CAPÍTULO XIV: HAMBRE



   No podía ser de otra forma. Cada día despertaba más temprano y la luz acobardada del último amanecer de julio penetraba ya por la grieta del sudeste, acariciándome el ojo derecho como una amnistía. Empezaba a equilibrar el pasado. Mi temor era otro ahora. Ya me aliviaba la creencia de que Nicholas Siddeley estaba herido de muerte; pero a partir de entonces tuve pánico a que resucitara. Me había despertado con tiempo de sobra para reflexionar, ese día 31 a mi hora acostumbrada, más o menos las 7. Intuía que John era tardío para levantarse y que si había café ese día −todos los días, menos el primero, lo hubo, pero nunca lo di por hecho− se retrasaría su llegada. Pero la del amanecer no era la única luz. Aunque potente y luminosa, aún creía que tendría que decidir si me había enamorado de Luke. Curiosamente ya había aceptado que antes de él había venido John. Nunca rechacé lo que mi corazón me estaba diciendo; nunca me escandalizó. Pero creí que era mejor estar seguro antes de volver a cometer errores similares en la vida. Decidí sin razón aparente ponerme en pie y salir de la tienda. Todo estaba a oscuras y no había nadie aún levantado. Fingí que no quería ver a Luke en los alrededores, Protch. Preferí mentirme y pensar que necesitaba estirar las piernas.


Después de tres interminables horas a solas con mi ingrata compañía, llegaba John al fin con el café diario. Pero al menos te puedo decir que nunca llegué a traicionarme con él. Cuando una estrella estalla y se apaga para siempre, aún percibimos su luz durante siglos, y John era todavía lo bastante luminoso para que su claridad alumbrara en mis recuerdos, aunque en mi corazón su llama ya se hubiera apagado. Pero sí me notó distinto:

−“Hay una nueva luminiscencia en tu rostro, no sabría decirte −y como sin relación aparente, añadió−, ¿qué te ha parecido Luke?”

−“Un hombre del que realmente desearía ser amigo −observé sin saber muy bien qué decirle, pero yendo a lo esencial−. Creo que le he caído bien.”

−“Le has caído muy bien, Nike −me confirmó−, sólo ha tenido dulces palabras sobre ti.”
Luke. Ya para siempre radiante en mi corazón. Pero sin haber sido capaz de aceptar nada todavía, ¿cómo hacer para no caerme del suyo?

−“Me marcho, Nike. Pero hoy no estarás tan solo, si deseas conocernos. Una compañera desea verte. ¿La hago pasar?”

Asentí y no tuve que esperar nada, pues ésta tan sólo aguardaba una señal de John.

Con pasos seguros entraba en la tienda una señora que, recordando las palabras de Miguel, tenía 73 años. Encendido su rostro con la mecha de la sonrisa que dibujaba, parecía un paisaje estepario, apenas transitado por las lomas casuales de alguna arruga.  Con el abundante cabello gris bien ordenado casi hasta los hombros, cenicientos también los ojos, una falda negra de mezclilla que le llegaba a los tobillos y una camisa roja, me sorprendió con un perfume floral como de violetas. Las tres mujeres compraban su ropa en las tiendas de caridad del Ejército de Salvación. De no haberla visto allí, no me parecería posible que llevara 50 años en la calle. Su expresión radiante sólo me hablaba de felicidad pacientemente asumida.

Después de preguntarme tímidamente si quería que entrara, y de asegurarle que en efecto así era, iba a pasar a presentarse. Pero me adelanté y esta vez sí acerté:
−“¿Señora Oakes?” −pregunté.

−“Madeleine Oakes, en efecto. Todos me llaman aquí así, menos mi niña, que a veces se atreve a llamarme tiernamente por mi nombre. Puedes usarlo, si quieres.”

Demasiada osadía. No había necesitado muchos minutos para quererla y ya me evocó la imagen de alguien que conocía, pero no fui capaz de concretar. Mas preferí llamarle señora, respetando lo que hacían todos. Tras la acostumbrada pregunta por mi salud y la acostumbrada respuesta, me sorprendería con su siguiente afirmación:

−“Eres Leo −me dijo con convicción−. Fuerte y vital”

−“Más bien débil y pesimista. Pero sí, soy Leo”

−“No confías aún en tu fuerza. Pero la vas a encontrar. Creo que ya has empezado”

A una ráfaga de aprensión le siguió una seguridad: no me importaba que esta mujer pudiera estar leyéndome. Quizá su mente y la mía sintonizaran en la misma frecuencia. Pero ella no solamente siempre creyó que mi pensamiento era espejo sino que estaba conectado con el suyo.

−“Yo soy Escorpión −me informó, respondiéndome a la pregunta muda que se leía en mi mirada−, pero tampoco me considero ni poderosa ni apasionada, como suelen describirnos. Nike −me dijo decidida, como continuando una conversación que nunca habíamos iniciado pero que telepáticamente estuviéramos sosteniendo− es muy recomendable pararse a reflexionar, pero no siempre lo es plantearse metas que estén más allá de nuestras fuerzas. Tómate tiempo.”

Supe a quién me recordaba. Su misma forma de quitarle hierro a lo que puede doler, pero sin vacilar al pronunciarlo; la misma penetración de qué era lo que me estaba haciendo sufrir e idéntico deseo de arrancarme las espinas con palabras, en apariencia, enigmáticas. No pude evitarlo. No habían pasado ni diez minutos desde que la había conocido pero le pedí permiso para darle un beso y un abrazo.

−“Me recuerda usted a mi abuela Deborah −y aquello casi me hizo llorar−. Me dejó en el año 22, si no he aprendido mal vuestra cronología.”

Súbitamente la oí murmurar unas palabras, algo así como “sí, antes de morirme tenía que conocerte. Siempre te he estado esperando. Ya no falta nadie. Somos ocho al fin.”. Eso me pareció entender y sentí que Nicholas Siddeley moría entonces, en aquel escalofrío.

−“Gracias por este beso, chico guapo” −me dijo, y volví a sobresaltarme: sólo la abuela Deborah me había llamado así.

−“¿Realmente me ha mirado bien, señora Oakes? No me lo suelen decir y ciertamente no tengo nada que destaque.”

