CAPÍTULO X. LOS BREBAJES VENENOSOS DE LA CORTE



   No le faltó valor a Protch aquella mañana del miércoles, 16 de febrero. Le había llevado el café a Nike a la biblioteca, adonde lo había hecho pasar esa mañana. Y al sentarse junto a él, lo oyó finalmente suspirar.
─Ay –dijo Nike al fin-, qué felices se los ve. Mis padres eran muy bellos. Aunque nunca los conocí. Lo que vivieran les debió merecer la pena. Eso se deduce de sus caras: ella contenta y él ensimismado. Y escoltados por mis abuelos, mis queridos Thomas Martin y Deborah. Gracias por traéroslos a Deanforest y colocarlos donde yo puse a mis padres.
─¿Por qué en la biblioteca?
─Aquí pasaba gran parte del día a solas, leyendo y tomando un café y al final, cuando me traje sus retratos de Siddeley Priory, los coloqué en la pared occidental para que, rodeados de libros, siguieran vivos entre palabras.

─Va a ser difícil contarte su historia
─No tengas miedo, Protch. Serás capaz. Pero comienza más atrás.
─Intentaré empezar por los Siddeley. Como he pasado la vida con ellos, algo sé, pero no te voy a cansar describiéndote el ornato de Siddeley Priory ni volviéndote a contar cómo el auténtico linaje, aunque sin duda hubo muchas generaciones antes, comenzó en verdad con Thomas Siddeley, que conoció a Lutero y creó de un priorato la casa donde tu familia ha vivido por generaciones, y la llamó Siddeley Priory.
─Puedes hablarme de la famosa arrogancia de los Siddeley, que yo también heredé, o de la crueldad.
─Aunque tu abuelo me contó toda la historia, generación tras generación, apenas recuerdo a Horace Martin Siddeley, gran emprendedor, que fue quien construyó la gran industria textil, la Siddeley Co. Pero yo entré a trabajar en la mansión de tu familia con 20 años. Tu abuelo ya estaba casado con tu abuela Deborah, y tenían dos hijos: Martin Washington, tu padre, que tenía entonces diez años; y Clarence, su hermano menor. Pero tu abuelo tuvo muchos hermanos, y por ellos tienes una legión de primos. Y tú tío Clarence tuvo tres…
─Michael, Edmund y Lydia. Edmund era mi primo predilecto, junto con Nicole y Arwin, muy preocupados siempre por los que menos tienen, pero mi primo favorito siempre fue Edmund y pasábamos las horas en el bosque de Dean, cazando, corriendo o hablando de nuestras cosas. Y en el bosque de Dean estuvimos los días, y no sé si supe darle consuelo, después de que muriera su madre. Apenas me acuerdo de mi tía Brigitte, la mujer de mi tío Clarence. Enviudó muy pronto. Yo tenía seis años, pero la rememoro contándome bellos cuentos con su voz calma. No sé si fui sustento para Edmund y sus hermanos. Hice lo que pude. Y te lo ruego, Protch, antes de hablarme de mis abuelos, cuéntame algo de ti.
─Yo era un joven con muchos pájaros en la cabeza cuando entré de mayordomo en Siddeley Priory. Y tres meses después contratasteis a Maude Heath, que me robaría el corazón. Pero no es una historia muy original, y además no te estoy hablando de tus padres o abuelos.
─Protch, por favor. Maudie y tú sois parte de mi vida y un día podríais ser mis amigos, y me encantaría conocer vuestra historia. A tu mujer además le preguntaré un día, cuando la vea, por el origen de mi nombre. Creo que fue ella y al poco tiempo todo el mundo se olvidó del Nicholas y comenzó a llamarme Nike, y así me he presentado siempre a todo el que me conocía. Pero quiero saber cómo surgió vuestro idilio.
─Bueno, Nike, pues te interesa, te lo cuento. Maude Heath llegó a Siddeley Priory tres meses después que yo. Fue contratada para ocuparse de la limpieza de las muchas habitaciones de la casa, pero aspiraba a ser cocinera un día. Gran amiga de Dora, ¿te acuerdas de Dora? Muy bajita…
─Sí, la recuerdo.
─Pero sobre todo amiga de Ingrid Stiller. Ella nos hizo un poco de celestina. Maude Heath se acercaba a mí a diario. Tenía que consultarme muchas cosas de su trabajo y yo era el mayordomo. Ahora sé que ya estaba prendada de mí. Yo me fijé en ella, nada más abrirle Leona la puerta. Una figura impresionante, alta y esbelta como si fuera…
─¿Una diosa nórdica?
─Algo así, Nike, como una deidad de otras mitologías. Siempre me hablaba con cariño, disimulando algo lo que sentía por mí. Nos empezamos a ver a menudo, con cualquier excusa, y seguramente Ingrid sabía todo sobre nosotros. Un día tus abuelos y tu padre se marcharon a no recuerdo dónde y no eran necesarios los criados. Pero Ingrid nos convenció a Maude y a mí para quedarnos a cargo de la casa. Pasamos horas juntos, y por la tarde, tomándonos un té, nos lo fuimos diciendo todo, y llegados a la cena, ya éramos una pareja, y a los pocos días nos comprometimos. Nos casamos el 30 de junio de nuestro primer año en Siddeley Priory.
─Siempre conmigo los dos, Protch, toda mi vida queriendo a aquel huérfano de los Siddeley.
─Quiero retomar vuestra historia, Nike, ¿paso por fin a tus abuelos?
─Procura también recordar a mis abuelos maternos. Y háblame de los dos. Alguna fotografía me traje de ellos también y deben de seguir aquí, en alguna habitación del piso de arriba que mire al este.
─Allí siguen tus abuelos maternos. En cuanto a los paternos, cuando lo conocí, Thomas Martin Siddeley ya estaba casado. Es verdad que a veces despedía a algún criado, Nike, y no siempre por motivos que a mí me parecieran razonables, pero no sé si esperas que te diga algo peor. Para mí la palabra que lo define es ampuloso, pero también es cierto que hacía gala del orgullo de los Siddeley, pues tenéis historia y abolengo. Le gustaba pasarse horas en una chimenea contándome con pormenores el relato de todas las generaciones anteriores. Se ufanaba de conocerlo todo muy  bien y así me lo fue transmitiendo. En un baile de disfraces había conocido a Deborah Carter, de familia de tradición petrolera, aunque ella no tenía necesidad de trabajar. Como ninguno de los Siddeley. Tú rompiste esa tradición. Tu abuela Deborah era su debilidad. Cierto es, como tú sabes y es un placer repetírtelo, que tus abuelos se amaban, y junto a Deborah, tu abuelo se transformaba. Podía venir de un gran enfado con alguien pero la miraba y enseguida se calmaba. La amaba con locura.
─Mi abuela Deborah era una mujer muy especial. No me mentía nunca, ni en temas espinosos y me decía siempre que yo sería su vanidad. Espero que si en estos instantes me pudiera ver, se sintiera orgullosa del mendigo que ahora soy. De ella lo creo posible. Dime algo de mi padre.
