En la quietud serena, sacrosanta, de
Deanforest, el timbre de la puerta sonó como un aldabonazo, sobresaltando a
Herbert Protch cuando se hallaba en lo alto de la gran escalinata. Por sus
notas estridentes y desafinadas, que hacían recordar a un pájaro sorprendido por una helada repentina y que,
aterrado, hubiese olvidado el tono adecuado para el canto, comprendió que se
trataba de la puerta principal, la que daba hacia el oeste. El correo y los
diarios de la mañana habían llegado ya y no se le figuraba quién podría llamar
a esas horas. No solían recibir muchas visitas. Tal vez –se dijo– un mendigo o
un vendedor de enciclopedias. Puestos a elegir, prefería lo primero: le daría
alguna moneda y se lo quitaría de encima en un par de minutos. Quienquiera que
fuese, estaba dejando la huella de su personalidad en la llamada, porque tocaba
con persistencia, pero al mismo tiempo –no sabría explicárselo mejor– conseguía
que se percibiera un inconfundible matiz de calma, como de alguien que no
quisiera molestar pero tuviera mucho tiempo por delante y un objetivo claro.
Un
tanto enojado, pero con curiosidad, procuró imprimir algo de urgencia a sus
pasos reumáticos. En ausencia de su mujer, y habiendo decidido renunciar a
tener criados, le tocaba a él abrir la puerta. Los pies que descendían la
escalinata no sólo eran inseguros; también sostenían el peso de un cuerpo
invadido por una profunda melancolía, la de un hombre que maldecía tanto a su
súbito cambio de fortuna como a una vejez que, muy a su pesar, lo estaba
empezando a consumir. Bajaba de la segunda planta, donde había estado
arreglando las flores en su habitación: la antigua habitación del señor, que
sólo en el último año, y tras las palabras convincentes de su esposa, se había
atrevido a ocupar. Ése era –pensó– el vocablo que mejor describía su situación,
porque así se sentía, sin poderlo evitar: como un okupa que habitara una casa
que por su posición social no le pertenecía. Los hilos inconexos de su
pensamiento le hicieron recordar que llevaba tiempo planteándose seriamente
transformar uno de los despachos de la planta baja en un nuevo dormitorio donde
tuviera más fácil el acceso, donde sus rodillas no sufrieran tanto castigo.
Pero ¡esa lasitud constante, esa infinita desgana de vivir...! Por una de las
ventanas altas de la casa acababa de observar, con la mitad de la consciencia,
cómo la niebla se disipaba, alejándose por el norte. Eran las nueve y media de
la mañana del lunes 14 de febrero –año 33–, la mañana tras la noche que había
contemplado Régulo. Un día que no estaba llamado a ocupar un espacio prominente
en la historia, pero en el que dentro de los amplios anales de la iniquidad
hubo lugar a una pequeña justicia. Porque en un remoto país bíblico un ministro
de defensa se veía forzado a dimitir, acusado de la masacre en los campos de
refugiados de Sabra y Chatila.
La casa tenía apenas veinte años. Monte
Rushmore era el nombre pomposo, e imposible para Hazington, que tenían en mente
los señores Woodward, de Dakota del Sur, cuando se la hicieron construir; el
nombre con el que se la conoció en los once años que estuvo desocupada, porque
los Woodward nunca llegaron a habitarla –Herbert Protch nunca supo por qué, ni
llegó a saber qué negocio traía a un matrimonio americano a Hazington, pero
creía haber oído decir que la señora, una vez que la vio terminada, no quiso
saber nada más de ella–. Deshabitada siguió hasta que un día el joven señor
Siddeley, de la poderosa familia Siddeley, se trasladó a la ciudad y la
adquirió por medio de sus abogados, sin preocuparse por el precio. Es verdad
que era la mansión más lujosa de Newchapel, pero en su interior se respiraba
cierto aire de infelicidad. Quizá, como tantas veces había pensado, las casas,
al igual que los seres humanos, sólo necesitan seguir los ciclos de la vida y
renovarse, y tal vez andaba requiriendo el acompañamiento de voces y risas
infantiles. Quizá lo pensaba porque siempre había lamentado que él y Maude no
hubieran tenido hijos. Y tampoco los tuvo el señor Siddeley. Bien es verdad que
su señor sólo vivió cinco años en Deanforest, hasta que un buen día se
desvaneció en el aire. No podía explicárselo de otra forma. Y no podían hacer
preguntas. Era una de las condiciones que tuvieron que aceptar cuando supieron
que su señor les había legado la propiedad. Herbert Protch y su mujer habían
servido toda su vida a la familia Siddeley; y cuando su joven señor decidió
dejar la casa solariega de Siddeley Priory para trabajar en la Thuban Star, se
vinieron con él a la ciudad. Pero sólo le sirvieron un año en Deanforest, pues
el viejo mayordomo se retiró de su servicio para cuidar de uno de sus tíos,
repentinamente enfermo de gravedad, y se trasladó a Orléans, en la Francia de
sus antepasados. Y cuatro años después, los acontecimientos se precipitaron. A
la casa de Orléans llegó un extraño sobre con una citación de un bufete de
abogados de Hazington para un día de finales de diciembre. Un número de
Longborough Street, tercera planta. Un despacho con cómodos butacones negros.
Un individuo sin cejas y una voz meliflua y adormecedora. Una jerga
incomprensible y oscura. Y la única luz que se distinguía en medio del fárrago
de sus palabras fue que el señor Nicholas Martin Siddeley los convertía en
propietarios de Deanforest, Newchapel (Hazington). Había dejado estipulado que
la casa sería para los señores Protch o se la quedaría el estado. Y previendo
las dificultades de su mantenimiento, y deseando una larga vida de bienestar a
sus queridos criados que tan lealmente lo habían servido, añadía una hermosa
renta de 3000 dains[1]
mensuales que recibirían mientras vivieran. En el estado de ofuscación en el
que se hallaban, y sabiendo como sabían que estaban en unas condicionas
lamentables, rayanas en la miseria, no tuvieron más opción que aceptar. Y se
encontraron con una necesidad de agradecimiento hacia aquél del que no les
estaba permitido saber y un millar de preguntas sin respuesta.
Saltaba a la vista que era una casa
demasiado grande para ellos: con dos plantas y las habitaciones del servicio,
en las buhardillas; además de la innecesaria habitación de la torre (un
capricho tardío del señor Woodward), eran demasiados pasillos y escaleras,
demasiados rincones necesitados de pintura y cuidados. Y había que sumar un
apéndice a modo de pequeño palacete, de una sola planta, anexado a la pared
oriental y accesible desde el comedor, y que visto desde Castle Road rompía la
simetría de la casa pero compartía las líneas proporcionadas de toda la fachada
principal, su misma elegancia y vana ostentación. Maude y él tenían que
multiplicarse para que la casa mantuviese dignas condiciones de habitabilidad
mientras conservaba su señorial arrogancia externa. Porque había que contar
también con el jardín. Inútilmente, habían intentado encargarse de su cuidado,
pero finalmente se vieron superados y tuvieron que aceptar la humillante
derrota. Tenían más dinero del que podían gastar y, aunque a regañadientes,
resolvieron permitirse el pequeño lujo de un jardinero. No tuvieron
dificultades en localizar a Ellis, quien también había servido al señor, y que,
todavía joven, acudía puntualmente –es un decir– dos o tres veces por semana.
Pero se veía claramente que no se acostumbraba a la idea de que aquéllos con
los que tantas veces había compartido una pizca de tabaco en el jardín, o toda
una ración de charla y chismorreo en la cocina, fueran ahora sus nuevos
señores: una más de las muchas situaciones incómodas que los antaño servidores
de Deanforest tuvieron que afrontar. Ya habían perdido la esperanza de hacerle
ver que ellos no habían cambiado. Protch se dio cuenta de que de pronto se
habían convertido en dos ríos que no encontraban lecho adonde llevar sus aguas,
despreciados por los humildes y por los poderosos, quienes nunca aceptaron a
dos antiguos sirvientes como parte integrante del lujoso Newchapel. Eran dos
corazones en tierra de nadie, una pequeña constelación con la que ningún
universo deseaba adornarse. Las reflexiones de Herbert Protch eran reiterativas
y venían a desembocar siempre en los mismos puntos. En fin –suspiró–, de nada
le valía empezar a roer de nuevo el mismo hueso, y tenía que dejarse de tanto
pensar y abrir de una vez la puerta.
Observando prudentemente por la mirilla, se
encontró con lo que ya esperaba ver, pero también con algo nuevo, incongruente.
Un hombre sucio, un mendigo al que no conocía, se daba ya la vuelta y se
alejaba; pero se paró de repente en la mitad del jardín, aparentemente absorto
en la contemplación de los magnolios, como si acabara de recibir una
revelación. Parecía desconocer la prisa, o no importarle llevarse minutos u
horas esperando a la puerta de los poderosos, tanto si le recibían como si no;
como si haber captado el atisbo de una fragancia ignota o haber sorprendido los
movimientos de un extraño insecto libando en la flor fueran un tesoro más
importante que la moneda esperada. A su casa acudían mendigos con regularidad
siguiendo el rastro de una fragancia muy diferente: el olor inequívoco de la
abundancia. No se fiaba de todos ellos, naturalmente, pero muchos de sus
rostros famélicos le resultaban ya familiares, y era su costumbre darles alguna
moneda o algo de comida cuando se la pedían. Incluso se había habituado a
comprar cajetillas de buen rubio –él, que hacía años que había dejado de fumar–
para un mendigo asiduo que pedía la triple limosna de dinero, tabaco y un poco
de conversación. Era muy natural que sintiera recelo y se preguntara adónde
iría destinada la moneda que entregaba; y si no estaría contribuyendo a la
decadencia de aquél que le extendía la mano. Pero siempre había dado limosna y
era un hombre de hábitos inveterados. Tentado estuvo, sin embargo, de no
abrirle la puerta a este mendigo. Pensó entonces que era una época del año muy
temprana para que florecieran las magnolias, aunque el invierno declinaba, y
que el mendigo parecía estar pensando lo mismo, como si se tratase de un connaisseur. Mordido cada vez más en su
curiosidad, y como si algo que escapaba de su control estuviera tirando de él,
se decidió por fin y abrió la puerta.
–Buenos
días –sorprendió el mendigo, iniciando la conversación–. Tiene usted un jardín
muy atractivo y bien cuidado. ¡Y prodigioso! Las magnolias ya han florecido
cuando aún falta más de un mes para la primavera. Y lo mismo sucede con los
rododendros, fíjese. –Se desplazó por uno de los senderos con la seguridad del
que conoce bien el terreno, pasando por alto los espléndidos ciclámenes que
señoreaban aquella parte del jardín. Los macizos de rododendros, con sus
hermosas flores arracimadas de color púrpura, estaban dispuestos a lo largo de
la pared occidental y continuaban en ángulo recto por el sur. –Sí, parece que
el invierno languidece y que la primavera empuja; y éstos son, sin duda, sus
heraldos –continuó aquel extraño mendigo,
apuntando a las flores con sus dedos sucios, pero sin tocarlas.
Sorprendentemente, su voz y sus maneras parecían las de un hombre bien educado.
Protch se había sentido ligeramente molesto, pero no tardó en darse cuenta de
que el mendigo no pretendía imponer su presencia, sino tan sólo iniciar una
conversación cortés. Y era extraño, no parecía tener la intención de pedirle
limosna. –Perdóneme –añadió, como si adivinara sus pensamientos–, no quiero
molestarle.
Herbert Protch se dedicó a contemplarlo con
detenimiento. Vendría a tener unos treinta años. No demasiado alto. Apenas
cinco pies y cinco pulgadas... –¡No! ¡Qué extraña aversión a las convenciones
del progreso las de un país que conserva medidas medievales! Dejemos la gloria
del número a Babilonia y entendámonos en el sistema métrico decimal–... de un
metro y sesenta y siete centímetros. Bajo las hilachas de su desgastado abrigo
pardo se percibían las arrugas de una camisa cenicienta habituada a dormir en
cualquier parte, única y mugrienta. Restos de sudor fosilizado traicionaban el olor
de la pobreza. La delgadez del hambre se percibía en la carne que asomaba sucia
bajo el cuello, dos botones de la camisa desabrochados. Unos tejanos tiznados y
unas zapatillas deportivas ajadas completaban la indumentaria del caballero.
Unos cabellos limpios y bien recortados, y una barba casi limpia, suponían un
contraste sorprendente que desentonaba con la impresión general del cuadro. El
nuevo señor de Deanforest observó todo este extraño paisaje en mucho menos de
lo que se tarda en contarlo. Pero notó un destello en el verdor acuoso de los
ojos del mendigo, que certificaba, con una dulce sonrisa, que se estaba dando
cuenta de la inspección. Protch se sintió violento inmediatamente y apartó la
mirada.
–¿Qué
desea, buen hombre? –dijo, encontrando al fin la voz.
–Quería
verte, Protch.
Ya fuera un golpe de viento, ya que una nube
peregrina se hubiera tragado el sol, de repente sintió frío. Podría jurar que
por un segundo la sangre se le había congelado y que los ojos se le nublaron.
La pared de las convicciones donde se apoyaba le pareció menos sólida. La casa
perdía los cimientos y el universo sus ejes. El mendigo lo miraba con ternura y
un gesto de preocupación. Protch nunca supo cuánto tardó en reaccionar. Después
pensaría, con tristeza, que no se le hace mucho caso a la voz de un mendigo;
mas de repente cayó en la cuenta de que le traía reminiscencias lejanas, pero
queridas; aunque la que él recordaba solía ser fuerte, áspera en ocasiones, y
ahora parecía entrecortada, dominada por extrañas pasiones. Volvió a mirarlo.
La estatura, la voz y los gestos podían corresponder a los de su antiguo señor.