−“Ya no me alcanzan ciertas tentaciones. Pero eres en verdad un chico muy atractivo. Y tienes esa mirada sugerente del hombre atormentado que lamenta su vida y se detiene en medio de un ciclón decidido a cambiarla. Un día, para tu tranquilidad, te podría leer las cartas del Tarot. Y te sorprenderías de ver que estás pisando un sendero bastante limpio.”

Acostumbraba a echar las cartas y los demás la oíamos serenos en algún montículo entre humo de hogueras o a plena luz del día, y la lectura siempre resultaba tranquilizadora.

−“Igual estás pensando que estoy loca −pero al ver mi franca rebeldía ante la idea, añadió−. Podría ser, Nike. Mi madre lo estaba.”

Me habló entonces de Estella, su madre, fallecida poco después de la llegada de John; de sus frecuentes visitas al sanatorio de la vecina Basin Hall, que motivó el traslado de la señora Oakes a Hazington; de cómo el claror de su razón se le fue apagando desde bastante joven en algún tipo de síndrome catatónico o tal vez de esquizofrenia. Lo que comenzó como evidentes manifestaciones de agresividad había concluido en el desamparo de no reconocer siquiera el venerable rostro de la que era su única hija. Y ésta había pasado de las lágrimas al desconcierto de los ojos secos y la razón lacrimosa, viéndola empequeñecer día a día y temiendo correr la misma suerte, mientras descubría sobrecogida que en tanto había conservado diáfano el cristal de su cordura, ella había sido, en realidad, muy feliz y se preguntaba si su madre alguna vez lo había sido. Me contó que fueron muy pocos los años en los que la había conocido lúcida.

Así fue como llegué a saber una pequeña parte de cada historia, pero sólo Luke me había contado la suya. Y según los iba conociendo tuve la seguridad de que a todos los quería, y el estreno desconcertante del pensamiento de que todos me iban queriendo. En la señora Oakes iba recobrando la naturaleza bañada en sol de mi infancia en Siddeley Priory, y aquel remanso me dulcificaba. ¡Salve, compañera, hija de Adán y de la estrella, prístina luz de plata que me dejaba percibir las orillas de mi nuevo universo, primera raíz de la primigenia rosa encendida del jardín de mi futuro! Nunca puse en duda su razón. Sería como cuestionar la lucidez de todo hombre feliz. Y así se lo dije. Y después fue el eco de mi atormentado oleaje el que dio forma a la pregunta de un náufrago:

−“¿Qué voy a hacer?” −le pregunté desesperado, buscando su consuelo.

−“Cambia la pregunta, Nike −pareció entender perfectamente la razón de mi búsqueda sombría−. No debe preguntarse qué va a hacer quien ya está labrándose un nuevo sendero; sólo debe preguntarse qué aromas tendrán las flores que está plantando a sus márgenes. Muchos de los que creías monstruos ya están desvaneciéndose en tu amanecer, y lo que a la distancia divisas como extraños espantapájaros, al acercarte los trocarás en fértiles esculturas que no aterran. Alguna vez te hablaré de la rectificación, pero sí es verdad que tu senda se desvía y que inesperados paisajes te están aguardando.”

Recuerdo que al conocerla me pregunté si no veía demasiado, pero más tarde comprendí que a los demás nos sucedía que nos costaba estrenar los ojos tras la ceguera y nos daba miedo mirar.
−“Y cuando percibas sin temor su fragancia, no te espantará ninguna vereda. La mía, en una burla del tiempo, ya se rectificó y quizá ahora cuestiones mi estado mental cuando te diga que quiero morir en la calle.”

Esos días de largas reflexiones ya me había planteado seriamente ayudarles con mi dinero o incluso sacarlos de esa calle, a todos, poco a poco. Su última frase fue mi primera gran duda. Era algo tan simple como que creía en su palabra y que entonces, retirándola de ahí, moriría por no poder sucumbir donde había elegido; o que apartándola, tal vez, de sus compañeros, agonizaría de soledad. Los once días me hicieron ver que ninguno se marchitaría en tanto permanecieran en la felicidad de los siete, abrazados en la misma miseria, en la misma amistad fecunda que los mantenía en pie. Con sus palabras y su silencio yo fui aprendiendo lo que no te dicen los libros.

−“Pero muchas veces hablo demasiado. De día leo mentes soltando arcanos y de noche tengo visiones dormida. Ahora te dejaré caer otro enigma, y te pido disculpas, pero quizá te alivie desentrañarlo, si lo consigues, en vez de esclarecer la madeja imposible de muchos de tus pensamientos: Te contarán mi delirio de hace cuatro noches. En ese momento piensa que las imágenes venían de los nombres que tú nos pondrás.”

No sabía yo entonces de su visión. Nadie me la había referido. Pero a medida que conocía a esta bendita mujer, me dejaba caer frases así, y no siempre era yo el que resolvía sus misterios. A veces otro me los desvelaba. Pero ella siempre creyó que mi mente y la suya tenían un mismo callejón en el que en ocasiones se encontraban. ¿Cómo no quererlos? John me había salvado la vida; Miguel siempre me planteó imposibles que se convertirían en retos; Luke me había brindado su amistad y la señora Oakes me había regalado su fe inquebrantable en mí. Aunque el día anterior había conocido a mi gemelo, avergonzado de su pasado, me faltaba conocer a alguien como yo, sombrío y desconfiado en las venturas que proporcionaba el tiempo.

−“Ya me voy, chico guapo −y sus siguientes palabras se me antojaron paradójicas en una despedida−. Bienvenido. Bienvenido a la paz que estás buscando. Mi niña y yo tendremos que irnos pronto pero queda más de media hora y ella podría entrar un rato si lo deseas.”

Asentí y en menos de diez segundos saludaba a Olivia, y tuve la delirante impresión de que había traído con ella el crepúsculo: el cabello bermejo, en vez de encanecer, se iba volviendo oscuro; un largo vestido rojo, liso y vaporoso, con un punto de amanecer en las manos todavía lozanas y una gema, Venus quizás, en el prominente busto. Era rolliza si se la comparaba con las delicadas carnes de sus compañeros, pero sinuosa, femenina y llena de meandros, y mi mente se fue a evocar las náyades desnudas de tu salón caoba, Protch, y parecía recién emergida de las aguas, de un baño de purificación en solitario. Pero era también una dolorosa, estampa de cruz y lágrimas, llena de matices. Era la mendiga mejor vestida, elegante siempre a pesar del mísero ropero.

