CAPÍTULO XXIII: EL EXILIO



   Sabía lo que debía hacer. La escasa lluvia, con su desgastado tambor de madera, se fue apagando en unos minutos y ya no me acompañó en la cena. Yo comía sin saber, por primera vez en muchas noches, si ellos estaban alimentados. A pesar de que no había probado bocado en todo el día, era comer por comer, porque supe que la Traición no tiene sabor. Pero pronto subí a mi habitación, donde ya Doris me había avisado de que había preparado la cama. Me asomé al balcón sólo para comprobar si la noche estaba despejada. Pero cometí un error de bulto. Llevaba dos intenciones: ver las estrellas y comprobar, si mirando al este, se intuiría al menos el sitio donde debía quedar la Mano Cortada. Las luces me impedían ver el cielo nocturno y pronto verifiqué amargamente que la habitación daba, en realidad, al oeste. Quise, por unos minutos, trasladarme a alguna de las habitaciones de invitados de enfrente, pero seguramente recuerdas, Protch, que las últimas dos noches apenas había dormido. Lo dejé para el día siguiente. Necesitaba el olvido reparador del sueño. Incluso así, no me fue fácil, acostumbrado como ya estaba a dormir en el suelo casi sin mantas. Afortunadamente me sumergí pronto en el bendito letargo del alma en reposo, poco después de caer en la cuenta de que esa noche, al menos, Bruce volvería a dormir en su tienda.

   Jack me despertó como de costumbre a las 6, avisándome de que el café me esperaba en el salón caoba. Las imágenes dormidas volvieron cuando recordé que esa mañana ya no tendría que encender ninguna hoguera. Apenas comencé a beberlo me encontré mirando de frente a Beth, que acababa de entrar. Tuve algún arresto para indicarle que a partir de entonces desayunaría en Avalon Road antes de entrar al trabajo. Estar solo era para mí fundamental. A solas con mi quebrado universo, me alejaba de la tentación de volver a envenenarme.
   Después de once días sin coger el coche, me di cuenta de que conducir me relajaba, aunque el trayecto de Deanforest a Avalon Road fuera tan corto que apenas daba para oír dos noticias en la radio. Quizá acudir a algún lugar de la ciudad con el Mercedes fuera una buena forma de estar un tiempo sin mis criados. Así que a partir de ese día me acostumbré a caminar hacia el trabajo y coger el coche por las tardes. La soledad no era tan terrible si se está sobrio. Lo que era un verdadero dolor era no verlos.
  Pero antes de entrar en la Thuban a dos de ellos los vi. Allí estaban también Cástor y Pólux. A esa hora el sol no había llegado todavía a una vidriera que da a occidente. En la penumbra tenía un color mate y la grisalla se percibía con dificultad. Pero en esa luz, la Argo Navis, a su regreso de la Cólquide, navegaba plácidamente en las tinieblas. Jasón y Medea se distinguían de los demás con más relieve y un halo de pasión inconfundible. Estaban sonrientes alrededor del vellocino. Para ganarlo, Jasón tuvo que uncir dos bueyes que echaban fuego por la boca, que se veían a la izquierda, en otra escena. Bueyes… o toros. A Cástor y Pólux no era difícil diferenciarlos de los demás. Había dos argonautas idénticos, uno al lado del otro, ambos representados desnudos. El vellocino, los bueyes y los gemelos: Aries, Tauro y Géminis. Pero mi mente tenía que alejarse un segundo del zodíaco y de la Eclíptica y penetrar de una vez en la antigua Estrella Polar.
   Estrella ahora vagabunda que ya no marcaba el norte y que se encontraba enfrente de la Eclíptica, miserable y perdida. Y en ese día de agosto la Thuban se hallaba como abandonada por todos, desierta en su vacío estival, sin rumbo claro. Pronto supe que Norman y Thaddeus estaban de vacaciones. La quietud a esa hora en los pasillos era descorazonadora y subí a mi despacho con el alma encogida. En su interior, más de un mes sin mí,  me vi desorientado, sin mucho conocimiento de cuáles eran los últimos negocios, ni de qué era lo que debía hacer. Desganado dejé que mi mirada se perdiera por los últimos documentos, facturas y albaranes correspondientes a julio y que Anne-Marie debió introducir en mi despacho. Pero sólo fueron cinco minutos. Sin saber muy bien por qué me levanté y me puse a mirar por la ventana.
    No tuve tiempo para más. Al instante entró en mi despacho Anne-Marie. Intuí por sus ojeras que apenas había pegado ojo la noche anterior y no pude evitar sentirme culpable. Como pude le eché valor para preguntarle cómo se encontraba. Y ella, dirigiéndome una mirada herida y esquiva, me respondió:
−“Nike, por favor. Todavía tengo que procesar la información que me diste ayer. No te guardo rencor, pero de momento hablemos sólo de trabajo, ¿quieres? Allí, en el Arrabal, te quise poner al día sobre cuáles eran los últimos negocios, pero no sé si me escuchabas. Y hoy se reúne el consejo de administración.”
  Me dejó sobre la mesa proyectos, finanzas, teléfonos de gente con la que reunirse… Me habló principalmente de una mina de hierro que estaba casi en quiebra y que la Thuban Star podría adquirir ventajosamente. Era la mina de St Eustace. Nosotros pondríamos el capital y ella nos suministraría el tan necesario hierro. Ya los altos hornos de Arcade nos lo reclamaban cada vez con más premura. Yo tendría que entrevistarme con los señores Erkins y Willoughby, abogados.
   Siempre había consejos de administración especiales cuando nos reincorporábamos al trabajo y ese 7 de agosto habría uno debido únicamente a mi tardía llegada.
−“Y cuando empiece el consejo de administración oirás hablar largo y tendido de otro negocio que pasará por tus manos. Presta atención a lo que se diga. Ahora sólo te adelantaré que se trata de la Colonial Railway y que parece que la Thuban Star quiere extender sus tentáculos al mercado asiático.”
   Pero por prestar atención a sus ojos, no escuchaba del todo sus palabras. Apenas se atrevía a mirarme. Durante unos minutos hablarme de cuestiones de trabajo había conseguido apartar su mente de problemas más candentes. ¡Pobre Anne-Marie! Era imposible no sentirme culpable, pero ¿qué podía hacer? Prolongar nuestra relación era ya imposible, porque incluso si hubiera cometido un error y descubriera que me gustaban las mujeres al fin y al cabo, era innegable que no sentía amor por ella. Nunca lo había sentido. Pero yo la necesitaba. Su amistad me era imprescindible y algún rostro amable sería lo único que podría conseguir que no me sintiera abandonado.
   Cuando finalmente se fue yo me quedé ordenando papeles, que era mejor que la tarea imposible de ordenar mis ideas. Me notaba algo desorientado, pero pronto comprobé que los asuntos de negocio los podía seguir llevando por inercia, con un trozo de la mente a oscuras. En ese tiempo, el trabajo era lo único que conseguía apartarme de ellos por unos segundos. Sólo por unos segundos. Afortunadamente descubrí enseguida que cuando tenía tiempo para pensar, toda mi razón se ocupaba únicamente de los siete. Miento, ya no eran tan sólo siete los personajes de mi drama. Ya siempre recordaba al pequeño rey.
   En el consejo de administración todos me miraban con curiosidad. Sólo faltaban dos. Allí estuvimos cinco. Algo les tenía que decir:
−“¿Por dónde empezar? −comencé con muchas vacilaciones-. En julio yo andaba de vacaciones. Estuve los primeros quince días en el norte de Italia, pero no es esto lo que querréis saber. De regreso a nuestro país nada importante los primeros días. La noche del 26 de julio quise ir de nuevo a una discoteca donde a veces he estado, Baphomet, no sé si la conocéis, en Alder Street. Y ahí… bueno, lo que seguramente habéis oído es cierto. Yo no puedo deciros qué hacía una serpiente por allí, ni qué especie era, pero allí estaba. Me encontré con ella, justo cuando pasaban dos personas. Es inevitable que lo nombre, Harold. Allí estaban tu sobrino John con su pareja Miguel −Harold me miraba entonces con hostilidad−, que me salvaron la vida. Tu sobrino −miré a Harold a los ojos− me extrajo el veneno en una tienda de un arrabal adonde me llevaron. Allí he pasado los últimos once días y he conocido a cinco más: tres mujeres y dos hombres. No sería capaz de explicarlo, pero los he querido tanto y hemos compartido tan buenos momentos que me han hecho sentir como en mi casa.”
−“Estás hablando de mendigos, Nike, por el amor de Dios –me interrumpió Walter-. Seguro que han sido buenas personas, pero no creo que debas idealizar su situación.”
