora de retomar el curso de Heatherling el
poderoso, hasta su extraña muerte. Tras la plaza de St Paul’s, el río
recuperaba su querencia y volvía hacia el sur, o sur sureste, por otra larga
avenida llena de puentes llamada Temple Road. En su orilla este, en el gran
ángulo en forma de V entre el Heatherling y el Kilmourne, se hallaba el núcleo
primitivo de la ciudad, cuyo nombre oficial seguía siendo St Mary`s a pesar de
que todo el mundo lo conociera como Templar Village, el barrio templario, o
incluso el Pueblo, sin más. Era un laberinto de calles desordenadas y dibujo
irregular, donde era fácil desorientarse, exuberante de callejas, callejuelas y
callejones, con esquinas sombrías, suelos adoquinados o de tierra, rincones
aromáticos y placitas gráciles y prietas que salían al paso de repente porque
nunca parecían estar donde se las buscaba. Allí vivían los artesanos nuevos y
los orfebres viejos; los pastores y molineros, apartados de sus ancestrales
labores a edad temprana tras la pérdida de pastos y molinos, ahora reciclados
en pintores y carpinteros, tenderos de ultramarinos, matarifes o alarifes,
servidores o buscavidas. Y se mantenía la tradición de los maestros vidrieros,
quienes aún transmitían de padres a hijos un oficio, otrora emblema y orgullo
de la ciudad, que había colmado de color y gloria las iglesias y catedrales de
todo el País –mientras Hazington, con todas sus iglesias, iglesuelas,
parroquias o capillas, no contaba con un solo vitral digno de mención–, y que
lograba sobrevivir, fluctuando con los vaivenes de la moda, en los caprichos de
los poderosos o advenedizos con dinero, cuyas mansiones eran copiosas en
interiores acristalados que espejeaban en un derroche de vidrieras, ventanales,
ventanucos y rosetones, donde la luz fulgía como oro derramado, como la sangre
y el vino, como un océano de hierbas o una pradera de olas sin espuma. El
templo católico de St Mary, en un rincón de Jerusalem Street (la única que con
propiedad podía llamarse calle, justo en el centro de Templar Village, que al
oeste de Temple Road cambiaba de nombre y pasaba a llamarse Chamberlain
Street), sólido como la certeza de la palabra que custodiaba, era más antiguo
que St Paul y había sobrevivido a los tiempos difíciles de las persecuciones
religiosas; y no se atrevería a desmentir, por no contrariar a los
historiadores –o a los cazadores de mitología, que son legión–, las constantes
leyendas que hablaban de intrincados pasadizos y húmedos subterráneos llenos de
osarios, cavernas donde se escondían muchos pobres diablos que perdieron la luz
de la razón al tiempo de perder la del sol, enterrados antes del fin de sus
días. La misma ficción quería ver también –pero la historicidad es dudosa–,
cofres o baúles, ocultos en algún túnel o nicho de St Mary, donde los Señores
del Temple habrían guardado tesoros, o códices cifrados que velaban terribles
secretos que podían ayudar a desatar las fuerzas encolerizadas de la
naturaleza. La imaginación y los sueños son respetables porque son métodos de
desciframiento con los que la mente humana traspasa las apariencias como un
espíritu las paredes y percibe, con dificultades, la realidad. Pero las
visiones y desvaríos acerca de tesoros y secretos de los Caballeros invitan a
la desconfianza; y suelen ser sus seguidores quienes los llevan al deshonor, pues
al final la mentira tiene cara de templaria. Pero allá cada cual con su credo.
Quizá sea parte de mi desventura –si desventura es– que nunca tendré fe, y no
podré ir más allá de la idea que me transmitieron de que los dioses, incluso
los paganos, acaban donde empieza su nombre. Pero verdad es, al menos, que los
Pobres Caballeros de Cristo, cruces de sangre sobre manto blanco, se
establecieron en la ciudad, y la engrandecieron, en el año del señor de 1194,
poco después de la tercera cruzada, durante el reinado de su benefactor Ricardo
I, conocido como Ricardo Corazón de León, el cor leonis y rex de un
instante del tiempo de la Tierra.
