CAPÍTULO XXIV: NOVENTA Y CINCO DE CADA CIEN



   Desterrado parecía el viento de esa amanecida, sin balcones, sin saber por qué orificios penetrar. En el jardín sentí la tentación de coger el coche. Pero como otras mañanas preferí dirigirme primero al puente Hammerstone, para observar el festival de las últimas estrellas que ya pronto se irían a dormir. Un manto de nubes mecidas por el viento de levante se las llevaba antes de que yo pudiera distinguirlas. A la impalpable luz del amanecer que llegaba, el cielo así velado tenía un matiz amarillento y todavía no sé por qué lo quise entender como una luz premonitoria. Algo me decía que ese cuarto día de octubre no iba a ser un día como los demás.

   En mis largos paseos matinales aún no había cruzado Castle Road en dirección a Havengrove Avenue. Sería que como esa calle desembocaba en el puerto tenía miedo a contemplar las mismas aguas que poco antes habrían sido infantes en Rivers’ Meet. Mas esa mañana me atreví a tomar esa larga avenida y me puse a pensar en la intuición. Supe  que cuando al corazón se lo deja libre de empalizadas, éste campea por sus prados con tanta luz como la razón, y a veces lee el futuro inmediato sin que sea necesario saber de magia para hacerlo; basta con descifrar las hojas que el contorno de tu presente te está escribiendo.
   Amanecer aromático en la avenida del puerto. En mis recuerdos de ese octubre quedan las fragancias mezcladas de aceras mojadas y el dulce olor a pan recién hecho. Los primeros trabajadores de la limpieza estaban regando las calles y para que no me mojaran, me fui al único trozo de avenida todavía libre de aguas, la acera oriental. Y caminando por ella llegué a la esquina de Chamberlain Street. Un perfume como una mano amorosa que te acaricia el rostro venía de algún rincón iluminado. The Shining Bread of Dawn es una panadería, que todavía existe, que cuenta también con una amplia cafetería donde uno puede desayunarse. Arribé a ella porque me atraía la luz y en sus escaparates quedé unos minutos atrapado. Allí se exhibía todo tipo de pan y todo tipo de pasteles, y entre ellos había un brioche de chocolate y naranja amarga que era exactamente igual al que Olivia me había traído el 31 de julio. Quizá lo había comprado en esa misma panadería. Decidí entrar y gozar del placer de un café con ese evocativo brioche.
  A esas horas la concurrencia era escasa y sólo estábamos dos o tres madrugadores sobrios. La mermelada de naranja, que se me deshacía en la boca, me llevó por unos minutos de nuevo al verano, a la tienda de Bruce y la sonrisa de sol refulgente de Olivia y sus recuerdos. Con los míos me quedé yo, dos meses sin ellos pero a todas horas aún con ellos. Y aunque siempre temiendo la reaparición del fantasma de Nicholas Siddeley, hasta entonces sus rostros humildes habían podido con él. La mermelada se me derramaba por las comisuras de los labios como un Kilmourne que se bifurcara, recordándome el olor de la tierra, arrabal de sol y oro, de ríos y plata, y el chocolate otro líquido que se desliza bajo el Puente del Meandro, mis ojos evocando los fuegos fatuos de San Albano, sin alisos que los encubrieran, mis recuerdos un panegírico en loor a Olivia Rivers y a todo lo que me contó sobre sus compañeros. No podía más. Dos meses después seguía recordándolos a cada hora bañado en lágrimas, sintiéndome un renegado. ¡Amargo brioche del 4 de octubre, de otro amanecer acre sin estrellas, con fulgores de soledad y traición!
   Siempre oscuras y deshuesadas las luces de Avalon Road, llegué a la Thuban Star sin más brillo que el débil candil de mis ajadas memorias y con la misma resolución de los últimos meses, penetré al fin en sus pasillos. Esa fue una mañana normal hasta las 11. Iba a bajar a tomarme el habitual café con Richard cuando llamaron a la puerta. Era Samuel Weissmann preguntando si podía entrar. Algo nervioso le dije que sí. Sus pasos calmos, su mirar circunspecto, sus ojos inclinados que me observaban rumiando alguna cosa, hasta el castaño de su abrigo, todo el conjunto consiguió inquietarme.