−“¿Su situación? Yo solo he visto a siete personas que han encontrado la libertad y que han sabido que debían pagar un precio por ella, pero que han asumido con belleza dónde viven y cómo.”
−“No he conocido a John Richmonds –intervino por sorpresa Samuel Weissmann-, pero me parece evidente, por lo que cuentas, que debe de estar bien cuando no ha decidido volver.”
   Este comentario pareció irritar a Harold Blessing y a lo mejor para eso, para crisparlo, lo había pronunciado.
−“Paparruchas –sentenció-, lo que es evidente es que mi sobrino no está bien de la cabeza. Dejar lo mucho que tenía por un engañoso sueño de libertad. ¿Qué sabrá él?”
−“Lo siento, Harold. Será que acabo de volver de allí o será que me han mordido con su belleza, otra mordedura, pero no puedo consentir que se los insulte. Ellos dan valor a la existencia que llevan e incluso tienen ocasión de dársela a la de los demás. Extraen la sangre de la vida y se beben las auroras –me derrumbé. Me daba cuenta de que había empezado a llorar-. No me hagáis caso. Menos de 24 horas después, ya he aprendido a echarlos de menos.”
−“Ya lo sabéis –concluí-, así que ahora por favor hablemos de trabajo.”
    Discutimos sobre la adquisición de la mina de St Eustace. Me fue asignado el proyecto, pero además hablamos largamente sobre la Colonial Railway. Era una compañía que construía ferrocarriles sobre todo en Asia y este de Europa. Se estaba quedando sin acero y sin capital. La semana siguiente debía entrevistarme con su mayor accionista, Logan Perrier, y negociar con él para suministrarles las dos cosas, a cambio de nuestro verdadero objetivo, que era comprarla. Pronto comprobé que pensar en asuntos de trabajo me ayudaba a olvidarlos. ¡No! No quería olvidarlos. Me recordaba a mí mismo esos días diciendo que si el olvido es un demonio, vade retro. Lo que sí necesitaba era apartarlos unas horas, sólo unas horas, de mi pensamiento, y para eso ni dormir me servía, pues pronto comprobé que hasta soñaba con ellos.
   En esta disposición de ánimos no es extraño que al observar un bodegón en los pasillos llegara a pensar que todo en mi vida sería en adelante una naturaleza muerta, pues sólo los siete estaban vivos.
   Sobre las 12 bajé al bar. Necesitaba un café y al menos llorar con el pensamiento. Pero al verme llegar el camarero, me preguntó como solía hacer.
−“¿Whisky como siempre, señor Siddeley?”
   Después me contaría que la cara que puse, sin duda una mueca desfigurada, llegó a parecerle espeluznante.
−“Richard… ¿te llamas Richard, verdad? –Me respondió afirmativamente- Sírveme un café, con muy poca leche. Y si me quieres bien, no me pongas nunca alcohol.”
−“¿Le ocurre algo, señor Siddeley?”
   Me hacía daño ser llamado por ese nombre. Intuía que sería en vano el esfuerzo, pero aún así, lo volví a intentar. Y Protch, por favor, no digas nada aún. Yo no lo sabía, y es importante saber cuándo y cómo lo supe. Otra vez te pido que tengas paciencia. Todo llegará en su momento.
−“Richard –volví a llamarlo- ¿podrías llamarme Nike? Aquí casi todos me llaman así. Ayer una de mis criadas casi lo logró. Pero me llama señor Nike. Necesito oír mi nombre sin señor.”
−“Claro, señor Siddeley, perdón Nike.” –lo consiguió.
−“No es tan difícil, ¿lo ves?”
−“No, pero perdóname, ¿por qué quieres que te llame Nike?”
−“Estoy seguro de que sabes lo que me ha pasado. He estado once días cuidado por siete mendigos. Y necesito hablar con alguien de ellos. Pero ¿por qué me vas a querer bien? Teóricamente dependes de mí y eres un subordinado. Podrías pensar que te estoy sonsacando con algún objetivo malévolo, despedirte, por ejemplo. Si piensas algo así –y en ese momento supe lo que hacer- te ofrezco una información a cambio y tú puedes usarla contra mí si te hiero. Mira, Richard, estos días han sido muy importantes para mí porque incluso me he enamorado. Se llama Luke Prancitt. Así que ya lo ves. Si te hago daño, puedes decirles a todos que me he enamorado de un hombre.”
   Pero su reacción fue completamente inesperada.
−“Nike, démonos la mano. Y si lo que quieres es un amigo, aquí vas a tener uno. Ahora estoy algo ocupado, como ves, pero en un rato, me vas a hablar de Luke o de lo que quieras.”
   Me puse a llorar. Lo esperé con paciencia. Así que ellos me habían enseñado hasta a hacer amistades. Al regresar le diría.
─“También quiero pedirte perdón porque hace tres años fuiste testigo de una desagradable escena. Tú presenciaste como el imbécil de Nicholas Martin Siddeley insultaba a John. Estos días le he pedido perdón y sí, me ha perdonado.”
−“Perfecto entonces y no era necesario que me pidieras disculpas. Pero Nike, puesto que se ve claramente en ti que deseas un amigo, vamos a intentarlo. De mí siempre tendrás respeto. Y también te voy a dar una información contra mí que sólo conoce el señor Weissmann, que me contrató. He estado un tiempo en la cárcel. Quiero que lo sepas, pero no quiero hablarte de eso, prefiero olvidarlo. Ahora dime qué vas a hacer con esta información.”
−“Nada, Richard. Y puedo ver que, sea lo que sea, estás rehabilitado. Te hablaré de ellos. Lo estoy deseando. Pero te voy a pedir un favor. Los quiero tanto que si un día observas en mí que no te los nombro, que los estoy olvidando, entonces te ruego que me des una bofetada.”
   Le estuve hablando de todos un rato.
−“Son tres mujeres y cuatro hombres.” –y se los nombré. Mis pensamientos se ven con claridad, sí, pero también es cierto que ya no me importaba que se vieran. Y Richard tiene una capacidad especial para leer lo que estoy sintiendo.
−“Perdóname, Nike, ahora sigues. No consigo saber qué es, pero hay algo que no te ha gustado decir.”
   Era eso exactamente.
−“Me habría gustado decir que somos tres mujeres y cinco hombres e incluirme. Hace dos noches decidí quedarme toda la vida con ellos, pero después vi que no podía ser. Pensarás que me he vuelto loco –y como se rebelaba, añadí-. Puedes pensarlo. Ayer Anne-Marie lo pensó.”
−“¿Decidiste vivir toda la vida como mendigo?”
−“Estoy loco, ¿no?”
−“No. La vida de cada uno es la vida de cada uno. Gracias, Nike. Igual mañana ya no deseas tener amistad conmigo. Suele pasar. Pero ahora sí que me interesas.”
−“Mi problema es que ahora mismo no sé cuál es mi vida ni cuál es mi casa. Y me preocupa un reto que se parece a lo que acabas de decir. Lucy me dijo una frase que me inquieta: “cuando nos veas, nos reconocerás”. Es así de simple. Tengo que adaptarme a lo que hasta ahora ha sido mío, aunque ya no lo sienta como mío, pero hay algo más importante. ¿Qué voy a hacer cuando vea a uno de ellos? Quiero reconocerlos, porque si no lo hago siento que me habré destruido, que ya no seré yo.”
−“Entonces habla con tu amigo Richard todos los días. Ahora vuelvo a estar ocupado, pero cada vez que me veas libre, acércate y cuéntame lo que quieras.”
−“Dime algo de ti, Richard.”
−“Estoy casado. Mi mujer se llama Sarah. Realmente la amo. Tenemos un hijo que se llama Armand. Tiene dos años. Y viene otro en camino. Ella está de ocho meses. Un día de estos volveré a ser padre. Pero ¿por qué lloras?”
−“Es incorrecto, lo sé. Pero pensar en tus hijos ha hecho que vuelva a recordar al pequeño rey. Seguramente nunca tendré hijos, pero lo siento como si fuera mío.”
−“Es el hijo de Luke, comprendo.”
−“Y de Lucy. Hace unos días te habría dicho que yo debería haberme enamorado de ella. Ahora te digo lo contrario: yo debería odiarla. No la amo, pero seré incapaz de expresarte cuánto la quiero. Y me gusta además saber que Lucy y Luke se tendrán siempre el uno al otro. Pero en fin, retomemos lo que hablábamos. Se te ve feliz. Como no me queda más remedio que estar aquí, nacerá y yo seguiré en la Thuban. No dejes de decírmelo cuando nazca.”
