El 6 de agosto fue un día de retos y tristezas, de lamentos y prodigios,
de belleza sublime y de conmoción llorada. Se le caía la funda a la vieja
almohada de aquel paraíso, y al salir de la tienda el sol estaba estático, que
de ahí debe venir solsticio, llenando de pura luz el edén de aquellos pobres enriquecidos,
bañando de oro la tierra humilde de la que yo, ay, me veía obligado a
eclipsarme. La luz parecía un bodegón: membrillos y manzanas. Pero los
membrillos estaban todos cubiertos por una luz difusa. Las manzanas eran una
invocación a aquel edén, jugosas y evocadoras. Eran las 10 de la mañana y
estaban todos allí. Parecían haberse reunido en círculo alrededor de la tienda
de la señora Oakes, que presagiaba algo y les aconsejaba calma, que no se
fueran todavía. Faltaban Olivia, Lucy, Luke y Bruce, pero a este último lo vi
llegando del río con una botella llena en la mano. Algo debió leer en mi cara
al encontrarme de frente, porque el amigo fiel pareció entender que ya no
nadaría conmigo. Su corazón puro debió sufrir tal desolación que súbitamente
pareció perder el equilibrio. Lo recuperó enseguida, pero la botella que
llevaba en la mano quedó hecha de repente añicos delante de la tienda de Lucy y
Luke. Al instante vi que Luke salía sobresaltado y al comprender lo que había
pasado y tras preguntarle a Bruce cómo se encontraba, se tornó improvisado
barrendero que apartó todos los cristales. Aunque alguno debió quedar. Podía
ser un mal presagio, pero la señora Oakes, que también se había dado cuenta, se
tornó y dijo:
−“No temas, Luke. Estos cristales no
tienen más sentido que volverse espejo para uno de nosotros o pueden ser el
limpiacristales que embellezca su futuro. Tu hijo nacerá bien. Vuelve con
Lucy.”
A esas alturas yo ya había aprendido incluso a encender una hoguera. No
me costó muchos esfuerzos dar vida a una nueva donde se solía, junto a la
tienda de Olivia, que ye tenía la leña dispuesta. Yo mismo me preparé el café
mientras meditaba desazonado cuáles podrían ser mis palabras de despedida. En
ese momento Olivia y Luke salieron y se congregaron junto a los demás, en el
umbral de la tienda de la señora Oakes. Ahora estábamos casi todos. Tenía que
decirles algo ya. Me situé donde había un espacio libre, más o menos en la
misma dirección en la que me coloqué la noche mágica de las estrellas. El sol
me deslumbraba, dándome de lleno. Una nube de lana muy fina rasgaba el cielo
descubierto de norte a sur. No sé por qué quise entenderla como un destello de
esperanza. Sólo faltaba Lucy, y sólo tendría unos segundos antes de que su
madre y su marido volvieran con ella. Casi sin saber qué palabras usar, comencé
amargamente:
−“Me pregunto por dónde he de
empezar. No sé cómo agradeceros a todos lo bien que me he sentido aquí estos
días, hasta el punto de que he vivido vuestro arrabal como mi casa. No va a ser
fácil ahora retomar la vida que tenía. Pero debo hacerlo. Supongo que no sé
vivir de otra forma, y si se pierde la orientación, uno ya sabe que es mejor transitar
el terreno que conocía. En estos momentos me gustaría quedarme con vosotros un
mes más… acaso mucho más tiempo. No sé muy bien quién soy, pero si hay algo que
perdonar, perdonadme. Sólo puedo prometeros que si lo deseáis, vendré a veros a
menudo −tenía en ese momento partido el corazón nacido allí. Las lágrimas,
rebeldes e inconstantes, no me salían, quizá porque estaba llorando con todos
los otros humores−. Apenas seré capaz de deciros unas palabras, personalmente,
uno a uno, pero lo intentaré: señora Oakes, sentiré tu ausencia, y tu forma de
leerme para tranquilizarme e indicarme hacia dónde debo orientar mi aguja. Ya
ves que al final Dios-Destino sabía, y tú también sabías, qué alternativas
tenía, y que al final me marchaba. Pero no sería correcto dejar a mi abuela
aquí: veré qué puedo hacer para venir a verte. No pienses mal de mí.”