−“Quería hablar contigo, Nicholas” −empezó.
   Y con manifiestas muestras de desasosiego, respondí con una nueva pregunta.
−“¿Viene a despedirme?”
−“No −y con deseos de tranquilizarme−: ¿Qué te ha hecho pensar eso?”
−“Viene entonces a recriminarme algo” −aseguré.
−“La empresa ha prosperado con la buena labor de Nicholas Siddeley estos últimos dos meses. Y si estás pensando en cómo nos convenciste para no construir al sur de Arcade, recuerda que nos ofreciste alternativas. No, no tengo que reprocharte nada. Y si ya estás más tranquilo, ¿puedo hablarte en serio?” −y al asentir y rogarle que se sentara, prosiguió−. Nicholas, ¿cuántos años crees que tengo?”
   Siempre me resultó imposible contestar a esa pregunta. La verdad es que para eso tenía muy mal cálculo y un número equivocado podía ofender, así que pregunté:
−“¿60?”
−“Tengo más de 65. Y supongo que tampoco sabes que tengo esposa y tres hijos: Joan, Susan (como mi mujer) y Samuel Junior, el más joven, que ya tiene 30 años.”
−“¿Por qué me cuenta todo esto, señor Weissmann?”
−“Porque… no sé si lo parezco, pero soy humano. Me apetecía hablarlo con alguien y hoy por hoy deseo hacerlo contigo. Últimamente tengo muy buena opinión de ti.”
−“Gracias.”
−“Verás, Nicholas. Ya tengo bastante edad para haberme retirado. Pero hace tres años me llegó la tentación de hacerme con el 50% de las acciones de esta empresa, y decidí en mala hora prolongar mi tiempo de trabajo. Y tuve que convencer a mi familia, además, de hacer un brusco cambio de residencia a este país. No me atrevía a afrontar unos años en que me acabara sintiendo un inútil. Esa sensación de que te estás acercando al fin hizo que quisiera engañarme y me mintiera a mí mismo sobre lo fundamental. Y es que amo a mi mujer y quiero a mis tres hijos y no les estoy dedicando el tiempo que debería. Contéstame, por favor, con sinceridad: ¿qué harías tú en mi caso?”
−“Si yo tuviera mujer y tres hijos… estaría con ellos a todas horas. Querría ver su crecimiento, sus necesidades, el desarrollo de su personalidad y todo lo demás −fui con precaución. No quería injuriarlo−… dinero tengo de sobra ya para que vivan de él mis nietos y hasta mis bisnietos. Y la necesidad de volcar mis pensamientos en la vocación que toda la vida me ha ocupado iría menguando. Pero no sé, señor Weissmann, no quiero ofenderle. Cada caso es distinto. No quiero pasar por un periodo en que me sienta un inútil, y como no lo he vivido, no sé qué haría en su lugar.”
−“Ya te he dicho que hace años que debía haberme retirado. Pero me retraía no saber en qué manos dejar esta empresa. Sé que si me voy sin más, el consejo de administración propondrá un nombre, pero en el tiempo en que he estado en la Thuban Star la he querido tanto que no me quería ir sin saber quién la manejará. No me gustaría verla en manos de un advenedizo o de alguien que no esté capacitado. Y durante estos años he estado observando a todos mis empleados y no hallaba a nadie a quien honestamente pudiera pasarle el testigo.”
−“¿Ha pensado en Anne-Marie?” −pregunté con seguridad.
−“Sí. Y sé lo que estás pensando. Pero no me asusta saber que no hay muchas mujeres hoy por hoy dirigiendo empresas. El día llegará en que se tenga en cuenta sólo quién está mejor capacitado. Estuve pensando en ella con cuidado. Pero no la veo del todo preparada.”
−“Podría saberse manejar pronto en lo que le falte por aprender. Es honesta y ambiciosa. Creo que su gobierno hará prosperar esta empresa.”
−“Quizá. Pero tengo otra posibilidad. Mirando a todos, y descartado que volviera a ser presidida la compañía por Norman o Harold, y no tomando en serio a los arribistas Walter y Thaddeus, hallé al fin un nombre adecuado: Nicholas Siddeley −me sobresalté−. Te estoy ofreciendo la presidencia de la Thuban Star.”