   7 de agosto. Lo mejor de ese día fue conocer a Richard, ya para siempre un amigo. Me volví a mi despacho y al menos veía que conseguía apartar mi mente unas horas con los asuntos de trabajo. De tanto en tanto me levantaba. Era un extraño placer mirar por la ventana, aunque no había nada que ver. Mi despacho da con Vicar’s End, un callejón oscuro y sin salida. Lleno de contenedores de basura, me imaginaba viéndolos y hurgando en ella y entonces me ponía a llorar y a pensar. Cuando acabe el trabajo iré a verlos. Pero acabada la faena diaria, no me sentía con fuerzas y pensaba entonces que podía al menos saber de todos si me acercaba a visitar a James Prancitt. Pero además de que se parecía a Luke y me haría daño verlo, intuía que James sabía muchas cosas de mí. No me importaba ya; acababa de contárselo a Richard, pero sí me importaría que Luke lo supiera. Tenía miedo a que me despreciara. Y además corría el riesgo de que estuviera allí.
   De vuelta a Deanforest, tenía que afrontar volver a verme servido y enfrentarme con mis criados. Me los encontraba por todas partes y hallarlos me molestaba. Pasé la tarde en el salón, pero era incapaz de leer todavía y me puse a ver la televisión. No conseguía concentrarme y a lo mejor cambiaba de canal. Me enteraba bien de dos noticias, pero a los dos minutos, estaba pensando en ellos otra vez. Y si hablaban del tiempo, me llovían los ojos pensando en cuando no hiciera buen clima. Miraba pero no veía, pensaba pero no lloraba. Deseaba estar solo y derramar lágrimas sin que me vieran. Pues si lo hacía, al momento estaba Karen allí preguntándome algo sobre la cena. Llegué a un acuerdo con ella, que cada noche me sirviera lo que quisiera siempre que fuera algo distinto. Pero que no preguntara más.
   Vi a Doris lavarme la ropa sucia. Normalmente, antes de ir a la cama me afeitaba. Esta vez no lo hice. A la noche me cambié de habitación e informé a mis criados. Me fui al este con la vana esperanza de acercarme a ellos y ver las estrellas. Pero las luces de Castle Road me impedían distinguirlas. De todos modos, si acostumbraba los ojos a la oscuridad, el cielo se volvía pronto un espectáculo de saetas luminosas, entonces desconocidas. Todos aquellos rubíes iluminados que brillaban estremecidos, rutilantes… ¡mi este, joven, orgulloso, feroz, remoto este! Ilusiones, recompensa, esperanza… no consigo veros pero sé que seguís ahí. Esperadme que un día, señora Oakes, como tú piensas, seremos ocho. Con estos pensamientos, acaso delirantes, conseguía acabar rendido y conciliar el sueño, siempre en una habitación orientada al este.
   Al día siguiente, 8 de agosto, tras tomar mi primer desayuno en Avalon Road, tuve que entrevistarme con el señor Erkins, con la frente muy despoblada y los ojos cansados. Pero me sorprendió que nos lleváramos bien todo el tiempo. Era un hombre sencillo y directo, que iba siempre al meollo de la cuestión. Tan fácil fue poner todo el asunto en sus manos que el mismo día 16 la mina de St Eustace pasó a ser de la Thuban Star, una de tantas compañías que adquirimos esos meses, algunas a cargo de Harold Blessing. La antigua estrella que marcaba el norte ese verano sí que fue circumpolar.
   Cuando el señor Erkins se fue era ya la hora de tomarme un café en el bar. Bajé con cierta prisa para volver a charlar con mi nuevo amigo Richard, que no se pensara que no iba a reconocerlo.
−“Hola, Richard –lo saludé con afecto-. Pónmelo mejor sin leche, lo prefiero así. Gracias por lo de ayer.”
−“¿Lo ves, Nike? Acabas de hacerlo. Anoche estuve pensando largamente sobre mi nuevo amigo. Pero hablemos de hoy. Sigues deseando mi amistad, y yo soy un hombre con un pasado turbio. Si te encuentras un día con uno de ellos, ya sabes lo que harás, ¿verdad?”
−“Gracias, Richard –le dije mientras me preparaba el café. Por allí andaban también sus ayudantes Laura y Jeff, alguna empleada ocasional como Mona Simpson, y Mia y Arnold, que coqueteaban a menudo-. Quisiera tener algo de fe en mí mismo. Cuando los encuentre, espero estar a la altura. Esta mañana desayunando pensaba que hoy iría a verlos, pero ahora empiezo a titubear y ya no me veo capaz. Es fácil, ¿verdad? Están a media hora de aquí. Pero lo que siento ahora mismo es que visitarlos se queda en nada. Deseo ser uno de ellos. Mas igual mañana el capullo señor Siddeley te dice lo contrario.”
−“Veo que ahora mismo vivir te resulta complicado. Pero al menos no temas la resurrección de ese fantasma de señor Siddeley. Ayer tu cara demostraba que necesitabas urgentemente un amigo y ahora lo tienes. Seas mendigo o tiburón, cuenta siempre conmigo. Soy casi vecino del arrabal de la mano cortada. Tú irás a verlos y quizá yo me acerque también por allí. Entretanto Sarah desea conocerte. Le hablé de ti. No tengo secretos para ella. Ven un día a cenar con nosotros.”
−“Gracias, Richard, de verdad. Pero todavía no sé quién soy. Espera un poco más. Podría acercarme a conoceros y comportarme de forma mezquina después. Dime entretanto cómo se llamará tu hijo.”
−“Me gusta mi nombre, pero prefiero ponerle Jean delante. He vivido en Montpellier y Orléans. Así que serán Jean Richard o Crystelle. Pero otra vez estás llorando.”
−“Estaba pensando si sacaré valor en diciembre para ver la estrella Régulo. Se la dieron al pequeño rey. Y yo tengo otra de la misma constelación. Me la regalaron. Se llama Zosma, de la constelación de Leo. Además me dieron la Estrella Polar. Y John me explicó que Thuban también era una estrella.”
   Así que estuvimos un rato hablando del cielo. No fui capaz de contar mi historia por orden cronológico, pero en lo que quedaba de agosto lo fui haciendo. Richard tenía paciencia y era un gran oyente. Sabía que yo necesitaba desahogarme. Fue escuchando y en días sucesivos me sorprendería con preguntas como “¿Viste anoche Antares?” que me demostraban que había retenido lo que le contaba.
   Después del diario café con Richard, me centraba en los negocios y me despejaba. Así que ahora estaba en paz por las mañanas. De vuelta a Deanforest, no quería volver a ser prisionero de mi propia vida y ese día por primera vez me alejé por ahí con el viejo Daimler, que me parecía menos ornato y ostentación. Apenas unas palabras para informar al obispo Victor, me alejé al garaje y salí. Pero me di cuenta de que mi voluntad parecía haber escogido rumbo sur, sin saber muy bien a dónde ir. Entonces caí en la cuenta de que al sur se hallaba Basin Hall y si no me atrevía a verlos, al menos me acercaba a ellos conociendo algo de sus orígenes. Percibiendo Antares cada noche pensaba que la señora Oakes estaba siempre conmigo y ella estaba orientando mi rumbo. Quería ver sobre todo el sanatorio psiquiátrico, unos kilómetros alejado del pueblo, en el que no perdí mucho tiempo. Llegado a las puertas de la clínica, recordé el nombre de su madre: Estella, sí, Estella Oakes.
   El pueblo de Basin Hall no tiene en realidad nada que ver. Pedí un café en uno de sus bares para prepararme mentalmente para lo que de verdad deseaba hacer. Rogué al camarero que me diera indicaciones para el sanatorio y llegué a él sin dificultad.
   El psiquiátrico de Basin Hall está rodeado de fuentes y jardines por donde pasean los internos. Vi alguno con la mente perdida, supongo, y a otros, que no sé qué tendrían pero con la mente cuerda. Las líneas de aquel edificio imponen y suponía que su alto recinto sería tétrico en noches sin luna. Pulsé el timbre y me recibió una joven rubia y algo alelada. Pregunté por alguien con mando allí y me dirigió a hablar con la señorita Diamond, Sophia Diamond. Era una mujer menuda y pelirroja, en nada parecida a Lucy, pero me acordé de ella inevitablemente y por eso he retenido su nombre. Se la veía eficiente y trabajadora, el alma de Basin Hall. Tuve que indicarle que no iba a ver a ningún paciente, ni a ingresar a nadie, que sólo quería información pero podía estar haciéndole perder su tiempo. Mentí y dije que era amigo de Madeleine Oakes -fue la primera vez que pronuncié su nombre. Pero no siendo mendigo suponía que lo podría nombrar- y que quería en realidad preguntar por los últimos años de Estella, su madre, si había estado allí ingresada. Me dijo que sus pacientes iban y venían pero que Estella Oakes, a la que sí recordaba, había estado allí hasta hacía dos años, que falleció. Pero ella sí era fija, me comentó con simpatía. Era una mujer muy agradable, pero no entendí gran cosa de su explicación. Me estuvo media hora hablando de medicinas y terapias, diciéndome que la señora Oakes –me estremecí. Hablaba, claro está, de la anciana señora Oakes- tenía algo incurable, pero que allí lograron estabilizarla, consiguiendo como podían que se perdiera su agresividad. En las frecuentes visitas de su hija, que no venía sola, venía con una amiga –Olivia, supuse acertadamente-, a quienes también recordaba, no lograba acordarse de ella, pero al menos paseaban juntas sin cólera.
