CAPÍTULO XXXVI: EL CONTADOR DE HISTORIAS



  Aterido y semiinconsciente, pero con una pequeña claraboya de lucidez para lo que todavía pasaba a mi alrededor, percibí el sonido de unos pies que se aproximaban, con esa habitual sincronía de pisadas firmes y rumbo cierto, sin ostentación, por la que supe que era Luke y que me buscaba con urgencia. Al final me encontró donde esperaba, en medio de la aliseda. Había comenzado su búsqueda por el extremo este, donde el Kilmourne se torcía cerca del vertedero y dejaba de ir hacia el sur para enfilar la curva de San Albano, bajo el Puente del Meandro; y, al no hallarme allí, fue siguiendo los alisos en la dirección del río, por la sucia vereda, a aquella hora de tan negra impenetrable, que zigzagueaba por entre ellos. La noche cerrada, seguramente luna nueva, hacía inútiles los ojos, y Luke se apoyaba con seguridad en los sentidos del tacto y el olfato, únicos bastones de los que podía ayudarse para golpear la negrura y separar las sombras.
Avanzaba sin extraviarse, dejándose conducir por el vivo olor de la madera y por la muelle sensación de sus pies, mal calzados, sobre la hojarasca, y una destreza especial en la oscuridad que poseemos todos en los lugares conocidos. Finalmente llegó a ese sitio en el que si se ponen los brazos en cruz, se pueden tocar los alisos con ambas manos, allí donde los árboles se abrazan y se sale del túnel, por una pequeña hendidura entre las ramas, al calvero donde me encontró. La tarde y la noche de ese viernes fueron intensamente frías, de las más frías de aquel gélido octubre, y la sensación glacial aumentaba debido a los fuertes vientos que soplaban procedentes del nordeste, menos lacerantes, sin embargo, que ese dolor que había decidido hacer de mi corazón el portal inseguro donde arrellanarse para pasar el resto de las noches; y que llegaban desde las cimas de Crownridge, tan cercanas y entonces ni siquiera intuidas, mas como mi soledad certeras, tan invisibles e inabarcables. Me halló sentado sobre una piedra dura, resbaladiza de las últimas lluvias, helada y alba como una lápida. Se sobresaltó al observar la rigidez de mis hombros y comprendió que mi alma, en extrema tensión, participaba del mismo pavor del río, que a esa hora rugía atormentado por la ventisca. Al borde de la congelación, fui por primera vez consciente de mi precaria situación y de mi inadecuada vestimenta. ¡Si al menos hubieran quedado algunas hojas secas para encender una hoguera! ¡Si al menos unas manos cálidas sobre los hombros me refugiasen del viento, sólo del viento! Con todo, afortunadamente, esa noche no había niebla.
   Una vez que me hube despedido de John y de que las fauces maléficas de la oscuridad, ávidas de carne que engullir, me cercaran, me alejé buscando la compañía templada de la arboleda del sur, donde ya tantas veces me había perdido y tantas veces me había encontrado; y con la maltrecha guía de mis perplejidades, debí extraviarme por entre las siluetas brunas de los árboles y tal vez me dejé embaucar por el cálido señuelo de las luces de la glorieta. Pero he olvidado cómo o cuándo llegué a aquella tonsura en el cráneo de la aliseda. Ignoro, además, cuánto tiempo pasé después allí: podría jurar que al menos una hora, pero podría ser hora y media, dos horas, una semana, una generación...


 
–En años posteriores, Protch –repuse–, podría haberte dicho el intervalo transcurrido, fijándome en las estrellas. Pues ya sabes que éstas se mueven; y habría bastado con retener la constelación que se estaba poniendo por el oeste, si la iluminación de Rivers’ Meet lo hubiera permitido, cuando llegué a ese claro entre los alisos; y qué constelación se ponía cuando Luke me encontró. No puedo estar seguro, pero sí me parece haber vislumbrado el gran cuadrado de Pegaso, en el sudeste, cuando volví la cabeza para mirarlo, por lo que ahora pienso que debían de ser cerca de las nueve.
–Nike –me interrumpió–, seguramente mis palabras te van a sonar un poco pueriles, porque es evidente que te ocupaban pensamientos mucho más terribles; pero si me imagino en tu lugar y en una noche como ésa, cerrada y gélida, en mitad del bosque y con mi soledad por toda compañía... creo que sería incapaz de evitar, además, el temor a posibles alimañas u otras figuras más siniestras. ¿No te ocurrió nada parecido? ¿No sentías espanto de las mismas sombras que te rodeaban?
–Date cuenta, Protch, de que en el planteamiento previo a la pregunta has hallado, en realidad, la respuesta. Verás, yo tengo la teoría de que el ser humano no puede ser amedrentado a la vez por un temor físico y un temor espiritual, o si lo prefieres, la seguridad de que una especie de miedo mata a la otra especie. Por ejemplo, si en una noche de espectros merodeadores un hombre huye enloquecido de lo que cree voces sepulcrales, no tendrá miedo de golpearse las rodillas en un choque fortuito contra los árboles. Del mismo modo, aquél que se vea repentinamente invadido por extrañas fiebres o aquejado de dolencias ciertas no temerá la presencia de criaturas del terror, ya sean seductoras o malignas, o como suele suceder, las dos cosas a la vez. Para mí tengo que es una suerte de equilibrio, una de las leyes desconocidas de la supervivencia. 
–Veo que una vez más voy a tener que asentir. Por favor, prosigue.