−“Mi señora me ha asegurado que querías que pasara” −me dijo. Y pensé que no había transcurrido tiempo suficiente para que hablaran, pero que quizá se entendieran con la mirada, con un latido. Me traía algo de comer, un brioche que me resultó algo insípido. Nunca había sido gran admirador de la pastelería, pero desde esa época ya no hubo comidas que no me gustaran. El hambre acabó modificándome los gustos porque tiene entre sus efectos que cualquier minucia es exquisita; pero estaba estrenando otra hambre, porque ésta no es siempre un puñal para el estómago; puede ser un hueco en el alma que necesita el querer para llenarse.

Mi señora. Mi niña. Compañero. Quizá se alimentaban de vocativos. Cada nombre corto tenía la longitud de un río, pronunciado con tanto caudal, con tanta arena arrastrada de su lecho que tal vez con ese amor se estuvieran construyendo un arroyo. Era inevitable que un día a este pobre nadador lo arrastrara la corriente.

No se la veía muy feliz y le pregunté si le aquejaba algo.

−“Es el maldito ábrego. Hoy sopla con fuerza −la miré, lamentando de nuevo mi ignorancia. Me daba cuenta de que todos sabían más que yo. Una vez más, no supe ocultarlo−. Es el viento del suroeste, Nike −me aclaró−. A muchas personas les afecta el levante. Tengo suerte de que a mí ni me inmuta, porque tenemos una cadena montañosa al este y estaría cada día alocada. Pero sólo es el ábrego. Me suele producir fuertes dolores de cabeza. Pero peor para mí es el viento del norte. Su maldito hálito me hace pasar todo el día sumida en la angustia. Menos mal que me ataca desde que estoy en la calle, y no antes. Yo nací en el norte de esta ciudad, Nike.”

Siempre pendiente del viento. Cada día al levantarse lo buscaba y yo creo que su amanecer contenta se trocaba en amargura al oliscarlo. Desde ese día, y por ella, me molesté en aprender desde dónde soplaba.


 
Olivia de la luz serena ensombrecida de grises, si gris es el viento, cuyas puntas abiertas helaban el nuevo corazón de Nike, que de inesperado, no había tenido ocasión de pensar en cerrar las puertas y todos andaban entrando sibilantes y afilados, siete serpientes más que reptaban junto al río. La recuerdo cada día alzando las manos para notar su deriva, casi siempre la primera en la hoguera. Y otros días leyéndome algún pasaje de alguna cálida novela en el umbral de su tienda y de repente teníamos que correr a refugiarnos en su interior si el ábrego o el norte interrumpían nuestro remanso. Conocían sus cambios de humor todos los mendigos a los que ella llamaba su familia. Y cuando Nike emparentó con su terrazgo, se le ofrendó a predecirle el rumbo cual rosa de los vientos.


 

−“Yo nací en el norte de esta ciudad, Nike, en Downhills. Allí vivían mis padres. Perdóname si hablo demasiado −me miró insegura, pero yo me sentía retratado en sus angustias, y quería oírla. Conocía Downhills. El Heatherling por allí se volvía cristal verde, comenzaba a crecer y se llenaba de murmullos. Olivia, al fin y al cabo, al igual que yo después, sólo cambió de río−. Nací en una hermosa casa llamada Hunter’s Arrows. Mi padre hizo una fortuna entre lo que ganaba en el banco y la heredad de los Hamilton, la familia de mi madre, y la compró. Mi infancia fue un tiempo dulce de naranjas.”

Lo había leído en algún libro y lo repetía en un momento de evocaciones, de la época en que aún no se había sometido a los vientos. Pero de sus padres sólo hablaba con cierta resistencia, para que fuera posible dibujarme sus primeros paisajes, y hacerlos comprensibles. En ellos también entraba y salía otra figura apenas esbozada: Gerald Rivers II, que di por hecho que era su hermano. De sus parcas explicaciones deduje que tras la muerte de sus padres, no se habían dirigido la palabra en las escasas ocasiones en que se habían cruzado, no demasiadas porque también me pareció entender que él había estado una temporada en la cárcel. Pero una luz trémula dulcificó su rostro cuando me habló de su hermana Kirsten, antes de su prematura muerte. Tenía la belleza de una emperatriz. Así me la describió. Y su maravilloso corazón me lo representó con labrados tropos de altares y diamantes. Siempre próximas las dos hermanas en confidencias, pareceres y tempranos romanticismos. Hoy hacía 29 años de su muerte, me dijo. Desde ese día había odiado a los caballos; y Lucy y ella jamás llegaron a conocerse.

Pero tenía la esperanza de encontrar de nuevo a Kirsten renacida. Sería abuela muy pronto, me dijo. Los médicos habían previsto el parto para el día 10, pero había suficientes señales para creer que se adelantaría. Y ella tenía la casi completa seguridad de que sería niña y de que de alguna forma volvería a entregarle su amor a su querida Kirsten. Claro que, como su hija antes, también nacería en la calle. No era el momento de hablar de ello con Lucy, pero debían tener una conversación en serio madre-hija en la que se pusieran en claro muchas cosas. Se veía bien que la situación de Lucy había sido una mortificación para su madre, y no porque Olivia no hubiera podido ser feliz en la calle, sino porque siempre se había culpado de no haberle podido dar a su retoño todo lo que ésta hubiera necesitado para crecer. Sólo a veces, durante su infancia, había tenido buenas rachas en las que había podido ofrecerle un techo y buena comida. Y Lucy no era precisamente dócil o pasiva. Pero de sus palabras también deduje que aunque ella no podía estar segura, sospechaba que su hija aceptaba de muy buen grado su situación. En este último año parecía, cómo definírmelo, más maleable, más influenciable por su marido.

Agucé el entendimiento cuando comprendí que ahora tocaba hablar de Luke, de su yerno. Ese día tuve la esperanza, cada vez que se abría la puerta de la tienda, de que fuera él, pero siempre acababa chasqueado. Luke, en palabras de Olivia, era soñador, demasiado fantasioso y quizá no muy dispuesto a sacar a su mujer de la calle. Pero perdóname, había estado reflexionando en voz alta, me aseguró. Su yerno era, en realidad, encantador, y ella se sentía muy halagada de contar con su alta estima. Y no se le podía reprochar nada porque Luke es adorable.

