CAPÍTULO XIX: RECONOCIMIENTO DE LA ACEPTACIÓN



   Todos los cuentos son una re-creación, le dan una segunda vida a la naturaleza muerta; son, como los cuadros o las partituras, una nueva existencia, como el alma de los cuerpos. Recuerdo una conversación con la señora Oakes, algún tiempo después, en la que me decía:
−“He pasado mi vida junto a dos ríos. Puedes ver el lecho de éstos como el cuerpo que lleva dentro a su alma: el agua que se bendice al llegar al mar; porque en él se funde en otro caudal, se transforma y vive de nuevo. Más tarde o más temprano, Nike, encontrarás tu alma. Pues también saldrá de tu cuerpo.”

  −Y acostumbrado a hacer re-laciones, Protch, aquí y ahora, en tu casa, acabo de hacer la última. Porque si vino Ré-gulo, Lucy y Luke tuvieron una relación con re-. ¿Pero y si fue niña? Hace unos minutos, mientras conversaba contigo, he pasado de re- a ra-, en mi ¿locura? Y acabo de verlo. Porque me preguntaba por el nombre de la niña, si niña fue, y recordé que le habían dado la estrella Elased. Pero John la había llamado Ras Elased Australis y primero me fijé en que también empezaba por R, pero así no parecía llegar muy lejos. Después vi que en mi desatino sólo había pasado de Re a Ra y entonces, justo en ese pensamiento, me estremecí. Porque Ra es el dios solar de los egipcios; y a menudo se nos olvida que nuestro sol es también una estrella. Así que ahí lo tienes, Protch. Ré-gulo o Ra, un pequeño rey o una diosa solar. Y si enloquezco, la señora Oakes también me advertiría que para mí re- no sería sólo repetición, que también me serviría para re-crear mi universo, para que tuviera cuerpo y alma.


 
   Así que todos los cuentos comienzan y fluyen, pero no siempre terminan. Antes de salir de la tienda, concluí al fin Grandes Esperanzas, y me sorprendió el final porque lo esperaba como en el cine. Le dejaba la opción al lector de imaginar lo que quisiera.
   Pero ese 4 de agosto tenía que servirme también para empezar a reconocer el lugar donde vivían. Ya tenía salud, y estaba en la mejor disposición para andar. Salí de la tienda a la hora de más calor de aquel día que fue una llama. La señora Oakes, que ahora buscaba la comida para tres, ya no estaba. Olivia debía de estar en su tienda o en la de su hija, y quizá con ellos Luke; Miguel y John acabarían de irse y Bruce no habría regresado, así que no vi ninguno de los siete rostros tan queridos. Pensé que nada más salir, volvía a delirar. Porque Miguel me había dado dos posibles explicaciones del nombre de su arrabal. Pero justo entonces le encontré una tercera relación. Mira, Protch, visto desde los Proscritos, el arrabal semejaba una gran mano cortada, la mano derecha. La cuesta que sube o baja de uno a otro podría ser la muñeca y todo el campamento era la mano, con sus cinco dedos. Déjame explicártelo, por si un día quieres ir allí. Cinco grandes caminos parten desde el campamento. El más pequeño, o si lo prefieres, el dedo meñique, sale desde la misma tienda de Bruce y va al suroeste, hacia donde mueren los alisos, la glorieta de San Albano y Rivers’ Meet. En el sur, la aliseda se parte en dos, y desde la tienda de Miguel y John sale hasta ella un gran camino lleno de piedras, o dedo anular, que te lleva a lo que llamamos los “servicios”. No te hablaré de ellos, Protch; sólo te diré que cuando los vi, recordé la gran miseria de sus vidas, y aún los quise más. Entre estos dos dedos se encuentra un tesoro que no descubrí por entonces: el gran lugar donde viví la noche más hermosa de mi vida. Al sudeste el dedo corazón, un sendero que comunica con el principio de la aliseda y uno de nuestros tres puentes: el Puente del Meandro, allí donde el río pobre decide cambiar de rumbo para, muy lejos a occidente, fundirse con el mar. El dedo índice es un camino que parte desde la tienda de Lucy y Luke y va hasta el Kilmourne y el Puente del Menhir. Y entre la tienda de Olivia y la de la señora Oakes, el pulgar parte decidido a los Proscritos, la meseta baja, la de unos mendigos que ahora sólo viven junto al río, y el tercer puente: el Puente del Molino. ¿Por dónde empezar? Puesto que un sendero partía casi desde mi puerta, decidí seguirlo y empezar por el suroeste. Ya siempre supe los puntos cardinales, y recordé con una sonrisa a Olivia y su ábrego. Desde entonces te puedo decir que a mí no me afecta ningún viento, pero soy algo más sensible, como ella, al norte. Por ese camino, no hacía más que ascender y ascender, pero es corto, y en dos minutos me planté en el descenso y en la glorieta que tantas veces había visto en automóvil, mas nunca andando. Bajé rápido. Al noveno día, había regresado a la civilización, y ese desabrido pensamiento me causó una nueva punzada de dolor. Ya no sabía quién era, y esperé que caminar me ayudara un poco a encontrarme. Sabía a dónde tenía que ir: el agua me llamaba. En dos pasos me plantaría en Rivers’ Meet. Hay un pequeño puente para mirar desde allí tranquilamente el horror del Heatherling cuando su sangre viene a dar en el mendigo Kilmourne. Sin saberlo, el agua estaba siendo mi espejo, y pronto me alegré de haber empezado por ahí, porque en esos escasos diez minutos que pasé en Rivers’ Meet empecé seriamente a plantearme si me quedaba con ellos para siempre o regresaba. Al menos ya no me aterraba que la primera visión de mi futuro me rondara por la cabeza, porque si una imagen te persigue, como el amor, ya no puedes quitártela. Reflexionaba sin plantearme objetivos, dejando sólo que esta idea fugaz plantase sus semillas. Las recolectaría después. ¿Quién eres tú, Heatherling, qué funesta confusión te ha llevado a creer que eras un río rico, si, como todos, tu aciago final es la muerte? Y yo podía morir para siempre a menos que, como el Heatherling, acabara mendigo. El agua se vertía en desordenada confusión, y la zozobra comenzó a invadirme. Tenía que seguir caminando, y a cada paso, pensando. Pero no allí. Por los senderos asfaltados de la civilización puse rumbo norte y en pocos minutos me planté en Millers’ Lane, nuestro occidente.
   Millers’ Lane es una piel de vieja señora acicalada que no asume que ha largo tiempo dejó de ser doncella, y aún se recubre de afeites que la hacen presumir de nada, pues no puede disimular su edad. Así, se mezclan en ella las paredes con marcados rasgones y algún que otro viejo blasón. Hay en mitad de la calle un bar centenario llamado The Last Road[1]. Pues Millers’ Lane era en verdad la última carretera de Templar Village. Entré con cierta timidez, porque allí me esperaban dos pruebas. Una de ellas era pagar algo de nuevo, tras muchos días, con mi dinero Siddeley. Pero tenía que hacerlo para pasar la segunda prueba. Podría ser la primera vez en muchos años que entraba en un bar y no pedía alcohol. La visión de las botellas y el enfermizo olor a bebedizos etílicos de la barra casi me hicieron enloquecer. Me aterró que mi destino fuera volver a ese mar de espanto. Rápidamente pedí un café y comencé a leer el periódico, que estaba sobre la barra para quien quisiera tomarlo. No recuerdo las noticias porque guardo la memoria de que esa tarde hice lo que nunca con anterioridad había hecho: me leí dos horóscopos. No creo mucho en la astrología y apenas los había mirado antes. Pero esta vez repasé Leo y Cáncer. Uno de los dos, o los dos, hablaban de una senda que se podía desviar, y algo decía de que estaba en mis manos cambiarla. Seguramente estaba poniendo cara de lunático, y David Fieldman, el camarero, a quien no conocía entonces, me miraba con preocupación, como si estuviera delante de un loco peligroso. Apuré el café y salí. Había pasado la prueba; y ya supe que no bebería mientras estuviera con ellos. Quería seguir andando y por primera vez subí la cuesta hacia la Mano Cortada. Aún no había nadie por allí y yo quería ver el Kilmourne. Caminé por el campamento delirando y pensando que, entre querer y amar, yo andaba metido esos días en un sacramento. Tenía prisa por ver el río; me fui al dedo índice. Pero antes de llegar me salió al paso una  desconocida, mendiga también, que sin azorarse me hablaba.
−“Tú debes ser Nike −me dijo con cierto desembarazo−, el huésped de nuestros vecinos de la Mano Cortada. Yo soy de los Proscritos. John me dijo que nos había nombrado. Me llamo Vera Lloyd.”
   Así la conocí, Protch, la misma Vera de la que hablamos el primer día. Me llamaron la atención con fiereza sus cristalinos ojos esmeralda. Apenas cruzamos dos palabras, pero me contó que sus compañeros y su novio Vince no habían regresado aún. Prometí sin mucha seguridad hacerles una visita al día siguiente y añadí que me gustaría saber algo más sobre los silbidos. Nos despedimos; y ella continuó a su norte y yo hacia el este. Era hora al fin de ver el Kilmourne. Lo había contemplado con frecuencia, pero nunca por allí. Cuando al fin lo encontré, mi atención se dividió con varias cosas, que ahora te referiré. Salí casi de frente al Puente del Menhir, y justo entonces descubrí el mal estado en que se encuentra. Sólo puedes cruzarlo si te atreves a dar un salto de unos dos metros, porque tiene la cabeza rota. Más tarde supe que los siete, cuando quieren ir al vertedero o a las bellezas que se ocultan en lontananza, el lago o las montañas, prefieren cruzar el Puente del Meandro, al sudeste, y dar un rodeo. Pero se llama Puente del Menhir por algo. A unos escasos cincuenta metros al norte el menhir se yergue como un ídolo descabezado, vestigio ruinoso del paso de los siglos. No lo esperaba y me sobresalté: ángel abatido, árbol sin copa, fuente seca, delirio desraizado, abeja sin alas. Pero mi gran descubrimiento estaba al este. Necesitaba con urgencia darme un baño, pero el Kilmourne por aquellos pagos es rebelde, furioso e invadeable. Es peligroso sumergirse allí. Mas fue justo entonces cuando descubrí otra gran fuente de agua más a oriente. Parecía un lago. Sí, a medio kilómetro. Y quise ver que por allí rondaba alguien. No podía estar seguro, pero a la distancia creí reconocer a Bruce: sí, si el “mendigo rico” había tenido, como de costumbre, un buen día, ya habría regresado. Podía ser. Quería reconocer el terreno, y pensaba cruzar por el Puente del Molino, a mi izquierda. Por allí el terreno se volvía quebradizo y apurado, como temiendo al menhir. Más al norte, una empinada loma de erizados juncos exhibía su umbroso silencio gris. Algunas gotas oscuras destilaban inciensos. Aplastando zarzas y triturando piedras me abrí camino y ya estaba llegando. Mas puedes no ser supersticioso y sucumbir al pánico y eso fue lo que me ocurrió aquella tarde. No pude de repente soportar la visión de aquella pesadilla de piedra. No sabía qué me podía pasar si llegaba junto al menhir. No me quedaban más opciones que retroceder, y si estaba decidido a cruzar, arriesgarme a saltar el abismo del puente roto o seguir avanzando hasta el Puente del Meandro. De uno a otro puente, como una cinta nauseabunda, el vertedero te muestra toda su pútrida anatomía de vieja celestina. Pero en él había encontrado Miguel a Moby Dick, Bruce las linternas, y todos los hombres, la mayor parte de su ropa. Crucé por el Puente del Menhir. Logré atravesarlo de un salto sin romperme ningún hueso y ya me encontraba en la orilla oriental del Kilmourne. Pero me hice daño en la rodilla. El camino desde allí hasta el lago que no tiene nombre todavía es llano y transitable, pero esta caminata la hice cojeando otra vez. Poco tiempo después logré llegar de nuevo con dificultades al agua. El rostro que había contemplado a la distancia era efectivamente el de Bruce, que desnudo hasta la cintura, parecía haberse decidido a lavarse.