 
  Así que tanto mi razón como mis pies habían estado deambulando de la consternación a la serenidad, de las márgenes violentas del río a la pacífica desnudez entre los árboles; y cuando Luke me encontró, yo no era del todo consciente de que mis pensamientos se habían alejado de erráticos balbuceos y seguían ya una línea determinada, y de que había sido capaz de tomar, al fin, una decisión, y optar por una de las cuatro realidades que se me ofrecían; o sólo tres, si mantenía la promesa que John me había ayudado a forzar tan sólo un par de horas antes, aunque la desesperación es maestra en escondernos que podemos ser dueños de nuestras flaquezas y no era sencillo descartar la idea lenitiva de la muerte y el olvido. Mas a la orilla de esa elección funesta había una encrucijada de la que partía un trivio de nuevas posibilidades; y al tiempo que sopesaba con desdén la alternativa de regresar al yermo de la riqueza, consideraba dos maneras diferentes de quedarme en la calle. Así, tenía por delante, una vez más, cuatro senderos, cuatro decisiones. ¡Querida señora Oakes, siempre certera! ¡Y bienaventurado el centelleo que trajo entonces a mi memoria su sardónica sonrisa, que en esa noche ciega me ayudó a adecuar a las tinieblas los ojos del discernimiento, para no perder la última luz!
   Cuando vi que Luke aparecía de golpe entre las sombras, tuve la impresión de que era uno de los árboles que hubiese tenido el antojo de echarse a caminar, la humedad circundante goteando entre las ramas, sucias las botas como barro en las raíces, el mismo vestido de madera. En los brazos llevaba la vieja chaqueta de pana beige que alguna vez me había protegido; y en la mirada, recóndita, una mueca petrificada, contenida… que no me transmitió tranquilidad. Lo miré con el alma vacía, preguntándome si habría llegado hasta mí para abrigarme o para maldecirme.
–“Sí –comenzó de manera enigmática–, estás helado, Mendigo: ésta es la hora que temías y la mayor oscuridad te envuelve. Por eso dudas de si he venido a traerte la paz o la espada y crees que quizá no importe demasiado porque ya no tienes nada que perder; y sin embargo, sigues pensando en deshacerte de lo poco que te queda, si no te lo arrebata antes el frío. Pero si permitieras que sangre caliente circulase desde tu corazón paralizado hasta los ojos y mirases mejor, verías que lo único que te traigo es esta deteriorada chaqueta que ya te ha cubierto, como a veces el calor de mis pobres palabras… No sé cuánto tiempo llevo buscándote, Compañero, pero cuando ya casi desesperaba, al final te he encontrado. Nike –pronunció como un lamento, mientras ayudaba a colocarme la chaqueta, y mis ojos, que tomaron sus palabras anteriores por profecía, se derramaban en lágrimas de sangre. ¡Oh, esa hora maldita de los escombros en la que me vi caminando por entre las ruinas de mi tiempo en la vida y hube de sumar a mis pérdidas las de la sonrisa y la serenidad de mi compañero!–, hay soledades en la vida de un hombre en las que no se debe irrumpir, pues son sagradas. Pero tal vez…, si me permitieras sentarme a tu lado y acompañarte, si ese es tu deseo, con el silencio, mi presencia callada no te molestaría y hasta es posible que te reconfortara. Pues cuántas veces has sido tú el que, sentado junto a mí sin hablar, me has dejado que te sintiera cerca –concluyó mientras, escudriñando inútilmente por un asiento, halló un tronco grueso que podría servir y se situó, incómodo, a mi derecha–, y si las palabras no son necesarias, no diremos nada.”
–“Luke... –empecé a decir. Pero me costó continuar, sobresaltado por el deje de amargura que salió con su nombre. ¿Quise creer que había venido, en efecto, a reconfortarme? Tal vez habría tenido una respuesta si hubiese podido sumergirme en el abismo de sus ojos, que nunca mentían; pero en aquella luz apenas éramos capaces de vernos. Tenía que hacer un esfuerzo por sobreponerme y decir algo que completase la oración comenzada para que mis sentimientos hacia él se ocultaran en las inútiles palabras, pues en ese momento aprendí que su presencia silenciosa sería una sombra que me turbaría y que a veces se tienen delirios en los que se puede padecer dolor de sombra–, por favor, quédate a mi lado y háblame de cualquier cosa. Tus palabras podrían ayudar a que me olvide de pensar.”
–“Palabras… Si las necesitas entonces, podría hablarte de las que John les estará diciendo a los compañeros, inquietos por tu ausencia, para tranquilizarlos y reafirmar su fe en ti; podría decirte que me he pasado por su tienda y hemos hablado de muchas cosas, en una conversación necesaria y desnuda en la que me ha asegurado que te encontraría bien, que se lo acababas de prometer. Palabras, por ejemplo, las que Lucy te envía: recuerda, Nike, que al final la Tierra reconoce a los hombres que reconocen a Sus hijos y que no abrirá bajo tus pies ningún abismo; o las palabras de ella hacia mí para alentarme a que te encontrara… y pusiera toda mi alma y mi hombría para con mi Compañero y su dignidad; o podría decirte que el rey al que tanto quieres está durmiendo plácidamente en brazos de su abuela, ajeno al revuelo del mundo… Pero todas estas palabras, que quieren ser de calma, abrirían de nuevo todas tus heridas… y no hay bálsamo en esta oscuridad para curarlas y tal vez fuese Sabiduría hablar de cosas diferentes. O callar y dedicarnos a respirar la belleza de los alisos, y si no podemos verlos, sentir en el olor de humedad de la madera el frío que les está quemando la piel y la carne les llaga; o en el crujido de las hojas su balanceo aterrado, en esta hora inclemente en que se juegan la vida.”
   Palabras… Seguía siendo Luke, el de cada día, pero sus palabras tenían un olor acre. ¿O no sería yo el que ya no era capaz de distinguir? Debajo de la dorada envoltura con que las cubría (y eran las cosas de siempre: la madera y las hojas; los alisos, la luz y la Belleza), parecía que hablara de mí con un claro mensaje cuya intención se me escapaba, porque me estaba presentando un crisol donde la materia de su habitual expresión serena se fundía en una solución de imágenes duras. Ahora sé que a lo que Luke olía entonces era a miedo, que estaba más asustado que yo; pero aquella noche mi única certeza era que las que me decía no eran palabras huecas, sino una inmersión cautelosa en el pozo de mis temores, tanteando el musgo de las paredes, buscando el fondo. Y yo me encontraba en esa actitud fatalista donde cada nuevo dolor, más que zaherir, complace. Por eso no me sorprendí cuando me miré y me reconocí preparado para abrir el corazón y afrontar las consecuencias, pues no era la primera vez que estaba dispuesto a aceptar lo que me llegara de él. Y mi soledad era un frío mortal donde el amor era el viento, y la razón se me estaba congelando. Tenía que saltar a la hoguera y arder, si sólo así sabría si me esperaban el afecto o el desprecio: cualquier cosa menos el silencio. Había llegado el momento y abrí los labios con determinación. Pero fue él quien habló:
–“Estás temblando, Mendigo. Y si mi pobre chaqueta no te sirve, tendré que rodearte con mis brazos –y unió la acción a la palabra, Protch–. Y de nada nos vale volver al campamento en busca de un fuego. No ha parado de llover en los últimos días y no hallaremos leña disponible ni allí ni en este destierro. En horas como estas, Compañero, hay que encontrar el modo de sobrevivir al hielo de la noche, y las palabras y los relatos son las últimas llamas. No sé si tu corazón en este momento tiene otras urgencias o tu razón desea perderse en la calma de tu soledad para hallar lo que estés buscando. Pero yo soy mendigo y me hiere ver que mi compañero se congela. Nike –no conseguí ver sus ojos pero supe que se había parado a tantear los míos. La pasión que acababa de poner en la sílaba de mi nombre me sobrecogió–… Me gustaría contarte un cuento… para quitarte el frío. Sigues temblando y tal vez yo tenga en mis manos un poco del calor que necesitas… ¿no me vas a dejar que te abrigue?”
–“Tengo tanto frío, Luke, que no te diré que no sin terminar de escucharte. ¿Es alguna historia que nunca he oído?” –estaba sorprendido, pero cuánto mejor esta tregua que me ofrecían sus palabras. 
–“No sé si has notado, Compañero, que hay momentos en los que parezco ausente, y debo confesarte una debilidad que seguramente no conoces: a ratos perdidos, a solas, me da por dejar que mi mente se extravíe y paste por donde le plazca y después intento crear. Pero me doy cuenta de que los materiales son siempre los mismos. Es, Nike, un cuento que acabo de inventar; una historia, no podía ser de otra forma, de mendigos. Y no creo engañarme si digo que una historia de mendigos es lo que en estos momentos preferirías oír.”
–“Siempre las preferiré a todas las demás, Luke.”
–“Es un cuento tan largo que todavía no he sabido terminarlo; porque estaba preparado para algún tiempo más adelante, pero me dice el corazón que no debo esperar para contártelo. Por eso en muchas partes habré de improvisar y tú habrás de ayudarme. No sé si tiene algún valor, Nike, pero me apetecía inventar una historia para contársela a mi compañero en una hora de frío; es una historia que se ha pensado para ti, que nadie más ha oído.”
   Calló un segundo y una luz lejana que iluminó los cielos por unos instantes, algún cometa que así traicionaba a la ausente luna que habría querido imponer una noche de ceguera, me dejó la impresión fugaz de los ojos de Luke que me miraban. No sé si llegué a leer ternura; pero la urgencia, esa extraña entidad de la que a veces me habían hablado, estaba presente en su modo de sopesar de qué manera había de  continuar: 
 –“Meditaba, Compañero, que no sólo desearía que la oyeras, sino que colabores conmigo. Pero he de explicarte que siendo una historia de mendigos sus personajes te harán recordar, inevitablemente, a las personas que quieres y, más de una vez, también a ti mismo, pues hace mucho que eres uno de nosotros; y que ello podría, de tanto en tanto, sobresaltarte. Pero nada has de temer de los que son solamente seres de mi imaginación, ¿comprendes?, personajes ficticios que sólo llegarían a tener alma si tú llegaras a amarlos como yo los amo. Nada de lo que pueda contar ha sucedido nunca ni sucederá jamás, pero la calle es su casa tanto como tu casa y la mía y nadie nos puede convencer de que no nos los hayamos cruzado en algún callejón o de que no hayan podido vivir algunos de nuestros episodios o sobresaltos. Por lo demás, nada tenemos con ellos en común, si los dientes del hambre o los puñales del frío no son suficientes para que al final seamos todos el mismo mendigo y estemos contando siempre la misma historia. Quisiera, Compañero, saber si me has comprendido y oír que deseas ayudarme.”
   El viento de aquellos instantes me atacaba con algo más que puñales y dientes, y me estaba quedando aterido, aterrado. Tuve la intuición de que a los mendigos de su historia podía conocerlos de algo más que de habérmelos cruzado en alguna esquina. Empecé a sudar en la nevera de aquella noche de invierno que había llegado a mediados de octubre. No conseguía olvidar que John y Luke se acababan de ver y me preguntaba de qué cosas habrían hablado. En aquel instante, cuando pensé que la tierra se hundía al fin bajo mis pies, recordé las palabras que Lucy le había encargado a Luke que me trajera y la mente se me fue hacia ella, contando las veces que me habían apaciguado su voz, fuente surgida de la tierra profunda, o sus ojos negros de universo. La volví a evocar en esa noche de imágenes y la vi como siempre lúcida y gozosa, abriendo las ventanas que me habían traído el aire remoto de una nueva claridad y un nuevo dolor. Cómo impedir, si había entrado en mi corazón y estaba allí conmigo, que Luke lo viera. Pero recordarla en aquella hora me serenó y dejé que desde la distancia me ayudara de nuevo a oír la llamada de la Tierra. Las palabras que me había traído se estaban volviendo líquidas, un río de sanación a cuyas orillas creí con ella que no se abriría bajo mis pies ningún abismo. Repetían una vez más: Nike, no tengas miedo de tu corazón, y miré de nuevo a su compañero, el hombre que junto a ella habitaba y tantas veces se había bañado en el mismo río; y empecé a hacerle, al fin, justicia. Comencé a valorar el esfuerzo con el que rebuscaba las palabras para sacarme el frío y decidí seguirlo adonde me quisiera llevar, pues con él había aprendido los grados de la mano y los caminos, y ahora sólo tenía que confiar en que en el último sendero no hallaría a un extraño, sino al que siempre había sido mi compañero, y sentarme con él para seguir asimilando a Luke, el contador de historias.
   Suspiré mientras él, que no había querido interrumpir mi delirio, me esperaba.
–“He comprendido, Compañero –respondí–, y es cierto que quiero conocerlos. Pero no sé en qué deseas que colabore.”
–“Es un cuento largo y te estás muriendo de frío. En estas condiciones, el calor que quiero darte sólo puede venir en oleadas breves, lentamente, y acaso en algún momento te pueda acercar el fuego; pero para que pueda llegar, necesito de ti una promesa: quiero que prometas que no vas a interrumpirme; que no vas a hablar hasta que me dirija a ti y reclame tu ayuda. A menudo pararé la historia para que me digas si he interpretado correctamente una situación, si estoy leyendo bien a un personaje o no se me habrá perdido su alma y tú sabes dónde está o cómo es; para saber si los ves como los he visto yo. Y nunca recibirán desprecio ni juicio sin dejarte primero que seas la voz de su defensa. Entonces los protagonistas irán de mi mano… y de la tuya, si quieres complacerme. Tu participación es tan necesaria que puedo comenzar un cuento y que tu palabra los lleve hacia otro cuento: quiero que entres en él, y si eres capaz de ver conmigo su dignidad y su indignidad, si comprendes como yo que la belleza llega de las dos a un tiempo, verás que los estás queriendo porque los respetas, y el respeto es a menudo la muerte del miedo. Es sólo un cuento, Mendigo, que no pretende más que arrancarte el frío, porque yo no tengo derecho a guiarte hacia ninguna decisión; y mis personajes sólo quieren ser luces, necesarias en cualquier camino, porque todo se puede ver siempre de otra forma. ¿Querrás ayudarme, Nike? ¿Tengo tu promesa?”