─Martin Washington fue creciendo casi a la par que yo. Era algo díscolo y bastante soñador. Nunca se sabía qué iba a responder ante determinadas cuestiones y como tú, era transparente,  y se hizo hombre sabiendo que iba a heredar la industria familiar. Pero un buen día conoció a Alma Sheringham, tu madre. Tenía una belleza etérea, muchas veces concentrada en una idea y se podía pasar varios minutos absorta. Rubia de ojos claros, nunca dudé de qué vio tu padre en ella. De tu madre has podido sacar la rebeldía, pues Alma, como tú, no se conformaba con las cosas tal como estaban, y quería hacer algo por sí misma y más de una vez intentó convencer a sus padres de que la dejaran encargarse de alguna de las dos industrias que había heredado. Su padre, Steve Sheringham, tu abuelo materno, era un afamado criador de caballos, y toda su familia vivía de ello. En las carreras era bien conocida la raza Sheringham, y muchos de los ponis en las cuadras de Siddeley Priory venían de allí. Sus caballos a veces cruzaban los enormes campos de trigo de los Murchison, y hablando con ellos en una ocasión, conoció a tu abuela, bautizada con el original nombre de Hedwigia. Ella al menos tenía una ocupación. Se encargaba de algunas de las muchas colmenas de su familia y era famosa la miel que recogía Hedwigia Murchison. Una vez casados Steve y Hedwigia fueron a vivir a Horseland, donde nació tu madre.
─Dime algo más de ella, Protch. Era tan guapa. Sólo la conozco por fotografía.
─Te diré más enseguida. No sé muy bien por qué razón tu padre acudió un buen día a Horseland. Pero sí sé que se enamoraron perdidamente los dos y una tarde la presentó en Siddeley Priory y todos los criados la recibimos con regocijo. Era extraordinariamente hermosa, y de un carácter dulce y sosegado que nos fue ganando el corazón. Se llevaba especialmente bien con Maude y nunca creaba conflictos y era un placer saber que un día sería la señora de la casa. Tus padres estuvieron dos años de novios. Alma pasaba a menudo las noches en Siddeley Priory, a veces acompañada por sus padres, y ya era conocida como la señora Sheringham. Pero un 5 de agosto tus padres se casaron. Todos los criados fuimos a la ceremonia y nos quedamos ensimismados viendo sus caras enamoradas y brillantes. Qué guapos estaban tus padres. Qué felicidad recibir por fin a Alma Siddeley en las mismas habitaciones que ahora eran su hogar, con Martin Washington Siddeley, más efebo que nuevo señor de la casa. Ahora teníamos dos señores y dos señoras y los criados nos regocijamos del nuevo poder en Siddeley Priory. Y pronto anunció que estaba embarazada.
─¿Y después?
─El embarazo iba bien. Su marido, sus suegros y todos nosotros nos desvivíamos por el bienestar de Alma y de la criatura que llevaba en su interior. Nada hacía presagiar lo que ocurriría el 30 de julio. ¿Estás seguro, Nike, de que quieres que te lo cuente?
─Estoy seguro, Protch, tan seguro como estoy de que tú también crees que tengo derecho a conocer al fin qué les pasó a mis padres.
─El doctor Ivy estuvo allí toda esa madrugada del 30 de julio, pendiente de Alma. Y sobre las siete de la mañana allí estábamos muchos, esperando el alumbramiento de Nicholas Martin. Tus padres ya tenían decidido cómo llamarte.
─¿Y si hubiera nacido niña?
─Habrías sido Christine.
─Sigue, Protch.
─Allí estaban tus abuelos Thomas Martin y Deborah Siddeley, Steve y Hedwigia Sheringham, el doctor Ivy y yo. Maude se había ausentado unos días y no te vio nacer, pero a mí sí se me permitió entrar y vi tu llegada, pendiente de cualquier necesidad que tuvieran tus padres, tus abuelos o el médico. La puerta estaba abierta, y por sorpresa, vimos que se colaba también Lippincott. ¿Te acuerdas de él?
─El único perro que he tenido. Gracias por ese detalle que no conocía. Después mis abuelos me dejaron muchos gatos, conscientes de cuánto me gustaban. Aún recuerdo a Lipp, como yo lo llamaba. Negruzco y casi siempre tristón, era infatigable pero no tuvo descendencia, que yo sepa. Ese día debía de ser sólo un cachorro. Lo perdí con 7 años, si no recuerdo mal.
─De repente tu madre padeció grandes dolores, se debilitaba, tenía fiebre, lloraba… El reloj dio las siete cuando oímos a Lipp ladrar. Ya se veía tu cara. Había llegado Nicholas Martin. Tu madre te sostuvo orgullosa. Al menos media hora resistió contigo en los brazos. Pero continuaba perdiendo sangre. El doctor Ivy iba viendo que ya poco se podía hacer. Tu madre se fue a la media hora, y quiso irse con una sonrisa en sus labios.
─Te lo agradezco, Protch. No puedo parar de llorar. Adiós Alma Siddeley. Espero que la existencia te haya merecido la pena. Gracias por la vida, mamá. Sigue, Protch, ¿qué pasó con mi padre?
─Pasaré por alto el luto que cubrió todo Siddeley Priory o el dolor de tus abuelos Sheringham. Alma era su única hija. Siguieron viniendo por ver a su nieto, pero tanto dolor debió ser insoportable. Te acompañaron como podían tu infancia y adolescencia, hasta que sendos tumores se los llevaron.
─Yo tenía 15 años cuando los perdí. Pero siempre fue una fiesta para mí ver a los abuelos Steve y Hedwigia.
─Durante varios días Thomas Martin y Deborah se dedicaron como pudieron a consolar a su único hijo. Y su hermano Clarence también estuvo a su lado. Lo que le pasó a tu padre fue que no pudo soportar el dolor. No bebía nunca, pero esos días hacía lo posible para olvidar. Nadie en Siddeley Priory sabía qué hacer. Preocupados estábamos cuando el 9 de agosto oímos todos un tiro. El sonido venía del salón. Nos acercamos y descubrimos el cadáver de Martin Washington Siddeley. Imposible describirte la conmoción, o el estado en que estaban tus abuelos. A los pocos días se retiraron para siempre las pistolas que habían sido de los Siddeley durante siglos.
─Es lo que yo pensaba que pasó con los dos. Me dijisteis que murieron en un accidente de tráfico, pero fui atando cabos y acabé por  averiguar una verdad que sólo ahora conozco con certeza. Adiós Martin Washington, papá, cuánto debiste quererla y el vacío debió de ser insufrible. Muchas gracias, Protch, por atreverte a contarme al fin la verdad. Ahora ya puedo retomar la historia yo. Pero, por favor, quiero seguir escuchándote. Que todo el tiempo que estemos en la biblioteca me interrumpas cada dos por tres. Vuelvo a la historia, en realidad a mi prehistoria.


