CAPÍTULO XXVIII: LA MADRE Y LA PUTA



   Calles tiene esta ciudad que no se sabe bien dónde comienzan o dónde terminan; agotadoras calles por las que el tránsito se vuelve lento y fatigoso; arterias que desembocan en una inesperada plaza, un parque umbrío, en la brusca confluencia de un puente, de un río, de una esperanza, de un destino; pero después continúan. Calles limpias, calles sucias, veredas de polvo y barro, de tierra oscura, angosturas de lodo mojado; calles de adoquines, de frío asfalto, rectas o tortuosas, lomas, descensos, rápidos contrastes; lugares que en invierno hasta sus moradores abandonan o acaso las miran con desdén desde alguna ventana y sólo los mendigos se atreven a recorrer. Así es mi casa: la Mano Cortada iba a ser mi dormitorio; y ahora el momento era llegado de explorar el resto de sus habitaciones. Esa mañana ya mis pasos me habían llevado del Heatherling al Kilmourne. Esta tarde había de recorrer el camino inverso.
Río pobre donde habitar, donde dormir y despertar, recibidor y alcoba de invitados, en la que departir con los amigos. Y después río rico de los pobres, nuestra despensa y comedor. El corazón me había llevado hasta allí y me guiaba mejor que mis desacostumbrados pies. Aquél intuyó que me aguardaban las calles porque en algún lugar me estaba esperando la vida.
   Toda esa tarde tuve la desconcertante sensación de no saber quién era yo o a dónde iba. Un mendigo con millones en el banco, dónde se ha visto, Protch. Pero quería ir despacio. No era sólo cómo reaccionaría Luke lo que hasta entonces me había detenido. Si el azar se me tornaba favorable un día, antes había de medir mis fuerzas, mi resistencia, plantarle cara a la vergüenza, a las otras indignidades.
   No hay un motivo de Verôme donde se pongan la falta de intimidad o los peligros; están en todos los signos. Y a veces nuestra casa es asaltada, abrimos nuestros balcones demasiado y cualquiera puede entrar y sorprendernos. Yo caminaba masticando esta idea, recordando que, sin embargo, deseaba regresar a dormir, como aquella otra semana, a un lugar a la vista de todo el que pasara por allí. También meditaba en que los siete habían contribuido hasta esa hora a mi aprendizaje. Recordaba la línea temporal de Lucy. El resto de los mortales tiene tres direcciones, pero la secuencia de pasado, presente y futuro es para nosotros el cuarto camino, y nunca sabes en qué recodo empezarás a encontrarle a tu vida sentido, mas si lo hallas, ya no te has de desviar, ya conoces qué senda debes pisar, dónde debes permanecer, dónde está tu hogar; y es una paradoja, Protch, que yo nunca encontré el mío hasta que me fui a la calle.
   No sabía a dónde nos encaminábamos, pero habíamos tomado rumbo norte. Luke guardó toda esa tarde un deliberado mutismo, pues pretendía que yo sacara mis propias conclusiones sin que su experiencia se interpusiese en la mía. No se había cambiado y todas sus ropas eran de colores claros, notoriamente manchadas, llenas de arrugas, de lámparas, de señales suficientes de andrajos y miseria. Avanzábamos en silencio, cada uno recogido en sus pensamientos, como tantas veces dos amigos repasando cosas diferentes que van, sin embargo, acompañados. Luke no me hablaba de la calle, pero no quería que camináramos en silencio. Antes de llegar a Alder Street, se volvió hacia mí y me habló:
−“Nike, amigo mío, así que eres en realidad Nicholas Martin. No sé si sabes que yo también tengo dos nombres −y al mirarlo con curiosidad, pues no lo sabía, me dijo−. Me llamo Luke Abram Prancitt. Tal vez no sea éste el momento adecuado para presentarnos, pero no está de más que sepas al lado de quién caminas. Y hay otra cosa de mí que no conoces. El 30 de julio cumpliste 29 años, Nike, pero yo también. Así que no es desacertado que nos hayamos llamado tantas veces gemelos, pues nacimos el mismo día. En lugares diferentes, pero no sé si al mismo tiempo. ¿Sabes a qué hora naciste?”
−“Mis abuelos me contaban a menudo que un reloj de pared situado en el mismo dormitorio donde vi la luz estaba dando las 7, las del amanecer.”
−“No podía ser de otra forma, Nike. Yo nací casi a la misma hora. Un gemelo detrás del otro. En mi caso dicen que eran las siete y cinco. Dos hermanos tanto tiempo perdidos. Teníamos que encontrarnos.”
   Mas habíamos terminado Millers’ Lane justo entonces. Tras Alder Street yo pensé que continuaríamos a Temple Road. Pero desde el Puente del Molino a esta avenida parten incontables bocacalles oscuras a mano derecha. Una de ellas se llama Damascus Road, muy a levante, tortuosa y mal asfaltada, que, sin embargo, es el camino más directo a la zona de Castlebridge, y si alguna vez lo necesitábamos, Dios no lo quisiera, el medio más recto de llegar desde nuestro arrabal al Gran Hospital Philip Rage. Pero más a occidente había una calle más clara y más ancha: Calvary Road. Es una calle, la primera vez que la caminas, inquietante y confusa. Parece que no se acaba nunca, se orienta con frecuencia a poniente, mas cuando crees que vas a encontrar Temple Road inesperadamente vuelve a torcer a levante. Pero si no la abandonas, te conduce de Alder Street a la plaza de St Paul’s.
−“Por aquí comenzaremos. Es Calvary Road, en el Pueblo, Nike.”
   Templar Village, el Pueblo, el barrio templario, St Mary’s, tantas formas de llamar a un solo laberinto. Yo lo conocía apenas. Y ahora caminaba, por no pensar en lo que tenía que enfrentar, intentando retener los nombres de las callejuelas que encontrábamos de repente a izquierda o derecha. En estos años se han recuperado muchos de sus viejos nombres templarios. Hay una calle Hugo de Payens y una San Bernardo de Claraval. Pero según te acercas a Jerusalem Street, te encuentras nombres que hacen que recuerdes esa zona del mundo y las cruzadas: Santo Sepulcro, Mar de Galilea, incluso una llamada Mezquita de Al-Aqsa; también la primera plaza a mano derecha: de Balduino I, se llama. Y Damascus Road, casi paralela, que a ratos conseguíamos vislumbrar. Según avanzas hacia la iglesia de St Mary todo se vuelve nombres bíblicos.  Crucifixion Street, Cenacle Street y me llamó mucho la atención una llamada St Luke’s Gospel, pero no tardé en recordar que su nombre correspondía al de un evangelista, al fin y al cabo.
   Yo caminaba pendiente de la menor grieta que me hiciera recordar esta zona de la ciudad, queriendo retener hasta las manchas en el asfalto que seguramente no estarían ahí al día siguiente; o un balcón, un enrejado, la doble luna de una ventana, una farola, un contenedor. Delirante pretendía recordar hasta los perros o los gatos que me encontraba. Era afán de memorizar el terreno, necesidad de reconocer mi nueva tierra santa, por si un día había de venir solo. Pero hoy estaba acompañado. Caminaba por un laberinto, mas con la guía de un mendigo experimentado que volvía a hablarme.
−“He estado haciendo cuentas. ¿Sabes, Nike, cuánto tiempo ha transcurrido desde el día que te fuiste hasta hoy?”
   Me puse a sumar. Todo agosto menos seis días, los treinta de septiembre y tres días de octubre. 25+30+3.
−“¿58?”
−“A veces a la numerología, para que salgan las cuentas, se la debe ayudar con una pequeña trampa. Y quizá tengas que añadir el 6 de agosto, pues media jornada ya no estuviste con nosotros, y la mañana de hoy, en que aún estabas ausente. De ese modo te dará 60. No sé si sabes, Nike, que en Babilonia tenían el sistema sexagesimal. Para otros pueblos quizá haya sido asimismo un guarismo importante. Cuando creas que estás al límite de tus fuerzas, tal vez te venga bien pensar en por qué tantas personas, nosotros también, lo han considerado un número mágico.”
−“¿Qué tiene de especial el número 60? Eso es lo que tengo que averiguar, ¿no?”
   El caso es que sus incógnitas me ayudaron a pasar la tarde, apartando pensamientos oscuros. No hay que olvidar poner la mente en marcha si sales a pasear. Yo era un hombre de números y casi tenía ya la respuesta. Pero Luke me rogaba que no le respondiera aún y me tomé más tiempo. En algo de cifras, aunque hoy no se tratara de facturas o balances, no quería fallar.
  Y aún le faltaba un enigma que proponer. Estábamos ya casi en Jerusalem Street, la arteria principal del Pueblo, que lo atraviesa desde el Puente de los Soportales, a levante, hasta el extremo oeste. Miré a la derecha intentando encontrar, sin éxito, Knightsbridge Street, que va de ese puente al de los Caballeros, la antigua calle de Luke, a donde podría haber ido a ver a su hermano James y no lo había hecho. No conocía aún esa calle ni el Puente de los Soportales. Jerusalem Street sí tiene salida a Temple Road, y cuando la atraviesa, ya en la civilización y el asfalto, se llama Chamberlain Street. O quizá no sean la misma. Pero nosotros girábamos hacia la iglesia y ya cerca de St Mary me volvía a retar:
−“La primera vez que cada uno de los siete ha ido a la calle, ha sacado como conclusión sus propias fatigas o miserias, pero también su grandeza. Por eso quiero saber qué me dices tú al final del día, si consigues llegar hasta el final. Así que la pregunta es: ¿cuál es la grandeza de la calle, Nike, la tuya, la que tú le extraigas?”
   Esa respuesta sí que había de ser bien meditada. Y yo tenía toda la tarde para descifrar los enigmas. Luke era sabio: pensar en otras cosas me ayudaría.
   Una o dos siluetas, supuse que mendigos, caminaban el Pueblo también, apresurados mas se dijera que con rumbo cierto. Ninguno se detuvo en St Mary. Eran ya las siete menos cuarto. La misa había acabado hacía quince minutos y ya no había nadie.
   A medio camino entre el renacimiento y el barroco, la iglesia de St Mary es por dentro una confusa mezcla de arquitectura iluminada y esculturas retorcidas, dolorosas, angustiadas. Pero conozco su interior de otros días. Esa tarde sus puertas estaban ya cerradas. Luke me quería llevar, sin embargo, tras unos pocos peldaños, a su amplia y bien esculpida fachada, ángeles y santos contraídos, pero de rostros beatíficos, que llevaban ofrendas a María. Jesucristo debía de estar por allí, pero no fue esa tarde cuando lo encontré. Podía imaginarlos a todos entrando en ella la mañana del 16 de septiembre para la boda, supuse que con amistad y regocijo. Ahora, sin embargo, me estremecí al ser consciente de que estábamos solos, de que no la rondaba nadie.
   No llegamos a sentarnos. Creí comprender sus motivos. Me apartaba de la mayor vergüenza que yo sospechaba iba a sentir más tarde o más temprano: la presencia de la gente, el bullicio, incluso la posibilidad de encontrarme con algún rostro conocido. Pero yo sabía qué causas me habían llevado a ese lugar, y con qué creía que me iba a topar. Por eso, en mi necesidad de aprender, miré a Luke con rebeldía. Aunque en realidad nos entendimos con la mirada. Nuestro diálogo sólo fue telepático, mas claramente perceptible. “No me apartes de lo inevitable, amigo mío, todos habéis pasado por este trance y yo tan sólo quiero conocer; que la noche me diga cuál ha sido la sentencia, que pueda leer en tus ojos cómo me he comportado. Pero vámonos de aquí.”
   Su respuesta también estuvo en los ojos. Pero al final sí llegó a pronunciar:
−“Como prefieras, Nike. Estamos cerca de la Basílica. ¿Vamos hacia allí?”
   Había supuesto que sería ahí donde me tuviera que batir, así que asentí. De St Mary a St Paul el trayecto es corto. Yo lo caminaba pensando en que también me faltaba conocer el nombre del sexto signo negativo y que quizá esa tarde lo aprendería. Calvary Road al fin termina, estrechándose y volviéndose oscura, formando una empinada pendiente que remata en un pronunciado montículo. Y en él, un edificio descorazonador que no conocía hasta que Luke me lo señaló:
−“Esto que ves a tu izquierda, Nike, es el RASH.”
   Así que aquello era el RASH. Lo había oído citar un par de veces años antes de que ellos me lo volvieran a nombrar en verano, mas nunca había pasado por allí. Ese día sólo contemplé su exterior, pero me estremecí. Philip Rage, al fundarlo, debió dar por hecho que cuatro paredes y un techo era todo lo que necesitaban los mendigos. Y seguramente era así. Pero al menos pudo haberle evitado el aspecto tétrico. El blanco de las paredes era enfermizo, cadavérico, y no era sólo descuido; era su color natural. Ventanas diminutas y picudas miraban al visitante con ojos estrábicos. Pero quizá su función era cegar la mirada, que no se percibiera el interior, pues lo poco que se distinguía era parte de su suelo cubierto de polvo. Los ladrillos parecían un puzzle mal montado y debían tener la única misión de recordar al mendigo que la casa podría venirse abajo.