–“No puedo saber lo que ha de venir –repuse inquieto–, pero estoy seguro de que si en ellos has puesto el respeto, conseguirás que tengan el mío: ¡tienes mi promesa, Compañero!” –Seguía junto a mí y podía percibir la temperatura de su cuerpo. Y aunque no lo veía, casi era capaz de tocar la sangre que fluía río arriba, río abajo; la suciedad que nunca me había escondido; los látigos del viento en la piel que no lograban acallar ni su respiración ni sus latidos. Era posible que, de la misma forma, él estuviera percibiendo los míos y mi corazón me traicionara; pero ese mendigo se estaba congelando junto a mí y yo tenía que reaccionar y responder a su esfuerzo. Y así llegó la segunda promesa en tan sólo unas horas, en aquella noche del 19 al 20 de octubre que había de transformar mi vida.
–“Creo que aún desconoces, Compañero, la fuerza que extraes de tu dignidad. Agradezco tu promesa. Quiero pedirte algo más: que según escuchas lo que voy relatando, le des o le quites valor a mis palabras, al ritmo o a los colores; porque al final me gustaría oír tu voz crítica, con el mismo derecho con el que yo he tenido la osadía de contártelo.”
–“No me creo capaz de hacer una crítica literaria, Luke, si es eso lo que quieres decir.”
 –“Haz un esfuerzo.”
–“¡Está bien!: lo voy a intentar; porque cada vez que me lo has pedido, he acabado por aprender y agradecerlo. Te seguiré una vez más. Comienza entonces cuando quieras. La hora es fría y parece que el alma desea recogerse buscando el calor que le pueda venir de un cuento.”
–“Comenzaré en seguida, Nike, pero no aquí –me dijo–: en dos o tres horas el viento podría descarnarnos. Es una suerte que te hayas detenido tan cerca de la cueva de la mendiga. Algo de calor hallaremos en aquel vientre. –Pero al notar mi extrañeza, preguntó–: ¿es posible que nadie te haya hablado de esta cueva o que no la hayas descubierto aún en tus caminatas? Y, sin embargo, no está demasiado celada: la puedes encontrar detrás de aquel semicírculo de alisos viejos que tienes a tu izquierda. No es amplia pero nos permitirá refugiarnos del huracán y sentarnos sin estar demasiado entumecidos. Y tal vez la voz ronca del río tape un poco los rugidos del viento; pues si horadásemos la pared del sur, verías que el suelo del fondo se alza como el de un balcón sobre el Kilmourne.”
–“¿Por qué le dicen cueva de la mendiga, Luke?”
–“Allí murió la mendiga Sally. Pero ése es un cuento que nadie conoce: hace de todo ello más de un siglo. Lo único que parece cierto es que alguien encontró sus huesos meses después de morir sola y abandonada. Su imagen todavía turba mis noches, Nike: dicen que murió de hambre…”
   Una tumba. En la que íbamos a adentrarnos vivos para no morir antes del alba. Y si horadáramos la pared del sur, disfrutaríamos de un palco suspendido sobre el río frente a las cruces y los nichos de San Albano. Pero era esa hora en la que se entra sin miedo en la oscuridad o en la muerte, si dan calor. Y éramos mendigos, extraños a los que no se les garantiza seguir respirando en la tarde el aire de la mañana. Habíamos sobrevivido a las horas pasadas y había que pelear por las siguientes.
–“Sígueme, Nike –dijo Luke. Y vi que me había estado leyendo–: conserva tu fuerza, Mendigo. Y no te tengo que hablar del valor, porque lo tienes.”
   Siete alisos custodiaban la cueva como la media luna de un crómlech. El mayor era un anciano encorvado que adelantaba tres dedos de una gran mano encallecida, no se sabe si en ademán pedigüeño –“treinta grados”, pensé–, o como gesto de advertencia. Pero al contacto de mi piel con su tronco vibró la voz de la madera, cuyas cuerdas irritadas me contaban un cuento de ramas mutiladas y de hojas desprendidas, mientras los brazos perdonados me aprisionaban, reconocían y palpaban hasta que finalmente me dejaron libre para que marchara en demanda de auxilio, distinguido como aliado contra el común enemigo viento. Me disculpé ante mi nuevo amigo el aliso viejo, en señal de impotencia; detuve un segundo la mirada, respetuosamente, como muda plegaria a los árboles-dioses y volví con mi compañero.
   La cueva se encontraba tras una faja de tierra barrosa entre los árboles y el río, incrustada en una pared pelada que se cortaba súbitamente al levante, donde una cornisa, resbaladiza y peligrosa, corría junto a la arista de un pronunciado precipicio. La puerta ofrecía una abertura lo bastante dilatada como para que cupiera un hombre sin estrecheces, y podríamos entrar de la mano dos mendigos como Luke y yo, a quienes la privación había ido robando superficie.
–“Déjame que la inspeccione primero, Nike –dijo Luke–. Quiero asegurarme de que no haya ningún animalejo escondido. Si hubiese un poco más de luna…” –se quejó.
 –“Toma mi encendedor” –le ofrecí.
–“¡Luz! –exclamó. Y de repente comenzó a reír–: y ha estado ahí todo el tiempo.”
   Una vez que comprobó que todo se encontraba en orden, me ofreció que escogiera si prefería situarme en la boca de la caverna o en la bóveda del fondo. A la luz minúscula del mechero examiné lo poco que había que ver: era un saco de piedra oscura, muros agrietados pero sólidos, el piso cubierto por una tenue capa de polvo casi enterrada por las hojas muertas que el viento del norte había arrancado a los alisos en las últimas tardes, seguramente cálida en días más apacibles. Cabían apenas dos personas sentadas que no podrían, empero, extender los pies. Pero me conmovió su aspecto acogedor de madriguera, de útero milenario, y me vino un deseo apresurado de habitarla, de yacer; esa íntima codicia de cerrar los ojos… y descansar. Finalmente preferí quedarme al fondo para gozar mejor de la protección de aquellas sábanas de roca; me acomodé recogiendo sin cólera los pies, las manos en las rodillas, tocando esa plácida sensación de ser animal subterráneo. Luke se sentó con confianza junto a la puerta, con el gesto de quien está acostumbrado a penetrar en esa amada caverna. Nos habíamos colocado mirando hacia el oeste, hacia Rivers’ Meet. Durante unos minutos seguí sosteniendo en la mano el mechero encendido, al que le quedaba poco gas, porque no me resignaba a las tinieblas a las que dentro de poco nos habíamos de someter y deseaba seguir tragando con avaricia los últimos sorbos de luz. Pero cuando Luke empezó su cuento, lo hizo en la oscuridad.


