No le faltó valor a Protch aquella mañana del miércoles, 16 de febrero.
Le había llevado el café a Nike a la biblioteca, adonde lo había hecho pasar
esa mañana. Y al sentarse junto a él, lo oyó finalmente suspirar.
─Ay –dijo Nike al fin-, qué felices
se los ve. Mis padres eran muy bellos. Aunque nunca los conocí. Lo que vivieran
les debió merecer la pena. Eso se deduce de sus caras: ella contenta y él
ensimismado. Y escoltados por mis abuelos, mis queridos Thomas Martin y
Deborah. Gracias por traéroslos a Deanforest y colocarlos donde yo puse a mis
padres.
─¿Por qué en la biblioteca?
─Aquí pasaba gran parte del día a
solas, leyendo y tomando un café y al final, cuando me traje sus retratos de
Siddeley Priory, los coloqué en la pared occidental para que, rodeados de
libros, siguieran vivos entre palabras.
─Va a ser difícil contarte su
historia
─No tengas miedo, Protch. Serás capaz.
Pero comienza más atrás.
─Intentaré empezar por los Siddeley.
Como he pasado la vida con ellos, algo sé, pero no te voy a cansar
describiéndote el ornato de Siddeley Priory ni volviéndote a contar cómo el
auténtico linaje, aunque sin duda hubo muchas generaciones antes, comenzó en
verdad con Thomas Siddeley, que conoció a Lutero y creó de un priorato la casa
donde tu familia ha vivido por generaciones, y la llamó Siddeley Priory.
─Puedes hablarme de la famosa
arrogancia de los Siddeley, que yo también heredé, o de la crueldad.
─Aunque tu abuelo me contó toda la
historia, generación tras generación, apenas recuerdo a Horace Martin Siddeley,
gran emprendedor, que fue quien construyó la gran industria textil, la Siddeley
Co. Pero yo entré a trabajar en la mansión de tu familia con 20 años. Tu abuelo
ya estaba casado con tu abuela Deborah, y tenían dos hijos: Martin Washington,
tu padre, que tenía entonces diez años; y Clarence, su hermano menor. Pero tu
abuelo tuvo muchos hermanos, y por ellos tienes una legión de primos. Y tú tío
Clarence tuvo tres…
─Michael, Edmund y Lydia. Edmund era
mi primo predilecto, junto con Nicole y Arwin, muy preocupados siempre por los
que menos tienen, pero mi primo favorito siempre fue Edmund y pasábamos las
horas en el bosque de Dean, cazando, corriendo o hablando de nuestras cosas. Y
en el bosque de Dean estuvimos los días, y no sé si supe darle consuelo,
después de que muriera su madre. Apenas me acuerdo de mi tía Brigitte, la mujer
de mi tío Clarence. Enviudó muy pronto. Yo tenía seis años, pero la rememoro
contándome bellos cuentos con su voz calma. No sé si fui sustento para Edmund y
sus hermanos. Hice lo que pude. Y te lo ruego, Protch, antes de hablarme de mis
abuelos, cuéntame algo de ti.
─Yo era un joven con muchos pájaros
en la cabeza cuando entré de mayordomo en Siddeley Priory. Y tres meses después
contratasteis a Maude Heath, que me robaría el corazón. Pero no es una historia
muy original, y además no te estoy hablando de tus padres o abuelos.
─Protch, por favor. Maudie y tú sois
parte de mi vida y un día podríais ser mis amigos, y me encantaría conocer
vuestra historia. A tu mujer además le preguntaré un día, cuando la vea, por el
origen de mi nombre. Creo que fue ella y al poco tiempo todo el mundo se olvidó
del Nicholas y comenzó a llamarme Nike, y así me he presentado siempre a todo
el que me conocía. Pero quiero saber cómo surgió vuestro idilio.
─Bueno, Nike, pues te interesa, te
lo cuento. Maude Heath llegó a Siddeley Priory tres meses después que yo. Fue contratada
para ocuparse de la limpieza de las muchas habitaciones de la casa, pero
aspiraba a ser cocinera un día. Gran amiga de Dora, ¿te acuerdas de Dora? Muy
bajita…
─Sí, la recuerdo.
─Pero sobre todo amiga de Ingrid
Stiller. Ella nos hizo un poco de celestina. Maude Heath se acercaba a mí a
diario. Tenía que consultarme muchas cosas de su trabajo y yo era el mayordomo.
Ahora sé que ya estaba prendada de mí. Yo me fijé en ella, nada más abrirle
Leona la puerta. Una figura impresionante, alta y esbelta como si fuera…
─¿Una diosa nórdica?
─Algo así, Nike, como una deidad de
otras mitologías. Siempre me hablaba con cariño, disimulando algo lo que sentía
por mí. Nos empezamos a ver a menudo, con cualquier excusa, y seguramente
Ingrid sabía todo sobre nosotros. Un día tus abuelos y tu padre se marcharon a
no recuerdo dónde y no eran necesarios los criados. Pero Ingrid nos convenció a
Maude y a mí para quedarnos a cargo de la casa. Pasamos horas juntos, y por la
tarde, tomándonos un té, nos lo fuimos diciendo todo, y llegados a la cena, ya
éramos una pareja, y a los pocos días nos comprometimos. Nos casamos el 30 de
junio de nuestro primer año en Siddeley Priory.