Calvary Road, en Templar Village, era una
calle tortuosa y zigzagueante que a veces parecía acercarse indecisa a Temple
Road, para después culebrear de nuevo alejándose de ella, y finalmente elevarse
con obstinación hasta que formaba un pequeño montículo, donde las dos calles se
encontraban por fin, al norte, casi en la Basílica. Régulo sabía lo que iba a
descubrir en la cumbre y no pudo evitar estremecerse: allí se erguía la
blancura inmaculada y mohína del RASH, el más antiguo de los dos albergues de
mendigos, que parecía, sin duda, lo que su nombre indicaba –y ruego que me perdonen, pues nunca seré
capaz de amarlo–: una erupción cutánea que le hubiese salido a la loma, un
brusco sarpullido. Luego de la caída de los templarios la ciudad había quedado
a merced de clanes o familias poderosas; pero mezclados con ellas, los
burgueses, los soldados y el pueblo llano iniciaron también sus propios linajes
y descendencia; y había apellidos que raramente se encontraban en el resto del
País y algunos que sólo se podían encontrar en Hazington, como era el caso de
los Wrathfall, los Philisey o los Prancitt. El poder había pasado de los
Halbrook –de los que no quedaban más vestigios que sus nombres esculpidos en
mármol funerario– a los Chamberlain, viejos señores campesinos que descendían
de soldados ennoblecidos por alguna reina o rey que así les agradecían la
defensa de la corona y de la fe cristiana. Pero en los últimos ciento cincuenta
años, una familia, la familia Rage, se había hecho con el poder y la influencia
que otorga el control del dinero y, por tanto, acreedores de la adulación, que
engendra honores y prestigio. Particularmente insigne fue uno de los últimos
vástagos de esta prolífica familia: el ínclito y afamado Philip Rage, hombre de
indiscutible buen juicio y sabiduría, aclamado benefactor y mecenas de la
ciudad, que se había enriquecido en especulaciones sorprendentes –pues sería
casi herejía calificarlas de fraudulentas– amén de otros virtuosos negocios y
acertadas transacciones. Casó, como era preceptivo, con una nulidad rubicunda
cuya ingente dote auspiciaba una unión basada en las mejores premisas, que le
dio nueve hijos varones y siete hijas, y que sólo en una ocasión se opuso a los
deseos de su marido, cuando, no obstante lo oneroso de dieciséis embarazos,
logró sobrevivirle. El gran patriarca fue un hombre activo y aquejado de las
dolencias de los grandes hombres, como fuertes ataques de jaqueca y alta
tensión arterial, que guiado por su prudente y atinado sentido comercial y el
aval incontestable del nombre familiar, inició una carrera fulgurante y se hizo
de oro tocando toda industria y todo comercio que florecieran en Hazington,
particularmente el acero. Fue por entonces cuando, ya prohombre influyente,
logró convencer a las autoridades para derribar el histórico Puente Halbrook e
iniciar las obras del puente que llevaría su nombre; y si hubo tímidas
protestas de un grupo de ciudadanos desagradecidos, interesados en salvar el
patrimonio, fueron acalladas rápidamente. Philip Rage se atrevió más tarde con
el mundo de la banca, pues para él los asuntos financieros carecían de secreto
y llevaba en la frente la señal del destino, por lo que su nombre había de
figurar con letras de oro en los anales de las finanzas. No podía tardar en ser
elegido para la gloria, y pronto fue llamado a dirigir el segundo banco del
País, aunque para ello tuviera que residir un tiempo en la Capital. Pero la
oscuridad que dejó su ausencia no duró demasiado, porque decidió retirarse
todavía joven –las malas lenguas, arpías completamente indignas de crédito,
aseguran que para no dar con sus huesos en la cárcel–, y volvió a la tierra
donde vio la luz, con la ambición de iluminar a la ciudad que tanto lo
necesitaba y el deseo vehemente de vivir en paz entre las gentes de su pueblo
amado los días de vida que le restaran. Su pueblo amado lo amaba tanto que
decidió elegirlo alcalde, honor que agradecía como hombre que no se arruga ante