 
   Érase una vez un mendigo que nació en una cuna dorada, porque los espíritus del Universo, muchas veces indómitos y a menudo indescifrables, quisieron confundir su nacimiento y en el lecho de la fortuna, huérfano, lo tendieron. Es bien conocido que hacen lo que les place, mas ha de creerse que saben lo que hacen; y escribieron que debía empezar su vida como rey. Y así fue como el Rey Mendigo nació sin saber quién era, en su cuna dorada. Dorada fue mi niñez y mis cuatro abuelos fueron padres para mí. Nada les reprocho. Pero dorada fue también mi primera cuna, nacido para seguir la tradición Siddeley, hasta educado en el convencimiento de que un día había de tener un hijo que debía llamarse además Martin Thomas. Oro y boato Siddeley Priory, mansión inmensa, amplia hacienda, derroche de habitaciones y muebles lujosos, con carísimas antigüedades. Pero una cuna tiene también barrotes y me faltaba algo y su carencia me oprimía: la bendita libertad que en otra época adquirí, tomar mis propias decisiones, ser yo mismo. Pero nada de esto sabía y cuando el abuelo un día me enseñó a nadar, me instruyó también en otra forma de prolongar mis ausencias: competir, ser el primero también en ganar lo que no fueran dinero o propiedades. Con este señuelo fui creciendo, rodeado de gatos, haciendo travesuras con el primo Edmund. Casi siempre transparente y de continuo rebelde, fíjate Protch todo lo que podía haber elegido: además de la industria Siddeley, tenía el petróleo de los Carter, los caballos de los Sheringham y los campos de trigo o las colmenas de los Murchison. No tengo recuerdos de que entonces fuera un capullo. Sólo era un hombre desorientado. Apenas veía mendigos en Siddeley Priory, y no puedo recordar qué pensaba de ellos, si algo pensaba.
   Me fui aficionando también a los caballos, no sólo los del abuelo Steve. Ya se hizo necesario crear las cuadras de Siddeley Priory, y mi familia contrató al primer caballerizo, de nombre Simon Bonner. Con algún ayudante, él se encargaba de lo principal. Y el ya adolescente Nike se pasaba allí las horas hablando con él. Era un entendido en todo tipo de animales, nada de la fauna se le escapaba, y pasábamos las horas hablando de caballos, de gatos y hasta de cerdos, pues al lado de las cuadras estaban las pocilgas. Realmente los Siddeley teníamos de todo. Siempre encontrábamos temas de los que hablar. Simon, ahora que han pasado los años, sé que fuiste mi primer amor, pero mi corazón desorientado no lo sabía. Un buen día, sin saber nunca por qué, el abuelo lo despidió y a los pocos días murió Horizon, el poni último del que Simon se estaba ocupando, quien sabe si no fue de nostalgia por su ausencia. Un mes después, llegó el primer infarto de mi abuelo y pasamos días en el hospital hasta que al fin se recuperó. A veces venían invitados que habrían podido enseñarme muchas cosas de la vida. Y alguna vez estuvo con nosotros Mitch Heath, hermano de mi querida Maudie, que solía hablarme a menudo de pájaros. Conocía todas las aves de alrededor. Pude aprender bastante pero el arrogante señor Siddeley apenas le prestaba atención. Y aunque estos días he estado haciendo memoria de tu cuñado, Protch, lamentablemente apenas lo recuerdo.
   No sé muy bien cómo entró en mí la urgencia por estudiar una carrera. Realmente los Siddeley no lo necesitábamos. Teníamos la vida resuelta. Supongo que me entró el gusanillo al ver que terminaba su licenciatura el primo Cayron Siddeley, que más tarde sería doctor en geología. Me dio la idea de, puesto que un día heredaría toda la industria Siddeley, estudiar economía. Fue un barullo comentárselo a mis abuelos, que querían convencerme de que no tenía necesidad. Era mi primer año de estudiante, afortunadamente en las vacaciones, cuando el abuelo tuvo el segundo infarto y falleció. Y ya estaba acabando la carrera cuando se fue también la abuela Deborah, la última superviviente, y me encontré vacío, ya sin raíces, dueño de Siddeley Priory, pero no dueño de mí mismo. Pasaré por alto mis locos años universitarios en la Capital. Me especialicé en el acero y no tardé nada en ser contratado por la compañía Thuban Star, por lo que hube de trasladarme a Hazington. Mis abogados se encargaron de encontrarme una lujosa propiedad en el próspero barrio de Newchapel. Teóricamente la poseía el matrimonio Woodward y se llamaba Monte Rushmore. Me encontré con una casa que había estado once años desocupada, y la bauticé Deanforest, pensando en el bosque de mis primeros juegos, en el Gloucestershire de mi infancia.
  Pero ¿qué futuro le daba a Siddeley Priory? Ya dueño y señor de todo el oro de mi cuna, me devané los sesos pensando qué hacer con todo aquello. Hasta que se me ocurrió dejar la mansión al cuidado del primo Edmund y toda la industria textil también en sus manos y en las de su padre, ya accionista, mi tío Clarence. Sólo tuve que comentar mi traslado con los criados, y fue entonces cuando me estremeció saber que los más queridos, Maudie y Protch, decidieron venirse conmigo a Hazington.
