La inquietud estaba en todos los rostros. El paisaje lacrimaba
en acuarela. Los fresnos hervían, se derretían las tiendas. Los ojos del
pequeño rey, en brazos de su madre, derramaban sus primeras aguas, siguiendo el
compás del horizonte sangrante. El sol parecía temblar, el aire guiñaba, agosto
se derramaba. Pero el bastón de mi corazón helado no me permitía caminar con
seguridad y acaso me tambaleara. La señora Oakes, muy cerca, vino a sostenerme.
−“No te inquietes por la soledad,
Nike. Será buena maestra.”
−“Cómo te voy a echar de menos. Pero
por el amor de Dios, señora Oakes, dime lo que sabes. ¿Volveré?”
−“Caminas hacia la felicidad, aunque
no puedas verlo. Porque tu sendero tiene tantos recodos que durante un tiempo
te ocultarán la vereda. Pero firme es. Confía en mí.”
−“En ti confío. Pero ¿en mí?”
−“Hazle caso a la que has llamado tu
abuela. Ven, caminemos juntos. ¿Te sientes ya más estable?”
−“Me siento más estable, y no me sentiré solo
mientras esté con vosotros. Pero ya solamente son minutos. Mientras os recuerde
estaré acompañado. Estoy partido en dos. Porque Nike me gusta, pero también soy
Nicholas. Y no sé si Nike se ha creado solo, en vuestra presencia, o si de
Nicholas ha partido Nike, o si del segundo volverá a nacer el primero. O si me
estoy volviendo loco y nadie los creó.”
−“Nike… −su mano me agarró por unos
instantes tan fuerte del brazo que no pude evitar intranquilizarme con su
sobresalto. Ya estábamos junto a los demás y no sé si nos oyeron− te dije que
un día lo harías. Acabas de explicarme a Dios-Causa.”
Es cierto que me lo había profetizado, pero la miré con incredulidad.
−“¿Recuerdas cómo comencé el cuento
del Universo: Dios-Causa estaba solo y estaba acompañado. Era uno y eran dos.
Se creó solo y se crearon el uno al otro, pero nadie los creó. Tus últimas
palabras están en armonía con lo primero que te dije.”
−“Ciertamente veo el paralelismo.
Pero ¿cómo se pasa de mis perturbaciones a Dios-Causa?”
−“Caminemos un poco. Necesito
pensar. Pero a tu lado. Tu mente me aclara muchas cosas. A ver… −avanzamos
hacia su tienda. Yo notaba la prisa de Anne-Marie por que nos marcháramos−.
Quizá haya cometido un error imperdonable por creer siempre que el primero de
los dioses hiciera brotar la creación desde la felicidad. Y estaba olvidando
que el Horror es creador. Sí, ahora lo veo. Para hacer la creación necesitaba
la Sabiduría y llegó hasta ella con la Libertad y el Horror, ambos asumidos.
Por eso era uno y eran dos. Y estaba solo pero acompañado por las al menos dos
sustancias que poblaban su espíritu. Las imágenes de lo que había de ser el
futuro ya estaban en su mente. No sé aún cómo se engendró, pero la felicidad y
el horror, ya presentes en su pensamiento, se crearon la una a la otra, pero nadie las
creó. Pero aún tengo mucho que pensar. Y supongo que no entenderás nada.”
Pero en vez de responderle, la sacudí con una nueva pregunta.
−“¿Y era hombre y era mujer?”
−“Nike. No sería prudente que
habláramos de ciertas cosas, pero si un día necesitas comentármelas, ahí
estaré. Eres un hombre, y aquí has comenzado a saber que eres un hombre muy
digno. Y no será necesario que te diga que tienes también algún sentimiento de
mujer.”
−“Sí, señora Oakes. Pero yo no soy
Dios-Causa.”
−“Pero de Él vienes. De Él venimos.
Y de Dios-Destino. Somos sus hijos, destinados a ser seres-dioses. Los dones
del Universo están en nosotros. Y ahora, gracias a ti, empiezo a ver que ya
estaban en nuestros padres. Sí, a su imagen y semejanza. La misma armonía.
Anda. Anne-Marie se inquieta. Volvamos con los demás.”
Antes de que ella, que tenía ganas de marcharse, me pudiera alcanzar,
Bruce se le adelantó:
−“No sabía si ibas a quedarte más
tiempo, amigo mío. Te había traído más tabaco.”
Dos paquetes más, el último suministro del “mendigo rico”, y yo, rico,
pero no mendigo, intenté protestar, pero fue inútil.
−“Cuando los fumes, te acordarás de
mí.”
−“Abrázame, Bruce −le dije deshecho.
Notarás en mis frases, Protch, que ese día no era coherente. Lo mismo temía la
resurrección de lo peor de mí que decía frases como la siguiente−. Me acordaré
de ti también cuando no fume. No paráis de hacerme regalos.”
−“No seas tonto −me replicó con el
rostro humedecido−. No tendré que recordarte los regalos que nos han llegado de
ti. Y cuando quieras venir, ya sabes que yo estaré aquí para darte la mejor
sonrisa. Te lo prometo.”
Así, llorando torrentes, con el equilibrio mental embalsamado, a punto
de volverme loco de dolor, se me acercó Anne-Marie.
−“¿No crees que ya va siendo hora de
irse, Nike?”
−“Supongo que sí. Cuando vine no
podía imaginar que me iba a costar tanto partir.”
−“Te traigo ropa limpia, Nike.
Acércate al coche.”
Había estado en Deanforest y Jack, que se encargaba de mi ropa, le había
dejado hurgar en mi ropero. Me traía una inmaculada combinación de pantalón
blanco de lino y camisa verde de algodón, holgada y fresca para aquel día de
verano. Pero mi mente se rebelaba. No quería hacer alarde de pulcritud junto a
su miseria. Fue una rebeldía posiblemente inútil.
−“Te agradezco enormemente las
molestias que te has tomado, Anne-Marie. Pero, ¿qué le pasa a la ropa que
llevo?”
−“Si no te conociera, te podría
haber tomado por uno más de ellos. El fabuloso gris marengo de tu traje se
asemeja a un marrón sucio como si te hubieras deslizado por una loma con él
puesto. Anda, cámbiate.”
−“No lo tomes por ingratitud. Pero
no lo voy a hacer. Cuando vine, no sabía que venía, y no pude elegir mis ropas.
Pero quiero irme como llegué. No me voy a ir en la piel de Nicholas.”