 
–Así que finalmente... era Luke tu contador de historias. 
–¿Cuánto hace que lo has adivinado, Protch?
–No era demasiado difícil: tus palabras, más que tapar, han sido visillos donde siempre se ha transparentado su nombre. Y me parecía el más probable, además.
–Creo que te estoy contando una historia que ya conoces. Pero eso me regocija, pues así quería que fuese.
–Si me atengo sólo a tus expresiones, puedo decir que “me has ido dando las claves” y que podría incluso predecir gran parte de lo que sucedió después. Pero no diré lo que presiento, y si es lo que pienso, todavía me estremeceré... Mas prefiero que lo vuelva a hacer tu voz.
–¿Qué hora es, Protch?
–Las nueve y media.
–No sé cuántas horas tardaré en contarte sólo su cuento. Y la noche había de ser aún más larga. Me gustaría recitarlo de un tirón. No quiero descansar ni para comer.
–Tal vez te ayude si te hago la misma promesa que tú le hiciste a Luke: no te voy a interrumpir.   
–Gracias, amigo mío. Pero, no sólo porque falte tiempo sino porque así desearía hacerlo de cualquier forma, incluso yo me apagaré. Voy a dejar suelto el caudal de sus palabras y desnudaré la historia de acotaciones y de mis propios pensamientos. Pues es el cuento de Luke y quiero que se oiga sólo su sonido; y mi voz, apenas de fondo, respondiéndole cuando me lo pedía, te servirá para deducir lo que pensaba o lo que iba sintiendo. Y sabrás por nuestros diálogos rotos si progresivamente me fue llegando la calma, si lo perdí todo o todo lo gané, en aquella lóbrega covacha donde habíamos de pasar toda la noche. 