   Salí de Basin Hall con una extraña sensación de triunfo sobre mí mismo. De algún modo seguía siendo capaz de mantener el contacto con ellos. Si ese día le había tocado a la señora Oakes, mañana debería tocarle a Olivia. Recordé que ella me había dicho que había nacido en el barrio de Downhills. Al día siguiente me acerqué a conocerlo mejor. Me volvió a sorprender la belleza del paisaje entre montañas. Las vías habían sido asfaltadas, pero la naturaleza estremecía. No tardé en encontrar Hunter’s Arrows y lo miré pensando que de toda esa abrumadora perfección Olivia Rivers había sido expulsada. Salí ese día muy tarde y necesité varias horas para hallar la antigua mansión. Y cuando me disponía a regresar me encontré con dos chicas y un chico, jóvenes y aventureros, a los que saludé. Me dijeron que iban a contemplar el ocaso. Les pedí permiso para unirme y observé una escena apta para dedicarle un poema. Después pensé que no, que la literatura no podría describir esa belleza. Sentados en una roca, la luz quemaba, las nubes ardían, el horizonte se licuaba antes de dar paso a la noche. Estuvimos media hora contemplando el prodigio y tras despedirme educadamente de ellos, reanudé el camino de vuelta.
   Había encontrado un extraño placer sin dinero, alejarme de Deanforest conduciendo por ahí y descubriendo tesoros ocultos. Esa paz sin ellos la postergué varios días. Me vi sobre todo los pueblos del oeste, más de 20, pero sólo recuerdo un par de nombres. Me sorprendió sobre todo la calma de Stillbrook, con el arroyo seco, pero con agua por todas partes. Se podía beber en fuentes y jardines y adoré el contraste de la luz el día que lo conocí, a ratos de lluvia ronca y fragante. Más al oeste, aún más pequeño, la paz inenarrable de Aldergrove, donde hay que contemplar los alisos, aproximándose a su otoño, bañados en alguna tarde escasa de sol intenso. Estuve en los dos más de una vez y en ambos me sumergía en la luminiscencia del Kilmourne, hasta que un día planeé una ruta para contemplar el mar donde moría, lejos al oeste. Desemboca en el océano en el pequeño pueblo costero de Old River Garden, zona tranquila donde casi puedes ver conversar a alguna gaviota con fornidos pescadores, a los que cuentan chismes de lugares remotos.
   Chismorreos. Pensaba en que ahora me tocaba ir a donde Lucy, pero había nacido en la Colina de los Caballeros. Podría verla, pero podía toparme con James Prancitt justo enfrente y me faltaba aún valor. En estos pensamientos me hallaba una tarde llegando a Deanforest, cuando me preguntaba no sé qué sobre los rododendros John Ellis. Conozco las flores, pero no sé una palabra de jardinería. Lo importante es que siguieran luciendo. Mas era solamente una excusa para contarme algún cotilleo de Newchapel. Algo sobre un amor imposible, oh Luke. Pero no le prestaba atención. En contraste, su sobrino Tom Ellis, a su derecha, era un dechado de trabajador impecable, preocupado únicamente de su labor, en ese momento las rosas Queen Elizabeth. No parecía su sangre.
   Así que me alejaba en coche todas las tardes, pero  ¿qué hacer los fines de semana? De repente la noche del viernes tuve una iluminación, mientras estaba leyendo sobre los planetas. Recordaba unas palabras de mi querida señora Oakes. Ella no habría querido que me sintiera abandonado y me dijo “Recuerda cuando te encuentres solo que pensar en muchas cosas te servirá de consuelo. Ayer hablamos de los planetas, pero solamente de pasada. En tus mayores momentos de penumbra, conseguirás relacionarnos a todos con uno de ellos. Y para entonces, ya te he dado la primera pista. Si descartamos Plutón, Neptuno es el último.” Así logré relacionarme otra vez con ellos, incluirme. Yo era Neptuno, pues mi signo era verdaderamente el agua. Pensé en si habría algún libro sobre los planetas y me acordé de la biblioteca. ¡La biblioteca! Como en casi todas las casas, la biblioteca era un lugar lujoso para enseñar a las visitas y era una zona que nunca había usado. Me fui decidido a contemplarla y sus paisajes fueron un nuevo reino por descubrir. Sus mullidos sillones me invitaban al descanso. Allí podría estar a solas y leer. Ahora descubría placeres en cualquier cosa. Informé a los criados de que me trasladaba allí y enseguida venían a interrumpirme, a preguntarme algo, las para mí insufribles Doris Keane o Beth Sutherland. Pero mientras hablaba con ellas, descubrí un libro sobre planetas en las estanterías de enfrente y sin relación aparente caí en dos cosas. John le había entregado a Olivia el planeta Venus y a la señora Oakes le entregó la estrella Antares, que según  él quería decir rival de Marte. Entonces ya estábamos tres planetas: la señora Oakes, Olivia y yo éramos Marte, Venus y Neptuno. Esa noche me atreví a más con Introducción al cosmos estrellado. Todavía me hacía llorar ver el dibujo de Leo, pero me aprendí las otras estrellas y constelaciones: Antares, Espiga y Fomalhaut –pues no debía olvidar que Olivia tenía dos-, Aldebarán, Cástor y Pólux. Tras un rato, ordené a Beth –pues dar órdenes era lo que se esperaba del señor Siddeley- que me llevara un café a la biblioteca, y tras traérmelo y alejarse empecé a escudriñar los volúmenes allí encerrados, siempre esperando unos ojos que se atrevieran a leerlos, a vivir sus aventuras, sus sueños o sus fracasos. Con este nuevo placer, acabé convirtiendo la biblioteca en mi altar y con ella, con el recuerdo de los siete y del pequeño rey siempre conmigo, toda la casa quedó santificada.
   Ven conmigo de excursión, Protch, a la biblioteca, pues veo que siendo prolijo no te canso, y te quiero hablar de un placer que desde el año 29 siempre me ha acompañado. Fue emocionante descubrir las joyas que tenía allí guardadas, llenas de polvo y olvidadas. Desde entonces puedo hallar nuevos paisajes. Me gustan los diálogos y las descripciones, pero el lector tiene cierta libertad indudable. Un autor puede tomarse la molestia y decir, por ejemplo, que un determinado edificio está a la izquierda, y lo lees y lo relees y efectivamente pone izquierda, pero si tú lo has imaginado a la derecha, cada vez que vuelvas a leer, estará allí, porque la imaginación es libre. Y desde entonces me veo como un personaje literario. Le tomas cariño y a lo mejor muere. Pero al día siguiente, retomas los capítulos en que lo vuelves a ver vivo.
   En la biblioteca se hallaban además Moby Dick y Grandes Esperanzas, y los otros libros de Dickens que Olivia me había nombrado. También me citaron Alicia en el país de las maravillas y Don Quijote de la Mancha y había otras joyas que descubrí en septiembre. ¿Por dónde empezar? Decidí releer a Dickens. Retomé Grandes Esperanzas y me volví  a encontrar con Pip, Estella, Miss Havisham, Magwitch… Retornaban viejos fantasmas que inesperadamente recuerdas, lo que estabas haciendo, con quién hablabas, cómo te sentías entonces, etc. Con esta novela retrocedía unos días mi reloj. Ya me sabía enamorado de Luke, pero desde que lo comencé hasta que lo acabé habían pasado cosas importantes e inesperadas: conocer a Lucy y quererla, la fogata repartiéndonos estrellas, la señora Oakes y su cuento del Universo… Como ya lo conoces, uno mismo decide no acostarse hasta que llegues a cierto punto y sabes que al siguiente día te espera tal o cual cosa.