−“Tranquilízate, Nike −me dijo con
la mirada también enrojecida−, nunca lo haré. No voy a hacer más doloroso tu
camino con una desconfianza. Al contrario, ve con mi bendición.”
−“Olivia. Voy a ver si ahora soy
capaz de encontrar más Alicias que joyas. Al menos eso si lo he aprendido. Y la
joya más grande la tendrás en unas horas, o en unos días. Que Kirsten o Paul se
encuentren siempre con la prosperidad de tenerte como abuela. Que la luz de
Espiga los acompañe. Y transmítele también mi profundo afecto a tu hija. Dile
que intentaré buscar si le quedan surcos a esta vieja tierra que tanto tiempo
ha estado dormida.”
−“Bruce. Ojalá pueda pronto volver a
nadar contigo −y en ese preciso momento sus ojos y los míos se volvieron
lagos−. Recuerda que siempre has de nadar cerca de la orilla. No podría
encontrar una frase que resuma mejor todo lo que querría decirte. Sé que
seguramente no deseas oírlo, pero gracias Bruce, muchas gracias por todo.”
−“Miguel. Intentaré no convertir mi
vida en un carnaval. Meditaré si este hombre es libre y prefiere quedar
desnudo. Y desearé seguir siendo siempre mortal. Cuánto he aprendido de ti.
Imagino que piensas que ahora lo voy a tirar todo por la borda. Pero ni pasado
ni futuro. Tengo que ver qué puedo hacer con este amargo presente” −se veía que
hubiera querido responderme. O que había esperado mejores cosas de mí. Sentí
defraudarle. Pero debió estar notando mi dolor y prefirió no responderme.
−“John. En estos días he pasado de
verte de mago de las serpientes a sacerdote de las estrellas. Y siempre como el
gran amigo que pude tener. Sí. No me extraña que tu luz haya de ser inmortal.”
−“Quizá no como amigo llegaste. Pero
como amigo te vas. Y podremos serlo siempre. Cuídate, Nike.”
−“Luke…” −pero súbitamente hube de
interrumpir. Un sonido de metal conocido enfilaba las últimas piedrecitas en el
asfalto de Millers’ Lane. No podía engañarme. Era el Plymouth Superbird rojo de
Anne-Marie, que tenía ya nueve años. Era una conductora soberbia. Pocos se
habrían atrevido con la cuesta que subía hacia la Mano Cortada. Pero después
supe que ella, que había estado allí muchas veces, siempre conseguía aparcarlo
en la meseta alta. Cuando la vi llegar ya perdí las últimas esperanzas, maldita
rebeldía que no me salió, de quedarme allí.
Cuando bajó del coche, por no llorar, miré a todas partes. Las nubes se
habían evaporado y Telemachus iba de un lado para otro inquieto, siempre
rondando la tienda de Luke.
Bajó del coche soberbia en su vestido de blanco armiño. La vi más guapa
que nunca, rivalizando con la mañana. La había llamado el día anterior y supe
que vendría a buscarme. Desde esa hora había pensado qué podía decirle. Cómo
enfrentarla a una verdad que podía hacerle daño. Pero por más que retornase a
mi vida, supe que a ella no podía volver. Podía estar lastimándola ya. Nada más
verme, vino hacia mí con un amoroso “hola, Nike” y me besó en la boca. Después
saludó a John con un afectuoso abrazo. Más tarde un casi frío “buenos días”
para Miguel y un templado “hola a todos” para los demás. Era muy simple, pero
me estremeció igual saber que Anne-Marie conocía desde hacía años a quienes yo
acababa de conocer. Con un cálido “¿cómo estás?” se dirigió entonces a Olivia,
a la que interrogó:
−“¿Y cómo se encuentra Lucy?”
−inquirió interesada, pero con un deje de reproche. Que tuvieran un hijo en la
calle no podía asumirlo.
−“Es difícil responderte. Yo creo
que si no viene hoy, será mañana. Mi nieta ya está de camino. No nos ha sido
posible convencer a mi hija de que acuda a un hospital. Siempre argumenta que
ella nació aquí, y sin demasiados problemas, y que quiere que mi nieta nazca
igual.”