─¿Por qué me acompañasteis, Protch?
─Mi mujer y yo habíamos pasado media vida con los Siddeley, que nos habían tratado siempre con afecto. Pudimos quedarnos con Edmund, que conservó a sus criados, pero le habíamos cogido mucho cariño al último vástago de la estirpe, ese niño en el que confiábamos, ya por todos conocido como Nike. Y te harían falta sirvientes en Hazington.
─Ya contaba con la ayuda inestimable de Victor Sheffield, que era vuestro ayudante, mayordomo reserva y que sabía hacer de todo; de Karen Lindgren, jefa en la cocina, con una multitud de pinches con ella; de la limpieza de la casa se encargaban entre otras Agnes Moore, a la que tardé en descubrir; de mis ropas se ocupaba Jack Stapleton, siempre limpia y reluciente. Y el primer año en Deanforest, para que te hagas una idea ya con Miguel en la calle, contaba con la ayuda inestimable de Maudie y de mi mayordomo Herbert Protch.  Atareados en cuidarse de las muchas fiestas que organizaba, aún no ebrio, estuvieron conmigo un año. Pero al año me dejaron. Y aunque sé por qué, Protch, ¿me lo podías volver a repetir?
─Creímos que mi tío Aurelién tenía un tumor. Mi primo Rich, su hijo, estaba entonces en la cárcel y no podía ocuparse de él. No me fue difícil convencer a Maude para trasladarnos a Orléans, donde pasé mi infancia y allí, junto a su prima Louise, cuidarnos de los que creíamos últimos años de su vida.
─Gracias, Protch. Y ahora retomo mi historia.
    Entre Deanforest y Avalon Road transcurrían mis primeros meses. En sólo tres pasé a formar parte del consejo de administración  como director de planificación económica, consejo presidido entonces por Harold Blessing, hombre difícil con el que todos tuvimos algún problema, reservado y huraño. Allí estaba el viejo Norman Wrathfall, primer presidente de la compañía, que parecía cobrar vida con los asuntos de la empresa y con el que no tenía el más mínimo conflicto. Conocí entonces a Thaddeus Barrymore, cuyos puntos de vista a menudo se alejaban de los míos y sin embargo era fácil entenderse con él. También entonces fui presentado a Walter Hope. Es difícil describírtelo. Por mi apellido y confío en que también por mis capacidades fui ascendiendo de forma meteórica, y a Walter se lo notaba descontento con esta situación. Era arribista y nada se sabía de sus orígenes y su relación conmigo era imposible. Pero en el consejo de administración también estaba John Richmonds, pronto supe que sobrino del presidente, más amable y educado. Era un placer conversar con él. A su lado siempre Anne-Marie Beaulière. Sospechaba que ambos eran pareja, pero ella pasaba mucho tiempo a mi lado y enseguida se convirtió en una gran amiga.
  Pero antes de formar parte del consejo de administración, tuve un primer ayudante, llamado Marcel Wright, que es posible que recuerdes, Protch, pues vino muchas veces a Deanforest en un tiempo en que fue mi familia. Moreno y con el cabello bastante rizado, tal vez algo hippie, acabó montando un bar en su barrio de Fairfields. Fue mi primer amigo en la Thuban Star y después de venir a alguna de las fiestas que organizaba en Deanforest, me llevó a conocer su casa. Fairfields es un barrio alegre y lleno de plantas que aún resiste al asfalto de Hazington. Pero allí en su casa conocí a su hermana, Alison Wright, y caí como en un hechizo ante su larga cabellera rubia, sus ojos como el Heatherling un día de primavera, su mirada de cielo claro, su alma serena, la luz de su sonrisa. Se ocupaba entonces del jardín, donde se enorgullecía de sus bignonias, y en el centro un árbol que me nombró como gingko biloba. Comenzamos a charlar de plantas y enseguida nos enredamos en temas personales. Quería ser jardinera y ponía el corazón en las flores; yo tenía otras preocupaciones, pero le hablaba de que muchas veces me encontraba como vacío, sin rumbo claro en la vida. Le caí bien y al poco tiempo ya éramos novios. ¡Alison! Mi primera pareja. Fueron días de aspirar bien las fragancias de Fairfields y noches de discotecas. Así conocí más de una en la ciudad, pero con ella solíamos frecuentar Baphomet, allá por Alder Street. Ella nunca me amó, pero era evidente lo mucho que me quería, y yo… creo que no me confundo si te cuento que sí estuve enamorado de ella, aún sin conocer de veras mi corazón. Acabó dejándome por otro, del que sí se enamoró. Y yo me quedé por primera vez en el hielo del desamor y por más que haya vivido, aún la recuerdo.