Luke es adorable. Era la segunda vez que oía esta frase. Primero John y después Olivia habían repetido el mismo leitmotiv. Y yo, que percibía sus rayos desprendidos del sol por entre mis nubes, súbitamente me removí inquieto. No sabía muy bien por qué, puesto que la frase parecía una lisonja, mas no veía que le hiciera justicia.

Pero Olivia era un torrente y no me daba tiempo a adaptar mi pensamiento a su cambio de personajes. Ahora empezó a hablarme de su señora. Todo su anterior telón sombrío se descorría con ella. La conoció cuando Lucy tenía 6 años y habían pasado juntas 23. La señora Oakes siempre la había comprendido, siempre le había entregado todo su afecto y hasta halagaba a su hija cuando decía que muchas veces se había dejado guiar por ella. Con esa mujer no importaban los vientos ni se hacían indignas la calle o las limosnas.

La calle y las limosnas. Olivia estaba siendo un libro abierto y con ella supe lo que acaso los demás se guardaban. Quizá no había querido pensarlo antes, pero sus palabras me estaban presentando la miseria en toda su crudeza. No era fácil oírla con dinero a espuertas, y una vez más tuve la tentación de auxiliarlos. O quizá, al menos, bruscamente pensé, podría acaso apadrinar o ayudar a educar a quien pronto sería su nieto, o como ella creía, su nieta. Mas ese aguijón se me olvidó de nuevo con sus siguientes palabras:

−“Pero no me hagas mucho caso. Si no fuera por la desazón de que mi hija siga aquí y de que vaya a tener a mi nieta en la calle, no estoy muy segura de que yo quisiera irme.”
Con Olivia tuve una imagen del rompecabezas de la Mano Cortada bastante veraz y conmovedora. En ese microcosmos las indignidades desaparecían y el cariño mutuo procreaba. Por eso pregunté:

−“¿Y Bruce? ¿Miguel? ¿John?”

Me habló muy poco de Bruce, y deduje que aunque sólo tuvo buenas palabras sobre su persona, y por más que lo quisiera mucho, ante él se hallaba algo cohibida. Ese mismo día entendí por qué. Por contraste, se explayó sobre Miguel y sus virtudes, y me habló de un tiempo en que ella misma no se había sentido cómoda ante John, aunque ahora lo quisiera tanto. Mi mente empezaba a obtener su orientación, porque tuve la certeza, que más tarde corroboraría, de que había estado enamorada de Miguel, o de que seguramente aún lo estaba. Pero me desconcertaba la idea de que ella parecía pensar que Miguel también la amó. Tiempo después comprobé que no se hallaba equivocada.

Amores que nunca se cruzaron. La Mano Cortada era un speculum mundi donde no coincidía la imagen que se adhería al espejo con la que éste después transmitía. Sólo algunos amores daban frutos, como el de Lucy y Luke, pero el niño alado de las flechas había disparado saetas que se perdían. Y se ve que bastaba pasar una temporada con ellos, porque sus armas errantes también me habían alcanzado.

Pero ella quería seguir hablándome de su señora:

−“Mi querida Madeleine y yo nos vamos muy temprano, y normalmente estamos ausentes todo el día, pero esta semana es diferente, porque no me atrevo a dejar a mi hija muchas horas sola.”

Iba, por tanto, prácticamente a despedirse, pero cuando me dijo que ahora estaría en el umbral de la tienda John, le pregunté por el horario de todos.

−“De acuerdo, Nike. Pero seré breve. Espero no haberte molestado demasiado −Olivia me había proporcionado un atlas con el que conocer mejor la geografía de la Mano Cortada, con sus vientos y sus brújulas, y no me había incomodado. Así se lo hice saber. Pero me queda el resquemor, Protch, de que mis palabras te la puedan haber presentado como algo chismosa. Y no era así. Sólo había tenido buenos mensajes para con todos, menos quizá, para referirse a su propio sendero. Acaso, parafraseando lo que me dijo John, había sido brisa con los demás y huracán consigo misma−. Mi hija y Luke iban, como nosotras, todo el día. Sigue siendo así, pero estas semanas sólo va él. A Bruce le suele ir tan bien, que aquí, entre bromas, hablamos de él como “el mendigo rico”, y a menudo tiene bastante con las mañanas. Miguel y John suelen ser los últimos en levantarse, y sólo puedes verlos por las calles  al mediodía y por la tarde.”

   Ave, Olivia, astilla de luz volandera en el viento, plegaria al dios sol de cada mañana, valle de promesa creadora, madre Venus fecunda. Cuando al fin salió, me di cuenta de que también su fuego me había alumbrado, y con sus rayos pasé las siguientes cuatro horas. Rayos tuvo también ese día de verano que, vestido de antorchas, se promocionaba. Ese día su hoguera derretía la visión, anunciando que agosto, que acechaba en el umbral, sería tórrido y abrumador. Llevaba ya cinco días allí y no había podido darme un baño. Me inquietaba mi aspecto y estuve considerando qué hacer. Podía salir e intentar ir al río, pero ese día, quizás fuera por el horno insospechado de aquella postrimería de julio, me volví a notar, entre náuseas, delicado; y no tuve valor aún para inspirar el aire del exterior.

  A dos mendigos me faltaba aún por conocer. Sospechaba que acabaría queriendo a Bruce, o que al menos tendría mucho que agradecerle. Pero me puse a pensar en Lucy. Prácticamente todos me la habían nombrado. Miguel se había referido a ella en primer lugar diciendo que en su cristal se veía el mundo más nítido y más perfumado, y empecé a columbrar que para todos era algo más que ventanas. Podía ser algo así como la energía de su materia, la levadura sin la cual no se habría podido fermentar el pastel refulgente de su arrabal. Y de esa energía yo no estaba indemne. Ella había pasado la tea a Luke, quien al pasármela a mí me había quemado. Y en ese fuego, no sabía si quería recibir la brisa candente que saldría de sus ventanas. Pensé que quizá, a ella sola, no la iba a querer. No estaba seguro de no traicionarme al mirarla, o de si realmente deseaba conocerla. Tuve miedo de su luz, pero ella iba a ser aire, agua, fuego y tierra.

