Alas ebúrneas me debieron transportar en
volandas por un camino dorado hacia el descanso instantáneo de mi segundo
sábado en la calle. Había comenzado El
Rey Lear, pero mi Shakespeare es el de Sueño
de una noche de verano y La Tempestad.
Los demás me los leí todos, Protch, pero no te haré comentarios.
Aquel sábado 13 me desperté tan temprano que ni siquiera Olivia
estaba levantada. Mas al rato la vi por allí y casi al mismo tiempo también se
levantó John, que llevaba dos días de insomnio. Se había acostumbrado a los
horarios de su gemelo trasnochador, pero al tener que dormir solo, tornó a su
antiguo hábito de madrugar. En la hoguera se lo veía tan taciturno que casi no
cruzamos palabra. Yo no sabía qué decirle y a esa hora ni siquiera hablar de
nuestras jornadas en la calle, o del tiempo, las dos conversaciones más
habituales, le servían de mucho. Así, casi mudos, Olivia, John y yo
permanecimos hasta que al poco tiempo vimos levantarse a Lucy y Luke, él con
Paul en los brazos.
Yo estaba esperando a mi compañero para indicarle que iba a
ir a Deanforest, que debía tener una entrevista con mi todavía criada Agnes
Moore. Él y yo tendríamos una tarde bien completa, pero el clima parecía ese
día favorable y como le íbamos a dejar la mañana a Lucy, entendió que yo la
ocupara con cosas como acudir a Deanforest.
Una vez allí, aguardé en la biblioteca media hora a que llegara
Agnes. Y al sentir su llave, a las 9, me fui derecho a saludarla.
−“Buenos días, Agnes. Ven, vayamos a la cocina. Tengo que hablar
contigo.”
Era evidente que ella hallaba muy extraño al señor Nike, como
todavía me llamaba. Y mucho más cuando me ofrecí a hacerle un café. No sabía
qué respuesta darme o cómo indicarme que eso no era propio del señorito, pero
no encontrando las palabras con que oponerse, mansamente se resignó. A ella le
gustaba con leche y tampoco tuve ningún problema en calentársela. Después nos
sentamos en la mesa de la cocina y comenzamos una conversación difícil, o casi
te diría un monólogo. Agnes se limitaba a escucharme.
Estuve veinte minutos intentando explicarle algo difícil, porque
constantemente me atropellaba. No era fácil referirle que el señor Nike era
desde hacía nueve días un mendigo, que además quería deshacerse de Deanforest;
y al mismo tiempo asegurarle que su sueldo no le iba a faltar en los próximos
dos años; que deseaba convencer a la señorita Beaulière, a quien ella conocía,
para que la contratase y que si lo lograba, estaría durante dos años cobrando
dos sueldos, que mi compromiso con ella era firme. Fue una labor ardua porque
constantemente Agnes me interrumpía, con su compasión como clara bandera.
−“Y ahora que lo sabes, Agnes, ¿podrías llamarme Nike, solamente
Nike?”
Su respuesta fue un emotivo balbuceo, pero dio en la diana.
−“Nike −y tragó saliva. Se ve que le había costado un mundo
llamarme así−, yo no soy muy inteligente y no sé si entiendo bien las cosas.
Pero cada ser humano debería tener derecho a seguir su propio camino sin que
nada lo aparte de él. No sé si debe continuar pagándome si un día ya no posee
Deanforest, señor −y ruborizada−, perdón, Nike. Pero ha sido un placer.”
Fuera cual fuera la estima que se tenía, lo cierto es que logró
decir lo fundamental. Desde ese octubre todo me emociona. Pero conseguí
farfullar una respuesta. Todavía Deanforest era mío y ella podía venir cada
sábado a darle la necesaria limpieza para que la casa no se viniera abajo. Y
cuando ya no lo fuera, antes de entregarla vendría a hablar con ella. Así quedó
acordado. Y satisfechas ambas partes, la dejé en sus tareas y regresé a mi
Arrabal.
La mañana leonada presagiaba perlas de oro para aquella tarde de
octubre. Iba a hacer calor cuando mi compañero y yo estuviéramos reconociendo
todo el este del barrio templario. Entretanto, pensaba pasar la mañana a ratos
leyendo y a ratos conversando con Luke, el único que solía estar por allí a
esas horas. Pero me fijé en que aún no se habían ido la señora Oakes y Olivia.
Nada más saludarlas, me hablaron de su intención semanal de lavar un poco “la
casa”. Al preguntarles si podía ayudarlas, me dijeron que subiera con ellas y
llevase cubos al río para llenarlos de agua. Subimos y enseguida me dieron dos
baldes con los que hice varios viajes hasta el Kilmourne. A la vuelta les pedía
que me enseñaran a limpiar pero la señora Oakes me dijo que lo importante era
que me hubiera ofrecido y que ya tendría tiempo de aprender todo lo demás. Les
dije que me avisaran la próxima vez y me hablaron del jueves siguiente, el día
18. Ese día comencé a aprender lo que ni siquiera había aprendido en septiembre
en Deanforest. Desde entonces me ocupo del lavado de “la casa” con regularidad,
y si un día te hiciera falta, Protch, te aseguro que podría encargarme de la
limpieza de Deanforest.
Pero al fin, envuelto en haces dorados nos volvimos al campamento,
donde vi que Lucy ya había retornado. Siempre teníamos un rato de conversación
con ella antes de que Luke y yo nos fuéramos a la calle. La mañana había
comenzado bien; ahora mi compañero y yo debíamos cumplir nuestra parte en el contrato
y, algo adormilados tras un día de sol otoñal que llega por sorpresa tras
varias jornadas de nubes y lluvia, nos pusimos en camino.
De la mano de mi compañero, al llegar a Alder Street, torcimos
esta vez a la derecha. Ya conocía el Puente del Molino, que vislumbraba al
fondo y sabía que si la tarde nos iba bien, regresaríamos por allí. Con este
objetivo en la mente, nos encaminamos al fin a Damascus Road. Arteria principal
en el Pueblo, andaba esos días irreconocible porque el ayuntamiento se había decidido
al fin a limpiarle un poco la cara y asfaltarla. Mas entretanto los vecinos
parecían determinados a contribuir a la miseria. Caminar entonces por sus
inexistentes aceras era un caos, acompañados además de ropa tendida en los
míseros balcones, paredes donde otrora hubo buena cal, ahora desaparecida,
basura por las calles en cualquier parte, perros famélicos que huían de las
travesuras de niños insufribles, espantos y malandanzas. Pensaba si cuando
Damascus Road estuviera al fin adecentada sus habitantes contribuirían de
alguna manera a su gloria.
Antes de llegar al cruce con Jerusalem Street ya había percibido
la enorme cruz de St Mark, la iglesia más humilde de la ciudad, donde,
enrevesada y ciclópea, parecía de mayor tamaño que el blanco fulgurante del
resto del templo. La primera vez que la contemplas sobresalta y casi estuve por
dar un grito, cuando Luke interrumpió mis pensamientos.
−“En esta iglesia, Nike, ejerció mi padre su ministerio. Y cuando
yo me vine a la calle no me fue fácil adaptar mi pensamiento al hecho de que él
se ganaba la vida en el interior y yo en el exterior mendigando, pero en cierto
modo siempre ha estado ligada a los Prancitt. Incluso mi hermano, agnóstico
declarado, entra cada vez que la ve abierta y reza un padrenuestro en recuerdo
de mis padres. Tiene una feligresía escasa, pero devota. Como ahora
comprobarás, nunca está abandonada. Siempre hay alguien adentro. Entremos.
Quiero enseñarte algo.”
Había dos o tres mujeres enlutadas arrodilladas rezando o en
alguna capilla lateral, encendiendo velas a alguna imagen. Toda la iglesia era
atravesada por una atmósfera de místico recogimiento y, evocando al padre de
Luke, me sobrecogí. Emocionado me llevó a una imagen de María atendida con mimo
en el pasillo de la derecha.
−“Cuando vayamos a casa de mi hermano, recuérdale que te enseñe
alguna fotografía de mi madre. La primera vez que mi padre vio a su feligresa
Margaret fue aquí y muchas veces me dijo que parecía que se estuviera mirando
al espejo, que su rostro y el de la virgen se dijeran tallados por la misma
mano. Quizá no le encuentres parecido, pero siempre que vengo a esta iglesia me
detengo un rato y lloro unos segundos. No vayas a asustarte. La quería tanto,
Nike. La perdí con doce años y este es el único lugar donde la sigo viendo.”
Es imposible encontrar palabras de consuelo cuando ves a un amigo
llorando. Respeté su silencio y sus lágrimas hasta que decidí fundirme con él
en un nuevo abrazo. No podía hacer más. Y finalmente, todavía la faz
humedecida, volvió a hablarme.
−“Ya sabes cuál es la razón por la que no te había traído antes a
St Mark. Mi padre estuvo a punto de llamarme Mark, pero finalmente eligió el
nombre de otro evangelista, que le gustaba más a mi madre. Y para mi hermano
escogieron el nombre que compartían dos apóstoles. Venga, mi melancolía va
pasando. Salgamos y pongámonos a hacer nuestro trabajo.”
En el umbral de St Mark, desprovisto de escalinata, estuvimos hora
y media. Además de nosotros mendigaba solamente Youssouf, el primer mendigo
negro que vi en la Ciudad. Ahora hay muchos más. Según le entendí venía de la
misma Bamako, en Mali, y como a tantos otros le habían hablado de la
prosperidad de este País, mas no encontrando trabajo por su color, acabó en las
calles. Incluso para la limosna los feligreses parecen tener en cuenta el
blanco de la piel y las monedas caían en nuestras manos. Youssouf se fue,
hastiado y desesperanzado; era el doble de difícil para él cosechar el mendrugo
diario. A Luke y a mí nos fue bien, y al cabo de hora y media nos retirábamos
de St Mark.
Por lo poco que quedaba
de Damascus Road y los 100
metros de Castle Road hasta el Puente de los Caballeros,
Luke me fue hablando de Youssouf.
−“Aún me estremece pensar, Nike, que hace poco más de un año lo
habría considerado una víctima perfecta en mis macabras correrías: mendigo y
negro. Ahora si nos vemos, nos ponemos a conversar plácidamente, como dos
buenos amigos. Pero es de lamentar que si pides limosna a su lado, tienes
suerte, pues el racismo lleva a la gente a preferir a mendigos sucios e
impresentables como yo si su piel es blanca. Él se tiene que llevar el día
entero en la calle, pero consigue comer cada día. De tanto en tanto sigue
buscando trabajo, mas no es fácil que se lo den. Ha pensado más de una vez
tornarse a Bamako. En fin, no es sencillo ponerse en su piel y saber elegir un
sendero.”
Pero interrumpimos la conversación al hallarnos de frente al fin
el Puente de los Caballeros. Varias cosas distrajeron mi mente en ese instante.
A mi izquierda partía, sólo por allí limpia, Wall Street. Sin dificultad
percibía el esqueleto gris del Gran Hospital y sus apéndices y sujetos mal
encarados que iban a perpetrar actos delictivos en los alrededores del Philip
Rage y todo el norte de la calle. No conseguí otear el puente Wrathfall, donde
sabía que todos mis compañeros, menos Luke, habían vivido. Por lo demás, toda
la orilla oeste del río era el Arrabal de la Seductora, una cinta sucia y
agitada, custodiada por olmos y peligrosos descensos entre arbolados barrancos.
Por los pocos metros que anduvimos encima del puente, antes de
coger un polvoriento sendero a mano derecha, Luke me explicaba que éste estaba
sobrecargado de gárgolas y quimeras e incluso me pareció distinguir la figura
pétrea de un individuo sombrío envuelto en una capa y con ojos extrañamente
abiertos como si fuese necesario tenerlos así para percibir algo más allá de la
niebla. Lo había cruzado más de una vez en coche para llegar a los altos hornos
que percibía en lontananza, muy al este, afeando más si cabe el ya de por sí
malcarado barrio de Arcade. Pero era el antiguo hogar de Bruce, y lo miré con
respeto. Cruzándolo por primera vez a pie, los pasos retumbaban en la piedra
antigua, majestuosa, de este soberbio puente y su grandiosidad y las figuras
talladas a sus costados estremecían y, en el calor de esa tarde, la piel se
erizaba y enfriaba.
Sólo con muy buena voluntad se le podía llamar sendero a la
confusa mezcla de lodo y guijarro que comenzamos a triturar para subir a la
Colina de los Caballeros. Y además de percibir la lampiña calavera de aquel
promontorio, desnudo de árboles, yo meditaba en la historia de Luke, la que él
me había contado, y con qué oscuras intenciones la había trepado el todavía
cercano 18 de noviembre, sin sospechar que acabaría quedándose con ellos. La
Colina de los Caballeros era el único arrabal al otro lado del río. El murmullo
del agua a mis espaldas no debía bastar para humedecer aquel desierto. Quise
imaginarlos allí, a la vista de todos, achicharrados en sus tiendas, orando por
el abanico del viento, el beso húmedo de la lluvia o un puñado de niebla que
les otorgara por unos instantes un poco de privacidad. Había senderos que
descendían hacia Arcade, y Luke me quiso enseñar el punto donde más o menos
estuvieron las tiendas de las tres mujeres. La de Lucy al principio, antes del
descenso. Allí durmieron juntos casi un mes. Estuvimos un rato parados en lo
alto de la colina. Desde allí conseguí ver bien la casa número 1, el hogar de
William Rage. Era una mansión opulenta, donde todo parecía haberse hecho a lo
grande, pero con nulo gusto. Demasiada fachada, demasiadas ventanas, demasiado
dispendio para tan poco resultado. La casa, más que impresionar, repelía. La
fachada estaba atiborrada de azulejos con escenas bíblicas, alguno exquisito
quizá, pero eran demasiados y para la mirada eran un hartazgo. Como contraste,
tres casas más allá, el número 7, el hogar de los Prancitt, piedra y ladrillo
que hacían ver que daban cobijo a un hogar de dignidad, ventanas como ojos
limpios abrazando el horizonte y un amplio balcón al que daban tres o cuatro
habitaciones, sólido y, en esa hora, de sol iluminado.