−“Entonces ya tendré que venir otro
día para verla −una nube reticente se negó a retirarse del cielo un rato, sólo
para proyectarse en sus ojos, su mayor belleza. Era lo que más me había gustado
siempre de Anne-Marie. Azules se abrieron para hacerle eco, reflejándose un
segundo en el verde de los míos, hasta que al fin nubes, su mar y mis espejos
tomaron direcciones diferentes−. ¿Nos vamos, Nike?”
−“Sentémonos un rato, por favor
Anne-Marie −no me decidía a irme. Parecía estar aguardando algo. Sabía que aún
no era el momento−. Me reincorporaré al trabajo mañana. ¿Qué te parece si sentados
me pones un poco al día?”
Era una débil excusa para quedarme más tiempo. Pero ella accedió. Se
sentó en la piedra del umbral, para no mancharse el vestido, con el aire de la
que está acostumbrada a ese peligro pero conoce muy bien las peculiaridades de
este lugar.
Estuvo hablándome diez minutos, contándome con todo detalle los últimos
negocios. Yo no me reconocía. Durante años habría preferido que me hablara de
negocios para que no habláramos de amor. Ahora prefería hablar incluso de amor,
para no oír de cuentas y finanzas. ¿Dónde estaba Nicholas Siddeley? ¿Cuándo se
había perdido mi ambición? A mi lado, John la escuchaba interesado,
interviniendo de cuando en cuando, hasta que viéndome completamente pasivo,
dejó de intervenir. Miguel los oía con evidentes muestras de celos, con el
temor renacido de que un día John lo abandonara. Olivia y Luke volvieron a
retirarse. Justo a tiempo, porque antes de que llegaran nos sobresaltó un
alarido estremecido de Lucy. Nos pusimos todos de pie.
Con un gesto de determinación, la señora Oakes y Olivia entraron en la
tienda, y la primera nos hizo señas de que nos quedásemos afuera. Bruce,
Miguel, John, Anne-Marie y yo permanecimos como estatuas de sal, que hubieran
querido moverse y hacer algo, en el exterior. Me imaginaba el nerviosismo de
Luke en aquellos delicados minutos, sin saber qué hacer; estorbando a las
improvisadas comadronas, agonizando de nerviosismo por dentro, queriendo ayudar
y no sabiendo cómo. Anne-Marie se volvió de repente hacia mí y me dijo:
−“Es una locura que no haya querido
ir a un hospital. Pero esperaremos, Nike, ya que nos hemos metido de lleno en
el ciclón. Y si al final la madre lo necesita, mi coche estará disponible.”
Para Anne-Marie todo aquello era un despropósito, muy extraño en Lucy. A
no ser, percibí, que fuera debido a la nefasta influencia de su marido. Yo no
le respondí. Agradecí seguir allí en esos momentos. Me había pasado diez días
esperando la llegada de Kirsten o Paul, y ahora sabría al fin quién vendría.
Hasta podía felicitar a Lucy y a Luke. Y a Olivia, pensé, no olvides a la
abuela. Realmente medité en qué les diría. Pero estaba tan nervioso como si yo
también me estuviera jugando algo trascendental. Mas, con escasas luces, sí fui capaz de acordarme
de su tío James, que no lo estaba viviendo. A mi lado, otro revoltijo inquieto,
parecía enloquecer. Era Telemachus, del que me había olvidado.
A veces ha sido vista como hija de Ra; a veces diosa pacífica
transformada en mujer con cabeza de leona, Bastet debía estar en el parto,
siempre protegiendo a las embarazadas contra los malos espíritus. La diosa-gata
podía haber tomado el cuerpo de Telemachus, que, arrebatado, rondaba por allí
sin que se le hiciera ningún caso, como temeroso ante el milagro, como la
humanidad teme a los eclipses. Ra, navegando victorioso en pleno mediodía,
seguramente bajaba la vista para ver a su simiente, la deidad de la armonía y
la felicidad. Y serás feliz.
Un temblor de tierra no habría sido percibido por las cinco
almas que esperábamos afuera. Podría haberse apagado el sol, haberse vuelto
lava el río, nuestros corazones marcaban el lento tic-tac del mediodía. Fue del octavo mes el sexto día. Cuando
el verano exhibía toda su ropa de gloria. 6 de agosto, doce horas, una estrella
quiso alumbrar en el amarillo de la jornada. El rostro de Luke salió un segundo
arrebolado, para exclamar al mundo su felicidad:
−“Ha venido Paul.”