 
−Dime, Protch.
−Es una tontería, pero es que me acabas de decir que el lago no tiene nombre todavía. Y puedo conjeturar que nadaste en él.
−Sabes muchas cosas, Protch. ¿Le quieres poner un nombre?
−Bueno, no sé si yo soy el más indicado, ya que ni siquiera lo conozco. Y supongo que lo habrás de discutir con tus compañeros. Aunque para ti y para mí… Pero ya me has nombrado la expresión Zosma el nadador… y
−¿Y quieres que sea el lago Zosma? ¿Por qué no? Creo que mis compañeros estarán de acuerdo. Y si no, como dices, valdrá ese nombre para ti y para mí. Pero te veo con ganas de seguir siendo Adán y ponerle nombres a más cosas, ¿me equivoco? Aunque yo creo que quien puso nombre a las cosas fue Eva.
−Creo que me estoy volviendo tan transparente como tú. Pero estaba pensando en tu otra estrella, y me has hablado de una calle sin nombre. Si no he entendido mal, Alder Street es vuestro norte, pero a las casas que salen por el otro lado, como el lugar al que llamáis la “casa”, ¿cómo les llamamos? Pensaba que podría ser Polaris Street.
−Cuidado, Protch, que la locura, o la fe, que a veces son lo mismo, que me había pasado la señora Oakes, quizá sea contagiosa. Y tal vez te estoy transmitiendo la misma enfermedad. Pero el lago Zosma y Polaris Street… Cuando vuelva a verlos, me acordaré de ti. Aún te queda algo por decir, ¿no?
−Perdóname si sigo en la que has denominado la misma locura. Pero si mi Estrella Polar se apaga, volveré a mi vieja soledad, que estoy olvidando. Temo que un día, cuando termines de contarme tu historia, no te vuelva  a ver.
−Aún podrías escandalizarte, Protch: queda mucho que contar e igual no deseas volver a verme. Pero es cierto que hasta ahora no te has escandalizado. Basta con que quieras seguir viéndome para que me acerque hasta ti cada día. Arturo también alumbra y para saber quién soy, el brillo de tu estrella es necesario.
−Sigo relacionando, Nike. A mí no me importa volverme loco y contigo estoy redescubriendo el Universo. Pensaba también que tu maravilloso ocho puesto en horizontal es el infinito. Y leemos de este a oeste, como los astros, ¿no?
−De oeste a este, Protch. De izquierda a derecha, al menos en nuestro país. Es como si al leer quisiéramos morir primero y nacer al final. O renacer. Pero toda relación es bella. En los países donde sí se lee de este a oeste es como si siguieran al sol, la luna y los planetas, como si leyeran el libro de los cielos. Pero déjame seguir mi propio conocimiento y que por primera vez pueda nadar en un lago que me has enseñado a saber que se podría llamar Zosma.


 
−“Así que ya has regresado, Bruce” −le dije al fin.
−“Necesitaba darme un buen baño. Y hoy hace un día espléndido.”
   Lo hacía. Los avispados rayos de un agosto que la Ciudad no había conocido antes, tan flamígero, se bañaban somnolientos en el cristal del lago. Yo también necesitaba un buen baño y todo invitaba a nadar. La suciedad ya me poseía sin andrajos. Me despojé de casi todo y me sumergí en el corazón líquido de toda mi vida. Pero el agua tiene una voz de sirena, si se la sabe escuchar. Y ese día sus cuerdas vocales me hablaban de dicha y placer. Ven a nosotras, nadador, y poséenos por mero deleite. Tan distinto de Venecia, Protch. Por primera vez no iba a ahogarme en competir. Sólo me tenía que sumergir en el gozo y la delectación. Tantos caminos para acabar en el hedonismo. Pronto me zambullí del todo y comencé a mover los brazos. “Agua de mi principio y mi final, llévame siempre contigo. Humedéceme de bellezas sin ambiciones. Si no te parece mal, créame; o dime al menos quién soy”. Pero no por refrescarme me olvidé de Bruce.
−“Vamos, entra. La temperatura del agua está estupenda. Vente a nadar.”
−“No sé nadar, Nike.”
   Debí haberlo pensado. Di por hecho que todos conocían mi gran placer. Lucy, Miguel, John y Luke sí sabían nadar.
−“Nací en Arcade, en una calle muy próxima al río. Siempre he querido aprender. Pero nunca he encontrado a nadie que me enseñara.”
−“Entonces entra y confía en mí, Bruce. Nunca me separaré de ti. Voy a ver si yo soy capaz de enseñarte.” −si toda mi vida no había sido vacío, al menos, me fuera o no, podría dejar en el arrabal algo de lo mejor de mí. Bruce entonces se quedó en calzoncillos y entró con confianza en el agua. Lo mejor de él como alumno es su fe casi ciega en su profesor. Confiaba de verdad en que no lo iba a soltar. De súbito me asusté recordando ciertas palabras. Él entonces sólo podía leerme a medias.
−“¿Qué te pasa, Nike? Te has puesto pálido de repente”
−“Pensaba en el Vaticinio, Bruce. No quisiera que nada te pudiera ocurrir por mí.”
−“No creo que mi muerte venga por el agua −me dijo con calma−. Al contrario, Nike. Piensa que un día podría caerme al río o al lago y no sabría nadar. Y sé que tú podrías enseñarme. Pero no estoy muy seguro de que yo sea capaz de aprender.”
    Yo tampoco estaba seguro de ser capaz de darle clases. Apenas recordaba cómo el abuelo un día me enseñó a nadar.
−“Extiéndete todo lo largo que puedas, Bruce. Yo te sujetaré por la cintura y no dejaré que te hundas. Pero hagámoslo aquí. Cerca de un lugar donde puedas rápido colocarte en pie. Y si consigues aprender, por favor, nunca te alejes mucho de la orilla.”
   Primero lo enseñé a mover las extremidades. Avanzábamos juntos por el agua en calma. Las montañas cercanas parecieron doblar su cuello para observarnos. Pronto aprendió a conjugar el movimiento de los brazos y la respiración. Era un alumno estupendo, porque los mejores son los que están decididos a aprender, y cuando de verdad deseas, al final puedes. Pero llegó un segundo en que me aterré. Una piedra resbaladiza hizo que por un momento dejara de sostenerlo. Y, sin embargo, en ese mismo instante vi que seguía avanzando, ya sin mí. Lo dejé seguir, siempre cerca de él, sin separarme del todo.
−“No te vayas a asustar, Bruce. Pero lo estás haciendo. Estás nadando.”
   Y no se asustó. Me puse a nadar a su lado. Estuvimos así cerca de diez minutos. Siempre cerca de la orilla, pero él conmigo. Lo había conseguido. Había sido el sueño de su vida, y había hecho falta mi presencia allí para que lo consiguiera. Como una cálida recompensa, sus palabras me acariciaron entonces:
−“Nunca te voy a olvidar, Nike.”
   Cielo santo. Me puse a llorar. No pude evitarlo. Con Bruce siempre me sentí querido, y quizá fuera justo entonces cuando comencé a quererme. Mentalmente respondí: “Nunca te voy a olvidar, Bruce.” Y mis lágrimas vencidas cayeron al agua. Quise ser parte del río de los siete, nadar a su compás, como él entonces a mi lado. Con un hilo de voz respondí:
−“Avísame mañana cuando vuelvas. Podemos volver a nadar juntos.”


 
   Nike acababa de convertirse en el atleta que derrama su ánfora de agua para Bruce. Así como el mapa de los cielos ha querido que esa agua se vierta para crear el Eridanus. Para ser parte del río de los siete, como él quería, debía dejar en ellos algo de su sangre y de su caudal. Y quizá comenzara entonces, ese día, nadando cómodamente en Acuario.