Pero entonces mi compañero me llevó al lado sur, el descenso hacia
la Alameda de Umbra Terrae. Por allí sí que había algún que otro olmo
resistente, ya muy anciano pero aún vestido por buena madera. Luke quería que
viese algo en concreto y por fin leí en el tronco vetusto de aquel gigante unas
letras que me estremecieron: “Lucy Rivers”. Y un poco más abajo: “Aquí nací.”
−“Aquí nació, Nike, hace ya 29 años. Desde este lugar, si te fijas
bien, se percibe el balcón de la casa de mis padres. Y poco más o menos por
entonces, un mendigo debía de estar naciendo justo enfrente.”
En el mismo olmo por detrás, hacía sólo unos meses, habían escrito
un corazón: “Lucy y Luke.” Y unas letras estremecedoras partían desde el mismo
corazón: “Paul Prancitt-Rivers.”
−“Hay quienes escriben los nombres de los hijos en la Biblia.
Mientras a este olmo no lo acabe derribando el tiempo, aquí quedará, testimonio
de toda mi familia. Este árbol está en esta zona a merced de los vientos, pero
durará más que nosotros.”
−“Amén.” −fue lo único que fui capaz de decir.
Allí estuvimos como orando, mientras los ojos de Luke se
humedecían, unos diez minutos en ese silencio acompañado del mutuo estremecimiento.
Pero al fin descendimos la colina por el mismo sendero, el único descenso
posible hacia Knightsbridge Street, de vuelta al Puente de los Caballeros. Esta
calle conservaba el nombre hasta encontrarse con Jerusalem Street y el Puente
de los Soportales. Desde ahí, camino hacia el sur hasta el Puente del Molino,
pasaba a denominarse Brushwood Street.
Luke tenía una llave, pero solía llamar al timbre cuando iba a
casa de su hermano. A los pocos minutos la sonrisa cálida de James, que nos
estaba esperando, vino a recibirnos.
−“Tenía muchas ganas de volver a verte, hermano de mi hermano. Por
favor, sé bienvenido, a nuestra casa y a nuestros corazones.”
Nada parecía haber cambiado en James. Su sonrisa cálida, cada vez
que me la dirigía, tenía brillo y fuego. En su casa había que subir una
escalera para llegar al salón, en el primer piso. Todo era luz, limpieza,
claridad. Podía imaginarme a mi compañero allí, viviendo feliz sus años de
infancia y su tumultuosa adolescencia, de espinas y violencia.
En el salón, atiborrado de recuerdos familiares, pude ver una foto
de Margaret Prancitt, antes de sentarme. Era la clásica fotografía en la que se
la veía sosteniendo un ramo de rosas en la mano. Pero me detuve especialmente
en su rostro. Su luz se había apagado demasiado pronto, pero en tanto brilló,
su felicidad había sido radiante. Igual de feliz contemplé a Paul Prancitt,
primero en una fotografía en la que reconocí el exterior de la iglesia de St
Mark; después en una instantánea en la que estaban los dos juntos, tiernamente
abrazados cerca de algún puente en un día de sol deslumbrante. Luke me indicaba
que aquel era el Puente de los Soportales, y el magno jardín que contemplaba
era la Alameda de Umbra Terrae. En ella las facciones de Margaret sí me recordaron
a la virgen. Su semblante estaba más iluminado. Lo que en aquella era angustia,
en ella era beatitud y esperanza.
−“Sí se parecen, Luke. La verdad es que tu madre era muy guapa. Y
aunque no tengo a mano ninguna fotografía de Alma Siddeley, mi madre, a la que
nunca conocí, aseguraría que tienen cierto parecido.”
−“Gracias, Nike. Tenían que parecerse: somos gemelos.”
−“Me gustaría que me explicarais cómo empezó todo esto −intervino
James−, es decir cómo os empezasteis a llamar gemelos, hermanos y todo lo
demás.”
Luke me dejó tomar la
iniciativa, asintiendo frecuentemente a mis palabras y sólo algún murmullo de
vez en cuando me daba a entender que iba explicando bien cómo fue surgiendo
nuestra forma de llamarnos. Pero a los diez minutos alegó que quería volver un
rato a St Mark. Pero me insistió en que me quedara allí. Di por hecho que James
deseaba hablar conmigo a solas y que Luke pretendía marcharse con diplomacia.
−“Nike −comenzó−, ahora sois compañeros, ¿no?”
−“Lo somos, James. Si se cumple lo que deseo me quedaré para
siempre con ellos, pero no sé si sólo depende de mí.”
−“Yo creo que mientras lo sigas deseando, lo vais a ser. Mi
hermano realmente te necesita, cada día más, y veo en tus ojos que él es
también muy importante para ti.”
−“En verdad lo es. Y Lucy y el pequeño rey. Y todos mis
compañeros.”
−“Déjame contarte algo de mi hermano. En el año que lleva en la
calle, se ha pasado por aquí unas cuantas veces, sobre todo a verme. Pero los
siete sólo se han quedado a dormir en esta casa una noche. Y Luke, aparte de
una ducha de tanto en tanto, nunca me pide nada. No sé si es orgullo…”
−“En el poco tiempo que llevo en la calle, James, yo creo que es
otra cosa. Es nuestra vida y saber que nadie más que nosotros nos la debe
solucionar. Quizá te quiera hacer entender que es independiente y que puede
sacar adelante a su familia. Tu hermano, mi compañero, es inagotable y nada
puede con él. De ese modo, con la ayuda de Lucy, Paul encontrará siempre lo que
realmente hace falta.”
−“Gracias, Nike −se emocionaba−. No me extraña que te quiera tanto
−me miraba como si supiera algo que yo aún no sabía pero que más tarde o más
temprano había de descubrir−. Todo eso lo comprendo. Pero como es mi hermano y
lo quiero, me duele que un día pudiera estar realmente hambriento o muerto de
frío e intuir que ni siquiera entonces se pasaría por aquí a por ropa, mantas,
algo de alimento. Sé que si su hijo o su mujer un día de verdad carecieran de
algo vendría a pedírmelo, pero tengo miedo por él. Por eso quería quedarme a
solas contigo y suplicarte, Nike, que no lo consientas. Si en algún momento su
necesidad, su verdadera necesidad, o la de cualquiera de vuestros compañeros,
te parece extrema, pásate tú por aquí, te lo ruego, y coge lo que sea del
frigorífico, o llévate algo de abrigo, o convéncelos para que vengan a pasar
otra noche aquí. Pero ¿qué piensas de lo que te digo, Nike? ¿Qué piensas de
mí?”
−“Pienso que realmente lo quieres, James, y que nos quieres. Que
nos tienes siempre en tus pensamientos. Pero ¿qué puedo de verdad hacer? Yo
tampoco quiero que llegue un día en que vea su absoluta necesidad, pero si la
está sintiendo él, la tengo que sentir yo también. Soy su compañero y viviré lo
que a él le toque vivir. Al menos te aseguro que a Lucy y a Paul no les va a
faltar de nada.”
−“¿Y los demás, Nike? ¿Y tú?”
−“Yo no quiero ver la absoluta necesidad de nadie, pero en serio,
James, ¿es que puedo hacer otra cosa?”
−“¿Ves esta llave? He hecho una copia de la mía. Luke tiene otra.
Esta, si me la aceptas, sería para ti, para que entres en esta casa cuando
quieras cada vez que lo consideres necesario, esté o no esté yo aquí.”
−“La ropa la reconocerá.” −dije por ganar tiempo, todavía sin
saber qué hacer.
−“Primer piso, primera habitación a mano derecha, en el ropero hay
ropas y mantas que no reconocerá, acabo de comprarlas, de hombre, de mujer y de
niño. La cocina la puedes ver desde aquí, al fondo del pasillo. Por favor,
Nike, acéptame la llave. Y ya con ella, te lo puedes pensar con calma.”
Al final capitulé. Lo que temía James era de sentido común. Y lo
comprendía. Tampoco de mí aceptarían nada.
−“Dame la llave, James. Te prometo que ninguno de nuestros
compañeros ni Paul van a morirse de hambre o de frío. Pero de todos modos, Luke
y yo vamos a luchar.”
Estuvimos media hora más
en espera de que regresara su hermano. En ese momento ya tenía en los bolsillos
siete llaves, Protch: de cada uno de mis tres coches, las llaves de Deanforest,
las de “la casa”, las de las duchas de la Thuban y las de la casa de James en
Knightsbridge Street. Pero seguimos conversando y aunque lo verdaderamente
importante lo habíamos hablado ya, ahora empecé a hacerle preguntas sobre la
universidad o la carpintería donde trabajaba. También me enseñó una lista,
parecida a la que ahora tienes tú, Protch, donde su hermano le había dejado los
nombres de nuestras estrellas y a qué constelación pertenecían, y cuándo,
pensaba él, se podrían ver. Estábamos apenas iniciando la conversación estelar,
todavía dos aprendices bisoños, cuando sentimos la llave. Luke regresaba mejor
aprovisionado. Esa tarde ya no necesitábamos mendigar más. Sólo había que
recorrer los arrabales del este para que yo los conociera. Así que, con pocas
palabras, nos despedimos por esa tarde de James, que no nos detuvo, y salimos
de nuevo a Knightsbridge Street. Por esta calle, que se iba volviendo más
amplia a medida que se encontraba con el Puente de los Soportales, caminamos la
mayor parte en silencio. Ahora yo tenía un secreto, el de la llave, que tardé
un mes en desvelar a Luke.
El Puente de los Soportales debería ser la típica postal de
Hazington, una obra maestra de arquitectura, un auténtico capricho para
pudientes en medio de la miseria del este de la ciudad. Los soportales que le
dan nombre son los de Brushwood Street, calle pobre pero muy ordenada, donde
cada casa tiene el suyo, algunas con cristaleras abundantes como ojos que otean
la alameda. Lo atravesamos y enseguida estuvimos en Umbra Terrae. El río la
atravesaba por la mitad y había mendigos a ambos lados. Había estado allí con
Anne-Marie, en el norte del parque. Ahora estaba con Luke en el sur que
desconocía. El norte es más señorial, rodeado de lagos de cristal y árboles
exóticos, primorosamente cuidados. El sur es más agreste, más lleno de mendigos
y los árboles son más conocidos, y muy bellos, con las joyas del Puente de los
Soportales y alguna colina con templete desde la que se puede contemplar todo
el parque, el puente y la hermosa Brushwood Street.
Como yo le había dicho a Luke que no conocía el lado sur de la
alameda, seguimos por allí media hora más, reconociendo senderos y de tanto en
tanto sentándonos en algún banco y haciendo nuestro trabajo, pues aunque el día
se había dado bien, un mendigo nunca deja de laborar si te encuentras de
repente con una multitud de gente de apariencia próspera que te puede dar un
óbolo para tus compañeros, para empezar la jornada de mañana con algo en los
bolsillos.
Seguíamos recolectando, pero pasado un tiempo, volvimos al Puente
de los Soportales y lo cruzamos por un camino a mano derecha. Desde allí hasta
el Puente del Molino se extendía la Cañada de la Sangre, que al fin conocía.
Toda la orilla oeste estaba salpicada de mendigos. La sangre debía venir, me
explicaba Luke, de que allí hubo en tiempos numerosos mataderos. Ya no estaban,
ni tampoco la frecuentaban ya los antiguos pastores que llevaban allí a sus
rebaños. La orilla era amplísima y por ella comenzaban a verse mendigos que
vivían en tiendas de campaña, casi perdidas entre los altos juncos que ceñían
las aguas del Kilmourne. Pero apenas entramos, un rostro conocido vino a
saludarnos. Era la longeva Sheila Grant, a la que ya había sido presentado. Nos
daba la bienvenida, decía, a la sangre “porque sangre somos y en sangre nos
hemos de convertir”, parafraseando a Dios. Había por allí dos o tres rocas
dilatadas donde solían sentarse y nos invitó a tomar asiento. Sheila no era la
única. Por los alrededores se hallaba también una mendiga que nos fue
presentada como Myra Duke. Era una mujer de unos 30 años, rubia y muy sucia, y
según deduje de su conversación se distraía considerando el mundo como un
mercado en el que todos éramos descarnadamente vendibles, donde la única
redención posible era la subasta de nuestras almas. Y enseguida vino la mujer
que días atrás yo había confundido con Lucy. Vestía de hippie, como mi
compañera, era pelirroja y nos la presentaron como Sue. Parece que sus
compañeros no saben nada más de ella. Esta mendiga es un misterio. De lejos se
la ve bastante lúcida y lo sigue pareciendo si te acercas en tanto no hables
con ella. Su cháchara es producto de un baño diario en el lodo de la droga y su
mente un carrusel donde giran constantes imágenes de monarquías, vaya usted a
saber por qué cada vez más la única ocupación de su cerebro. Pero entonces aún
le interesaba todo tipo de chismorreo y ella se veía a sí misma como la hija
secreta de algún potentado y explicaba que un día su padre la reconocería y la
ayudaría a dar el salto y cambiar de vida. Luke le daba siempre la razón, pero
discutía con Myra, de lo que deduje que a Sue la consideraba irrecuperable pero
que a aquella la juzgaba extravagante, pero cuerda.