Sin tiempo para felicitarnos ni para preguntar a Luke por la salud del
hijo o de la madre, vimos salir a la abuela entre lágrimas. Se recogió a su
tienda sólo durante un minuto, con la vana esperanza de que nadie la viera
llorar por la ausencia de su deseada Kirsten, que no había querido venir. Pero
al instante se hizo fuerte y regresó. Luke salió con el pequeño Paul en los
brazos y yo, que había estado en muy pocos alumbramientos, no podía creerme que
pudiera ser testigo de aquel milagro. Al verlo, sin saber por qué, me eché en
brazos de Olivia, que acababa de regresar, y me tuve que poner a llorar. Así
abrazados, ella lloró conmigo sus ríos agitados que, entre sollozos, se
volvieron corrientes mansas de dicha y amor enormes. El recién nacido lloraba a
moco tendido. Luke lo puso enseguida en brazos de su feliz abuela, quien ya
repuesta del revés del destino, lloraba también, pero de felicidad. Seguramente
recordaba la amarga hora de un julio de hacía 29 años, cuando parió a su gran
ventura. Al llegar a sus brazos, el pequeño Paul debió sentir la fuerza de la
sangre, y súbitamente se calmó:
−“Tú debes de ser mi abuela −parecía
estar pensando−. Y sé que he de pasar muchas horas en tu compañía. Intentaré
que no vuelvas a llorar. Si no soy el que esperabas, también conmigo te
sentirás completa. Y ya verás. Cuando juegues conmigo, reirás más que yo. Te lo
prometo.”
Era difícil decir a quién se parecía. A mí me recordó más a Lucy. Sus
mismos ojos negros, su mirada penetrante, su soberbio contorno, su piel
madreperla. Sus cabellos igual tirarían a almendra claro, como los de su padre.
Pero en esa hora en que Paul amanecía, brillábale orgullosa la luz altiva,
nacido en su perenne esplendor. Régulo empezaba a vivir. Yo…. empezaba a morir un poco. Todos llorábamos sin motivo;
el pozo profundo de mi corazón se volvió fuente. En ese instante mi cascada
encontró un precipicio profundo desde el que saltar aterrada hacia un río sin
descanso, de aguas turbulentas, cauce inquieto y mar que no llegaba. Llorando
vi como Lucy y la señora Oakes salían de la tienda. La madre estaba bien.
Increíblemente se veía capaz de andar hasta el río para soltar la placenta.
Ignoro si llegaron al Kilmourne. Pero volvieron enseguida. Luke le pasó
orgulloso el bebé a la madre, para que el pequeño rey durmiera su primer llanto
descansado en la cuna del amor sincero de su soberana. Qué hermosa Lucy en
aquellos instantes, la primera vez que la contemplaba sin barriga. Su rostro
radiante era el mismo sol que miraba hacia abajo para descubrir como la tierra
se había vestido una de sus estrellas compañeras. Su marido la rodeaba
tiernamente con sus brazos. La instantánea de los tres, el padre, la madre, y
el hijo de sus esperanzas, me rompía el corazón para hacerle un huequecito a
aquella fotografía que no he de olvidar mientras viva. Yo le rogaba a
Anne-Marie que no nos fuéramos todavía, y ella, que también lloraba, me dejó
seguir en aquella paz solar. Al momento Luke tuvo una idea, que todos
sostuviéramos al pequeño rey, uno a uno. Y se dejó acunar por la ternura de la
señora Oakes, pero Régulo volvió a llorar desconsolado. Quizá fuera un llanto
de felicidad, pero así estuvo diez minutos. Más tarde en brazos de Bruce lloró
unas lágrimas dulces, como si sintiera amiga la sangre de ese desconocido. En
brazos de Miguel volvió a ser berrinche, por lo que enseguida pasó a sostenerlo
John, y ahí su llanto era como una brisa indecisa que no sabe si ha de dejar de
soplar, contento de que su estrella hubiera encontrado el cubículo exacto desde
el cual podía ya seguro emitir sus primeros rayos. John lo sostuvo un minuto y
lo pasó tiernamente a mis brazos. Y sentir su calor en mis entrañas debía ser
como el universo que siente que estalla una de sus estrellas y ya nunca sabrá
si podrá recomponer su armonía. No sé qué extraña voz quiso tomar entonces mi
mente, mi espíritu, mi corazón… Se dijera que el alma de los milenios se
apoderaba de mi garganta, que debía saber que si no hablaba entonces, no habría
habido espacio ni tiempo, siglos de guerra y amores agazapados en sus relojes,
arena que rellenara las costas, sol que de este a oeste viajara. No habría
habido más páginas para Nike, ni para Nicholas, si en ese momento no hubiera
dicho lo que dije:
−“Bienvenido al mundo, pequeño rey.