   La tentación te aplasta entre sus garras, pero no lo bastante, porque frecuentemente hace que la víctima no desee escapar, y se condene. Varios años después, y cuando menos lo esperaba, la ambición de mi juventud me salía al paso como una emboscada. Entendí que si lo rechazaba toda la vida de Nicholas habría carecido de sentido. Pero si la aceptaba… veía todo mi futuro como una ruina, como un esqueleto, la faz macabra de la soledad, un río de oro con aguas de mueca burlona, de frío despiadado, de revueltas olas sin crepúsculo de calma. Los hijos que no iba a tener me reclamaban, me alentaban a no sucumbir al tedio, a una vejez sintiéndome inútil con un libro de la vida con páginas doradas que no eran sino oropel. Volví al presente y con un suspiro afronté la mirada expectante de Samuel.
−“Hasta hace dos meses te habría dicho que sí sin dudarlo…”
−“Hasta hace dos meses yo no te lo habría ofrecido. No quiero ofenderte, Nicholas. A ver cómo te digo esto. Nada más llegar me sorprendieron dos cosas sobre ti. Una gratamente. Incluso ebrio sabías perfectamente todos los entresijos de este negocio y en todos sus laberintos te desenvolvías sin problemas. Habías asumido tu labor y gran parte de la tarea de John Richmonds, al que nunca conocí. Lo que me sorprendió  desagradablemente ya te lo he nombrado. Durante dos años te veía día tras día alcoholizado…”
−“¿Por qué no me despedisteis?” −lo interrumpí.
−“Porque incluso un Nicholas borracho nos daba mejor beneficio que un empleado sobrio, pero inexperto. Diré que sabes orientarte incluso en las marejadas. En ese tiempo ya te miraba pensando en que podrías haber sido el hombre en cuyas manos debería dejar el negocio. Pero créeme, no lo habría hecho. En las condiciones en que te hallabas, no podía arriesgar el gobierno de esta compañía a tu timón.”
−“Soy un alcohólico, señor Weissmann. ¿Por qué piensa ahora, si es que lo piensa, que no volveré a recaer?”
−“Eso no puedo saberlo. Pero llevo dos meses observándote. Sea por la razón que sea, te veo sobrio, timonel que maneja con tino la nave, y totalmente desprovisto de ambición.”
−“¿Y no cree que la ambición es imprescindible para presidir una compañía como ésta?”
−“Yo creía que sí, pero viendo los pasos de Nicholas Siddeley estos dos últimos meses, ahora pienso que no. Para saber manejar un negocio como este y prosperar hay que tener inteligencia, prudencia, conocimiento y un deseo que en lugar de ambición yo denominaría ansia de beneficiar a los demás miembros de la empresa. Y todas estas cosas las tienes. En fin −viéndome en un laberinto de incertidumbre, siguió−, no espero que me des una respuesta inmediata. Piénsatelo bien. Podría incluso venderte mis acciones. La Thuban Star sería prácticamente tuya.”
   Al hombre que había ambicionado presidir la compañía nunca se le habría ofrecido. Al resucitado que no tenía ambición se le brindaba una tentación de oro. No podía aceptar pero tampoco podía decir que no a la ligera. Samuel Weissmann seguía allí y algo tenía que responderle, pero no encontraba palabras. Pensé que tal vez por lo que acababa de pasar había entendido esa mañana que la luz era premonitoria, y creí que era esto lo que presagiaba. Ese 4 de octubre no iba ser un día como otro cualquiera. Viéndome incapaz de decir nada, fue él el que habló:
−“Nicholas, quiero invitarte a comer. He pasado varias veces por The Golden Eagle, en Longborough Street. Está especializado en comida de este país. Cuando llegué a esta ciudad me hablaron de la elaboración de algunos platos en The Golden Eagle y te puedo decir que es mejor de lo que puedas creer; sobre todo me quedo con el Sunday Roast. Pero hay donde elegir. ¿Qué te parece si te recojo a la una? Puedes dedicar esta hora y media a meditar y acaso para entonces pueda saber ya qué has elegido.”