   Pero no lo conocía bien y no hice comentarios. Una mota en el pensamiento, me encogí de hombros y seguimos. Calvary Road desembocaba al fin en la plaza de St Paul’s. Allí terminaba el Pueblo.
   Calles a oriente y a occidente, de fango o pulcritud, benditas o malditas calles. Mal mirado, tiene mi casa las ventanas siempre abiertas a cualquier suciedad y las puede atravesar sin pedir permiso lo mejor y lo peor de la estirpe humana. Bien mirado, no debemos encargarnos nosotros de las labores de limpieza. Calles a septentrión y a meridión; sólo había empezado a recorrerlas. Calles en que se puede morir, en que se puede nacer o, como fue mi caso, se puede cambiar de vida.
  Sólo entonces pude ver con nitidez las majestuosas torres de la Basílica. De lo que te voy a decir no estoy muy seguro, Protch. Su nombre en realidad es iglesia de St Paul. No hay motivo para llamarle Basílica, a pesar de que todo el mundo en esta ciudad la conozca por esa gracia. Por lo que me han explicado, el nombre Basílica le es dado, tras una prerrogativa papal, a un templo que tenga una regia arquitectura, que sea el foco espiritual de una comunidad y otras características que no recuerdo. Pero a mí el nombre de Basílica me recordaba mucho a basilisco y Luke me aclaró que en su origen basílica quiere decir del rey, casa del rey. Y cómo olvidarme, allí en St Paul, que tanto el padre como el hijo de Luke se llamaban Paul. Es sin duda lo más monumental que tiene esta ciudad, pero no hay que descuidar por ella a toda la plaza que lleva su nombre. A mi izquierda contemplaba otra vez el soberbio ayuntamiento neoclásico, que como suele sucederles a muchas personas, tras una impresionante fachada, ocultan un mundo interior de oscuras intenciones. Había entrado un par de veces por razones de trabajo. Ahora me iba a quedar afuera y enfrente, ocupado en muy diferentes negocios.
   En esta media luna de St Paul’s no hay que olvidar el espléndido Puente Mayor, el más hermoso de los muchos puentes de esta ciudad, que tuvimos que cruzar para llegar a la otra media luna, la de la Basílica. Con el frío la plaza estuvo toda la tarde muy poco frecuentada. Habían abandonado, como yo, al río rico. Oh Heatherling de mi prosperidad, ¿dónde te había dejado y dónde he venido a verme? Pero nuestro objetivo estaba al otro lado.
  El Puente Mayor se curva como la cintura de un violín, y tras descender ya estábamos en la amplia escalinata de la Basílica. Una tarde me dio por contar sus peldaños y creo recordar que son 32, como los dientes. Esa dentadura, no siempre limpia, es ideal para tomar un último respiro antes de entrar al templo, o sin eufemismos, para que los mendigos hagamos nuestro trabajo. Había unas 10 personas sentadas en la escalera, no eran más, pero la fachada parecía abarrotada. Generalmente, el mendigo que llega primero se coloca en la parte superior, y los que vienen a continuación, se van colocando según descienden los peldaños. Ahora que los conozco bien te puedo decir que en lo más alto estaba colocado el matrimonio Trelawney, Melvyn y Rhoda. Después te hablaré de ellos. Y abajo había dos hombres tan parecidos que sólo podían ser hermanos, y de hecho Luke me confirmó que se trataba de Nathan y Joey Spence. La miseria se presenta a menudo como una ráfaga de viento enloquecido que te sorprende sin darte tiempo a que te hayas puesto un abrigo. Un incendio había destruido todo lo que tenían los Spence y no estaban asegurados. La vida cuando quiere te cambia de habitación y te deja sin mantas.
   Algo me decía que, siendo los últimos en tocar puerto, no debíamos colocarnos en la escalinata, y de hecho le llegué a decir lo que pensaba a Luke, que me miró como el que reconoce que mi aprendizaje me estaba alcanzando veloz. Y sin intercambiar, en realidad, ninguna palabra, deduje que debíamos movernos hacia la izquierda, donde también descansaban varios mendigos, sentados en la acera. Era muy improbable que allí consiguiéramos algo, pero no había más opción. Finalmente nos sentamos muy al oeste, de cara al sur, yo el último en la acera y Luke a mi izquierda, a su lado una señora llamada Gwenda, tan taciturna que apenas cruzamos palabra con ella. Por lo demás, recién llegada a la calle, tenía aún aspecto juvenil y elegante, y una inconfundible faz todavía de temores y vergüenza.
   No habíamos traído pañuelo con que limpiar el suelo, pero mi temor no era precisamente ensuciar los pantalones. Mas no fue hasta que nos sentamos cuando descubrí que Luke se sacaba del bolsillo lo que él llamaba sombrero y era en realidad una práctica gorra, agrisada y profunda. Nunca le había visto la cabeza cubierta pero intuí que iba a ser una herramienta de trabajo. Era más útil que el suelo para recibir monedas. Ahora sólo tenían que llover, que lago ya tenían. Luke le arrojó una de 30 budges[1]y un par de cigarrillos, indicando que aceptaríamos gustosos dinero y tabaco. Aún no me había sentido avergonzado, ni por estar sentado en el suelo ni sinceramente, Protch, por lo mísero de la compañía. Eso sí que en ningún momento me importó y yo estaba allí para ser mendigo y para que, con un poco de suerte, me llamaran así.
   Vista desde el oeste, la Basílica asemejaría una embarcación, si no fuera por sus torres. Con ellas como mástiles puede ser una valquiria terrorífica, contemplada de noche por algún ángulo no iluminado, pero siempre imponente y majestuosa. Los ventanales del oeste están, sin embargo, desguarnecidos, y como todos los templos de esta ciudad, carentes de vidrieras. Luke debía estar pensando algo parecido, pues me dijo:
−“Esta ciudad no tiene catedral. Pero el aroma de grandeza, como en esta iglesia, sí que está presente.”
   Suponía qué había que hacer a continuación, mas aun así se lo pregunté a Luke.
−“Como ya imaginarás, ahora hay que extender la mano. Pero déjame recordarte una vez más que cuando quieras parar, aquí lo dejamos.”
   Tanto quise decirle sin encontrar palabras que le aseguraran que no deseaba rendirme que debí ponerme nervioso y seguramente levanté demasiado el brazo. En ese momento Luke me miraba con un sudor frío, los ojos desencajados. Mas como siempre me leía.
−“Perdóname, Nike. Tanta aversión le tengo a mi pasado que aunque quizá el gesto que acabas de hacer ni siquiera lo asemeje, has levantado tanto el brazo que me ha recordado el saludo fascista.”
  Y había cometido, además, un error de principiante. Dejar la mano mirando hacia la tierra.
−“Es mucho más simple. Fíjate en mí. ¿Ves? Doblas el codo, levantas el antebrazo… son unos treinta grados, seguro que de esto sabes, sistema sexagesimal… ¿Lo ves? Otra vez Babilonia. Y con la mano hacia el paraíso, no hacia el infierno. Y nada más. No hay mucho que aprender en este sencillo gesto.
   Este sencillo gesto se debía haber llevado por delante a los corazones más resistentes. ¿Desde cuándo se usaría? Y allí estaba yo, captando la humillación de generaciones, como si al levantar la mano me llegaran ondas de su vetusta rebeldía, de su protesta callada, del dolor que conduce a la sublevación. Así me llevé un buen rato, y ya me pesaban los dedos, hasta que Luke me recomendó no tenerla siempre en el aire, levantarla solamente cuando pasase alguien. Le pregunté qué palabras había que decir, y me respondió que eso iba a veces con el carácter de cada mendigo, pero que él no solía decir nada. Sólo un humilde “Dios se lo pague” al final, y no siempre.
   Nos habíamos sentado poco después de las siete y diez; la misa ya estaba empezada. El pastor estaba lógicamente en su oriente, en el altar, y desde nuestra posición occidental no siempre percibíamos las palabras, pero muchas de ellas nos llegaban como un eco entrecortado. Comenzaba a leer una carta de San Pablo a los romanos: Sentimientos de modestia; aún recuerdo el nombre. Y junto a Luke, pero sin hablar, me puse a escuchar lo poco que distinguía: “No os estiméis en más de lo que conviene; tened más bien una sobria estima según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual”. Según escuchaba, meditaba, pero en las primeras palabras no tenía nada en realidad que deliberar. No pude evitar pensar si sería adecuado en un mendigo cuestionar lo que escuchaba. “Vuestra caridad sea sin fingimiento…” Después tal vez el apagado vocerío de los otros mendigos me impidió oír cómo seguía. Y aquella línea terminaba, según la recuerdo: “…practicando la hospitalidad”. Perfecto. Habíamos llegado ya con la ceremonia empezada y nos habíamos perdido la llegada de los fieles al templo, uno de los dos mejores momentos para el mendigo, como ya imaginarás. Pero el sacerdote los estimulaba a la caridad. Creía ingenuamente que esa exhortación les daría una sentida predisposición a abrir las carteras y caritativamente remunerarnos. La lectura concluía poco más o menos así: “Antes al contrario: si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber; haciéndolo así, amontonarás ascuas sobre su cabeza.” Nunca entendí lo de las ascuas, aunque alguna vez Luke me lo explicó, siempre con una Biblia de cabecera en su tienda. No estaba seguro de en qué creía pero los antecedentes familiares habían logrado que conservara una y que constantemente la leyera.
   No sabía qué pensar, pero la vista desvió un segundo mi mente. Al cielo lo adornó fugazmente una cigüeña, que no tardó en posarse en el nido que había construido en un rincón apropiado de la torre norte. Fue entonces cuando pensé que las cigüeñas son como los mendigos: viven de los templos, pero no se adentran en ellos. Después vi a un señor maduro de traje gris, que fue el primero en abandonar la eucaristía. Parecía encontrarse mal y descendía la escalinata sin prestar atención a los mendigos que la ocupaban. Entonces tomó nuestra dirección y lo vi un segundo abriendo la cartera con la evidente intención de dar alguna limosna. Tanto tardó en decidirse que cuando al final lo hizo fue a nuestro lado, y una moneda cayó sobre la mano de Luke, que poco más tarde la introducía en el sombrero. Eran 30 budges. Me miró con rostro risueño y yo le devolví una mirada de esperanza. Habíamos empezado a sumar. Pero entonces él me dijo:
−“Al final de la jornada, lo que haya llegado a este sombrero lo dividiremos en dos partes.”
   ¿Dos partes? Luke debió leer, como tantas veces todo el mundo, mi faz de protesta. “Ya veremos cuando finalice el día, amigo mío”, pensé, mas de momento no dije nada. Lo más correcto, seguí rumiando, sería dividirlo en cuatro partes, pues tú tienes dos bocas más que alimentar. Este tipo de pequeñas cuestiones me estuvo inquietando toda la tarde. Yo había venido con él y sabía a qué me exponía: Lucy, Paul, tú y yo somos cuatro. No aceptaré dócilmente la mitad del diezmo.
   El sacerdote estaba hablando. Finalizada la lectura, comenzaba el sermón. Ahora sí que sólo me llegaban sus palabras en pequeñas oleadas. “En verdad os digo, hermanos, que los elegidos han de ser caritativos siempre con los desfavorecidos. Muy grande es el rebaño y no todas las ovejas tienen la misma función. Y las que van en cabeza no han de olvidar, por ello, a las más rezagadas”. Elegidos y desfavorecidos. Mi rostro ya no podía asumirlo sin protesta, y tal vez por ello, Luke me habló:
−“Eris sacerdos in aeternum. Por siempre serás sacerdote. Es el salmo 110. Mi padre solía recitármelo en muchas ocasiones. Hubo de dejar su ministerio para casarse con la mujer de su vida, Margaret, mi madre. Pero él nunca abandonó sus lecturas ni sus preocupaciones religiosas. Muchas tardes las pasábamos leyendo pasajes de la Biblia juntos −se le humedecía el rostro al hablarme tiernamente de su padre− y he leído muchas veces a San Pablo. Pero nosotros, los de la Mano Cortada, no tenemos mucha estima a la compasión, la caridad y el pecado. ¿Qué piensas tú de la caridad, Nike?”
   Hube de dedicar unos minutos a la reflexión. Y tardé en farfullar una respuesta. La misa iba entretanto progresando sin detención y llegando a su final. Los ojos de Luke parecieron asentir a mi opinión cuando al fin hablé, pero no sé qué pensarás tú, Protch.