−“¿Te está dando el sol en la
cabeza? Perdóname, Nike, pero no pareces tú.”
−“Para parecer algún yo, necesito
antes saber quién soy. Pero si es que me está dando el sol en la cabeza, que
siga la insolación. Mientras delire, no me habré corrompido del todo −miré a
Anne-Marie, que me observaba como la que está descubriendo un animal
desconocido y no puede catalogarlo−. De todos modos, muchas gracias, pero ya me
cambiaré en Deanforest. Y dame un segundo más, por favor. Tengo que despedirme
de Lucy y de Luke.”
Componían una imagen congelada que me recordó alguna estatua perfumada
por cirios sobre algún altar iluminado de vidrieras. El hijo en brazos de su
madre. El padre con su mejor sonrisa contemplando los hermosos rasgos de su
continuación en la tierra. Ya eran una familia, seguramente sacra, pero el
infiel Nicholas no se acercó a rezarles.
−“Tómalo en tus brazos un segundo
más, Nike −me lo ofreció tiernamente Lucy−. Con esas lágrimas que derramas
cesarán sus lágrimas. Ha aprendido pronto la felicidad de estar en tus brazos.
Míralo: cómo se contenta en su cuna. Ya no está llorando. Así, a cualquier
camino que vayas, la penumbra cesará con la luz que despides.”
−“Gracias, Lucy −mi corazón se
ajaba, pero mis ojos mantenían la promesa de no llorar. No delante del pequeño
rey−. Pero ¿adónde voy?”
−“Vas hacia la belleza −intervino
entonces Luke−. Una vez que has atrapado sus haces, su luz estalla siempre en
pirotecnia. Recuerda que te queremos. Y no seas nunca tan duro contigo mismo,
amigo mío. Hasta la vista, hermano.”
Para ser catarata salvajemente desprendida, el amigo ingrato sólo
necesitaba aquellas palabras. Y en el abrazo que nos dimos ya fui río desolado,
cuya corriente se alejaba de todos los mares. Su agua recién descubierta erraba
cualquier estrella amiga que me hubiera indicado qué curso debía seguir en
adelante. Adiós, pequeño rey. Adiós, pequeños reyes de la patria coronada de
mágica tierra, sobrecogedoras aguas, vivo aire en los sempiternos árboles,
fuego en los astros que os acompañarán también en los días fríos. Adiós, pobre
corazón mío, por donde debe seguir circulando la sangre. Ignoraba si mis dedos
servían entonces para algo en mi mano retraída, que nunca sabrá si consiguió
hacer adecuados gestos de despedida. El coche de Anne-Marie tenía sabor a
destierro; el asiento en el que me instalé olía a funeral por la vida que se
retoma y ya no se desea. Un segundo más… puesta en marcha… se ponía el
cinturón. Oh, Arrabal de la Mano Cortada. Descubrir que tenía corazón sólo para
que, bajando la cuesta, me lo amputaran. Una última visión. Anne-Marie me
hablaba, pero mis oídos no estaban con ella. Todavía un segundo más se quedaron
conmigo. No sé si era el terruño el que lloraba o llorábamos todos. El Plymouth
ya estaba en Millers’ Lane. Todavía no se habían ido y ya quería regresar. A mi
izquierda The Last Road, donde había
vencido el corazón sobrio; a mi derecha, última imagen de la tienda de la
señora Oakes y el camino hacia los Proscritos.
−“Adiós señora. Ha sido un verdadero
placer conocerte. Y por más que me rebele, mi camino ha de ser doloroso.
Siempre tienes razón.” −supongo que estaba hablando en voz alta.
−“Por el amor de Dios, Nike, ¿qué es
lo que dices? Te estoy hablando.”
−“Lo siento, Anne-Marie. No era
consciente de que hablaba en voz alta. ¿Qué me decías?”
−“Te preguntaba que cómo te
encuentras.”
−“¿Tú cómo me ves?” −me sentía
reacio a hablarle de lo que sentía. No sabía entonces que el dolor puede
enmudecer.
−“Físicamente te encuentro bien,
aunque he visto antes como te tambaleabas. Pero psicológicamente te encuentro
muy extraño. Entre eso y tu aspecto, pareces un mendigo”
−“Gracias” −le dije emocionado. En
once días, no me habían llamado nunca así.
−“¿Gracias?”
−“Perdóname, Anne-Marie. Mi
conversación te parecerá extraña. Pero ahora mismo no sé quién soy o a dónde
voy. Sólo sé de dónde vengo y no puedo olvidarlos −cambié de tema−. Será muy
sencillo, pero no logro asimilar que los conoces. Y se ve que desde hace años.”
−“No te había contado nada, porque
no parecías tener mucho interés por John. Pero ahora te puedo decir que ya los
conocía en el puente Wrathfall. Claro que entonces solo eran seis. Luego
también fui a la Colina de los Caballeros y conocí a Luke. Y a la Mano Cortada
vengo desde enero, al menos una vez al mes. Sí, conozco a los siete, y por
educación hablo con todos, pero a quien vengo a ver es a John. Dondequiera que
esté, iré a verlo. En cualquier circunstancia seremos amigos. Si no fuera por
Miguel y su sectarismo de pacotilla…”
Alder Street y sus cimientos de civilización helada. Y a la derecha… no,
no quería mirar a Baphomet. Su sola
visión me embriagaba. Mi rumbo ya no quería ser el de once días atrás. Beber
para olvidar. Quería olvidar. ¿Quería olvidar? ¿No sería más cierto que no
bebería mientras recordara? ¿Mientras el dolor no consiguiera aplastarme contra
el suelo? Habíamos parado en un semáforo. Tenía que hacer un esfuerzo por
hablar con Anne-Marie. Lo más doloroso estaba por venir.
−“¿No te cae bien Miguel?”
−“Vengo por John y sólo por él.
Ahora ya lo sabes. Y lo tengo que aceptar con Miguel. No tengo nada que objetar
a que sean una pareja, por más que estuviera enamorada de John. Ese tiempo ya
pasó. Pero podrían ser una pareja normal y llevar otra vida. Y Miguel, con toda
su incomprensible retahíla de filosofía nunca lo sacará de ahí. A veces lo veo
como un gurú y todos a su alrededor bailando al ritmo de su secta. Están bien
aleccionados y sólo John consigue, a duras penas, ser el mismo de siempre, pero
algo impregnado por el mismo bálsamo pseudomístico.”