 
   La cueva de la mendiga Sally. Una gruta para murciélagos defendida por árboles sagrados, un mirador ciego sobre el río con una pared en el despeñadero. Luke y Nike entraron en ese sarcófago de piedra para saber de la metamorfosis y el delirio; y cuando los primeros rayos diluyeran la púrpura del alba, dos mendigos muy diferentes habrían de salir transformados; alterando, y es muy posible que originando, el destino de varias almas. En los años posteriores, los que los conocimos acostumbrábamos a tenderles ingenuas emboscadas para atraerlos a nuestro humor y que volvieran a historiarnos el mismo evangelio. Era muy fácil con Nike, si el momento era indicado y el embaucador persona de su corazón. A Luke lo retenía a veces el rubor del que sabe que en la creación se ha desnudado. Pero ambos, al fin, transigían. Y por más veces que las haya evocado, son palabras que al correr del tiempo sigo mascando como levadura, orándolas como salmos. En la oscuridad casi completa, solamente interrumpida de tanto en tanto por los chispazos del encendedor de Nike cuando caían en la cuenta de que esa noche tenían tabaco, el cuento nació fosforescente, apenas la luz de una luciérnaga; y Luke comienza incoherente, sin presentar del todo a los personajes, como un neófito en las letras que tiene tantas cosas que decir que se atropella; mas sus primeras palabras siguen guardadas en el desván de mis apegos. Después... si la luz sin calor del halo mortecino de una vela creció sutil y desbordó los brazos del candelabro, prendiendo en la madera de la valentía, de la amistad y de la belleza, es porque ninguno de los dos temió volverse fuente amarilla, hojarasca dispuesta para el incendio. Si de los miembros tensos, los nervios exacerbados en sus primeros diálogos, llegarían el esplendor de la hoguera y el calor infinito del sosiego, es porque Luke fue viendo en la actitud de Nike que no hay palabras hermosas que se deban callar, si uno las posee o las sabe procurar, cuando el que toca tu corazón las anhela; y un relator no se avergüenza de que el amor que se pone y la dignidad hacia las que van pretendan recoger la incandescencia del núcleo de las estrellas. 
  Dejo mi sitio al relator y me retiro. Volveré después de que de la garganta de Luke haya salido la última salva, dejándolas a solas la voz del cuentista tierno y la réplica quebrada de su oyente. Tantas veces, en esas tardes en que la melancolía intempestiva me hace ademán de acercarse con la sombra de las luces que murieron, sólo el recuerdo de los que amo me defiende de sus apéndices afilados. Y es entonces cuando vuelvo a imaginarlos allí, pequeños y semienterrados... y la fotografía me los revela siempre  solos, sucios, muertos de frío, abrazados para que el calor prendiera y la oscuridad se desprendiera, la cabeza del que escuchaba reclinada en un corazón que olía a tierra. Pues tanto se querían.