   Suspiré cuando al fin lo acabé. Esta vez me lo había leído en dos días. Pero un buen libro no quieres que termine. Estás siempre deseando volver a leerlo. Después me planteé el segundo reto: ahora sí estaba dispuesto a leerme entero Moby Dick. Tenía un ejemplar con más páginas que el que me dejaron en la Mano Cortada. Pronto descubrí que al menos cien estaban dedicadas a notas sobre los capítulos. Entonces vi que me gustaban tanto las unas como los otros. Me leía un capítulo, iba a las notas y me lo volvía a leer para ver lo que se me había pasado por alto. Así averigüé que con Moby Dick me podía leer dos libros a la vez. Melville había escrito una obra maestra con incontables referencias mitológicas e incluso estelares y es mucho más que el viaje de unos balleneros.
   Esta vez sí que lo terminé y me recordaba a mí mismo en los primeros días, cuando con mi patente resaca no había podido pasar del Llamadme Ismael. Y leí mucho más cuando conocí a Luke y me enamoré de él. También fue entonces cuando pasaron por mi tienda la señora Oakes, Olivia y Bruce. No podía dejar de pensar en ellos, pero seguí escogiendo libros que me habían citado. No leí Los tres Mosqueteros, porque inexplicablemente no está en la biblioteca. En su lugar escogí Historia de dos ciudades, en el que me espeluznó cómo se puede entregar la vida por amor, para que la persona que amas sea feliz. También considero obra maestra David Copperfield. Todo lo relacionaba conmigo y con ellos y me gustaba ver la amistad entre el niño David y su amigo Steerforth. Huelga decir que éramos Luke y yo, y lloré al ver que se rompía esa amistad. En agosto leí también Don Quijote de la Mancha y me identificaba con él a pesar de que el protagonista está loco. ¿No lo estaría yo también? Sonreí al leer el pasaje donde hacen una quema de libros en la biblioteca, y salvan otros. Yo había hecho una selección también, ¿pero quién era yo para quemar nada si todo lo que leía me estaba gustando? E hice otro gran descubrimiento con Alicia en el país de las maravillas. Querida Olivia, qué razón tenías al decirme que no era un libro infantil. El conejo blanco, el sombrerero, el gato de Cheshire, la reina de corazones. Ay si me atreviera a verte, Olivia y hablarte de todos ellos.
   Estaba una tarde leyendo Don Quijote cuando entró de repente Agnes Moore a preguntarme no sé qué cosa. Pensé que estaba lejos de parecerse a Dulcinea, pero también que yo en esos momentos no necesitaba a una “altiva señora”, que quizá me hiciera más falta charlar con una Maritornes. Le pregunté a bocajarro si sabía hacer café y al responderme que sí, le dije.
−“Prepara dos, para mí y para ti y te lo tomas conmigo aquí en la biblioteca.”
   Quizá  pensara que le estaba tirando los tejos, pero en mi cara transparente se veía más necesidad que deseo.
−“Estoy limpiando las ventanas, señor, digo señor Nike, y aún me quedan las del comedor y las del salón.”
−“Agnes. Se supone que estás haciendo eso porque te pago yo. Y las ventanas están bastante limpias y no es urgente. Puedes hacerlo otro día. Tómate un café conmigo, por favor.”
−“Enseguida, señor Nike.”
   Y a los diez minutos estaba allí con una bandeja con dos cafés. Le sugerí un sillón bastante cómodo a mi derecha. Se sentó con cierto apuro y yo observaba a una mujer atractiva y bastante despierta. A ella no le iba a hablar de mis sentimientos por Luke. Le hablaría sólo de amistad y de cuánto los quería. Me oía atentamente y asentía y se emocionaba con lo que le contaba. Al presentarle a todos, me dijo.
−“Yo vivo en una casita en la calle St Mark, en el Pueblo, señor Nike. Por una plaza cercana pasa a menudo un hombre con la barba hasta el pecho, que a veces veo fumando algo, quizá sea marihuana, y va siempre con otro caballero elegante.”
   Miguel y John, seguro. Le dije que me avisara si los volvía a ver y que me dijera cómo estaban. Fue un cómodo diálogo y Agnes se acostumbró pronto a tomar un café diario conmigo en la biblioteca y supongo que nos cogimos aprecio. Agnes, pensé, el gran amor de la vida de David Copperfield. Merecía ese nombre.
   Así que ahora pensaba sin ambición en el trabajo, me relajaba hablando con mi amigo Richard, hacía excursiones con el coche, tenía el remanso de los libros, le explicaba cosas a Agnes Moore. Mi vida no era con ellos, pero era decididamente otra vida y ni siquiera prestaba atención a rumores sobre los Siddeley. El primo Edmund me telefoneó un día, pero no le hice mucho caso.
   El sábado 24 Tom Ellis pidió permiso para hablarme. Lo escuché atentamente. Me decía que tenía familiares en Aldergrove, que en septiembre lo necesitaban y que había otros vecinos interesados en sus servicios, que quería marcharse. Lo entendí. Tom era un buen jardinero y no era chismoso como su tío. Lo habría necesitado. Pero aquella declaración de despedida me dio una idea. Entretanto Tom me decía no sé qué sobre los alcorques que estaba cuidando.
−“Creo que el invierno va a ser húmedo. Me guío por las hormigas, señor.
−“No veo hormigas, Tom.” –rebatí.
−“Ni yo, señor. Mire, es ya casi septiembre. Si el invierno va a ser seco, siguen afanándose en buscar alimento y se las sigue viendo a mediados de mes. Pero si barruntan el agua que da la vida, no se las ve.”
   Él sabía más que yo y supuse que tendría razón. Sólo te puedo asegurar que el invierno fue lluvioso.
   El domingo 26 de agosto me había propuesto terminar Alicia y estaba tranquilamente en la biblioteca cuando Victor entró súbitamente y me anunció.
−“La señorita Beaulière, señor.”
    ¡Anne-Marie! Hacía 20 días que no entraba en Deanforest. ¿Cómo se encontraría? Le dije a Victor que la pasara a la biblioteca.
−“No te he visto nunca antes aquí.” –me dijo.
−“Acababa de darme una ducha y he entrado a terminar un libro. Pero es un placer verte de nuevo en Deanforest.”
−“Te veo todos los días en el trabajo y me he dicho que ya era hora de pasarme por aquí. En realidad no hay nada que asimilar: no me amas y ya está. Pero quiero quererte siempre –me emocioné-. He comprado dos entradas para el teatro y quería que me acompañaras.”
−“Dos segundos. Me cambio enseguida y nos vamos.” –le dije.
   Nos tomamos previamente algo en Temple Road, cerca del teatro. Una vez sentados, yo con mi café, ella con su gin tonic, le pregunté lo que me urgía.
−“¿Los has visto?”
−“Nike, perdóname, pero tanto café no te está sentando bien. Me alegro de que no bebas, pero hay otras cosas en la vida. Pero en fin –suspiró-, sí, ayer los vi. John te envía recuerdos.”
−“Devuélveselos con un fuerte abrazo cuando lo veas de nuevo. ¿Y los demás?”
−“A Luke no lo he visto. Estaba en la calle cuando fui. Los demás me preguntaron todos por ti. ¿Qué contarles aparte de que los recuerdas?”
   Poco más hablamos antes de la función. Anne-Marie me reprochaba de palabra o con sus silencios que no consiguiera olvidarlos. Terco, recuerdo haberle dicho también.
−“No quiero olvidarlos. Y si un día ya no te hablo de ellos, te ruego que me des una bofetada.”
   Comprobé amargamente cuán pocas cosas nos unían: el trabajo, recuerdos del pasado, de mi pasado alcohólico, tardes nadando juntos en las mismas piscinas, algún viaje…
   Durante la función me volví loco. Es mejor que te lo exprese así. Creo recordar que era una obra clásica, pero nada más comenzar uno de los protagonistas decía la palabra tierra. Me puse en pie y al menos no grité ¡Tierra! –como yo creía-, Anne-Marie me confirmó que no. Sólo algún reproche de espectadores a los que tapé el escenario unos segundos. Ya sentado, comencé a pensar. La señora Oakes me había dejado encargada una tarea. Fantaseaba con volver a verla y decirle que, bien o mal, la había completado. Pero había cometido un error de colegial: descuidar el planeta Tierra en el sistema solar. Mas de repente la palabra tierra me asaeteó. Tierra, tierra, había nacido en la tierra, sentí con ella la llamada de la Tierra, cuando Luke me preguntó opinión la vi como materia y energía de la tierra: ¡Lucy! Me sentí encantado de que las tres mujeres tuvieran ya su planeta y de que ella lo tuviera antes que él. Ambos el mismo día estaría bien, en el mismo orden cronológico. Un momento: ¿qué había en esas palabras? Orden cronológico. Mi mente quería estallar y me ocupó el resto de la función y parte de la cena posterior con Anne-Marie. ¡Ya lo tenía! John era el primero en mi orden cronológico. Además de eso, esa misma noche leí que Mercurio, el dios –y el planeta era el primero por orden cronológico-, era un dios del comercio –John había trabajado en la Thuban- y era mensajero de los dioses y jefe de los viajeros y si las estrellas eran dioses, él nos las había acercado en un viaje desde el cielo a la tierra.