 
−Dímela, Nike.
−No fue una conclusión que extraje solamente ese día. Pero tras largos años en la calle, para mí la caridad es un instrumento que el poderoso tiene a mano para que nunca se altere la pirámide social. Que el de arriba siempre ocupe un lugar sobresaliente y el de abajo no acabe alzándose del nivel de miseria que le corresponde. Las buenas obras, la limosna, una moneda, un trozo de pan, ayudan al miserable un día pero no alteran su desventura. No se procura transformar sus infortunadas circunstancias para que acabe alejándose para siempre del lodo de la mendicidad. A mí me parece la caridad una forma de olvido: se deja caer dinero en la mano y ya no se vuelve a pensar en el mendigo. Y sé que a pesar de lo que te estoy contando, Protch, mi, nuestra gran contradicción es que los ocho de la Mano Cortada no queremos salir de ahí. Pero somos la excepción. Cuántas veces he pensado, al ver a los que ya son de mi clase, tiritando las calles, mal vestidos y muertos de hambre, qué bien les vendrían manos amigas que no les hablen de caridad, sino que verdaderamente los transformen y los aparten de la calle. Pero dime qué piensas tú.
−Nike, sobre la caridad habrás cavilado tú mucho más que yo, que no soy devoto ni cigüeña ni mendigo. En estos momentos ni vivo de los templos ni me adentro en ellos. Y para responderte a eso con todo el respeto con que quiero hacerlo, tengo que reflexionarlo largamente primero. Ahora sólo te puedo decir que comparto tu opinión.