Mas me distrajo la
contemplación en otra roca más al sur de dos rostros que ya conocía. Eran los
hermanos Spence. El mayor, Nathan, recostado en los hombros de Joey, se dijera
dormido, pero debía seguir despierto, porque su hermano hacía claros ademanes
de estar contándole una historia, por los gestos quise imaginar de mares y
sirenas.
Sheila Grant nos invitó a sentarnos con ellos un rato. Se
disponían a cenar y nos podían agasajar con algún trozo de carne, nos dijo.
Pero le respondimos que queríamos comer con nuestros compañeros, mas nos
quedaríamos con ellos un cuarto de hora más. Myra y Sue se acercaron a la
hoguera y al momento vinieron los Spence y un tercer hombre llamado Elliot, de
unos cincuenta años, cano y bastante lacónico. Departimos un rato sobre navíos
a la deriva, ya que Nathan nos relataba que su hermano había ideado un cuento
sobre nautas de otros tiempos. Las conversaciones de los mendigos, Protch,
suelen alejarse de la miseria. Es inevitable referir nuestro día a día, hablar
de nuestras fatigas y labores, pero los mendigos de esta ciudad tienen vías por
las que escapar: los de la Mano Cortada huimos por la Vía Láctea; los de la
Sangre, por la mitología si es Joey Spence el que ameniza las charlas. Sheila,
Myra y Nathan seguían el hilo; Sue se desviaba por sus monarquías y Elliot
prestaba su mejor atención pero rara vez intervenía.
La carne estaba ya lista y justo entonces, cuando se disponían a
cenar, Luke les recordó que nosotros lo íbamos a hacer ahora con nuestros
compañeros, y nos pusimos en camino. Fue un paseo corto hasta que al fin
hallamos el Puente del Molino y casi estábamos en casa. Nos desviamos del río y
volvimos por Alder Street y Millers’ Lane. Mi compañero aprovechó ese trecho
que nos quedaba para hablarme de los mendigos de la Sangre. Nada conocía de
Elliot y bien poco de Sue. Una vez que habló con ella un rato, la mendiga le
decía que no solía permanecer mucho tiempo en la misma ciudad, que de tanto en
tanto migraba. Pero de los constantes bufidos de Luke deduje que era muy
difícil dar algo por cierto con respecto a ella. Me habló bastante bien de
Sheila, de Myra y de los Spence, pero los mendigos de la Sangre, me decía, no
son un grupo fijo como los Proscritos. Elliot y Myra, por ejemplo, lo mismo
duermen allí que en Umbra Terrae, y si vas la semana que viene, pueden ser ya
más de 6 o menos de los que has visto hoy. Sólo Sheila, Nathan y Joey parecen
estables.
Nos detuvimos un rato en la única tienda de los alrededores
abierta un sábado a esas horas, y aunque no recuerde ya qué compramos, sé que
ese día también regresamos bastante surtidos y que ninguno de nuestros
compañeros pasó hambre.
En la cena les estuve contando mis impresiones sobre ese sábado,
los lugares y las personas que había conocido. Como bello, el Puente de los
Caballeros, la Alameda de Umbra Terrae y el Puente de los Soportales. Y la gran
emoción de ver los nombres unidos de Lucy, Luke y Paul en un árbol de la Colina
de los Caballeros. No dije nada de la foto de Margaret Prancitt y de su
parecido con la virgen, pues no sabía si esto para Luke era un secreto. Me
queda también el leve recuerdo de que esa fue la última vez ese año en que
contemplé la rojiza luz de Antares. Comprobando esa luz me solía ir a la cama
una vez apagada la hoguera, pero con su brillo estelar como último destello en
mi mente.
Del domingo 14 recuerdo bien la noche pero mis impresiones de la
mañana y la tarde son fugaces. Sé que fue una jornada en que Luke y yo no
anduvimos tanto y que regresamos con algo de comida, aunque teníamos cena
gratis con nuestros vecinos. Ni siquiera encendimos hoguera. Estuvimos un rato
charlando juntos los siete y a eso de las nueve la señora Oakes nos indicó que
era el momento adecuado para marcharnos. Bajamos por el camino que te he
nombrado como dedo pulgar, entre las tiendas de mis dos primeras compañeras y
anduvimos unos escasos cien metros. Los Proscritos se asentaban un poco más
allá del menhir, que se divisaba amenazador muy cerca, al sur, entre su arrabal
y el nuestro.
Nos vieron llegar a los siete, en realidad ocho, pues el pequeño
Paul marchaba en brazos de Luke, y enseguida se levantó un hombre a recibirnos.
Luego supe que ese día cumplía 52 años y que llevaba en la calle desde los 25.
Alto, con el cabello escaso que seguía perdiendo cada día y le nevaba los
hombros, la ropa raída y mugrienta cubriéndolo sin embargo suficientemente,
pasos lentos y sosegados pero siempre sabiendo a dónde encaminarlos, a Vincent
McFarlane lo rodea un inconfundible tono de calma, una vez que aprendió a
domesticar su rabia sorda cuando se vio tan joven en la calle por un desamor, y
para sobrevivir comenzó a encontrar en el sosiego sabiduría, y no resignación, porque
con calma, con la inagotable calma que lo caracteriza, Vince es un
inconformista que protesta y se rebela, serenamente, ante cualquier injusticia
hacia él o hacia los suyos, y los suyos, Protch, somos también los mendigos de
la Mano Cortada, todos los desarrapados de la Ciudad, cualquier marginado,
cualquiera que suplique comprensión, que él entrega permeada por la infinita
luz de su paz.
Mi querida señora Oakes fue la primera en darle un cálido abrazo,
un par de besos y unas palabras afectuosas de congratulación. Los demás lo
felicitamos todos por turno mientras él nos invitaba a sentarnos mezclándonos
con ellos, con palabras sabias hacia cada uno de nosotros, dichas en orden
cronológico. Cuando llegó a mí, me saludó:
−“Bienvenido, Nike Siddeley. Algo nos han contado tus compañeros
de tu nombre y tus circunstancias. Mientras estés por aquí serás gratamente
recibido entre nosotros. Pásate por este lugar cuando quieras.”
No recuerdo si fui capaz de responderle, pero él me presentó a sus
compañeros, tal vez ignorante de que ya conocía a Vera Lloyd, Enoch Reed y
Katie Chamberlain. Mas con ellos se hallaban dos mujeres más, próximas a los
30. Una de ellas se llama Evelyn Mills. Me estrechó con fuerza mientras yo me
fijaba en su cascada de pelo rubio como un sol nocturno entre las estrellas.
Sus senos prominentes, sus líneas curvas, su proporcionada cintura, me llevó a
figurarme qué habría sentido por ella en otra época, deseoso de femineidad. Me
pareció que lo mismo parecía estar pensando a su lado la otra joven, Loraine
Sparrow, una morenita de pelo corto, cuerpo masculino pero envuelta en dulzura,
que no le quitaba los ojos de encima. Tal vez Evelyn lo llevara notando
bastante tiempo, pero no parecía darle importancia. Iban juntas a la calle y
rodeaba con los brazos a su compañera con ternura. A Evelyn le seguían
atrayendo los hombres, y en el transcurso de la noche supe que estaba medio
enamoriscada de Joey Spence.
Se habían llevado un par
de semanas ahorrando para aquel festín. Habían encargado comida a no recuerdo
qué restaurante pero sé que cenamos pollo, lasaña y una tarta de chocolate que
habían coronado de un hermoso 52 de nata. Ya todos sentados, colocado entre
Vera Lloyd y Bruce, la primera me habló.
−“Hacía mucho tiempo que no te veía, Nike.”
−“Voy y vengo, Vera −le expliqué sin saber cómo contarle mis dudas
o temores−, pero me parece que esta vez me quedo −y preguntando al fin lo que
llevaba dos meses intrigándome−. Mis compañeros me han comentado que unos y
otros os comunicáis mediante silbos. Quisiera conocerlos por si los necesito.”
Primero fue una algarabía de voces las que se ofrecieron a
enseñarme. Al final se pusieron de acuerdo en que Vera, ya que estaba a mi
lado, me lo fuese explicando. Es muy sencillo, Protch, y un día si quieres me
pongo a silbar y te lo ilustro mejor. No son palabras, sino unos 20 mensajes
diferentes donde importa si el silbido es persistente o interrumpido, más o
menos agudo, con tono amistoso o de premura, algo así. Mientras más largo sea
el silbido más preocupante: algo que se sale de lo normal está pasando; y al
oírlo acudimos todos. Para reclamar que nos veamos amistosamente se usan más
cortos y apagados. Vera era buena maestra y no tardé en aprender los cinco o
seis mensajes más importantes. A los pocos días los estaba usando. Pero no te
inquietes, sólo los más suaves y amables.
Todo el tiempo que Vera empleó en enseñarme, lo aprovechó Katie
para terminar de calentar la cena, mientras yo iba observando a mis compañeros,
Luke con Paul en los brazos y Lucy recostada tiernamente en sus hombros: qué
bello verlos siempre así, necesitándose y amándose; John estaba cabizbajo.
Apenas habló en toda la noche. Seguramente recordaba otras cenas con los
Proscritos, siempre al lado de Miguel, y ésta debía ser la primera sin él; Olivia
estuvo muy callada, todavía ignoro por qué y en cambio, Bruce estuvo toda la
noche locuaz y risueño. La señora Oakes no necesitaba hablar para ser una
tácita energía también para los Proscritos y con miradas estuvo toda la noche
conversando con Vince, quien a veces le contestaba telepáticamente, a veces
hablaba de ella con todos llamándola “vuestra señora”. Comoquiera que se
hubiese formado el lazo entre los dos, sabía que estaba perfectamente anudado y
que sería irrompible. Asimismo fui notando cómo funcionaban los corazones de
mis vecinos. Además de que parecía cada vez más claro que Loraine estaba
enamorada de Evelyn, me fije en el extraño cuarteto de amores antiguos y amores
nuevos que formaban Katie, Vince, Vera y Enoch. Primero imaginé y más tarde
confirmé que Vince y Vera se habían pasado juntos algo más de diez años, pero
el amor se convirtió en rutina y al final lo dejaron teniendo en cuenta lo
único importante: cuánto se querían. Él la miraba en todo momento sabiendo que
ella se sentía infeliz teniendo cerca al hijo de Lucy y de Luke, pues recordaba
siempre al pequeño que perdió. Supe que mientras vivieran Vera y Vince serían
estupendos amigos y que como se querían tanto, Vince no objetaba al amor que
había surgido entre su antigua chica y su amigo Enoch, un hombre que aquella
noche parecía un tanto apagado. Y ella también se alegraba de que Katie la
hubiera relevado en el corazón de su querido Vince. Extraño acuerdo, si acuerdo
había sido, pero el caso es que los Proscritos parecían todos felices tal como
estaban las cosas.
Empezamos a cenar. Todos menos Paul, que había sido amamantado un
rato antes de venir. Loraine lo miraba enternecida, y Luke, que la había visto,
se lo pasó un segundo a sus brazos. Como ya esperaba, Paul comenzó a llorar nada
más cambiar de brazos.
−“No me quiere vuestro pequeño rey −me estremeció observar que
también los Proscritos lo llamaban así−. En realidad no creo que nunca tenga un
hijo, pero…”
−“¿Te apena?” −le preguntó delicadamente Lucy.
−“Si te soy sincera, no. No me veo suficientemente responsable
para cuidarlos y tampoco los deseo. Prefiero acunar a los hijos de mis amigos.
Pero se ve que al vuestro es imposible. Siempre llora en mis brazos.”
−“En todos los brazos llora mucho tiempo antes de aceptarlos
−intervino la señora Oakes−. Pero hay un remedio infalible. Pásaselo a Nike,
Loraine. No creo que con él haya llorado jamás.”
El que lloró entonces, me temo, fui yo, notando una vez más con
qué cariño se refería a mí siempre mi querida compañera. Cuando Paul se quedó
dormido de nuevo en mis brazos, estábamos ya tomando la tarta. Una acalorada
discusión se originó entonces. Se hablaba de nuestras misérrimas condiciones de
vida.
−“Cuando el hambre dura más de un día −comentaba Katie−, se
pierden los principios. Una roba, vende su cuerpo o se convierte, si hace
falta, en parásito de sus amigos con casa.”
−“Si el hambre es constante, tenemos el RASH o la casa de algún
amigo o pariente −contestó calmadamente John−. Tu argumentación, Katie, podría
estar bien, pero el hambre nunca es tan extrema, y antes de hacer todo lo que
has dicho buscamos en la basura o la comemos cruda si no se puede encender una
hoguera.”
−“Esa es otra −Olivia la miraba y no decía nada. No se molestaba
en refutar sus explicaciones. Creo que ambas mujeres se tenían una larga
enemistad y cuando una hablaba, callaba la otra. Pero Katie seguía−. Se puede
comer comida cruda si no se puede encender una hoguera. Pero ésta es más
necesaria en días de frío intenso. Hasta un sin techo −ella al menos no utilizaba
la palabra mendigo− haría lo que fuera por no morirse congelado.”