Luz verde. Hacia la derecha, a la interminable Temple Road. Pero estaba
más atento al Heatherling que a las amonestaciones de Anne-Marie. “Yo sigo tu
curso, pero al revés. De desembocar en los mendigos, me remonto a una vida
vacía, de aparente prosperidad. Pero ni tú ni yo estamos contentos.”
Pero ¿Miguel el líder espiritual de una secta? Me costaba imaginarlo
así. Su rostro sereno, su estar taciturno en los hombros de su pareja entre los
fuegos de la noche, su manera de extraerte las malas hierbas sobrantes.
Lamentaba los años en que podía haber sabido de ellos por Anne-Marie y ni tan
siquiera había preguntado. Yo no lo había visto como líder de nada, excepto
como patrón de sí mismo. Todos sabían caminar perfectamente solitos sin pastor
que los guiara. Y si hubiera tenido que buscar un punto de energía necesaria
habría pensado en Lucy o en la cuerda locura de la señora Oakes. Pero no podía
olvidar que Anne-Marie los conocía, y que disintiendo con ella, yo seguía
siendo yo, y seguía con ellos. Quería saber qué pensaba de los demás. Se estaba
acercando el momento en que le tenía que decir una verdad que podría dolerle.
−“Y ¿cuál es tu opinión sobre los
otros cinco?”
−“A esa iglesia ya sólo le faltaba
la llegada de Luke. No sé si sabes cómo lo conocieron.”
−“Sí, lo sé. Luke quiso atacar a
todos ellos. Él mismo me lo ha contado. Pero ya es otro hombre.”
−“Eso dice él. Para mí sigue siendo
un loco peligroso. Y un gandul. A Lucy sólo le faltaba conocerlo. Luke es un
loco peligroso y la señora Oakes tiene la cabeza perdida hace años. Es una
visionaria. Pero en cierto modo es un placer conversar con ella, las veces que
decide bajarse a la tierra. Madeleine, aunque nadie diga su nombre. A veces no
hay quien los entienda, ni siquiera a John. Por respeto, dicen. Pero a mí me
parece una falta de respeto hablar con ella y no decir su nombre. Y Bruce es
tonto de remate. Pero no lo puedo culpar. Su cabeza está vacía.”
Me hacía daño oírla pero en cierto sentido me hacía bien, para
equilibrar su visión con mi visión, y volver a desear darles un fuerte abrazo.
En ese corto trayecto más de una vez tuve la tentación de suplicarle que
retrocediera, pero una voz interior me impedía rebelarme. No tenía sentido
volver así. Con sólo la mitad de la conciencia me daba cuenta de que ella no
seguía ningún orden cronológico. También me estaba leyendo.
−“Claro que no sigo un orden
cronológico. Y la llamo Madeleine. Pero yo no soy mendiga. Y no he llegado, no
creo que nunca llegue, a mi motivo de Verôme. ¿Te lo han nombrado?”
−“Sí, sé de qué hablas. También me
han nombrado los dones del Universo, y los códigos, aunque no me los hayan
enunciado, los dioses, las estrellas…los gatos…”
−“¿Qué tienen que ver en todo esto
los gatos? Nike, despierta.”
−“Ted se subió en mi regazo. La noche
de las estrellas. ¿Sabes? Me han regalado dos.”
−“Así que John también te ha hablado
de las estrellas.”
−“Nos repartió al menos una a cada
uno de los ocho y…”
−“¿Los ocho? Me das miedo esta
mañana, Nike. No te sumes. Ellos son siete”.
−“La señora Oakes piensa que soy el
octavo. Perdóname, Anne-Marie. Yo tampoco la llamo por su nombre −me miraba más
a mí que a la carretera y tuve miedo−. Pero dejemos esto. Te faltaron Olivia y
Lucy.”
−“Cuando los conocí, me gustaba
charlar con la madre y la hija. Les veía mucho sentido común. Pero a Lucy no la
comprendo desde que se casó, bueno o lo que sea, con Luke. En vez de atraerlo a
su cordura, ella ha caído en la inactividad de su marido. Y no me digas que no
podían haber buscado un trabajo antes de tomar la decisión de un embarazo. Un
hijo en la miseria. ¡Qué locura!”
Oh, pequeño rey, que acabas de amanecer, surgiendo por el este, con tus
padres tu norte. ¿Locura? ¿Tiene una grieta el juicio de unos padres por querer
dar vida a su amor y prolongarse? ¿No es vuestro amor lo único que vuestro hijo
os reclamará? ¿Y vuestra libertad, vuestra belleza, vuestros compañeros, todo
lo que tenéis? Mira sin miedo al sur por el que navegarás, fecunda estrella
surgida del vientre de Algieba con la semilla de su Denébola, y no tengas miedo
de su Universo. Ellos conseguirán que tu cosmos esté limpio y transitable. Pero
yo no podía estar con Régulo en nuestra constelación. Recordarlo sólo me hacía
llorar. Para secarme volví a preguntar:
−“¿Y Olivia?”
−“¿Qué te sucede, Nike? ¿Es que
quieres que te haga un ranking? No me contestes. Olivia es algo más triste, y
eso es de sentido común, con la vida que lleva. Pero siempre que voy a verlos,
es un placer encontrarla y conversar.”
−“Olivia entonces…”
−“Después de John, Olivia sí, si con
eso te das por satisfecho. Mira hacia delante, Nike. Tienes una buena vida que
te espera.”
−“Te lo agradezco pero no quiero
pensar en esa vida en estos momentos.”
−“¿Ni en lo que tú y yo teníamos? Yo
sigo enamorada de ti.”
El tema había salido. Acabábamos de doblar a Castle Road. Ya quedaba
poco tiempo. Suspiré. Pero no había forma de evadirlo.
−“Anne-Marie… perdóname, me cuesta
hablar. Pero no puede ser. Siento el daño que voy a hacerte. Si pudiera, te lo
evitaría. Créeme. Pero estos días… No me mires así. Cuidado con el volante. ¿No
sería más sensato aparcar y tomar algo en algún lado? Allí te lo explicaría
mejor.”
−“¿Qué me quieres decir? −y con una
expresión de absoluta frialdad−. Por el amor de Dios, habla”.
−“Estos días… también me he
enamorado.”
Nos habíamos detenido en un semáforo. No hubo volantazo. Pero quiso
salir en segunda y se le caló el coche,
−“Te has enamorado de alguien de
allí, quieres decir. ¿De Lucy entonces?”