 
   La misa debía estar acabando. Algunos fieles comenzaron a salir de St Paul. Tal vez a causa del frío, tal vez porque fuera más hermoso oír un sermón y olvidar sus enseñanzas que practicar la caridad, pero eran muy escasos los que estaban dispuestos a aflojarse el bolsillo. Ni siquiera podía llamarse llovizna a los contados budges que les caían del cielo a los mendigos de arriba. A nuestro lugar en la acera se acercaron varios, pero no hubo recompensa. Yo los observaba paciente. Intuía que una limosna había que trabajársela y que no iba a ser fácil.
   Y fue entonces cuando miré a mi izquierda. Una señora de unos 50 años se acercaba. Venía del lado del Puente de los Caballeros, no salía de la Basílica. Tenía algo que me la hacía venerable, el rostro una clara señal de que estaba pensando algo con detenimiento, acaso con amargura, el limpio cabello encanecido recogido en un moño, un largo vestido de color azul chillón y los ojos, también azules, que inesperadamente se encontraban con los míos. No sé qué extrañas luces percibió débiles en mis lagunas, pero quiso sostener mi mirada como la que me está examinando y mostrándome comprensión. La vi abrir el bolso despaciosamente. Nerviosa, no lo logró al primer intento. Pero ya abierto, sacó una moneda de 20 budges y me la depositó en la mano.
   Todo se había cumplido. Esa fue mi primera limosna. El destino había caído sobre mí. A partir de ese momento ya mi nombre era mendigo. Nos seguimos mirando. Para esa señora no debía de ser fácil comprender por qué motivos un pordiosero bien vestido requería su ayuda. Pero en sus ojos se leía respeto. Debió comprender mi súplica honesta, la necesidad que me urgía. No fueron más de diez segundos, pero nunca olvidaré su mirada. Yo dialogaba conmigo mismo dulcemente entonces, preguntándome: “Cómo se llamará usted, señora. Me gustaría saber de dónde viene. Espero de corazón que todo le vaya bien en la vida.” Y en mi muda conversación con ella, concluí: “Gracias, buena mujer. Y que Dios se lo pague.”
  Finalmente se fue a sus asuntos. La observé hasta que se perdió doblando hacia el sur, por Temple Road, como si algo me hiciera desear guardar los pasos de mi primera limosnadora. No tardé en verla otro día en muy diferentes circunstancias; y todavía vive, Protch. Justo ayer me la volví a cruzar. Cada vez que me ve, me deja algo en las manos. Jamás he podido olvidarla.
   Acuosos los ojos, las facciones encendidas y la mente reposando cómodamente en lo que acababa de pasar, arrojé la moneda al sombrero y me atreví a contemplar al fin a Luke, cuya mirada parecía detenida en un sosegado rincón, aunque líquido, aromatizado de amistad.
−“Ya tienes tu primera moneda, Nike. Te volveré a preguntar alguna vez más si quieres seguir, pero no ahora. Tus ojos me están respondiendo. Ya estás al fin donde querías, compañero.”
   Compañero. ¡Compañero! Era la palabra que más necesitaba oír. Me había pasado dos meses añorándola. Si es cierto que Dios ha creado al hombre del fango, una palabra puede ser tan creadora como el barro primigenio. Si algo soy en este momento, es  porque aquel vocativo insufló vida a mi escultura. No pude evitar que mis ojos derramaran sus primeras lágrimas aquella tarde. Al fin era el compañero. El compañero de Luke. Quería oírle la misma lisonja pronto a los otros seis. Un amigo se acerca a tu lado a respetar tu vida, un compañero la comparte. Y para compartirla, yo debía devolverle a Luke la misma caricia, el mismo vocativo. Fue la primera vez.
−“Gracias, compañero.”  Mi intención era dejar dormido el amor toda la tarde, que la única luz que él pudiera hallar en mi rostro fuera la amistad. Al llamarlo compañero, noté que se estremecía. Y  tal vez entonces el tiempo se detuviera.
   Pero para el resto del género humano seguía corriendo. Desde mi posición veía a los devotos descender las escaleras con rostro diverso, que se tornaba agrio al observar la legión de pedigüeños que encontraban. Se quejaban de que era cada vez más complicado abrirse paso y descender. Se enfurecían y no podían evitar hacer ásperos comentarios.
−“Qué cómoda vida la de esta gentuza. Viven sin trabajar y ¿para qué van a hacer un esfuerzo por encontrar un medio de vida más digno, si de este modo se lo dan todo?”
  Y alguien a su lado respondía:
−“Sí, sí. Es mucho más fácil que trabajemos nosotros. Ellos ya se encargarán de vivir del sueldo de los demás.”
   Éste y otros comentarios hacían que me parase a meditar profundamente, recordando uno por uno a los siete, a quienes no era capaz de ver precisamente como haraganes. No podía imaginar una vida más dura. Me acordé de la señora Oakes. Cincuenta años aquí, calles arriba, calles abajo, cansancio, polvo y miseria. Nada que considerar suyo; un largo sendero de hambre sin quejas. De Olivia, sin conocer aún su historia, cuyo rostro me había mostrado siempre un largo sendero de horror. De Lucy, que no había conocido otro hogar y no había elegido sus circunstancias. De Bruce y con qué callada mesura llevaba su vida adelante, preguntándome por qué lugares se movía y si la reacción de las gentes sería diferente con él. De Miguel, del que apenas sabía que había elegido este camino y que lo recorría sin desorientaciones. De John, ¡ay, querido amigo mío!, ¿cómo llevaste tu primer día, tú que en apariencia tanto tenías, pero preferiste hacer lo mismo que yo deseo hacer hoy? De Luke, que, sentado a mi lado, a duras penas se resignaba aún a recibir esta granizada de agrios comentarios. Con qué dignidad le iban extrayendo los siete el jugo a la vida, intentando dejar al margen el dolor y la humillación. Qué fácil, pensé, sería trabajar y arrinconar para siempre el largo cansancio, estéril y cruel, de su existencia. Pero los que bajaban se permitían el lujo también de dar consejos. Te indicaban un montón de alternativas mejores, lógicamente con dinero. Un caballero le quería pasar a una mendiga el teléfono de una organización de caridad. Y una señora de arrogante faz vino hacia nosotros y nos aventuró un largo sendero de decadencia que todavía estábamos, según ella, comenzando.
  No son así todos los días. Pero esto es parte de nuestra labor. Preferí mirar a Luke y observar sus facciones. Se veía que en once meses  había tenido tiempo de irse haciendo a la idea y que lo oía todo serio pero considerándolo como el habitual acompañamiento de su tarea diaria. Yo entretanto callaba. Por mis oídos penetraban las reprensiones que por mi garganta descenderían digiriéndose. Era la primera vez que masticaba toda esta incomprensión y tenía que esperar a que me llenasen el estómago. O el corazón, que aún desacostumbrado a que lo poblaran siete rostros, dilucidaba con qué sangres de respeto inundarlos. Toda la tarde estuvieron conmigo, sus caras serenas en contraste con estas lunas frías, cada vez más marcadas, de soberbia y furia. La ira es una espada en manos de un aprendiz al que, inexperto, se lo ve venir dando cortes en la piel o penetrando descuidado en la carne. La ira de todas las tardes por todas las calles te ataca y te hiere por incomprensible. O será que yo era incapaz de descifrarla. La limosna es una transacción hiriente, pero honesta. Yo levanto la mano y tú, limosnador, libremente consideras si quieres echarme algo. Tan distintos de la señora de pelo cano, cuya voluntad comprendió mi voluntad e hizo que ambas corrientes se cruzaran respetuosamente. Pero todos estos… ¿por qué esas miradas de desprecio? ¿De dónde su ira?
   La grey de los bienaventurados que habían acudido a la Basílica desfilaba ya, entre el frío y la desgana, de vuelta a sus casas, y la escalinata empezó también a despoblarse. Primeros fueron los Spence, ignoro con qué fortuna. Los Trelawney comenzaron a bajar. En la acera, Gwenda había ofrecido toda la misa una frenética quietud. Sólo al levantarse, pude oír al fin su voz, dirigiéndose a Luke. Se ve que ya se conocían.
−“No debí haber venido hoy a la Basílica. El día me ha ido lo suficientemente bien, Prancitt. Y además mi familia ha venerado siempre a San Francisco de Asís. Hoy se celebra y ni siquiera lo han mencionado.”
−“Desde donde estamos no es posible oírlo todo, Gwenda. Quizá lo hayan hecho.”
   Pero se alejaba, según todas las apariencias, indignada. Luke me hablaba.
−“Mi padre, Nike, siempre tuvo por su imagen un gran respeto. Él solía quitarle el san. Decía que Francisco de Asís es lo bastante ejemplar como para que fuera tenido en alta estima también por la multitud de no creyentes y en sus últimos años, ya agonizando su fe, me decía que el “san” lo corrompía. Yo, que se podría decir que soy agnóstico, sigo manteniendo una gran veneración por su figura.”
   Así que me fui a la calle el día de Francisco de Asís, para nosotros siempre sin “san”. Pero casi no tuve tiempo de pensar en nada más. Melvyn y Rhoda Trelawney se acercaron hasta nosotros y entonces el marido se puso a hablar con Luke.
−“Guárdamela un momento, Prancitt, ¿quieres? −todos conocían a Luke por su apellido. El señor Trelawney era un hombre de unos 60 años, mejor vestido que su mujer en ropas no demasiado sucias y bien abrigadas. Pero no pude evitar que su rostro me recordara al mío en los tiempos oscuros de los venenos, degradado y avinagrado. Y creí verle algo más. Una faz con mucha propensión a la cólera que se tornaría fácilmente un demonio para su mujer−. Me voy a acercar un segundo a King Alfred a tomar un café. Cuida de Rhoda. No tardaré mucho −y dándose cuenta sólo entonces de mi presencia, añadió−. A usted no lo he visto antes por aquí.”
−“Me llamo Nike −me presenté. Dos segundos para la habitual reacción ante un nombre que nunca habían oído y tuve que aclarar−. O Nicholas, como prefiera.”
   Pero, sin más comentario, se alejó a King Alfred. Ni un solo momento creí que fuera hacia allí con intención de tomar un café. Y de hecho, cuando regresó, olía a cerveza. Al nordeste de la plaza podía distinguir dos bares, el uno junto al otro. Uno, de mejor aspecto, llamado The Sword. Y a su derecha, King Alfred, más austero. Melvyn Trelawney se alejaba y Luke se volvió hacia la mujer.
−“Ahora podríamos acercarnos a la escalinata. Ya no hay nadie y allí estaremos mejor. Venga con nosotros, señora Trelawney.”
   No sabría describirte el aspecto de mi querida Rhoda, desde esa hora siempre en mi imaginación. Creo que en realidad es más joven que su marido unos diez años, pero representa tener diez más que él. Sus ropas estaban ajadas, mugrientas, descuidadas. No parecían cubrirle del frío lo suficiente ni parece que a su marido le importara. Pero es muy llamativo su olor. Mi voz vacila al contártelo, Protch. No te la quiero describir mal, pobre mujer. Pero aseguraría que olía a orines. Me estremecí y fui, sin querer, descubriendo caras y más caras de la miseria, de tantos a los que no conocía. Me parecía que Rhoda Trelawney estaba enferma y que nadie se hacía cargo de ella. Quizá tuviera la mente un tanto perdida, tras largos años de violencia y miseria, pero lo que más me sorprendió es que hablara de su marido con amor.
−“Habrá ido a tomarse su habitual cerveza. Si el día va medio bien, siempre lo hace. Pero él cree que es más conveniente engañarme. Y yo me hago la ingenua. Melvyn siempre ha sido así, mi pobre niño, intenta evitarme los malos ratos. Hoy está de buen humor. Quizá no llueva.”
   Quizá no llueva. No sé qué intuiciones me estaba dando la calle, pero comprendía por su rostro que no estaba hablando del clima. Quería decir que tal vez ese día no le lloverían palos y su marido la dejaría por una vez en paz y no la tocaría, porque si la tocaba era para darle golpes. No tenía cicatrices esa tarde, pero sí la vi cubierta de hematomas. La contemplaba preguntándome qué diferentes realidades me quedaban aún por conocer porque en realidad nunca me habían preocupado. Llegado era el momento de mirar a la cara a los mendigos de afuera, como Luke los llamaba, y de encontrar como pudiera qué puntos teníamos en común. Esa tarde retuve todos sus nombres y, poco a poco, mucho de sus historias.
−“Tienes cara de buen chico −me dijo, tapándose los hombros como podía con un exangüe chal rojizo−, pero qué nombre más extraño. Luke es un nombre más cristiano.”
−“¿Cuánto tiempo llevan casados?” −le pregunté inseguro. Cuando apenas conozco a alguien, nunca sé de qué hablar.
−“En agosto hará 29 años −toda mi vida, pensé−. Melvyn era un vecino tan agradable. Se ganaba la vida en una lechería. Me enamoré de él enseguida y me correspondió. Si volviera a nacer, quisiera ser otra vez la señora Trelawney.”
   Era así de patético. Ella aún lo amaba. Yo me rebelaba al ver su aspecto sucio y miserable e interiormente maldecía a su marido. Pero ¿qué opciones tenía? Aún si me hubiese visto tentado a usar mi dinero para sacarla de la calle, no podría salvarla de él. Ella seguía bebiendo los vientos por Melvyn y se resignaba a la vida que le daba.
−“Es a veces un pequeño diablo −me decía con el rostro nublado, mas con expresión de felicidad−. Pero tiene muchos momentos de ternura. Él aún me ama, lo sé.”
    Eso no podría discutírselo. Pero era totalmente imposible imaginarme a su pequeño diablo, como lo acababa de llamar, con momentos de ternura.