−“Acepto la invitación a comer. Pero no le puedo prometer, señor Weissmann, que para entonces tenga preparada una respuesta. Debería decirle que sí, pero no quiero arrepentirme de un sí o un no apresurado.”
−“En ti confío. Recuerda: a la 1 me pasaré por tu despacho y damos por terminado el trabajo por hoy.”
   Se marchó dando un portazo que a mí me recordó el sonido de una cerradura que bruscamente se cierra. Algo se clausuraba. Si elegía presidir la compañía, le estaría dando término a los sueños delirantes que habían poblado mi alma los últimos dos meses. Sus rostros se me difuminarían; y al imaginarme que desaparecían sentí que me ahogaba. Nuevamente el vacío me oprimía con su puñado de ausencias. Desesperado por un soplo de aire, me aflojé la corbata y, acercándome a la ventana, la abrí de par en par. Me puse a contemplar lo poco que se adivinaba tras los cristales. Vicar’s End es en realidad un callejón sin salida, con entrada por Castle Road. Lo que mis ojos veían eran quizá las puertas traseras de los altos edificios de Havengrove Avenue y sus muchas ventanas o balcones. En uno de ellos vi a un señor conversando con una señora rubia en el balcón de enfrente. Me pareció que Amor hacía de las suyas en todos los pisos de la vida, y que como era habitual, vendría sembrando el conflicto. La sucia faz de sus estropeados ladrillos llegaba hasta el pavimento sórdido, oscurecido por manchas antiguas de la basura que se desangraba por los contenedores próximos. Me sobresalté al imaginarme presidiendo un día la Thuban Star, mirando a las ventanas de Vicar´s End y, ufano y arrogante, toparme con la silueta de John, de Luke, de cualquiera de ellos, necesitado y humillado, hurgando en sus fétidos interiores. Creo que oteando este callejón sin salida pasé más de una hora, mis pensamientos un dédalo incómodo. Parecía que, eligiera lo que eligiera, no me quedaba más alternativa que cegar uno de los brazos del río de mi vida. Y seguía creyendo que el meandro no me permitiría nunca bifurcarme hacia el Arrabal de la Mano Cortada.
   La mente fosca y enmarañada, sin espejos, no sabía orientarse en este galimatías. Y antes de la una ya estaba allí Samuel llamando a la puerta. Al preguntarme si ya había decidido algo tuve que responder que no.
−“No sé si le valdrá, señor Weissmann −le dije confusamente−, pero aún no tengo claro nada. Estoy en una encrucijada de mi vida, intentando todavía averiguar quién soy exactamente. Honestamente debo decirle que quizá esta tarde no tenga respuesta.”
−“Un hombre con ambición ya me habría respondido que sí. Codicia no tienes, y entre otras cosas por eso, sigo pensando que presidir la Thuban te iría como un guante. No sé que me dirás, pero que vaciles me sirve al menos para convencerme de que he tomado la decisión correcta. Déjame al menos que durante la comida te ponga un poco al día sobre cuáles serían tus funciones. Saberlas te puede facilitar tomar decisiones después.”
   Salimos a la calle. Contemplando el rostro financiero de Avalon Road era difícil no recordar que yo venía de ese mundo. Sí, sabía perfectamente quién había sido. Lo correcto no era tal vez meditar sobre quién sería, sino sobre quién debería ser. Tardé unos segundos en ver que Samuel me estaba hablando:
−“Te decía que tengo el coche aquí aparcado. Pero que es un trayecto corto. Que si no sería mejor ir andando.”
   Asentí y fuimos andando. Doblamos por Castle Road y no tardé en ver las facciones opulentas de Deanforest y de todo Newchapel. Por unos instantes ni siquiera el puente Hammerstone me pareció malcarado. El sol se reflejaba sobre el Heatherling como un abalorio dorado sobre la cadena del río rico. Fueron varios minutos, mientras cruzábamos Castle Road, en que me sentí tentado. A pesar de todo el dolor que había acumulado esos dos meses en Deanforest, ambiciones ya casi olvidadas, pero se ve que nunca extinguidas, me tomaron con inusitado arrebato. Me imaginé en mi locura propietario de todo Newchapel, engalanado de oro y atavíos suntuosos, millonario gobernante de la embarcación de la Thuban Star, la joya de la corona que me ornaría, emperador en un palacio imaginario. Y al cabo de unos pocos pasos, vi de nuevo la única entrada de Vicar’s End, y volví a evocar la sucia imagen del callejón sin adoquinar que percibía desde la ventana de mi despacho. Apenas escuchaba las palabras de Samuel, que me estaba contando algo sobre su familia. Supongo que educadamente lo escuchaba y a ratos coherentemente le respondía.