 
   Pasamos media hora más en la orilla, conversando entre sus frecuentes esputos, sobre su vida pasada y algo de la mía, saboreando esa sensación de que estaba en mi mano hacer que fuera amigo mío un hombre como Bruce. Y al final, como la tarde, nos recogimos, y fuimos charlando plácidamente y fumando de regreso al campamento.
   Ya de vuelta, en una noche clara sin nieblas ni penumbras, tuve un sobresalto. Creí ver a Luke dos veces. Pronto comprendí que a su lado estaba un hombre al que no conocía.
−“Mi hermano James, Nike. O ¿debo decir mi otro hermano?”
   Estreché la mano de James Prancitt. Se parecían un montón, aunque Luke le sacaba algunos años. Era igual de delgado pero poco más bajo. También castaño. Su parecido acababa en las ropas. Las de James no eran harapos.
−“Bienvenido hermano de mi hermano. Supongo que eso nos convierte en familia. Luke me ha estado hablando un rato de ti. Llevo media hora aquí. Quería saber cómo estaba Lucy. Sí, lo sé, no me has visto antes. Pero yo he venido casi todos los días. Y seguiré viniendo. No todas las semanas nace una sangre de tu sangre, y pronto Luke me regalará un sobrino.”
   James Prancitt es así: sincero y parlanchín, franco y afectuoso. Acabábamos de ser presentados y desde esa hora ya siempre fui para él el hermano de su hermano.
−“Lucy y Luke me han estado hablando mucho y muy bien de ti. ¿Sabes? −me dijo llevándome hacia la roca-sombrero, como yo la llamaba− hubo un tiempo en que estaba realmente preocupado por Luke. De buenas a primeras, dejó de ser el hombre que siempre había conocido. Huraño y esquivo, sabía que me ocultaba algo, pero sus ropas lo delataban. Te puedo asegurar que el Luke previo a esa época oscura es el mismo Luke sano y sincero de hoy. Mi hermano tuvo un tiempo de oscuridad, pero la luz que le observas hoy es la misma luz que tuvo siempre −me preguntaba por qué me estaba contando todo esto−. Pero con Lucy renació. Y tú también le estás echando una mano. Siempre tendrá el temor a recaer en antiguos errores. Ella, tú y yo podremos ayudarle.”
   Pero yo no sabía si iba a estar allí dentro de dos días.
−“Creo que vuestra amistad ya no va a poder romperse −también me estaba leyendo−: te necesita, Nike. Es un hombre sereno, lúcido y valiente. Pero cuídalo también por mí.”
−“Me gustaría saber más de ti, James −era tan parecido a Luke que sabía que no rehuiría mi conversación−: ¿Qué haces en la vida?”
−“Estoy terminando la universidad −y a mi pregunta muda respondió−: geografía. Bueno, no te has espantado. Muchos se espantan. Mi hermano es capaz de memorizarse toda una novela de mil páginas. A mí me repartieron una capacidad más analítica. La geografía no es sólo aprenderse una larga lista de lugares. Y eso no es lo que a mí me interesa. Me atrae más la geografía humana. Y desde que Luke se hizo mendigo estoy más interesado, digamos, por el hambre en el planeta. Asisto con frecuencia a cursos de la universidad que versan sobre la pobreza en el tercer mundo. Tal vez, nunca se sabe, mi destino sea un día acercarme por allí. Entretanto, me informo. De momento me gano la vida en una carpintería. ¿Te vale?”
   James Prancitt se ganaba la vida haciendo creaciones de madera. Su hermano se la ganaba con la mano. Los dos se ocupaban del hambre: del tercer mundo o de la propia. Pero sin duda tenían un aire familiar. Y una familia en común. La mujer de su hermano salió entonces a saludarlo:
−“Se te hace tarde, James −le dijo Lucy con un guiño−. A estas horas ya sueles estar acostado. No te preocupes. Tu sobrino no nacerá esta noche.”
−“Bien. Pero recuerda lo que te he dicho. Si no puedes caminar, o yo diría mejor puesto que no debes, lee.”
−“No tengo nada que leer, James. Como no me traigas uno de tus viejos atlas. Eso me sostendrá. Ya sabes que Atlas sostenía al universo. Y quizás tus atlas ayuden a sostener a mi Universo. Que ojalá no tuviera tanta prisa por nacer. Y no temas. Se parecerá mucho a su tío James.”
−“Vendrá a la hora que tenga que venir. Pero espero que se parezca más a su padre y sea bueno en memorizar, que no sé por qué me dio por estudiar geografía. Está bien, cuñada mía, ya me voy.” −Y se despidieron con un beso. Tan alegre y tan sabio. James se parecía mucho a Luke, pero también a Lucy. Ella inesperadamente vino a mí y me besó. ¡Oh, mi más querida enemiga, cuántas cosas me permitirías compartir contigo!
−“No tengas temores, Nike. Lo que haya de ser será, pero tú definitivamente ya eres otro hombre.”
   Y para ser otro, debía continuar caminando. Pero como no quería seguir poniendo a prueba mis piernas por ese día, me recogí en la tienda y me puse a leer. Ahora ya sólo me quedaba retomar Moby Dick. Pero fue por poco tiempo, porque me sacó de mi ensimismamiento un grito agudo e inesperado que me sobresaltó. Parecía Miguel.
  En medio minuto salí de la tienda y me acerqué al fin al montículo de Olivia, donde ésta y Miguel habían encendido ya la hoguera. Todavía rondaba por allí: una enorme rata blanca había demudado por completo su semblante. Para mí sólo fue repugnancia. Él se sentía como poseído y durante unos segundos, podía jurarlo, no era él. Pero John, a su lado, tiernamente lo sujetó por los hombros y lo apartó de allí. Olivia y yo nos dedicamos, como pudimos, a ahuyentarla. Y al fin se fue. A los pocos minutos llegaron la señora Oakes, Bruce y Luke y Miguel y John volvieron. Ya éramos todos los que íbamos a ser, porque aquella noche faltó Lucy, a la que James, no sé muy bien cómo, había logrado convencer de que intentara dormir. Nos sentamos. Como en Miguel se podía apreciar aún un cierto regusto a miedo, me dirigí a él para preguntarle lo primero que se me ocurrió y apartarlo de sus fobias. En ese momento Miguel era el único del que desconocía el apellido y se lo pregunté.
−“Mi nombre completo, Nike, es Miguel McDawn Íscar. En mi país tenemos dos apellidos. Y no olvidamos el río de sangre de nuestra madre, quien tampoco pierde su apellido al casarse. Cada país tiene su cultura, pero a mí, acostumbrado a llevar dos, ha acabado por parecerme más civilizado. Piensa por un segundo cuál sería tu nombre de haber nacido en mi país.”
−“Siddeley Sheringham” −musité.
−“No sé si alguna vez has oído hablar de Cádiz −al tiempo que me llegaba de repente otro aire, y no de mar. De nuevo Miguel perfumaba nuestros delirios con marihuana−. Yo nací allí, en el sur de nuestro Atlántico. Y como en el mar mueren los ríos, yo he pensado incluso en los ríos de sangre de mis abuelos, que desembocaron en mis padres, que desembocaron en mí. Y no quiero perder ninguna de sus aguas.”
    Esa semana no soportaba ser Nicholas Martin Siddeley. Pero me puse a pensar en los ríos de sangre de mis abuelos, y después de mucho intentar recordarlos, caí en la cuenta, y paradójicamente nunca me ha molestado, además de Nike, llamarme a mí mismo Nicholas Martin Siddeley Carter Sheringhan Murchison. Lo mismo debía estar pensando Luke, que de repente dijo:
−“Nunca termina uno de conocerse. Así que soy Luke Prancitt Bayne Pennington Bowles. Una de esas cuatro sangres debió hacer que un día me oscureciera, y otra de ellas, o todas a un tiempo, que me reconstruyera, porque debo llevar algo de todos ellos. Recuerdo a mi abuela materna: Jessica Bowles. Quizá me acabe pareciendo a ella. Ojalá.”
   Pero no nos explicó en qué podían parecerse, porque súbitamente yo, que me había colocado de cara al sur, creí enloquecer. Primero me pareció una mariposa verde. Luego vi que se avivaba entre llamas. Me asusté y debió leerse en mi cara.
−“No las mires, Nike −me replicó Miguel−. Es lo malo de que vivamos junto a San Albano. Pero pocas veces las vemos: son los fuegos fatuos. Podrían simbolizar que unos espíritus malignos intentan desviarte de tu camino.”
   De las estrellas a los Espíritus del Universo. Y de estos a unos espíritus malignos. Ese largo 4 de agosto acabé por no entender a qué providencia me destinaban las divinidades, o si no se estarían entreteniendo jugando conmigo a los dados. Pero preferí justo entonces seguir mirando las luces, viendo como parecía que el azar tan sólo empequeñecía o agrandaba sus llamas. Fue un loco desafío, pero ya no me aterraban. Me espantaba tan sólo la idea de no volver a ver a todos ellos.
   Pensé que esa noche no habíamos tenido una ceremonia mágica porque no cerramos el círculo. Faltaba Lucy. Y Olivia, a la que por primera vez contemplaba enloquecida por su maldito viento del norte, no había invocado, sacerdotisa de las noches de verano, ninguna estrella, rito o mágico azar. La conversación languideció en ya no recuerdo qué delirios y yo no sabía qué me había deslumbrado más, si los fuegos fatuos o haber descubierto mis cuatro más próximos ríos de sangre.
  Me retiré a la tienda, pensando que las grandes decisiones que hubiera de tomar, las dejaría para el día siguiente. Pero el cuerpo no respetó este acuerdo. Tardé en dormirme, con siete rostros, como los de algunos indígenas, danzando en un círculo alrededor de mi pensamiento. Parecieron decirme que estaban cansados de bailar desnudos delante de sus semejantes y que ya no querían ser exóticos; que en su lugar me pedían comprensión, que me uniera a ellos a danzar en torno al fuego invocando a algún dios de la lluvia. Y supongo que debí agregarme al círculo, o que el fuego se unió a la circunferencia que mis memorias estaban formando, y que así me quedé al fin dormido.
   Pero a eso de las 6 me desperté y tras vanos intentos, ya di mi sueño por perdido. Después de desperezarme sin muchas maldiciones, decidí salir a dar un paseo. Pero entonces vi que el día estaba descorriendo sus cortinas y por allá por Crownridge pasaban de rosas a blancas y que algunas estrellas salpicaban de rojo o azul la sábana del día que despertaba. Las estrellas del este ascendían, poniendo a la mañana su trono. Porque cada amanecer reinaban las orientales. Sus jadeos, a veces, incendiaban el rudo panorama. Al sudeste, como una antorcha, lucían rayos oblicuos de rosada inclinación. Gozaba, único espectador zaherido; ganaba risueño aquel cielo iluminado; aquellas saetas pobres, opulentas, romas, eran las rúbricas, eran el néctar; como una estremecedora nevada; tristes rosas obituarias. Pero pronto comprobé que no era el único espectador zaherido; estaba mirando a occidente, viendo cómo se ponía el Escorpión, la única constelación, junto a la Osa Mayor, que entonces era capaz de reconocer. Y al dar la vuelta vi lo que con la escasa iluminación de aquella hora no había percibido. Lucy y Luke estaban a la puerta de su tienda, con una pobre hoguera encendida. Ella, próxima al parto, se recostaba en sus hombros; él parecía arrullarla, y a su hijo con ella, cercano ya a la misma conmoción. Estaban de espaldas a mí, mirando al este, a las montañas. Los indígenas de mi duermevela se habían sentado hartos de danzar, esperando, se dijera, una revelación de los dioses de oriente. No me veían, pero sintieron mis pasos. Se tornaron, bañándome los dos en el agua cálida de una enorme sonrisa acogedora, y me invitaron a unirme a su hoguera.
−“Supongo que tú tampoco podías dormir −me dijo Lucy somnolienta−; yo ya he dejado de intentarlo; el sueño no me llegaba hoy. Sólo me quedaba convencer a Luke de que me dejara salir a contemplar este espectáculo. Ya lo hemos hecho alguna vez y ahora tú puedes unirte. Mira, aquí tenemos además la cafetera. ¿Quieres que te preparemos un café?”
   Le dije a Lucy que me dejara intentarlo. No me costó mucho esfuerzo, Protch. Pero fue el primer café que yo me preparé en mi vida.
−“El lubricán ha pasado y ya es el turno del verdadero amanecer −me siguió explicando ella. Pero al notar que tampoco ahora sabía de qué me hablaba, me comentó−: Para todos es lo mismo, Nike. Pero para mí y para Luke el lubricán es el momento en que la noche estalla y muere antes de nacer el día con el amanecer. No debe saber aún que resucitará en unas horas y sangra asustada en ese mar de matices cambiantes. Al alba ya parece haber encontrado consuelo y se vuelve colores esperanzados. Cuando tengas otra noche insomne, mira los tonos, y verás el lubricán violeta, rojo o a veces incluso tímidamente rosado. El amanecer es blanco o amarillo, la luz de la calma tras la agonía. Pero el lubricán  ya ha  pasado. Nosotros acabamos de verlo. Llevamos aquí más de media hora. Siéntate y ponte mirando a las montañas y verás cómo consigues atrapar el alma del día.”