   Cada día más me iba haciendo amigo de Anne-Marie Beaulière. Empezamos hablando a menudo de cuestiones de trabajo, pero con ella era fácil que las conversaciones derivaran a cualquier punto, y al poco tiempo fue surgiendo una clara amistad. De carácter puro, ella siempre ha simbolizado para mí la lealtad, y ha estado conmigo en mis dos vidas a pesar de los pesares. Por ella fui haciendo amistad con el que yo suponía su pareja, John Richmonds, y salíamos con frecuencia los tres juntos a tomar una copa, al cine, a Deanforest… Una noche habíamos quedado en vernos en el bar Starlight en Temple Road, pero ella no acudió por no recuerdo qué. Me encontré a solas con John y tenía que preguntarle lo que no me había atrevido hasta entonces, si eran pareja.
─“Me ama pero yo no le correspondo, Nike. Ella sabe por qué sería imposible.”
─“¿Amas a otra?” –le pregunté cándidamente.
─“No sé si me entenderás, Nike. Mi tío Harold no quiere que se hable de eso. Pero tú y yo estamos siendo cada día más amigos y pienso que va a ser mejor que lo sepas y si tengo tu desprecio, lo entenderé –y entonces lo dijo-. Me gustan los hombres, Nike.”
   ¿Cómo reaccioné yo en esos instantes? Me quedé más desconcertado que escandalizado, pero empecé a soltarle frases idiotas.
─“Anne-Marie es una gran mujer. Y si no es ella, otra. Pero supongo que lo tuyo tiene cura. Es sólo una mala época en tu vida. Nada más.”
─“No puede tener cura lo que no es una enfermedad. Es la naturaleza. Desde los 13 años que lo descubrí hasta ahora. Anne-Marie lo sabe. No la he engañado. Pero es mucho más difícil que me entiendan los hombres.”
─“No sé qué decirte, John. Desde luego ahora tengo mucho que pensar. Esto no me lo esperaba. Déjame procesarlo. Ignoro si será naturaleza o desenfreno, si se puede evitar o tú quieres seguir persistiendo en el error. Esta noche empezaré a consultarlo con la almohada. Anda, vámonos ya.”
   Como consecuencia de esa noche comencé a hablarle cada vez menos, apenas cuestiones de trabajo. Anne-Marie empezó a encontrarnos distantes y yo me excusaba si había planeado que saliéramos los tres. Empecé a asimilar que Anne-Marie lo sabía y nunca hablábamos de eso, pero bordeábamos la cuestión. Y un día de enero John nos sorprendió a todos diciendo que se había enamorado de un mendigo y que dejaba el trabajo. Y a la mañana siguiente lo volví a ver en el bar, mano a mano con aquel mendigo que presentó como su pareja. Y, Richard en la barra como testigo, alcancé el momento más negro de mi existencia y lo insulté. Empecé a envenenarme entonces. En media hora me tomé tres whiskys en el bar. Yo no podía comprender por qué me sentía tan derrumbado. Pero John se fue para siempre, cara al futuro, su corazón reconquistado. Fuimos amigos un tiempo. Después sin ser enemigos, si hostiles. Y lo perdí.
   Un año antes os marchasteis de Deanforest, y una semana después terminé mi romance con Alison Wright. Ya me encontraba extraviado, más que rey, bufón de Deanforest y de la Thuban Star. Días perdidos en que no sabía que era mendigo y no monarca. Si veía a alguno por las calles, mis recuerdos son de desconcierto. Supongo que como todo el mundo me los imaginaba vagos, indolentes, reacios a trabajar. En mi confusión no recuerdo siquiera si llegué a darle limosna a alguno. Apenas los veía, procuraba apartarme y sus vidas y la mía no se cruzaban, aunque empecé a compartir con ellos pronto barras de bares, y conversaciones inconexas.
   Así que en enero del año 26 comencé a intoxicarme. Más bufón que rey en mi solitaria corte, experimenté venenosos brebajes que me nublaron. Ebrio llegaba al trabajo, ebrio me veían mis criados, que nada me decían. Para mi mayordomo Victor Sheffield yo llevaba una vida loca, propia de señores, y nada me comentaba. Hablaba mucho con el jardinero John Ellis, que siempre se jactaba de conocer los chismorreos del barrio y de la ciudad. Contrastaba con su sobrino Tom, sobrio y eficiente, amante de la jardinería y alguna cosa más, siempre metido en sus asuntos. En la Thuban, nada me decía Harold Blessing, aunque me miraba con hostilidad. Realmente mi apellido le pesaba y suponía que un día me enderezaría. Me contemplaba con pesar Anne-Marie, a la que confiaba mis cuitas pero que no podía hacer gran cosa por mí. Fueron años de desamparo, en que fui conociendo todos los tugurios de Temple Road y del barrio templario, con la compañía de putas y maleantes, con los que hablaba y desvariaba, pero no entablaba amistad. Lupanares llenos de humo y alcohol, laberintos sin Ariadna. Noches entrando con mujeres en Deanforest que nunca se realizaban en verdaderas conquistas. Con alguna de ellas entré y al no tenerla me sentí tan mal que acabé destrozando mi propio retrato en el salón. Por eso no hay trazos pictóricos de Nike en Deanforest, Protch. Lo destruí como un poseso y sin darme cuenta perdí mi alma, que tardaría años en recuperar. Pero pensé: Lutero protege a los Siddeley. Y al final me guiará.