   Pero al fin llegamos a Longborough Street y apenas doblamos la esquina tuve un sobresalto. En un chaflán, en el ángulo en que la acera oriental se une a Chamberlain Street, vi de lejos a una mendiga. Desde esa distancia sólo podía distinguir un largo cabello pelirrojo, una cara todavía joven, y un vestido naranja con flores. El corazón me dio un vuelco al pensar que podía tratarse de Lucy. Todos mis sueños dorados se tornaron una inquietud que para el que lo ha vivido, Protch, te diré que era como si los sentimientos estuvieran saltando embriagados y creo que por unos segundos llegué a ruborizarme. Otra vez recordaba sus palabras de comienzos de agosto, imágenes que como reto martilleaban en mi memoria: “Cuando nos veas, nos reconocerás”. Al avanzar por la calle, ya me di cuenta de que no era ella, y ahora, años después, te puedo decir que se trataba de Sue, una mendiga experimentada, aunque todavía joven, de la que desconozco el apellido, parecida a Lucy sólo de lejos. No era ella, pero no pude evitar recriminarme: “¿Qué habría pasado, maldito Nicholas, si realmente llega a ser Lucy? Dejas que te embriaguen sueños de oro bastardo y cuando al fin veas a uno de ellos, ¿qué vas a hacer?” Avergonzado y todavía sobresaltado me encontré en el dilema de siempre: no saber si debía darle o no alguna moneda. Samuel no parecía darse cuenta y me hablaba de la esquina de enfrente, donde se encontraba otro restaurante de moda llamado The Silversmith, y me explicaba que en él servían el mejor cordero de la ciudad. Me habló de que quizás otro día comeríamos allí. Pero su idea fija era The Golden Eagle, y penetramos al fin en el vestíbulo y empezamos a subir su amplia escalinata.
   Las luces en un restaurante de moda suelen ser cálidas, seductoras, derrochadas. En The Golden Eagle estaban amortiguadas, para que deslumbrara su artesonado. Imitando el oro, lloriqueaba pulida la madera de las paredes. Uno tenía la impresión de haber entrado en una cueva legendaria, una gruta donde hubieran guardado su tesoro unos corsarios, que hasta se habían tomado la molestia de defenderla con una gran águila disecada, negra y avasalladora, enorme en una esquina, las feroces alas desplegadas con tanta verosimilitud que parecía a punto de levantar el vuelo. Estábamos en el primer piso, lleno de mesas en un comedor principal con numerosos reservados. Pero estaba abarrotado. Probamos también en el superior. Misma fortuna. Decidimos volver abajo y esperar que se desocupara una mesa. Pero no éramos los únicos; había una gran cola de gente que nos antecedía aguardando su turno para sentarse. Eran las dos menos cuarto y pronto comprobamos que a este ritmo no nos sentaríamos hasta cerca de las dos y media. Yo no tenía prisa; se estaba bien al calor de una chimenea a mi derecha y el olor de la carne excitaba además mis jugos gástricos. Pero Samuel se impacientaba.
−“Debí acordarme de hacer una reserva. Parece mentira, pero siendo la comida del país, todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo en congregarse aquí. Y cuando consigamos sentarnos, el bullicio impedirá que charlemos de todo lo que tenemos que hablar.”
   Aún incómodos, Samuel recomendó que aguardásemos unos minutos más. Se ve que le gustaba la comida del país. Pero después de un cuarto de hora sugirió que podíamos probar fortuna en The Silversmith. No le gustaba demasiado el cordero, me dijo, pero estaba seguro de que habría más alternativas y lo importante era que pudiéramos conversar tranquilamente.