los grandes retos o dificultades, a pesar de los quebraderos y fuertes dolores
de cabeza que a menudo decía sentir, que iban a impedir la consecución de su
reiterado anhelo de envejecer en un retiro tranquilo y apacible, hasta su
muerte… que fue prematura, a los 63. Tuvo tiempo, sin embargo, de vivir lo
suficiente para trabajar por la ciudad y llenarla de pequeños y prometedores
Rage, que, si la voluntad de Dios así lo quería, perpetuarían Su poder y Su
gloria. Y vivió lo bastante como para que sus obras transcendieran, pues fue en
su mandato cuando el nombre Rage empezó a multiplicarse por todas partes, y la
siembra iniciada con el Puente Rage germinó con el Gran Hospital Philip Rage,
la avenida Rage (en Riverside, donde había nacido) y el RASH[1],
broma que los irrespetuosos habitantes de Hazington crearon a partir del
acrónimo que se podía formar con las letras de su nombre oficial: RAge Shelter for the Homeless[2].
La leyenda completa decía: Rage Shelter for the Homeless. Beati pauperes spiritu, quoniam ipsorum
est regnum caelorum[3]. Los lunes no
abrimos, leyenda que no dejaba del todo claro si los lunes
cerraba el albergue o el reino de los cielos. –“¡Ten misericordia, Señor, y si
es tu voluntad, aparta de mí este cáliz! ¡No me dejes morir de frío! Consígueme
el calor de una manta que pueda poner sobre estos duros huesos que se van
quebrando de viejos y ya no son lo que fueron; y no sé si me durarán las
fuerzas para hallar un portal abierto donde tenderme a pasar el resto de la
noche. Puedo comer mañana, si ése es tu deseo; pero si me abres la puerta, podría
incluso dormir en el suelo, aquí entre estas cuatro paredes, a resguardo de
estos vientos que atraviesan la piel como cuchillos y están atormentando mis
pobres huesos. ¡Apiádate de mí, Señor, y no me dejes morir en lunes!”–. ¡El
RASH!... Sopa tibia de pescado o
estofado de verduras, algo de carne en contadas ocasiones, sólo un plato cada
día; mesas sin mantel, deterioradas, chimeneas por donde se cuela el frío;
habitaciones oscuras donde los mendigos duermen de a dos, sábanas sucias; ¡El
RASH!... las cucarachas de Calvary Road suelen encontrarlo cómodo y decente
para sus habituales reuniones mundanas. The Rage Shelter for the Homeless,
techo y comedor para los excluidos de la sociedad, albergue de cucarachas... y
de mendigos.
El poderoso caballero Heatherling había
paseado su lozanía por los oasis de la belleza y de la fortuna, por los sacros
jardines de la fe y los senderos trascendentes de donde la historia parte. Pero
toda gloria es efímera. El río rico, señor que en su juventud había tenido tan alta
escuela, que en su madurez había saboreado las mieles y los laureles que por su crianza merecía, venía a morir
mendigo, dando con sus aguas incrédulas en el río de la indigencia. Al final el
Heatherling sólo era el primero de los afluentes del Kilmourne, y tenía que
empezar una segunda vida, viejo y miserable, acompañándolo hasta el mar con el
deshonor de haber perdido ya su nombre. Quizá por eso sus lágrimas aterradas
eran una cólera espumosa que, protestante, se vertía en el río pobre en la
desembocadura, en Rivers’ Meet. Allí, entre aguas agitadas y puentes que a
duras penas lograban saltarlas; cerca de St Alban’s Road, antigua carretera que
huía del Arrabal de la Mano Cortada y del cementerio, pero avenida todavía
principal y completamente arbolada que llegaba hasta la autopista; allí estaban
la glorieta y el parque de Rivers’ Meet, huerto extendido y descuidado,
indefenso como un salvaje arrancado de su hábitat y trasplantado a la ciudad,
desarrollándose sin dios, sin orden y sin ley, y sin embargo resistente y vivo;
y allí comenzaba el sur, el extenso barrio de Riverside. Hazington sólo crecía
por el oeste y por el sur, y Riverside era ya casi una segunda ciudad, con
trabajadores grises que se ganaban el pan entre humos industriales o faenaban
como siempre lo habían hecho en las múltiples tareas del puerto, allí donde el
Kilmourne, dobladas sus aguas con la sangre del Heatherling, empezaba a ser
navegable.