   Debían de ser las tres de la tarde cuando volví a notar que alguien entraba en la tienda. El corazón me dio otro sobresalto, pero no era Luke, a quien seguía esperando, sino otro hombre, ahora sé que de 44 años. Sólo podía ser Bruce; y en efecto, lo saludé por su nombre. Ahí estaba “el mendigo rico”, el dueño de la tienda. Si hubiera deseado encontrar a alguien que fuera la representación de lo que mi mente podría haber entendido como un desharrapado, allí la tenía, dándome tímidamente las buenas tardes. A pesar de que ya lo conoces, Protch, déjame explicarte cómo yo lo vi. De tez no sabía si más morena o más sucia, el más espigado y el más desaseado. No podía engañarme al verlo porque tenía el mismo olor que la tienda. Cuando se lo conoce, una de sus singularidades, es que frecuentemente olvida que tiene que lavarse, y que el verano es una buena época para darse un chapuzón en el río. Bajo una camisa crema, llevaba un pantalón de pana marrón bastante deshilachado, pero parecía que la ropa había tomado su cuerpo por azar, despreocupadamente. Pocas cosas le sentaban bien. Y sus zapatos negros ya habían pisado muchos charcos. Asimismo su aparente timidez era otra prenda que no le ajustaba. Estuvo un tiempo observándome sin atreverse a cruzar palabra. Entonces lo contemplé mejor y me percaté de un detalle incongruente. Primeramente me pareció que al cuello llevaba una bufanda, ilógica para el día que hacía. Pero era tan pequeña que después pensé que era una gargantilla, extrañamente gris, y que de repente cobraba vida. Inesperadamente saltó al ras de la tienda y entonces tomó forma felina, y salí de mi error:

−“Terence” −dije.

   Y al instante sonrió.

−“Parece que ya nos adivinas a todos, también a nuestros animales. Sí, éste es Terence. Está muy encariñado conmigo y suele buscarme en la tienda −el gato vino a ronronear en la almohada. Se ve que era su costumbre. Yo me dediqué a acariciarlo, y era evidente que no me hacía un extraño. Trabamos amistad al segundo. Bruce me miraba con cierta prevención, como quien después de haber oído ciertas cosas sobre mí, descubre que se ha hecho inesperadamente amigo de sus amigos y, sin embargo tiene muchas dudas. Ahora sé que ya le había caído bien, pero sentía cierto temor a deshelarse, no fuera a ser que mi aparente calor se le volviera témpano. Intuí que ahora iba con mucho cuidado al conocer a alguien, como si su corazón hubiera goteado tantas veces que ya le doliera tenerlo cubierto de sangre−. Sí, nuestro gato gris es Terence. Está ya al final de su vida, me temo, y siempre se le ve cansado y perezoso. Si no te importa, déjale que eche aquí una buena siesta mientras hablamos. Perdona, casi se me olvida, te traía tabaco.”

   Me traía tres paquetes y aún así sacó uno diferente del bolsillo de la camisa, y me ofreció un cigarrillo. Él encendió otro. En los días posteriores ya nunca más temí que me faltaran, pues “el mendigo rico” cada día renovaba mis existencias. Fumamos plácidamente mientras me miraba sin saber muy bien qué decir, aparte de las dos preguntas que me hacía todo el mundo: cómo me encontraba y cómo prefería que me llamara. Pero, después de responderle, era yo quien quería hablarle:

−“Bruce, tenía verdaderas ganas de conocerte, y de agradecerte tantas cosas…”

−“¿Realmente crees que tienes algo que agradecerme −me observaba tanteándome, como si quisiera tomar una decisión y no fuera capaz de resolver en una u otra dirección−. Mira bien a tu alrededor. No creo que hubieras podido caer en algún sitio más mísero, ni más sucio.”

−“Esta es tu casa. Y estoy seguro de que aquí has formado tu hogar −en ese momento me miraba con los ojos cubiertos de una fina lluvia, dispuesta ya para caer−. Y en estos días has dejado que este extraño se sienta plácidamente acomodado aquí. Gracias, de corazón.”

−“Entonces, los días que estés aquí, ésta es tu casa −como un telón de nubes que se descorría, como un sol asustado que se despertaba de nuevo tras el eclipse, su rostro cambió de las dudas a una sonrisa desplegada, en menos de diez segundos. Acababa de decidir que se iba a permitir quererme. Y si yo tenía algún problema con el amar, no lo tenía con el querer, y lo quise ya definitivamente. Ése fue mi infortunio, si prefieres llamarlo así. Mi corazón estaba blando y apetecible y todos hincaban un poco el diente. Me dejaba morder, pero no podía saber entonces que sus colmillos se me quedarían adentro para siempre y que en lo futuro nunca iba a desear sacármelos−. Nike −me dijo tímidamente, pero seguro de lo que quería decirme−, por este lugar ha pasado mucha gente y tú eres el único que no sólo no me ha hablado de retirarme de aquí, sino el único que ha admitido sentirse cómodo en mi casa y la ha llamado así. Porque efectivamente lo es, pero las cosas más sencillas no es capaz de verlas todo el mundo.”

 −“Siento entonces las incomodidades que hayas vivido estos días por no poder estar aquí” −le dije solamente, pensando que mejor no añadía nada más, porque me había pasado cuatro días deseando agradecerle tantas cosas que hubiera podido llevarme una hora haciéndolo.

   A partir de ese momento, nos hablamos ya como buenos amigos que se hubieran conocido hacía años. Pero entonces seguí la dirección de sus limpios ojos grises, que apuntaban a otro inquieto objeto gris. Terence había despertado y quizá en un mal sueño agitado había dejado al descubierto la fotografía de mujer que ya había contemplado. En un gesto mecánico, Bruce se llevó la mano al pelo. Largo, encrespado y desordenado, fue la única vez que lo vi así. Tendría que esperar, me dijo, a que su peluquera se restableciera. En estos días, me decía mirando la fotografía y siguiendo mis ojos decidiendo si podía hablarme de ella, no podía recortárselo ni arreglárselo. Pero una vez más me consideró digno de oír sus cuitas.