   En la cena Anne-Marie me vio taciturno y me preguntó en qué estaba pensando. Se lo comenté y me dijo.
−“No quería hacerte un reproche tan claro, pero Nike, a pesar de todo te quiero, y si no piensas pronto en otras cosas, te vas a volver loco.”
−“Lo mismo volverme loco me sienta bien. Perdona, Anne-Marie, es todavía muy pronto para saber quién soy o qué quiero en la vida. Igual también es pronto para que nos veamos. Te sigo haciendo daño. Y no quiero. Pero mírame, mientras sigan conmigo, no beberé.”
   Pasamos, es un decir, a comentar la obra que acabábamos de ver, pero yo no recordaba, como no recuerdo ahora, ni el título. Ella comprendió enseguida que mi mente no estaba allí y me habló levemente de trabajo. Había otro proyecto que me inquietó: la Thuban quería construir al sur de Arcade. El río, los arrabales, pensé, la polución llegaría hasta su umbral.  A pesar de todo, el aire estival en aquella terraza iluminada adonde fuimos me sentaba bien. Pero no tardamos en despedirnos.
   Ya en Deanforest, sentí una iluminación al ver la estatua de Júpiter. Debía volver a la biblioteca. Ésta me estaba llamando. Busqué el viejo ejemplar de El cielo brillante - debía devolverle Introducción al cosmos estrellado a John. ¿Seguiría yo allí en diciembre y él vendría a enseñarme la estrella Régulo?- y me puse a hojearlo. Allí estaba, invocándome para que lo encontrara, esto: Júpiter viene del latín Iuppiter y quiere decir padre de la luz. Dios padre. Recordaba a Olivia preguntándole a Luke “¿quién eres tú?” y a éste respondiendo “de momento nadie. Me conformaría con ser en unos días para mi hijo su Zeus Pater.” ¡Zeus Pater! ¡Luke! Como él mismo diría no podía ser de otra forma. Volví a la sala central a contemplar al dios. No se parecían en nada, entre otras cosas porque la estatua estaba colérica y Luke era paz. Pero me encantó la idea de que Deanforest hubiera estado siempre protegida por Júpiter-Luke. Así que Lucy era la tierra y Luke era Júpiter. Esa noche no pude pasar de ahí. Me quedaban Saturno y Urano para Bruce y Miguel. Tendría que seguir investigando.
   El día 30 enloquecí de nuevo. Estaba en la biblioteca más pensando que leyendo y aunque lo tenía claro, no me decidía. “Vamos”, pensé, “ahora no se trata de luchar contra molinos de viento”. Victor entró a preguntarme algo y aproveché para reunir valor y decirle.
−“Reúne a todos los criados, incluidos los jardineros, en la biblioteca. Quiero hablaros a todos”.
   En menos de diez minutos estaban todos allí. Reuní valor y les hablé.
−“Quiero comunicaros que el mes de septiembre lo quiero pasar solo –interrumpí los murmullos alzando la mano-. Sé lo que me vais a decir, pero quiero conservar tan solo a Agnes. Ya he hablado con ella y ha quedado en venir los sábados. Si la casa no está en condiciones, ella me lo dirá y llamaré a quien haga falta”.
−“Pero señor –me interrumpió el obispo, quiero decir Victor- ¿y la compra, las comidas…?” –no lo dejé seguir.
−“Comeré fuera. Haré la compra tan solo para comer algo a cualquier hora. Aprenderé a fregar. Por lo demás –miré al jardinero joven-, te habría conservado, Tom, pero imagino que tendrás mejores perspectivas”.
−“Lo siento, señor, así es –me dijo tímidamente-, pero ¿el jardín?”
−“Quiero estar a solas un mes. En octubre llamaré a tu tío y que me diga lo más necesario. Entretanto, dejadme todos la dirección: no os voy a dejar abandonados”.
   En una mesita tenía preparados bolígrafo y papel. Escribieron todos su dirección con grafía más o menos legible y con cierto desánimo evidente. Entonces continué.
−“He pensado en vuestra situación y no voy a despediros sin más. Estaréis cobrando dos años vuestro sueldo habitual. Ya Agnes me ha informado de lo que gana cada uno. Entretanto podéis encontrar otro trabajo y si no, llamadme si sigo aquí dentro de dos años. Karen Lindgren, Beth Sutherland, Doris Keane, Jack Stapleton, John Ellis y Victor Sheffield –me di el gustazo de nombrarlo el último-, aquí tenéis vuestras cantidades. Decidme si están al día con el banco y si hay algún problema llamadme. Todavía os quedan esta tarde y mañana. Ahora a trabajar”.
   A Victor pareció gustarle que a última hora me comportara como el señor Siddeley. Acallé alguna inútil protesta y logré quedarme al fin a solas. Al día siguiente todos se mostraban solícitos y se me hizo más llevadero. El 1 de septiembre, sábado, me quedaría a solas con Agnes y sería mucho más fácil.
   Y el nuevo mes llegó y con él mi soledad deseada. Pero empezó afortunadamente uno de los días que ella venía. Porque pronto me surgió la primera duda. La sorprendí en la cocina y le dije que viniera a tomarse un café a la biblioteca.
−“Te ha tocado la peor parte, Agnes. Discúlpame si crees que debo disculparme. Porque los demás van a cobrar dos años, pero sin trabajar.”
−“Prefiero hacer mi trabajo, señor Nike.”
−“Sí, Agnes, pero tu  trabajo. No vayas a cargar con lo que era el trabajo de los demás o el que pueda hacer yo. Lo que era tuyo, tómatelo con calma, que la casa está limpia. Y a mí no me importa aprender. Por eso quiero que me enseñes a hacer la cama. Toda la vida me la han hecho y aún no sé. Ah, y luego me vas a enseñar a barrer y a fregar.”
   Ella me decía que sabía hacerlo pero entendía mi necesidad de aprender. Y la verdad es que no me costó trabajo teniendo una buena maestra. Lo mejor de despedir a mis criados fue retener a Agnes.
   En septiembre se reincorporaron Norman y Thaddeus y la empresa bullía como un hormiguero en peligro. Los días se me hacían menos arduos con la labor repartida entre todos. A la salida del trabajo, cada día las mismas dudas. Tentado estaba de dar limosna a los mendigos que veía pero no me decidía. O incluso preguntarles si conocían a la señora Oakes y sus compañeros.
   El 6 de septiembre volvió a visitarme Anne-Marie. No fuimos al teatro.
−“Nike, me he llevado un rato llamando al timbre y no me abrían.”
−“Lo sé. Lo he oído pero estaba en la ducha –y como me miraba extrañada, añadí-. Ahora abro yo la puerta. No tengo criados.”
   Se lo expliqué.
−“Si me permites que te haga un reproche cariñoso, te diré que estás loco, Nike. ¿Cómo te las vas a arreglar?”
   Y como no quería hablar de eso, dije en cambio.
−“Dime qué deseas tomar y si prefieres el salón o el comedor.”
   Me pidió su habitual gin tonic y fuimos al salón. Allí estuve algo taciturno, pues estaba pensando en otra cosa. Cuando ella me lo preguntó, le dije.
−“Hoy cumple un mes.”
−“¿Quién?”
−“El pequeño rey.”
−“Cielo santo, Nike. Háblame de lo que quieras. Pero no lo has parido.”
−“No estoy tan loco, Anne-Marie. Sé perfectamente que no es mi hijo, pero me gustaría verlo crecer.”
   Ya se estaba acostumbrando a que le hablara de ellos, pero entendía su tierno reproche. No quería que me ocupara de un solo tema. De momento era monocromático, no daba para más. Pensando en ellos, no me cansaba; si no lo hacía, sí. Mejor que ocupar la mente con negocios.
   Negocios. El señor Perrier y yo llegamos a un acuerdo a mitad de septiembre. No era fácil para la Colonial Railway perder el control de lo que había sido suyo por no tener capital. Pero siempre podían ser accionistas. Podíamos haberlo dejado ahí pero la Thuban quería algo más.
−“Puedo entender perfectamente lo que me dice, señor Perrier, pero si vamos a poner la mayor parte del dinero, queremos algo en compensación. Es tan sencillo como el cambio de nombre. No se notaría y si se notara se vería que ustedes serían tan dueños como nosotros. Podría ser la TC Railway, Thuban Colonial Railway si alguien pregunta.”