Pero éste nunca había llevado barba y había mantenido siempre una pulcritud
escrupulosa en su atuendo. Como una centella se le vino a la mente la imagen
fugaz de los segundos en los que lo había contemplado de espaldas. El señor
Siddeley siempre había sido delgado, pero había tenido hombros fuertes y la
espalda fornida, pues practicaba habitualmente la natación y había sido incluso
campeón en varios torneos, siempre llevado de su naturaleza competitiva, que se
manifestaba en todo lo que hacía. No sabía qué pensar: aunque delgado, el
mendigo conservaba una espalda robusta. Lo contempló de frente. A pesar de sus
ojos transparentes y sus rasgos proporcionados, su señor no había sido nunca un
hombre atractivo. La desarmonía era causada por sus orejas, muy separadas y
prominentes y ligeramente picudas, como las de un vampiro, circunstancia que
todos conocían pero de la que no se hacía mención. El mendigo parecía ahora, en
cambio, divertido, esperando que los ojos atónitos de Protch acabaran por
posarse en ellas. Apenas dos segundos después de que su mirada temblorosa las
apuntara y, certera como el rayo, diera en el blanco, había salido de toda
duda. Se sintió desfallecer. Se encontraban en esos momentos muy cerca del
pórtico que adornaba la entrada, y tuvo durante un segundo la tentación de
escapar a través de la puerta y encerrarse. No estaba seguro, pero
posiblemente, a su alrededor, el mundo seguiría girando. Era tal su
desconcierto que su cara no sabía qué gestos escoger, como si se hubiesen
borrado las líneas que dibujaban las expresiones. De haberlas conservado, tal
vez habría elegido componer una tímida sonrisa, para darle la calurosa
bienvenida que mil veces había imaginado; pero se encontró con que sólo
disponía de una mueca que esbozaba fastidio, y en las manos nada que ofrecerle,
apenas un racimo de asombro.
–¿No
me vas a dejar pasar, Protch? –dijo al fin el mendigo, con dulzura.
Parecía que el corazón bombeaba de nuevo
sangre caliente, y con ella el color y las arrugas de la expresión volvieron a
la cara del señor de Deanforest, que al fin pudo reaccionar.
–¡Nike!
–dijo Protch, notando de repente que no podía verlo. Una agüilla cálida,
salada, manaba incontrolable haciendo de sus ojos fuentes–. ¡Cielo santo!
¡Nike! –pocos habían sido los que llamaran por su nombre al señor Nicholas
Siddeley, que siempre había sido conocido por aquel hipocorístico. Él mismo
siempre lo había llamado Nike. Las palabras se le arremolinaban
indisciplinadas, atropellándose–. ¡Bueno, quién hubiera dicho que...! Quiero
decir, vivir para ver... pero, ¿eres tú, verdad?
–Soy
yo, Protch. El mismo Nike Siddeley que viste nacer hace casi treinta y tres
años, el mismo que has visto hacerse hombre, aunque comprendo tu confusión: sé
cuánto te debe costar reconocerme. Pero no es ninguna ilusión de tus sentidos
ni una especie de extraña burla; y nada más lejos de mi intención que
molestarte. Sólo quería verte y preguntar por tu salud. Acaso conversar un
rato. Pero puedes elegir no dejarme entrar en tu casa. Dime cómo te encuentras,
cuéntame algo sobre tu vida en estos últimos años, y si lo deseas, me doy la
vuelta y no vuelvo a molestarte.
–¡Mi
casa! –respondió Protch con desdén, y parecía estar imprecándola–. ¡Molestarme!
–añadió resoplando, como si sólo le molestara la ocurrencia de que tan extraño
visitante pudiera estar molestando–. Nike, si crees que después de todo lo que
ha pasado no te voy a dejar entrar en mi casa, como tú la llamas... ¡Por Dios
bendito! ¡Tanto tiempo sin saber de ti! Anda, dame un abrazo, y pasa adentro.
–Acepto,
de momento, la primera parte –dijo Nike con una sonrisa, fundiéndose
inmediatamente con su antiguo mayordomo en un abrazo sentido, sólido,
reconfortante. Eran dos hombres que se alegraban de verse, que no parecían
percatarse de la magnitud que los separaba en la escala social, olvidados
incluso de que los ojos indiscretos de los vecinos podrían estar apuntándolos.
Protch se sorprendió del ardor con el que
fue abrazado. Pensaba que era natural que su señor –extrañamente, seguía viendo
a su señor en este mendigo– sintiera cierto afecto por alguien que había estado
con él desde la cuna y que, a pesar de ser sólo uno más en la legión de
servidores de los Siddeley (de los Siddeley de Gloucestershire, por supuesto),
había sido siempre distinguido con un trato especial, como alguien casi de la
familia. Pero no tanto como para que ello pudiera explicar, satisfactoriamente,
que su señor les entregase un día casa y fortuna. ¿Por qué a ellos?: era la
pregunta que ya se estaba convirtiendo en obsesión. Y en estos momentos Nike lo
abrazaba como si acabase de reencontrar a uno de sus mejores amigos. Protch
pasó por alto, o perdonó, el olor innegable de Nike, que olía más a hogueras
que a suciedad, y que no consiguió arruinar la sublimidad de ese instante.
Estaba emocionado. Pero las cábalas que se hacía sobre él se sucedían sin
descanso. Y las dudas que empezaban a brotar a borbollones pronto formarían
laguna.
Nike también lloraba. Sabía bien que llorar,
en los últimos años, se había convertido en una costumbre; pero no podía
evitarlo. En estos momentos se sentía bien. Tenía que actuar deprisa, sin
embargo, adelantándose a Protch para evitar que dijera ciertas cosas que no
quería oír.
–Gracias
por este abrazo –dijo, comenzando unas palabras apresuradas que le resultaban
difíciles–. Me reconforta más de lo que crees saber que te alegras de verme.
Pero óyeme bien, Protch: no quiero que te sientas obligado a acogerme más de lo
necesario, creyendo que me debes algún tipo de agradecimiento. No tienes nada
que agradecerme. Y otra cosa –añadió con celeridad, viendo que Protch disentía
tan claramente de sus palabras que estaba a punto de decir algo inconveniente–.
Ésta es tu casa. Por favor, déjame seguir. No vengo a reclamarte nada ni a
pedirte nada. En todo caso, noticias tuyas y algo de conversación, como ya te
dije. Y es importante no tenerle miedo a utilizar las palabras adecuadas.
Mírame bien, Protch, ¡soy un mendigo!; en mis ropas puedes ver las inequívocas
huellas de la calle, donde habito; y tanto si ahora me diera la vuelta como si
llegara a entrar, a la calle volveré. Pero recuerda que a un mendigo no se le
suele permitir avanzar más allá del vestíbulo. Sé muy bien de lo que te estoy
hablando. Y nuestros papeles se han invertido.
–No
del todo, Nike. Te ahorraré algunas palabras que hubiera deseado pronunciar,
porque sé que no me vas a dejar que las diga. Y no te voy a hacer preguntas.
Pero me concederás que puedo hablar de mí. Y si me pides que no le tenga miedo
a las palabras, al menos osaré decir que nunca me he sentido el señor de
Deanforest. En el fondo, sigo siendo un fámulo. No hay tanta diferencia entre
nosotros.
–Sí
la hay, Protch. Acepto tu palabra, pero no por ello mi descenso deja de ser
pronunciado, porque por debajo del criado siempre estará el mendigo. Y por
debajo de éste sólo están los esclavos. Perdóname. Siento que te devora la
impaciencia por saber cómo he llegado hasta aquí; y estoy sintiendo tu afecto,
y eso me conmueve. Pero hay que dejar bien sentadas ciertas premisas o no
atravesaré la puerta de tu casa. Y ésa es la primera verdad. Déjame que, por
ser fundamental, la repita: ésta es tu casa. Puedes optar por no dejarme pasar.
Y si llego a entrar, puedes expulsarme en cualquier momento. Recuérdalo,
Protch: nada te obliga. Casi no recuerdo ya al señor Siddeley que fue. No es él
quien entraría en tu casa. Si permites la entrada de este hombre que te habla,
debes saber que estás acogiendo a Nike el mendigo. Nada más.
–Muy
bien, entonces. Y pues ésta es mi casa, nadie me va a impedir que quien yo
quiera entre. Y he elegido dejarte pasar. En mi hogar, Nike, no hay ninguna ley
que especifique que no se puede recibir a un mendigo. No tengo nada que perder.
Esta mañana me sentía solo, y de repente me encuentro con uno en la puerta y
pienso que quizá podría darme un poco de calor y compañía, pues nada temo de su
comportamiento. Y no porque recuerde al señor Siddeley que ya no es, sino
porque hasta ahora, y aunque sucio y posiblemente hambriento, ha tenido los
modales de un caballero. Y por lo que observo, no sería de extrañar que deseara
conocer al mendigo Nike, tanto o más que recibir a un señor que ya no volverá.
Tal vez este mendigo tenga una historia interesante que contarme. Y si no, tal
vez me pueda dar un poco de humana conversación, tan necesaria. Pasa, por
favor.
–Touché –añadió Nike con los ojos de
repente humedecidos–: gracias, Protch, de corazón. Me has estremecido. Nunca
hubiera esperado esas palabras. Pero con ellas he quedado desarmado, por mucho
que, en realidad, estaba deseando perder la batalla. Y como ya no me queda nada
que objetar, pasaré, pues así lo deseas.
Algunos años después, en una noche de frío
que ninguna manta podía curar, debajo de un cielo infinito, raso de nubes y
malos espíritus, Nike paseaba sobre la escarcha. Y halló que alguien lo andaba
buscando:
–“No podía dormir. Y me imaginé que te encontraría
aquí, todavía despierto. Me he desvelado cuando empecé a recordar vuestra
historia. Por favor, vuélvemela a contar. Me gustaría oírla una vez más.”
–“Pero
si te la he contado ya al menos dos veces”, protestó Nike. “No hay nada nuevo
que pueda añadir. La conoces casi tan bien como yo.”
–“Tú
mismo dices que cada vez que se cuenta una historia se crea de nuevo, porque se
ven cosas que antes no se han visto. ¿No son ésas las palabras que me dices
siempre? Y tengo frío; sólo un buen relato me puede hacer entrar en calor. Por
favor, quiero volver a miraros, a los ocho, con tu forma de mirar. ¡Os quiero
tanto a todos!”
–“Siempre
consigues que ceda ante tus ruegos. ¡Está bien! Pero primero tendremos que
encender una hoguera. Ven, ayúdame con la leña. Hay un buen montón apilado ahí
al fondo.”
Crepitaban las llamas dibujando extrañas
siluetas sobre el fondo oscuro de la noche. La luna en Cáncer; menguaba. Nike,
medio adormecido, fumaba para sacudirse el entumecimiento. Iba a comenzar el
prefacio de un relato tantas veces repetido cuando su interlocutor le
interrumpió:
–“Se
me acaba de ocurrir... Ya sé de qué manera podrías contarme vuestra historia
como una versión diferente, con añadidos.”
Nike miraba extrañado.
–“Podrías
contármela tal como se la contaste a Protch.”
–“De
acuerdo”, asintió Nike. Se dejaba engatusar fácilmente. Y la verdad era que no
quería negárselo. Además, se estaba muriendo de frío. Estaría mejor aquí, al
amor de la hoguera. “Pero ya te harás cargo de que no se cuenta en una noche.”
–“Bien
sabes que no tengo prisa. ¡Adelante!: Érase una vez...”, lo animaba.
–“No.
Esta vez voy a empezar con otras palabras”.
Nike dio principio por enésima vez a una
historia conocida por la persona que le oía: alguien estaba junto a él, alguien
que lo escuchaba con el ánimo dispuesto a fijar en su memoria cada pisada, cada
pensamiento, latido, indignidad, tentación, cada silencio...; alguien que años
después quiso contar esa misma historia. Esa persona seguirá de la mano de
Nike, acompañándolo sin ruido para no molestar, intentando que se oiga, sobre
todo, su voz: la cálida voz de Nike, que en aquella oscuridad de escarcha, con
una manta insuficiente sobre los hombros y mirando a las llamas con la ternura
de un amante, comenzó con fuerza, como un evangelio: “Aquella mañana de febrero
me había levantado con el lubricán…”
Aquella mañana de febrero me había levantado
con el lubricán. Había pasado muy mala noche, pues bien sabes que nuestra
situación era realmente apurada en esos días. Cerca de las montañas la niebla
comenzaba a evaporarse. Y con la primera luz, la naranja del disco solar
todavía perezosa bajo las ocultas laderas orientales, ya me había puesto en
camino. Una idea me rondaba la cabeza desde la noche anterior, en la que me
había topado con Herbert Protch a corta distancia. No llegó a reparar en mí: no
se presta atención a un mendigo de día y se huye de él en las horas oscuras.
Pero yo sí reparé en él. Caminaba abatido y encorvado, cuando de pronto le oí
soltar un lamento y una maldición y comenzó a llorar. Tuve que vencer la
tentación de correr hacia él y preguntarle: ¿Qué tienes, Protch? ¿Qué te
sucede? Mas si lo hubiera abordado en ese momento, lo habría ahuyentado. Yo no
era ya el hombre que él esperaba ver: el viejo señor que retorna de las
tinieblas para darle alguna explicación. Y un mendigo no aborda a un hombre que
está llorando. En esos años me mortificaba la idea de que le debía al menos
unas palabras, pero siempre deseando acudir a verlo, y siempre posponiéndolo,
lo había dejado correr. Esa noche, sin embargo, algo cambió en mí: de repente
se me ocurrió pensar que quizá podría ayudarle. Y así fue como esa mañana
anduve hacia el norte siguiendo la dirección de la niebla. Los años en la calle
me habían preparado para conocer los caminos casi a ciegas, y según avanzaba,
ese fantasma blanco iba desapareciendo detrás de mí. Me hallaba ya en
Newchapel. No sabía cómo iba a ser recibido. Pero yo tampoco tenía nada que
perder.
Fue una sensación extraña volver a pisar el
jardín de Deanforest después de tanto tiempo. La sofocante mezcla de perfúmenes
que venían de los senderos y las flores, de la yedra en las paredes y el agua
sucia del río, me devolvía imágenes de cansancio: la vieja resaca de soledades
en noches incontables de asco y de miseria, el dolor que la pleamar no se
llevaba… y en medio de todo ello apenas el recuerdo sedante de una breve etapa
en que la casa había sido santificada. No tenía la sensación de retornar a
ningún hogar. Hacía mucho que mi hogar estaba en otra parte. Pero sí ese
cosquilleo en el estómago que siente un chiquillo al que le dicen que mañana
puede ver, después de un largo invierno, a aquel amigo de los veranos con el
que pasaba las horas construyendo cabañas en el bosque. Así me sentía yo, como
quien camina al encuentro de viejos amigos: pues esperaba encontrar también a
Maudie. Temblaba. No iba a ser fácil. Pero ya me conoces cuando tomo una
decisión. Ya había llegado hasta el hermoso soportal de madera de la puerta
principal. Nervioso, pulsé por fin el timbre y me sorprendieron sus notas
estridentes y desafinadas. Protch tardó una eternidad en bajar; y ya pensé que
no se hallaba en casa o que me habría visto por la mirilla y se había
desentendido. Comencé a alejarme. Y fue entonces cuando abrió la puerta y lo
vi.