−“Es Miranda Sullivan, mi primer amor −me enterneció su mirada aún amorosa y compungida−. Han pasado muchos años, pero nunca podré olvidarla. Murió en mis brazos, Nike −yo lo miraba tierna y espero que respetuosamente, alentándole a que me contara lo que quisiera, dispuesto a escucharlo con cálido interés−. Sólo tenía 20 años y yo la amaba con locura, aunque ella nunca me amó. Es mi sino no haber sido nunca correspondido −ahora sé que se equivocaba, porque hubo una mujer que sí lo amó, con fuerza−. Ella siempre lo supo, y me permitió acompañarla en sus últimas horas. Puedes ver que era muy guapa, pero en su último viaje parecía un chocolate que se derretía. Se fue diluyendo dulcemente en mi pecho. Nunca la olvidaré −sus ojos tiernos se volvieron agua, y no le importó llorar en mi presencia. Súbitamente tuve un impulso y lo abracé, y me puse, sin saberlo, a sollozar con él. Pero él sí me vio y me lo agradeció−. Estoy seguro de que a ti puedo contártelo. Todavía la recuerdo con amor, pero hubo un tiempo tras su muerte en que, sin dejar de quererla, me enamoré de otra mujer. Y esa ha sido mi gran pasión. La conoces, Nike. Sé que ha pasado por esta tienda hace muy pocas horas.”

−“¿Olivia?” −pregunté. De repente se me había hecho la luz. Parecía que todos, y en esto ya me incluía, estábamos amando en direcciones imposibles que nunca encontraban el blanco adecuado.

−“Olivia −me confirmó−. Ella no me ama, pero también lo sabe. No se lo he dicho, mas no creo que haga falta. A lo mejor me ha nombrado un poco, si lo ha hecho, porque se puede haber sentido incómoda, pero estoy seguro de que no ha podido hablarte mal de mí. A veces me esquiva, pero me quiere mucho. Y nada puedo esperar. Sé que no soy un hombre muy atractivo.”

   Todo lo que necesitaba era darse un buen baño y recortarse el pelo, pero siempre he pensado que Bruce exhibe una buena planta. Pero él tenía una pobre impresión de sí mismo, y sus compañeros, que realmente lo querían, no estaban seguros de cómo catalogarlo. No sé si tímido o parco en palabras, me había dicho John. Y yo, que no había sido educado en ninguna opinión, saqué mis propias deducciones. Le hacía falta querer a alguien, y en esto ahora sé que fui afortunado, y entonces no era precisamente parco ni tímido. Tal vez algo inseguro. Y no fueron sus compañeros, pero quizá sí otros mendigos, los que lo habían visto con pocas luces. Y sin embargo, a mí siempre me ha parecido un hombre inteligente. Después de humildemente pedirme que lo detuviera si me cansaba, estuvo media hora hablándome de su tema favorito: su gran amor. Había decidido que podía confiar en mí, y yo me sentí realmente conmovido.

−“Tantas veces me obsequia con su generosidad habitual o con un nuevo calor inesperado. Y yo me conformo con pasar a su lado toda la vida, y si tuviera fe, levantaría una oración de agradecimiento por su amistad −se suele tener a veces el pensamiento de que los mendigos son analfabetos. A Bruce no le gustaba leer, y no le reprocho nada: a mí tampoco me gustaba. Pero ahora que los conocía a casi todos, me hacía muchas preguntas sobre ellos y me admiraba de su sabiduría. Y esa tarde sus últimas palabras me obsequiaron con una gran lección que lentamente fui asimilando. Tenía por entonces la absurda idea de que cuando viera la próxima vez a Luke, justo entonces, en su presencia, decidiría si me había enamorado. Pero ya no pude desprenderme de la última sentencia de Bruce: “me conformo con pasar a su lado toda la vida, y si tuviera fe, levantaría una oración de agradecimiento por su amistad” −Pero doy gracias al cielo porque me voy a ir el primero. He tardado unos días en ver que en realidad es un regalo.”

   Ahora sí que sus palabras me hicieron navegar perdido. Me miró unos segundos dudando de sí mismo por querer contarme la visión de una compañera, como si fuera algo absolutamente privado, como si yo pudiera sacar deducciones erróneas sobre ella o sobre su salud mental. Y algo de todo esto me dijo en un largo prefacio, pero lo alenté. No tenía por qué contarme nada, pero si lo hacía, juré escucharlo con respeto.

   Así fue como supe de aquella visión de errantes pájaros negros, de troncos deformes pero claramente seleccionados y de penumbras que Dios rompía de improviso. Bruce me la supo contar casi con memoria fotográfica e inesperadamente sentí un escalofrío cuando relacioné dos cosas entre sí. La señora Oakes había dicho en su visión estas palabras: “algunas cosas las he visto mirando en otro espejo, en otro pensamiento, en lo que alguien aún no ha pensado”. Y esa misma mañana me había dicho: “las imágenes venían de los nombres que tú nos pondrás.” Las venas se me helaron. Sabía que esa mujer no había fallado porque al conocerla había sentido por intuición que su conocimiento de lo que ha de pasar no era superchería. Los nombres que tú nos pondrás. Finalmente, Protch, para que no la creas una lunática, te diré que acertó. Los nombres se los puso otro, pero inspirado en mis palabras, las palabras de más de un día. Primero Bruce, después Luke, y luego yo… Era una sentencia terrible, aunque apenas los conocía. Entre amar y querer mi corazón navegaba feliz por esos tres nombres. Ya se me hacía arduo pensar que no pudiera volver a verlos y buscaba un resquicio, una tregua con el impasible Nicholas Siddeley para seguir conociéndolos, respetándolos y queriéndolos.

−“En realidad es un regalo −continuó Bruce, interrumpiendo bruscamente mis escalofríos−. No es agradable pensar en una muerte más o menos cercana. Pero sí lo es saber que no tendré que llorarlos, que mientras viva, y ella no ha puesto fecha en lo que vio, compartiré con ellos los árboles y el pan, el río, las fogatas y la niebla.”

   Bruce no se expresaba literariamente, pero cielo santo, ese día me obsequió con tantas lecciones que no caben en el relato de mis recuerdos.

−“El Universo es una mujer −extrajo inesperadamente del caudal de su memoria−, y la muerte en esas condiciones debe de ser el lecho y la enamorada. Alejarse reposadamente con ella del brazo y desaparecer sin hacer apenas ruido, como la hojarasca bajo los pies. Pero te estaré cansando. Podría marcharme ahora mismo, si necesitas estar solo.”