 
   Por la garganta hasta las venas entraron los tóxicos bebedizos que emponzoñaron a Nike. La mente se ensombrecía y era imposible hallar el alma, extraviado también el corazón. Todo alrededor eran fantasmas, los contornos se desdibujaban y aunque se pretenda olvidar, el alcohol te hace sirviente de la soledad y en la resaca los monstruos te devoran y el hombre que había nacido en una cuna dorada, yacía exánime en una cama de entelequia.


 
   Debió de ser el mismo mes y casi el mismo día que Luke asistió a aquel partido de fútbol y conoció a los calvos cuando nos enteramos de una noticia con gran sorpresa. Un norteamericano se había hecho con más de la mitad de las acciones de la Thuban Star y se convirtió de repente en nuestro tercer presidente, segundo para el que yo trabajaba. Se llamaba Samuel Weissmann. Se rumoreaba que había convencido a su familia para trasladarse a este país y se decía que tenía tres hijos, ya en la veintena, que no se rebelaron ante la expatriación. Si a Harold Blessing le sentó mal verse sin su trono, nunca se supo, pero los dos hombres conversaban en apariencia cordial. No sé qué pensaba el señor Weissmann de mí. Era hermético y se dijera impertérrito, como sin sentimientos, lo que no estaba mal pues no parecía padecer con la presencia cada día más clara de su empleado Nike, para él Nicholas, con resaca en las primeras horas y según pasaban, embriagado. Pero no parecía tenérmelo en cuenta. Conocía la historia de John Richmonds, que se contaba en la Thuban de forma legendaria, y yo era para él un empleado difícil, pero buen timonel que sabía adónde encaminar mi nave.
   Un día Anne-Marie me llevó a The Wall Gardens, un bar con enormes jardines en Churchway Boulevard, amurallado y fragante, al lado del parque de Churchway, entre la estación de autobuses y la guarida de los calvos. La conversación amable fue dando paso a la confidencia y hablamos de nosotros. Y de repente me confesó que estaba enamorada de mí. Yo no pude decirle “te amo” y le fui diciendo la verdad. Ella era para mí sin embargo mi norte, mi estandarte imprescindible, la necesitaba y podríamos intentarlo. Ella me sabía un alcohólico pero me ayudaba a no embriagarme cada segundo. Y aunque nunca llegamos a pronunciar la palabra, salimos novios de allí, y aún permanecía con ella en julio del año 29.
   Ese fue mi mes de vacaciones ese año. Decidí viajar al norte de Italia, donde estuve la mitad de ese mes. Una semana en Turín y Milán, parada en un pueblo llamado Gavirate y me trasladé a Venecia. A mi llegada el mundo estaba obsesionado con la caída de la estación espacial Skylab. Nadie sabía donde  se despeñaría y a mí me pilló estando en Venecia, el 11 de julio. Finalmente cayó en territorio de Australia, en el mar, y el planeta recuperó su tranquilidad.
   Ese día yo me encontraba en la Plaza de San Marcos. Había terminado de ver la Basílica homónima y me quedé absorto mirando las aguas del Adriático. Pasó por allí el Vaporetto. Los canales con sus góndolas estaban en calma, con razón a esta ciudad la llaman La Serenissima, cuando sin darme cuenta me puse a dialogar con las aguas. Su líquida cabellera de cristal parecía primero felicitarme por haber sido media vida conquistador del agua. Pero parecía decirme en este loco diálogo imaginario: la vida es nadar, y te la has pasado fantaseando trofeos al final del camino, pero vivir no es competir. Has de encontrar la calle donde bracear, nadador, y al final de cada cinta de agua, puedes comenzar de nuevo el mismo recorrido. Me imaginé respondiéndole que no sabía si mi vida tenía un sentido, que quizá un día encontrara otro río o estanque, otro cristal. Volví en mí, besé al Adriático y me despedí de San Marcos y cuatro días después de Venecia.
  De vuelta a Hazington, salí de nuevo una noche con Anne-Marie, pero el 26 de julio decidí ir solo a la discoteca Baphomet, en Alder Street.