−“No, pero habría sido igual de
inconveniente.”
−“Pues no te imagino enamorado de
Olivia. Es una mujer encantadora, pero no te veo…”
−“Tampoco ha sido de Olivia”
−“Pues sólo queda la señora Oakes. Y
eso sí que me resultaría ya complicado de aceptar.”
−“Quedan… los hombres.”
El volantazo que dio en ese momento casi nos llevó al río. Ella misma se
dio cuenta de que era imposible continuar así.
−“Pararé, Nike. Esto tengo que
saberlo y es verdad que no estoy en las mejores condiciones para conducir.
¿Recuerdas The Wall Gardens? Prácticamente fue allí donde nos hicimos novios.
Pero ¿cómo has podido hacerme esto?”
−“Anne-Marie… −la voz no me quería
salir: no sabía qué decirle ni cómo decírselo. El automóvil cambió el rumbo y
entró en Churchway Boulevard. Recordaba la noche en que estuvimos allí, en los
jardines, la poca iluminación, el bello atardecer casi ya de verano, mi deseo
de ser su pareja aunque nunca pude decirle “te amo”, en eso al menos nunca le
había mentido. Pero Churchway era entonces, en mis recuerdos bruscamente
interrumpidos de esos días, el feo lugar donde Luke me nombró que había estado
la guarida de los calvos: un sótano de la casa de Brian Philisey, que vivía por
allí. Justo al norte de The Wall Gardens empezaba el parque de Churchway.
Habíamos llegado. Mientras aparcaba, seguí como pude−… no quiero hacerte daño,
pero puedes, si lo prefieres, mandarme a la mierda. Sólo me consuela que nunca
te dije “te amo”. Pero yo no lo sabía. Te juro que aunque tengo 29 años, y ya
soy talludito, lo acabo de descubrir y para mí también ha sido desconcertante.”
−“Siempre me pasa lo mismo” −dijo
resignada mientras penetrábamos en aquel complejo, e instintivamente pasamos
del bar a los jardines donde habíamos iniciado un romance sin sentido. Doctos
personajes habían supuesto que por allí estuvo un día la muralla occidental del
castillo, y el espacio ajardinado así lo evocaba. Fuera o no cierto, el color
del muro, y algo que querían ser almenas, lo recordaban. Siempre le pasaba lo
mismo. Lo comprendí amargamente. Solía enamorarse de hombres que no amábamos a
las mujeres. Primero de John, luego de mí. Pero él siempre le había dicho la verdad.
Y era posible que hubiera un tiempo en que ella y yo estuviéramos enamorados de
John al mismo tiempo. Pobres tres corazones sin rumbos. Mas enseguida me
rectifiqué: el corazón de John ya tenía gemelo.
−“Vales un montón −tragué saliva−. Y
un día encontrarás a un hombre que sepa amarte.”
Apenas nos sentamos, llegó el camarero. Ella pidió su habitual ginebra
con tónica. Yo pedí de nuevo un café solo. Me miró turbada.
−“No sé cuánto tiempo resistiré,
Anne-Marie. Pero estos días sólo he bebido café. Estoy ante una prueba, lo sé,
porque he de enfrentar un momento muy difícil contigo. Una conversación
largamente temida. Puedes insultarme, si lo prefieres.”
−“Nike −suspiró profundamente−, no
te voy a mandar a la mierda. Pero comprenderás que todo esto es muy difícil de
asimilar. Me enamoré de John a ciegas, aunque ya lo sabía. Mas no podía
esperarlo de ti. Perdona la pregunta tonta, pero ¿estás seguro?”
−“Completamente seguro” −me sabía
indigno, porque le estaba haciendo daño. Pero el amor es inocente−. “He tenido
tiempo de ver además que primero me enamoré de John” −al fin le había soltado
la mitad de la verdad.
−“¿John entonces?”
−“No, pero sabes que he hablado con
él esta misma mañana. Acabo de decírselo.”
−“Pues no estará muy contento si ha
sido de Miguel. No sé qué podéis ver todos los hombres en él.”
−“John sabe de quién ha sido. No le
habría dicho nada si hubiera sido de Miguel. No, Miguel es un hombre magnífico
y no es el líder de ninguna secta. Es sosegado, respetuoso y valiente. El
nombre ideal para que se escribiera en el corazón de John. Y como sólo te
quedan Bruce y Luke, y no quiero verte más tiempo extraviada y que entre los
dos señales el nombre incorrecto, te lo diré yo. Ha sido de Luke, un loco
peligroso según tus propias palabras.”
−“Menuda sorpresa, Nike, espero no
ofenderte, pero ¿de Luke?” −su incredulidad era patente.
−“De Luke −le confirmé−. Pero
esperaba estar ofendiéndote yo a ti. Eres una gran mujer. ¿Quieres que te lo
cuente?”
Junto a las pseudomurallas había estanques, y en ellos delicados
nenúfares cuyos destellos me evocaban lo que ya no tendría, el cuerpo de
Anne-Marie. Pero el perfume de aquella tarde lo ponían los jazmines. Pronto su
olor fue una sinfonía penetrante que me despertaba las notas dulces de nuestro
amanecer como pareja. Pero la imagen no era completa: yo no tenía alcohol en
los labios y estaba poniendo el cierre a
uno de los tragaluces de mi pasado. ¡Oh tarde de agosto mentirosa!
Destellos y aromas me ceñían al ayer, pero unas tinieblas sediciosas en los
túneles deshabitados de mi mente querían recordarme que la penumbra no es
oscuridad, que en mi presente brillaba, rebelde y altanera, una luz furtiva aún
sin apagarse. Había transitado por la vida haciendo daño a los demás. Y seguía
lacerando inocente con los cándidos latidos de mi corazón resucitado.
Perdóname, Anne-Marie, espléndida valquiria que no desfallecías. Alguna vez
hallarás a un jinete que te acompañe en radiantes cabalgaduras y sepa amarte
mejor que yo. No sabía si era justo contarle mis heridas de amor. Pero ella
tenía derecho a saber la verdad.