   Los pocos mendigos que aún quedaban por allí se fueron marchando. Sólo estábamos ya Rhoda, Luke y yo. A la plaza la iba llenando, lentamente, una oleada de velos negros. Estaba oscureciendo y aunque con la luz de la plaza iluminada no podía, en realidad, distinguir el Escorpión, mi mente, que sabía dónde encontrarlo, creyó al menos percibir la luz de Antares, a punto ya de hibernar hasta la primavera siguiente. Mas preveía que sólo sería un segundo. La noche había de venir con luna llena, y aun si no llovía, su enorme luminosidad pronto taparía todas las luces menores del cielo del sur. Estuvimos taciturnos diez minutos esperando el regreso de Melvyn. Su mujer habló pocas veces más, estremecida de frío, pero paciente a la espera de que su marido retornase a por ella y que a la noche le escribiera el siguiente capítulo de su vida. No sabía si dormían en la calle o tenían un hogar al que regresar. Seguía mirándola con ternura, pero incapaz de decidir cómo reaccionar. Luke me miraba comprendiendo lo que yo estaba pensando, sabiendo que él también había estado antes ahí. Cuando ya Melvyn regresaba, nos miramos resignados, ambos al tanto de que ya nada se podía hacer.
−“Espero que no hayas mareado mucho a estos señores, Rhoda −nos dijo con un hálito inconfundible a cerveza−. Gracias por cuidármela, señores, Prancitt y la compañía. Anda, vámonos a casa.”
  A casa. Quizá tuvieran un hogar en alguna parte. Por el amor de Dios, pensaba, que a ella no la esté esperando ahora una calle fría o un puente oscuro.
−“¿Adónde se dirigen, Luke?”
−“Los mendigos nos contamos con frecuencia cosas unos de otros. No estoy muy seguro, pero creo que un primo de Rhoda les ha dejado una habitación en alguna parte de Riverside y no tienen que pagar alquiler −y mirándome con rostro serio, me dijo−. No podemos hacer nada, compañero. Tranquilízate y recemos por que esta noche ese hijo de puta no le llueva.”
   Y con esta sentencia pasamos diez minutos más recogidos en nuestros pensamientos, aún en la escalinata. Las puertas de la Basílica seguían abiertas. Allí sentados y mientras la oscuridad nos iba cercando, yo hacía recuento de nuestras escasas ganancias. Alguno había pasado dejando caer algún cigarrillo. Al final de la noche llegué a contar once;  tabaco, al menos, no nos iba a faltar. Pero en el sombrero sólo había aún 50 budges. Ese año ése era el precio de un café; y por el doble, y no en todos los sitios, podías pedir una hamburguesa. Quizá llegáramos Luke y yo a comer una a medias, mas yo seguía haciendo las cuentas para cuatro.
   En estos cálculos me hallaba, cuando vi salir a alguien del templo. Lo que he aprendido de él después me impide llamarlo caballero. Era un hombre, dejémoslo ahí. Tal vez se había detenido a hablar con el sacerdote, pues era evidente, por su aspecto, que era adinerado y contribuiría de algún modo al sustento y buen funcionamiento de la Basílica. O acaso hubiera tenido con el vicario un intercambio de palabras devotas.
   Hasta su modo de bajar la escalera me parecía presuntuoso y engreído. No te sé decir: estaba en su manera de pisar los peldaños, el tronco altivo y mirando al horizonte como quien contempla el paraíso, su próxima morada de lujo, bien ganada y, evidentemente, recién comprada. Pero no fue todo esto lo que me estremeció. Lo que en sus ojos era notable frialdad a mi me recordó otros ojos, cálidos y amorosos, la llama viva de algún ser querido. No pude quitarme esta sensación a pesar de que sus pasos me sonaban como chasquidos. Me acordé, sin saber por qué, de un depredador en los segundos previos a abalanzarse sobre su víctima, un ave rapaz o tal vez…
   Pero ya había descendido y estaba junto a nosotros. Y su voz sonó como un látigo, zaheridora y grosera.
−“Hoy has preferido cambiar −se dirigía a Luke con sorna− a la linda pelirroja que a veces te acompaña por este novicio bien vestido. En realidad −continuó abriendo la cartera−, a mí no me importa.”
   A pesar de su grosería, aquel individuo traía consigo la mollina que nos podría salvar la tarde. La vi en sus manos, la mayor moneda de plata, la de dos dains. Brilló en el aire segundos antes de que cayera en mi mano. Argento que así nos bañabas, gracias te sean dadas. Pero aquel hombre tenía algo que añadir:
−“Estáis aquí por vuestros pecados. Arrepentíos antes de que se os abra el abismo.”
   Por vuestros pecados. ¿Realmente estábamos allí por nuestros pecados? Miré un segundo a Luke. Él se había redimido en la calle y yo iba camino de hacerlo. Evoqué a los otros seis. No pude hallar ni la sombra de una mácula en cualesquiera hubiesen sido los motivos que los hubieran llevado a la mendicidad. Y todos los demás mendigos que acababa de conocer y seguiría conociendo… ¿De verdad pecado quiere decir algo? ¿Hay una culpa que tengamos que pagar por el pecado original? ¿No son miles de diversas circunstancias, sin culpable desliz, las que conducen a todo ser humano a su descenso?
    Antes no había respondido a la ira con ira. Pero la incomprensión sí pudo conmigo. No sé qué ciego arrebato me tomó, pero si fue locura lo fue en memoria de los que quería. Sin pensar en realidad qué indócil voluntad estaba adquiriendo mi mano, una furia desconocida hizo que arrojara lejos la moneda, que no tardó en perderse para siempre en una alcantarilla. Creo que el limosnador me vio, pero si se sintió molesto, se lo calló. No eran nada para él dos míseros dains. Y pronto lo perdí de vista. Ruborizado, me volví hacia Luke, que me miraba sin ira.
−“Lo siento mucho, compañero. No sé qué me ha pasado. No debí hacerlo.”
−“Nike, ya hace un rato que eres mendigo, y no importa si lo eres sólo esta tarde o muchas otras. Nosotros también tenemos derecho a tener nuestras propias opiniones.”
−“Pero el hambre…”
−“A veces mis reacciones han sido parecidas, aunque nunca haya tirado una moneda. Pero debí haberlo hecho. Así que en nombre de lo que tantas veces he deseado mas jamás realizado, gracias. Y no es necesario añadir nada más.”
   Parecía sincero, pero no me tranquilicé del todo. Si no hubiera que contar con Lucy y el pequeño rey y sólo fueran su hambre y la mía, no me habría inquietado tanto lo que acababa de hacer. Mas así… Viendo mi faz todavía un rojo quemado, me quiso hablar de lo mismo, pero con un matiz diferente.
−“Este señor que acabamos de encontrarnos… es William Rage, el segundo varón de los dieciséis hijos del gran Philip Rage.”
   Era el segundo varón, pero el tercer hijo. Había conocido al primogénito, de nombre Philip, como su padre. Algún negocio lo había llevado en ocasiones a la Thuban, y sabía que entre medias tenían una hermana llamada Carol.
−“Es vecino mío −seguía Luke. Pero en seguida se rectificó−. Perdóname, sigo hablando de Knightsbridge Street como si fuera mi calle. Debería decir que sigue siendo vecino de mi hermano. Es la primera casa junto al Puente de los Caballeros, el número uno; si algún día te acercas por allí, bueno… no sé qué te sugerirá, pero a mí me parece vana y deslucida, aunque sea la más soberbia y grandiosa. Allí vive con su segunda esposa, y un hijo que tienen” −y no quiso añadir más, como si una sombra acabara de cruzar su mirada, al referirse al hijo de los Rage.
  Vi cómo se alejaba William Rage, mientras seguí meditando si lo que yo acababa de hacer no sería reprensible, y todavía molesto por la sensación, que no podía quitarme, de que su rostro me recordaba al de alguien. Pero pasaría más de un mes hasta que volviera a verlo, mal haya sea la hora en que me lo volví a cruzar.
   La gente atravesaba monótona la plaza sin mirar en nuestra dirección. Realmente muchas ojeadas no eran ni furtivas; no nos tocaban. Empecé a darme cuenta de cuán a menudo no se nos quiere ver; debemos estar en la calle como las farolas, pero con menos luz. Algún mendigo quedaba en la plaza, apartado de la Basílica. El viejo Edwin, menos loco de lo que en ocasiones piensa la gente por su larga barba hasta la cintura, debía estar comprobando cómo los escasos transeúntes caminaban por su lado como si nada. Y yo callaba, pero una hora después de haber llegado, tenía la necesidad urgente de ir a un servicio. Pero, puesto que también era verdad, preferí decirle a Luke.
−“Tengo sed.”
   Le comenté que me iba a acercar a uno de los bares de enfrente. Él no me decía nada pero me miró unos segundos como si fuera a hablarme. Se lo debió pensar mejor y siguió en silencio. Yo me alejé al extremo nordeste. Comprobé que caminaba con algo de dificultad, pero esta vez no parecían las huellas del basilisco. Mis pies no estaban acostumbrados a andar tanto y llevaba todo el día cansándolos. No es sólo que The Sword tuviera mejor aspecto y que por el instinto de mis muchos años Siddeley lo prefiriera. Desde los escalones de la Basílica hasta allí era casi línea recta. Cuando llegué, el camarero jefe, o tal vez el dueño, me detuvo antes de entrar.
−“Perdone, pero no puede pasar”.
   Le pedí me diera alguna razón. Si al menos hubiera tenido dinero para un café.
−“Tenemos reservado el derecho de admisión. Usted mismo puede leerlo.”
−“Pero ¿por qué?” −insistí.
   Se lo veía reacio a dar más explicaciones, pero de mala gana, me dijo:
−“Aquí no entra nadie que haya estado previamente en la escalinata de la Basílica. Son normas de la casa.”
   Era inútil argüir. Me fui llenando de impotencia y no sé si sirvió de algo la decisión que entonces tomé y todavía mantengo: no entrar jamás nuevamente en The Sword, por mucho que al día siguiente me arrepintiera de ser mendigo y llevara llenos los bolsillos. Si ninguno de los siete, o de los más o menos setenta que somos en esta ciudad, puede atravesar estas puertas, me tendrían que llevar atado a su interior.
   Pero no quería orinar en la calle, allí en pleno centro urbano. Armándome de paciencia, y suponiendo una reacción parecida, probé fortuna en el bar aledaño. En King Alfred me vieron entrar, acudir al servicio y salir sin tomar nada, pero no hubo comentarios. Incluso me atreví a pedir un vaso de agua y sin mala cara me lo dieron. En este bar si acogen mendigos, me dije, prometiéndome que cuando pudiera permitirme un café, me tomaría alguno dentro.
   Ya de vuelta junto a Luke vi que éste me miraba con preocupación. En mi cara debió retratarse rebeldía y sobresalto, herido como si me acabara de picar una avispa. Fui incapaz de decirle algo diferente de ah, las manos crispadas y el rostro lacrimoso. Volví a sentarme en una mudez elocuente, intuyendo que estaba delante del sexto motivo de Verôme en negativo. Pasamos cinco minutos sin intercambiar palabra, él respetando mi revelador silencio. Pero finalmente tenía que preguntárselo.
−“Compañero, yo no sé si ya tendría derecho a saberlo −y después de unos segundos en que él me alentaba claramente a que se lo preguntara−, pero el sexto signo negativo… La señora Oakes me lo nombró como Invisibilidad, pero ¿podría ser expulsión o marginación?”
−“Estás en la calle y tienes todo el derecho del mundo a que te lo desvele. Puesto que es el sexto signo, le corresponde también a John y en verdad fue lo que con más fuerza lo atacó y casi lo derrumba en su día. Expulsión o marginación son sólo partes de una palabra que lo resume todo: Exclusión. Ya no te permiten el acceso a donde siempre has entrado.”
−“Ah” −volví a exclamar. Mi aprendizaje se iba completando con dolor y sobresaltos. Pero así debía ser.
   Allí sentado, azotado cada vez más por el frío, me puse a enumerar los nombres de los ocho signos negativos, ahora que al fin los conocía todos: Penumbra, Hambre, Frío, Escasez, Tentación, Exclusión, Suciedad, Vergüenza. Me detuve sólo un instante a pensar en el sexto; y en el hombre al que concernía. Querido John, cuántos años sin querer saber de ti, por cuántas cosas habrás pasado que yo ni siquiera imaginaba. Y el octavo signo me correspondía. Es verdad que no podía recordar que hasta entonces me hubiera mordido, pero un inexplicable malestar me llevó de nuevo a mirar la gorra. Justo en ese momento pasó un señor bien abrigado, incluso bien pertrechado con una bufanda, y dejó caer otros 30 budges, ni en las manos de Luke ni en las mías; hizo diana en el sombrero. Llevábamos ya 80, si no me fallaban las cuentas. Ni tan siquiera un mísero dain. Volví a lamentar haber desperdiciado la moneda de William Rage. Luke, compañero, que sigues mirándome con benevolencia, no debías haber venido conmigo. Lo verdaderamente imprescindible lo arrojo lejos de mí y no me acuerdo de tu necesidad. Y no nos cae nada. Yo no sabía aún que la calle tiene sus ritmos y que en días fríos como el de hoy era más conveniente apurar cada hora de sol. Mi estómago protestaba; no comía nada desde el desayuno. Pero el hambre aún no podía derrotarme. Por mí mismo nunca lo habría pensado, mas debía contar con Luke, no olvidar nunca que él estaba allí pidiendo por tres. Llegué a creerme culpable de la derrota. No había sabido encontrar harapos horas antes en Deanforest y mi aspecto no infundiría confianza. Necesitaba alguna vestidura más deshilachada, con más arrugas o más enhollinadas. Mi compañero no perdía detalle de mis expresiones, comprendiendo la batalla que sostenía conmigo mismo. “Yo no quiero irme, mendigo”, le decía mi rostro, “¿pero qué otra cosa puedo hacer?”. Si te dejo a solas, podrás ganar mejor vuestro pan sin mí, alejado de este fantoche de menesteroso bien vestido.
   Su mirada, severamente, me respondía: “si realmente te sientes derrotado, elige lo que de verdad prefieras. Pero por ti. Muchos días para mí y para mi mujer la recompensa es el hambre. En este momento de la noche, Nike, estamos juntos; y juntos cosecharemos lo que haya, si prefieres quedarte.”
−“Entonces, compañero, ¿deseas irte?” −pronunció al fin tras un par de minutos tensos.
−“No, Luke, seguiré aquí” −aseveré con confianza.
−“¿Has comido alguna cosa hoy?” −me preguntó con dulzura y verdadera preocupación por mí.
   Entonces le estuve hablando de aquel brioche del desayuno, en Havengrove Avenue.
−“No te preocupes por mi hambre, mendigo, todavía resisto.”
−“Tienes la fuerza de un toro, compañero” −sentenció.