─Siempre conmigo los dos, Protch,
toda mi vida queriendo a aquel huérfano de los Siddeley.
─Quiero retomar vuestra historia,
Nike, ¿paso por fin a tus abuelos?
─Procura también recordar a mis
abuelos maternos. Y háblame de los dos. Alguna fotografía me traje de ellos
también y deben de seguir aquí, en alguna habitación del piso de arriba que
mire al este.
─Allí siguen tus abuelos maternos.
En cuanto a los paternos, cuando lo conocí, Thomas Martin Siddeley ya estaba
casado. Es verdad que a veces despedía a algún criado, Nike, y no siempre por
motivos que a mí me parecieran razonables, pero no sé si esperas que te diga
algo peor. Para mí la palabra que lo define es ampuloso, pero también es cierto
que hacía gala del orgullo de los Siddeley, pues tenéis historia y abolengo. Le
gustaba pasarse horas en una chimenea contándome con pormenores el relato de
todas las generaciones anteriores. Se ufanaba de conocerlo todo muy bien y así me lo fue transmitiendo. En un
baile de disfraces había conocido a Deborah Carter, de familia de tradición
petrolera, aunque ella no tenía necesidad de trabajar. Como ninguno de los Siddeley.
Tú rompiste esa tradición. Tu abuela Deborah era su debilidad. Cierto es, como
tú sabes y es un placer repetírtelo, que tus abuelos se amaban, y junto a
Deborah, tu abuelo se transformaba. Podía venir de un gran enfado con alguien
pero la miraba y enseguida se calmaba. La amaba con locura.
─Mi abuela Deborah era una mujer muy
especial. No me mentía nunca, ni en temas espinosos y me decía siempre que yo
sería su vanidad. Espero que si en estos instantes me pudiera ver, se sintiera
orgullosa del mendigo que ahora soy. De ella lo creo posible. Dime algo de mi
padre.
─Martin Washington fue creciendo
casi a la par que yo. Era algo díscolo y bastante soñador. Nunca se sabía qué
iba a responder ante determinadas cuestiones y como tú, era transparente, y se hizo hombre sabiendo que iba a heredar
la industria familiar. Pero un buen día conoció a Alma Sheringham, tu madre.
Tenía una belleza etérea, muchas veces concentrada en una idea y se podía pasar
varios minutos absorta. Rubia de ojos claros, nunca dudé de qué vio tu padre en
ella. De tu madre has podido sacar la rebeldía, pues Alma, como tú, no se
conformaba con las cosas tal como estaban, y quería hacer algo por sí misma y
más de una vez intentó convencer a sus padres de que la dejaran encargarse de alguna
de las dos industrias que había heredado. Su padre, Steve Sheringham, tu abuelo
materno, era un afamado criador de caballos, y toda su familia vivía de ello.
En las carreras era bien conocida la raza Sheringham, y muchos de los ponis en
las cuadras de Siddeley Priory venían de allí. Sus caballos a veces cruzaban
los enormes campos de trigo de los Murchison, y hablando con ellos en una
ocasión, conoció a tu abuela, bautizada con el original nombre de Hedwigia.
Ella al menos tenía una ocupación. Se encargaba de algunas de las muchas
colmenas de su familia y era famosa la miel que recogía Hedwigia Murchison. Una
vez casados Steve y Hedwigia fueron a vivir a Horseland, donde nació tu madre.
─Dime algo más de ella, Protch. Era
tan guapa. Sólo la conozco por fotografía.
─Te diré más enseguida. No sé muy
bien por qué razón tu padre acudió un buen día a Horseland. Pero sí sé que se enamoraron perdidamente los dos y una
tarde la presentó en Siddeley Priory y todos los criados la recibimos con
regocijo. Era extraordinariamente hermosa, y de un carácter dulce y sosegado
que nos fue ganando el corazón. Se llevaba especialmente bien con Maude y nunca
creaba conflictos y era un placer saber que un día sería la señora de la casa.
Tus padres estuvieron dos años de novios. Alma pasaba a menudo las noches en
Siddeley Priory, a veces acompañada por sus padres, y ya era conocida como la
señora Sheringham. Pero un 5 de agosto tus padres se casaron. Todos los criados
fuimos a la ceremonia y nos quedamos ensimismados viendo sus caras enamoradas y
brillantes. Qué guapos estaban tus padres. Qué felicidad recibir por fin a Alma
Siddeley en las mismas habitaciones que ahora eran su hogar, con Martin
Washington Siddeley, más efebo que nuevo señor de la casa. Ahora teníamos dos
señores y dos señoras y los criados nos regocijamos del nuevo poder en Siddeley
Priory. Y pronto anunció que estaba embarazada.