Le hablé del último julio de mis esperanzas, de mis 29 años meciéndose
en la tienda de Bruce al compás de mi más inesperado regalo, Luke emocionándose
ante el nombre de su futuro renuevo, su apartamiento del odio y la violencia en
la estremecida neblina del noviembre de su redención, Lucy en su retablo de
filigranas y su amor bañado en oro, los brotes de mi corazón subrepticio
clamando por abrirse con sangre renovada, los vocativos estrenados: gemelos en
el mismo desconsuelo, hermanos en los sentimientos vivos, amigos en las
derrotas y los laureles; Lucy cortándome los cabellos y abriéndome surcos, mi
intención de alejarme de su lago sonoro de pasión recíproca y al fin, Régulo en
el cénit…
−“Y ya ves cómo se abrió mi rosa.
Pero pronto llegará mi otoño. Y no sólo fue Luke quien me abonó con cuentos,
confianzas y promesas. Todos han sido jardineros.”
−“Nike. Entenderás que ahora quiera
apartarme de ti unos días. No sé si golpearte o darte un fuerte abrazo. En unos
días, no esperes mi llegada a Deanforest, aunque nos veamos cada mañana en el
trabajo. Pero te aconsejo que regreses a tu vida.”
−“Y ¿cuál es mi vida, Anne-Marie?
¿Quieres que regrese al alcohol que me impedía también ir al trabajo con alguna
cordura? ¿Vuelvo, si no, a engañar a una mujer que, como tú, no ha merecido
conocer a Nicholas Siddeley? Entretanto, y para no volver a ser ese cabrón, no
interesa escapar −volví el semblante con oscura nostalgia− de esos días −un
quejido, una exclamación proferí−: eran luminosas, tácitas luciérnagas de las
largas noches de dormidos ritos sagrados. Duermen con la ventana abierta del
río, junto a la puerta que comunica con el balcón del piélago estelar, mientras
las estaciones que han de venir no se les vuelvan corriente helada. Y yo no
estaré con ellos para saberlo.”
−“Muy hermoso, Nike −me dijo no sé
si con ironía o en la sencillez de su hermoso corazón−. Pero si has acabado,
mejor nos vamos. Tal vez en Deanforest compruebes, ¿cómo lo has dicho?, que de
igual forma puedes dormir en la ventana del río y que tu balcón también
comunica con el piélago estelar.”
Nos marchamos entre silencios tensos, cariacontecidos. Apenas hablamos
en el corto trayecto a Newchapel. “Cambiar el Kilmourne, tan prolijo y vivaz,
por el Heatherling, agónico y apagado.” Ya veía el puente Hammerstone y sus
desconchadas momias de paredes grises y ratas. El corazón de Anne-Marie
Beaulière no lloraba junto al mío. Sólo a ratos la oía murmurar su estremecida
letanía de “¿Cómo has podido hacerme esto? y ¿qué voy a hacer ahora?”. Estaba
desgranando su dolor y yo callaba. Y así, con dolencias distintas, llorando y
sangrando, llegamos al fin a Deanforest. Los rododendros de la pared del sur me
parecieron barrotes, el jardín, tan cerca del río, el último abastecimiento de
agua y pan para el moribundo, el tacto al pisar la hierba como si pisara
piedras, el timbre como una campana remota que doblaba por el alma de Nike.
Medio minuto después, allí estaba Victor Sheffield, su expresión de escandalizado
obispo tornándose alegría de postal al verme y recibirme.
−“Bienvenido, señor Siddeley. La
señorita Beaulière ya nos explicó lo que había pasado. ¿Cómo se encuentra? Lo
veo muy mejorado”.
Me veía muy mejorado. Se ve que no me había acordado de vestir mi
corazón de congoja. O ese autócrata no
quería tener ojos para percibir que soy transparente. Nunca me permitió llorar.
Júpiter, al fondo del pasillo, tenía más conmiseración con mi desdicha.
Comprendí con desgana que otra vez tendría que habérmelas con mi mayordomo.
−Dime, Protch.
−Victor Sheffield… no te lo dije
días atrás… un imbécil. Pomposo y descorazonador.
−Igual es mi dolor el que no le está
haciendo justicia.
−¿Lo pasaste mal con él, verdad?
−Nunca me permitió dejar el traje de
señor Siddeley por unas horas. Todo ese tiempo me sentí solo, pero rodeado de
su augusta presencia. Pero no sé si él tiene la culpa, Protch. Estaba
adoctrinado en hacer mi vida confortable y no podía entender que la comodidad
fuera para mí entonces estar solo y llorar.
−¿Qué ha sido de él?
−Creo que se fue a hacerles la vida
más cómoda a unos señores de Fairfields, que de su paz deben estar repletos. Lo
siento, Protch: no puedo quererlo.
A la altura de Júpiter, Anne-Marie se despidió.
−“Te dejo, Nike. Aquí se lo entrego
sano y salvo, Victor −y volviéndose a mí de nuevo−. De todos modos volveré.
Procuraré no ser muy dura contigo. Pero no te prometo nada. Tengo mucho que
pensar. Y por el amor de Dios, date un baño, cámbiate de ropa y aféitate”.
Como si nunca me hubiera pertenecido, a esas alturas no sabía cómo
moverme por la casa. Introducción al
cosmos estrellado parecía haber tomado mi regazo por azar y no era del todo
consciente de que lo asía con fuerzas.
−“Me voy al salón, Victor. La joya
que tengo entre las manos me está llamando con fuerza.”
−“Como prefiera, señor. ¿Desea que
le lleve un buen whisky, como de costumbre?”
De los muertos que acababa de enterrar a él aún no le habían llegado los
fuegos fatuos. Era yo el que me descomponía y ya estaba poniendo cara de
cadáver. Tenía que retrasar el viento fúnebre de mi cementerio.
−“Puedes llevarme al salón un café
en su lugar, si no es molestia”.
−“¿Café ha dicho, señor?”
−“Café.” −repetí con rotundidad. Y
lo dejé mascando su estupefacción.