 
  En muchas culturas antiguas el toro ha simbolizado la fuerza, desde las pinturas en paredes de ancestrales cuevas hasta el toro Apis, sagrado en el antiguo Egipto, concebido por medio de una ráfaga de luz celeste. El nuevo mendigo no lo sabía aún, pero su resistencia era inagotable y, fecundas o estériles, sus fuerzas ayudaban a sus pasos, que hollaron incansables el terreno. En su recorrido estelar de ese 4 de octubre, tercera constelación en un solo  día, Nike ya pudo pasar a Tauro.


 
  La luna llena de esa noche, el rostro coqueto pero tal vez despeinada, se asomó unos instantes al Puente de los Caballeros como si quisiera mojarse el pelo. A ella podía verla, pero el cielo del sur, suponía que también el del norte, se fue cubriendo de nubes plomizas, cada vez más amenazadoras, que velaron definitivamente todas las luces de los demás astros, estrellas heladas y algún planeta que quería tímidamente acompañarlas. Pero la luna no tardó en perderse también y ya no la volví a ver. Y no quería mirar a mi derecha. No se perciben bien desde la Basílica Deanforest o Newchapel, pero se llega a adivinar el contorno espectral del Puente Hammerstone. Esa noche yo no iba a permitir que cayera en ese punto cardinal mi habitación.
   Los dedos se me estaban congelando y una peregrinación lenta de dolores me sugirió que otra tarde debería venir protegido por un par de guantes. Pero quizá la preocupación que había tenido por mi compañero hubiese conseguido que mi propia temperatura fuese incoherente. Porque mientras me hallaba en negros presagios acerca de Luke y su familia, lentamente desde la frente me comenzó a bajar una gota inconfundible de sudor helado.
   A esa primera gota de sudor le siguieron algunas más, mientras mi mirada sorprendida se fijaba en una niña de unos 9 años que venía ensimismada desde el oeste de Castle Road. Era para mí ininteligible que se acercara lamiendo un helado. Sé que hay varias heladerías en toda la calle y en la plaza de St Paul’s, pero nunca supe de ninguna que estuviera aún abierta a comienzos de octubre. Tal vez lo trajera desde su casa. Es extraño que no todos tengamos la misma temperatura corporal. Para aquella chiquilla, mangas cortas y todavía las rodillas al aire, seguía siendo verano.
   Venía canturreando y tan absorta, sin mirar al suelo, que al aproximarse a nosotros debió tropezar con algo. Se tambaleó un segundo. Estaba tan cerca de mí que me llegué a plantear levantarme a ayudarla, pero sin tiempo para poder hacerlo, gran parte del helado me cayó encima, llenándome el cuello de la camisa. No pronunció ni un educado “discúlpeme”. Siguió su camino hacia el este sin acordarse más de nosotros. Otro ser humano que no nos veía.
   No había nada con qué limpiarse por más que buscara a mi alrededor un trozo de papel o siquiera la hoja de un árbol. Y no sabía si frotarme con saliva habría sido peor. Así que me quité como pude el helado con los dedos. El cuello de la camisa me daba un aspecto descuidado. Empezaba a parecer un indigente. Luke me miraba solícito mientras yo le devolvía una sonrisa que quiso hacérseme campanilla por no atreverse a tornarse carcajada.
   Pero un viento de poniente se fue llevando cansinamente hasta las últimas luces que resistían, y también, ya agotada, a la luna lejana. Soplaba con fuerza y nos empezábamos a congelar. Fue entonces cuando Luke habló.
−“Deberíamos mudarnos, compañero, si es que lo deseas seguir intentando.”
   Y con semblante firme:
−“Sigamos, Luke, por favor.”
   Sugirió un ángulo de la plaza protegido del poniente, el portal de un banco que queda al doblar la Basílica si vas rumbo norte. Lo debes conocer Protch, así que no te lo nombraré. ¿Qué importancia tiene cómo se llame un banco? A un mendigo sólo le interesa que en días fríos su cálida fachada te proteja de los vientos intensos.
   Vistas desde allí, las torres, que se orientan a occidente y sólo son dos agujas −¿por qué?−, presentan un aspecto menos pavoroso. Durante un minuto me puse a contemplar el tímpano renacentista, recordando una vez más a quién está la iglesia dedicada. Era una escena recargada de figuras. Pablo de Tarso, el llamado apóstol de los gentiles, claramente perceptible en el centro de la imagen, parecía entretenido en compartir alguna enseñanza magistral con el coro de personajes que lo rodeaban, presumiblemente algunos de los apóstoles. Su rostro se había querido mantener severo, a pesar de su conocida transición de azote de los cristianos a su más firme defensor. No se le veía, sin embargo, el ceño alegre, ni siquiera en lo alto de St Paul.
    Llegados al fin a la entrada del banco, allí, medio acurrucados y algo mejor guarecidos del frío, pasaríamos más de media hora. Pero cada vez era más difícil entrever siquiera el rostro fugaz de algún viandante aterido que fuera de vuelta a su hogar. Cada vez que observaba que alguien se acercaba, volvía a levantar la mano, pero infructuosamente. Edwin ya se había marchado y por allí sólo rondaba aún, además de nosotros, el infatigable Emil West, dando furtivos sorbos a una botella juraría que de ginebra, cada vez más ebrio. Interrumpió un interesante diálogo que debía estar manteniendo consigo mismo para saludar a Luke, a quien ya conocía: “Buenas noches, Prancitt.” Y poco más.
   Un viandante llegaba entonces caminando en dirección al Pueblo. Al ver su silueta, todavía el pelo abundante y el mismo andar distraído, la mente se me fue tornando primero una sospecha, pero según avanzaba, cada vez más una certeza. Tantos años y volvía a verlo. Él no me reconoció. Marchaba por el centro de la plaza, casi en la acera de enfrente. Tuve que llamarlo.
−“¡Simón! −y ya a voz en grito−, ¡Simon! −y reparando al fin en aquel sonido estridente que lo llamaba, acercándose al extraño mendigo que parecía reclamarlo, le pregunté−, ¿No eres tú Simon Bonner?”
   Estuvo unos instantes intentando descifrar un rostro que se le hacía conocido.
−“Perdone, señor, ¿le conozco?”
−“Si tú eres Simon Bonner, sí. Yo soy Nicholas Siddeley.”
−“Nicholas, a quien muchos llamaban Nike, ¿de Siddeley Priory? ¿Pero qué demonios…?” −y no sabía cómo seguir. Se le hacía imposible imaginar a un Siddeley en la calle.
−“Todavía es mío Siddeley Priory. No es fácil explicarte por qué estoy hoy aquí y que éste sea, en realidad, mi primer día. Pero te aseguro, Simon, que estoy donde debo estar. El camino a veces se tuerce y te lleva a extrañas lomas, pero en su cima te están esperando la amistad y la lealtad; y si llegas a conocerlas, una calle sucia y fría te parece una alfombra. Créeme: he llegado a donde tenía que llegar; ahora tengo que medir mis fuerzas y quién sabe mañana dónde estaré −y percatándome justo entonces del mendigo que me acompañaba, que se daba calor con las manos en los hombros, le dije con una gran sonrisa abierta−. Éste es Luke Prancitt, mi compañero y amigo. Luke, éste es Simon Bonner, mi primer caballerizo.”
   El equívoco de las palabras hizo que por unos segundos me ruborizara. Pero se me trocó ese fuego en un castaño, el de los ojos de Luke, que ahora me miraba estremecido. Mantuvo ese semblante el resto de la noche. Ya no pareció volver a ser el mismo. Se estrecharon las manos con seguridad. Me dirigí de nuevo a Simon.
−“Pero no sabía que esta fuera tu ciudad. ¿O estás sólo de paso?”
   Todo el tiempo me miraba dudando de con qué extraño sujeto se había encontrado y si conservaría toda la luz de su razón. Pero no perdió nunca su gesto amable.
−“Yo no vivo aquí, pero tengo una hermana que sí es de esta ciudad: Lindsay Bonner, o mejor dicho, ya en realidad la señora Wilkins. Se ha casado hoy en la iglesia de St Mary, al mediodía. Todavía están celebrándolo. Pero yo me he levantado esta mañana taciturno y estoy pasando la tarde así, a ratos de vuelta al banquete, a ratos paseando. No parece que haya escogido un buen día. Pero hablando de otra cosa, ¿cómo siguen los caballos? Seguirá habiendo caballos en Siddeley Priory, supongo.”
   Estuvimos charlando un rato de los establos que él tan bien conociera. Tuve que admitir que ahora, en mi ausencia, Siddeley Priory estaba a cargo de mi primo Edmund. Y le pude contar pocas novedades. Él también se había casado cinco años atrás. Me quise imaginar cómo sería la señora Bonner. “Espero que te colme de dicha, Simon. No sé en realidad si te amé, pero tú eres casi mi único recuerdo agradable de aquellos años de mi vida. Que la tuya se vea siempre regada por abundante felicidad.”
   Luke oyó todo este diálogo interesado, la cara cada vez más una oda a la amistad conmovida. Pero Simon dudaba. Quizá no tuviera intención de reconocerme si otro día me hallaba por las calles mendigando. No obstante, el recuerdo de una antigua camaradería con aquel extraño adolescente, heredero de los Siddeley, hizo que no se apartase de nosotros todavía. Y se le veía bien que iba a sacar la cartera. Esperé unos segundos, pero al fin, moneda en mano, le dije:
−“Simon, no aceptamos limosna de los amigos. Ojalá, si un día volvemos a cruzarnos y me ves en las mismas circunstancias, conversemos otra vez. Guardo un excelente recuerdo de ti. Que todo te vaya bien, amigo mío. Espero me permitas llamarte así.”
   Todavía anonadado, mas con un cálido “Adiós, Nike” se volvió a Calvary Road. Yo seguí a la vera de Luke cenando frío y oscuridad. A mi compañero no le salían las palabras.
−“Eres… eres… no me entenderás pero la voz compañero cada vez te cuadra más.”
   La emoción palpablemente lo bañaba, mas yo no entendía por qué. Y su rostro pasaba por todas las fases, como la luna, pintando nuevas cartografías llenas de tierras incógnitas, como quien no sabe qué extraños paisajes está descubriendo pero conoce bien que está llegando a alguna parte. De vez en cuando murmuraba lo que a mí me sonaba como “dos veces en el mismo día”, y algún perceptible “amigo mío” y “compañero”. Pero mirándonos sin hablar, los dos acompañados de súbitas pero grandes emociones, finalmente me miró de nuevo y dijo.
−“Compañero, algunas jornadas son estériles. Y hoy no parece que vayamos a tener un poco más de suerte. Como no he venido solo, le pregunto al mendigo que está a mi lado: ¿No sería mejor irnos?”
−“Luke… media hora más. Si sólo fuéramos tú y yo…”
−“¿En qué estás pensando, Nike? ¿O en quién? ¿Qué es lo que de verdad te inquieta?”
−“Quizá deberíamos abandonar, pero no sin antes −y al fin me atreví a decirlo− llevarle algo al pequeño rey, su comida para mañana.”
    Ahora sí que Luke comenzó a llorar. Lo que antes parecía estremecimiento era ahora una voz absolutamente enternecida al hablarme, mi mejor manta para esa hora.
−“¡Compañero! ¡Querido compañero! −le costaba seguir− gracias infinitas por acordarte de él. Pero en estos momentos sólo toma la leche de su madre. Es necesario que ella esté siempre bien alimentada. Y lo está. Te aseguro que lo está. Pero en fin, no podía ser de otra forma, a tu lado me estremezco siempre y acabo llorando. Qué alegría haberte vuelto a encontrar.”


 
   Pocas veces es visible el cerco que acompaña en ocasiones a la luna nueva. Nike parecía embelesado intentando averiguar si predecía agua. Entretanto las llamas danzaban y las estrellas, con poca luna, parecieron inclinarse a su calor.
−“Por más veces que haya oído tu historia aún me sorprende. ¿De veras pensabas que la comida de Paul estaba bajo tu responsabilidad esa noche?”
−“Yo tenía muchas cosas que decidir y mi mente fue una maraña aún por desenredar. Debí haberlo supuesto, pero el laberinto de mis pensamientos tenía más de un pasillo ese día: la sonrisa plena de Lucy, el dormitar reposado en mis brazos del pequeño Régulo.”
−“¿Y Luke?”
−“Por más que lo intenté, no hallé las palabras con que pedirle disculpas.”
−“Sabes cuánto los quiero y cómo he seguido tus pasos posteriores. Y me sigue estremeciendo vuestro esfuerzo para que nunca pase hambre y tenga todo lo verdaderamente necesario.”
−“Pero esa noche no le llevamos nada.”, proseguía como si relegara todavía la idea de que el pequeño rey ya tenía su comida. Pero la luna nueva es una luz ausente que impone su olvido. O quizá te evoque otros recuerdos, como la insuficiente luna llena de aquel 4 de octubre.