 
–Las noches de octubre me traen todavía el recuerdo de Luke haciendo cabriolas con las palabras, el sabor de sus sentencias repetidas, del ritmo y las elipsis... Nunca entendí de esas cosas, Protch, pero es cierto que están en el alma de todo lo que es dicho, por mujer o por hombre, en cada parlamento.
–¿Es imposible hablar sin usarlas?
–Es imposible hablar de belleza o amor sin literatura.
–Acércame entonces su palabra...
–Para mí la Palabra... la que a continuación te verteré tal como la recuerdo; pues si nada he olvidado, y nunca la estudié, es porque cada sílaba venía como acero caliente que grababa la piel con líneas de fuego; y ahora sólo tengo que leerte mis tatuajes.
   La noche, repentinamente atenta, se reclinaba. El viento exterior rugía pero había cambiado de rumbo. Soplaba ahora de levante y ello le impedía colarse y profanar nuestra catedral, pero su roce oblicuo estremecía y helaba. Rodeados de su hálito glacial y de sombras perturbadoras, apenas nos sentamos, oí la voz de mi compañero que me pedía que me agarrase a su mano y guardara la luz para la urgencia; y una vez que todo fue agujero negro, en esa vibración con la que respira el silencio, el reconocimiento se hizo destello en mi razón, cuando de súbito y con la entonación vehemente del que va a declamar una historia, Luke comenzó: Érase una vez un mendigo que nació en una cuna dorada...