La noche languidecía. Era la hora del
Escorpión. Avanzaban Libra y Virgo hacia poniente y Régulo tenía prisa. Pasó
casi de puntillas por la ciudad nueva, el occidente de los templarios, cuyas
grandes avenidas rectilíneas y geométricas, el verdadero centro urbano, poco
tenían que ofrecerle. Remontó las aguas del Heatherling, que de este modo retrocedía
de muerto a moribundo y volvía a ser un anciano respetable, por la margen
derecha del río. De Temple Road partían de este a oeste (como el recorrido de
los objetos celestes) un sinfín de avenidas principales cuyos nombres sabía de
memoria, pero no demasiados puentes. De las que contaban con uno, las más
importantes eran Castle Road, Chamberlain Street, Dingate Street y Riverside
Avenue; y cortándolas de norte a sur
(como el sendero nevado de la Vía Láctea), y paralelas a Temple Road:
Longborough Street, Havengrove Avenue y Avalon Road. Esta última había sido
durante siglos la puerta del oeste, el fin de la ciudad. Poco se parecía a la
mítica Avalón, y lejos de ser otra isla de las hadas o un nuevo Jardín de las
Hespérides, era en realidad el corazón de Hazington (el corazón financiero, se
entiende, quizás el único corazón verdadero). En las primeras horas de la
madrugada una hornada de enérgicos trabajadores se encargaban de la limpieza de
este órgano fundamental, y una pléyade de transportistas aportaban las
vitaminas y nutrientes necesarios para
que antes de las siete de la mañana ya se oyeran sus primeros latidos. En esa
parte de la ciudad, puesto que la niebla o las potentes farolas de la avenida
imposibilitaban ver cómo la Estrella Polar pasaba el testigo diario a la
estrella más necesaria, el amanecer se reconocía por la llegada de los primeros
ejecutivos apresurados, que resultaban ser más fiables que el gallo. Se movían
metódicamente por las arterias correspondientes hasta encontrar el miembro asignado,
la sección, extremidad o víscera donde poder ejercer la labor para la que son
requeridos en el engranaje perfectamente organizado del cuerpo social. Las dos
aceras de Avalon Road estaban atestadas de sucursales bancarias y compañías de
todo tipo, grandes o medianas, que bullían con el intercambio de bienes en
innumerables compras y ventas de propiedades, acciones y obligaciones; en
negocios, oportunidades y ofertas: una savia de dinero cambiando de manos a
ritmo frenético con que se renovaba cada día, infinita como las transacciones
de este amplio mercado libre. Régulo se fijó en un edificio que había
descuidado en otras ocasiones, al norte de la calle. No le atrajo su altura, ni
siquiera la espléndida vidriera de la fachada con la que recibía a los
visitantes: una representación de Jasón unciendo a dos toros en su viaje con
los Argonautas; lo que le llamó la atención era su nombre: Thuban Star. –¿Por
qué precisamente Thuban?, no pudo menos que preguntarse–. Desazonado, dirigió
su mirada a la región circumpolar. Se tranquilizó al contemplar la silueta
serpentina del Dragón, con cada estrella ocupando su posición secular. ¡Era
demasiado! No quería perder ni un minuto más en aquel lugar. Quería alejarse de
Avalon Road.