   ¡Al fin! Al señor Perrier le pareció bien y alcanzamos un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Negocio terminado. Ahora podría ocuparme al fin de Arcade. Tenía que ir a verlo.
   Me dirigí en coche al barrio de Arcade y conseguí aparcarlo aún en Castle Road antes del Puente de los Caballeros. Una vez en él ya vi que era un barrio feo, oscuro, sucio, industrial, pero al menos pacífico. Me senté en una plazoleta junto al río y me puse a contemplarlo. No dejé que mi mirada se fijara en los altos hornos, lejos al este. Meditaba que era el barrio donde Bruce pasó su infancia y lo observé con más cariño. Era casi un pueblo en medio de la ciudad y uno tenía libertad para jugar sin apenas tráfico y mirando al río. Por esa zona en el Kilmourne se podía nadar sin peligro y sólo los humos de los altos hornos afeaban algo el paisaje.
   Pero tenía que levantarme y reconocerlo. Me parecía que por el sur el suelo era arcilloso, nada ideal para construir en él y esa podía ser una tabla de salvación. Pero debía reconocer el resto. Lo recorrí por todos sus puntos cardinales  y pronto vi una solución. El gran espacio de varios kilómetros entre Arcade y las montañas era de grava limosa, idóneo para la construcción; el norte tenía varias zonas edificables y además toda esa zona estaba virgen y Hazington crecería algún día por allí.
   Cuando tres días después lo comenté en el consejo de administración, hubo algún murmullo de protesta, pero Samuel me miraba inquisitivamente, no sé si valorando lo que decía o valorándome a mí. Era difícil conocer qué pensaba ese hombre. Pero finalmente dijo.
−“Creo que Nicholas tiene razón. El norte de Arcade será el mejor sitio. Yo mismo he estado por allí reconociendo el terreno y es verdad lo que dice.”
   Se discutió brevemente el asunto y al final acordamos extender la ciudad por el norte, sobre todo el nordeste.
   El domingo 16 estuve con la mente algo perdida. Me preguntaba si algún día conocería el nombre del sexto signo negativo, pero para eso había de ser mendigo. Ese día, además, era el cumpleaños de Olivia, y era el primero desde que estaba ausente. A ratos leía pensando que esa tarde sí iría. Ellos me habían salvado la vida. Podía devolverles algo acercándome hacia allí y demostrándoles que recordaba la fecha. Mi gran problema es que si iba esta tarde podía cometer una locura y quedarme con ellos para siempre. Veía otros mendigos por la calle y cuando me pedían no sabía qué hacer.
   Pero ese día, lo vi más tarde, no los habría encontrado. Después supe que algo había pasado en el arrabal, pero no te inquietes, fue un acontecimiento imprevisto y, sin embargo, feliz. Créeme que cuando lo conocí, me regocijé.
   Había aparcado temporalmente Sueño de una noche de verano y en su ausencia, seguía con ellos. Si no me decidía a visitarlos, al menos le iba a dar a cada uno un planeta y aún  me faltaban dos. Después de leer y releer información sobre Saturno y Urano acabé por darle el segundo a Bruce. El dios en algunas versiones había nacido del caos y luego supe que Bruce también. Yo lo veía como agua, aprendiendo a nadar conmigo y me bastó saber que era conocido como “el hacedor de lluvia”, “el que fertiliza” y conocerlo once días me había bastado para hacerme crecer. Pero entonces, sin saber por qué, a Miguel le correspondía Saturno. Por más que leía, no lo averiguaba. Me comía la cabeza pero no daba con el porqué. Comentando con la señora Oakes un día mi particular asignación de planetas, me dijo:
−“Estoy de acuerdo con todos, Nike. Sabía que lo harías. Y sí, Miguel es Saturno. No lo ves aún pero un día lo verás.”
   Y un día efectivamente lo vi. Así que ahora éramos –déjame incluirme- la señora Oakes-Marte, Olivia-Venus, Lucy-la Tierra, Bruce-Urano, Miguel-Saturno, John-Mercurio, Luke-Júpiter y Nike-Neptuno. Esa noche conseguí dormir satisfecho.
   Ese mes me propuse leer a Shakespeare, pero comenzaba y lo dejaba. No estaba por la labor de leer sobre príncipes y monarcas. Hasta que se me ocurrió tomar un día Sueño de una noche de verano y me cautivó. Era tan diferente. Es un placer leerse a quien yo llamo el Shakespeare mágico. Los diálogos entre Puck, Oberón y Titania me fascinaban y quedé enganchado. Pero mi gran descubrimiento fue otra obra de Dickens. Recordaba el título, pero ni lo había leído ni visto en el cine. No es conocido como su obra maestra, pero a mí es el que más me gusta. Es La pequeña Dorrit. La niña que nació en la cárcel… Lucy, la niña que nació en la calle. La recordaba inevitablemente. Luke no era Arthur Clennam, pero acabó donde ella nació y yo sentía que me habría gustado hacer lo mismo. En esta novela me sorprende la presentación de los personajes, grupos de personas sin relación aparente que más tarde o más temprano acaban por afectarse entre sí de modo que no queda hueco por llenar.
   Ese día fue fértil en acontecimientos y pasó algo más, pero yo lo supe el lunes 17. Al llegar a la Thuban me encontré con Richard, que me esperaba junto a la vidriera. Se lo veía feliz. Al saludarlo me dijo.
−“Te estaba esperando, Nike. Esta semana no trabajo. He llamado al señor Weissmann y me ha dado la semana libre –y ya exultante-. He sido padre. Ayer por la mañana.”
−“¿Quién…” –comencé a decir.
−“Ha venido al mundo Crystelle. Como sabía que te alegraría la noticia, le hice una foto. Te la he traído para que la veas.”
−“Enhorabuena, Richard. Es tan hermosa… no conozco a tu mujer, pero se parece a ti.”
−“Se parece a los dos. Tiene sus ojos. Cuando te decidas, quiero que sepas que vivo en St Alban’s Road, 79, 2º izquierda. Serías muy bien recibido. Y no llores, amigo mío.”
−“Viéndola, se me llenan los ojos de lágrimas. Ya sabes en quién estoy pensando. No puedo evitarlo. Un mes más que tu hija y siento que me pierdo su crecimiento, hasta sus lágrimas.”
−“Tranquilízate. No sé qué tiempo te llevará, pero acabarás por verlos, al pequeño rey, a Luke, a todos ellos.”
   Pasados unos días, el martes 25 fue para mí de miedo, casi terror. Cuando me puse a caminar hacia Avalon Road para desayunar notaba que a la mañana le pasaba algo. Hacía mucho frío. Mi mente se fue por donde siempre, hacia ellos. Yo estaba bastante abrigado, pero ese frío a finales de septiembre… no estarían acostumbrados. Les habría llegado de improviso y a lo mejor no estaban bien tapados. No llovía ni había niebla. Pero lo peor no era el frío. Había un rufián más temible, de nombre viento. Esa mañana era casi huracanado y no sentía ni los huesos. Realmente hoy tenía que ir.
   Mi mente no descansó durante el trabajo. En el café con Anne-Marie no tuve que decir nada. Ella sabía lo que estaba cavilando. De hecho contestó a mis pensamientos.
−“Sabrán lo que hacer. Deben estar acostumbrados al frío.”
−“Sí, pero no en esta época.”
−“Es otoño ya. No tengo ninguna duda de que saben buscarse la vida.”
−“Los quiero tanto. No me atrevo a ver el tiempo, pero en días como el de hoy, deseo helarme con ellos.”
−“Nike, el parte meteorológico anuncia borrasca durante una semana. Sobrevivirán. Pero no quiero oír que te expresas así. Piensa en ellos, recuérdalos, háblame de todos, hasta de Luke, sí, ayer lo vi y me dio recuerdos para ti. Pero no quiero que hagas una locura. Quédate aquí, lee, viaja, habla conmigo, pero no des un paso en falso.”
   La entendía, claro que la entendía, pero con ese viento yo quería enloquecer. Si ellos me habían salvado la vida, ahora me tocaba a mí. En Deanforest tendrían chimenea, algo caliente y buenas camas. ¿Qué hacer? Pero el insensible Nicholas se calmó un poco cuando sintió, acabado el trabajo, que el viento se echaba a dormir. Pasé la tarde leyendo intranquilo, caminando de tanto en tanto al jardín a ver si el viento había despertado. Aparente calma. No así en mi interior, donde pasé las horas con otra feroz borrasca.