Habían pasado más de siete años desde que
habláramos por última vez. Pero me lo había cruzado un par de veces por las calles
y el tiempo no parecía haberle causado muchos estragos. La cabeza algo más
encanecida, tal vez; la cara despejada, sin arrugas. Y aunque algo menguado,
seguía siendo un hombre alto. Caminaba inseguro, de vez en cuando una mueca de
dolor entreverada. Me preguntaba qué edad tendría: debía de estar cerca de los
setenta. Cuando me vio en ese momento, un desconocido entonces y ¡tan extraño!,
admirando las magnolias, debí causarle una fuerte impresión, según he deducido
de algunas palabras que compartió conmigo después. Pero era un hombre que sabía
domar sus emociones, con la muda expresión y la impasibilidad de todos los
servidores de este reino, persianas que nunca dejan ver si hay una luz
encendida en la habitación de las pasiones. ¡Querido Protch! Un hombre íntegro.
Ni temerario ni mezquino. Podía no haberme abierto la puerta. Podía haberme
despedido con cajas destempladas: realmente fue una osadía ser el primero en
hablar, pero el corazón se me salía por el pecho y si no le hablo en seguida,
se me habría parado. No reconoció mi voz. Me inspeccionó discreta pero
minuciosamente. No sé en qué momento exacto supo que era yo, pero finalmente
dio con los renglones cabalísticos del abracadabra: las orejas. ¡Ay, las
orejas! Si de pequeño alguien me hacía alguna alusión, se me calentaban, me
ruborizaba y estallaba en toda clase de improperios. No te rías. Aunque, en
realidad, me divirtió contemplar cómo Protch, entre sus dudas, zigzagueaba por
las orillas de la verdad hasta zambullirse en el lago de la certidumbre. Es un
hombre inteligente y no anduvo a ciegas. Pero me tenía preocupado: había pasado
mucho tiempo y yo ignoraba si su corazón era resistente. Tras los minutos del
reconocimiento llegaron el júbilo del reencuentro y las palabras rotas,
estremecidas. No le importó mi aspecto. O me lo perdonó porque se sentía en
deuda conmigo. Nos abrazamos como se abrazan dos amigos. No lo éramos entonces.
Teníamos que construir ese sendero, como le dije a continuación. En el camino
hacia Newchapel había meditado las palabras que debía decirle si no se
espantaba de mi aspecto montaraz, tan inesperado, y quería agasajarme con
gestos de agradecimiento o el uso de posesivos equivocados. No habría podido
soportarlo. Tuve que usar palabras severas, que me dolían porque parecía que le
estaba afeando su sincero deseo de dejarme pasar. Pero las palabras con las que
me obsequió, completamente inesperadas, tuvieron la virtud de ser certeras,
inteligentes y sentidas; y mostraron que había captado mi intención y ya
podíamos iniciar el deshielo. Me hallaba al fin en el umbral de Deanforest, y
con algo de barro en las suelas, entré, algo apocado, en el vestíbulo de la
casa de Protch.
El abrigo había de ser el culpable de que
nos enredáramos en nuevos comentarios. Me había conducido afectuosamente al
recibidor, y en seguida noté que mis suelas estaban manchando de barro la
valiosa alfombra persa: una pieza exquisita, encarnada, sobrecargada de motivos
florales. Pero mi amable anfitrión soportó estoicamente el sacrilegio. Cerró la
puerta y en un gesto mecánico, de tan repetido, vino a despojarme del abrigo.
Sentí que debía protestar:
–Por
favor, Protch, puedo hacerlo yo. Perdóname, déjame que vuelva a decirte algo:
varias veces en mi vida reciente me he visto obligado a elegir entre dos vilezas.
Y cuando eso sucede, se debe sopesar cuál de las dos opciones es menos indigna.
Haré un esfuerzo para que me entiendas mejor. Si en este momento fuera yo,
personalmente, el que se quita el abrigo y lo cuelga en tu maravilloso perchero
dorado, estaría dando la impresión de que sigo siendo el antiguo señor, que de
repente regresa y tiene la desfachatez de creerse en su casa. Pero si dejo que
me lo quites tú, parecería que te sigo teniendo por mi criado. ¿Te das cuenta?:
no es sencillo. Pero tengo que elegir una de las dos opciones y me quedo
entonces con la primera, con la esperanza de que llegues a conocerme mejor y no
pienses que me sigo creyendo el que ya no soy. Porque la segunda opción no
podría soportarla. ¡No me sirvas, Protch! Preferiría mil veces tu amistad. Pero
en este momento sólo soy un mendigo que fue tu señor. Ni antes ni ahora se
daban las mejores condiciones. La amistad es un don que, por escaso, no se le
entrega al primero que la reclama: me la tengo que ganar; es un camino difícil
y rocoso que hay que transitar durante muchas jornadas, hasta hacerse callos en
los pies, compartiendo si son lágrimas, las lágrimas; si la alegría, el pueril
entusiasmo.
–Me
parece que te estoy empezando a comprender, Nike. Veamos, entonces, si podemos
comenzar ese camino –añadió, maravillándose, según me diría después, del cambio
que se había obrado en mí. Y del extraño lenguaje del que venía acompañado,
sorprendente en el hombre que él había conocido–. Quítate el abrigo y pasa –me
dijo, al fin.
Me quité el
abrigo. Sólo entonces pareció darse cuenta de que no llevaba jersey: los dioses
de la fortuna no habían sido dadivosos en los últimos meses. Protch me miró con
una mirada parecida a la compasión. Tendría que hablarle cuanto antes sobre esa
maldición bíblica. Pero preferí posponerlo. Aunque algo tenía que decir:
–No
ando sobrado de recursos últimamente y las ropas que llevo son insuficientes.
Mi olor puede molestarte y estoy manchando, además, tu alfombra. Es indudable
que han sido largos los pasos que me han traído hasta aquí, pero de ningún modo
estériles. Fue un camino conscientemente elegido en el que quiero seguir. Sé
que será difícil de entender, Protch, pero me siento satisfecho de la mierda
que me cubre. De todos modos, te pido perdón.
–No
es necesario, Nike. Soy yo el que te ha dejado pasar, y no me desdigo. Debo
confesarte que cuando te vi con ese aspecto, estuve a punto de preguntarte qué
te había sucedido, pero me contuve. Porque, y un relámpago no me habría
sacudido con tal fuerza, me llegó la certidumbre de que enfrente de mí tenía a
un hombre que se encontraba en paz. Se te ve feliz, Nike, y curtido. No sé qué
pisadas te han traído hasta aquí, pero me alegro de que estén manchando la
alfombra. Y basta de seguir hablando aquí de pie; es hora ya de que avances más
allá del vestíbulo.
La escalinata sorprendía transversal, de
norte a sur. Y entonces había que mirarla. Era una excentricidad labrada en
mármol, alfombrada, de pasamanos dorados. Y si el visitante obnubilado desviaba
la mirada un poco a la derecha, hasta se podía encontrar con los ojos de
Júpiter, lanzándole con furia sus relámpagos, Fulgurátor, colocado vigilante en
el interior de una hornacina. Y uno no podía sufrir el peso de sus ojos sin
menoscabo. La escalera presidía una amplia sala central a la que daban muchas
puertas. Con tantas sillas que daban la impresión de haber sido dispuestas para
acoger a toda la congregación luterana; mas tan anárquicamente distribuidas que
parecía que nunca se llegó a decidir qué orientación había que darle al altar,
o dónde colocarlo. Y no era cosa de errar en un asunto tan importante y
provocar la ira de Júpiter, tan cercano. Llenaban toda la casa en una profusión
de estilos que podían memorizarse como una letanía: Reina Ana en el salón,
Chippendale Gótico en el comedor, Sheraton en la biblioteca, Hepplewhite en la
sala central (o salón de Júpiter, para los familiarizados con la casa), King
George en los despachos (con hojas de acanto) y en el salón caoba o breakfast room (con cabezas de león),
Luis XV en los dormitorios... Pero el antiguo señor de la casa contemplaba este
esplendor más afligido que deslumbrado. Se daba cuenta de que Protch no había
cambiado nada ni había dejado su huella en el mobiliario, como si siempre
hubiera estado aguardando su regreso. Lamentaba no haber venido antes a
visitarlo. Nike dejaba que su mirada vagase indolente, ahora que se sabía
curado de viejas afecciones. Pero miraba con desapego, sin estima ni aprecio. Y
se estaba olvidando de que sus pensamientos se transparentaban y de que,
seguramente, Protch los estaba leyendo.
–Esta
casa parece oprimir a veces, como si impidiera respirar. ¿No te ha dado nunca
esa impresión, Nike? Quizá sea cierto que hay casas que están malditas. Algún
motivo habría para que los Woodward se negaran a residir en ella. Pero,
perdóname –añadió de pronto. Había empezado a hablar con Nike como si fuese el
habitual receptor de sus pensamientos–: he dicho una tontería. Tú has vivido
aquí y seguramente te estoy ofendiendo.
–Te
estaría ofendiendo yo a ti, en todo caso. Y si has hablado, es porque
adivinabas lo que estaba pensando. Es verdad que nunca fui feliz aquí, y que
empecé a considerarla inhóspita y fría. Pero más tarde descubrí que me habría
sucedido lo mismo en cualquier parte, porque el frío, en realidad, venía
conmigo. Las casas, Protch, son inocentes.
–Entonces,
la señora Woodward...
–La
señora Woodward gozaba de unos celos
enfermizos. Aunque finalmente tuvo motivos sobrados. Es algo bastante prosaico
y nada desacostumbrado: sorprendió a su marido faenando en otra alcoba. No le
pasa nada a la casa, Protch –exclamó Nike con convicción. Pero empezaba a
sospechar que el hombre que lo miraba no era todo lo feliz que él había
imaginado. Volvió a lamentar no haber venido antes. No estaba seguro de no
haberle entregado un regalo envenenado.
–Vamos
al salón caoba, Nike. Quiero que tomes algo.
Se dejó conducir mansamente. El salón caoba
era la sala a la que se solía pasar a las visitas; pero también servía de breakfast: la habitación al lado de la
cocina donde desayunaban los señores de la casa. Nike sabía que era un lugar
acogedor y entró sin vacilación, pero su mirada no pudo pasar del hogar. Se
acababa de dar de frente con la primera novedad, y un brillo rápido y furtivo
delataba que los ojos se le estaban llenando de finos cristales. Allí, sobre la
repisa de la chimenea, y entre relojes de ónice, soberbias palmatorias de plata
y esculturas de náyades desvestidas, había una fotografía de sus abuelos:
Thomas y Deborah Siddeley. El viejo conservador había preferido siempre los
retratos al óleo porque decía que las cámaras no le hacían justicia; pero en
esta ocasión parecía haber olvidado la pose de digno caballero, y ello le
favorecía. Sonriente, casi bisoño, rodeaba con los brazos afectuosamente a su
mujer. Y ella, con aspecto risueño, lo observaba sardónica, jocosa,
asombrosamente viva, iluminando el retrato. La luz, adquiriendo nitidez en su
mirada, enfatizaba matices, brillos. Resultaban inquietantes los limpios ojos
de su abuela –recordaba Nike–, que siempre dieron la impresión de que ocultaban
algún secreto. La conocía muy bien. Se había criado con sus abuelos en Siddeley
Priory; y las imágenes de su infancia se agolparon y amenazaban con ahogarlo.
Protch se quedó en silencio junto a Nike y,
cuando lo vio llorar, desvió respetuosamente la mirada, la cual, sin saber
dónde posarse, se le fue por los vericuetos de la memoria. Había pasado más de
media vida al servicio de los Siddeley y conocía bien las andanzas y
vicisitudes de esta familia linajuda, de su añeja estirpe, codiciosa y
altanera. Que ya era rancia cuando el primer Thomas Siddeley conoció a Lutero
en 1529, poco después de la Segunda Dieta de Espira. Los Siddeley eran oriundos
de la región de los Cotswolds de Gloucestershire y durante generaciones habían
vivido de la lana, la riqueza por la que la región era famosa en todo el mundo.
Pero la historia ya no recuerda en qué momento los primitivos pastores Siddeley
se tornaron dueños de inmensos rebaños para acabar como sagaces comerciantes
que pronto se enriquecerían con la exportación, beneficiándose de los nuevos
mercados que les abría la Liga Hanseática. De los Siddeley eran bien conocidas
su tenacidad, la industria con la que sabían colocar sus mercancías y su falta
de escrúpulos, facultades indispensables para amasar capitales y haciendas. Y
así, el ya acaudalado Thomas Siddeley se hizo con una fortuna considerable; y
años después, en uno de los meandros de la enmarañada historia religiosa del
país, engrandeció el patrimonio de su familia adquiriendo las ruinas de un
viejo priorato y construyendo la gran casa solariega de Siddeley Priory. Su
mujer le había dado ya tres hijos varones y se hallaba encinta de su cuarto
vástago mientras él se hallaba de viaje de negocios por tierras alemanas. Y
hallándose a la sazón en Marburgo, conoció a Lutero y a otro personaje clave:
William Tyndale. Éste, natural también de Gloucestershire, había dejado su país
tras ser acusado de herejía, aunque la acusación se desestimara por falta de
pruebas, y ahora vivía exilado en Alemania, donde permanecía completando la
primera Biblia en lengua inglesa, que sería editada en enero del año siguiente.
Thomas Siddeley, influenciado por estas dos figuras fundamentales en la
historia, o influenciándolas (según es rumor repetido entre los Siddeley), se
convirtió a la fe de la Reforma, lo cual marcaría el devenir de la familia. De
regreso a su país, el hijo que le nació, casi a la par que la Biblia de
Tyndale, fue llamado, en honor a ambos reformadores, Martin William: el primer
Martin Siddeley. Pero había otro personaje primordial en esta historia: el rey
Enrique VIII. El hombre que en otro tiempo fuera llamado “Defensor de la Fe”,
en busca de un sucesor varón, necesitaba la dispensa papal que le permitiera
divorciarse de su mujer, Catalina de Aragón, para desposarse con Ana Bolena.