─Y ahí, Protch, termina mi prehistoria y dará comienzo mi historia verdadera. Me ha gustado contarte esa parte de mi vida aquí, en la biblioteca, donde siguen los retratos de mis padres. Pero te he narrado las otras siente en el salón y quiero que la mía la conozcas también allí. Me llevará varios días hablarte del año 29.
─No tengo prisa, Nike. He conocido a todos tus compañeros allí y ahora te puedo nombrar a los ocho en orden cronológico. Así que sois la señora Oakes, Olivia, Lucy, Bruce, Miguel, John, Luke y Nike, aunque aún me queda por verte con ellos. Cuéntamelo todo sin prisa.
   Ese 26 de julio por la noche no recuerdo haber estado en ningún lugar previamente. Salí con mi traje gris marengo, uno de los mejores que tenía, caminando hacia Alder Street, a Baphomet. No me llevé el coche porque me suponía regresando empapado en alcohol. La discoteca estaba abarrotada, llena de humo. Hacía calor. Como siempre y aunque estaba emparejado, intenté la conquista. Pero fue en vano. Las mujeres me miraban hostiles notando a un individuo cada vez más borracho. Ya debía ser 27 de julio cuando de súbito me entraron ganas de orinar. Pero todos los servicios estaban ocupados. Seguramente gente consumiendo droga. Yo esos años lo había probado todo, pero sólo era adicto al alcohol. No les hice ningún reproche para mis adentros, pero la necesidad era ya cada vez más urgente. No sabiendo qué hacer, busqué una de las puertas y salí.