   Lucy, que daría un amanecer que quería estallar en su cintura, pasando del tímido rosado al blanco; Luke que no sabía si debía tener temores, pero que, como los padres primerizos, se agota nadando en mares de no sé qué negros presagios; los dos juntos, acompañándose en aquella misma letanía de espera insondable a futuros llantos y latidos; la imagen de los dos aquella mañana antes de ser tres también quería levantarse conmigo en toda su radiante pureza, más bellos que el amanecer que estaba por contemplar. Fue una hermosa fotografía que ya no iba a poder olvidar. Y así, pensé cuando la cafetera también estallaba en olores, como el cielo en colores, a ese cuadro sólo le faltaba sujetarlo bien a las paredes de mi corazón para que nunca se pudiera caer.
   Y vi con ellos el parto de las estrellas orientales, que miraban curiosas a qué paisaje habían llegado y pensé estremecido, dando los primeros sorbos al primer café que mis manos habían preparado: “Oh, magnos luceros, que también vais en caminata reconociendo vuestros caminos celestes, ojalá, como vosotras, no acabe aquí mi viaje, y pueda encontrar una tienda o constelación donde sepa acampar y dejar allí, en sus umbrías, reposando mi cantimplora, que me estoy muriendo de sed y necesito un sorbo que ellos pueden darme, que ya me han dado. Caminad, vagabundas. Ya no os estará permitido deteneros y…
−“Pero aunque no conozcan su camino, lo tienen. Y al final es el sol quien las busca −me hablaba Luke, acorde con mis pensamientos−. Mira como ya es el amarillo, Nike. Comienza otra jornada.”
  Y mientras veía cómo el sol se adueñaba de todo y el café en mi boca se volvía circumpolar, imaginaba a Luke repitiéndome otro día: “Mira como ya es el amarillo, Nike. Comienza otra jornada.” Pero mi sol se amedrentaba con los altos picos de mi Crownridge y yo todavía estaba en el lubricán sangrando.
   Un viento fresco de levante hizo que me prestaran una manta con la que envolverme en aquella tierna mañana sin nieblas. Pero pronto fuimos cuatro. Olivia se había levantado y al punto se nos unió:
−“Qué sorpresa verte por aquí, Nike −me dijo con un beso de buenos días y unas palabras a continuación, no sé si indescifrables, al tiempo que encendía uno de los escasos cigarrillos que fumaba por semana−: en tu amanecer el amanecer −¿tienes algo que ojear, Luke? Acabo de terminar Alicia en el país de las maravillas y ya no sé qué leer.”
−“Supongo que John ya habrá terminado un libro que le dejé sobre los nombres de Venus. Mira, mira, te viene al pelo. Y por lo que recuerdo, querida Olivia −Luke nunca la llamaba suegra−, eres Venus Verticordia. Cuando lo leas, lo sabrás. Pero quiere decir transformadora de corazones. Y Venus Genetrix, que viene a significar madre, y sin ti nunca habría comenzado nuestro universo. Ahora sólo me queda saber si eres Venus Ericina o Venus Murcia, del brezo o del mirto.”
−“Había bellos brezales en los alrededores de Hunter’s Arrows” −dijo con mucha seguridad.
−“Venus Ericina entonces. ¿Contenta? −le preguntó entre guiños.
−“Contenta, querido yerno −le devolvió el guiño−, pero ¿quién eres tú?”
−“De momento nadie. Me conformaría con ser en unos días para mi hijo su Zeus Pater.”
−“O para tu hija.”
−“O para mi hija. Su Zeus y su Hera no harán distinciones.”
   Pero a aquel universo aún le quedaba una blancura que no iba a ser bienvenida. De las montañas venían también los primeros granos de la sal de cada día. Pero la niebla esa mañana se quiso ensuciar de barro y se estaba volviendo marrón. Yo acababa de ver lo mejor de su cosmos despejado y no quería sumergirme en nuevas neblinas. Apuré las últimas gotas de un café no sabía si frío o estremecido, y recordando que los tres seguirían por allí, me despedí con un cálido buenos días y me encaminé por el dedo pulgar decidido a superar la fobia del menhir y ver el Puente del Molino.
   No recordaba que para llegar hasta él debía pasar por los Proscritos. Era muy temprano. Sólo había una persona levantada: la misma mujer del día anterior.
−“Buenos días. Vera Lloyd, ¿no?”
−“Buenos días, Nike. No podía dormir y me he levantado. Los otros cinco siguen dormidos. En este arrabal ganamos las mujeres, cuatro a dos” −me dijo divertida, bebiendo su cerveza. Aún no habían llegado los tiempos oscuros de la absenta.
   Yo no quería permanecer a su lado. Por la cerveza. Pero no quería parecer descortés. Le dije que iba al Puente del Molino. Ella me pidió que me sentara un rato a conversar. En ese momento tuve la impresión de que Vera me estaba tanteando, pensando que quizá yo podía ser un hombre para ella. Era muy atractiva a pesar del pobre vestuario y también pensé que en otra época la habría encontrado una mujer muy interesante. Pero desde esa mañana, Protch, y aunque no lo haría jamás recordando la historia pasada de Luke, me pegaría con los hombres que la hubieran llamado ninfómana. Vera sólo tenía la misma urgencia que yo de ser querido. Y quizá nos pareciéramos en algo más. La misma necesidad de tener alguna vez un hijo. Pero me estaba contando algo de uno que había tenido. De cómo el padre de la criatura se había desentendido y ella lo crió sola. Pero parecía ser que su Johnny sólo había vivido un año. El profundo respeto que me producían sus sinceras lágrimas evitó que le hiciese preguntas, pero creí haber entendido que había sido debido a alguna enfermedad. Deduje también que fue su desesperación la que le hizo perder todo y echarse a la calle. Así había conocido a Vince y a todos los demás. Algo me habló de Katie, de Evelyn, de Loraine; y mucho de Enoch. También dormían en tiendas, y me señaló repentinamente la de éste con un amoroso suspiro, al tiempo que algo me contó sobre que las cosas con Vince no le iban del todo bien.
   Estuvimos departiendo unos diez minutos y cuando al fin seguí mi camino recordé que no le había preguntado por los silbidos. En alguna otra ocasión, pensé. Pero vas a estropearla y no habrá otra ocasión, Nicholas, recuerdo haber pensado sin misericordia conmigo mismo. Interrumpí mis despiadados pensamientos cuando en diez minutos me planté frente al Puente del Molino. Al no seguir el camino más próximo al río esta vez, había evitado la superstición del menhir.
   El Puente del Molino es coqueto, pequeño y cercado por duros roquedales. Dormir en su boca es imposible. Aunque si vuelves al oeste, regresas a Alder Street y la civilización, para mí desde esa mañana del 5 de agosto, el Puente del Molino es la frontera norte de mi país, así como el sur puede ser Rivers’ Meet, levante el lago que ahora es Zosma y poniente Millers’ Lane. ¿Hacia dónde continuar? Me quedaba un puente por ver, y preferí hacerlo retornando al campamento.
   Pero allí hube de detener un tiempo mis caminatas. La señora Oakes ya estaba levantada y me saludó con un extraño “Buenos días, Neptuno”:
−“¿Neptuno?”
−“Nike −me dijo−, ahora tendrás que elegir entre dos vilezas, y no será quizá la única vez que tengas que hacerlo. Los mendigos lo hacemos todos los días. Pero no sólo los mendigos. Irte o quedarte. No temas: sea la que sea, será una decisión adecuada.”
−“¿Hay algo de mí que no pueda leer?” −le pregunté con cariño.
−“Puedo leer muchas cosas de ti porque estoy segura de que no te importa que las lea. Si notara que hubiera algo que no querrías, de verdad, que yo supiese, no podría atravesar esa puerta. Y de todos modos, no lo haría por respeto. Pero noto que estás en una encrucijada y que deseas mi ayuda. Por eso te leo. Pero del mismo modo, Nike, tú no lo sabes o no lo crees, pero no hay nada de mí que no puedas leer en mi mente. Basta que quieras. Te aseguro que podrías.”
−“Nunca lo haría. Pero entonces, ¿debo entender que no puede ayudarme?”
−“En esta encrucijada, Nike, sólo te puedo asegurar que confío en ti; y que acabarás encontrando tu camino. Y aunque quiero ayudarte, no hallaré el modo. Por eso te he llamado Neptuno. Recuerda cuando te encuentres solo que pensar en muchas cosas te servirá de consuelo. Ayer hablamos de los planetas, pero solamente de pasada. En tus mayores momentos de penumbra, conseguirás relacionarnos a todos con uno de ellos. Y para entonces, ya te he dado la primera pista. Si descartamos Plutón, Neptuno es el último. Y con tu gusto por el agua, te viene como un guante. Además, has sido el último en llegar, te vayas o te quedes.”
−“Cuando me encuentre solo… entonces me voy.”
−“¿Quieres de verdad saberlo, Nike?”
−“Recordando tu historia, aseguraría que Dios-Destino ya lo sabe, pero que yo tengo la apariencia de decisión en libertad. Y tú también lo sabes, estoy seguro. Pero no, yo no quiero saberlo aún. Tengo mucho que meditar.”
−“Sólo te diré algo: en un momento determinado te hará falta conocer uno de nuestros códigos. Y yo no tengo inconveniente en contártelo. Para entonces recuerda que un amigo mendigo no aceptará limosna de ti. Sólo admitirá una invitación. Si alguna vez tienes esta duda, no olvides este código. Y ahora me voy a la calle. Mi niña no puede venir conmigo estos días. Pásate por su lado y dale un beso de mi parte.”
   Olivia estaba allí cerca, en su montículo, y de tanto en tanto miraba a la tienda de su hija, o se acercaba. Mientras conversaba con la señora Oakes, me había fijado que había pasado por allí, una vez que Lucy se recogió en el interior. Pero ahora su madre ya había regresado. La niebla se había volatilizado y estaba de nuevo leyendo. Cuando me acerqué, noté que le decía al libro que tenía en las manos, y que acababa de terminar.
−“Ha sido un placer.”
   Quién pudiera, como Olivia, súbitamente pensé, hablarles así a los libros, a los que ella siempre consideró sus grandes amigos, los que siempre la habían acompañado, pasado, presente y futuro, sin jamás traicionarla. Sentí una breve sensación de celos por no haber nunca experimentado ese placer. Miré el volumen antes de que lo volviera a meter en el interior: era Alicia en el país de las maravillas.
−“Creí haberte oído decir que ya lo habías terminado.”
−“Y es cierto −me respondió sonriente. Soplaba el sur. Seguramente el sudeste−. Pero John aún no se ha levantado y desde el amanecer hasta ahora me he estado leyendo los comentarios de quienes lo han prologado y las notas al final. Lo devoro todo. ¿Has leído Alicia?”
−“Me temo que tampoco. ¿Pero no es un libro infantil?”
−“Sí. Se ve que no lo has leído. Hazlo cuando puedas. Con Alicia te llevarías grandes sorpresas. Lo había leído de pequeña. Ahora he vuelto a reencontrarla. Estaba en el vertedero. Quien lo tirara será alguien que después guardará joyas, y no sabe que el mayor tesoro lo ha dejado escapar. No me paso con frecuencia por el vertedero, mas prefiero encontrar Alicias que joyas. Pero paro ya. No quiero revolverte el estómago.”
−“No es el estómago lo que me has revuelto, sino el corazón. Quién pudiera encontrar, como tú, una Alicia y quererla −y entonces le di no uno, sino dos besos, de parte de la señora Oakes y de mi parte−. Me has despertado la curiosidad. Ahora sé que un día querré leerla.”
   Pero no entonces. Ojalá hubiera podido detener el tiempo y leer. Hubiese querido dar marcha atrás al reloj y que aún me quedaran once días para marcharme. Tal como estaban las cosas, ese 5 de agosto sería el último día. ¿O no? ¿Estaba realmente en mi mano decidirlo? Pero en ese momento se acercó a nosotros John, recién levantado, quien le aseguró a Olivia que ya había terminado los nombres de Venus. Y en efecto, venía a entregárselo. Miguel no estaba con él.
−Anda con algo de fiebre. Nada serio, espero. Maldita sea la hora en que escogió Cástor. Ahora ya no tendré paz −y dirigiéndose a mí−. Cada día somos más los inactivos. Pero no te hemos descuidado, Nike. Toma.
   Era otro bocadillo, de jamón de York y queso. Pero seguramente el estómago se me estaba haciendo más pequeño. No tenía hambre a pesar de mis caminatas. Lo llevé a la tienda de Bruce, a la cual también me retiré a reflexionar qué debía hacer a continuación. Sólo tres de ellos estarían fuera y cuatro allí. Yo no quería meterme en sus vidas y ellos tampoco en la mía, así que a menudo los veía saludarme con afecto, pero no me decían gran cosa, como si entendieran que yo me tenía que dedicar a meditar en serio qué hacer con mi vida. Volví a salir cuando oí tres voces conocidas. James Prancitt acababa de regresar y charlaba amigablemente con Lucy y con Luke.