−“Bruce −empecé sollozando−, déjame recordarte que estoy en tu casa. Si alguien debiera marcharse, sería yo. Quédate por favor el tiempo que lo desees. Tu compañía me hace bien.”

   No debía estar acostumbrado a tales requerimientos. Y lo vi de repente asentir, como dando la razón a alguna idea que estuviera mascando. Ahora te puedo decir que su corazón se disponía ya a saltar a mi lado cualquier precipicio, y me estremece saber que ya siempre se quedó conmigo. Estuvo unos segundos sin saber muy bien qué decir, y me adelanté:

−“Cuéntame, por favor, como es “la casa”, y si te sientes cómodo allí.”

−“Bueno. Imagínatela con una sola habitación inmensa y lo que acaso fueran el cuarto de baño y la cocina. Es un lugar ideal para el invierno. Es bastante cálida y siempre estás acompañado por gente que conoces. Apenas tiene muebles, pero fue el hogar de Henry Shaw, que cuando enviudó se fue a la calle y nos la brindó a los mendigos. Casi todos los de la ciudad hemos pasado por ahí, pero ahora en verano ninguna noche estamos más de cinco o seis personas. Henry murió ya, pero antes nos permitió hacer copia de su llave, de la que todos tenemos una. Siempre es un recurso si quieres dormir en el RASH pero encuentras que ya no quedan habitaciones. ¿De qué más te gustaría saber? Pregúntame sin miedo.”

−“No sé… háblame un poco de quiénes sois.”

   Sin duda eran un enjambre donde sin jerarquías todas las abejas eran necesarias y volaban amorosamente juntas en torno a las mismas mieles. Su amada Olivia entraba y salía frecuentemente de su colmena. Pero supe bastante más. Bruce y Miguel habían rivalizado un mes por ella, antes de que el segundo se enamorara de otra mujer. Todavía no había llegado John. Y había algo nuevo: durante diez años, Bruce había sido el único zángano de sus tres reinas, y Miguel llegaba de repente, de destemplada bonhomía, desordenando un poco su casto harem. Pero todo ese tiempo había pasado. El seguía siendo el tímido pastor de su señora, de su amada Olivia y de la dulce renovación de ésta. Así se refirió a Lucy, a la que todos nombraban. Cuando le pregunté por Luke me dijo que se llevaban muy bien, aunque no hablaban con frecuencia pues compartían pocas cosas, pero se refirió a él como un hombre hecho y derecho muy lejos ya del hijo de puta, y un gran amigo. Asentí a su descripción con fervor. Y sobre sí mismo, ¿qué quería saber? Y al preguntarle por qué lo llamaban “el mendigo rico”, me hizo una mueca sardónica y me dijo:

−“Tenemos métodos diferentes de movernos por ahí, Nike −me respondió inseguro de que yo quisiera oír hablar de la calle−. Ellos buscan un sitio fijo donde descansar mientras realizan su trabajo −modulaba su lenguaje, pero fui capaz de ver a través de sus eufemismos−. Yo suelo ir de casa en casa. Y el acierto está en no repetir itinerario y volver a cada hogar no más de una vez al mes. Siendo amable y educado te vuelves conocido y te haces de respetar. Y la misma gente te acaba por entregar otra vez la misma cantidad. A veces basta con treinta casas para llegar a comer esa noche, o algunas más si quieres traer algo para tus compañeros, para los que hayan podido tener un mal día. Esta ciudad tiene bastantes barrios con casas lujosas, o no tan opulentas, pero de una sola planta. Se pueden dividir todas en más o menos 30 días.”

   Supe que esa mañana había estado en Riverside, su barrio más frecuentado. Pero también me nombró Heathwood, Northchapel y Newchapel. Me preguntaba si había estado en Deanforest o si mis criados le habrían dado alguna limosna.


 

−Llevas un rato queriendo hablar, Protch. Ahora puedes decir lo que quieras.

−No sé lo que pudo pasar en esos días, Nike. Pero estos últimos años te aseguro que las ha recibido.

−Lo sé. Y también que le dabas tabaco y conversabais.

−Siempre educado y respetuoso, e interesado en lo poco que Maude o yo quisiéramos contarle. Pero no sé si te sientes feliz de que mi mujer y yo le diéramos limosna.

−Venía aquí para eso, Protch, y no era un amigo. En lo futuro podría serlo, depende de tus deseos. Conoce que estoy aquí y se alegrará de saber que nos estamos hablando con palabras afectuosas.

−Entonces por favor hazle saber que se puede pasar por aquí cuando quiera.

−Se lo haré saber, Protch, pero algo habrá cambiado. Puede desear tu amistad, y en cualquier caso, si tú y yo llegamos a serlo, tú serás desde entonces para él el amigo de un amigo. Sé que te resultará todo algo confuso, pero dale tiempo al tiempo: es mejor así. Él puede entretanto venir encantado a saludarte, pero ahora mismo tampoco aceptará de ti una limosna.

−Me dejaré guiar por ti. Ni siquiera se la voy a nombrar. Pero te pido de corazón que le transmitas que me gustaría verlo y hasta invitarlo a café, si lo desea.

−Cerveza, Protch. Si quieres hacerlo feliz, será cerveza. Sé que por respeto a mí ya no guardas alcohol en casa, pero puedes comprar algunas botellas para cuando él venga.


 

   Había un lugar estupendo en Millers’ Lane para tomarse una cerveza y leer un rato el periódico. Bruce me dijo que se iba un rato hacia allí a echar la tarde. Así que no leía libros pero siempre estaba informado, y te podía disertar lo mismo sobre resultados deportivos que te podía decir qué tiempo haría mañana en Nepal. Incluso pensé que podría preguntarle, si hubiera estado interesado, por las cotizaciones bursátiles. Nunca terminé de descubrirlo. Así que se fue, llevándose consigo a Terence de nuevo al cuello, pero reapareció a los cinco minutos con unas mantas.

−“Te hará falta esta noche. La señora Oakes y Olivia son infalibles prediciendo el tiempo y aseguran que va a hacer mucho frío. Aquí te las dejo” −y volvió a salir.