−“Siempre encontramos donde dormir esos día, querida Katie −decía
Bruce−: en el RASH, en casa de algún amigo, en algún lugar abrigado.”
−“Si la lluvia fuerte impide encenderla, nosotros −dijo la
Proscrita− nos vamos bajo el Puente del Molino.”
−“Pero el que tenemos junto a nuestro arrabal es el Puente del
Menhir, y está roto −intervine tímidamente−. No nos protegería de la lluvia.”
−“No habréis tenido aún un día de lluvia con frío penetrante,
Nike. U os iríais al Puente del Meandro, o al cementerio si hace falta.”
−“El cementerio ya tiene bastante con los fuegos fatuos −dijo
Luke−, pero no hay frío que no cure el cálido interior de la “casa.”
−“Si de verdad está en juego la supervivencia, Luke, haríais la
hoguera allí dentro o quemaríais la casa de Henry Shaw si no queda otro
remedio.”
−“No llegaremos a ningún acuerdo −cerró la discusión Vince,
conciliador−. Kate, amor mío. Todo lo que has dicho está muy bien, pero no
podremos saber si tienes razón en tanto no se den esas condiciones misérrimas.
Mientras, lo que han explicado nuestros vecinos vale para tiempos más amables.”
“Esperemos no llegar nunca ahí.” -pensaba con calma. Katie
Chamberlain siempre tiene mucha razón y tal vez no exagere demasiado. Pero te
hace ver lo que no habías querido mirar.
Vera y Enoch se habían
levantado hacía rato y se acercaron más a la ribera. Fue entonces cuando
miraron en nuestra dirección y Luke se levantó.
−“Ven un minuto, Compañero.” −me dijo. Puse a Paul en brazos de su
madre y lo seguí.
Nos esperaban al lado de un antiguo molino que parecía una
catedral en miniatura, bastante cerca del menhir, que en tan buena compañía no
parecía una amenaza. Nos hicieron gestos de que entráramos con ellos. Allí
cabíamos los cuatro, holgadamente sentados.
−“Enoch me estaba enseñando su álbum de la ciudad. Este molino
parece conservar su luz hasta en las horas más oscuras.”
−“Enséñaselo a Nike, Enoch.” −sugirió Luke. Sin saber qué pensar
acepté, cuando vi al Proscrito, sentado junto a mí, pasar las hojas de un
inexistente álbum.
Cómo contarte, Protch, aquella primera experiencia con las
“fotografías” de Enoch Reed. Te diría que es un excelente fotógrafo si no
temiera por tu opinión sobre mi lucidez mental. Pero si te diría que ya
quisieran otros artistas emplear como él la palabra, la descripción. Y aunque
no haya en realidad imágenes en las hojas, con su verbo uno no sólo es capaz de
verlas, sino de reparar en pequeños detalles que se te habían pasado por alto.
Nos enseñó un álbum de más de 300 fotografías sobre la ciudad, pues lo
fotografiaba todo, algunos lugares, como el Puente de los Caballeros, desde
diferentes ángulos, y así, si en una fotografía aparecía una señora vista de
espaldas cruzándolo en dirección a Arcade, en la siguiente podías verle la
cara, pues él recordaba todos los rostros y te los describía con precisión.
Debía haber sido pintor, o poeta. Aprendí conceptos como basamento, o
arquivoltas, que él me explicaba pacientemente. Incluso los lugares de la ciudad
que ya conocía, deseaba verlos de nuevo para comprobar las particularidades que
se me habían escapado. Y así, cuando volví al trabajo al día siguiente, caminé
de nuevo por Dingate Street para ver otra vez la Puerta del Sonido, y allí
estaban efectivamente todas las arquivoltas por él descritas. Desde ese día,
antes de ver alguna zona de la ciudad que no conozca, prefiero que Enoch me
describa primero sus fotos. Tardamos hora y media en verlas todas, pero
nuestros compañeros, que nos estaban esperando, al regresar a la hoguera, nos
dijeron que ya nos marchábamos. Volvimos a felicitar a Vince, dimos un beso a
todos los demás y regresamos. Había sido una velada deliciosa. Poco tiempo en
verdad había hecho falta para querer a mis vecinos.
De la mañana y la tarde del día 15 de octubre tengo solo vagos
recuerdos. Se presagiaba lluvia para los próximos tres días y de hecho cuando
llegué a la Thuban estaba lloviznando. Avalon Road debe de ser la única calle
donde no es un placer oler la tierra mojada porque al juntarse el agua con el
suelo todo se vuelve olor a gasolina, alquitrán, cemento, grasienta opulencia.
Apenas recuerdo la conversación con Richard, en la que le estuve refiriendo
pacientemente mis experiencias del fin de semana, todos los arrabales que conocí,
los nombres grabados en un olmo de la Colina de los Caballeros, la casa de
James y todo el recorrido posterior. Y del domingo el esperado conocimiento de
mis vecinos los Proscritos. Ignoraba si tenían un orden cronológico al que
dieran importancia. Sólo vagamente intuía que Vince era el más veterano y
Loraine la última en llegar. Richard me oía interesado por todo lo que le
contaba, y por todos, aunque temí estar llenando su cabeza de miles de nombres
desconocidos. Su infinita paciencia, su innegable afecto, su sonrisa acogedora,
todo esto me recordó que yo aún tenía una deuda que pagar, y sin decirle nada,
pensé que esta sería buena noche para acercarme con un paraguas hasta su casa.
Por la tarde Luke y yo volvimos a St Stephen, a misa de cinco. Y
al poco tiempo vinieron también la señora Oakes y Olivia. Era la primera vez
que coincidía con ellas en la calle. Pero sobre las 7 nos fuimos todos. Caía
lluvia con fuerza; ahora ya no era la llovizna de todo el día. No había sido la
jornada de más suerte pero conseguimos suficiente para la cena. Aunque comimos
poco. Había que dejar algo para los dos días posteriores.
Y tras la cena, diciéndoles a todos que iba a dar un paseo –sólo
mi compañero sabía de mis intenciones−, anduve hasta St Alban’s Road buscando
el número 79. Hasta ahí conozco de la segunda ciudad de Hazington, del inmenso
Riverside. Ésta es la avenida más larga de la ciudad y creo que los números
superan ya el 400, pero podrían ser más, pues constantes urbanizaciones nuevas
le van creciendo al sur. Por otra parte, en el número 79 ya no se divisa el
cementerio. Sarah me contó que la avenida tiene la tétrica compañía de
constantes coches fúnebres y cortejos de personas enlutadas, pero desde su
balcón el cementerio de San Albano ya no se divisa.
Al portero me contestó una voz de mujer, profunda y algo
masculina. Supuse acertadamente que sería Sarah Protch. De su voz deduje que
había sido largamente atormentada por la droga, pero su rostro, sus palabras,
sus opiniones, son todo ternura. Cuando respondí que era Nike, ya no tuve dudas
de que sabía quién era yo perfectamente por su marido, y hasta la oí gritar “es
Nike, Richard” gozosamente alertándolo. Me anduve tranquilamente los dos pisos
en lugar de coger el ascensor, y al poco tiempo ya estaba en la puerta del
segundo izquierda, el hogar de tu primo, Protch. Y efectivamente su rostro
lampiño me recibió con una sonrisa de oreja a oreja.
−“Bienvenido a mi humilde hogar. Al fin, Nike. Qué ganas de
recibirte aquí. Ahora espero que no sea la única vez. Y de hecho estábamos a
punto de cenar. Espero que accedas a sentarte a la mesa con nosotros y que te
guste la merluza.”
−“No estoy muy seguro de que quiera aceptar, Richard.”
−“No siempre ha de ser un toma y daca, Nike. Mira, es cierto que
yo no cené con vosotros cuando fui a veros a vuestro arrabal. Pero en fin,
aunque me sea duro decírtelo, te lo diré de todos modos: preferiría que la
comida que te ganas en la calle sea sólo para tus compañeros. Ahora échame la
bronca, si lo deseas.”
−“No es necesario, amigo mío. Comeré algo con vosotros. Espero que
no sea mucha molestia.”
−“En absoluto −me respondió Sarah−. Ven a cenar aquí cuando
quieras. Y por favor, siéntate y ponte cómodo. Estás en tu casa.”
−Cómo describírtelos, Protch, siendo tu familia. Los quiero mucho,
pero recelo de que te ofendas. El día que me decidí a contarte mi historia
sabía que llegaría un momento en que te tuviera que hablar de ellos.
−Nike, háblame de todos sin temor. Será hermoso verlos a través de
tus ojos. Además con una mirada retrospectiva. Mi mujer y yo nos perdimos los
primeros años de Armand y Crystelle y nos gustaría oír de ellos también
entonces con la voz acogedora de mi amigo. La niña tenía entonces un mes…
−Cumplía su primer mes de vida al día siguiente. Pero te he interrumpido.
−Y el pequeño Armand dos años, ¿no?
−Dos años, dos meses y ocho días. Nació dos años antes que Paul,
pero un día después, el 7 de agosto. Siempre recuerdo la fecha, y que es Leo,
como todos nosotros.
−Sigue adelante, Nike.
A Armand no lo vi entonces. Crystelle estaba en un cochecito,
profundamente dormida en ese momento. Ella estaba allí como una pequeña reina,
tan hermosa, tan segura en sus primeras sábanas rodeada del amor de sus padres,
su abuelo y su hermano. Tu tío Aurélien estaba sentado en el sofá, esperando la
cena con delectación, desdentado y mojándose los labios con la lengua,
entretenido mirando su colección de postales. Siempre lo hacía antes de cenar.
−“Siéntese a mi lado, Nicholas −a él me presentaron así al no
haber entendido mi sobrenombre. Aún me llama de ese modo−. ¿Ha estado alguna
vez en Finisterre? ¿No lo había oído nombrar? Allí estuve hará unos diez años.
Me recorrí con unos amigos el camino de Santiago, y lo terminamos en Finisterre
porque yo no había visto nunca el mar. Ese año en junio lo vi por primera vez,
y hasta me mojé los pies. Era para mí una necesidad verlo antes de morir.
Después he ido varias veces de paseo por la Bretaña y la Costa Azul.”
Me enseñó infinitas postales. En ella pude ver puertos, faros,
playas, paseos marítimos, barcos de todas las clases y tamaños, olas en calma,
olas encrespadas, boyas, pescadores aficionados, marineros profesionales. Casi
se olían las algas. Pero después de ver la noche anterior unas 300 “fotos” sin
imágenes, éstas me gustaron un poco más. Apenas tuvo dificultades para hablar
con claridad esa noche, aunque le he conocido días en que sí me cuesta
entenderlo. Mas su lucidez estaba manifiesta en su vivacidad y hasta en su
brillantez. Estábamos a punto de cenar, pero ¿dónde estaba Armand?
Lo estuvieron buscando pocos minutos porque parecía ser que a tu
sobrino le gustaba irse al balcón a mirar el cielo, sobre todo de noche. En
aquel entonces, pero todavía hoy, le gustaba fantasear con extraterrestres y
buscaba entre las estrellas la esperanza de una nave espacial que bajara
inesperadamente a la Tierra. Pero Richard dio con él pronto. Le riñó pero se
veía que Armand no escarmentaba y en esas ocasiones tardaba en quitárseles a
todos el miedo del cuerpo.
Nos pusimos entonces a cenar. Los sentía como unos desconocidos
pero de rostros queridos y yo estaba invadiendo su privacidad. Pero me lo hizo
más fácil el pequeño, que inesperadamente se puso a hablar conmigo.
−“Me estaba preguntando −me miró seriamente− si tú sabrías cómo
pueden construir sus casas en esas bolas de fuego. Porque las estrellas son
fuego, ¿verdad?”
−“Son fuego, sí, pero los alienígenas viven en planetas. Son
grandes lugares de tierra donde pueden construir sus casas, si tienen buenos
materiales. No creo que sean de barro, porque ¿sabes? en esos lugares no hay
agua.”
−“Escucha esto, abuelo, por esos mundos no podrías ir al mar. Pero
debe ser muy difícil entonces limpiar las calles. Y ¿dónde hacen sus casas?
Sólo habrá montañas o desiertos.”
−“Sus cuerpos estarán hechos de forma que no necesiten el agua −y
sin dejar de pensar en los mendigos−. Y a lo mejor no viven en casas. Hay gente
en la Tierra que tampoco tiene hogar.”
Estuvo mascando esta idea un rato y ya no me dijo nada hasta la
siguiente vez que fui a visitarlos. Pero sí me hizo una pregunta. Con el tiempo
justo, porque entonces se despertó Crystelle y se puso a llorar. Su hermano,
solícito y tierno, la cogió en sus brazos y consiguió calmarla.
−“Y tú, ¿cómo sabes todo esto?”
−“Tengo amigos que vienen del planeta Algíbola −inventé, mezclando
las estrellas de Lucy y de Luke, Algieba y Denébola−. Ellos me cuentan muchas
cosas. Sus cuerpos no necesitan agua y viven en grupos de 20 en cuevas del
interior de este planeta, en medio de la constelación de Leo. Ya ves que ese planeta
está en tu signo.”
−Todo esto te resultará conocido, Protch.
−He oído historias del planeta Algíbola infinidad de veces a mi
sobrino Armand. Siempre me dice que se las ha contado un tal amigo Nick, que
viene de allí.
−Bueno, Protch. Yo nunca le he dicho que vengo de tal planeta,
pero ya habrás supuesto que Nick soy yo.