−“Gracias por Los tres mosqueteros, James −le decía Lucy−. No es éste el tres que busco, pero me hará más llevaderas las próximas horas. Y me has traído también un atlas.”
−“Este atlas porta al final algo de lo mejor de todas las civilizaciones. No es sólo mapas. Una novela te puede acompañar un tiempo; un atlas, si le encuentras placer a la geografía o la historia, toda la vida. Y si un día me ves hablar de un país en Centroamérica, de los que estos días he oído bastante, ya sabrás dónde está. Ahora buscaré hacerme acopio cuando pueda de un mapa de los cielos −y volviéndose hacia mí, al notar que me acercaba− bueno, si aquí está de nuevo el hermano de mi hermano, Zosma-la Estrella Polar Nike. Tienes muchos nombres. Pero buenos días.”
−“Ellos me han dado muchos nombres. Pero también tengo alguno que no utilizo ahora, como Nicholas. Buenos días, James. No le pediré prestado el atlas a Lucy. Aunque estoy seguro de que si puede ser un placer para un hombre como tú, también podría serlo para mí. Pero quizá busque un día un atlas de los cielos. Dependerá de que siga siendo quien en estos días he empezado a ser.”
−“Nike… me gustaría hablar contigo un día de atlas, del hambre en el mundo o de las estrellas −y anotó un nombre en su agenda, y luego arrancó la página−. Recuerda, Knightsbridge Street, número 7. Cuando Luke se echó a la calle, sólo tenía que salir al balcón de la vieja casa de mis padres para verlo a él, a todos ellos, o al menos las tiendas. La Colina de los Caballeros está justo enfrente. Después decidieron trasladarse aquí y ahora tengo que andar, pero no mucho. Vengo más o menos una vez por semana. Ellos ya son mi familia y por tu cara yo diría que también van a ser tu familia. Pero tienen sus códigos y no se atreverán a decirte lo que yo te voy a decir −y bajó el volumen, aunque sabía que Luke lo estaba oyendo−. Sé que tienes miedo. Pero también sé que Luke no le llamaría hermano al primero que pasara y que aunque tú tengas tus dudas, tu amistad con él continuará, porque los dos os necesitáis. Y no creas que un hombre como mi hermano se deshará fácilmente de un amigo por cosas que a ti te puedan parecer motivos suficientes. El Luke que siempre he conocido es leal con sus amigos. Apenas te conozco, pero yo también te ofrezco mi amistad.”
   A un soplo de aire helado le había seguido el contorno de una llama. Sólo los dos Prancitt me habían ofrecido su amistad abiertamente. Pero estaba casi seguro de que todos los demás me querían un poco. Quedarme allí y ser querido. O volver a mi vida y peregrinar de nuevo por el desierto. No pensaba entonces en el hambre, sino en la vergüenza que me estaba destinada. ¿Y si algún día pasaba al lado de cualquiera de ellos y el fantasma de Nicholas Siddeley se negaba a conocerlos? En semejante angustia me halló Lucy, que besándome en la mejilla, me dijo de repente:
−“Nike… cuando nos veas, nos reconocerás.”
−“Un corazón con tanta fuerza como el tuyo, amigo mío −me susurró entonces Luke− siempre encontrará el equilibrio y le dará dignidad a los demás.”
   Palabras que me marcaron con más intensidad que una quemadura. En las siguientes semanas ya no iba a conseguir olvidarlas, sobre todo las de Lucy. Supuse que como muchas de las sentencias de Miguel, constituían un verdadero reto, y el momento llegaría en que habría de deambular asustado evocándolas y temiendo no saber reaccionar o reaccionar mal.
−“Tampoco parece que deba esperar hoy a mi sobrino. Si nace mañana, confío en que no sea antes de las cinco de la tarde. Mis obligaciones en la universidad me tendrán ocupado hasta entonces. Hasta mañana, Luke. Hasta mañana, Lucy −se despidió con un beso−. Adiós hermano de mi hermano −me señaló−. ¿Sabes? Aún no he conseguido averiguar qué parentesco me une con Olivia, pero sé que somos parte de la misma familia. Pero sí intuyo que el hermano de mi hermano debe ser también hermano mío. Así que nunca lo olvides, Nike. Y si me necesitas, ya sabes dónde estoy.”
   James se marchó caminando deprisa y Luke me dijo entonces:
−“Ha vuelto Bruce. Me dijo que te esperaba en el lago. Me habló emocionado de que ayer lo enseñaste a nadar.”
−“Es un alumno fantástico, Luke. Aprendió sin que casi tuviera que esforzarme. Pero cuidad todos de él. Que siempre esté cerca de la orilla.”
−“Sé cuál es tu miedo, pero nada le pasará. Él no lo teme, y lo que es más, la señora Oakes tampoco. Tranquilo, Nike. No le has donado un veneno, sino un auténtico regalo. Sí, sé nadar. Pero ahora no me atrevo a dejar sola a Lucy ni un segundo. Ya tendremos ocasión, estoy seguro.”
   ¿Qué tiene la fe que un incrédulo como Nicholas Siddeley sentía ganas de llorar en agradecimiento? Luke, como la señora Oakes, como Lucy, no parecían dudar ni un segundo de la capacidad que pudiera tener mi pobre corazón, todavía en penumbra, de lanzar destellos de respeto y amistad. Yo ya no era el mismo, no podía volver a serlo por más que cambiaran los vientos, pero no contaba con ninguna confianza en mis propias fuerzas. En fin, suspiré y me dirigí de nuevo al lago, por el Puente del Menhir. Esta vez lo atravesé de un salto mejor encaminado, y pude llegar al agua del lago sin cojera.
   Bruce estaba allí, casi desvestido, esperándome. No se había atrevido a nadar sin mí. Lo saludé con profundo afecto.
−“¿Estás preparado para una segunda lección, Bruce? Hoy te quería enseñar a descansar en el agua. Así podrías tomar nuevas fuerzas si te notas agotado. Con el cuerpo hacia arriba, mirando a las nubes. Entra, si no tienes miedo.”
−“No tendré miedo a tu lado.” −Y lentamente se zambulló.
   Todo me hacía llorar, pero esperaba que, al hallarme dentro del agua, Bruce no lo notara. ¿Quién era yo, o que pobre impresión tenía de mí? ¿Y cómo fue posible que hubiera logrado que un desconocido hasta hacía unos días confiara en mí y me quisiera? Así me pasé un rato derramando mi agua en el agua. Y si Bruce a mi lado, lo notaba, callaba. También la dignidad es callar cuando un hombre llora. A los pocos segundos nadábamos ya con confianza, el uno junto al otro, en aquella paz de cristal. Es el olor del agua un anuncio de beatitud. Y él parecía un pequeño dios Neptuno orgulloso de los caballos de agua verde sobre los que cabalgaba. A ratos le hacía descansar, enseñándole a sostenerse y recuperar las fuerzas, y siempre cerca de la orilla. Le insistía en eso con ardor, y él me prometía con determinación quedarse siempre cerca de donde sus pies pudieran tocar el fondo. También aprendió a sumergirse y a aguantar la respiración. Le hice parar cuando noté que podía resistir sin muchas dificultades más de un minuto. Pero tuve miedo. No había que tentar a los hados. Estuvimos plácidamente refrescándonos y nadando más de media hora. Me volvieron a entrar ganas de llorar cuando pensé que en menos de veinticuatro horas podía no estar allí, en el agua, con él, con ellos. Supongo que el lago no creció mucho con mis lágrimas, pero fue testigo de mi infelicidad.
    Fumamos un rato y Bruce se despidió de mí diciendo que no había hecho sus deberes totalmente ese día por el ansia de nadar conmigo de nuevo, y que volvía a la calle. No me sentí culpable porque me sabía inocente, en eso al menos: Bruce había preferido apretarse el cinturón por el placer de volver a conocer el sueño de su vida, acrecentado, me dijo, por el goce de poder hacerlo a mi lado. Supe entonces que querer derramaba más lágrimas que amar. Sí, tenía que meditar mucho para que mi devenir no se secara en amargos sollozos. Mi futuro estaría quizá en mi mano, pero pendía al borde de un fino hilo. ¿Qué hacer? Había conocido a los siete, a sus animales, sus árboles y sus aguas. Quería seguir reconociendo el terreno del que podía ser mi país. Me levanté con algún esfuerzo y seguí un camino angosto que supuse conduciría al Puente del Meandro. Esta mísera vereda se encontraba con desgana con el vertedero. Más que pensar en la hedionda faz de lo que podía ser mi horizonte, reflexionaba que me podrían quizá el hambre o la vergüenza, pero no las otras caras de la miseria, pero que estaba al borde de, con cualquier decisión, devolver mi vida a la senda que había discurrido a lo largo de toda mi existencia, la pobreza de mi corazón, la fetidez de algunos de mis sentimientos anteriores, el sumidero agrio de mi querer sin brújula. La basura infecta me rodeó cinco minutos, pero al fin, como una alhaja olvidada en el fondo de un ropero, me encontré con el Puente del Meandro. Era una polifonía de pedernal y sonidos íntimos de agua. El Kilmourne por allí tenía una verdadera voz con la que quizá debatiera consigo mismo si no sería mejor tornarse al oeste donde encontraría, más fácilmente que en el sur, su mar de descanso. Allí comenzaba la aliseda, como si al doblar su camino hubiera decidido vestirse nuevos árboles. Los fresnos eran ropa vieja que ya no le iba a servir. Ropa nueva los alisos, pero ni lujo ni ornamento, porque ningún viajero podía dejar de ver, ya que apenas lo ocultaba la arboleda, el alma blanquecina de los muertos de San Albano. Ahora no se podían ver los fuegos fatuos, pero se intuían. Decidí no cruzarlo y seguir por la aliseda.
   No me habían dicho aún que los árboles, sobre todo los del sur, eran sagrados; que tenían corazón y alma. Y sólo cuando me convertí en el octavo, santificamos también las aguas. Y así iba yo, árboles y aguas, hasta que de unos a otras empezó a crecer el abismo que los separaba. A partir de entonces el Kilmourne navegaba sólo alejado de su cortejo de sotos sacros. Me alejé del río; y los alisos me ocultaron ya definitivamente San Albano. A veces los árboles huelen a pan, y se hacían agua mis jugos gástricos. Al hallar los servicios, donde había estado el día anterior, ya me supe orientar, y volví por el dedo anular hasta el campamento, donde me iba a encontrar con otra hambre.
    En todos esos días, John había sido siempre el mendigo más elegante. De repente me lo encontré de frente y tuve que frenarme. ¡Verlo así, con el indescriptible cansancio de una extenuante jornada separado de su gemelo, en un día de abrasadores espejos que le habían enhollinado su chaqueta gris de aquella tarde! Manchas inmisericordes de sudor se habían apoderado de su galanura, haciéndole parecer más viejo y derrotado. Y aunque no había vivido antes su implacable faz de desventurada torturadora, supe que regresaba con hambre. Luke, que se hallaba por allí, le dijo al verlo:
−“Esperemos a Bruce. Hace un rato volvió a salir. Tampoco ha regresado aún la señora Oakes.”
   Y yo, que acababa de entender que ese podía ser mi mísero destino, me conmoví y súbitamente tuve que exclamar, notando por primera vez lo que había entrevisto pero habían logrado ocultarme:
−“Ah −y volviéndome a John, le dije−. Este mediodía me habéis apartado un bocadillo. Recuérdalo, John. No voy a dejar que paséis hambre.”
−“Eres nuestro invitado, Nike…”
−“Y vosotros sois lo que más quiero −lo interrumpí. Al fin había logrado dar voz a lo que de verdad sentía−, así que te responderé con lo que un día me dijiste: comeremos todos o no comerá ninguno.”
−“La noche se acerca. Acabo de ver a Miguel y ya está mejor. Antes de que regresen los dos compañeros que faltan, podíamos encender la hoguera” −pero no me había respondido. Y yo no le iba a dejar batallar.
   Mientras preparábamos la fogata salió Miguel de su tienda y nos ayudó. Al poco retornó la señora Oakes, con comida suficiente pero escasa, que debía repartir con Olivia, Lucy y Luke. Se alejó con ellos cinco minutos y al regreso, se sentó con nosotros en la hoguera, esperando a Bruce, al tiempo que Luke se alejaba. Ni Olivia ni él iban a dejar a Lucy sola esa noche en la tienda. Esperamos sólo diez minutos, hambrientos pero acompañados, a que llegara Bruce al fin. No entendí, de las explicaciones que nos dio, si había conseguido comer, pero perder media tarde nadando conmigo imposibilitó que trajera nada para los demás. Entonces una fuerza desconocida me tomó como una furia insospechada. Sin decir una palabra a nadie, me torné a la que llamaban mi tienda, a recoger el bocadillo que no había tocado. Volví con él a la hoguera y lo dividí en cinco partes. Y previendo lo que me pudiera decir John, me adelanté:
−“No es mucho, pero lo siento John, si no coméis todos de él, yo no voy a tocarlo. Mi voluntad es férrea. No llenará nuestros estómagos, pero o todos o ninguno. Tomadlo o dejadlo. Pero si estás pensando en mi hambre, querido John, tú decides si me echo al estómago una quinta parte de este bocadillo.”
   Supongo que había notado en mi rostro una determinación que yo no conocía, pero mi decisión era firme: podía compartir mi hambre con ellos, pero no seguir alimentándome de sus miserias. Al final transigió y la señora Oakes, Bruce, Miguel, John y yo compartimos lo poco que había de comer.
−“En momentos de hambre como éstos, solemos ahuyentarla contando algún cuento. Las palabras no pueden rellenar el bocadillo, pero pueden ser el pan. Supongo que Nike no estará aún preparado, menos si sabe que nosotros raramente creamos, sino que también recreamos. Si algún día te decides, Nike, parte de los hechos que conozcas e invéntalos. Entretanto, ¿alguien se decide?”
   Miguel, que se encontraba ya bastante recuperado, pidió hablar. John lo miraba con atención.
−“Charles y Patrick −comenzó− eran dos osos hermanos que vivían juntos en una cálida cueva al sur de unos campos de los que no se ocupaba ningún ser humano. Estaba en un sendero florido donde había al menos otras once casas. Su cueva fresca era la tercera. Vivían encantados de la escasa miel que había por allí prodigándose en unas pocas colmenas. Pero lo que era un regalo, se transformó en plaga cuando las abejas comenzaron a multiplicarse, enmudeciendo todo otro sonido. Los hermanos osos no sabían qué hacer. Pero un día decidieron pedir ayuda a los habitantes de las cuevas situadas en el sendero de enfrente. Y eso produjo los celos de Patrick. Porque allí vivían dos osas, tal vez familia, pero una mucho más joven que la otra. Y Charles había cometido el error de enamorarse de ambas en secuencia, primero de la más veterana, después de su retoño. Pero todos juntos, osas y osos, juntaron sus fuerzas para reducir a la mitad, si esto era posible, la colmena. Si esto era posible… pero no lo fue, porque las abejas habían logrado multiplicarse con ayuda de unos gnomos juguetones, a los que volvieron a reclamar ayuda. Y a estos no se les ocurrió otra cosa que hacer un encantamiento para que sus hijas adoptivas ganaran la batalla. Y así fue como los osos, unidos para vencer, perdieron hasta la vida. Las dos vecinas del norte fueron transformadas en la Osa Mayor y la Osa Menor. Los dos hermanos fueron Cástor y Pólux, pero al segundo, por haber sido siempre constante, se le permitió la vida eterna.”
−“Perdóname, John. Pero sólo Pólux es inmortal. Al menos de las estrellas de Géminis. También podía haber elegido Alhena, pero según me explicaste ésta sólo quiere decir la marca del camello. Puede que la mancha logre sobrevivir a la descomposición de los restos mortales de su camello, pero una mancha no debería ser eterna, y no creo que lo fuera. O podía haberme ido a escoger de entre las de Tauro, pero no le iba a quitar a Bruce Aldebarán. O una de las Pléyades. Pero una vez me contaste que las siete hijas de Atlas se suicidaron.”
−“O fueron transformadas por Zeus en palomas, y después en estrellas. Perdóname, Miguel. Es triste aceptar que somos mortales. Llevamos dos días discutiendo por eso. Y yo también soy mortal, afortunadamente, y nuestro destino no estará escrito. Supongo que cada miembro de una pareja quisiera ser el afortunado que se vaya primero. Y yo sólo debo estar satisfecho de que, gracias a tu amor, me regalaras Pólux. Pero ya ves que la inmortalidad puede ser una condena. Tú no tienes la culpa. Dejémoslo estar.”
  Me sentí inmensamente agradecido de que al menos Zosma fuera mortal. Pero me estaba quedando sin Estrella Polar. No sabía ya hacia qué norte apuntar, y estaba sintiendo el frío, el huracán helado de saber que no habría más hogueras para mí si no aceptaba mi hado. Seguramente mi confusión la estaba notando Miguel, que súbitamente me dijo:
−“Estos días te has visto viviendo inmerso en un carnaval, tomado por sorpresa dentro de un desfile. Pronto doblarás tu disfraz, guardarás en un ropero tu máscara, y entrarás en tu cuaresma.”
   Miguel estaba suponiendo un desafío constante, el espolón necesario para ayudar a que mi estrella no se quedara sola en un firmamento sin constelaciones. Yo no podía al menos creer que, si me había colado en un desfile, mis acompañantes llevaran máscara. Ellos no. Pero ya no sabía de qué me había ataviado. La señora Oakes, esa noche vestida de espléndida seda verde, dijo entonces:
−“Pero en el bullicio de un desfile un hombre que anda perdido no se separará de sus acompañantes. Y no entrará en ninguna cuaresma sin ellos.”
   Agradecí que ella por lo menos supiera lo que estaba sintiendo. Permitirle que me leyera siempre me transmitía calma.
−“No serás en todo caso −me dijo John ahora, queriendo dulcificar un tanto las palabras de su gemelo− uno de esos visitantes algo incómodos que hemos tenido en ocasiones −lo miré algo confuso−. Sí, Nike. Por aquí ha pasado mucha gente. Cristianos, en su mayoría. Unos pocos se conformaban con instruirnos en su catequesis creyendo, erróneamente tal vez, que necesitábamos un poco de alimento espiritual. A estos los escuchábamos con respeto al tiempo que lentamente íbamos olvidando sus lecciones en nuestra hambre y nuestras hogueras. Otros prefirieron quedarse por aquí unos días, y no te creas, hasta se buscaron tiendas para vivir entre nosotros. Pero tenían sus ideas tan claras que no nos escuchaban. Querían sacarnos de no sé qué miseria, y era imposible convencerlos de que todo lo que realmente hace falta, lo teníamos. Hasta nos censuraban con palabras o con gestos a Miguel y a mí por amarnos, como si precisamente los cristianos tuvieran el amor por palabra proscrita. Al final, hartos de no llegar a ningún lado, se marchaban. Tú no debes temer que te relacionemos con ellos. Miguel y yo hemos sentido tu comprensión y tu respeto, y todos hemos vivido tu aliento y amistad. No penes por eso al menos. Estos días nos hemos sentido ocho. Cuando regreses, llévate contigo nuestro agradecimiento más profundo. De veras, Nike. Hablo en nombre de todos si te digo que nunca te olvidaremos.”
   Se me inundaban los ojos y mi corazón recién nacido estallaba. Pobre corazón mío, que necesitaba más lágrimas que sangre para poder seguir avanzando hasta el siguiente latido y no desfallecer. Miré a la noche sin nieblas con una miseria cristalina en los ojos. Aquellas estrellas que no conocía seguirían ahí cada noche, pero sin ellos estarían en eclipse, y no se me permitiría tocar su brillo. Tenía que pensar si me quedaba en el interior algo de leña con que avivar nuevas candelas. Con un desesperado “Buenas noches, amigos míos, y gracias por todo” me retiré a meditar en una larga madrugada en la que sabía que no debía dormir. Recordaba una frase de la abuela en la que me decía que un solo hilo mal cosido podía destruir toda la textura. Y mi vida en ese momento podía ser un jersey de lana donde había que ser muy cuidadoso con la madeja. Era difícil que cualquier decisión no fuera equivocada.
   Saber que podía ser mi última noche allí hizo que mirara con cariño la roca de almohada y hasta las grietas. Me tendí y empecé a meditar. Pero no podía decidir y las primeras horas de aquella larga noche se me pasaron en lentas evocaciones de lo que había sentido allí. Supe que en diez días había vivido más intensamente que en mis 29 años. Había conocido todo lo que nunca antes había experimentado, hasta el amor y el dolor brutal que con él puede llegar. La amistad y las muchas caras del querer, la mordedura más dañina, porque no sabes dónde buscar el punto por donde hay que extraer ese veneno, y el cuerpo se opondría, además, con renuencia, a esa medicina. Por tener, hasta había tenido mi primera iniciación a las estrellas, a los relatos en la hoguera viva de la amistad profunda, la caricia del agua fresca en el estanque de la dignidad de un ser querido. Me dieron nuevos nombres y el agradecimiento final de John. Sólo me faltó la caricia del compañero, nombre que me sustraían para no llevarme a la misma miseria, que a lo mejor yo no deseaba. Ay si esos días pudieran alargarse, si fuera posible seguir siendo el compañero, aun desnudo del vocativo. Sin darme cuenta las lágrimas comenzaron a regarme. La infelicidad sería no seguir viéndolos. Pero pronto me vino la primera protesta que no podía explicar. Porque había una solución intermedia. Vivíamos en la misma ciudad. Yo podía visitarlos cuando quisiera. Esta solución, que podía haberme calmado, no me convenció. Mi mente no entendía la absoluta necesidad de ser uno más, no el visitante privilegiado de los largos crepúsculos que luego podía embutirse en sus cómodas sábanas de satén mientras ellos dormían en el frío de un universo de clima cambiante y mezquino. Sin sentir su dolor, o alejado de su necesidad, yo no podría ya vivir. Sin darme cuenta estaba llegando a mi reconocimiento de la aceptación, estaba más que nunca en mi Verôme. Pero durante media hora pasé a equivocarme, mirando por el cristal limpio, viendo el deliquio de una vida fácil pero engañosa.
  Porque ¿qué tenía en realidad en esa vida? Dinero, desde luego, mucho dinero. Sin darme cuenta acababa de llegar, al menos, a la desembocadura de una larga reflexión. No había tenido esos días ni el atisbo de que me hubieran pedido algo de lo que yo tenía. Y si de verdad se vieran necesitados, lo podía saber por Anne-Marie, por James… o quedándome allí, me susurró un diablillo interior. Y además de dinero… aquí tuve que ponerle muchos puntos suspensivos al vacío, para intentar inútilmente llenarlo. ¿Amor? Desde luego que no. A partir de entonces podía escribir el resto de mi vida con la nueva tinta que había descubierto, pero me di cuenta de que sería en vano tratar de borrar las líneas de Luke. ¿Amistad? Incluso, cuando con muchas dudas incluí aquí el nombre de Anne-Marie, supe que su plenitud no sería comparable a conversar con la dama que me hacía más fácil la conversación, leyendo previamente en mi mente lo que quería decir, con el hombre que después de regalarme todo lo que tenía, se había tornado uno de los cristales del agua nadando a mi lado, cuando la única belleza de mi vida se fundió con el sueño de su vida y nos hicimos, de la mar de la ciudad sin mar, marineros. Ya no se engañaría mi corazón buscando imposibles imágenes de esquivas doncellas. Pero cuidado, ¿acababa de decir que no se engañaría? Ya no sería la tentación de The Last Road, con ellos al lado. Había llevado más de tres años de vida envenenada, y morir por morir, lo mismo podía intentar morir con ellos. Supe a donde me llevaban, a su aire, los vientos de mis reflexiones. Quería quedarme allí para siempre. ¿Para siempre? Había sentido los azotes del hambre, del frío y del calor, de la niebla de cada tarde o cada mañana, de la suciedad, de la escasez. Pero no había conocido la mayor indignidad de esta vida, no había extendido mi pobre mano en ademán distraído o huraño, no había sentido la vergüenza que, además, me estaba destinada. Sólo la había contemplado de lejos y me preguntaba si acaso yo tendría fuerzas para hacer lo mismo, y regresar con hambre y con frío a morir con ellos y que la misma hoguera nos quemara. Ya era el desheredado sin tierra; mi país era gélido y no me llamaba. Y cuando vi que helarse era mi único aroma y destino decidí lanzarme, si morir debía, a la patria de las manos cortadas. Me imaginé regresando con la ropa bañada en sudor, y el estómago sin comida apuñalado, a sentarme tras la indignidad diaria en la dignidad de los ocho en la fogata nocturnal de nuestros corazones reconquistados de lumbres avivadas y relatos puros. Decidir que me quedaba me bañaba en una paz insospechada. Me había reconocido y encontrado. Maté a Nicholas por unas horas, y para que Nike sobreviviera, debía dejar su cadáver al socaire de sus fuegos fatuos.