   Esa madrugada fue tan inestable como mi julio y a pesar de las mantas casi no podía dormir. El frío venía en sacudidas tan bruscas e inflexibles como mi pensamiento. Ni siquiera esa noche rayana en agosto el clima se comportaba con coherencia. Y pensé si ellos podrían conciliar el sueño. Estarán acostumbrados, me dije, y mejor preparados. La tentación de sacarlos de la calle era muy fuerte, pero se me fue trocando en una loca idea de caridad, o como ahora diría, de ayuda, sin más. Podía darles mantas, ropa nueva y adecuada, alimentos, una educación para el niño que iba a nacer. Pero esas ideas eran un callejón sin salida. Detrás de las mantas venían un fuego necesario, un techo, un buen trabajo, y siempre, siempre el dinero, el sucio dinero. Y aún no se me ocurría algo de mí que podría darles que no costaba nada: mi amistad. Quizá no lo pensaba porque hasta que los conocí realmente no la había vivido.

  Pero el infame frío me hacía quererlos más. Canalla la dura escarcha que hacía de sus pies el aposento. Canalla la mezquina niebla que engullía el tapiz de sus estrellas y helaba su Universo. Canalla la derrota hebdomadaria que no llevaba un mendrugo junto al fuego. Mas bienaventurada la señora que en su bienquerencia ablandó las piedras para la calle de sus compañeros. Bienaventurada su niña, que en un molinillo junto a ella trituraba el huracán y lo dulcificaba en aura ardiente. Bienaventurado su tímido enamorado, que leía generoso en las lágrimas si un corazón era candidato a mendigo rico. Bienaventurados los siete y su fuego que construía. Agosto llegó al fin con una diadema de hoguera tenaz, y yo desperté bañado en sudor sin saber qué nuevas quemaduras me aguardaban en sus implacables rayos.

2 comentarios:

  1. Es uno de los Capítulos que más me han conmovido, sintiéndome identificada casi, con cada sentimiento de todos sus hijos Germán. :)
    La sabiduría de la Sra.Oakes. La preocupación de Olivia por su futura nieta, rememorar a sus hermanos. Bruce y su sentir, y me tomo un atrevimiento, el parafrasearlo: “me conformo con pasar a su lado toda la vida, y si tuviera fe, levantaría una oración de agradecimiento por su amistad”... A cuántos no nos ha pasado alguna vez?... Y Nike, que se va nutriendo con cada uno de los relatos que le comparten, saciendo un vacío que de a poco se va llenando con cada uno de los que van a ser sus compañeros. :)

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  2. Nike (El agua de la fuente resbala, corre y sueña lamiendo, casi muda, la verdinosa piedra. -Machado-)

    Pareciera que en ese delta que era el corazón de Nike confluyeran siete aguas, de siete pequeños, pero caudalosos ríos, siete almas, siete sangres y que cada una de ellas fuera tónico, bálsamo, cada una con distintos efectos, pero todas causa de su metamorfosis.

    Apenas ha poco las piquetas de los gallos cavaban buscando la aurora cuando John entrando, café en mano, a la tienda verde, ahora convertida en paraíso imperfecto de Nike, hizo pasar a la primera de las visitas que se suceden y son la esencia de este capítulo. Una por una irán pasando, en su orden cronológico.

    Descubrimos el hacer del autor que propone, por un lado, utilizar el lenguaje de la gente, de la vida real y, por el otro, valerse de la inspiración para desacomodar al lector, para que las cosas ordinarias aparezcan como extraordinarias, diferentes, de un modo desacostumbrado. Pero para poder hacer esto, el autor tiene que ser extremadamente sensible y ver la realidad de una manera que las demás personas no pueden ver.

    “Surjo a partir de sueños de ti” parece decir la primera visita, la Sra. Oakes, siempre misteriosa y onírica. La visionaria deslizó la punta de la cinta que ataba el misterio y ese nudo se deshizo con suavidad de seda para el "chico guapo", el agua del primer manantial del día había obrado su remedio, devolver la fe a un hombre sombrío en busca de consuelo.

    "¡Por piedad!, tengo miedo de quedarme con mi dolor a solas". Olivia, la segunda visita, parece aquejada de la romántica enfermedad de la melancolía, llegará como la soledad, sin compaña, pero Olivia sabe leer en los ojos de Nike la curiosidad, relatando de todos los ríos que se cruzan bajo aquel puente, y llega acompañada de las sombras de Madeleine y Lucy ejes de su vida. Este manantial viene con aguas mezcladas, el siguiente efecto satisface la curiosidad y le acerca al grupo.

    Antes de seguir esta semblanza del capítulo, detenerme en:

    - Las visitas van precedidas de un trazado del personaje, otra vuelta de tuerca más que sirve al autor para incidir en el cariz de cada una de sus criaturas, desde un punto narrativo diferenciado siempre.

    - Los personajes cuentan su vida a Nike, vida conocida por el lector, pero esta vez desde otro punto de vista, la del propio interesado, y es aquí donde el autor se explaya y lo ya conocido cobra el interés de lo novedoso.

    - La omnipresente búsqueda de Luke en el capítulo, tanto por parte de Nike como por parte del lector convertido ya en cómplice y deseoso de saber de su continuidad sentimental.

    "Una noche mística, de azul sobre azul, intercambiaremos un único rayo" Bruce, la última visita, por fin -por lo esperado de su aparición-,“Terence" - "y al instante sonrió", ¿qué más decir?. Lo que realmente sucede es que Nike se encuentra ante su propia entropía, ya conoce la medida de su propio desorden y también la medida de la incertidumbre que le crea su propio destino, pero todo desorden genera otro orden y la certeza que no hay modo de ordenar algo desordenado sin desordenar todo lo demás a su alrededor. Bruce aparece como el universo ordenado que necesita Nike, y ya se sabe que el choque de dos universos genera una galaxia mayor y única. El mejor trazado narrativo del capítulo, que concreta la función del personaje tanto en su retrospectiva como en su prospectiva y su libre conciencia que deshilvana sus pensamientos. Bruce se convierte en una joya de personaje. El tercer manantial potencia el valor de la amistad y más que remediar es un regalo para la soledad de Nike que ya además de un gemelo cuenta con un igual.

    Trama, argumento, y la existencia del narrador como instancia intermedia entre lector e historia contada, dota a esta novela de una serie de posibilidades expresivas que marcan su punto diferenciador.

    Pol

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