─¿Y después?
─El embarazo iba bien. Su marido,
sus suegros y todos nosotros nos desvivíamos por el bienestar de Alma y de la
criatura que llevaba en su interior. Nada hacía presagiar lo que ocurriría el
30 de julio. ¿Estás seguro, Nike, de que quieres que te lo cuente?
─Estoy seguro, Protch, tan seguro
como estoy de que tú también crees que tengo derecho a conocer al fin qué les
pasó a mis padres.
─El doctor Ivy estuvo allí toda esa
madrugada del 30 de julio, pendiente de Alma. Y sobre las siete de la mañana
allí estábamos muchos, esperando el alumbramiento de Nicholas Martin. Tus
padres ya tenían decidido cómo llamarte.
─¿Y si hubiera nacido niña?
─Habrías sido Christine.
─Sigue, Protch.
─Allí estaban tus abuelos Thomas
Martin y Deborah Siddeley, Steve y Hedwigia Sheringham, el doctor Ivy y yo.
Maude se había ausentado unos días y no te vio nacer, pero a mí sí se me
permitió entrar y vi tu llegada, pendiente de cualquier necesidad que tuvieran
tus padres, tus abuelos o el médico. La puerta estaba abierta, y por sorpresa,
vimos que se colaba también Lippincott.
¿Te acuerdas de él?
─El único perro que he tenido.
Gracias por ese detalle que no conocía. Después mis abuelos me dejaron muchos
gatos, conscientes de cuánto me gustaban. Aún recuerdo a Lipp, como yo lo llamaba. Negruzco y casi siempre tristón, era
infatigable pero no tuvo descendencia, que yo sepa. Ese día debía de ser sólo
un cachorro. Lo perdí con 7 años, si no recuerdo mal.
─De repente tu madre padeció grandes
dolores, se debilitaba, tenía fiebre, lloraba… El reloj dio las siete cuando
oímos a Lipp ladrar. Ya se veía tu cara.
Había llegado Nicholas Martin. Tu madre te sostuvo orgullosa. Al menos media
hora resistió contigo en los brazos. Pero continuaba perdiendo sangre. El
doctor Ivy iba viendo que ya poco se podía hacer. Tu madre se fue a la media
hora, y quiso irse con una sonrisa en sus labios.
─Te lo agradezco, Protch. No puedo
parar de llorar. Adiós Alma Siddeley. Espero que la existencia te haya merecido
la pena. Gracias por la vida, mamá. Sigue, Protch, ¿qué pasó con mi padre?
─Pasaré por alto el luto que cubrió
todo Siddeley Priory o el dolor de tus abuelos Sheringham. Alma era su única
hija. Siguieron viniendo por ver a su nieto, pero tanto dolor debió ser
insoportable. Te acompañaron como podían tu infancia y adolescencia, hasta que
sendos tumores se los llevaron.
─Yo tenía 15 años cuando los perdí.
Pero siempre fue una fiesta para mí ver a los abuelos Steve y Hedwigia.
─Durante varios días Thomas Martin y
Deborah se dedicaron como pudieron a consolar a su único hijo. Y su hermano
Clarence también estuvo a su lado. Lo que le pasó a tu padre fue que no pudo
soportar el dolor. No bebía nunca, pero esos días hacía lo posible para
olvidar. Nadie en Siddeley Priory sabía qué hacer. Preocupados estábamos cuando
el 9 de agosto oímos todos un tiro. El sonido venía del salón. Nos acercamos y
descubrimos el cadáver de Martin Washington Siddeley. Imposible describirte la
conmoción, o el estado en que estaban tus abuelos. A los pocos días se
retiraron para siempre las pistolas que habían sido de los Siddeley durante
siglos.
─Es lo que yo pensaba que pasó con
los dos. Me dijisteis que murieron en un accidente de tráfico, pero fui atando
cabos y acabé por averiguar una verdad
que sólo ahora conozco con certeza. Adiós Martin Washington, papá, cuánto
debiste quererla y el vacío debió de ser insufrible. Muchas gracias, Protch,
por atreverte a contarme al fin la verdad. Ahora ya puedo retomar la historia
yo. Pero, por favor, quiero seguir escuchándote. Que todo el tiempo que estemos
en la biblioteca me interrumpas cada dos por tres. Vuelvo a la historia, en
realidad a mi prehistoria.