4 comentarios:

  1. Interesante la historia de luke, a ver con que sale en este antro.

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  2. Nuevamente nos conduces por este laberinto de nombres imposibles y seguimos tu hilo cual mansos Teseos, dispuestos a encontrarnos con nuestras pobres realidades, idealizadas en un mortificado híbrido. El inventario de generaciones insinua sin palabras que la vida acaba apenas cuando empezabamos a vivirla.

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  3. Aceptar la derrota existencial.
    Mirar las aguas serenas y cambiar la nada que nadea (diría Sartre), por el nadarse, bucearse, buscarse...
    Hacerlo y caer solo y borracho un buen día en las llanuras de lo inútil... Encontrar el camino, quizá en el próximo capítulo, o en el otro...para cerrar el círculo de los que tienden y extienden la mano por amor, convicción, transformación interna. Una elección incomprensible quizá para muchos lectores cómodos (me incluyo) imposibilitados para el gran cambio de rey a mendigo. Elección perentoria, sin embargo, para cada uno de los ocho.
    Buen domingo,
    Inor

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  4. NIKE (PRIMERA PARTE: ENTRE RECUERDOS Y UN MAL TRAGO A LAS PUERTAS DEL PURGATORIO)

    No hay nada que acaricie más el alma que sentarse a hablar con alguien cercano y conocedor de la historia de tus ancestros. Se produce una pudorosa y recatada curiosidad pues más que preguntar apetece escuchar, conocer lo desconocido, sorprenderse y entender quienes son los que fueron, la historia de quien dio la sangre a quien nos la dio a nosotros y la de estos que como las ramas del tronco común buscaron beber la escondida sabia de las escondidas raíces.

    Nuestro genial contador de sagas se esmera y consigue en esta primera parte trazar una cálida línea de la pre-historia de Nike, para mí el mejor trazado dinástico leído hasta el momento. Los recuerdos tienen un perfume frágil que les acompaña toda la vida. Y por más que tiempos felices nos saquen a pasear de la mano, los recuerdos suelen ser tristes hijos, como son, del pasado, de aquello que fue y ya no existe. En la vuelta a los orígenes de Nike los recuerdos se quedan desnudos de adornos y limpios de nostalgias, son el esqueleto sobre el que Nike quiere construir todo lo que es, aquello que fue y lo que quiso y no pudo ser o simplemente encontrarse. Experiencia y olvido evocan a un tipo de memoria que no puede rememorarse a voluntad y que escapa al dominio de la inteligencia, una especie de ensoñación irreal a la que llamamos: la memoria involuntaria.

    Si en todas las historias de esta novela hay un momento que paras la lectura y reflexionas sobre hechos que de lo leído se desprenden, en esta además se desatan sentimientos, empatías, llegando a una mezcla como mínimo enriquecedora.

    Nike a las puertas del Purgatorio: De acuerdo con la doctrina oficial de la Iglesia católica, las penas que se sufren son similares a las del Infierno, pero no son eternas y purifican porque la persona no está empedernida en una opción por el mal. Por eso, el Purgatorio es la purificación final de los elegidos, la última etapa de la redención.

    Y después de esta introducción acompañamos a Nike en su iniciático viaje por los infiernos: Hola, me llamo Nike y soy alcohólico. Siento el miedo al punto de saborear el néctar que me embriaga y me lleva a la pesadilla, el hombre que comienza la noche oscura sin refugio amanece al alba sin alma, como un guiñapo de lo que fue, me he pasado todo este tiempo andando en la sombra, sin ser luz, siendo demonio por no encontrarme, para acabar tirado en el charco de mi propio miedo y desesperanza.

    La historia de Nike es la más dura que hasta el momento he leído, confieso que me cuesta incluso pronunciarme, aunque dulcificada por el autor, sin cargar las tintas ni emitir juicios de valor, e intuyendo un rayo de esperanza en su revelación veneciana. Acaba el capítulo de forma abrupta como una frase de un párrafo incompleto, como acaba el que lee, dolido por este mendigo de cuna de oro.

    Dentro de él se esconde otro, que es como él, pero que no es. Y en ese otro se oculta otro, que esconde otro a su vez. Uno se ve, el otro se adivina, otro ya fue y otro será, y todos son de mentira y todos son de verdad.

    Pol

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