3 comentarios:

  1. Al menos las penas acompañadas, son.mas pasables.

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  2. Estás helado, Mendigo…son las primeras palabras de Luke que le trae abrigo en medio de la noche. Y no sólo abrigo físico, como se irá desvelando a lo largo del capítulo éste y del siguiente, supongo…sino espiritual, interior. Nike, sin saber qué decir, le sugiere que se quede a su lado y le cuente cualquier cosa. Lucy le envía una frase envuelta en cierto misterio para el lector, pero que le resulta reconfortante (no a Nike, a quien el dolor le impide estar en su eje….) Luke tenía miedo esa noche, pero Nike lo supo mucho después. A punto de decirle a Luke la verdad, éste comienza a hablarle, lo abraza y le sugiere contarle un cuento para alejar el frío y los demonios… Una historia hecha por y para su Compañero, una historia larga casi sin terminar aún que nadie ha oído (y que me temo que se contará completa en el capítulo 37. Nueva intriga…) Una historia que Nike no debe interrumpir y que parará algún momento para requerir ayuda por parte de éste. Una historia que esa noche (19 al 20 de Octubre) habría de transformar la vida de Nike.
    Pero el frío los tiene ateridos y Luke sugiere ir a la cueva donde murió la mendiga Sally. Y allí es donde saca el encendedor que le regaló Bruce para que Luke inspeccione primero la cueva por si hay alimañas…y porque sin luna, todo eran tinieblas y frío. Luke y Nike entran en la cueva para saber de la metamorfosis y el delirio, nos advierte un ¿narrador?, una voz que advierte que volverá tras el cuento –qué misterio. Algo en sus palabras me dice que esa noche será determinante para Nike y para el resto de la novela…esa noche, el cuento…y lo que pudiera suceder y aún no sabemos.
    Se toman de la mano y se inicia la historia… “Érase una vez un mendigo que nació en una cuna dorada…” ¿Cuna dorada? ¿Áurea? ¿De oro? ¿Le va a hablar del propio Nike acaso?
    Habrá que leer el cuento completo, me ha dicho el autor que son unas 105 páginas y 6 horas…así que me lo tomaré con calma e interés.
    Inor

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  3. Antes de escribir nada diré: Perderse en las páginas de esta novela es disfrutar de la literatura que se expande dentro y fuera de cada capítulo.

    Nos encontramos ante una carga literaria tan abrumadoramente profunda como acogedora. Y es que así tenía que ser este encuentro entre Nike aun balbuceante, desesperado, aterido en su encrucijada y Luke el ser templado y profundo en sus palabras. Y esto es lo que sientes al leer "El contador de historias" un abrazo que abriga, que duele y que te hace divagar mientras el tiempo pasa alrededor de dos compañeros, mendigos, gemelos que aún tienen mucho que decirse.

    El conjunto de palabras expuestas en el texto con un sentido exacto y propio se denomina literalidad. Destacar la gran literatura sembrada en la literalidad del relato, otorgando a las palabras belleza, expresividad y mayor vivacidad con el objetivo de persuadir, sugerir o emocionar al lector, y narrar o afrontar estos caminos literarios dejando su impronta en todos ellos. Seduciendo con cada una de sus palabras y con el orden en que el autor las va trenzando.

    Un relato que podría haberse solucionado en tres párrafos más o menos extensos, es aquí desarrollado de manera generosa. Es precisamente cuando parece no ocurrir nada, el relato de un breve encuentro, cuando precisamente ocurre todo, ampliando el abanico, coloreando el escenario de grises y nocturnas negruras, traspasando sentimientos en el divagar de los personajes, y esto es un reto muy difícil de conseguir, un don que solos a pocas plumas les es concedido. Si este es un preámbulo para el siguiente capítulo, cabe imaginar entonces la grandeza que nos espera.

    ¿Qué fuego devorador brilla en tus ojos?
    ¿Qué fiebre de inquietud anima tu sangre?
    ¿Qué llamada de las tinieblas te impulsa?
    ¿Qué terrible hechizo has leído en las estrellas del cielo, para que la
    noche, extraña y silenciosa mensajera, haya penetrado tan secretamente en
    tu corazón?

    (El Jardinero -R. Tagore)

    "Recuerda, Nike, que al final la Tierra reconoce a los hombres que reconocen a Sus hijos y que no abrirá bajo tus pies ningún abismo"

    Luke el abrazo que calma, el amigo que llega inquieto por no encontrarlo, el que trae mensajes, el que porta consuelo, el calor necesario para su frío.

    Chispeaba la palabra que Nike tenía que decir, la que desataría su corazón y era motivo de su miedo, la que no pudo pronunciar.

    -“Estás temblando, Mendigo"- el brazo de Luke rodeó el cuerpo de Nike, un acurrucar que solo calmó uno de sus fríos, había un helor en su corazón imposible de templar, un corazón que anhelaba su canto, pero que en vano buscaba su voz. Luke lo veía así, atado a su libertad, y procuro otro calor de amigo, un cuento, sabía que era ese arrullo cálido lo que necesitaba Nike. La noche solo amigaba frío, la cueva de la mendiga Sally, el refugio donde Luke acogería el corazón de Nike en el enredo infinito de su cuento, de la salmodia, del canturreo, del pasar y repasar rosarios que era la historia de Nike, de Luke, de.........

    –“Toma mi encendedor” –le ofrecí.–
    “¡Luz! –exclamó. Y de repente comenzó a reír.

    Érase una vez un mendigo que nació en una cuna dorada...

    Pol

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