 
−Así que ahí estaba, Protch. ¿Se puede entender mi decisión?
−Si sólo quieres que la entienda yo, te diré que me lo has sabido explicar tan bien que durante unas horas me he acercado a tu dolor, y que en la incertidumbre de ver si te alejabas o te quedabas, mi corazón ya se había inclinado por la segunda opción.
−Gracias, Protch. Entonces entenderás mejor mi sufrimiento cuando comprendas que no me quedé, y que la furia más profunda me hirió cuando después de ver que mi felicidad estaba en la miseria, no podía tomarla. Sé lo que me vas a decir: me ves venir cada día vestido en andrajos, y es cierto que llevo años en la calle. Pero ya me advirtieron que mi camino habría de ser largo, lento y doloroso. Y esa misma noche de agosto aún tendría que morderme, como una venganza a las luces que ya era capaz de despedir, la melancólica faz de mi sombra.


 
   Me puse a pensar uno por uno en los que acababa de decidir que serían, más que amigos, compañeros. En la señora Oakes, que velaba con palabras indescifrables la genuina verdad de los sentimientos que importan y te sacan de las penumbras; en Olivia, que de sus vientos a sus libros amigos se había convertido en mi lucero del alba; en Lucy, mi gran sorpresa, que de enemiga imaginada se había convertido en la amiga imprescindible que, y querer o amar no importaban, me facilitó un imán para que mi corazón polar no extraviara sus brújulas y de surcos de nuevos latidos supiera encontrar las verdaderas espigas que me brotaban, y “cuando nos veas, nos reconocerás”, −quizá ya lo estuviera haciendo, reina de corazones− fuera la única frase que compendiara esos días; en Bruce, que se había atrevido a querer a un corazón que podía volver a desorientarse; en Miguel, con el que había descubierto que el que ama de verdad prefiere ser mortal; en John, y su afilado destello en mi reanudado espejo, príncipe de la caverna mistérica de las llamas estelares; en Luke…
   Pero ahí tuve que parar, súbitamente helado en una sombra huracanada. Mi sombra tuvo dos mitades, pero esa larga madrugada, que te resumo en tan contadas líneas, sólo vi la primera. El hombre que me había regalado su amistad sincera, Denébola de la mano de su Algieba caminando feliz con en los brazos Régulo o Elased la deseada; y un hombre a su lado que no creía que pudiera ocultar sus sentimientos sin ensombrecer su trayectoria en la vida, una fértil vereda construida a base de muchos esfuerzos y previos arrepentimientos donde mis pasos no se necesitaban. De repente el dolor de perderlo fue una agonía. Pero debía perderlo para no mancharlo. Él caminaría dichoso en la vida sin mí y nuestra amistad prometida podría seguir acaso con alguna visita ocasional, unas palabras de consuelo, un beso a su mujer, un arrullo a su retoño y un abrazo cálido a sus compañeros, que ya no iban a ser mis compañeros. Tenía que marcharme. Re-conocimiento de la Aceptación. El pianista no había previsto que mi único y mísero re- sería el re-torno, a un país desconocido que había sido mi país y donde ya no creía poder hallar trono, reina ni corona.
   La noche insomne se consumió con la pobre impotencia de mis lágrimas, meditando qué debía decirles en la siguiente y despiadada mañana de verano. El sueño quizá me acabara encontrando sobre las 7 de la mañana. Y “cuando nos veas nos re-conocerás”, era ya mi mísero último re-. A partir de ese día mi camino doloroso sólo podía vivir en su desafío.