   Bajamos al fin la escalera y salimos del restaurante. Y allí, en la esquina, supe al fin que el largo camino del exilio terminaba en curva; porque las últimas avenidas del destino se doblaban hacia los callejones tenebrosos, de la calamidad o la victoria, y la hora era llegada. ¡Oh, tarde del 4 de octubre, de luces desconcertantes que iban a sellar mi destino! Al menos había de saber si cuando los viera, los reconocería. Esta segunda vez no fue una ilusión de mis sentidos. Al otro lado de la calle, junto a The Silversmith, ya no estaba la mujer que se parecía a Lucy. En su lugar, sesenta días después, allí se hallaba, cómodamente sentado en la acera y pidiendo limosna, uno de ellos −los reencontraba al fin−, y precisamente Luke. Mal vestido y según todas las apariencias, sucio y andrajoso, vi que me había visto y que no había tardado nada en reconocerme. En un chaparrón de emociones, apenas fui consciente del sonido de la lluvia suave de las palabras de Samuel que me hablaba:
−“Recuerda, Nicholas −me decía. Estábamos tan cerca de Luke que no sabía si podía oírnos− que el objetivo ahora es que hablemos de si finalmente has hecho caso a lo que te acabo de proponer. Tú serías el mejor presidente de la Thuban Star.”
    Pero casi no lo escuchaba. Me hallaba en las aleves manos de las asechanzas del destino. Me bastó volver a ver su rostro para ahogarme en un mar terrible de dudas, para recordar lo mucho que lo amaba, para evocar el profundo dolor con el que los dejé a todos atrás en una resolución que, acertada o equivocada, me pareció entonces la única alternativa. Sólo fueron en realidad cinco segundos. Pero en una brusca decisión me iba la vida. Y no podía malgastar varios minutos. Luke me miraba sonriendo; para él el tiempo no había pasado y yo era el mismo Nike de agosto. Mi primera duda quedaba solventada: era en realidad saber si de su parte yo sería recibido con afecto, sin reproches por los dos meses transcurridos sin haber ido a visitarlos. Su mirada cálida me hizo pensar una vez más en si sería capaz de soportar un día su desprecio, si no perdería por ello a los siete, al pequeño rey, su tierra entre hogueras ardiente, su río… Si lo saludaba corría el riesgo de volver a darle valor a lo único que lo tenía para perderlo todo después. Intuía además que ya no habría marcha atrás, un solo paso al frente haría que todo el oro que me había vestido estos 29 años quedara evanescido, todos mis sueños de fortuna disueltos en un deseo irrefrenable de morir con ellos, por esas mismas calles y esas mismas indignidades, compartiendo el escaso alimento y el mucho frío nocturno.
    Mas para que sepas cómo reaccioné al fin, Protch, perdóname, pero prefiero relatarte la historia que Luke contó esa misma tarde en el campamento. Hacia él nos vamos.
    El sol todavía relumbraba incansable cuando al fin llegó a la Mano Cortada, sobre las 4, pero sin mí. Sólo cinco minutos empleados en dar un beso a su mujer y a su hijo y se encargó de reunir a los siete junto a su tienda. Por suerte esa tarde estaban todos allí. Miguel y John, más afortunados que otros días, ya habían regresado y se ocupaban de acarrear la tan necesaria leña para la noche. La señora Oakes y Olivia habían necesitado toda la mañana, pero ya estaban de vuelta. Bruce había sido, como de costumbre, bienaventurado en su jornada. Luke les dijo que tenía algo que contarles y en menos de diez minutos ya estaban todos reunidos.
−“Queridos compañeros, estos dos meses hemos recordado a menudo a Nike y nos preguntábamos muchas cosas sobre cómo le iría actualmente en la vida. Y lo hemos extrañado tanto que con frecuencia nos hacíamos cábalas, y hasta en ocasiones le hemos hecho algún reproche por su larga ausencia. Pues bien, este mediodía acertaba a hacer mi trabajo por el centro. No suelo acercarme por allí, como ya sabéis, pero a veces es conveniente hacer algún cambio en la rutina. Me detuve al fin junto al bar The Silversmith, quizá lo conozcáis, en Longborough Street. Eran las dos menos diez cuando vi salir a dos hombres de The Golden Eagle, en la esquina de enfrente. Uno de ellos era Nike. Enseguida se dio cuenta de que yo lo había visto y me sonreía con cierto temor. Con él venía un hombre que por las palabras que dirigió a Nike supuse sería su jefe en la empresa. Lo que vino a decirle era poco más o menos una oferta para que Nike presidiera la Thuban Star. Fueron unos segundos difíciles. Yo estaba esta mañana algo más sucio de lo habitual y era obvio lo que estaba haciendo allí y…”
−“¿Qué hizo Nike?” −lo interrumpió Miguel en tono cortante. Según me contó Luke, Lucy y la señora Oakes sonreían con cierta seguridad.