Érase una vez un mendigo que nació
en una cuna dorada, porque los espíritus del Universo, muchas veces indómitos y
a menudo indescifrables, quisieron confundir su nacimiento y en el lecho de la
fortuna, huérfano, lo tendieron. Es bien conocido que hacen lo que les place,
mas ha de creerse que saben lo que hacen; y escribieron que debía empezar su
vida como rey. Y así fue como el Rey Mendigo nació sin saber quién era, en su
cuna dorada. Dorada fue mi niñez y mis cuatro abuelos fueron padres para
mí. Nada les reprocho. Pero dorada fue también mi primera cuna, nacido para
seguir la tradición Siddeley, hasta educado en el convencimiento de que un día
había de tener un hijo que debía llamarse además Martin Thomas. Oro y boato
Siddeley Priory, mansión inmensa, amplia hacienda, derroche de habitaciones y
muebles lujosos, con carísimas antigüedades. Pero una cuna tiene también
barrotes y me faltaba algo y su carencia me oprimía: la bendita libertad que en
otra época adquirí, tomar mis propias decisiones, ser yo mismo. Pero nada de
esto sabía y cuando el abuelo un día me enseñó a nadar, me instruyó también en
otra forma de prolongar mis ausencias: competir, ser el primero también en
ganar lo que no fueran dinero o propiedades. Con este señuelo fui creciendo,
rodeado de gatos, haciendo travesuras con el primo Edmund. Casi siempre
transparente y de continuo rebelde, fíjate Protch todo lo que podía haber
elegido: además de la industria Siddeley, tenía el petróleo de los Carter, los
caballos de los Sheringham y los campos de trigo o las colmenas de los
Murchison. No tengo recuerdos de que entonces fuera un capullo. Sólo era un
hombre desorientado. Apenas veía mendigos en Siddeley Priory, y no puedo
recordar qué pensaba de ellos, si algo pensaba.
Me fui aficionando también a los caballos, no sólo los del abuelo Steve.
Ya se hizo necesario crear las cuadras de Siddeley Priory, y mi familia
contrató al primer caballerizo, de nombre Simon Bonner. Con algún ayudante, él
se encargaba de lo principal. Y el ya adolescente Nike se pasaba allí las horas
hablando con él. Era un entendido en todo tipo de animales, nada de la fauna se
le escapaba, y pasábamos las horas hablando de caballos, de gatos y hasta de
cerdos, pues al lado de las cuadras estaban las pocilgas. Realmente los
Siddeley teníamos de todo. Siempre encontrábamos temas de los que hablar.
Simon, ahora que han pasado los años, sé que fuiste mi primer amor, pero mi
corazón desorientado no lo sabía. Un buen día, sin saber nunca por qué, el
abuelo lo despidió y a los pocos días murió Horizon,
el poni último del que Simon se estaba ocupando, quien sabe si no fue de
nostalgia por su ausencia. Un mes después, llegó el primer infarto de mi abuelo
y pasamos días en el hospital hasta que al fin se recuperó. A veces venían
invitados que habrían podido enseñarme muchas cosas de la vida. Y alguna vez
estuvo con nosotros Mitch Heath, hermano de mi querida Maudie, que solía
hablarme a menudo de pájaros. Conocía todas las aves de alrededor. Pude
aprender bastante pero el arrogante señor Siddeley apenas le prestaba atención.
Y aunque estos días he estado haciendo memoria de tu cuñado, Protch,
lamentablemente apenas lo recuerdo.
No sé muy bien cómo entró en mí la urgencia por estudiar una carrera.
Realmente los Siddeley no lo necesitábamos. Teníamos la vida resuelta. Supongo
que me entró el gusanillo al ver que terminaba su licenciatura el primo Cayron
Siddeley, que más tarde sería doctor en geología. Me dio la idea de, puesto que
un día heredaría toda la industria Siddeley, estudiar economía. Fue un barullo
comentárselo a mis abuelos, que querían convencerme de que no tenía necesidad.
Era mi primer año de estudiante, afortunadamente en las vacaciones, cuando el
abuelo tuvo el segundo infarto y falleció. Y ya estaba acabando la carrera
cuando se fue también la abuela Deborah, la última superviviente, y me encontré
vacío, ya sin raíces, dueño de Siddeley Priory, pero no dueño de mí mismo.
Pasaré por alto mis locos años universitarios en la Capital. Me especialicé en
el acero y no tardé nada en ser contratado por la compañía Thuban Star, por lo
que hube de trasladarme a Hazington. Mis abogados se encargaron de encontrarme
una lujosa propiedad en el próspero barrio de Newchapel. Teóricamente la poseía
el matrimonio Woodward y se llamaba Monte
Rushmore. Me encontré con una casa que había estado once años desocupada, y
la bauticé Deanforest, pensando en el bosque de mis primeros juegos, en el
Gloucestershire de mi infancia.
Pero ¿qué futuro le daba a Siddeley Priory? Ya dueño y señor de todo el
oro de mi cuna, me devané los sesos pensando qué hacer con todo aquello. Hasta
que se me ocurrió dejar la mansión al cuidado del primo Edmund y toda la
industria textil también en sus manos y en las de su padre, ya accionista, mi
tío Clarence. Sólo tuve que comentar mi traslado con los criados, y fue
entonces cuando me estremeció saber que los más queridos, Maudie y Protch,
decidieron venirse conmigo a Hazington.
─¿Por qué me acompañasteis, Protch?
─Mi mujer y yo habíamos pasado media
vida con los Siddeley, que nos habían tratado siempre con afecto. Pudimos
quedarnos con Edmund, que conservó a sus criados, pero le habíamos cogido mucho
cariño al último vástago de la estirpe, ese niño en el que confiábamos, ya por
todos conocido como Nike. Y te harían falta sirvientes en Hazington.