−Debí haberlo sospechado. Incluso me habla a menudo de
constelaciones y sus estrellas, y de ovnis y marcianos. Pero me temo que no le
he hecho mucho caso. Quién me iba a decir que oyendo mejor a Armand podía haber
sabido de ti.
−He ido con frecuencia a ver a tu familia. Cuando os dejé la casa,
Protch, conseguí una promesa de Armand, y más recientemente de Crystelle, de
que le dijeran a su tío Herbert, si algo le decían, que conocían, cambiándome
el nombre, a un tal Nick. Los padres estaban bien aleccionados y nunca dijeron
nada. Y me temo que tu tío el Nike nunca lo entendió, y si alguna vez te habló
de la visita de un mendigo Nicholas no te daría ninguna pista. Perdóname,
Protch. Tu familia te ha mentido por mi inseguridad. Si a alguien hay que
achacarle la culpa es a mí. Incluso un día que yo había ido allí con Luke, os
presentasteis de repente tu mujer y tú. Estuvimos escondidos dos horas en una
habitación y al final, cuando os marchasteis, nos fuimos nosotros también.
−Así que tantos años preguntándonos dónde andarías y una vez
estuviste en el mismo hogar que nosotros. Vivir para ver. Con cariño te digo
que eres un bribón, Nike.
−Querido Protch. No puedo ya enmendar mis errores. Para concluir
te diré que Armand es ahora todo un experto en los astros. Alguien que no fui
yo le habló una vez de los que viven en la calle, y lo relacionó con lo que le
dije ese 15 de octubre. Y siempre dice que cuando sea mayor, se dedicará a
construirles casas a los mendigos y a los extraterrestres.
Esa noche, inesperadamente cálida, no fue necesario encender
ninguna hoguera. Poco hablábamos Nike y yo envueltos en el habitual sudario sin
estrellas.
−“Así que tan pequeño, ya Armand pensaba en construir casas”, introduje,
“sobre todo para los más desfavorecidos.”
−“Igual fui yo el que le metí esa idea en la cabeza, cuando sólo
tenía dos tiernos añitos.”
−“Pero ahora ya no me habla de extraterrestres.”
−“Supongo que fue para él una auténtica decepción descubrir que no
existía el planeta Algíbola. Ahora mira al espacio en búsqueda de cosas más
tangibles. Pero le sigue interesando el cosmos.”
−“Me resulta tan tierno verlo con dos años…”
−“Ya por entonces era un niño muy inteligente. Y esa inteligencia
le sirvió después para convertirse en un hombre solidario.”
A la cena suculenta y variada, además de merluza hubo ensalada, le
siguió de postre natillas de chocolate y café, pues Richard no iba a aceptar
que me fuera de su casa sin tomar uno. Como no sabía qué contar me puse a
escuchar a Sarah, que estuvo muy locuaz. Hizo gala de saberlo todo sobre mis
últimos meses. Se ve que Richard la había estado poniendo al día sobre el
destino de ese señor Siddeley para el que trabajó su primo Herbert. Pero si
conocía mi amor por Luke, no hizo mención. No podía hablarme mucho sobre su
propia historia porque los dos tenían el acuerdo de no mencionar cárcel o
estafas delante de Aurélien. Después he ido a verlos con regularidad, pero ya
esa noche Sarah me contó que había encontrado trabajo de cocinera en la
asociación Frederick Rage, para ayudar a los que caen en las drogas. Yo la vi,
Protch, como una mujer fuerte que, presentada ante una segunda oportunidad, no
estaba dispuesta a perderla en tanto pudiera seguir al lado de Richard. Y juntos
ambos se hacían invulnerables y afectuosos. Estaban hechos el uno para el otro.
No sabía aún como se habían conocido en la cárcel o cuál fue su historia. Pero
ya siempre los vi como los Protch, una perfecta unidad de dos.
Crystelle se volvió a despertar y ahora no parecía fácil que se
volviera a dormir. Después de diez minutos infructuosos, Richard sugirió que
probáramos a ver si se calmaba en mis brazos. Y nuevamente sucedió, Protch. No
sé qué poder tenía yo entonces para calmar a los más pequeños, pero Crystelle
también se quedó rendida y al cabo de pocos minutos la volvimos a poner en su
cochecito. Y entonces aproveché para marcharme, indicándoles que quería
departir un rato en la hoguera con mis compañeros y asegurándoles que había
sido una velada deliciosa. Me invitaron de corazón a que pasara algunas horas
con ellos de vez en cuando y me afirmaron que ambos vendrían también a menudo a
la Mano Cortada. Un hogar de paz, gente feliz. Así los vi, Protch. A la mañana
siguiente había de decirle lo mismo a Richard. Y tu familia ya siempre ha
estado en mis sentimientos.
Los días 16, 17 y 18 de octubre fueron de lluvia persistente y de
apretarse los cinturones. Hoscos días de otoño que me sirvieron de
entrenamiento para el frío y el hambre. No quise imaginar cómo vendría el
invierno. Luke y yo acudimos a la Basílica con paraguas. Después, en la
escalinata, yo extendía la mano y él sostenía el paraguas mayor, el que yo me
había traído de Deanforest, abierto para los dos. A todo se acostumbra uno. Eso
no es lo peor. Además de que los feligreses en días lluviosos no frecuentan el
templo, digamos que la concurrencia se reduce a la mitad, no hay nadie
caminando por las calles. Ese día lo que conseguimos fue escaso y cada uno
logró comer, pero sin hoguera, en solitario en nuestras respectivas tiendas.
Y pasaba las horas en la Basílica callado porque mi compañero
volvía a estar ausente. Es difícil explicarte esa semana de Luke. A ratos
parecía que no estaba, pero en los momentos en que su mente regresaba y me dirigía
la palabra ponía en todo lo que me decía una especial ternura, nueva en él,
tanto que cuando yo pensaba que igual lo había ofendido en algo, me sorprendía
con tanto cariño que me emocionaba. Se veía que andaba perdido por algún mundo
de su inspiración pues a ratos lo oía murmurar cosas extrañas, como algo que me
sonó a “porque muchas son las serpientes” y fui incapaz de columbrar qué estaba
pensando. Aunque ahora no me entenderás, Protch, Luke andaba entonces perdido
por el 5 de agosto.
−“¿Has hablado de serpientes, Luke?” −no pude menos que
preguntarle.
−“Compañero −volvía a mostrar su mejor sonrisa y a emplear un tono
de dulzura conmovedora−, nuestro tercer código dice algo parecido a que no es
conveniente contar aquello que no se debe decir. Un día sé que voy a mancillar
este código y te explicaré cosas que a lo mejor debes saber. Las serpientes son
lo de menos. No pienses ahora en ellas.”
Y con esta respuesta me
tuve que conformar. No sabía con qué quedarme y habría dado una fortuna por
saber qué pensamientos ocupaban la mente de mi compañero. Entretanto vas
aprendiendo a valorar lo que tienes y lo que saqué en conclusión es que su
ternura me bastaba. Apenas hubo que hacer recuento de dinero, pero cuando Luke
me dijo algo así como que el dinero no hace la felicidad, me llegó de nuevo una
idea que me sobresaltaba por no poder asirla. La retenía en la mente unos
segundos y me parecía que entonces hasta lograba entenderla. Era preocupante
porque sabía que tenía que ver con Luke y que quizá alcanzarla me calmaría en
algo importante.
De regreso en el arrabal,
los compañeros estaban entonces a las puertas de sus tiendas, pues había
escampado durante veinte minutos. Pero vana esperanza. Sólo fue un rato de
charla intrascendente, lo bastante para saber que la comida escaseaba, y para
que volviera a contemplar a Teseo, también llamado Achilles, que vagaba por el
terreno mojado como alma en pena, hasta que volvió a llover y lo perdí.
Apenas tengo vagos recuerdos del día siguiente, miércoles 17. No
paró de llover en todo el día. No sé ya si Luke y yo salimos, pero sé que nos
salvó el día Bruce, que se lo había pasado entero caminando de punta a punta
Riverside, empapado y realmente cansado. Pero comimos todos de él. Y hasta tuvo
ocasión de explicarme su jornada invitándome a un café en The Last Road.
−“En días como el de hoy, Nike, yo te recomendaría que te mojaras
y anduvieras más por todas partes. Sé que Luke y tú os marcáis una senda,
muchas veces de acuerdo con Lucy. Pero si la gente no sale de su hogar, hay que
ir personalmente a sus casas.”
−“Eres sabio, Bruce. Y realmente llevo varios días pensando en la
posibilidad de andar las calles una tarde contigo. No creo que a Luke le
importara, pero igual tú prefieres ir solo.”
−“Nike −me dijo casi llorando−, llevo años yendo solo. Para mí
sería un placer ir contigo. Mi camino será menos solitario recorriéndolo un día
con un amigo de verdad.”
−“Pero ¿no has ido nunca con alguien?”
−“Con un tal Frank antes de conocer a la señora Oakes, Olivia y su
niña. Pero pronto me acostumbré a hacer largos recorridos y dejarlas a solas.
Nunca fui con Miguel. Antes de la llegada de John éramos ya amigos pero mis
malditos celos hicieron que nunca se me ocurriera proponérselo. Y tu compañero,
al día siguiente de su llegada, ya iba con Lucy. No, Nike, llevo muchos años en
soledad. Pero ahora tengo un séptimo compañero que me plantea que vayamos
juntos.”
−“Entonces Bruce, pon tú la fecha, que no creo que a Luke le
importe que vaya un día contigo.”
−“Mañana seguirá lloviendo. ¿Qué te parece pasado mañana viernes?”
Le dije que lo hablaría con Luke, pero que me parecía bien.
Instintivamente supuse que mi compañero aceptaría. Sea por la razón que fuere,
era imposible ir un viernes a la calle con él. Si recuerdas, Protch, el día 5
fue cuando no pude ir a la calle por las rozaduras, y el siguiente, viernes 12,
tuve que quedarme en la Thuban con el señor Dewes.
Poco más he retenido de
ese día lluvioso y nada recuerdo de la mañana del jueves. Después sé que por la
tarde dejó de llover, que Luke y yo fuimos a la calle y que allí fue donde le
dije que quería ir al día siguiente con Bruce. Y también que inesperadamente
nos encontramos con John, que portaba una sonrisa refulgente y un papel en la
mano. Estábamos, es extraño como de repente se recuerdan las cosas, en una
plazuela del Pueblo. Lo llamamos a nuestro lado y se sentó un rato con
nosotros. Lo que tenía en la mano era una carta. Se había encontrado
casualmente con Anne-Marie cuando ésta salía del trabajo e iba a acudir al
Arrabal a llevársela. Era de Miguel. Le decía que su padre parecía estar
recuperándose satisfactoriamente del infarto, pero como era muy mayor, los
médicos le habían recomendado seguir un tiempo en observación en el hospital.
“Y ya ves, querido mío”, le decía, “apenas llevo unos días, pero en estas
condiciones no me atrevo a irme de Cádiz.” Además su madre, muy mayor también y
bastante achacosa, la necesitaba. La carta hablaba también de la renovada
amistad con Brenda Dolores, a la que hacía años que no veía. Se extendía en
detalles sobre ella o cómo la encontraba, y percibía celos en John al
explicárnoslo, celos incluso de la prima de Miguel.
John siguió con nosotros un cuarto de hora más. El inesperado sol
de la tarde había hecho que, si bien no del todo aprovisionados, tuviéramos
suficiente para comer esa noche después de las apreturas de los dos últimos
días. Regresamos al arrabal realmente temprano y nada más llegar vimos a la
señora Oakes y Olivia −Lucy se había quedado cuidando a Paul− con cubos en la
mano. Iban a limpiar la “casa”, la habitual rutina semanal, y hoy era posible
después de dos días de lluvia intensa. Esa semana el clima estuvo
endiabladamente extraño pues recuerdo que el sábado hizo mucho calor, como de
vuelta al verano.
Por supuesto no sólo las mujeres limpiaban la casa. Éramos tres y
enseguida nos ofrecimos. Sólo quedaba Bruce por regresar. Y por allí anduvo
también Enoch Reed, junto con Vera y Loraine. Subimos todos los manos cortadas y empezamos a
trabajar a fondo. Esta vez sí me permitieron hacer algo más aparte de traer
cubos de agua. En algunos casos sabía por haber observado a mis criadas qué
faenas debían desempeñarse; en otros casos me fueron enseñando pacientemente.
Pero esa noche del 18 de octubre salí de allí con la lección doméstica casi aprendida.
Y finalmente esa noche volvimos a tener hoguera. Mas la
conversación fue difícil pues Paul no se decidía a dormirse. Es verdad que
estuvo en brazos de su madre, de su padre y en los míos y que en ninguno lloró,
pero estaba mimoso y parecía ir a hablar, aún sin saber. Oh, pequeño rey, qué
milagro o rectificación haría que hablaras la noche siguiente, cuatro letras
que cambiaron mi destino. Pero sólo hablaba John, haciéndonos partícipes de su
ventura. La señora Oakes sugirió que alguien contara un cuento, pero nadie
parecía inspirado esa noche. Quizá fuera que todavía no estábamos todos. Además
de la prolongada ausencia de Miguel, faltaba Bruce por llegar. Pero al momento
lo vimos subir la cuesta y se acercó a la hoguera. Parecía Santa Claus, con una
bolsa entera de chucherías. No dejaba de sorprendernos. Se tenía por tímido
pero había hecho amistad con media ciudad. Y había una quiosquera por los
alrededores del Philip Rage, que sea por aprecio, sea porque trasladaba su
negocio, le había regalado tantas cosas que tardaríamos en consumirlas varios
días. Había bolsas de palomitas, de granos de maíz tostado, algún caramelo para
engañar un rato el hambre, dulces y chocolatinas. Después de repartirnos el
botín, se sentó apocadamente como el que pide disculpas.