 
−“Entonces, Nike, y ahora que lo sabes, ¿qué te parece que hagamos?”
   A veces un recuerdo se va desangrando, te perfora la carne gota a gota, te humedece y te inunda, pero nunca perece. Ese día tenía que intentar cualquier camino y apurar el conocimiento. Me había pasado dos meses evocando unas palabras de John que aún resonaban como un disparo. No lo había pronunciado antes porque no podíamos llevarle esas impurezas al pequeño rey. Pero sabiendo bien que por más que lo deseara, su alimentación en realidad no dependía de mí, me atreví a decir:
−“Compañero, una vez − mi voz se entrecortaba, pero iba con seguridad a su diana−   me hicieron saber que hay otra manera de buscarse la vida cuando la picazón del agujero en el estómago exige medidas desesperadas. Tal vez… lo deberíamos intentar.”
−“Nike, no sé si te comprendo. ¿En qué estas pensando?”
−“No vamos a conseguir alimentos mediante limosna. Y si no me engaño, a veces buscáis comida en los contenedores. Estaría dispuesto a hacerlo.”
   Sólo eran hilos de voz los que de su garganta pudieron salir entonces. Me miraba con sus limpios ojos totalmente enrojecidos. Pero al fin me habló:
−“Ya empiezo a saber, compañero, que de ti me lo puedo esperar todo. Está bien, Nike, si estás decidido, lo haremos. Yo tuve que intentarlo cuando me llegó el turno. Y a veces lo sigo probando. Pero no es necesario seguir siempre este método. Puede ser algo parecido. Ven conmigo. Y que nada te haga perder esa fuerza, mendigo.”
   Mi compañero extrajo entonces la mísera cosecha que le había llovido al sombrero: 80 budges. Dos monedas de 30 y una de 20. No era fácil dividirlo por la mitad. Pero tras alguna discusión, Luke me dio 50 y el se quedó con los restantes 30 budges más los 30 que había traído y arrojado al sombrero a comienzos de la tarde.
   Finalmente nos levantamos y atravesamos la plaza de nuevo en dirección al barrio templario. Hay por allí una conocida multinacional de hamburguesas que seguramente conoces. Pero Luke no me encaminaba hacia la entrada, sino hacia la puerta trasera, una callejuela polvorienta y oscura que no va hacia ninguna parte. Ni nombre tiene. No podría, por más que lo intentara, describirte una miseria que sólo nos corresponde a los mendigos. En la parte de atrás, y no siempre, los camareros van acumulando cajas donde a veces arrojan las sobras, todo lo que los clientes han desechado y no han comido, pero al fin y al cabo, restos de alimento en buen estado. Vimos uno o dos perros que seguramente con mejor olfato no se atrevieron a hurgar por allí. De ellas a menudo muchos compañeros sacan cartones que convierten en abrigo para pasar la noche.
   Al fin llegamos. Esa noche sólo había una caja. Siendo el único destino posible, me encaminé hacia él sin vacilaciones y la abrí. Efectivamente no sólo había restos de hamburguesa, sino una o dos prácticamente enteras. Podría valer para saciar dos hambres que no pedían demasiado. Y ya estaba por sacar esperanzado un resto de carne valiosísimo cuando oí a Luke gritar:
−“Nike, no las toques −y con el rostro desfigurado señaló entonces a una masa blanca que comenzaba a aparecer−. Ratas.”
   Una fobia tiene un componente de miedo y otro de asco. Mi compañero Miguel seguramente participaba de ambas tensiones. Para Luke y para mí sólo era repugnancia. Alguna rata habíamos visto esa tarde en el vertedero, pero entonces no nos afectaban. Las que ahora veía consiguieron que me olvidara del hambre por unos instantes. Y entre escalofríos alcé la vista un segundo a la entrada de aquel pasadizo. Y me pareció vislumbrar un rostro conocido. Quizá se dirigiera a cenar allí, dentro del bar; y lógicamente atravesando la puerta principal. O quizá marchara a alguna otra parte. No le habría prestado mucha atención si no fuera porque parecía escudriñarme con detenimiento, queriéndose asegurar de que sus ojos no le engañaban y de que allí se encontraba Nike, humillándose entre cajas de cartón y ratas. Finalmente se perdió de nuestra visión.
−“Creo, Luke, que un hombre que acaba de pasar, seguramente lo has visto también, es Walter Hope, un compañero de trabajo en la Thuban. Siempre me ha tenido ojeriza y habla demasiado. Juraría que, si en verdad era él, mañana no pasará mucho tiempo hasta que lo sepan todos.”
−“Créeme que lo siento entonces, Nike.”
−“No temas, Luke −y casi riendo y con una seguridad desconocida, le dije−, esto me lo va a hacer más fácil.”
   Tenía hasta entonces dos ríos para elegir, y ya no estaba seguro de que al día siguiente pudiera, de uno de los dos, retener sus aguas. Pero a esa hora, si elegir un mundo u otro verdaderamente estaba en mis manos, sabía al menos a cuál no estaba dispuesto a renunciar.
−“Mañana en la Thuban iba a dar de todos modos una explicación. Ahora sólo tendré que pensar en qué palabras usar y lo que tenga que ser, será.”
   No había más cajas dónde buscar entonces. Y yo seguía pensando en Lucy. Seguramente los compañeros le darían algo de comer si Luke y yo no lo conseguíamos. Mas por un segundo vi el rostro puro que me había acompañado toda la tarde, atravesado por luces que me apuntaban con confianza. Su sonrisa tenía palabras: “Nike, vuelve cuando quieras. No podría tener mejor alimento esta noche que veros regresar, cansados pero habiendo luchado. No te preocupes más por mí. Déjame que me alimente de tu fuerza interior y que ésta se me vuelva después cálida manta que arrope mi sueño hambriento. Regresad.”
   Derrota iba a ser la amarga cosecha de esa noche. Y a esa hora, las nueve, había de venir con otras plumas. Todavía en el pasadizo, negro de ratas y olvido, mirando hacia la plaza me empecé a dar cuenta de cómo se iba llenando de unas indudables perlas, señal suficiente de que al final habíase decidido el cielo a descargar sus lágrimas. Era una llovizna, pero iba a ser persistente. Con rostro abatido, comprendiendo que ya no habría ocasión de ponerse a buscar en otros contenedores y que Luke, acostumbrado al hambre, no me permitiría que batalláramos por él, le acabé diciendo.
−“Compañero, vámonos; hoy no toca comer.”
   Empezó a caminar con decisión, de regreso a la plaza de St Paul’s, pero yo no podía seguirle. Se dio cuenta entonces de mis dificultades y me preguntó qué me ocurría. Yo no sabía si eran callos o rozaduras. Obsequioso, me llevó hacia un umbral, donde me descalcé.
−“Son rozaduras −sentenció−, nada graves pero te harán caminar con dificultad y dolor. Algunas veces también las he tenido. Olivia conoce una forma de eliminarlas. Pero ahora no está a nuestro lado. Y no podemos detenernos a dormir aquí. Tendrás que andar como puedas, y si te resulta imposible, tendré que llevarte a hombros. Y no es la primera vez que me arrepiento de no haber traído paraguas. A donde vayamos tendremos que mojarnos.”
   Despaciosamente, frenando su ritmo para acompañarme toda la caminata, Luke venía conmigo pensativo y silencioso. La luna llena oculta pareció rebelarse a aquel manto de nubes y haberse ido a posar en sus ojos. Derrota no fue la única recompensa de aquella jornada. En ese día de obsequios, mi compañero me había regalado el hambre compartida y al devorar conmigo este mísero pan se iluminaban sus espejos estremecidos. Nos llevó cinco minutos atravesar la plaza, pero al fin mis pies lacerados caminaban el Puente Mayor. Anduvimos de regreso todo el tiempo mojándonos, pero a mí me dolía que él también, por mi culpa, retornara con hambre y empapado.
   Una vez que con dificultad atravesamos el río, y ya mis pies me guiaban al sur, Luke se detuvo un segundo para plantearme:
−“No sé si considerarás correcto que te haga esta pregunta, pero en este punto se cruzan los caminos y debo hacértela. ¿Quieres ir al oeste, hacia Deanforest? Te aseguro que te acompañaría hasta allí. ¿O hacia el sur, a la Mano Cortada?”
−“A la Mano Cortada −respondí sin una sola muestra de vacilación−. Esta noche la quiero cerrar donde he pasado las primeras horas de la tarde, donde tú me ayudaste a buscar un hogar. Pero temo que yendo a mi paso te vas a empapar.”
−“Deja que tu pensamiento descanse al menos de esa idea. La culpa, en todo caso, es mía por no haber traído un paraguas. Me he mojado muchas noches, solo o con Lucy, y estoy acostumbrado. Y no abandonaré a mi compañero por un poco de agua.”
   Comenzábamos la interminable Temple Road, pues Luke pensó que mis pies no estaban entonces para volver por las estrecheces del Pueblo. Caminar mojándote no es un infierno si le sabes poner una sonrisa. Dejaba que mi atención vagase por los caprichos que la lluvia les ponía a los charcos, volviéndolos de colores diversos. Después esas lágrimas tintadas caerían al Heatherling, todavía vivo, antes de su agonía en Rivers’ Meet. No sabía cuántos puentes tenía esa calle. Por dejar que mi mente transcurriese por una seda diferente al tapiz que no podían hollar mis pies doloridos, me puse a contarlos. Son cuatro desde el Puente Mayor a Rivers’ Meet. Pero pensar en números hizo que rememorara que aún tenía pendiente darle un par de respuestas a Luke. Marchábamos por la acera oriental, más repleta de balcones, y en algunos nos deteníamos un segundo si la lluvia arreciaba. Estuvimos casi un cuarto de hora debajo de uno, pues en esos minutos se volvió torrente. Y sin que él me lo preguntara, aproveché para decirle:
−“Luke, el número 60…”
−“Dime, Nike”
−“…es el número más pequeño que cuenta con diez divisores, y todos son números especiales: fíjate, descartada la división por sí mismo o por uno, quedan 2, 3, 4, 5, 6, 10, 12, 15, 20 y 30.”
−“Sabía que no ibas a fallar. No sé si por esa razón ha sido un número mágico para tantos pueblos. ¿Sabes? La señora Oakes lleva años pensando en crear ella misma un Tarot que tenga 60 cartas. Y cada una formaría parte de un sinfín de secciones. Fíjate por ejemplo en el número 23: sería primero en el duodécimo par, segundo en el octavo trío, tercero en el sexto cuarteto… ¿para qué seguir? Cada arcano que inventara estaría en relación con todos los cercanos en secciones de 2, 3, 4… De momento parece haber llegado a que del 1 al 30 sean los arcanos positivos, y del 31 al 60 los negativos. No sé si habrá avanzado ya un poco más. A ratos de hambre o frío deja que su mente merodee esos enigmas.”
   No dejaba de sorprenderme. Pero así, dejando que la mente camine siempre, el cuerpo puede resistir muchos años, aun en la mayor penuria. Incógnita, fuerzas, resistencia… por ahí debía estar la solución del segundo enigma. Al cabo casi de tres cuartos de hora, marchábamos ya por Alder Street. Estar tan cerca de mi patria debió hacer que mis pobres pies tomaran un impulso inusitado y a pesar del dolor, ya casi volaban. Pensaba en si habría hoguera en algún lugar protegido de la lluvia. Pero antes de doblar hacia Millers’ Lane mi compañero quiso que nos detuviéramos de nuevo debajo de un balcón para tomar un último respiro. Fue entonces cuando ya al fin me atreví a hablar.
−“Luke… la grandeza de la calle… yo no sé si estas palabras tendrán algún valor. Ser mendigo cada día es algo así como la existencia. La mañana merma y su mirada nueva no se sabe aún si vendrá cargada de esperanzas. Para que tenga sentido a la noche, o a las canas de la vida, hay que conseguir que el dolor, el hambre, la fatiga, transformen su cara en el premio de su corona de laurel, el alimento, las palabras de los compañeros, el suelo frío trocado en hogar, en patria. Entonces la noche crece y toque o no toque el hambre, se llena.”
−“Cuatro fases −sonreía−. La luna, el día, la vida, las calles… Cuatro caminos siempre. Y tu conclusión también se ha vuelto creciente y se ha llenado.”
−“¿Cuál fue tu grandeza, Luke?”
−“No recuerdo las palabras exactas, compañero, pero van en paralelo con la tuya. Tenía que ver con el esfuerzo. Hay que trabajarse las calles, como la vida, para que, como tú me has sugerido, la noche o la vejez te lleguen con luna llena.”
   Amainaba lo suficiente como para que al fin torciéramos por Millers’ Lane. Y fue sólo entonces cuando caí en la cuenta. Un olvido de difícil solución. Pero como siempre mis expresiones se transparentaban.
−“¿Qué te ocurre, Nike?”
−“Mañana tengo que volver a la Thuban. Me haya o no me haya visto Walter Hope, quiero dar una explicación, y que sea lo suficientemente convincente como para seguir trabajando allí por las mañanas. Cada tarde, si soy firme, volveré con vosotros a las calles. Pero tan lejos de Deanforest, y no antes, justo ahora me acuerdo de que no he traído despertador. Y el reloj que llevo carece de alarma y es imposible programarlo para que suene a una hora determinada.”
−“No te preocupes por eso. Dicen de mí que soy un reloj. Pero no es del todo cierto. Sólo funciono de noche. Me he pasado años, incluso antes de las calles, programando en qué momento quería despertar. Y en las horas de oscuridad lo consigo, hasta con minutos exactos. Por esa razón, Lucy y yo ni siquiera tenemos despertador, pero créeme, ni una sola vez nos ha hecho falta. Tú dime solamente a qué hora quieres que te llame y me acercaré entonces a tu tienda. Y si no confías en mí, entraré un segundo a la tienda de Miguel a pedirle uno prestado para esta noche.”
−“Confiaré en ti, compañero. Cuántas facetas me quedan aún por descubrir de todos vosotros −y me puse a calcular−. Déjame pensar. A este ritmo de mis inútiles pies, tardaré más de una hora en llegar a Deanforest, adonde quiero ir sólo a darme una ducha y cambiarme de ropa. Y después necesitaré media hora para llegar a la Thuban. Empiezo a trabajar a las 7. ¿No será mucha molestia para ti madrugar tanto y despertarme a las 5?”
−“Me acercaré a tu tienda a las 5 menos cuarto. Confía en mí. No he fallado ni una sola vez en los últimos quince años. No voy a empezar a fallar esta noche.”
   Todo este parlamento lo tuvimos por Millers’ Lane. Ya se veía el campamento. Allí seguían nuestras tiendas, pero lo encontraba insólitamente desierto. De todos modos, llegaba al fin a puerto. Faltaban pocos minutos para que dieran las 10 y por ese día terminaron las calles.
   Calles tiene esta ciudad que no se sabe bien qué cara te presentan. Avenidas anchas, iluminadas, que se doblan y se vuelven calles frías, polvorientas, peligrosas. Calles que a veces se recorren con sonrisa de sol o entre lágrimas de lluvia. O que, como la niña insegura de su belleza, quiere esconder su rostro en una toquilla de niebla esquiva que tape algo sus imperfecciones, y no ha aprendido aún que su faz es bella, que no debería velarse con neblinas. Calles otrora maternales, que a veces te amamantan entre dulces nanas; y otros días te muestran su cara de ramera, sus arrugas decrépitas de vieja dama cansada. Pero esa noche no regresamos con niebla: jueves, 4 de octubre, año 29, mi primer día en la calle, por esas calles… mis calles, mis pasillos, mi habitación, mi país. Pero Luke me hablaba.
−“Están todos en sus tiendas. Es nuestro sexto código. Discúlpame por no haberte avisado antes de que no los encontrarías aquí. El mendigo en su primer día debe tener espacio para meditar a solas cuando regrese, sin preguntas incómodas. Y por eso no los ves. Ya habrá otras noches de hogueras, Nike. En ésta, de todos modos, habría sido muy difícil hallar un lugar donde encenderla sin que se moje la leña.”
   Ya habíamos subido la cuesta y pisábamos la tierra de nuestro país. Asentí a sus palabras, preguntándome qué extrañas sabidurías habrían engendrado sus códigos, o de quién habrían surgido. De todos modos, cansado y con hambre, no habría sido esa noche buen conversador. Yo me fui por fin a mi tienda sabiendo que, esta vez sí, el posesivo era ya adecuado. Luke me hablaba, al lado de la suya, de que iba a entrar un momento a darle un beso a su mujer y otro a su hijo y que enseguida volvería conmigo a traerme un par de mantas. Sólo un segundo antes de entrar a mi choza vi que la lluvia se detenía. Y no sé si esa noche continuó lloviendo. Al alba ya sólo fue rocío el algodón de aquellas nubes.