─Ya contaba con la ayuda inestimable
de Victor Sheffield, que era vuestro ayudante, mayordomo reserva y que sabía
hacer de todo; de Karen Lindgren, jefa en la cocina, con una multitud de
pinches con ella; de la limpieza de la casa se encargaban entre otras Agnes
Moore, a la que tardé en descubrir; de mis ropas se ocupaba Jack Stapleton,
siempre limpia y reluciente. Y el primer año en Deanforest, para que te hagas
una idea ya con Miguel en la calle, contaba con la ayuda inestimable de Maudie
y de mi mayordomo Herbert Protch.
Atareados en cuidarse de las muchas fiestas que organizaba, aún no
ebrio, estuvieron conmigo un año. Pero al año me dejaron. Y aunque sé por qué,
Protch, ¿me lo podías volver a repetir?
─Creímos que mi tío Aurelién tenía
un tumor. Mi primo Rich, su hijo, estaba entonces en la cárcel y no podía
ocuparse de él. No me fue difícil convencer a Maude para trasladarnos a
Orléans, donde pasé mi infancia y allí, junto a su prima Louise, cuidarnos de
los que creíamos últimos años de su vida.
─Gracias, Protch. Y ahora retomo mi
historia.
Entre Deanforest y Avalon Road transcurrían mis primeros meses. En sólo
tres pasé a formar parte del consejo de administración como director de planificación económica,
consejo presidido entonces por Harold Blessing, hombre difícil con el que todos
tuvimos algún problema, reservado y huraño. Allí estaba el viejo Norman
Wrathfall, primer presidente de la compañía, que parecía cobrar vida con los
asuntos de la empresa y con el que no tenía el más mínimo conflicto. Conocí
entonces a Thaddeus Barrymore, cuyos puntos de vista a menudo se alejaban de
los míos y sin embargo era fácil entenderse con él. También entonces fui
presentado a Walter Hope. Es difícil describírtelo. Por mi apellido y confío en
que también por mis capacidades fui ascendiendo de forma meteórica, y a Walter
se lo notaba descontento con esta situación. Era arribista y nada se sabía de
sus orígenes y su relación conmigo era imposible. Pero en el consejo de
administración también estaba John Richmonds, pronto supe que sobrino del
presidente, más amable y educado. Era un placer conversar con él. A su lado
siempre Anne-Marie Beaulière. Sospechaba que ambos eran pareja, pero ella pasaba
mucho tiempo a mi lado y enseguida se convirtió en una gran amiga.
Pero antes de formar parte del consejo de administración, tuve un primer
ayudante, llamado Marcel Wright, que es posible que recuerdes, Protch, pues
vino muchas veces a Deanforest en un tiempo en que fue mi familia. Moreno y con
el cabello bastante rizado, tal vez algo hippie, acabó montando un bar en su
barrio de Fairfields. Fue mi primer amigo en la Thuban Star y después de venir
a alguna de las fiestas que organizaba en Deanforest, me llevó a conocer su
casa. Fairfields es un barrio alegre y lleno de plantas que aún resiste al
asfalto de Hazington. Pero allí en su casa conocí a su hermana, Alison Wright,
y caí como en un hechizo ante su larga cabellera rubia, sus ojos como el
Heatherling un día de primavera, su mirada de cielo claro, su alma serena, la
luz de su sonrisa. Se ocupaba entonces del jardín, donde se enorgullecía de sus
bignonias, y en el centro un árbol que me nombró como gingko biloba. Comenzamos
a charlar de plantas y enseguida nos enredamos en temas personales. Quería ser
jardinera y ponía el corazón en las flores; yo tenía otras preocupaciones, pero
le hablaba de que muchas veces me encontraba como vacío, sin rumbo claro en la
vida. Le caí bien y al poco tiempo ya éramos novios. ¡Alison! Mi primera
pareja. Fueron días de aspirar bien las fragancias de Fairfields y noches de
discotecas. Así conocí más de una en la ciudad, pero con ella solíamos
frecuentar Baphomet, allá por Alder
Street. Ella nunca me amó, pero era evidente lo mucho que me quería, y yo… creo
que no me confundo si te cuento que sí estuve enamorado de ella, aún sin
conocer de veras mi corazón. Acabó dejándome por otro, del que sí se enamoró. Y
yo me quedé por primera vez en el hielo del desamor y por más que haya vivido,
aún la recuerdo.
Cada día más me iba haciendo amigo de Anne-Marie Beaulière. Empezamos
hablando a menudo de cuestiones de trabajo, pero con ella era fácil que las
conversaciones derivaran a cualquier punto, y al poco tiempo fue surgiendo una
clara amistad. De carácter puro, ella siempre ha simbolizado para mí la
lealtad, y ha estado conmigo en mis dos vidas a pesar de los pesares. Por ella
fui haciendo amistad con el que yo suponía su pareja, John Richmonds, y
salíamos con frecuencia los tres juntos a tomar una copa, al cine, a
Deanforest… Una noche habíamos quedado en vernos en el bar Starlight en Temple Road, pero ella no acudió por no recuerdo qué.