Se lo iba tragando el horizonte. Pero tuvo
tiempo todavía de contemplar de pasada las líneas del ferrocarril, que habían
obligado a construir nuevos pasaderos, convirtiendo a Hazington en la ciudad de
los mil puentes. Separaban Avalon Road de los dos barrios del oeste. Observó la
prosperidad apacible y burguesa de Evendale; pasó de largo por la omnipresente
autopista del nordeste y el aeropuerto; y llegó a la última joya adquirida por
la ciudad, un abanico de tierras fértiles pobladas aquí y allá, de manera
dispersa, por casas campesinas y casas solariegas que fueron un núcleo
independiente. La antigua villa de Fairfields, cuya figura noble se defendía a
duras penas de la fealdad de las nuevas construcciones y del asfalto, había
sido engullida por la avidez caníbal de Hazington y ya no era más que su
enésimo barrio, su enésimo cambio de occidente.
Las estrellas son los mendigos del espacio.
Fuentes de calor inagotable rodeadas de universo frío, no se les ha concedido
refugio de paredes y techo donde ponerse a resguardo de miradas indiscretas.
Son nómadas condenadas a vagar errantes sin encontrar una tierra que les
pertenezca; cada día en un lugar, un traslado interminable por los cuatro
horizontes y senderos por los que se les ha prohibido el paso: ¡si al menos
pudieran conocer los treinta y dos rumbos de la rosa! Es por eso que estrellas
envidiosas miran con enojo a las circumpolares, que tienen un trozo de
firmamento del que pueden reclamar la propiedad; y, sin embargo, éstas envidian
en aquéllas su derecho a moverse por donde les apetezca. A veces se quedan una,
dos, tres estaciones, pero nunca se establecen. Un grito de loca rebeldía, como
un ansia inexplicable de libertad, las lleva a conocer nuevas latitudes. Pero
no se puede ser siempre libres, mendigos; al final hay que volver, humillando
la testuz, a los lugares que te han visto y te conocen. Y no duermen. Cuando
parece que se van, no van hacia la muerte: retornan inexorables sin haberse
ganado la misericordia de paz y descanso que viene con su nombre, cuando la hoz
está lista para la siega. Sólo les queda el codiciado azar de morir estallando
en supernovas, dando a luz a nuevos mendigos celestes, en fértiles nebulosas.
Régulo se marcha hacia el oeste, a contarle
a otras estrellas lo que ha visto de la ciudad a la que desde hace algunos años
quiere de otra forma, desde que una noche que vagaba miserable, meditando sobre
el suicidio de las supernovas y anhelando correr la misma suerte, se percató de
que algunos de entre los últimos de sus habitantes, unos pequeños seres sin herencia
ni tierra, llenos de necesidad, la invocaban sólo por su belleza, sin
mendigarle, con el único anhelo de que su luz lejana, pero caliente,
permaneciera junto a ellos. Régulo se va, pero a la Ciudad le quedan aún Zosma
y Denébola; en verdad por poco tiempo, un último latido. Mirando hacia atrás
para verlas, observa el orto de Sagitario, que casi no se distingue, porque la
niebla está empezando a cubrir su región cuando debería estar navegando por las
aguas inquietas del Kilmourne. Se ve que el amanecer será denso y vaporoso y
Hazington despertará a una jornada nueva en la que una vez más habrá que
caminar a tientas. Régulo se pone, peregrino hacia otras longitudes de la
Tierra. Ya no puede ver la Ciudad, pero aún le queda algo de su sangre, pues ha
decidido continuar el rumbo de su río pobre, que carga con el peso de las aguas
del rico, hacia el mar. Al tiempo de desaparecer por el horizonte, el brusco
movimiento de algún animal del río, un visitante no invitado, le trae el
recuerdo del único enigma que no ha sido capaz de descifrar; y resuelve que
cuando decida volver a posarse sobre Hazington, enfocará su mirada con atención
redoblada por sobre la humedad y la yedra, por sobre las ocres paredes, de
Deanforest.