Me acomodé en este mismo sofá en el que ahora estoy. En ese momento no
había percibido aún el esqueleto de las botellas en el ornado aparador de
madera. En el primer segundo en que me encontraba solo, no podía llorar
todavía. Abrí el libro con expectativa. Sabía que las estrellas me recordarían
a John, y un poco a todos ellos. Pero cometí el error de querer leerlo como una
novela y empezarlo por el principio. Y el comienzo era una retahíla de cosas
interesantes, supongo, pero no para mí. Había más de diez páginas dedicadas a
enseñarte el placer de mirar el cosmos con telescopio. Me acordé del señor
Woodward y me pregunté si habría tenido la misma afición cuando construyó la
habitación de la torre. Por un segundo pensé que si no volvía, podía permitirme
el lujo de comprar al fin un telescopio que le diera sentido. Me imaginé en
noches de luna nueva viendo algo más que la silueta de Antares, en verano; o
Aldebarán en invierno. Pero verlas sin ellos me hizo pensar en la Tentación. Y
había aprendido que de ella nace su doble faz, la Traición; y me sentí traidor
al pensar tan pronto en un placer a solas donde ellos no intervinieran. Pasé
las páginas rápidamente. Instintivamente sabía lo que buscaba: constelaciones
de verano. Sí, ahí estaba el Escorpión. La señora Oakes me acompañaba desde la
distancia. No habría querido que me encontrara completamente abandonado. No
tuve fuerzas para buscar en ese momento Leo. Arranqué a llorar unas lágrimas
bruscas que pronto fueron diluvio. Ese mar negro pronto fue interrumpido por
Victor.
−“Su café, señor”.
−“Déjalo ahí, sobre esta mesa”.
−“Supongo que el señor deseará un
baño. ¿Quiere que le prepare la bañera?”
Con sus preguntas me señalaba claramente lo que debía hacer a
continuación. E imagino que yo en ese momento le recordaba a un loco. Muchas
cosas impropias en el señor Siddeley todas a la vez: sucio, llorando y leyendo
un libro. Un misterio más allá de su capacidad de raciocinio. Y se ve que
cometí una herejía con las siguientes palabras:
−“Enseguida subiré a darme una
ducha. No me prepares nada: yo mismo lo haré −y sacando valor−: primero
necesito leer y llorar un poco mientras tomo el café.”
Se alejó intentando descifrar el oráculo. Entretanto, yo buscaba Leo.
Pero no pude encontrarlo aún. Al momento entraron Karen y Beth.
−“Queríamos saber cómo se encuentra”
−dijo la primera.
−“Estupendamente −respondí, pero mis
lágrimas me desmentían−. Me han cuidado muy bien −e hice entonces el primer
esfuerzo−. ¿Sabéis que he estado estos días con unos mendigos?”
−“¿No le habrán robado?” −fue la
estúpida ocurrencia de Beth.
Sabía que tenía que dejarlo ahí.
−“Sólo el corazón” −me atreví a
responder.
Supongo que fue suficiente. Se alejaron obnubiladas. El rumor debía
estar corriéndose de que el señor Siddeley no estaba en sus cabales. No pude
tomarme aquel café en paz. Al momento vinieron Doris y Jack. Sólo faltaban
Agnes y el jardinero. ¿Para qué contártelo? La conversación se repetía.
Pero la tarde iba pasando. Acabado el café, volví a ojear el libro. Sólo
la parte de los telescopios. No quería volver a llorar. Unas lágrimas más me
habrían quebrado. Así la tarde se fue acortando sin que me diera cuenta. En un
primer momento necesitaba algo que no me los recordara. Esa tarde aprendí
conceptos hasta entonces ajenos como trípode u oculares, y algo que para mí
sigue siendo incomprensible: la declinación astronómica y la ascensión recta.
Estaba aprendiendo a estar conmigo. Régulo no fue el único bebé que nació ese
día. Yo también lloraba falto de alimento pero no tenía al lado madre que me
amamantara. En un nuevo llanto me encontró al fin Agnes. Venía a recoger la
taza. Titubeaba. Quería decirme algo. Y al fin le echó valor. Se veía que en la
cocina se habían congregado todos con el tema estrella de la enajenación del
señor Siddeley.
−“¿Es cierto que ha estado unos días
cuidado por unos mendigos?”
−“Es cierto, Agnes”. −respondí sin
añadir nada más. No me veía capaz de afrontar una nueva incomprensión.
−“Seguro que eran unas personas
estupendas”.
No lo esperaba. La miré con respeto. Menudita y agraciada, y pronto
descubrí que locuaz y bonachona. Pero quise cambiar el tiempo verbal.
−“Son unas personas estupendas. Me
han salvado la vida, me han alimentado y me han dado de todo lo bueno que
tienen. ¿Quieres que te hable de ellos?”
−“Estoy muy ocupada, señor. Pero si
en algún momento lo desea…”
Estaba muy ocupada. No podía culparla. Ay, si hubiera podido pasarme la
tarde hablando de ellos con alguien. Pero ¿y si daba la vuelta y me acercaba
caminando hasta el arrabal? Estaba seguro de que ya era capaz de caminar esa
distancia. Pero Agnes me miraba viendo que a ratos mi cordura se extraviaba. Le
hice una pregunta bien diferente:
−“Dime la verdad, Agnes, ¿cómo me
llamáis?”
−“¿Cómo le llamamos, señor?”
−“Además de señor, claro. ¿Soy otra
cosa diferente a señor Siddeley? Algunos días creo haberos oído llamarme señor
Nicholas. ¿Es cierto?”
−“Es cierto, señor. Espero que no se
haya molestado.”
Pero respondí con otra pregunta:
−“¿Y Nike? Sabes que siempre me han
llamado así, desde hace años, también algunos criados. ¿Te acuerdas del matrimonio Protch?”
−“Sí, señor. Herbert y Maude, si no
recuerdo mal. Algunas veces se ha comentado en la cocina que le llamaban así.
Extraño nombre, señor.”
Pero no quise ponerme a explicarle el origen de mi otro nombre que ni yo
mismo conocía.
−“¿Podrías, tú al menos, llamarme
Nike?”
−“Como lo prefiera, señor Nike”.
Un nuevo nombre, nunca antes y nunca después usado. Así que sólo para
Agnes era el señor Nike. Extraño bautizo. Pero había que empezar por alguna
parte. Yo no quería serlo, pero me daba cuenta de que ese día, quién sabe si
muchos días, yo era el señor, y era Nike. Quise decirle algo más, pero en ese
momento ocurrieron dos cosas. Victor entró para preguntarme qué deseaba para
cenar. Iba a responderle cuando por primera vez observé la mueca burlona que me
hacían las muchas botellas llenas de alcohol del aparador. ¿Cómo había sido
capaz de olvidarlas? Agnes se retiró. Victor insistía.
−“Lo primero que tengáis a mano”
−respondí inseguro y hereje. Y como veía que yo no le daba una respuesta
adecuada a su pensamiento, sugirió:
−“¿Arroz, señor? Karen tendría mucho
gusto en preparárselo en su vuelta a casa.”