Me encontré a solas con John y tenía que preguntarle lo que no me había
atrevido hasta entonces, si eran pareja.
─“Me ama pero yo no le correspondo,
Nike. Ella sabe por qué sería imposible.”
─“¿Amas a otra?” –le pregunté
cándidamente.
─“No sé si me entenderás, Nike. Mi
tío Harold no quiere que se hable de eso. Pero tú y yo estamos siendo cada día más
amigos y pienso que va a ser mejor que lo sepas y si tengo tu desprecio, lo
entenderé –y entonces lo dijo-. Me gustan los hombres, Nike.”
¿Cómo reaccioné yo en esos instantes? Me quedé más desconcertado que
escandalizado, pero empecé a soltarle frases idiotas.
─“Anne-Marie es una gran mujer. Y si
no es ella, otra. Pero supongo que lo tuyo tiene cura. Es sólo una mala época
en tu vida. Nada más.”
─“No puede tener cura lo que no es
una enfermedad. Es la naturaleza. Desde los 13 años que lo descubrí hasta
ahora. Anne-Marie lo sabe. No la he engañado. Pero es mucho más difícil que me
entiendan los hombres.”
─“No sé qué decirte, John. Desde
luego ahora tengo mucho que pensar. Esto no me lo esperaba. Déjame procesarlo.
Ignoro si será naturaleza o desenfreno, si se puede evitar o tú quieres seguir
persistiendo en el error. Esta noche empezaré a consultarlo con la almohada.
Anda, vámonos ya.”
Como consecuencia de esa noche comencé a hablarle cada vez menos, apenas
cuestiones de trabajo. Anne-Marie empezó a encontrarnos distantes y yo me
excusaba si había planeado que saliéramos los tres. Empecé a asimilar que
Anne-Marie lo sabía y nunca hablábamos de eso, pero bordeábamos la cuestión. Y
un día de enero John nos sorprendió a todos diciendo que se había enamorado de
un mendigo y que dejaba el trabajo. Y a la mañana siguiente lo volví a ver en
el bar, mano a mano con aquel mendigo que presentó como su pareja. Y, Richard
en la barra como testigo, alcancé el momento más negro de mi existencia y lo
insulté. Empecé a envenenarme entonces. En media hora me tomé tres whiskys en
el bar. Yo no podía comprender por qué me sentía tan derrumbado. Pero John se
fue para siempre, cara al futuro, su corazón reconquistado. Fuimos amigos un
tiempo. Después sin ser enemigos, si hostiles. Y lo perdí.
Un año antes os marchasteis de Deanforest, y una semana después terminé
mi romance con Alison Wright. Ya me encontraba extraviado, más que rey, bufón
de Deanforest y de la Thuban Star. Días perdidos en que no sabía que era
mendigo y no monarca. Si veía a alguno por las calles, mis recuerdos son de
desconcierto. Supongo que como todo el mundo me los imaginaba vagos,
indolentes, reacios a trabajar. En mi confusión no recuerdo siquiera si llegué
a darle limosna a alguno. Apenas los veía, procuraba apartarme y sus vidas y la
mía no se cruzaban, aunque empecé a compartir con ellos pronto barras de bares,
y conversaciones inconexas.
Así que en enero del año 26 comencé a intoxicarme. Más bufón que rey en
mi solitaria corte, experimenté venenosos brebajes que me nublaron. Ebrio
llegaba al trabajo, ebrio me veían mis criados, que nada me decían. Para mi
mayordomo Victor Sheffield yo llevaba una vida loca, propia de señores, y nada
me comentaba. Hablaba mucho con el jardinero John Ellis, que siempre se jactaba
de conocer los chismorreos del barrio y de la ciudad. Contrastaba con su
sobrino Tom, sobrio y eficiente, amante de la jardinería y alguna cosa más,
siempre metido en sus asuntos. En la Thuban, nada me decía Harold Blessing,
aunque me miraba con hostilidad. Realmente mi apellido le pesaba y suponía que
un día me enderezaría. Me contemplaba con pesar Anne-Marie, a la que confiaba mis
cuitas pero que no podía hacer gran cosa por mí. Fueron años de desamparo, en
que fui conociendo todos los tugurios de Temple Road y del barrio templario,
con la compañía de putas y maleantes, con los que hablaba y desvariaba, pero no
entablaba amistad. Lupanares llenos de humo y alcohol, laberintos sin Ariadna.
Noches entrando con mujeres en Deanforest que nunca se realizaban en verdaderas
conquistas. Con alguna de ellas entré y al no tenerla me sentí tan mal que
acabé destrozando mi propio retrato en el salón. Por eso no hay trazos
pictóricos de Nike en Deanforest, Protch. Lo destruí como un poseso y sin darme
cuenta perdí mi alma, que tardaría años en recuperar. Pero pensé: Lutero
protege a los Siddeley. Y al final me guiará.