Pero ésa es una historia conocida que no se repetirá aquí. Baste recordar que
el rey, excomulgado por el papa Clemente VII en 1533, acabó abrazando el
protestantismo y convirtiéndose en cabeza de la Iglesia. En 1536 William
Tyndale fue traicionado; y cuando en la mañana del 6 de octubre era conducido a
su ejecución, pronunció su famoso grito: “¡Oh
Lord, open the King of England’s eyes![2]”,
pues desconocía que los ojos del rey, su anterior antagonista, ya estaban
abiertos a la misma fe. En esa época oscura comenzaron las rapiñas en los
monasterios y las persecuciones a los católicos; y Thomas Siddeley, el gran
intrigante, supo infiltrarse en todo ese ambiente de temor y conspiración y
salir con beneficio. Los últimos años de su vida, sin embargo, iban a ser
amargos. Porque tuvo que ver la muerte de sus tres primeros hijos, y cómo
solamente Martin William lo acompañaría en su vejez. Thomas Siddeley, en medio
de su feroz amargura, consideró el hecho de que su hijo Martin se salvara como
un signo de que Dios lo bendecía por su conversión y de que había sido Su
voluntad que sólo a Martin y a sus descendientes correspondieran Siddeley
Priory y los bienes de heredad. Sin duda –reflexionaba Protch– había sabido
interpretar la voluntad divina, pues la línea sucesoria se había mantenido
ininterrumpida de padres a hijos desde Martin William Siddeley hasta el día de
hoy. Por ello no es de extrañar que a la gracia de Dios se atribuyera también
la larga vida de Thomas Siddeley, que moriría a los 70 años, poco después de
conocer al primer hijo de su hijo Martin, el nieto que aseguraba la
continuidad; quien por el rey, y por Lutero, fue llamado Henry Martin. Al hijo
y al nieto del gran Thomas Siddeley les tocaría vivir los días del reinado de
Isabel I, y como protestantes, prosperaron, aunque nunca llegaron a ser
ennoblecidos, seguramente por su perpetua fidelidad a Lutero y su alejamiento
progresivo de la Iglesia del país. El curso de los siglos siguió contemplando el
esplendor creciente de los Siddeley; y la llegada de la Revolución Industrial
los halló preparados. Despuntaron entonces como una de las compañías textiles
más importantes del mundo, y ése sólo fue el comienzo de un sinfín de acertadas
inversiones y participaciones en todo tipo de sociedades. Pero Protch retomó
sus pasos y volvió a los primeros Siddeley, recordando de nuevo una de sus más
llamativas singularidades: cuando Henry Martin Siddeley llamó a su primer hijo
varón Martin Thomas estableció dos leyes, mantenidas y veneradas por la familia
como tradición inquebrantable, como si el orden de colocación de esos nombres
de raíz histórica les aportaran más solera y abolengo que escudos de armas o
títulos nobiliarios. Primera ley: desde Martin William Siddeley todos los
primogénitos han sido llamados Martin, alternativamente en el primer nombre y
en el segundo, dándose la circunstancia, no reglamentada pero nunca discutida,
de que el nombre que quedara libre había de ser siempre uno distinto, no usado
anteriormente. Segunda ley: desde el primer Thomas Siddeley el nombre Thomas se
convirtió en un legado de bisabuelos a bisnietos, de tal manera que siempre
tres generaciones después de un Thomas Martin, y en virtud de la primera ley,
el mundo daba la bienvenida a un Martin Thomas. Y viceversa. Esta tradición
había sido transmitida, como ley inmutable, hasta Nike, hoy por hoy el último
de los Siddeley. De su abuelo, Thomas Martin, nació el padre de Nike: Martin
Washington. Y de este modo él, Nicholas Martin, no tenía elección: había venido
al mundo como un pequeño Atlas obligado a cargar sobre sus hombros con el peso,
si no del Universo, sí de una creación; había de tener un hijo varón cuyo
nombre estaba ya predeterminado: Martin Thomas. Pero Protch se preguntaba si
Nike seguiría la tradición, si se acordaba de ella. Y de manera natural, pues
los saltos que daban sus pensamientos, aunque bruscos, seguían una lógica
indiscutible, recordó una mañana, espléndidamente azul, en que, recién llegado
al servicio de los Siddeley, el abuelo de Nike lo llamó aparte para contarle la
historia de la familia. Empezó a rememorar al viejo Thomas Martin: lo imaginaba
a caballo en Siddeley Priory o amonestando a los criados en su casa de
Cheltenham, siempre con su mentón adelantado, su andar erguido, su modo
ampuloso de recargar los detalles, las invenciones de su propia cosecha. A
menudo se comportaba como un pomposo tirano que lograba impresionar a todo el
mundo, menos delante de su adorada Deborah, la única ante quien osaba mostrar sus
debilidades. Tan iguales y, sin embargo, tan distintos, fueron Martin y Alma,
los padres de Nike, a los que éste nunca llegó a conocer. No era la primera vez
que Protch se había preguntado cuánto sabría él de la verdad. Pero justo en ese
momento el último de los Siddeley lo interrumpió, sacándolo abruptamente de sus
cavilaciones.
–Parece
–dijo Nike risueño, volviendo en sí–, que estabas repasando el álbum de la
familia: los Thomas y los Martin. –Pero su mirada delataba ahora un mohín de
resignado cansancio–: es una tradición abrumadora, Protch, y me fue imposible
esquivar toda su carga de melancolía en los momentos de mi vida en que hube de
tomar mis propias decisiones.
–Me
gustaría saber... –se aventuró Protch, en parte para escapar de la nota de
fatalidad que habían tenido las últimas palabras de Nike–, es un atrevimiento,
pero me gustaría preguntarte qué hiciste con los viejos retratos familiares.
–Puedes
hacerme cualquier pregunta, Protch. Verás: en un momento determinado esa
cuestión llegó a robarme el sueño –suspiró–; hasta que finalmente decidí que
debían estar en Siddeley Priory, aun sabiendo que por allí no había de volver.
Con todo, no pude separarme de los retratos de mis padres y los dejé aquí, con
la seguridad de que vosotros los apreciaríais, y de que un día, quizá, podría
venir a verlos. Perdóname: no es mi intención abrumarte con mis propios
recuerdos. En fin –concluyó–, ese tiempo pasó. He de seguir tal como soy.
–Por
favor, Nike, siéntate. Tienes que tomar algo –dijo Protch carraspeando, intentando inútilmente aclarar la voz. Pero apenas hubo
logrado dar unos pasos hasta el hermoso aparador de caoba donde guardaba las
bebidas, fue fulminado por el recuerdo de los titulares del Hazington Herald, el diario local, que
había colocado esa misma mañana, distraídamente, sobre la mesita a la que ahora
se acercaba Nike. Las fauces de los retorcidos leones King George de las sillas
que la rodeaban parecieron abrirse de pronto con la misma expresión de alarma.
No iba a poder evitar que leyese lo que él había leído: Nuevo suicidio en el Puente Rage. Hallado el cuerpo de una indigente en
las aguas del Kilmourne. Se desconoce su nombre. Era demasiado tarde. La
mirada de Nike se cruzó con la suya.
–Escueto
–dijo Nike–, y sin alma. De todas formas, a la Ciudad se le habría olvidado su
nombre mañana. Y dentro de unos días ya nadie se acordará del suceso, ni su
historia tiene interés: otro suicidio en el mismo puente; una indigente sin
importancia, nadie que deba preocuparnos. No temas, Protch: conocía la noticia.
Me he retrasado viniendo hacia aquí al encontrarme por el camino con uno de los
que más la quisieron, pero lo supe ayer. Debió acercarse al Puente Rage el
sábado por la noche. La conozco, desde luego. En esta ciudad los que habitamos
la calle nos conocemos todos... y tenemos nombres. Hablé con ella en algunas
ocasiones, pues era una de los Proscritos y yo vivo con los mendigos de la Mano
Cortada. Veo que no has oído esos nombres. Pero no te espantes: no te estoy
hablando de extraños clanes de propósitos sanguinarios. Son sólo dos arrabales
que están contiguos. Así son de pintorescos los nombres de esta ciudad
iniciática. Permíteme que añada en su memoria algunas palabras, a modo de
plegaria: “te recordaré, Vera Lloyd, la de la mirada esmeraldina y los cabellos
de lava. En el breve tiempo en que nos tratamos conseguiste hacer un surco en
mi corazón, porque somos miembros de la misma orden: los hijos de la calle, los
manchados de tierra.” ¡Vera!: una mujer siempre enamorada y estremecedoramente
viva, incluso en sus frecuentes delirios. Porque en los últimos tiempos vivía
esclava de la absenta, su postrero amante. Pero no estoy seguro de que quisiera
saltar. Tal vez tuviera un espejismo. Tal vez oyera la voz de su Johnny, el
hijo que se le murió, llamándola dulcemente desde el río. Sus compañeros no
pueden explicárselo. Estaba llena de vida, Protch. Y se hace necesario
desterrar ciertas ideas equivocadas: caminar en la calle no significa dar pasos
resignados, como de tránsito, como el que se sabe viviendo sus últimos días en
una tierra sin forma ni causa que maltrata y apalea, esperando que llegue una
muerte venturosa que rescate del dolor y la miseria. No estamos esperando la
muerte, Protch. Vivimos como podemos, pero queremos y vivimos. Aunque de nuevo
te pido perdón: me estoy extendiendo demasiado.
–Al
contrario –opuso Protch, tan interesado en lo que contaba Nike que estaba
olvidando el vaso que sostenía en las manos y no se decidía a llenar–. Estoy asistiendo con emoción a las palabras
de un hombre al que creía conocer hablando con calor de las personas que ama.
Hay un cambio en ti. Y en tu lenguaje. Por eso espero que entiendas mi
intención si te digo que me gustaría saber quién eres. Y lo que puedo decir de
mí es que no tengo prisa, y que escuchaba con interés. Quisiera que me dieses
la oportunidad de conoceros, Nike.
–Estoy
abrumado, Protch. Y tal vez por eso quiero añadir algo, porque no siempre
resulta fácil ver lo sencillo, aunque nos lo pongan delante de los ojos: para
que un mendigo abra su corazón, sólo necesita ser comprendido; y que lo
escuchen con interés. Y tú me estás ofreciendo, sin limosna, las dos monedas; y
me has removido algo en el alma cuando has hablado de que quieres conocernos,
en plural. Llegados a este albur, nunca opongo resistencia. Podrás saber de mí,
o de nosotros, todo lo que desees y...
–pero se quedó callado de repente, un súbito terror retorciendo por un
segundo sus facciones. Protch acababa de poner en sus manos un vaso de whisky escocés
genuino, añejado, de cebada malteada.
–Perdóname
–respondió confundido–, ¿tal vez no debí habértelo ofrecido? Es sólo una
bebida, nada más: no te estoy sirviendo, Nike. Pero no rechazaste mi invitación
de entrar y me pareció natural que tomaras algo.
–Perdóname
tú a mí. Soy demasiado transparente y hay veces en que maldigo no saber dominar
mis expresiones. Y lamento tu confusión. Porque no tienes nada que reprocharte.
Antes al contrario: estás respetando, sin conocerlos, nuestros preceptos más
venerados. Pues incluso en la calle hay reglamentos, Protch; y tenemos unos
códigos: leyes en realidad, pero les damos ese nombre. Son los códigos del
Universo y de la Tierra, las leyes de los mendigos. Sirven para ayudar a andar
y no subyugan; tal vez porque nunca han sido escritos. Y tu sabiduría te ha
hecho ver que no aceptaría una limosna de ti, pero que nada impide que invites
a un amigo. Si es cierto que no lo soy todavía, aceptaría tu invitación porque
me gustaría llegar a serlo. Pero si me quieres bien, Protch, no me des de
beber. Hace años que estoy peleando en esa terrible batalla, la misma en la que
tantos han sucumbido. Y no sé si puedo decir que lo he dejado, porque es una
lucha que no tiene tregua; y la única seguridad la da llegar a la noche y
repetir que se ha ahuyentado el fantasma de la recaída, por otra jornada. Así
que no lo voy a beber, pero no quiero parecer desagradecido; sí te aceptaría,
en cambio, un café.
–Comprendo;
y no necesitas añadir nada más. Acompáñame entonces a la cocina. Y mientras te
lo preparo, me puedes contar, sin prisas, lo que desees contarme.
–Hagamos
un trato. Te contaré lo que quieras, pero sólo si antes me hablas de ti.
Protch asintió y se dirigieron a la cocina.
Nike me había descrito las escenas del salón caoba, en las que había ido
pasando de la sorpresa al sobresalto. Y no menos sobrecogedor estaba siendo
observar el corazón de Protch, río caudaloso al que las obligaciones sociales
habían puesto un muro de contención y que parecía haber estado aguardando
cuatro palabras de otro corazón sincero, uno que pesara lo mismo que el suyo,
para que sus aguas claras se desbordasen. Y un día Protch me había de contar
que la llegada de Nike había sido la pólvora y que vendría un tiempo en que se
alegrase de que la explosión hubiera dejado al descubierto las compuertas.
Por mi parte añadiré que se habían
encontrado en una mañana en que la tenebrosidad de la bruma no le pudo al
amanecer; y que, como es bien sabido, para que éste retorne cada día, el dios
Ra ha tenido que pasar la noche en la Duat batallando con Apep, la serpiente
del mal. Pero ayudando a su padre, en la barca que los lleva al mundo
subterráneo, está la Maat, el orden cósmico (porque de aquello que hayas dado
se te dará). Sin duda, el equilibrio y la justicia de la Maat estaban con
Protch, y cuando su corazón fuese colocado en el platillo izquierdo de la
balanza, pesaría igual que la hija de Ra y podría irse con ella y volver al
amanecer, con su claridad. O tal vez, si siguiendo las estaciones era su
capricho detenerse a brillar en el cielo nocturno, la Maat lo bendeciría porque
la estrella de Protch es Arcturo, alfa de Bootes (el Boyero): el guardián que
vigila de las Osas el equilibrio. Herbert Protch, como tu estrella, habías de
ser el centinela luminoso de los seres confiados a tu cuidado. ¡Oh, Arcturo,
lámpara del boyero, el servidor; el oso noble que devino estrella brillante!