−“Estábamos sugiriendo que alguien contara un cuento, Bruce −le
decía la señora Oakes−. ¿Te animarías tú?”
−“Sabes que nunca sé contar una historia debidamente. Son
demasiado cortas, pierdo el hilo, confundo a veces los personajes, todo eso.”
−“Vamos, Bruce −lo animaba Olivia−, nos has contado ya varios
cuentos y muchos de ellos no estaban nada mal.”
El estímulo de Olivia era todo lo que necesitaba. Cambió un poco
la postura, sentándose más cómodamente, y algo dubitativo comenzó un cuento muy
corto que no he podido olvidar, tan adentro me llegó.
−“Érase una vez −empezaba adecuadamente− un gato gris de lo más
común y bastante callejero llamado Terry −gris y llamado Terry. Es así como
Terence volvía a vivir−. Estaba medio enamorado de una gata blanca llamada
Midge, de alcurnia y pedigrí, tal vez siamesa. Ésta, sin embargo, no se daba
por enterada. Pero su amante no la dejaba y la seguía a todos lados. Un día,
traviesa, se encaramó a lo alto de un árbol y después maullaba pidiendo ayuda
pues no era capaz de bajarse. Terry le echó valor y se animó a intentar
rescatarla, subiéndose en pos de su amada. Pero apenas en la primera rama, se
sobresaltó porque de repente le pareció que aquel viejo tejo le hablaba. “Estás
subido a un árbol sagrado, insolente.” y de repente se vio de nuevo en el
suelo. Cada vez que lo intentaba, obtenía la misma respuesta. El tejo le
explicó que aquella gata también era sagrada, y que después de dejar que se
solazara un rato en las alturas, él mismo, con sus ramas, la pondría delicadamente
en el suelo. Así fue aprendiendo que Midge no era para él y aunque nunca llegó
a olvidarla, tuvo que seguir como podía con su vida. Algún tiempo después
estuvo a punto de ahogarse una tarde en la orilla de un lago, pues no sabía
nadar. Pero allí estaba para salvarlo el gato Nile, que había vivido mejores
días y que ahora moraba por los arrabales gatunos. Después de rescatarlo, se
quedaron un rato maullando juntos hasta que Nile se decidió a enseñarlo a nadar
−en este punto mis ojos se volvieron uno con el ficticio lago. Comprendí que el
gato Nile era yo. Bruce me miraba viéndome llorar y espero que mi mirada
compusiera un “gracias, amigo mío”−. Nile y Terry se acostumbraron a nadar
juntos en ese lago. Y así fue como Terry conoció a una gata parda que nadaba
por allí, llamada Ofelia. Y a fuerza de bracear juntos varios días se hicieron
grandes amigos y quién sabe si al cabo del tiempo no retozarían al unísono y
engendrarían la misma camada. De este modo, Terry no entró nunca en el Olimpo,
pero aquí abajo conoció lo único realmente sagrado: la amistad y el amor.”
No me costó ningún esfuerzo comprender que Bruce había extraído
los hechos de su historia de su propia experiencia y de sus seres queridos,
pasados o presentes. Él era Terry, y Midge era su querida Miranda. Ofelia
recordaba a Olivia. Seguramente le habría dado ese nombre a la gata parda de no
haber estado su querida compañera esa noche allí. Y el gato Nile era un tal
compañero Nike. Me sentí de veras honrado de que, con el poco tiempo que
llevaba con ellos, Bruce me hubiera incluido en su cuento.
Me sacó de mi ensimismamiento John, que añadía perlas de sabiduría
de su propia cosecha. Realmente no dejaba de sorprenderme su vasto conocimiento
sobre todas las cosas.
−“En Egipto tenían gatos sagrados, pero de esto no sé mucho. De
todos modos, nosotros reverenciamos a nuestros gatos, pero no los consideramos
sacros. Y me parece, Bruce, que te has basado también en lo que te conté el
otro día sobre el tejo sagrado de los indios norteamericanos, de cuya madera se
hizo el arco que lanzó la flecha en cuyos lomos ascendieron al firmamento la
Osa Mayor, la Osa Menor y los demás animales de las constelaciones.”
−“Aquí solemos entretenernos, Nike −me ilustraba la señora Oakes−,
considerando sagrados a los árboles. Es verdad que según me han dicho los
celtas tenían 21 árboles sagrados, entre ellos el fresno. Para nosotros son
sagrados porque custodian el agua que bebemos y nos da la vida. Y me han dicho
que los alisos fueron asociados a Cronos. Si no has oído hablar de él, Nike, te
diré que Cronos es un titán, nada menos que el padre de Zeus. Cronos para los
romanos fue Saturno. Y los alisos del sur custodian las aguas del río, alguna
cueva ancestral y los muertos de San Albano. Nosotros les damos nuestro propio
significado: hay que cuidar y proteger siempre a los árboles, sobre todo a
nuestros dioses, que velan por nosotros.”
−“¿Y las aguas −pregunté, pues siempre las había reverenciado− no
son también sagradas?”
−“Seguramente, Nike. Pero no me consta. Quizá el lago Titicaca…
Pero es verdad que estamos rodeados de agua: el Kilmourne, el lago, Rivers’
Meet. Pero en tu honor podríamos sacralizarlas, ¿te parece?”
−“Me parece, John. Pero ¿hay que seguir algún ritual especial?”
−“Nadar en ellas una vez en la vida. Nuestras dos primeras
compañeras, que aún no saben nadar, cumplirían con este precepto si al menos se
mojan los pies. Pero podrían ir más lejos si tú las enseñaras, Nike.”
−“Sería un verdadero placer para mí −aseguré−, si ellas quieren.”
−“Soy muy vieja ya para aprender, compañero −me dijo la señora
Oakes−. Prefiero cumplir con el precepto mojándome los pies. Pero quizás mi
niña…”
−“Haré lo que hagas tú, Madeleine.” −dijo Olivia.
La noche era un observatorio ideal para ver las estrellas, sin
niebla y con luna menguante o nueva, no estoy muy seguro. Desde nuestro lugar
se percibían bien los débiles astros del otoño, que sólo se ven bien donde hay
poca luz. Si no hubiéramos dormido, al poco tiempo quedaríamos deslumbrados por
Orión, que viene acompañado de Tauro y Géminis, del Auriga y de los dos perros,
el mayor y el menor, con las estrellas Procyon, y la estrella de navidad,
Sirio, respectivamente. Pero a esa hora John nos enseñaba a reconocer Acuario y
Piscis, a la derecha del Pegaso, el primero, y debajo de él, el segundo. Pero
mientras intentábamos reconocerlas Lucy dijo algo sobre el vértigo que a veces
le producía contemplarlas, estremecedor y placentero.
−“Imagínate, Lucy, que la Tierra es en realidad un barco en el
océano cosmos. Mira hacia Millers’ Lane, a esa farola al final de la calle. Si
pasas unas horas mirando el cielo, las estrellas que ahora ves en Alder Street,
media hora después estarán sobre esa farola y a continuación se moverán hacia
el oeste, camino a Rivers’ Meet. Toma la farola como punto de referencia y
sentirás el engaño de creer que esas estrellas se mueven hacia nosotros cuando
en realidad somos nosotros los que nos estamos moviendo en torno a otra
estrella, la nuestra, y las tenemos alrededor en nuestra navegación en torno al
sol. La primera vez que comprendí todo esto y me puse a mirar hacia arriba,
estremecido, te podría jurar que sentí una leve sensación de mareo porque por
primera vez viví lo que tantas veces me habían explicado y nunca asimilado: que
la Tierra se está moviendo.”
Creo poder afirmar que todos sentimos esa noche el vértigo y,
envueltos en él, poco a poco nos fuimos a dormir,
De los días 19, viernes, y 20 de octubre, sábado, tengo tantas
cosas que referirte, Protch, que seguramente tardaré un par de días en
contártelos, porque en esos dos días mi vida había de cambiar para siempre, y
así soy hoy el mendigo feliz que ves. La mañana en la Thuban comenzó con
sobresalto. Pronto vimos que no se había presentado Norman Wrathfall y esto era
bastante extraño en él, que solía llegar siempre de los primeros. Y como
pasaban las horas y seguíamos sin noticias de él, Samuel acabó localizando el
teléfono de su hija Claire, quien le informó de que su padre acababa de sufrir
una angina de pecho y estaba en el hospital. A los pocos días se recuperó pero
el octogenario Norman, primer presidente de la Thuban Star, ya no trabajaría
nunca más con nosotros.
Por alguna razón que no
quiso explicarme, Bruce, que se movía por todas las calles de la ciudad,
evitaba siempre Avalon Road. Así que había quedado con él en la plaza de St
Paul’s a las dos y media. Allí nos vimos. Y después de darle un fuerte abrazo,
le dije:
−“Me dejaré llevar, Bruce. Iré por donde tú vayas.”
Me contestó que no quería
hacerme andar demasiado y yo le dije que quería conocer algo de sus rutas y que
agotáramos la que tuviera prevista para esta tarde. Y sin darme apenas cuenta
empezamos a recorrer el oeste del feo barrio de Heathwood. No sé cómo lo hacía.
Bruce caminaba deprisa pero conseguía que no se notara y conseguí marchar a su
ritmo sin fatigarme.
Heathwood debió ser
construido sin corazón, pretendiendo olvidar que allí iban a vivir seres
humanos dignos y que igual les gustaría un poco, solamente un poco, de lánguida
belleza. Bruce me llevó ese 19 de octubre por el oeste y después al norte, al
barrio de Northchapel. Él parecía seguir un itinerario intencionado, no parando
en todas las casas sino sólo en algunas claramente seleccionadas, diciéndome
por ejemplo:
−“Aquí en el número 28 vive una señora mayor y siempre obtengo algo
de ella. No me sé los nombres de todas, pero esta sí: es la señora Carter,
viuda.”
Así íbamos, sólo por algunas casas, obteniendo beneficios. La
señora del número 28 se llamaba Carter, sin duda. Bruce la saludó por su nombre
y ésta agradeció que se la recordara. A veces mi nuevo compañero me presentaba
diciendo “éste es Nicholas, un amigo”, explicándome que el Nike no lo iban a
entender. Yo asentía.
−“En esta calle no vamos a conseguir nada. Es inútil. Mejor andar
un poco más y tomar por la paralela al norte: America Street.” −me explicaba.
Yo iba a su lado como un aprendiz sin cuestionar nada, y por dentro admirándome
de los méritos de mi compañero. Hacía que la gente, sobre todo señoras mayores,
se sintieran queridas y recordadas; memorizaba calles venturosas y calles
infructuosas, los números de las casas donde podía tener fortuna y los de
calles o casas donde sería inútil intentarlo; los nombres de los limosnadores y
en algunos casos hasta el oficio, como el de una tal señora Brent a la que le
preguntó cómo le iba esos días en el hospital y si había conseguido pasarse al
turno de mañana. “No me extraña, amigo mío”, pensé para mí, “que seas conocido
y respetado.” “Cuánto has debido cansarte hasta llegar a donde estás.”
En un momento determinado que quise encender un cigarrillo, me
falló el mechero, y él se echó mano al bolsillo, regalándome uno, enseñándome
otros cinco que tenía en él, diciéndome que nunca salía sin mechero. Sonreí.
Tenía toda una colección. El que me pasó era encarnado, sin dibujo, recargable.
Todavía lo conservo. Tiene para mí un valor especial. Esa misma noche me
serviría para alumbrarme en un lugar insospechado.
Entre constantes esputos,
incluso para eso Bruce solía escoger las calles de transición donde no lo veía
nadie, al cabo de media hora estábamos ya en Northchapel, ese barrio que yo
solía contemplar desde la ventana de la cocina. Pero Bruce no debía saber nada.
Incluso me señaló lo más visible, diciéndome:
−“Ese puente que ves ahí es el Puente Hammerstone. No sé si lo conoces.
Se extiende desde el sur de Northchapel al norte de Newchapel.”
Tímidamente le dije que lo había visto alguna vez y no añadí nada
más. En Northchapel se mezclaban todas las religiones de la ciudad, pero la
misma arquitectura. Casas que se dijeran bellas por las ventanas y fachosas en
las paredes, colores sin gusto o ningún color, jardines ajados donde convivían
especies que habría sido más conveniente no mezclar. Lo que me había resultado
incomprensible siempre era el nombre. Si hubo alguna vez por allí una capilla
que le diera nombre al barrio, nunca fui capaz de hallarla.
En una calle me dijo que se iba a pasar por los números 16 y 24, y
me recomendó que esperara y probara yo sólo en el número 32. Él fue
recompensado en sus dos números. Ahora me tocaba estrenarme a solas en una
casa. Poco después de llamar al timbre, se presentó un individuo con el rostro
bañado en cosméticos, femenino en el rostro, la voz y los gestos. Bruce me dijo
después que se llamaba señor Osmond. Me dio una moneda de dos dains y empezó a darme conversación
diciéndome que mi rostro le resultaba conocido. Seguramente. Éramos casi
vecinos e igual habíamos coincidido alguna vez en alguna calle aledaña, en una
parada de autobús, paseando encima del Hammerstone… Pero yo no podía decirle
eso, y en mi timidez no supe qué decir. Intuía que este señor que me había dado
limosna hoy debió encontrarme seco y no me la volvería a dar.