[1] La última carretera.

3 comentarios:

  1. Y el pan fue compartido, buena acción la de Nike.

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  2. Nike: Un corazón recién nacido que llora ante cualquier gesto de cariño, amistad. La gran decisión...pero Luke ahí, brillando en su corazón. Amor. Amistad. Temores... La vuelta a la Nada y al Vacío como primera etapa de un doloroso Verôme.
    Inor

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  3. "CUANDO NOS VEAS, NOS RECONOCERÁS"

    Las dificultades que nos plantea la toma de decisiones y los riesgos que conlleva a veces nacen por inhibición (solemos decidir tarde, a destiempo, precipitados por las circunstancias), otras veces, de un conflicto personal y siempre se plantean sobre un fondo de angustia ante el riesgo de esa decisión que nunca es fácil. Nike está llegando al final de su camino, en este capítulo se enfrenta a una decisión fruto de lo vivido en sus días con los mendigos, pero todo indica que no será tan fácil inclinar la balanza, y que su resolución no sea definitiva, aún queda ceniza en su alma del antiguo Nicholas. Un capítulo construido en la diversidad. Descriptivo, en un recorrido narrativo por el entorno, como siempre detallado. Contemplativo en algunos pasajes. Reflexivo practicando una suerte de meditación nostálgica, ya que apela a ese fondo melancólico que en toda persona adulta se va formando con el paso del tiempo y con la decantación inevitable de las experiencias de la vida.

    Vera Lloyd otro nudo que se desata como sin querer, una nueva línea argumental, su breve aparición nos emplaza a releer, a modo de búsqueda, iniciales conversaciones con Protch, intuyéndose un giro narrativo importante.

    La Sra. Oakes, aparece como siempre oportuna descriptiva en este camino de redención. Este personaje utilizado por el autor como vehículo para insinuar sin desvelar (por lo de cabalístico de su lenguaje) desarrollos posteriores, mantienen al lector expectante al devenir de la historia.

    El relato está estructurado a veces como un paseo con figura y paisaje, a veces como una instantánea de la realidad, en este sentido cabe resaltar lo que para un urbanita es pura envidia, la contemplación del albedo de la aurora que el autor reseña con exquisita belleza en un lenguaje descriptivo casi poético (pura envidia para mí, ese infeliz urbanita). Siguiendo un tenue hilo narrativo, es creada una sucesión fragmentada de escenas que bien podrían ilustrarse con cuadros de Edward Hopper -iluminación, personajes, sicología y entorno- en una sucesión de instantáneas a modo de idealista repaso de fotos viejas, nostalgias de los recuerdos vividos. El texto se desarrolla, en mayor o menor medida, por el espectro de la figura retorica en muchos de sus pasajes, utilizando la metáfora -pura- (que el autor parece dominar en sobremanera). Si el talento es el buen uso de la inteligencia, el autor lo alcanza utilizando herramientas, estrategias y plataformas literarias de diversa índole y que son desarrolladas con oportunidad y buen oficio.

    Nike transido, en otras palabras, la sensibilidad ante los hechos morales. La conciencia de la observación de que en él existen algunos deseos que se desestiman en sí mismos, carentes de máxima certeza y la opción de tomar una decisión siguiendo sus sentimientos e instintos. Sin embargo, aún no es el momento, su motivo de VERÔME aún no se producirá, dando pie a entender que tampoco será tomada como una única opción si no que llegará acompañada de otra causalidad. La dimensión del personaje requiere un nuevo salto al vacío narrativo.

    Pero esta decisión llegará a través de lo que en el capítulo se busca, la aceptación (su reconocimiento) como capacidad para asumir la vida, tal como es, aceptar la realidad en situaciones agradables o desagradables, sin intentar cambiar o combatir aquello que no podemos controlar. Es un proceso de tolerancia y de adaptación (no de lucha). La aceptación es incondicional, sin juicios de valor ni «oposicionismo», es aceptar las circunstancias tal y como son. Para ello Nike cuenta con la espiritualidad moral de los mendigos y la abominación propia de sus infiernos.

    "Augusto abrió el paraguas por fin y se quedó un momento suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy? ¿Tiro a la derecha o a la izquierda?» Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida". (Unamuno, Niebla 2005).

    Pol

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