−“¿Qué podía hacer, Miguel? ¿Qué podía hacer? −repitió− ¿Qué habrían hecho noventa y cinco de cada cien, enfrentado al sueño de ambición de su vida, y ante un mendigo tan sucio como yo?”
−“Oh, que el diablo se lo llevé.” −fue el comentario de Miguel. Y empezó a alejarse.

3 comentarios:

  1. "Cómo llenarte, soledad, sino contigo misma... Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona que yo fui, que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones; por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos, limpios de otro deseo....... Por ti, mi soledad, los busqué un día; en ti, mi soledad, los amo ahora." (Luis Cernuda)
    Dos meses ya, y la vida sigue pasando como pasan las cosas que no tienen importancia, cada vez que algo se va deja paso a algo que llega, fogonazos (no me gusta la palabra flash, sorry) ciegan de nuevo su alma, ya bastante roída por añejos recuerdos, la reminiscencia de sus instantes con los mendigos como un río que recorriera las venas y saliendo del corazón embotara su cabeza.
    Pero el demonio anda en las casualidades, sitúan a Nike ante una propuesta que sin duda hubiera aceptado sin pensarlo Nicholas y se cierne como focete sobre el germinado brote, apenas asomado al cielo, de Nike, y si este añora sus recientes recuerdos, también Nicholas revive, quizás, viejas ambiciones. Los vicios, debilidades, miedos, todo lo que hace de Nike persona vulnerable, vuelven a aparecer de nuevo, otra vez Siddeley. Por suerte para Nicholas existe Nike. Culpabilidad o responsabilidad mezclados en la confusión. Cielo estrellado, un nuevo cosmos que convierte las decisiones en un mundo desconocido y desafiante, una conciencia moral que como el lenguaje tendrá que ir adquiriendo paulatinamente. Como en el burlesque su alma dividida mostraba ahora la sombra de Nicholas, ahora la de Nike, en un si bemol de métrica valsistica, con cadencia dubitativa.
    Pero igual que el diablo el destino también nos asalta y el temor de encontrarnos con aquello que queremos ver, que añoramos, pero que al salir a nuestro encuentro suele causar desazón, miedo, ......"Su mirada cálida me hizo pensar una vez más en sí sería capaz de soportar un día su desprecio, si no perdería por ello a los siete, al pequeño rey.....". Nike con la vergüenza de ese sí mismo que no es el mismo, postura impostada ante la ambigüedad de su esencia personal aún no resuelta.
    Lo vuelves a hacer, pequeño "rufián", dejarnos con el alma de Nick y la nuestra en vilo, con el juicio de los mendigos, dos trazados narrativos a la espera de resolución. Ay cuantas veces ante las dudas nos gustaría ver la otra cara de la moneda, que hay detrás del pensamiento del otro, que realidad inyecta los ojos con los que somos mirados, que juicio, benévolo o atroz, nos depara su sentencia, volver es difícil, pero aún más cuando no se sabe como regresar y más cuando la culpabilidad por haberse marchado es la única razón coherente que se tiene.
    Para el escritor en el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete con frecuencia su personalidad entera. Involucra, por ejemplo, la facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver. En la escritura, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas. Este capítulo engancha, entretiene, dibuja bien los personajes y el argumento avanza con buen ritmo. En ningún momento decae el interés, sino que, muy al contrario, a medida que va avanzando, cada vez se siente más la pulsión de los acontecimientos, y la lectura nos absorbe hasta el final, donde el autor como un generoso trapisondista, nos embauca hacia el próximo capítulo mostrándonos una escena del futuro, pero sin resolver en ninguno de los dos casos, de momento, las circunstancias que de ellos se derivan.
    Pol

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