Llegas a una tierra colmada de belleza… para el que sabe verla.
Y serás feliz.
Porque cuentas con la sabiduría y la belleza de tus padres,
y la dignidad de todos sus compañeros.”
Sin ser consciente de que mi sangre había estallado con esas palabras,
sí noté que en ese instante el pequeño rey dejó de llorar, como si quisiera
hablarme también y me estuviera diciendo: “Espérame en cada solsticio y cada
equinoccio. Ni tú podrás ya vivir sin mí ni yo sin ti. Sólo tendremos que
esperar que nos recuperemos los dos de este agujero negro. Pero no voy a llorar
nunca a tu lado. Y recuerda que un día te estaré esperando para que me enseñes
a nadar.”
Oh, Régulo. Luz infinita y
fulgente. ¿Cómo seguir creyendo de ahora en adelante que el universo mece
su música sin ti? ¿Cómo volver a mirar al mediodía sin tu luz? ¿Quién eres tú,
pequeño tirano sin cabello aún, de tan despiadados rayos? ¿Dónde buscar mi
corazón si es no a las 12 de cualquier mañana de cualquier estío, en esas horas
en que mi estrella polar sigue durmiendo su beato sueño de esperanza en su
resurrección? ¿Cómo voy a creer que se pueda sobrevivir en un universo donde no
estés tú?
Como en un último destello de sobriedad, me acordé de pasárselo
amorosamente a Anne-Marie, que también estuvo allí ese mágico 6 de agosto. En
sus brazos volvió a llorar, mientras yo me daba cuenta de otro llanto. Lucy y
Luke derramaban agradecidos sus océanos, mirándome en reconocimiento de mis
palabras, con sus lanzas lacrimosas convergiendo en el mismo destello. Ambos se
acercaron temblorosos con los ojos enrojecidos, negándose a dejar de llorar
hasta que no me hubieran abrazado. Lucy prefirió besarme en la mejilla; Luke se
fundió conmigo en un abrazo, y el amigo que no había demostrado que lo era, que
no sabía cómo conservar aquella amistad, se cayó al suelo, más que se sentó, en
aquella armonía sin equilibrio. Un instante después, por imitación, parecieron
todos ponerse de acuerdo y se sentaron. Y Anne-Marie volvió a pasarle la
estrella Régulo, quise decir el pequeño rey, a su padre. “Luke, amigo mío, ya
tienes la felicidad de tu mujer y la dicha de tu hijo en tu regazo, y yo me he
de marchar para que su brillo sea siempre puro y cristalino, lejos del amigo
que no puede serlo y no desea mancharos. Serás más feliz sin mí. Aunque nunca
sepas qué le pasó al pobre Nike, que tuvo que irse y no sabe si volverá.”
Entendí al fin cuál era la segunda mitad de mi sombra. Yo no podía mezclar mi
tierra con esa tierra y que no salieran grietas. Lucy, Luke y Paul eran
sagrados. Yo sólo sería una quiebra constante, una hendidura en su camino de
felicidad, el de los tres, una luna que sólo podría dar sombra, una mancha en su
estrella del día que sólo se aleja a su afelio. No sería correcto que en
vuestro calor buscara mi perihelio. Entended que ahora debo orbitar, sin saber
cómo voy a ser capaz, por otras estrellas más frías.
Me había sentado de frente a John, el único quizá que podía verme, otra
vez cara al sur. Los demás, este y norte, en torno a la nueva familia, no me
veían. Lucy tal vez. Luke miraba a su hijo, encontrando no sé qué tiernos
horizontes en sus cristales, que acaso aún sin luz, atravesaban la mañana. Pensar
que no volvería a verlos fue el último hachazo en aquellos días de sobresaltos.