Me recuerdo mucho a la literatura descriptiva de Tolkien, bajo un aire misterioso de Lovecraf,
ResponderEliminarSupongo que conocimientos mas amplios de astrología mejorarían la experiencia al lector.
Quiero que el lector sienta curiosidad por las estrellas. Ya se explicarán en otro capítulo.
EliminarPues tocaría mirar las estrellas con un entendido en la materia para poder diferenciar unas de otras.
ResponderEliminarAlgunas de las descripciones, como las del mundo estelar, hacen que muchas frases tengamos que leerlas 2 veces para llegar a su comprensión, pero eso nos obliga a pensar. La extraordinaria descripción del escenario, para los que no estamos familiarizados con el inglés, supone otro esfuerzo. Un bravo por las notas de Historia esparcidas, nos refrescaran la memoria a los "estudiantes".
ResponderEliminarSaludos a todos los lectores. Ana.
Maravillada!!... He disfrutado de la lectura, y he paseado junto con Régulo imaginando cada sitio con lujo de detalles... Gracias por el viaje Danny ... Y a por el próximo Capítulo :) :*
ResponderEliminarUna impresionante descripción. Me ha encantado.
ResponderEliminarResulta curativo leer de una pluma portadora de tal ternura en lo que anticipo que será su descripción de la bella crudeza de la vida. Es por esa paz, al margen de lo literario, por la que continuaré leyendo hasta el final.
ResponderEliminarQue grata es la luz del alma del autor.
Nacen los astros, con el primer latido de tu corazón nacen los astros, tambien nacen los amaneceres con tu primer rayo de luz, eso tienes, eso eres.
ResponderEliminarPorque de noche cazas estrellas, te entristece ver en la mañana tu techo desierto.
Porque en el gesto del universo aprendes la endeblez de tu cuerpo, olvidas que ese universo es solo si tu eres, sintiendo como la vieja dama danza alrededor de tus pasos y estas generoso mientras esperas que llegue el ultimo paso, sabiendo que solo seras en lo que los demas guarden de ti.
Nacen los astros con el primer latido de tu corazon, nacen los amaneceres cuando abres la luz con tus ojos, nace la primavera para el gozo de tu cuerpo. eso tienes, eso eres.
Por si viene la noche a tu corazón puedes encontrar estrellas en los ojos de la calle, descubrir en la soledad que solo eres si los demas son, encontrar en el coraje ternura y en la humildad firmeza.
Nacen los astros
ME PEDISTE UN COMENTARIO, Y NO TE LO PUED0 NEGAR,SI TE NIEGO MI NOMBRE QUIERO SEGUIR SIENDO ANONIMO, VOY CAPITULO 8 SOLO PUEDO DECIR MUY BIEN GERMAN
TODO HUBIERA SIDO MAS FACIL SI YO NO HUBIERA SIDO YO Y TU SIGUIERAS SIENDO TU (Yesterday love was such an easy game to play- John Lennon)
El sedal sigue tirando, con maestría sabes forzar o relajar la fuerza para tener siempre la atención dominada, en el punto que quieres que este, evitando la ruptura y la huida, te confieso que desconozco de astronomía y que son muchas las preguntas sobre ella que suscitas, pero quiero entender que tu labor pedagógica se desarrollara a lo largo de los capítulos.
ResponderEliminarLa ciudad de la niebla, donde tendré que volver tantas veces en este viaje para tomar situación, en especial huele a sajón, San Albano de Verulamium (generoso hasta en su martirio) y San Beda el Venerable (“He vivido bastante y Dios ha dispuesto bien de mi vida”), junto con los arrabales, las colinas, los ríos, la hiedra, el moho y hasta los visitantes no invitados nos sitúan en una ciudad mezcla de realidad y fantasía pero que se sitúa con claridad en la retina del lector.
"Espérame cuando cambie la Luna"
Pol__