Mi vuelta a casa. Pero yo sentía que me habían echado de mi casa esa
mañana. No quería que la cena fuera un problema y asentí. Me sorprendía que ya
se hubiera acercado la hora de cenar. Y más me sorprendía que el “señor Nike”
no hubiera comido nada todavía y su estómago no se rebelara. Pero Victor me
seguía torturando.
−“Igual le apetece al señor darse un
baño antes de cenar.”
Tenía que transigir. Pero la espantosa cara de la ruina que me miraba
desde el aparador me sugirió que hiciéramos un pacto.
−“Victor. Te sugiero una alianza. Yo
me comportaré como el señor Siddeley, me daré un baño y cenaré si a cambio me
prometes una cosa.”
−“Por supuesto, señor.”
−“Estos días me he propuesto dejar
de beber −me molesté en explicarle, pero no me estaba mostrando muy seguro−.
Puedes hacer una de estas dos cosas, pero me gustaría no encontrar una gota de
alcohol en la casa una vez que haya salido de la ducha. No sé si a los criados
os gusta lo que hay en esas botellas de ahí enfrente. Podéis repartíroslas. Y
si no, arrójalas a un contenedor.”
−“¿Está seguro, señor?”
−“Yo no quería, pero me obligas a
decirlo −suspiré−. Es una orden, Victor.”
No se lo veía muy satisfecho. El obispo no me estaba considerando un
candidato óptimo para ayudarle a consagrar. Pero al fin se fue, con andares
firmes y resignados de cardenal que no está dispuesto a tolerar un segundo más
un sacrilegio. Era mi oportunidad de estar a solas. Subí hasta el baño del
primer piso.
Algo iba mal. Siempre me encontraba a mí mismo cuando estaba en el agua,
pero ¿qué me ocurría? Mientras con las gotas en la piel se me iba desprendiendo
lo último que me quedaba: la suciedad del Arrabal, sin saber aún que la mente
seguía atesorando ese bendito lodo, un agua nueva, de los ojos estrenados que
aún me valían para cumplir su función de llorar, se derramaba inmisericorde
dándome un lavado de amargura. Me preguntaba si Bruce se habría atrevido esa
tarde a nadar sin mí, si lo haría en lo sucesivo. Tuve la tentación de parar el
chorro unos segundos pero llorando volví a descubrir lo que siempre había
estado en mí y lo que podría bañarme en lo sucesivo sin desprenderme de ninguna
suciedad necesaria: el agua, los gatos, las estrellas, la íntima necesidad de
tener un hijo. Y ahí ya no pude soportarlo. Me preguntaba si Paul no estaría
llorando también en esa hora, los dos al ritmo de nuestras carencias, él sin mí,
yo sin él, una danza sin fin de llantos y sangres. “Pero tú los tienes a tu
lado, pequeño rey, ¿por qué lloras?”. Y yo, media hora después, me vestía
llorando, exiliado de todos, primeras lágrimas de un tiempo en que había de
formar un embalse. Pero las lágrimas también eran agua y siempre me encontraba
a mí mismo cuando estaba en el agua. Mas antes que encontrarme, necesitaba no
perderme. Penumbra negra que me sobresalta, ¿dónde encontraré la linterna?
El náufrago Nike no iba a encontrar boya en la faz inmisericorde de
Victor, que me halló al bajar la escalera y me decía no sé qué de los
contenedores junto al puente Hammerstone. No debió hacerlo. Al entrar de nuevo
en el salón no pude soportar la calavera vacua del aparador, desnudo ya de
tentaciones tóxicas. Fue el peor momento. No verlas nunca más fue peor que
verlas antes. Me senté inquieto, pero todos mis mares suplicaban olas de
olvido. No sé cuánto tiempo pude resistir. Atravesé el salón central justo
cuando Karen me anunciaba que ya estaba servida la cena. Y yo, en mi
enloquecida pasión, me puse a conversar con tu estatua. “Perdóname, Júpiter, no
puedo hacer otra cosa.”
El aire del Heatherling me recordaba que seguía siendo verano. Ellos
estarían en su hoguera y yo salía en busca de otros fuegos. Alguna estrella
primeriza ya se había encendido. Pero mi mente se embriagó con ella y me salvé.
Ese largo 6 de agosto había empezado con un milagro y había de terminar en una
alucinación. No estaba allí pero te juro que lo vi: John en su dignidad y sus harapos
había venido ya a rescatarme.
−“¿Cómo estás, Nike?” −percibí que
me decía claramente el fantasma de John.
Y yo, en el mismo delirio, le respondía. Le decía que me había
encontrado a punto de volver a beber, y no queriendo recordarlo, le pregunté
qué hacía por allí a esas horas. Y sin Miguel.
−“Hoy ha vuelto a tener fiebre −tan
real que muchos días me culpé por no haber ido a ver cómo se encontraba− y he
salido solo. He estado en Avalon Road. No sé por qué, pero tenía ganas de
volver a ver a los argonautas en las vidrieras de la Thuban. Y como me quedaba
muy cerca, me he acercado a ver cómo te encontrabas.”
−“¿Cómo se encuentran los demás?”
Pero no me respondió enseguida. Alzó el cuello como el que sabe que ya
es la hora de mirar hacia arriba.
−“Obsérvala, Nike. Ahí tienes el
Escorpión.”
Sobre Castle Road se distinguía la cabeza con su triple corona y Antares
poniéndole lazo rojo a su cuerpo de arácnido. La cola se ocultaba. Entiéndeme,
Protch: pronto comprobé con amargura que las luces de Castle Road impedían ver
cualquier esbozo de constelación. Pero en ese delirio lo percibí. Intentaba
distinguir algún Sagitario a su lado, aunque aún no la conociera, cuando
recordé que John no me había respondido e insistí.
−“Todos están perfectamente −me tranquilizó−.
Y Paul, antes de que me preguntes por él, ha pasado su primer día muy sano pero
no ha parado de llorar.”
Antares en su cofre celeste, y Régulo en su mar de lágrimas, me habían
salvado. Pero no podía descuidar el ancla que me acaba de arrojar Pólux, el
argonauta. Las estrellas perdían su solidez y John, cerca del Hammerstone, se
hacía transparente y se iba desvaneciendo junto al agua. En ese momento vi que
empezaba a llover y que ningún Escorpión se adivinaba. Vi las botellas. Algo de
su cuello se podía percibir en la fétida cara del contenedor, pero aunque había
aprendido que buscaban comida en la basura, no sabía si hurgaban buscando algo
de beber, y las miré con desprecio. Preferí mirar los charcos que formaba la
lluvia en el jardín antes de caer al río. Agua de mi principio y mi final… joya
líquida que no embriagas. Un estanque en el cielo, charcos en el suelo, un río
oscuro a mi derecha, restos de la ducha en mi piel: todo era agua. Pero por ese
día ya no hubo más lágrimas. Si pudiera convertir mi corazón en agua, estaría
salvado, si antes lo enseñaba a navegar. Pero seguían conmigo. En un último
vistazo al puente creí de nuevo que John seguía ahí, y preocupado me miraba.