Pero le dejaremos de nuevo la voz a Nike. Y
ruego que me perdonen porque les conceda –y es que los quiero– algo de mi calor
y de mi aliento en los símbolos. Estaban –decíamos– en la cocina. Y como tantas
veces hicieron Nike y sus compañeros, conversaban con palabras francas, abiertas;
apoyándose continuamente en la fuerza de sus vocativos: de sus nombres cortos,
estimulantes; antes de que, en la progresión de su amistad, aprendieran a darse
nuevos nombres:
Cuando atravesé la puerta que unía el salón
caoba con la cocina, ya tenía la convicción de que Protch quería sinceramente
que me quedara. Y si a lo largo de mis dos vidas había aprendido a leer en el
corazón de los hombres, supe que se alegraba de haber admitido en su hogar al
Nike desconocido, más que al recordado; que si bien no se olvidaba del señor
Siddeley y quería saber qué había sido de él, podía aguardar para encajar las
piezas del rompecabezas de lo que él llamaba para sí el enigma Nike, porque
entretanto estaba empezando a apreciar al mendigo. Y cuántas veces, en el simple
reconocimiento del afecto, el calor que se desprende se vuelve espejo; y si
entonces se mira hacia adentro, se ve que se van rellenando las oquedades y ya
no se está solo, porque la soledad vive del vacío. En cualquier caso, me fue
imposible no volver a estremecerme; y, tras años de sorpresas continuas, la
vida me seguía sorprendiendo. Por eso, durante el café, no tuve más opción que
desherrar las bisagras del corazón para abrirle la puerta.
Me deslumbró la claridad que venía del
norte, como si, muerta la niebla, la luz hubiese sido liberada y quisiera
estrenarse. Era un día radiante y me asomé a la ventana para contemplarlo. Pero
entonces, saliéndome al paso con sarcasmo, la horrenda silueta del Puente
Hammerstone me escupió su fealdad. El Heatherling, en cambio, sí que era bello,
a pesar de que lo tenían descuidado; realmente los ricos no ponían el mismo
celo en sus posesiones. Una familia de ratas que lo atravesaba en ese momento
pareció mirarme furiosa, contradiciéndome. Sin duda, las ratas del Heatherling
pertenecían a una clase más elevada. Desvié la vista, mas no consiguió
consolarme la imagen presuntuosa de la orilla norte de Newchapel. Pero pensé
que igualmente sus casas no se complacerían de la visión, si me estuviesen
observando. Éramos ahora dos mundos opuestos, irreconciliables. Al fondo,
vagamente entrevistas, las fachadas deslucidas de Northchapel tenían el aire
indiferente y socarrón de quien se está riendo de ellos… y de mí. Protch me
miraba.
–Al
fin y al cabo –repuse–, sólo he cambiado de río. Recuerdo que cuando vivía
junto al Heatherling le encontraba cierta belleza. La que tiene todo aquello
que, aunque ha nacido para ser indómito, es después civilizado. No viven
mendigos bajo sus puentes, Protch. Estaríamos desnudos bajo sus bocas demasiado
abiertas, como las bocas del escándalo. Al Kilmourne, por el contrario, lo
reverenciamos como a la libertad, como a la calle. Nosotros solemos decir que
la calle es la madre y la puta, la que lo mismo te amamanta que te traiciona;
pero de que sea la madre, y de que sea la puta, sacamos la fuerza necesaria
para seguir –suspiré, y dándome la vuelta, concluí–: de todos modos, me gustan
los dos ríos, porque me han enseñado a respetar a las aguas. No se quiere
apartar la mirada estremecida cuando se las comprende. Hubo una ocasión, hace
años en Venecia, en que desaproveché la oportunidad de hacerles caso. Entonces
fueron testigos de un diálogo que mantuvimos a solas yo, San Marcos y los
canales. Pero me perdí. Hasta que mucho tiempo después la conmoción me rescató
una noche mirando a los cielos; y en ese momento comprendí que la magnificencia
del Universo puede conducir al paganismo o a la religión, pero no suele dejar
indiferente.
Temí estar abusando de su paciencia, pero
Protch me alentaba con la mirada. Me había rogado que me sentara y me había
preguntado si no quería algo de comer para acompañar al café. Le prometí,
mintiéndole, que había comido espléndidamente aquella mañana. Tal vez podía
haber derribado esa barrera en ese momento, pero quise esperar, y estoy seguro
de que sabes por qué. Me senté, en cambio. Me había asegurado que me hablaría
de sí mismo en tanto me viera bebiendo el café.
–Conmover
debería tener sustantivo –continué–, y conmoción es insuficiente. Porque si es
verdad que suele llegar con sobresalto, más a menudo viene con el
estremecimiento de la ternura. Y no es lo mismo, Protch. Pero nosotros solemos
hablar de conmoción para no confundir la suavidad de conmover con la
incomprensión del que compadece. Porque compadecer quiere decir padecer con tu
semejante; y si al observar su sendero, se deduce que es necesario sufrir con
él, tácitamente se está diciendo que su vida no es digna y entonces hay que
llevar al compadecido a la dicha pretendida de quien entrega la compasión. El
que se conmueve, sin embargo, se mueve en tu dirección, y tanto puede sufrir
contigo como regocijarse; y es frecuente que prefiera tu compañía y no te
niegue la dignidad. Así que no me gusta la compasión, Protch, pero vivo de
ella. Porque el limosnador no se para a distinguir.
–Te
expresas con convicción, Nike –me respondió–; y es imposible no asentir. Me
estás haciendo ver con claridad. Y te lo agradezco. Espero, entonces, no
haberte mostrado mi compasión. Y si hubiera sido así, te pediría disculpas.
–En
absoluto. Me estás ofreciendo la comodidad de poder moverme en tu dirección. Y
por eso también me están llegando tus emociones, como si me estuviesen
hablando. Y si las interpreto bien, me dicen que hay sentimientos que deseas
expresar, pero que todavía no sabes cómo hacerlo y entretanto prefieres seguir
escuchándome. No –añadí. Protch me miraba perplejo, asombrado de que estuviera
leyendo su pensamiento–, no soy clarividente. Te comprendo bien porque hace
años pasé por un trance similar; un tiempo en el que me acostumbré a escuchar y
hablaba menos que oía. Por entonces utilizaba sobre todo frases cortas,
estremecidas. Y ahora no sé si podré evitar este tono plañidero, en apariencia,
porque la conmoción sigue tomando mi voz y hace que las palabras me salgan como
de un llanto interior. Y si aún te preguntas por mi lenguaje, debes saber que
las personas que amo me estremecieron y que muchas de las que me oyes son sus
expresiones. Son palabras que me hicieron atesorar, de las que quise
apropiarme. Con ellas se ha ido tejiendo una historia. Y en esa historia me he
ido creando. Ahora puedo llevarlas como prendas; si se comprende que las llevo con el orgullo perdonable de las lágrimas
derramadas en Verôme.
Mas como vi que volvía a mirarme con
perplejidad, continué:
–Perdóname:
te estoy abrumando con los conceptos –pero una nueva idea me estaba surgiendo,
provocada por la actitud suplicante de Protch, que me invitaba a seguir. No
parecía fatigado–. Tal vez un día me oigas la historia de Jacques Verôme, o lo
que yo sé de ella por las palabras de alguien que lo conoció. De todas formas,
no es necesario haberla oído contar. Nosotros llamamos motivo de Verôme a ese
momento en la vida de toda mujer, de todo hombre, en que el destino los
enfrenta ante sí mismos y los invita a contemplarse detenidamente en un
cristal, de cuyos reflejos pueden venir el espanto... o el reconocimiento y la
reconstrucción. Y hasta es posible que lleguen a la vez, mano con mano. En esa
hora hay que detenerse en el camino y decidir hacia dónde se va. Y es
recomendable observar de dónde se viene y examinar el peso y la medida. Porque
si el dolor y el hastío son libras colocadas en un extremo de la romana; y si
de contrapeso se le opone la medida de los años perdidos, se puede concluir que
la indignidad es el comienzo del equilibrio. Y ya se puede avanzar. En ese
momento sólo queda decidir qué hacer con la libertad que Verôme ofrece. Y
siempre se puede preferir la suavidad del regreso; o proseguir hacia adelante
con determinación, ya sea en la redención o en el exilio.
–Comprendo
–repuso Protch, que parecía comprender–: en un momento de la vida se hace
necesario detenerse para poder continuar; y hay que evaluar el pasado y el
presente para saber hacia qué lado queda el futuro. Sin duda, Nike, me estás
dando en qué pensar. Sólo lamento que hayas tardado tanto en pasarte por aquí.
–Protch,
me gusta ser leal con las personas que quiero. Y aunque has prometido que
cuando salga el café tendría noticias tuyas, no te puedo dejar que comiences
sin haber sido totalmente sincero contigo. Porque te debo una explicación –pero
me detuve. El sonido de la cafetera impedía la conversación. El aroma del café,
esa exhalación intensa de tierra y bronce cargada con su efluvio de sendero y
humedades, tenía la virtud de embriagarme con su traqueteo de huracán, su sabor
corpóreo y su olor evocador. Me gustaba tomarlo muy caliente, negro,
ligeramente azucarado. Pero debía seguir–: llevo tres años y cuatro meses en la
calle. Tú llevas sólo dos meses menos en Deanforest. Esta ciudad no es lo
bastante grande como para que no nos hayamos cruzado en ese tiempo, y en
realidad nos hemos visto alguna vez. Sí, Protch, aunque no me hayas reconocido.
Nos hemos visto alguna vez e incluso en una ocasión me has dado limosna –atajé
suavemente sus palabras. Sus ojos componían un signo de interrogación y un
ligero reproche–. Perdóname, no podía hacerlo de esa manera: no podía
sobresaltarte, presentándome de repente. Sospechaba que por muy extrañas ideas
que te hubieses hecho de mí en estos años, nunca me imaginarías en la puerta de
la Basílica con la mano extendida. De todas formas, no quiero que pienses que
hubiera sentido vergüenza si me ves allí, tal como soy. Es difícil de explicar.
Creí que lo más adecuado era continuar sin darme a conocer; o bien presentarme
ante ti abiertamente y explicarme. Y tal vez no habría resuelto nunca el dilema
si algo no me hubiese movido a la urgencia. Verás, Protch: anoche los caminos
del azar me habían llevado a Rivers’ Meet, cuando de manera inesperada te volví
a encontrar. Yo... perdóname, porque no sé cómo decirlo sin herirte. Y no sé si
tengo derecho, además. Por eso prefiero que libremente consideres si hay algo
que me quieras contar. Yo sólo puedo añadir que en ese momento decidí que no
podía esperar más. Necesitaba verte. Bien, aquí estoy. Y ya sabes lo bastante
de mí como para mandarme de vuelta adonde he venido, si he ido demasiado lejos.
En ese caso, te pediría perdón y me volvería. Y sin reproches: satisfecho de
haberte saludado.
Pero no estaba preparado para su respuesta.
El café se me había de hacer nudo en la garganta.
–Comprendo:
me viste llorar, si me viste anoche en Rivers’ Meet. Vagamente, me parece
recordar una figura solitaria que me observaba de lejos. Pero quédate donde
estás: nadie te va a expulsar de esta casa. Y déjame que repita que sólo
lamento que no hayas venido antes, tal como eres. Nike –y de repente dulcificó
su voz, pronunciando mi nombre con afecto–, eres un hombre prudente y sensato y
voy empezando a entender que sigues un rumbo determinado para llegar al
corazón, aparentemente desordenado, pero irreprochable. Y no has podido ser más
franco. Déjame recapitular y dime si me equivoco: desde que llegaste, no has
parado de repetir que quieres que te dé noticias de mi salud. Y a continuación,
me abres los ojos para que no te confunda con un hombre al que sabes que
recuerdo con afecto pero que sabes igualmente que ya no me puede ayudar. Me
haces ver que la amistad es un camino difícil que en las circunstancias
anteriores es imposible; para después dejarme conocer, lenta pero abiertamente,
al hombre que me está extendiendo la mano, por si quiero aceptarla. Así que te
ruego que no tengas prisa por terminar el café. Te prometí que te hablaría de
mí, y aunque no estoy acostumbrado a expresar mis emociones, haré un esfuerzo.
Bienvenido seas a esta casa, Nike.
Me fue imposible responder y Protch, que lo
sabía, no hizo comentarios. Se detuvo un instante para organizar sus ideas, y
comenzó:
–Realmente,
no sé por dónde empezar. No podría decir, ni aunque mi vida dependiera de ello,
qué fue lo que me impulsó; sólo sé que de repente sentí que necesitaba llorar.
Es difícil saber de dónde me viene la tristeza que en los últimos tiempos me
invade. Supongo que es un cúmulo de circunstancias y quizá necesite pararme a
meditar qué es lo que me está sucediendo. Nike, me gustaría que me dijeras si
ese Verôme del que me has hablado le llega a todos los hombres, porque si es
así, es posible que esté llegando, y en el momento adecuado.
–Seguramente
es así. Pero continúa, por favor.
–Mirando
hacia atrás, es posible que esta tristeza venga de lejos, pero que en los
últimos días se haya agudizado por la ausencia de Maude...
–Lo
siento, Protch, perdóname –lo volví a interrumpir, furioso conmigo mismo–: sigo
siendo un Siddeley; se ve que hay ciertas cosas que no pueden cambiar. –Parecía
que nunca podría desprenderme de ciertas indignidades casi genéticas. Durante
años, las personas que tenían el dudoso placer de conocernos gustaban de añadir
la vergonzosa coletilla: uno de los
Siddeley de Gloucestershire, por supuesto. Como si fuésemos los únicos de
ese nombre o los demás careciesen de importancia. Y respondíamos como burbujas
hinchadas; arrogancia y vanidades. Pero en ese momento me maldije porque mi
sangre Siddeley se revelara en aquel descuido imperdonable–. Debí haber
comenzado por preguntarte cómo está Maudie –pues con ese nombre había conocido
siempre a Maude Protch, de soltera Heath, una mujer asombrosa, fuerte, de una
belleza desacostumbrada, espléndidamente nórdica.