Una corriente de sudor sanguinolento seguramente bajó por mis mejillas. Un
corazón comido por mil hormigas debió protestar, pidiendo una nueva vida, a
través de mi mirada. No sé si aunque no llovía, agosto lloraba, porque en el
suelo quedaba un cristal, como si su último regalo hubiera de ser una lágrima.
Pero entonces una mano amiga se posó en mis hombros devolviéndome por un
segundo a mi sur. John, haciendo un esfuerzo por que su voz se sobrepusiera a
mi sordera, me estaba hablando:
−“Levántate un segundo, Nike. Quiero
que vengas a mi tienda. Antes de que te vayas, te quiero regalar un libro, que
ya no uso, sobre las estrellas.”
Que suerte que les haya tocado el nacimiento a todos juntos y que felicidad.
ResponderEliminarUna estrella que se ha dejado atrapar en ese Universo, ha de volver a brillar de nuevo. Pero lo hará, en compañía de todos ellos, volveráaa, me lo dicta el corazón.
ResponderEliminarBIENVENIDA A REGULO
ResponderEliminarVérnix caseosa, casi morada, protegiendo tu apenas recién estrenada dermis, y el azul y blanco de Régulo ya nutriéndote con el amarillento calostro de tu madre. No es que estos ocho lo tuvieran todo, pero si había algo que les faltaba ya lo tienen, y no es que sus días no estuvieran llenos, pero ¿sabes? para la ternura siempre hay tiempo, y desde tu aurora descubrirás todo y todo te impresionará, el rompecabezas casi está resuelto.
Con avaricia de niño voraz, te colarás en sus equipajes, que solo llevan un deseo de amor, y con esto les bastará si contigo tienen los astros, astros cálidos que son leales, que de noche verás en el cielo y de día en todos ellos. Y llegará el paso de las primaveras, la vida tendrá que desnudarte de túnicas inútiles para el camino, y llevarte hacia la esencia, donde solo será necesario ese deseo de amor para llenar tu equipaje, pero eso esta "por-venir". Mientras, tus ojos abres y nace la luz, encontraras en la ternura el coraje, y en la humildad, firmeza, niño de luz, deseo que faltaba. Y cuando tus ojos entrevean la serenidad del atardecer, aprenderás certeza en la verdad que antes adivinabas.
Pol
A MODO DE COMENTARIO
ResponderEliminarNo hay comentario posible que pueda asemejar mínimamente la ternura de este capítulo, no sirven ni recovecos hablando del estilo narrativo, ni impostadas sinopsis de lo leído, los adjetivos acerca del buen hacer del autor aún no se han inventado, y los inventados ya están todos dichos, por eso y porque no puedo abstraerme a comentarlo pido disculpas por el lenguaje simple que utilizaré para ello y por su brevedad.
Como un fin de ciclo, parece que la primera parte del todo se cierra en este capítulo, no podía ser de mejor manera, La llegada de Paul, la despedida sin convencimiento de Nike y las palabras de John tendiendo puente a la continuación con un nuevo elemento que abrirá, con seguridad, nuevos universos.
Un parto corto que destaca por ser una lectura sencilla, ágil, fácil de leer. Una vez más con maestría a la hora de contar historias, incluso las más sencillas. Lo que empieza con los agradecimientos de Nike y su despedida del círculo de mendigos, se transforma por obra de la llegada de Paul en una comunión de sentimientos.
Un único escenario, y una visión de los hechos de la mirada desde el exterior de los personajes, que están esperando que un nuevo ser llegue y las distintas sensibilidades parecen unirse en una sola, el gozo de la alegría derramándose en lágrimas. El lenguaje coloquial en los diálogos se transforma en filigranas estéticas cuando toma voz el narrador, que no se deja llevar por lo emotivo del momento evitando así caer en ditirambos innecesarios transcurriendo con sobriedad todo el relato.
La precisión de las palabras logra, de nuevo, dar vida a los personajes. Y son ellos los que marcan la evolución del capítulo, la acción sutilmente avanza a toques de retórica, convertida en una argamasa capaz de unir todas las piezas con el material literario necesario para moldearlos.
Pol