−“Gracias por todo, John. Y no te
preocupes demasiado. Ahora −y con una resolución desconocida, abandonando al
fin los contenedores y volviendo a la casa−: sé lo que debo hacer.”
Mucha fuerza de voluntad para dejar algo que siempre se ha tenido.
ResponderEliminarNike y Nicholas. Dualidad que procede del Dios-Causa y que es como él: siempre solo, siempre acompañado, siempre dualidad. Incomprensión de Anne-Marie en la vuelta a casa… ¿Vuelvo a casa o dejo detrás mi verdadero hogar? Temores, dolor. ¿Beber para olvidar o recordar para no beber? No, no…será sólo un café y aquel libro o tesoro sobre el Cosmos Estrellado. Será la soledad y el dolor volcados al Universo y sus mundos. Criados, mayordomos, jardineros que no “reconocen” a su señor. Necesidad del nombre que le daba Nombre aquellos once días. Llamadme Nike. Desapareced el alcohol de esta casa. ¿Se ha vuelto loco el señor? El señor, que llora. Un baño que sabe a exilio absoluto. Dolor y más dolor. Penumbra.... Un John cual fantasma que le presenta a Escorpión.
ResponderEliminarY de pronto, el camino: “Sé lo que debo hacer”.
(Y, justo entonces, el lector se percata entre candilejas que no puede quedarse aquí…y corre a leer el próximo capítulo)
Inor
Abatido en sus pesares... volver a la cruda realidad, le hacen sentir todavía peor. Alcohol, fasto enemigo que le hace ver y sentir fantasmas de los cuales no quiere separarse. Reconciliación consigo mismo. Sabe cual es lugar que debe ocupar y en el que debe estar.
ResponderEliminarEl ser como el maíz se desgranaba en el incansable granero de los hechos perdidos, de los acontecimientos miserables, del uno al siete, al ocho, y no una muerte sino muchas muertes llegaban........¿Qué era el hombre?; ¿en qué parte vivía lo indestructible, lo imperecedero, la vida? (P. Neruda)
ResponderEliminarLa tristeza de las despedidas, tristeza moral, claudicación personal con relación a su deseo, y lágrimas, esas lágrimas que no abdican de Nike desde que Paul nació, el apremio de Anne-Marie, que quiere abandonar cuanto antes el lugar, la cumplida predicción de la Sra. Oakes, la salida del paraíso imperfecto en un camino de regreso en el que las dualidades constatan que está volviendo a su antiguo lugar, Anne-Marie camino a Deanforest deja patente las diferencias: alegría y paz versus insatisfacción, quejas, criticas, juicios absurdos y realista comparación entre los habitantes del Arrabal de la Mano Cortada y el mundo de Nicholas Siddeley, en este camino interminable una última confesión su amor por Luke, vano intento por arañar segundos y regresar al cercano ayer, fallida búsqueda de una salvación, amargo regusto del deleite.
En un último intento por reencontrar su verdadero sentido, (re)ordena su antiguo mundo, propósitos, desechos, pactos que nacen de la inseguridad, de la incertidumbre, y al final solo queda él, un híbrido entre Nicholas Siddeley y Nike, perdido, naufrago de sí mismo.
La incerteza del futuro le mantiene en un presente de vilo perpetuo; inseguro de su sino, un océano de perplejidad sobrevenido sin saber a dónde agarrarse, dónde resguardarse. Y ante el desconsuelo de un "ahora" hostil, adverso, y de nuevo con el mismo enemigo; se abandona al vacío intenso: la memoria. La memoria, ese inventario de madejas grisáceas, convertido en su único oasis. Ocurre que ese sentimiento frívolo, basado en un vano fantasma de niebla y luz, como diría Bécquer, se apodera de él, invade su presente y le fuerza a proyectar una ilusa ficción como baremo de su retomada realidad, la de siempre, la de anteayer, a la que después de once días le fue imposible no renunciar (Oh John! primero malquisto, luego malquerido y ahora añorado John, adivinado apenas en Escorpión); nada hay en este momento que le complazca, solo el añejo recuerdo al que quiere retornar, con la certeza de que cualquier tiempo apenas pasado no solo fue mejor, sino también más intenso, más duradero. En su búsqueda de un regreso imposible, como una obsesión vívida y atroz que le conquista, que pende y depende de su memoria para sobrevivir, es él, al fin y al cabo, el producto de las circunstancias que le vieron crecer y avanzar hasta caerse y volver a tropezar, un escombro tenaz que se resiste a su ruina.
La peor sensación es la certidumbre de lo miserable de este presente, del desencanto melancólico con los sentidos. Sabedor que la nostalgia es un laberinto cómodo y dulce, que podría encadenarle para siempre al recuerdo. Sabedor que sería triste malvivir en la añoranza y dejar el alma yerma en el presente.
Y ahora vuelve a estar ebrio, ebrio de nostalgia, ebrio de melancolía, ebrio de ese humus que de la conciencia emana, y de esa embriaguez que desnuda de nuevo el horror de lo cotidiano, que por un tiempo creyó olvidado, de ahí nace el vómito que le provoca esa náusea de existir.
Pero es el mismo espectro de John quien le desaturde de ese nihilismo nostálgico, asumiendo el revulsivo que le provoca la pragmática sensación del desamparo........"Ahora sé lo que debo hacer"
Con un estilo equilibrado, templado, pero siempre al filo de la emoción, con mucho sentimiento; con una prosa que avanza a golpes de pincel, segura, ligera. El relato es un mordisco que arranca un pedazo de vida. De la nostalgia a la melancolía, del amor a la amistad. Hay dolor fluyendo en silencio bajo el texto y de repente, cualquier fisura es aprovechada para que brote sin cesar todo sentimiento. Relato que absorbe, hace pensar, nos sacude y nos aturde con la historia tan alejada y a la vez tan cercana a nosotros.
Pol