–No
te hagas demasiados reproches, Nike –me dijo Protch sonriente–: estoy seguro de
que hasta que entramos en el salón caoba esperabas encontrártela. Y después,
las emociones han podido contigo y tu preocupación por mi salud ha sido demasiado
fuerte. No temas: Maudie –y recalcó
con cariño el nombre que sólo yo le daba– se encuentra perfectamente. Esa mujer
tiene la fuerza de las madres romanas, firme y vigilante como una loba. Soy yo
el que no sabe estar sin ella. Seguiría siendo un chiquillo inmaduro si no la
hubiese conocido –y añadió como si no pudiera ser de otra forma–: la sigo
amando, Nike, apasionadamente. Se encuentra bien –dijo todavía ruborizado, mas
sin hacer ningún esfuerzo por ocultarlo–, y su vitalidad no ha decaído con los
años; pero hace cuatro días se marchó de la ciudad porque su hermano la
necesita. No sé si te acordarás de Mitch. Algunas veces pasaba breves
temporadas en Siddeley Priory.
–Me
parece recordarlo: rubio y rollizo como un angelote…
–Bien
–repuso con una sombra en la mirada–, sigue siendo rubio. Pero,
lamentablemente, poco le queda ya de rollizo. En los últimos meses se ha ido
consumiendo inexplicablemente y ahora es apenas un espectro, casi transparente.
Mucho nos tememos que no pase de este año. Está ingresado en un hospital de la
Capital y Maude acude a verlo cada día. Las noticias no son tranquilizadoras,
aunque parece que puede salir de ésta. Al menos –añadió– por otro par de meses.
Protch se expresaba con precaución pero
estaba siendo bastante claro. La enfermedad maldita, el último mensajero de los
Apocalipsis que proclamaban la cercanía del milenio, tenía nombre apenas desde
el verano anterior: el terrible síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Pero
todavía no se conocían bien sus causas y espantaba con su sola mención. Asentí
con pesar y Protch comprendió que había comprendido.
–Es
difícil hablar de ella y que la gente no te mire como a un apestado. O que no
piensen que llevamos en la sangre la misma calamidad y que podríamos
contagiarla.
–Protch
–respondí con severidad. Me negaba a consentirlo–: nos hemos abrazado ya. Mas
si te queda alguna reserva sobre si guardo alguna aprensión, nos abrazaríamos
de nuevo, ahora mismo. Nada temo y no voy a pasar por que te sientas como un
proscrito. ¿Es ésa, entonces, la causa de tu melancolía?
–Ésa
podría ser la razón última. Si Maude y yo podemos soportar las miradas
aterrorizadas de las gentes incultas, no podemos transigir con la injusticia
que se le está haciendo a Mitch, rodeado de insinuaciones que no logran
esconder una perversa satisfacción en lo que denominan la infalibilidad del
juicio divino, que de esa manera castiga ciertas conductas. Acabé por no
reconocer al Dios que me hicieron amar, tan deformado que produce náuseas. Ya
no sabía dónde buscarlo y finalmente atravesé una crisis profunda que me llevó
a perder la fe. Y nunca lo reencontraré si me siguen convenciendo de que se ha
ensañado con Mitch y sus amigos, que, digan lo que digan, son unos chicos
estupendos –no añadió nada más, pero me daba a entender más de lo que decía y
debo reconocer que me sorprendí: lamentaba no haber prestado suficiente
atención a Mitch Heath, al que apenas recordaba. Pero entonces me sentí
observado de una manera extraña, como si Protch, llevado de una intuición,
quisiera asegurarme que podía contar con él. Parecía estar sopesando mi fuerza
o mi debilidad. Me estremecí. Pero supe que no debía tener reservas con
Protch–. Y además de la enfermedad de Mitch –continuó– y de todo lo que conlleva, hay que sumarle mi
propia enfermedad: ya habrás observado que camino con dificultad, sobre todo
por las mañanas, cuando la artritis se vuelve más dolorosa. Me la
diagnosticaron hace poco más de un año. Pero mi enfermedad, mi tristeza, la
pérdida de la fe... Me temo que todo ello tiene un nombre mucho más sencillo,
Nike; se le suele llamar, simplemente, vejez. No me gusta pensarlo, pero me
estoy haciendo viejo.
–¿Qué
edad tienes, Protch?
–Sesenta
y ocho años, desde el pasado miércoles. Pero nada de esto es suficiente para
explicar lo que me ocurre. Porque ponerme en el lugar de Mitch me ha dado, en
realidad, una extraña fuerza. Así que no
es eso, a fin de cuentas. Son demasiadas causas y sólo debo pararme a buscar
cuál de todas ellas es la que me está consumiendo: tal vez el temor a perder a
Maude, o la ausencia de hijos a los que entregar nuestro amor y que puedan un
día sostenernos. No sé, tal vez esta perpetua soledad: no nos hemos labrado con
los años muchas amistades.
–Comprendo
–me expresé con dureza. De nuevo adiviné lo que sus palabras comedidas no se
atrevían a decir–, no han sido acogedores los vecinos, que Dios los confunda
–estaba furioso. Y empezaba a ver la irresponsabilidad de algunas de mis
decisiones–. Lo siento, Protch. No sé qué parte me corresponde en todo ello,
pero te pido disculpas si te he causado más perjuicio que bienestar.
–En
absoluto. No me hagas caso, Nike. Tal vez he sido demasiado irreflexivo. Pero
no voy a consentir que mis palabras te lleven a culparte de las indignidades de
los que no tienen nada que ver contigo. Y a pesar de todas las tonterías que
estoy diciendo, siento que tengo motivos para continuar hacia adelante. Esta
casa –me miró de reojo– es grande y da bastante trabajo, una vez que
renunciamos a tener criados; pues entenderás que no nos hubiésemos sentido
nosotros si nos veíamos servidos. Pero es acogedora y confortable y vivimos sin
apuros –iba a interrumpirle, pero se expresaba de manera inteligente y sabía
bien qué palabras no debía usar para no hacerme sentir incómodo–. Y en el
momento en que nos llegó, además, nos evitó bastantes inclemencias. El hermano
de mi padre, mi tío Aurélien, ya estaba fuera de todo peligro y pudimos dejarlo
en Orléans en buenas manos, o se habría venido aquí con nosotros.
Su tío Aurélien. Maudie y Protch se habían
alejado de mí para cuidarlo. Pero él no podía saber por qué extraños azares
llegué a conocer su recuperación y cómo de esa manera nuestros caminos
volverían a encontrarse por el mismo recodo por el que se habían separado. No
había preguntado por él porque tenía la completa seguridad de que se hallaba en
buenas manos, igual que sabía que ya no estaba en Orléans. Aurélien era el
tercero de los cinco hermanos menores de Fabien Protch, el padre de Herbert,
una familia de nueve hermanos de orígenes mezclados, mitad franceses y mitad
del País, una combinación estupenda.
–En
resumidas cuentas –continuó Protch–, este balance lo tenía que haber hecho hace
mucho tiempo. Muchas son las inquietudes que me afligen, pero estoy vivo; y
Maude, mi querida Maude, sigue conmigo. Bien, ésta era mi situación cuando un
tierno desconocido –sonrió– llega a mi puerta y me habla de Verôme. Y empiezo a
ver que todavía tengo tiempo de caminar y no tanto de lo que quejarme; porque,
de todos modos, ya debería haber aprendido que la felicidad no existe.
–Es
verdad que se esconde a veces. Y sin embargo yo diría que su certeza, como la
de tantos otros dioses, es incuestionable. Nos han mentido, Protch. Si se hace
difícil de reconocer es porque en algunas ocasiones la hallamos, pero educados
en el convencimiento de su inexistencia, pasamos por su lado sin verla. Y no
nos han explicado que la felicidad es un dios sin rostro, o una diosa
seguramente, que sólo vela deliberadamente sus facciones para que en la abrupta
senda que a ella conduce nos resulte tan fructífera la búsqueda como el
hallazgo. O será que sí la reconocemos pero que, como la libertad, nos parece
una idea devastadora y huimos espantados. Pero si un azar alguna vez nos la
revela, su imagen se aprehende entonces y para siempre. Después, sólo es
necesario no olvidar que es una dama caprichosa y fugitiva, que a veces se
muere joven y ya no reaparece. Pero no teme a la fortuna el que la ha poseído
por unos instantes, entregada y desnuda; el que ha despertado con ella bajo la
misma manta, sudoroso, estremecido; y ha ido de su mano a beberse después el
vino del amanecer.
–“Pero
si un azar alguna vez nos la revela”… Nike –me respondió en tono de súplica,
esforzándose en encontrar palabras imposibles, que tenían que resumir la
confusa mezcla de emociones que estaba experimentando. Vio que yo ya había
terminado el café y temió que me marchara–, me gustaría saber si es posible que
me ayudes a encontrarla, si no es un arcano que te esté prohibido desvelar. Y
también si vas a quedarte, si vas a responderme a algunas preguntas.
–Es sólo culpa mía, Protch, si no me he sabido
expresar y he dado, tal vez, la impresión de que era mi voluntad mantener algún
tipo de reserva. Pero no quería forzar mi presencia en tu casa y muchas de las
cosas que he debido decir eran necesarias. Después he sido yo el que ha
aprendido de ti, y ya no nos harán falta. Así que me quedaré unas horas, si lo
deseas. Pero no más tiempo, porque por la tarde tengo que regresar junto a
aquéllos que me están esperando; y he de salir a ganarme el pan diario –Protch
titubeaba, pugnando por averiguar si sería correcto el ofrecimiento que se le
venía, inevitablemente, a los labios. Esperé. Era importante que supiera si en
el breve tiempo que llevaba en su casa había aprendido la respuesta. Observé
sus dudas con ternura, pues me reconocía en ellas. Finalmente suspiré. Me miró
a los ojos con firmeza, pero no dijo nada–. Gracias, Protch, por las palabras
que no acabas de decir: el silencio es muchas veces la única respuesta válida.
Me quedaré el tiempo que consideres conveniente para intentar responderte.
Incluso a las preguntas que no te atreves a hacer. Porque hablaremos de todo.
Podemos hablar también de Deanforest, de qué pasaba por mi cabeza en aquel mes
de diciembre de hace tres años. Pero poner toda mi voluntad en el empeño no
garantizará que sepa hacerlo. Esa pregunta, por ejemplo, tiene una respuesta
compleja; y si me la hicieras en este momento, sería una buena muestra de que
puedo hablarte durante toda una mañana y finalmente no habría sabido hacerme
entender, porque para comprender las razones que me impulsaron habrías de
conocer primero los hechos que las precedieron y nada tiene sentido si no se
ven los acontecimientos en su secuencia correcta. Por eso, en realidad, cada
vez que hablaba contigo, ponía toda la intención en darte a conocer las claves
que necesitarías cuando me hicieras las preguntas. Pues siempre he pensado que
las ideas importantes deben ir al principio, aunque no se entiendan hasta que
las explique el orden cronológico. Es mi deseo, por tanto, complacerte; y el
sistema de responder a tus preguntas puede valer. Pero tal vez, perdóname, eso
no te ayude. Y si he leído bien lo que tus silencios me han ido diciendo, se me
ocurren otras posibilidades. En realidad –sonreí– me gustaría contarte la historia
de mi vida.
–Me
parece una idea excelente –repuso convencido.
Allí estábamos al fin. Las infinitas
ventanas de Protch habían logrado conmoverme y me habían sugerido lo que debía
hacer. Intuí que no necesitaba respuestas, sino valerse de mis ojos, tal vez de
mi corazón. Acaso sería insuficiente, como las mantas en las noches crudas. Y
los mendigos sabemos que en esa oscuridad sólo las palabras, a veces, tienen el
poder de llevarse el frío. La historia de mi vida podría ser una pobre manta,
pero era la única de la que disponía.
Ésa fue la primera vez que Protch tuvo que
poner un nombre a lo que observaba. Pues es una de las más conocidas leyes que
ante una realidad que no haya sido nominada, el ser humano se ve en la
obligación, y tiene legitimidad, de inventar su existencia con una palabra.
Mirando las nuevas líneas que dulcificaron el rostro de Nike, estremecido en
sus recuerdos, comprendió que en ocasiones, al sonreír, no se ayudaba sólo de
los labios, sino que alguna extraña fuerza parecía intervenir y una energía
interior lo atravesaba, como si sonriera con el alma. Y a esa realidad tuvo que
ponerle nombre, y desde entonces la llamó para sí la sonrisa interna de Nike.
Con el tiempo aprendería también en qué momentos se iluminaba.
–Esas
últimas palabras, Protch, se las oí hace años a un mendigo: “me gustaría
contarte la historia de mi vida”, me dijo. Así sobrecogen las cosas sencillas;
y de ese modo transforman. Le rogué que me la contara y tuve la suerte de oírla
y comenzar a encontrarme. Con alguna frecuencia las personas con las que vivo
gustan de inventar relatos. O sería más exacto decir recrearlos. Y no lo vas a
creer, pero yo tuve un contador de historias. Porque algún tiempo después uno
de ellos tuvo la osadía de poner los hechos de mi propia vida en forma de
cuento. Y el atrevimiento de venir a contármelo. Así que ya lo ves: no puedo
quejarme de mi fortuna.
–Me
parece que no te voy a contradecir. Porque compruebo que así es, en efecto; y
ya no sé por qué no me sorprende –dijo Protch, con una sonrisa cómplice.
–Me
gustaría contártela, aunque nada tenga de especial. Es, como todas, una
historia de indignidad y de dolor; de batallas y desesperanza. Pero también…
sí, de ternuras; de amor y lealtad. Y si te la cuento, tiene que ser con el
corazón desnudo. Quiero que mediante mis palabras, mis obras o miserias, me
conozcas. Estoy evocando, sin embargo, episodios a los que razonablemente
podrías objetar.
–Veamos
–contestó, con una expresión que daba a entender que le parecía muy improbable.
A pesar de la seriedad del momento, no pude evitar sonreír. Pero debía decirlo:
–Me
gustan los hombres, Protch.
–Sí,
Nike. Igual que a Mitch.
–No
parece sorprenderte.
–¿Puedo
ser totalmente sincero?
–Por
favor.
–Alguna
vez se me ocurrió pensarlo. Pero después
–sonrió– te las arreglaste para desorientarme.
–Comprendo
–intenté sonreír–, demasiadas mujeres. Bueno, Protch: ahí lo tienes. Debía ser
sincero. –Y lo estaba siendo. Aunque la verdad tiene puertas que dan a
inesperados corredores. Lo miré, algo inseguro, esperando su contestación.