Verdaderamente estábamos siendo afortunados y según nos dirigíamos
a Newchapel le pregunté:
−“Bruce, ¿cómo sabías que este señor Osmond me daría dinero y por
qué no has ido tú en mi lugar? Y no es que yo me esté quejando. Tengo
curiosidad. A veces pareces adivino.”
−“Tal vez un poco de psicología. Para ser mendigos con suerte yo
te diría que a veces hay que hacer una caricatura de nuestras caras. Saber qué
rasgos nos hacen preferibles ante qué personas. Llevas todo el día viéndome de
señora mayor en señora mayor. Si miras mi rostro verás, aparte de que no soy
muy atractivo, que tengo pinta de bribón recuperable, a lo que se suma mi
aspecto sucio. Muchas señoras se acercan a mí con la excusa de advertirme de
que me convendría darme un buen baño. Ser afectuoso con ellas, halagarlas o
interesarse en sus labores hace que te cojan afición y te recuerden. Y uno al
final acaba tomándoles cariño también.”
−“Y yo −pregunté divertido−, ¿qué caricatura harías de mi cara?”
−“No te ofendas, ¿eh? A ver. Yo diría que eres un hombre
atractivo, con aspecto algo desvalido, algo pícaro y sinvergonzón. Es sólo una
caricatura, ¿vale? Con una mezcla entre viril y aniñado. Toda una serie de
condimentos por los que yo te recomendaría que frecuentes los hogares donde
haya hombres solteros algo afeminados. Hombres a los que les gustan los
hombres, ¿entiendes?”
Estaba seguro de que Bruce me podría incluso hacer una lista de
los lugares donde vivían. Me reí divertido. El caso es que coincidía en su
opinión. El señor Osmond había parecido sentirse algo atraído por mí. Si no
llega a ser por mi sequedad, podría haberlo tornado en un limosnador habitual.
Todavía quedaba lejos Deanforest. Estábamos, Protch, para que te
hagas una idea cerca de Hammerhill, el hogar de los señores Ferguson. El hijo
mayor, Derek, fue quien salió. Nada más verme, me dijo azorado:
−“¿No es usted…? −titubeaba− Perdone, debo haberle confundido.”
En la mayoría de los
hogares de Newchapel, adonde ahora sí, acabábamos de pasar, me sucedió algo
parecido. La mayoría sabía de sobra quién era yo, pero no me decían nada.
Aunque al volver la espalda los vecinos se reunían en corrillos y gritaban
cosas que podía oír perfectamente pero todavía ignoro si Bruce oía: “¿Habéis
visto eso? Pero si es el señor Siddeley. Claro que yo siempre he mantenido que
no estaba en sus cabales.”
En The Camellias, el
hogar de la señora McNichols, que me miraba fijamente, pero que se detuvo más
en Bruce, al que conocía bien, me llamó la atención que mi compañero cortara
sin rubor una de las últimas rosas amarillas que resistían en la estación sin
flores. Y seguidamente pasamos a Rock Cross, el hogar de la señora Medlock, ¿la
recuerdas, Protch? Nuestra vecina de arriba. La pobre falleció hace un par de
años. Al saludarla primorosamente “para mi rosa”, Bruce le regaló la flor
hurtada al jardín vecino como si tal cosa. La señora Medlock no es tonta, y sabía
perfectamente de dónde venía aquella rosa. Pero estimaba a Bruce. Y le gustó
aquella inesperada lisonja. Esta señora sabía de sobra quién era yo, y lo noté
en su mirada divertida, pero sin acritud. Me preguntó jocosa:
−“¿Se está divirtiendo, señor…?”
Tuve que responder. Y no quise mentir. Sabía perfectamente a dónde
me traía Bruce y a qué me exponía.
−“Siddeley, Nike Siddeley.” −respondí sin avergonzarme.
−“Sí. Eso me estaba pareciendo −y al observar la mirada atónita de
Bruce−. Quizá el señor Siddeley y yo nos hayamos visto en alguna parte −y
concluyó con mofa−. Que se divierta.”
Querida Susan Medlock. Qué no daría yo por volver a verla. La
siguiente casa a la que me quería llevar Bruce era precisamente Deanforest.
Miré apenado el jardín cuando Bruce, gran conocedor de todas las casas, me
decía que había conocido mejores tiempos, pero que de todos modos estábamos en
otoño. Quizá resucite en primavera.
−“En esta casa, Nike −me explicaba−, a veces me dan dinero y otras
me voy de vacío −todavía no estabais vosotros, Protch−. Pero últimamente ya ni
aparece una criadita guapa, pizpireta, que creo se llama Agnes. Probemos de
todos modos.”
Estábamos llamando al timbre de la puerta principal, bajo el
venerable soportal de madera. Seguí la comedía buscando algo determinado en el
bolsillo. Al fin di con ella, cuando Bruce me decía que no había nadie, que
mejor nos marchábamos ya a las últimas casas de Newchapel, al otro lado del
Hammerstone.
−“No sé qué utilidad tiene esta llave que acabo de encontrar en mi
bolsillo. ¿Qué te parece, Bruce, si probamos a meterla en la cerradura?”
No sabía cómo mirarme. Parecía algo furioso consigo mismo.
−“Cielo santo, Nike. No me digas que vives aquí.”
−“No vivo aquí, Bruce. Mi casa está en el Arrabal de la Mano
Cortada. Igual te suena. Pero hasta hace quince días digamos que me encerraba
aquí a dormir.”
Mientras pasábamos al salón de Júpiter, se deshacía en disculpas.
−“Perdóname. No tenía ni idea. Es cierto que alguna vez le había
oído a Luke que vivías por Newchapel. Entonces las casas en que acabamos de
estar… eran tus vecinos, yo… no sé cómo pedirte disculpas, Nike.”
−“Bruce. Me has invitado varias veces a un café. En esta casa ya
no tengo alimentos. Los tiré. Pero café si guardo en la cocina. Por favor,
pasemos a ella. En cuanto a mis vecinos… hace una semana los conocí. Un tal
Vince McFarlane cumplía 52 años. No me vuelvas a pedir disculpas, Bruce. Estos
ya no son mis vecinos ni está aquí la vida que deseo. Vivo en la calle, como
vosotros. Pronto me desharé de esta casa. Pero entretanto me puede servir para
saldar un poco mi deuda contigo e invitarte a un café. Anda, pasa.”
Se detuvo unos segundos ante la estatua de Júpiter como si me
quisiera preguntar algo, mas no lo hizo. Lo guié hasta la cocina. Le indiqué
que se sentara mientras le preparaba un café, y por hablar de algo, le decía.
−“Recuerdo que también me dejaste vivir once días en tu casa, y
esa deuda sí la tengo contigo. Pero no la saldaré por dejarte pasar a una casa
que ya no uso. De todos modos mientras la conserve, ésta es tu casa.”
Su respuesta fue señalarse al corazón.
−“¿Ves bien adónde me estoy señalando, Nike? Esta es tu casa.”
Se me volvieron a saltar las lágrimas. Bruce y yo compartíamos los
mismo hogares, la calle, el arrabal y nuestros corazones. Si pudiera ser siempre
así. A tiempo de ponerle el café en la mesa, le hablé también de cómo me había
emocionado su cuento y su gato Nile.
−“Yo no sé inventar un cuento, Nike, pero si me dicen que narre
uno, tú tenías que entrar como fuera, en tanto te tenga a mi lado.
En tanto te tenga a mi lado. Bruce, como Olivia, creía que mi
estancia con ellos era provisional. ¿Y cómo desmentir esta opinión?
−“Tú crees que me marcharé un día, ¿verdad?”
−“No lo sé, Nike. La vida de cada uno depende de cada uno. Sólo sé
que he tenido la suerte de ver a un compañero más de tres semanas, entre agosto
y octubre, un hombre íntegro que viene de otro mundo y sin embargo se ha
fundido realmente con nuestra piel, sufriendo cada una de nuestras
indignidades. Tanto si te quedas como si no, tu nombre será para mí siempre el
de un amigo.”
−“¿Cómo te llevas con Luke? −le pregunté por cambiar un poco el
tema.
−“Hasta agosto siempre nos habíamos llevado bien, pero raramente
conversábamos. Era, digamos, mi compañero desconocido. Pero un día de julio −me
miró− vino hasta nosotros por casualidad otro desconocido, el hombre más
improbable en teoría con quien hacer amistad. Sin embargo vivió entre nosotros
como nosotros y amigos nos hicimos. Y a través de él, en su rostro y en sus
palabras sobre cualquier cosa, también sobre Luke, comencé a redescubrirlo.
Luke es sano y cálido, un amigo de verdad. Pero para darme cuenta, me hizo
falta tu presencia. Y ¿cómo lo ves tú, Nike? ¿Qué tal con él en la calle?”
−“Es un excelente compañero, y si meto la pata en algo, él primero
no le da importancia, y después me enseña tiernamente. Esta última semana está
raro. Antes pensaba que algo que yo hubiera dicho o hecho podría haberle
sentado mal. Pero no creo que sea eso. Es como si estuviera en un mundo de su
imaginación donde nadie, de momento, puede entrar. Espero que no tenga, de
verdad, ningún problema conmigo. Lo quiero tanto, Bruce. No soportaría
perderos, ni soportaría perderlo.”
El tono de mi voz en ese momento debió ser tan angustioso que
Bruce me miraba compungido, mas claramente debatiendo si debía decirme algo.
Tan sólo tímidamente preguntó:
−“Lo quieres mucho, ¿no? ¿Tal vez demasiado?” −y me lanzó una
significativa mirada.
−“¿Qué me quieres preguntar exactamente, Bruce?” −El momento se
acercaba de tener que decirlo otra vez. Pero Bruce merecía saberlo. ¿Lo
tendría, a él al menos, de mi parte? Yo creía que sí. De todos modos, así
tendría que ir, de sobresalto en sobresalto, arriesgando la amistad o
haciéndola más fuerte.
−“Antes de preguntarte nada −y se volvió a señalar al corazón−,
ésta es tu casa. Conmigo podrás contar siempre para cualquier cosa. De todos
modos podría estar completamente equivocado, así que no te ofendas por la
pregunta −y me la lanzó dubitativamente, como pidiéndome disculpas de antemano
por hacérmela−: además de quererlo tanto, lo amas, ¿verdad, Nike?”
No había nada que se le pasara por alto a Bruce. Desde ese 19 de
octubre tengo claro que cualquier situación que nos afecte, especialmente a los
sentimientos, él la nota. Pero pasa por las vidas de los demás de puntillas,
sin querer molestar. Sólo cuando confirma, como conmigo ese día, que uno
realmente necesita hablar, se atreve a ir un poco más lejos, siempre dejando
claro de antemano, que sea cual sea la respuesta, él te ha de respetar.
−“Me enamoré de él al conocerlo, Bruce, el 30 de julio. Fue una
sorpresa para mí.” −podía haber dicho muchas cosas más. Pero callé. Necesitaba
oír qué respuesta me daría.
−“Nike. Nada hay más digno que el amor, venga de donde venga y de
quien sea hacia quien sea. El amor detiene violencias, calma o te agita, pero
hace madurar. Mi respeto más profundo lo tienes. Si te has enamorado de Luke,
nada hay más manifiestamente inocente. Pero otra pregunta, te veo asustado, ¿lo
temes?”
−“No sé si lo sabe o no. Pero si aún no lo ha descubierto, ignoro
cómo podría reaccionar cuando suceda. Y a mí me basta quererlo, Bruce. Nunca le
supondré un problema. El amor que siente por Lucy, y ella por él, es para mí
tan suficientemente respetable, que lo tengo en un altar.”
−“Caso de que lo sepa, él debe conocer también que nunca le
supondrás un problema, como me acabas de
decir; caso de que no lo sepa, para él no serías un obstáculo, porque le dirías
lo que me acabas de explicar y él seguirá amando a su mujer y queriendo a su
hijo y teniendo otros seis compañeros y tú, el más querido y principal. Ahora
te aprecia de verdad. Eso lo vi con claridad en mis conversaciones con él en
agosto y septiembre, y en la de estos quince días. No se debe temer nunca a la
verdad. Luke es un espejo que refleja ternura, pero la luz de ese espejo ya no
irradiaría lo mismo sin ti. Pero te sigo viendo tenso, démonos un abrazo. Y si
algún día te sientes desesperado, ven a hablar conmigo.”
Nos dimos un abrazo que
yo necesitaba desesperadamente. Querido Bruce, desde ese ya lejano 31 de agosto
que te conocí, siempre a mi lado. Habíamos apurado el café. Pero ahora que lo
sabía, yo tenía más cosas que decirle. Pero él me preguntó:
−“¿Hay alguien más que lo sepa?”
−“El 6 de agosto se lo dije a John. Y no puedo estar seguro, pero
a veces me dice cosas como si lo supiera nuestra primera compañera.”
−“Seguro que la señora Oakes lo
sabe. Pero creo que te he interrumpido cuando me querías decir algo.”
−“Olivia y tú pensáis que igual me
vuelvo a ir. Y sin embargo antes te he dicho que quiero pronto deshacerme de
esta casa. Y hay información que os falta, Bruce. Déjame empezar diciéndote que
ya el mismo 5 de agosto tomé la decisión de quedarme para siempre a vuestro
lado.”