Por la garganta hasta las venas entraron los tóxicos bebedizos que
emponzoñaron a Nike. La mente se ensombrecía y era imposible hallar el alma,
extraviado también el corazón. Todo alrededor eran fantasmas, los contornos se
desdibujaban y aunque se pretenda olvidar, el alcohol te hace sirviente de la
soledad y en la resaca los monstruos te devoran y el hombre que había nacido en
una cuna dorada, yacía exánime en una cama de entelequia.
Debió de ser el mismo mes y casi el mismo día que Luke asistió a aquel
partido de fútbol y conoció a los calvos cuando nos enteramos de una noticia
con gran sorpresa. Un norteamericano se había hecho con más de la mitad de las
acciones de la Thuban Star y se convirtió de repente en nuestro tercer
presidente, segundo para el que yo trabajaba. Se llamaba Samuel Weissmann. Se
rumoreaba que había convencido a su familia para trasladarse a este país y se
decía que tenía tres hijos, ya en la veintena, que no se rebelaron ante la
expatriación. Si a Harold Blessing le sentó mal verse sin su trono, nunca se supo,
pero los dos hombres conversaban en apariencia cordial. No sé qué pensaba el
señor Weissmann de mí. Era hermético y se dijera impertérrito, como sin
sentimientos, lo que no estaba mal pues no parecía padecer con la presencia
cada día más clara de su empleado Nike, para él Nicholas, con resaca en las
primeras horas y según pasaban, embriagado. Pero no parecía tenérmelo en
cuenta. Conocía la historia de John Richmonds, que se contaba en la Thuban de
forma legendaria, y yo era para él un empleado difícil, pero buen timonel que
sabía adónde encaminar mi nave.
Un día Anne-Marie me llevó a The
Wall Gardens, un bar con enormes jardines en Churchway Boulevard,
amurallado y fragante, al lado del parque de Churchway, entre la estación de
autobuses y la guarida de los calvos. La conversación amable fue dando paso a
la confidencia y hablamos de nosotros. Y de repente me confesó que estaba
enamorada de mí. Yo no pude decirle “te amo” y le fui diciendo la verdad. Ella
era para mí sin embargo mi norte, mi estandarte imprescindible, la necesitaba y
podríamos intentarlo. Ella me sabía un alcohólico pero me ayudaba a no
embriagarme cada segundo. Y aunque nunca llegamos a pronunciar la palabra,
salimos novios de allí, y aún permanecía con ella en julio del año 29.
Ese fue mi mes de vacaciones ese año. Decidí viajar al norte de Italia,
donde estuve la mitad de ese mes. Una semana en Turín y Milán, parada en un
pueblo llamado Gavirate y me trasladé a Venecia. A mi llegada el mundo estaba
obsesionado con la caída de la estación espacial Skylab. Nadie sabía donde se despeñaría y a mí me pilló estando en
Venecia, el 11 de julio. Finalmente cayó en territorio de Australia, en el mar,
y el planeta recuperó su tranquilidad.
Ese día yo me encontraba en la Plaza de San Marcos. Había terminado de
ver la Basílica homónima y me quedé absorto mirando las aguas del Adriático.
Pasó por allí el Vaporetto. Los
canales con sus góndolas estaban en calma, con razón a esta ciudad la llaman La Serenissima, cuando sin darme cuenta
me puse a dialogar con las aguas. Su líquida cabellera de cristal parecía
primero felicitarme por haber sido media vida conquistador del agua. Pero
parecía decirme en este loco diálogo imaginario: la vida es nadar, y te la has
pasado fantaseando trofeos al final del camino, pero vivir no es competir. Has
de encontrar la calle donde bracear, nadador, y al final de cada cinta de agua,
puedes comenzar de nuevo el mismo recorrido. Me imaginé respondiéndole que no
sabía si mi vida tenía un sentido, que quizá un día encontrara otro río o
estanque, otro cristal. Volví en mí, besé al Adriático y me despedí de San
Marcos y cuatro días después de Venecia.
De vuelta a Hazington, salí de nuevo una noche con Anne-Marie, pero el
26 de julio decidí ir solo a la discoteca Baphomet,
en Alder Street.
─Y ahí, Protch, termina mi
prehistoria y dará comienzo mi historia verdadera. Me ha gustado contarte esa
parte de mi vida aquí, en la biblioteca, donde siguen los retratos de mis
padres. Pero te he narrado las otras siente en el salón y quiero que la mía la
conozcas también allí. Me llevará varios días hablarte del año 29.
─No tengo prisa, Nike. He conocido a
todos tus compañeros allí y ahora te puedo nombrar a los ocho en orden
cronológico. Así que sois la señora Oakes, Olivia, Lucy, Bruce, Miguel, John,
Luke y Nike, aunque aún me queda por verte con ellos. Cuéntamelo todo sin
prisa.
Ese 26 de julio por la noche no recuerdo haber estado en ningún lugar
previamente. Salí con mi traje gris marengo, uno de los mejores que tenía,
caminando hacia Alder Street, a Baphomet.