–Nike:
“nos hemos abrazado ya. Mas si te queda alguna reserva sobre si guardo alguna
aprensión, nos abrazaríamos de nuevo, ahora mismo”. ¿Te satisface esta
respuesta?
–Mucho
más que una hoguera en una noche de frío. No sé qué decir, Protch. Gracias.
–Veamos
más objeciones.
–No
estoy seguro. Tal vez, aunque no dudo de tus palabras anteriores y sea cierto
que has perdido la fe, podría haber a veces comentarios, circunstancias… que
todavía te parezcan objetables. No es una historia al gusto de algunos dioses.
–Habla
con tranquilidad, Nike. En estos momentos, no podrían ofenderme. A Mitch le
gusta decir que sólo volverá a los templos cuando Dios pida perdón por Sodoma.
Tal vez sea una blasfemia, o tal vez…
–O
tal vez tenga razón. O tal vez debería pedir perdón si su destrucción hubiese
sido realmente obra de Él. Pero yo más bien creo que son palabras de un
exaltado que se creyó con derecho a hablar en nombre de Dios, que es inocente.
Es imposible que ése sea Dios-Destino, el creador de la armonía del Universo.
Son sus seguidores, Protch, los que llevan más de dos mil años ensuciando su
nombre.
–No
te falta razón. He conocido a algunos recientemente. Pero alegarán que son
ellos los que lo interpretan mejor, los únicos que pueden descifrarlo.
–Lo
alegarán, pero eso no les concede el derecho. Son unos usurpadores. No sólo se
apoderaron de Dios, hasta volverlo irreconocible, sino también de la riqueza
común de todos los hombres. Por ejemplo, ¿me puedes decir qué es un sentimiento
cristiano, Protch?: ¿El amor? ¿La misericordia? ¿La espiritualidad? ¿La
redención? Pero ¿no visten esas substancias la piel de toda la humanidad? ¿Con
qué justificación se las arrogan y dan por seguro que los demás vamos desnudos?
–Con
ninguna justificación. Ni soy capaz de localizar un sentimiento que sea
estrictamente cristiano. Pero me sorprendes: da la impresión de que hubieras
encontrado la fe que yo he perdido.
–No,
Protch. No creo que nunca deje de ser un escéptico. Aunque tal vez habría
encontrado a Dios si la voz de sus seguidores no estuviera siempre ahí,
perturbando la búsqueda con sus estridencias. Y, sin embargo, es verdad que me
sustento porque me sigo alimentando de una creencia: la certeza de que la noche
sucederá al día mientras me despierten cada mañana las voces de mis compañeros.
Así que tengo una fe, al fin y al cabo.
–Tus
compañeros... Nike, ¿puedo decir que algunas de tus palabras me sobrecogen?
–Nunca
sabré explicarte el poder de transformación que muchas poseen, Protch. O el de
algunos vocativos.
–Voy
empezando a distinguir una lejana luz en ciertas cosas sobre ti que no lograba
entender. Y observo de dónde pueden venir el resto de las objeciones, que en tu
delicadeza, no te atreverás a plantearme. Y es verdad que inadvertidamente
podría hacer un centenar de comentarios que no serían convenientes. Estoy
sinceramente interesado en conoceros, pero a mi modo de ver, ahora soy yo el
que se tiene que ganar tu confianza. No para que me hables de ti, que ya me lo
has demostrado, sino de las personas que te acompañan. Sólo te puedo prometer
que no voy a juzgarlas ni voy a intentar transformar a aquéllos que no me han
pedido que los transforme.
–A mucha gente, Protch, les lleva media vida
aprender lo que tú has aprendido en unos minutos. Estoy impresionado. Y
comprendo la urgencia que te guía. Antes de oír ninguna historia necesitas
saber, por ejemplo, si estamos bien alimentados. Así que haré un esfuerzo por
describirte nuestras condiciones de vida. Y podría empezar por decir que nos
las arreglamos para comer cada día. O casi todos los días. De un modo u otro,
el objetivo siempre es sobrevivir. Y en la calle se aprenden argucias para
lograrlo. Yo no lo llamaría indignidad, pero tú habrás de tener tu propia
opinión y yo no te voy a negar el derecho a juzgarnos. Mal que bien,
conseguimos agotar cada jornada. Y si no, siempre nos queda una indignidad
permitida, la de pasar la noche en el RASH.
–Sobre
el RASH, al menos, sí he oído hablar. Pero me parece que hay otro albergue
cerca de aquí, en la misma Castle Road, que tiene un aspecto algo más
reconfortante.
–Sí,
Protch. Earthkings se llama. Pero no existía hace un año. Y yo no voy a entrar,
de todos modos.
–Estoy
seguro, entonces, de que tienes tus razones. Y no te las voy a preguntar.
–No
quiero guardarme ninguna respuesta; sólo te pido que tengas paciencia. Yo no
voy a entrar; y nunca estaré seguro, pero posiblemente sea un lugar más digno.
Aunque es más bello dormir bajo las estrellas y algunas noches –me estremecí–
casi no hace frío. No te voy a mentir, Protch: no te estoy hablando del
paraíso. Vengo de los míseros portales y de las sucias esquinas, de un lodo de
podredumbre que puede destruir las certezas. Porque tampoco todos los mendigos
son de fiar. Como en todos los gremios, te puedes encontrar con leales o
miserables y hay mendigos y mendigos. Algunos hay que han estado pidiendo a mi
lado y se han vuelto a sus casas en coches de lujo. Otros que se están muriendo
de hambre y no aceptarían que les dieras de tu pan para poder negarte después
el trago de vino. El género humano está lleno de fantoches y ninguna calle se
salva. Pero a la mayoría de nosotros la necesidad nos une; y al juntarnos para
entrar en calor, la miseria, pero también el reconocimiento del dolor
compartido, se contagia de la carne a la carne, y el lodo de antes se vuelve la
arcilla que las certezas construye. He pasado algunas noches durmiendo entre
yonquis y borrachos, y a veces a escasos metros de algunos malnacidos. He
habitado con hombres destruidos y otros a los que todavía les merece la pena el
esfuerzo de levantarse. Pero el hambre que se come con ellos; el cansancio de
cada día que se va haciendo una insoportable rutina que conduce al asco... y a
las dudas; la idéntica escasez, el idéntico olor; las mismas bofetadas de
desprecio de los que están al otro lado; todo esto nos asegura que pertenecemos
a la misma orden; y nos iguala. No importa tanto que después cada uno sea hijo
de su historia. Porque hay muchas maneras de llegar a la calle. No todos
estamos aquí por alcoholismo, drogadicción o enfermedades mentales. Y no somos
delincuentes, aunque es verdad que todos buscaríamos la artimaña para sacarle
al prójimo el dinero y la necesidad empuja a traspasar algunos límites. Tampoco
sería justo que te lo escondiera, Protch; y a ti te corresponde decidir si
puedes confiar en mí. Yo sólo puedo ofrecerte mi palabra y esperar que te
parezca garantía suficiente. Porque también alguna vez me he visto obligado a
ir un poco más allá. Una vez, por ejemplo, robamos un coche –confesé, mientras
con la mano le rogaba que me permitiera continuar, transmitiéndole al mismo
tiempo, como pude, que todo sería explicado–. Muchas veces nos encerramos en un
mutismo casi hermético y otras tantas hablamos sin descanso, como yo en este
momento; y también habrás de dilucidar si mis palabras proceden de algún tipo
de locura. Pues ¿cómo hacerte entender que no lo es, si muchos de nosotros no
querríamos volver? Eso puede ser lo más difícil de explicar.
–Puede
ser. Pero tal vez te sea menos difícil si hago un verdadero esfuerzo por
entenderlo. Y eso, al menos, lo vas a tener. Acepto, además, tu palabra y no
necesito más garantía. Y te tengo por un hombre cuerdo, Nike.
–Gracias,
Protch, pero todo eso te lo tengo que demostrar. En realidad, todo dependería
de cuánta prisa tengas y de cuánto tiempo desees, con sinceridad, que me quede
aquí contigo.
–Todo
el tiempo que quieras quedarte. Y cuando me hagas saber que te debes ir, no te
retendré con obstáculos o palabras pueriles. Quiero que comprendas bien,
además, que a quien deseo invitar es a un hombre al que he conocido hoy, un
hombre que ha llegado esta mañana a mi casa trayendo con él su escasez y su
dignidad. Y mi mayor temor, Nike, es ofenderlo, u ofenderos. Y que por eso me sentiría
mejor si me aseguras que si eso llegara a pasar, me lo dirías. Perdóname: no
encuentro mejores palabras para expresar mi sinceridad.
–Son
más que suficientes. Y ciertamente, ya debería haber empezado a contarte mi
historia, si hubiera sido capaz de decidir en qué punto comienza. Pero es difícil seguir el orden cronológico
porque en toda fábula los hilos narrativos se entrecruzan y se cosen o se
descosen cada vez que un personaje, por orden cronológico, entra en la trama.
Quizá por eso toda historia debería contarse al menos dos veces: alguien que la
conociera debería contársela a una segunda persona, y ésta a una tercera; y
acaso alguna vez sea narrada con los nudos de la madeja claros y ordenados. Con
estas palabras, poco más o menos, comenzó su cuento mi contador de historias; y
tenía razón.
–Sin
duda. Y podía estar refiriéndose a todos los cuentos. O tal vez... ¿No es así
cómo se escribe la Historia?
–Sí,
Protch. Y todas las demás ficciones. Algo así debe de ser.
–Continúa,
Nike.
–Estoy
convencido de que tenemos tu respeto. Y quizá me sabré explicar mejor, y me
entenderás más fácilmente, si te doy a conocer primero las historias de los
mendigos que me antecedieron, a manera de pequeños cuentos. Es bastante seguro
que ésa sea una forma heterodoxa de contar un relato, pero nunca me han gustado
las ideas acomodaticias y he preferido siempre poner en duda las convenciones.
De ese modo, además, entraré en la
historia sin estridencias, sin falso orgullo ni falsa modestia; me meteré en la
trama cuando sea necesario para respetar el orden cronológico. Y así,
cuando llegues al fin al momento en que te hable de mi propio sendero, verás
que muchos de los hechos de mi vida ya estaban explicados en los de los tres
mendigos anteriores; y que la nuestra es una historia de repeticiones que, sin
embargo, se renueva. Pero tampoco sería adecuado comenzar por ellos, cuando los
que hemos llegado en último lugar sabemos de sobra que no seríamos nada sin los
cuatro primeros.
–¿Cuántos
sois, Nike?
–Ocho.
Y todos concedemos importancia al hecho de que cada historia haya tenido su
secuencia y explique a las siguientes. Por eso, con nosotros es tan importante
el orden cronológico: saber en todo momento quién ha precedido a quién.
–Entonces,
tú eres…
–El
octavo; y como nadie ha venido aún detrás de mí, siempre deberías nombrarme en
último lugar. Y si te lo sé explicar en su orden correcto, verás que aunque de
algún modo los cuatro primeros se vieron obligados, y los cuatro últimos lo
decidimos, la verdad no es nunca sencilla. Pero este sistema podría llevarnos
más de una semana, Protch. Estaría abusando de tu tiempo. Y no quiero ser una
molestia.
–Al
contrario. Y si aún no lo has leído en mis silencios, te lo tendré que expresar
con la voz alta y clara: por favor, Nike, te lo ruego. Ignoro cuántos días
pasarán hasta que regrese Maude, que también querrá saludarte y conocer al
hombre que ahora es. Y si eso no te basta, añadiré que estás consiguiendo que
olvide la soledad.
–Sólo
por esas dos razones, Protch, ya me gustaría complacerte y quedarme cuanto
quieras. De todos modos, y aunque debo irme cada tarde, también es verdad que
podría regresar por las mañanas. Y, sin embargo, perdóname, un mendigo viniendo
a tu casa día tras día llamaría mucho la atención de la gente del barrio.
–Los
vecinos y yo, Nike, hemos llegado al acuerdo civilizado de no conocernos. Y
además me has enseñado que yo soy el dueño de esta casa. Hablando entonces como
señor de Deanforest, añadiré que sé muy bien a quiénes he de dejar pasar.
–De
acuerdo. Y ya no te voy a poner más objeciones. Pero antes de empezar, mírame a
los ojos, Protch. Nunca he sabido mentir y quiero que leas bien la veracidad de
lo que ahora intentarán expresar. Más de una vez he visto en lo que no te has
atrevido a decir que es casi una necesidad para ti contribuir de alguna manera
a nuestro bienestar. No te lo he consentido; pero al fin y al cabo, yo soy un
mendigo. Te voy a contar mi vida para que entiendas primero todo lo que no nos
hace falta; y al final de mi historia, y sólo si ésta te conmueve, te haré una
petición. Pero recuerda en todo momento que nada te obliga; y que en ningún
caso te voy a pedir dinero ni te arrebataré nada de lo que es tuyo. Te pediré
un favor, pero no te voy a pedir algo para mí o para mis compañeros; tenemos
todo lo que necesitamos y si de algo carecemos, sólo nosotros debemos
procurárnoslo. Te pediré un favor, sí, pero sólo –y finalmente se me quebró la
voz– para mis hijos.
–¡Tus
hijos!
–Mis
hijos, Protch. Ya te dije que soy un hombre afortunado.
La seriedad con la que me miró en ese
momento podía entrar en la carne, penetrante como el espino. Me observaba como
un cazador de vampiros a punto de enfrentar el crucifijo; como un entomólogo
que añade a su colección algún raro ejemplar de insecto del que desconoce aún
su valor. Me sentía como la mariposa en el álbum, aguijoneado por crueles
alfileres; pero sostuve su mirada. Su juicio severo sobre mi persona, en esos
instantes de suma confusión, sólo le llevó, en realidad, unos segundos; y yo
decidí que debía permitírselo, sabiendo como sabía –nadie mejor que yo– que mis
últimas palabras parecían estar, claramente, en contradicción con algunas
anteriores. Pero no tardó en pasar del desconcierto a la seguridad y una vez
más me sorprendió su respuesta.
–Después
de media vida sirviendo, Nike, uno aprende a reconocer la falsedad y sabe
también cuándo se halla delante de un hombre íntegro. He tenido un momento de
duda por el que te pido perdón. Te creo. Pero ¿no me permitirás que te haga
algunas preguntas?