   Era difícil en esas condiciones irse a dormir. Desasosegado, pensaba que mañana sería otro día. Las horas pasaron y al menos logré un duermevela agitado, pues cada dos por tres me insultaba, me preguntaba quién demonios era yo para desentenderme en su necesidad. Pero a las dos, me despertó un hachazo sobresaltado, la puerta del balcón inesperadamente abriéndose y golpeando mi conciencia. Ahora sí. Aquel golpe despertó mi sobriedad. Me vestí agitadamente mientras veía por el balcón las aguas del Heatherling encrespadas y el viento azotando carrocerías de coches que querían aparcar y que en esas condiciones eran casi suicidas. Me asomé al balcón. El huracán era un peligro inmediato. Debía salir a buscarlos aunque dejara la vida en ello.
   En el jardín ya vi que era muy arriesgado, pero tenía que verlos al precio que fuera, aunque llegara ensangrentado. Era difícil avanzar dos pasos por Castle Road. El equilibrio sucumbía y te tentaba a retroceder. Pero yo sabía lo que quería y esa noche, ya 26 de septiembre, nada me iba a detener. Realmente esa madrugada los cielos querían soliviantar al capullo Nicholas Siddeley y hacer que resucitara, al menos por esa noche. Me imaginaba retornando a Deanforest, en alegre charla con ellos y volver a ver sus rostros y reír y llorar a su lado. Me llevó hora y media llegar a Millers’ Lane, pero al fin vi la loma. Tenía tantas ganas de abrazarlos que me puse a correr.
   De nuevo me desnivelé por esa cuesta, pero algo pasaba. No había un alma por allí. Claro que estarían en sus tiendas, pensé intentando tranquilizarme. Ay, si todo fuera como en verano. Sabía que tenía que abrir alguna y golpeé la tienda de Bruce, mi tienda en aquellos días. Pensaba verlo levantarse sorprendido y que nos daríamos un abrazo. Silencio sepulcral. Abrí la puerta nervioso. No había nadie. El miedo fue doble cuando escuché un sonido de algo rasgándose con furia. Ya había notado cómo las hojas de los árboles se movían furiosas, pero ahora era algo distinto y más terrible. El gran fresno sobre la tienda de Olivia había caído encima. Ahora sí que volé. Con todo el cuerpo helado me acerqué a su tienda. Pensando encontrar un cadáver, regado de lágrimas, abrí la puerta de un manotazo. Nadie tampoco. Debía haberme tranquilizado pero mi corazón estaba ya lo suficientemente ventoso y no había a quien preguntar. ¿Dónde estaban todos? Miré la tienda de la señora Oakes. Nadie tampoco. Me fui a la de Miguel y John. Nadie. La tienda de Lucy y Luke era ahora más sagrada con el pequeño rey, pero no la profanaría si no entraba. Pero tenía que asegurarme. ¿Para qué seguir? Misma respuesta: nadie. No sabía dónde informarme, pero como un rayo se me vino a la mente: ¡los Proscritos! No sentía ni viento, no se siente cuando lo único que sopla es el pánico. Pero tampoco estaban allí. Sin saber qué hacer, regresé a la Mano Cortada. Eran las 4 de la mañana.
   Al final decidí regresar y llegué a Deanforest en menos tiempo. El pánico me hacía correr. Ya no iba a dormir. Me fui a la biblioteca con un café, pero sabía que iba a ser incapaz de leer. Algo leí de La pequeña Dorrit pero fueron sólo cinco o seis páginas. Pasaba el tiempo pensando dónde estarían o qué les habría pasado. Y al final llegó la hora de volver al trabajo. Quizá Anne-Marie sabría algo.
   La esperé más de media hora en la entrada de la Thuban. Y al fin llegó. Le hablé agitado de la noche que estaba terminando. Pero suspiré con su respuesta.
−“Tranquilízate –me miraba como la que está contemplando un bicho raro-. Han pasado la noche en mi casa. Todos están bien. Y como esta semana va a seguir haciendo viento, antes los tengo allí todos los días que verte hacer algo inapropiado. Si alguno vuelve a ser como el de hoy, acudirán a mi casa.”
   Me tranquilicé, quizá demasiado, porque aquel impulso me había movido al arrabal, pero ahora estaba sedado. Ellos estaban bien y el insensible Nicholas Siddeley seguiría más tiempo sin verlos. Así pasó septiembre y octubre llegó sin más alteración que mi conciencia, que me castigaba con el nuevo cambio de mes. Vivía los días como podía y a la noche con la soledad que me estaba mereciendo. Las sábanas me envolvían en libertad vigilada, el insurrecto sueño me susurraba que seguían esperándome las banderas ondeantes de las almenaras de la Mano Cortada, cuando me decidiera a dejar los muros de mi prisión, donde llevaba dos meses expatriado.

4 comentarios:

  1. Por un momento pensé que le iba a pasar algo. con el desespero que llevaba.

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  2. Un corazón abierto a descubrir y descubrirse que vivía en un mundo que no le pertenecía.
    Un corazón abierto a nuevos amigos que le hacen la vida más llevadera.
    Un corazón abierto a darse cuenta de los peligros, por los que pasaban sus compañeros.
    Un gran capítulo.

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  3. En ese espacio del vacío, de la quiebra entre un pasado y un futuro, de una marginación, de un abandono, un Nike transfigurado, si Nike, reordenando a la manera de sí mismo, el sí mismo prófugo del Arrabal de la Mano Cortada, el espacio y costumbres de Nicholas. Nike no deja de hacerse preguntas de recurrir a su memoria icónica, pero no es fácil callar la conciencia cuando esta lucha por obligar a la sangre y a las lágrimas a prevalecer sobre la vergüenza y el hábito. (Aunque nada cambie; si yo cambio, cambia todo). Esa perdida de los lazos afectivo-libidinales a los que no quiere renunciar se constituye como un tiempo de búsqueda. Es el tiempo que se confronta, a partir de un presente, el pasado y el futuro, la necesidad de la memoria y de la esperanza.

    En este capítulo hay dos reacciones desesperadas dibujadas a diferentes ritmos, la primera con una narrativa tranquila, reposada, como un remanso lírico, cuidada en el detalle y en las reflexiones, es el re-acomodo de lo incómodo de su propio ser, ocurre después de la re-ordenación de su antiguo limbo, es una búsqueda y necesidad apremiante del retorno en las primigenias de sus ya compañeros. Nike sale a buscar la raíz, el momento, la circunstancia, a modo de reencuentro, de no olvido, como un salvoconducto que le permita estar cerca sin acercarse.

    La segunda, con una narrativa trepidante, oscilación rápida de la escena que avanza provocando en el lector un desasosiego que va "in crecendo", arañando su sentimiento, desgarrándose a la par que la desesperación del personaje. Nike vive el miedo, y se siente enfebrecido. Es ese miedo cuyas leyes internas parece no conocer, solo, muy solo ante la ausencia, lo siente como una mano apretándole la garganta, y eso es realmente lo más horrible que le ha ocurrido o que podría ocurrirle jamás, no encontrarlos. Hace apenas un momento se complacía en el deleite de sus recuerdos bautizándoles con los planetas, abrazándoles en la distancia, con el intranquilo desasosiego de la tormenta, y ahora el pánico atenaza, estableciendo unos límites de la verdadera realidad muy tenues, y, entre la cordura y el desvarío, muy frágiles.

    Y al final la salvación, la restauración de su tranquilidad viene de la mano de Anne-Marie, una Anne-Marie que fue voz crítica, conciencia de la realidad, pero que nunca cayó en el despecho, convertida en refugio para los mendigos y en alivio para Nike, su personaje se crece en este breve acto, la narrativa nos conduce a un cambio de paradigma con respecto a Anne-Marie.

    El autor:
    El esmero con el que desarrolla su prosa tiene que ver con el esfuerzo que hace para extraer de la memoria el mayor número de materiales posibles de novelar, adentrándose en el detalle, en los recovecos de sus personajes para ofrecer todo un mundo recóndito, insospechado, con elementos absolutamente imprevisibles que son lo que lo hace fascinante.

    El desarrollo:
    Porque la nostalgia por el tiempo vivido, que es diferente a la melancolía, le da la oportunidad de inyectarle vida a los recuerdos y es lo más importante en este capítulo. El autor, que conoce las delicadezas de los recursos de la memoria, posee una gama de facultades para recrear la nostalgia, revivir los recuerdos e internarse en los laberintos de esa evocación.

    Unas pocas palabras en tu oído diría: Poca es mi fe de hombre incierto.Y saber no es conocerse. Mis ojos a quien los ve responden, pero nunca preguntan. Recordar es obsceno, peor: es triste. Sin embargo olvidar es morir. Mi último gesto ese que yo ya nunca repetiría. (Vicente Aleixandre - estrofas varias)

    Pol

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