No me llevé el coche porque me suponía regresando empapado en alcohol. La
discoteca estaba abarrotada, llena de humo. Hacía calor. Como siempre y aunque
estaba emparejado, intenté la conquista. Pero fue en vano. Las mujeres me
miraban hostiles notando a un individuo cada vez más borracho. Ya debía ser 27
de julio cuando de súbito me entraron ganas de orinar. Pero todos los servicios
estaban ocupados. Seguramente gente consumiendo droga. Yo esos años lo había
probado todo, pero sólo era adicto al alcohol. No les hice ningún reproche para
mis adentros, pero la necesidad era ya cada vez más urgente. No sabiendo qué
hacer, busqué una de las puertas y salí.
Interesante la historia de luke, a ver con que sale en este antro.
ResponderEliminarNuevamente nos conduces por este laberinto de nombres imposibles y seguimos tu hilo cual mansos Teseos, dispuestos a encontrarnos con nuestras pobres realidades, idealizadas en un mortificado híbrido. El inventario de generaciones insinua sin palabras que la vida acaba apenas cuando empezabamos a vivirla.
ResponderEliminarAceptar la derrota existencial.
ResponderEliminarMirar las aguas serenas y cambiar la nada que nadea (diría Sartre), por el nadarse, bucearse, buscarse...
Hacerlo y caer solo y borracho un buen día en las llanuras de lo inútil... Encontrar el camino, quizá en el próximo capítulo, o en el otro...para cerrar el círculo de los que tienden y extienden la mano por amor, convicción, transformación interna. Una elección incomprensible quizá para muchos lectores cómodos (me incluyo) imposibilitados para el gran cambio de rey a mendigo. Elección perentoria, sin embargo, para cada uno de los ocho.
Buen domingo,
Inor
NIKE (PRIMERA PARTE: ENTRE RECUERDOS Y UN MAL TRAGO A LAS PUERTAS DEL PURGATORIO)
ResponderEliminarNo hay nada que acaricie más el alma que sentarse a hablar con alguien cercano y conocedor de la historia de tus ancestros. Se produce una pudorosa y recatada curiosidad pues más que preguntar apetece escuchar, conocer lo desconocido, sorprenderse y entender quienes son los que fueron, la historia de quien dio la sangre a quien nos la dio a nosotros y la de estos que como las ramas del tronco común buscaron beber la escondida sabia de las escondidas raíces.
Nuestro genial contador de sagas se esmera y consigue en esta primera parte trazar una cálida línea de la pre-historia de Nike, para mí el mejor trazado dinástico leído hasta el momento. Los recuerdos tienen un perfume frágil que les acompaña toda la vida. Y por más que tiempos felices nos saquen a pasear de la mano, los recuerdos suelen ser tristes hijos, como son, del pasado, de aquello que fue y ya no existe. En la vuelta a los orígenes de Nike los recuerdos se quedan desnudos de adornos y limpios de nostalgias, son el esqueleto sobre el que Nike quiere construir todo lo que es, aquello que fue y lo que quiso y no pudo ser o simplemente encontrarse. Experiencia y olvido evocan a un tipo de memoria que no puede rememorarse a voluntad y que escapa al dominio de la inteligencia, una especie de ensoñación irreal a la que llamamos: la memoria involuntaria.
Si en todas las historias de esta novela hay un momento que paras la lectura y reflexionas sobre hechos que de lo leído se desprenden, en esta además se desatan sentimientos, empatías, llegando a una mezcla como mínimo enriquecedora.
Nike a las puertas del Purgatorio: De acuerdo con la doctrina oficial de la Iglesia católica, las penas que se sufren son similares a las del Infierno, pero no son eternas y purifican porque la persona no está empedernida en una opción por el mal. Por eso, el Purgatorio es la purificación final de los elegidos, la última etapa de la redención.
Y después de esta introducción acompañamos a Nike en su iniciático viaje por los infiernos: Hola, me llamo Nike y soy alcohólico. Siento el miedo al punto de saborear el néctar que me embriaga y me lleva a la pesadilla, el hombre que comienza la noche oscura sin refugio amanece al alba sin alma, como un guiñapo de lo que fue, me he pasado todo este tiempo andando en la sombra, sin ser luz, siendo demonio por no encontrarme, para acabar tirado en el charco de mi propio miedo y desesperanza.
La historia de Nike es la más dura que hasta el momento he leído, confieso que me cuesta incluso pronunciarme, aunque dulcificada por el autor, sin cargar las tintas ni emitir juicios de valor, e intuyendo un rayo de esperanza en su revelación veneciana. Acaba el capítulo de forma abrupta como una frase de un párrafo incompleto, como acaba el que lee, dolido por este mendigo de cuna de oro.
Dentro de él se esconde otro, que es como él, pero que no es. Y en ese otro se oculta otro, que esconde otro a su vez. Uno se ve, el otro se adivina, otro ya fue y otro será, y todos son de mentira y todos son de verdad.
Pol