–Mi
familia no es fácil de comprender, Protch. Y ya he tenido ocasión de conocer,
lamentablemente, las conclusiones erróneas que se pueden extraer sin la valiosa
ayuda del orden cronológico –sabía, además, que cualesquiera que fuesen sus
preguntas, todas vendrían a parar siempre en una curiosa respuesta. Pero ¿cómo
hacérselo entender en este momento?–. Sólo te ruego que aguardes un poco más.
Mi familia es la mayor riqueza que me ha regalado la vida y ya no te extrañarás
de que todavía no sea capaz de nombrarlos sin estremecerme, sin agradecer su
luz en medio de la penumbra de cada día. Y por eso apreciaría tanto tu silencio
hasta el momento en que la conozcas al completo. Déjame hacerlo a mi modo y al
final verás cuáles eran mis motivos. Porque si por prisa o torpeza no respeto
las leyes del orden cronológico, echaría a perder mi motivo principal: y es que
te estoy empezando a querer, Protch; y desearía, con el corazón, que tú también
los quisieras.
–Amén
–me respondió, con la voz tomada y los ojos enrojecidos–. Me voy a dejar guiar
por ti, Nike. Ya he tenido ocasión de comprobar que sabes hacia dónde caminas,
y que el rumbo, al final, siempre es el adecuado. Acepto tu petición de
paciencia e intentaré aprender del orden cronológico.
–Gracias, Protch. Y realmente tampoco quiero
hacerte esperar más. Puedo empezar ahora mismo.
–Pasemos
entonces al salón. Encenderé un buen fuego y allí estarás sentado más
plácidamente. Y por favor, cada vez que lo desees, pídeme un café; o incluso
comida. Ya me habrás entendido que ni es limosna ni te estoy sirviendo. Pero no
puedo tener en mi hogar a un contador de historias, o a un amigo –exclamó
desafiante– y no hacer todo lo posible
para que se sienta cómodo.
Volvimos a atravesar la sala central. Pero
esta segunda vez, recuperadas las fuerzas con las palabras y el café, la
opulencia de mi antiguo hogar ya no me hacía daño; e incluso me atreví a
desafiar la mirada desdeñosa de Júpiter sin perder el juicio. No llegué a bajar
los ojos. Pero la insoportable tensión tuvo un inesperado efecto, casi como una
venganza del dios, en las piernas; y después de tanto tiempo sin que me
ocurriera, volví a cojear. A Protch no le pasó inadvertido. Pero me adelanté a
sus palabras:
–De
tanto en tanto me acomete aún una leve cojera. Pero eso también es parte de la
historia; y en ese punto se halla el tragaluz por el que entraré, cuando me
llegue el turno. Es el momento, si quieres, en el que mi prehistoria termina y
comienza la transición hacia mi historia verdadera. Una vez más, Protch, te
pido paciencia.
Nunca tuvo claro si se trató de simples
fiestas de sociedad o de reuniones de negocios. Y más de una noche había
entrado con una mujer de la mano y la había invitado a una copa. Pero el salón
parecía traerle a la memoria una única idea: bebidas, botellas. Botellas en
cuyos cristales se vería nauseabundo, deformado. Botellas de todos los cuerpos,
seductores en la noche que se descubren monstruos hediondos en la resaca.
Botellas de los viajes hacia el infierno. Nike sabía que si las miraba, le
volverían las arcadas. Para evitarlo, atravesó el salón hasta las ventanas del
sur y descorrió Castle Road tras el damasco de las cortinas. Asfalto. Paredes
como barrotes. Grafiti en el Puente Hammerstone. El hálito de los contenedores.
Transeúntes grisáceos. Pero al fin tuvo suerte: se perdió de su memoria
siguiendo el rumbo de un gato huidizo que atravesó la calzada, con mucha
fortuna, hacia el jardín o hacia las ratas. Siempre le gustaron los gatos. Y
éstos le correspondían. Se miraron un segundo sin decir nada, pero los dos se
habían entendido; y después cada uno volvió a su faena: el gato hacia algún
asunto importante que lo ocupaba en el río; Nike hacia el calor del hogar ya
encendido y a la tierna voz de Protch que le hablaba, invitándole a coger uno
de los cigarrillos que aparecieron de repente sobre la hermosa mesa de nogal.
No estaba seguro de si querría fumar allí, tan cerca de los brebajes
ponzoñosos, tan cerca del olor a destilería que aún parecía percibirse. Pero se
lo pensó mejor y encendió uno. Se quedó de pie, aguardando dócilmente a que
Protch le indicara dónde debía sentarse. Porque se daba cuenta de que los
movimientos habían cambiado, de que sería indigno no corresponder a sus claros
gestos de amistad. Como esperaba, lo invitó a adueñarse del sofá, espléndido
rojo coral, el mejor asiento. Lo aceptó sin resistencia pero con timidez, sin
acomodarse del todo; con la mitad del cuerpo hacia afuera, temiendo manchar la
tapicería. Protch lo miró con resignación, pero no se atrevió a decirle nada.
–Por
favor, comienza cuando quieras –dijo en cambio, sentándose en un cómodo sillón
a su izquierda, para no interponerse entre Nike y el calor de las llamas.
–Todas
las historias provienen de la penumbra. Pero se inflaman por la claridad.
Gracias por la luz, Protch.
En esa hora de ese día 14, en un febrero de
un año que podría llamarse treinta y tres, un contador de historias y un oyente
se acababan de encontrar. Ahora, cada uno de los dos debía cumplir con su
parte: el uno con el acuerdo o el desacuerdo, con la crítica o el aliento; el
otro en la propiedad y en el esfuerzo. Y ambos eran imprescindibles para que la
trama se desmadejara y la magia pudiese fluir sin estridencias. En esa hora,
Protch puso el oído. Y las vibraciones del aire le acercaron el murmullo
relajante del río de las palabras; cuando Nike, asacando los ritmos de las
fórmulas clásicas, pronunció por primera vez: “Érase una vez…”
....y empieza la historia.
ResponderEliminarMe quedaría con unas docenas de frases: "la felicidad es un dios sin rostro"..."la verdad tiene puertas que dan a demasiados corredores"..."la certeza de que la noche sucederá al día"..."la infalibilidad del juicio divino". Reflexiones sobre asuntos sempiternos pero fundamentales. Me quedo con esta: "la magnificencia del universo puede conducir al paganismo o a la religión (beatitud, diría yo) pero no suele dejar indiferente". Soberbia frase para pensar. En este "barroco" relato no hay ni un hilo suelto, has cuidado hasta el más mínimo detalle. Un ¡bravo! por Germán.
ResponderEliminarSin lugar a dudas el mejor capítulo. Brenda Dolores
ResponderEliminarDe un libro tan extenso, es de esperar que todo transcurra lentamente, como si un mar calmado fuese. Los capítulos uno y dos son una introducción, es evidente; sitúan al lector en el espacio (capítulo I) y en el discurso narrativo que se va a dar (capítulo II). El diálogo entre Protch y Nike aparece salpicado por comentarios de un narrador desconocido. La prosa me parece de gran calidad, y entre ese calmado mar a veces aparecen indicios de una futura tormenta, que es lo que lleva al lector a desear continuar leyendo. Todo está bien entretejido. El diálogo no es muy dinámico y las intervenciones de cada personaje suelen ser bastante extensas (a ambos personajes me los he imaginado casi estáticos siempre). Este capítulo, el dos, se cierra abriéndose en realidad, pues la historia ni siquiera ha comenzado, sólo se han colocado unos andamiajes para guiar al lector en el relato futuro. Para acabar, diré que soy tiquismiquis, y es por eso que diré que hallo contradicción entre este párrafo (extraído del libro): "Esta tradición había sido transmitida, como ley inmutable, hasta Nike, hoy por hoy el último de los Siddeley" y en el hecho de que al final del capítulo Nike diga que tiene hijos.
ResponderEliminarFelicito al autor; de momento me parece una obra muy bien narrada, con un léxico muy amplio, y meditada perfectamente a la hora de ser plasmada.
No hay contradicción. Esa frase la dice Protch y cuando la dice, aún no sabe que Nike, al que hace años que no ve, tiene hijos.
EliminarLos parrafos un poco largos me liaron un poco. Un buen detalle el diferenciar entre limosna e invitacion.
ResponderEliminarPARTE 1
ResponderEliminarHay un amor escasamente posible, un cierto abismo suele abrirse en los amantes, la lectura y la escritura, de dificil resolución, tendiendo a interpretarse en equívocos, cada cual con su impronta. Y ese momento de sutil incomunicación entre lector y escritor, suele resolverse en la reafirmación de cada ego. En este capítulo que como su nombre indica hay que leer más de una vez (recomendable), el lector descubre la fragilidad del que escribe, fluye la importancia del momento, el inicio, situar la escena, introducir personajes, es cuando el autor está desnudo, la primera y quizás la única pista que suele ser evidente, y que no suele entreverse en el resto de la obra. Germán se desnuda, duda, sitúa en largos párrafos su templanza como retrasando la esperada, por el lector, parición, por fin, de Nike.
Como el título indica he leído este capítulo más de una vez, tres para ser exacto, la primera ayer noche casi madrugada, resultado de no poder esperar más para conocer los primeros compases de los personajes, la segunda esta mañana, es raro, pero me suele pasar, como a todos creo, que hay momentos en una lectura en la que uno se descubre en un pensamiento ajeno de lo que lee, y con unas cuantas, bastantes líneas, dadas por leídas, pero ignoradas de su conocimiento, y tiene que volver al punto donde naufrago el interés, en este caso ha sucedido algo parecido, pero no igual, he parado la lectura para hacer una reflexión personal sobre los temas introducidos por el escritor o buscar información sobre aquello que no sabía y que ahora ya sé. Y la tercera esta tarde, apenas acabo de dejar a Nike con sus palabras: Érase una vez... y ha sido por el simple placer de releer algunos momentos de la narración. No quisiera perderme detalles, y el universo dibujado es muy amplio para aprehenderlo de una sola pasada.
Nike, aparece con el misterio de los humildes, porque en este personaje, y en todo el diálogo con Protch, hay humildad, uno de los sentimientos de este capítulo, el lector queda deliberadamente situado en la piel de Protch que si bien tiene su propia historia es claramente el alter ego en que quiere situarse el que lee, y canaliza en casi su totalidad las preguntas que uno quisiera a hacerle a Nike. Interesante y oportuno utilizar esta complicidad.
Pol__
PARTE 2
ResponderEliminarComente antes que paré la lectura, entre otros fueron estos puntos, de los que no sabía o no tenía muy frescos en mi memoria:
Bien traída la referencia a los sucesos que implicaron a Ariel Sharon y a mujeres, ancianos, y niños que en su mayoría fueron los protagonistas de 3 días de horror y a día de hoy 38 años de dolor, posicionamiento que se agradece y referencia necesaria.
El lubricán referido a la rojez del astro solar, ya sea a primeras horas del día como en los estertores de la jornada, según su significado etimológico es la hora en que se confunde el perro con el lobo, el lobo con el can. Creía que era solo referente al atardecer, gracias.
Liga Hanseática: Miles de viajeros pasan por la estación Cannon Street, en Londres, todos los días. Pero solo unos pocos saben que este sitio alguna vez albergó uno de los centros comerciales más importantes de la Europa medieval, aunque se mantuvo 300 años su apogeo fue durante el siglo XIV, una poderosa red comercial que operó durante cientos de años, y se extendió desde el este de Inglaterra hasta el corazón de Rusia. Se dice que fue el primer mercado común europeo. El reinado de Isabel I, la pelirroja, pálida y coqueta reina, contempló la expansión industrial de su país en diferentes industrias principalmente la textil que atrajo a comerciantes europeos.
En cuanto a debates de soliloquio. El referido al síndrome de inmunodeficiencia adquirida, a día de hoy todavía cuesta escribir su acrónimo sin recordar el estigma de una generación que vivió los inicios de esta pandemia y que señaló a un colectivo como "único" responsable moral de esta enfermedad.
Nada más de acuerdo en cuanto a que somos hijos de un dios menor (así con minúsculas) un dios cruel y olvidadizo. Desamparados muchos que no encuentran acomodo en su opción espiritual. Y ahí lo dejo.
Todo esta parrafada personal viene a cuento, y justificada para mí, de que no sé en qué comentario o de donde me ronda por la cabeza que tanta información y referencia ilustrada podría ser pedantería por parte del autor, al contrario, pienso que un escritor es por definición humilde, y por vocación docente o pedagogo, a vuestro parecer lo dejo, y creo que esta trilogía es ese caso, nos desacomoda no conocerlo todo y tener que buscar información para entender en su plenitud lo escrito, toda obra es un hijo deseado, buscado y querido por el autor y un hijo que lo será para toda la vida. En mi familia se dice "bendita sea la rama que al tronco sale" apliquémosla a la hora de los reconocimientos, y como en todo el capítulo, humildad.
Pol__
Y ACABO
ResponderEliminarY como no todo van a ser halagos, merecidos a mi modesto entender, vaya aquí un par de tirones de orejas:
primero: la descripción del párrafo: el dios Ra ha tenido que pasar la noche en la Duat batallando con Apep, la serpiente del mal ...........Oh, Arcturo, lámpara del boyero, el servidor; el oso noble que devino estrella brillante!. A mi entender un recurso que intentando ser preciosista solo resta naturalidad con el arco narrativo, más bien parece un atildamiento fruto del crescendo creativo del autor, o más bien a un nudo gordiano resuelto urgentemente en lo creativo. Sea lo que fuere a mí me suscito una leve sonrisa de desaprobación.
Y el segundo tirón de orejas viene de un desacuerdo en cuanto a la afirmación que introduce el autor en su aparición en la narración. Si es cierto que creo que una historia ha de ser contada dos veces, o más, pienso que debe serlo por la misma persona, otro punto de vista da otro enfoque distinto a la misma historia, las verdades son cambiantes según quien las percibe, mientras que la segunda vez que la cuenta la misma persona introduce un punto de madurez y reflexión que desentraña ciertas dudas o confusiones que pudieron quedar como dudosas.
La magnificencia del Universo puede conducir al paganismo o a la religión, pero no suele dejar indiferente (Germán dixit)
Perdón por la extensión y el personalismo, pero no puedo quedarme indiferente ante esta historia. Procuraré espaciar los comentarios o ser más breve, infinitamente más breve,o simplemente limitarme a leer. Prometido
Siempre desde mi mayor respeto y reconocimiento, es solo mi opinión, no intento sentar cátedra en nada.
Pol__