La información necesaria que se ha retenido es la roca exacta que
necesita un río para doblarse y fluir en adelante adecuadamente. Era un placer
poder explicarle a Bruce por qué en su día me fui y cómo yo nunca quise
hacerlo.
−“En lo que dependa de mí, Bruce, yo
ya no voy a irme.”
−“Pues si por lo que te he
entendido, depende de Luke, no creo entonces que te vayas. Nike, veo que
querrías decirme mucho más. Pero es viernes noche y estamos en Newchapel. Me
podrías contar más por el camino y aprovechar las tiendas que siguen abiertas.”
Y así dejamos atrás Deanforest para caminar lo que nos quedaba hasta
nuestra verdadera casa y pararnos en alguna tienda a comprar. Habíamos sido
realmente afortunados. Al hacer el recuento vimos que teníamos 15 dains y supimos invertirlos bien. Él
prefirió entrar en un bar y cargarnos de dulces. Por el camino, le seguí
hablando de Luke y él me escuchaba con respeto y hasta se paraba de tanto en
tanto para abrazarme y recordarme: “Y ya sabes, aquí me tendrás siempre.”
No se veía la luna. Pero las primeras estrellas fueron luces
alternativas que dejaban caer gotas de brillo sobre la falda oscura del
arrabal. No había llegado Luke y para la hoguera faltaría todavía una hora, tan
temprano habíamos regresado. Hoy sí iba a intentar el proyecto largamente
aplazado: buscarme algo de mantas o ropa en el vertedero. Hacia él me encaminé.
No sé qué sombras me querían detener el paso, escondidas al acecho entre los
fresnos. Me encogí de hombros y no quise conocer el miedo. Más me valiera
haberlo conocido entonces, en el umbral, y no en el vestíbulo, de aquella noche
interminable.
Hace algunos capítulos, Nike se hizo el primer café de su vida, Acostumbrado a que le hicieran todas las tareas domésticas y la comida, ahora –de forma coherente con su vida de mendigo en alma, pero “en cuerpo” sólo a tiempo parcial; encuentra la felicidad en gestos sencillos como limpiar “la casa” o prepararse un café o preparárselo a Agnes, a la que revela todo lo que está ocurriendo y la deja a buen recaudo de sueldo en Deanforest por dos años.
ResponderEliminarLuke, que sigue de compañero de Nike, continúa “viendo” a su madre en el rostro de aquella virgen de St, Mark que le muestra a Nike. Es amigo de Youssouf, un mendigo negro al que en su vida anterior hubiera detestado. Le enseña también el viejo olmo donde Lucy inscribió su nombre y un “Aquí nací yo”. Un corazón tallado en la madera con los nombres de Lucy, Nike y el pequeño…le enseña muchas cosas emocionantes en el camino a la casa de James, otro amigo, hermano y aliado que le dice refiriéndose a Luke:
−“Gracias, Nike −se emocionaba−. No me extraña que te quiera tanto −me miraba como si supiera algo que yo aún no sabía pero que más tarde o más temprano había de descubrir”.
Pero…¿es que James también conoce el secreto? Porque Luke tiene un secreto que ya saben algunos: Lucy, Samuel, ¿Richard?... ¿No será que Luke ama a Nike? ¿Será eso? ¿Y si lo es…cómo acabará todo? Me intriga… James le da una llave de su casa a Nike (Luke tiene otra), pero Nike no se lo dice a Luke hasta un mes después… ¿Es importante esta llave y este hecho en el futuro? Otra intriga.
Nuevos recorridos por la ciudad, nuevos rostros de mendigos que desfilan. Cena de bienvenida a Nike con los Proscritos. Aprender 20 frases con silbo para comunicarse entre ambos grupos de mendigos. “Ver” la ciudad a través de las espléndidas fotografías invisibles de Enoch Reed.
Visita prometida de Nike a Richard y Sarah. Cena, amistad, cariño. Enseñar a Armand los secretos de los astros. Comprobar una vez más que los bebés se duermen en tus brazos, Nike, y dejan de llorar…
Llegada del Otoño. Frío, hambre. De nuevo un Luke ausente… ¿Qué es lo que Nike debe saber, eso que algún día le contará?
Todos junto a la hoguera y Bruce les cuenta un cuento precioso donde, cambiando los nombres y hablando de gatos en vez de personas, agradece nuevamente el cariño y la amistad de Nike y que lo enseñara a nadar. Juntos, saldrán a mendigar por las casas alguna vez. Bruce, que siempre iba solo, tiene ahora un compañero ocasional. Bruce le regala un mechero a Nike, que éste siempre conservará, según cuenta a Protch. ¿En qué lugar insospechado lo usaría para alumbrarse aquella noche? Otra intriga. Bruce le recomienda a Nike que toque en las puertas de los hombres gay, dado su aspecto. Curioso este detalle que me hizo sonreír. Recorrer casas de conocidos y hacerse Nike invisible de pronto, supuestamente no reconocido por sus vecinos ricos a los que ahora toca en la puerta, extiende y abre la mano… Llegar ambos, Bruce y Nike a Deanforest…otra puerta donde mendigar. Pero Nike saca su llave, dejando claro que su hogar está en el Arrabal con todos ellos. Me gusta la manera sencilla en que Bruce le dice a Nike que necesitó que éste pasara aquellos primeros días en el Arrabal para “descubrir” a Luke. Sabe, taxativamente, creo; que Nike ama a Luke. Y surge la conversación al respecto. Nike se sincera una vez más: su amor, sus temores… Vuelta al hogar y…comienzo de una noche extraña e interminable para Nike, cuando va al vertedero a buscar mantas. Pero…¿Qué ocurrió esa noche? ¿Usó el mechero que le regaló Bruce para qué? Ay…cuánta intriga. Mañana seguiré…
Inor
uhmm... En verdad... Es increíble cómo se entrecuzan (iba a usar mezclan, pero no es la expresión adecuada :)) los destinos o sinos de las persona, como los nuestros... Que increíblemente coinciden en algunos relatos de tu novela... El amor incondicional es lo que los... y nos une... Más allá de pensamientos, género, inclinaciones sexuales y hasta distancias geográficas, en el ciberespacio nos conocimos... y nos identificamos casi de inmediato como hermanos, sin conocernos siquiera personalmente, y por más de que pase tiempo sin leernos... nos reconocemos como tales, a través del amor... Ese amor universal, o energía o como se la quiera llamar, que nos junta y nos hace uno. :)
ResponderEliminarSabe el mendigo que es rara la vez que alguien se le acerca para saber de su misma boca la causa de su miseria, ni tan siquiera de que naturaleza o de que causa es esta, pues algunas son tan extraordinarias que no se alivian con la esquiva limosna, ni tan siquiera con el mendrugo de pan, sin embargo de la opresión de su miseria nace su alma en libertad.
ResponderEliminar-La mañana leonada presagiaba perlas de oro- Damascus Road, ropa tendida, míseros balcones, paredes desnudas de cal, basura, perros famélicos, niños insufribles, espantos y malandanzas, un certero recorrido literario del que nacen las andanzas y semblanzas de Luke, las predicaciones en la iglesia de su padre, el amigo Youssouf, el rostro de la virgen de St, Mark y el amor junto al amor concebido tatuados en la piel de un olmo, paisaje y figuras que va descubriendo Nike. -¿Cómo os empezasteis a llamar gemelos?- James la preocupación de hermano, el necesario auxilio interpuesto por mediación de Nike. Un recorrido hermoso, cálido, sentimental, pero sobre todo escrito desde el alma de aquel que quiere a sus creaciones, el placer de la lectura obra en esta parte su mayor significado.
En un capítulo denso como este no podían faltar infinidad de personajes, visita a los mendigos de la Sangre, Sheila Grant, Nathan y Joey (los hermanos Spencer) los más estables del grupo, al día siguiente la cena con los Proscritos. Vincent McFarlane y Katie Chamberlain, Vera Lloyd y Enoch Reed, y la fuerte mano de Evelyn Mills y el cuerpo masculino de Loraine Sparrow conforman este segundo grupo, donde Nike aprenderá los silbidos más cortos, los más suaves y amables que utiliza el grupo para comunicarse. Las trescientas fotos del álbum de Enoch, esas fotos imaginarias se volvían reales explicadas por el mismo, en una fotografía aparecía una señora vista de espaldas, en la siguiente podías verle la cara, del basamento a la arquivolta Nike conoció partes de la ciudad que no había visitado.
Richard es una de esas personas que en la vida nos hacen felices, por la simple casualidad de haberse cruzado en nuestro camino. Quizá no compartió la vida al lado de Nike, pero estaba ahí para escuchar y comprender y esa compañía fue su vínculo fuerte. La que nos podría parecer extraña familia, ex-presidiario y ex-drogadicta forman la familia perfecta con dos hijos, Armand al que Nike le contó la existencia del imaginario planeta Algíbola, y la apenas balbuceante Crystelle
En una estructuración donde los días marcan la duración narrativa, el relato se distribuye en torno a párrafos descriptivos y diálogos, ambos perfectamente ensamblados a los actos de los personajes, de modo que la acción fluye sin interrupciones ni demoras. A partir de esta estructura de la secuencia se desarrollan otras más detalladas, expositivas y perfeccionadas, que atañen sobre todo al proceso de la narración misma. Estos encuentros sirven al autor para situarnos y darnos perspectiva así como para asentar la historia de los personajes dotando de nueva riqueza al relato.
Cada amigo representa un mundo en nosotros, un mundo que posiblemente no nace hasta que ellos llegan. En la parte final del capítulo, el mendigo rico, Bruce, callado inteligente y sobre todo prudente. Ternura implica confianza y seguridad en uno mismo. Sin ella no hay entrega. Y lo más paradójico es que su expresión no es ostentosa, ya que se manifiesta en pequeños detalles: la escucha atenta, el gesto amable, la demostración de interés por el otro, sin contrapartidas. - Lo quieres mucho, ¿no? ¿Tal vez demasiado?- el momento álgido de un diálogo, tranquilo y mesurado, la respuesta juiciosa de Bruce a los miedos de Nike, a esos miedos que hacen que resigne su amor a la amistad. Atractivo diálogo, directo, que nos acerca al mundo interior de los protagonistas, aportando información sobre el relato, de factura bella por lo íntimo de los mismos y el trazo delicado dado por el autor. Sin duda un gran final de capítulo, de un capítulo que bien se podría haber llamado Ternura.
Pol
APOSTILLAS NECESARIAS
ResponderEliminarEste es un capítulo muy extenso, un gran recorrido por varios días en la vida de Nike y los del Arrabal, pareciera solo un pasar por determinados momentos, pero nada es superfluo, nada es narrado sin más, existen pequeñas o grandes perlas con belleza propia, algunas son solo el brillo de un instante, otras ocupan más extensión. Detalles indispensables que a modo de delicadeza y con amabilidad van surgiendo en la narrativa.
La abnegada y dulce Agnes Moore
St Mark, su cruz, el corazón roto por los recuerdos de Luke (un párrafo descrito con sumo respeto y belleza), extenso recorrido donde su sensibilidad brota como de una herida hasta llegar a casa de su hermano.
(En general todas las descripciones del capítulo y por extensión de la novela son de una riqueza literaria extraordinaria, pero en este relato tocan cimas preciosistas).
El diálogo del hambre y la supervivencia, mostrando dos éticas diferentes entre los Proscritos y los de la Mano Cortada. Un debate reflexivo, aclarador y que termina sin una respuesta, pero que nos dibuja diferentes talantes.
Olivia vs. Katie, el patente malestar de una enemistad anunciada.
La actitud ausente de Luke que a Nike preocupa y lo manifiesta a otros en varios momentos del relato (un Luke que parece refugiarse en esa ausencia como para construir un discurso)
William Rage, una sombra en ciernes
Bruce, chucherías y cuento, Bruce no sabe contar cuentos, los utiliza para rendir homenaje y cariño a sus compañeros personificándolos con nombres similares a ellos. Como el mismo Bruce el cuento es sencillo, casi infantil y lleno de ternura.
La tierra se mueve, la sensación de mareo, de vértigo que provoca la explicación de John sobre las estrellas. Hay que leerlo (sentir el vértigo) sin excusas.
Caricaturas, como buen fisonomista Bruce elige a quien solicitar limosna, su aspecto de bribón recuperable le hace querible para señoras mayores, que en la ternura de los coqueteos de su edad dejan el óbolo en la mano, en The Camellias, el hogar de la señora McNichols, esta es obsequiada por Bruce con una hurtada rosa amarilla. El consejo a Nike, por su rostro mezcla entre viril y aniñado, mejor frecuentar otro coqueteo, el sutil de los hombres que gustan de amar hombres. Al fin y al cabo en esta vida una amable ternura recoge agradecimientos inesperados. (todo mi comentario de caricaturas es una interpretación libre del mismo, entendiéndolo así por lo abierto a lo que se presta la narración)
Bruce, mechero, Nike (¿un gesto no casual?)
La guasa intencionada de Nike al sacar la llave de su casa, Deanforest, donde según Bruce había una criada guapa y pizpireta.
−"¿Ves bien adónde me estoy señalando, Nike? Esta es tu casa."-. Amistad en mayúsculas, un diálogo que conmueve, franqueza, sinceridad, y un gesto inolvidable los dedos de Bruce señalándose el corazón.
.........Y hay más, seguro que me dejo muchos más.
Pol