[1] El dain se divide en 100 budges y hay monedas de 5, 20, 30, 50 y 60 budges.

15 comentarios:

  1. Por si alguien más se lo lee, o algún día te da por releerlo, te diré que este capítulo está planteado como un vía crucis, con catorce estaciones, que son las siguientes.
    1)Camino de ida
    2)La mano tendida
    3)La primera moneda
    4)La ira
    5)Los mendigos de afuera
    6)Por vuestros pecados
    7)Sexto signo negativo
    8)Indignidad
    9)La gota de sudor
    10)La vergüenza/Simon
    11)Comida del pequeño rey
    12)Basura
    13)No toca comer
    14)Camino de vuelta

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  2. Esta mañana me he traído el ordenador a la cocina, como suelo a veces. Leí el capítulo y me quedé sobrecogida y pensativa… Como un autómata me puse a hacer un pudding de dátiles, no sé por qué, si no me lo voy a comer yo sola. Si no he quedado con nadie para que venga a comer hoy. Sólo al rato, cuando me senté de nuevo ante el ordenador tras meterlo en el horno, me percaté casi de que había hecho un pudding de dátiles que no me voy a comer… ¿Por qué lo hice? Porque estaba pensando en los ocho…o los nueve, si cuento al pequeño rey de los mendigos, el reyecito del Arrabal de la Mano Cortada. Quizá lo hice inconscientemente porque pensaba que a Olivia le gustaría, porque es golosa, porque siempre tiene hambre. Pensé que Luke, Lucy y Nike tendrían algo para comer esa noche aciaga y extraña. He ido estableciendo una empatía casi brutal con Nike y sí, las 14 estaciones están bien claras. Sin querer olvidar ninguna, resaltaría el hecho mismo de aprender la mendicidad empezando desde cero: sabiendo abrir la mano… Nike, el millonario, jamás olvidará una cantidad de dinero irrisoria: 20 budges, y a una señora azul chillón. Su primera limosna…siendo compañero de su amado Luke. La incomprensión de la gente, los que miran con ira y los que miran sin “verlos”. Conocer a otros mendigos, otras realidades nada afables como la de Rhode, a quien su marido la llueve a palos. Invisibilidad, exclusión. El mendigo millonario hurgando en la basura para alimentar a un niño o a su madre o a nadie…porque el primer día de limosna no dio ni para comer. Y la decisión de hablar sobre el asunto a los tiburones. Continuar, por ahora su doble vida de mendigo y millonario. Como no puede ser de otro modo, por imperativo de su corazón.
    Y ahora contemplo el pudding de dátiles en el horno con la fantasmagoría de Olivia en la mente, con las noches de hambre y frío en las que sólo contar historias aleja a los ocho mendigos de los demonios de la miseria que se pasa, de la necesidad que acontece, de la barriga vacía. Ahora pienso a los mendigos de otra manera. Yo no los puedo sacar de la calle. Yo soy de las que les da monedas y/o comida y habla con ellos. Pero entiendo mejor la dureza de sus vidas y cómo, en efecto, es más fácil tener un trabajo que nos da techo, comida y caprichos; que vivir en la calle.

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  3. A decir verdad Germán, me dejaste sin palabras, Tus descripciones tan al detalle, íntegras.. aiiinnnssss... La certeza con la que detallas no sólo paisajes, sino sobre todo sentimientos y distintos estados por los que van pasando Luke y Nike, es sobrecogedor mi amado amigo, hiciste que viviera en carne propia "Sus" Vía Crucis, cada uno con el propio y aún así, acompañándose y dándose aliento. Tu relato es soberbio, admirable y te muestra nítidamente como sos como persona. Nadie puede escribir de esa manera sin tener conocimiento de ello. Te quiero Ger!!
    Repe agradecimiento por haberme permitido leerte y conocerte :) :*

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  4. Jamás miraré a un mendigo sin acordarme de éstas ''tus palabras''
    En cada capítulo, te engrandeces, hablas como si conocieras esa vida o hubieras seguido de cerca a uno de ellos, porque te has puesto en su piel.
    Soberbio, diría yo, éste capítulo!!

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  5. A veces es necesario meterse en un laberinto, para darte cuenta de que el dolor solamente se cura con amor.

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  6. PRIMERA ESTACIÓN: CAMINO DE IDA

    Apenas una mirada a su alrededor, su nueva casa, casi descrita como un palacio, aquella nueva vieja tienda que le permitiría dormir más cerca de sus estrellas, aunque a tiempo parcial. La atenta mirada de Luke le señala el comienzo de su Vía Crucis, camino al Gólgota de su redención. ¿Qué había sido su vida entera, y para qué habían pasado sobre él tanta alegría y tanto dolor? ¿Por qué había sentido aquella sed de verdad y amor y seguía estando aún sediento?. Pasos calmos, las primeras rozaduras, -Por aquí comenzaremos. Es Calvary Road-, el camino, las calles, Jerusalem Street-Santo Sepulcro- Mar de Galilea-Crucifixion Street-Cenacle Street, todas las miraban sus ojos nuevos y las retenía en su memoria, aprendiéndose el laberinto, a su lado siguiendo la estela de su paso, callado, casi su sombra, Luke, demostrando el respeto debido a quien sabe estaba celebrando su propio sacrificio, su entrega. Como reglas iniciáticas aparecen los enigmas, lo que tiene que resolver al final de la jornada, si es que llegara a ella: “¿Qué tiene de especial el número 60?", "¿cuál es la grandeza de la calle?".

    La iglesia de St. Mary, cerrada, Nike sortea su primera vergüenza, sus pasos ponen fin a Calvary Road, allí frente a él el RASH (CARIDAD) y seguido la Basílica (FE), donde Nike a los pies de su escalinata (ESPERANZA) sería bautizado en las nuevas virtudes teologales, ante la grandiosidad de sus torres que parecen querer empequeñecerle aún más al observarlas.
    -30 budges y un par de cigarrillos- Y así la primera estación de este Vía Crucis acaba. En una ciudad "sin Catedral" Nike experimentará su verdadera prueba de vida.

    Un bello recorrido por una narrativa descriptiva, otras de las virtudes del autor, que hace fácil lo enmarañado de este recorrido de ida, jugando con la belleza de la descripción y su emotividad, dándoles un valor protagonista, y no solo ateniéndose a la descripción física de forma más o menos bella, sino cuidando la intención y sensibilidad que busca crear en el lector. Lector que sabe más que intuye que se encuentra ante el origen de una grandeza narrativa (otra más) apenas incipiente pero ya de gran calado.


    "........ Su atrio de tumbas y de cipreses, llega hasta la orilla del mar. Un mendigo con esclavina adornada de conchas y luenga barba, pide limosna en el cancel: Parece resucitar la devoción penitente del tiempo antiguo, y ser un hermano de los santos esculpidos en el pórtico". (Valle Inclán)


    Pol

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  7. SEGUNDA ESTACIÓN: LA MANO TENDIDA

    -ahora hay que extender la mano-

    La boca agradece y la mano solicita, son las maneras de este oficio de mendigar. Y como en todo oficio se necesita un aprendizaje, ni muy alzada (viejos fantasmas atemorizaron a Luke desde su pasado) ni en posición errónea, las medidas también tienen su lenguaje propio y un ángulo concreto, después de algunos titubeantes momentos, Nike tendió su mano, aprendiendo además que solo cuando alguien pasaba cerca realizar ese gesto. La mano del mendigo toma la forma del cuenco donde empezaron a comer y beber nuestros ancestros a la orilla de un río y alrededor de una hoguera aun sin puentes.

    Nada más antiguo que un pobre. Ninguna otra cosa más vieja, más humana, más milenios agarrada a nuestra piel que el hambre y el frío. Siempre vivos a través de los tiempos igual que esas plantas condenadas a la perpetuidad, a las heladas, al sol a destajo, perennemente tiesas donde nadie las quiere. La historia de la humanidad es la historia de sus pobres, de su indigencia. Y así, con una canción de mendigo, empezó a escribirse la historia. El primer personaje en la literatura castellana fue una vieja alcahueta. Siguió el lazarillo de un pedigüeño ciego. Una vieja y un niño pobres, y así hasta nuestros mendigos, nuestras luces de la tierra.

    No se encuentran, en esta fugaz y concisa estación, cambios bruscos en la trama, ni momentos de suspense, ni otros artificios literarios, que mantengan al lector en vilo, pero si atrapado en el devenir narrativo. Sin embargo, la fluidez, calidez y sencillez de la lectura hace que, a pesar de su brevedad, transmita unas reflexiones que dejarán huella en el lector.

    "Así caminaba Gotama hacia la ciudad para pedir limosnas y los dos samanas solo le conocieron por la perfección de su alma, por el sosiego de su figura, en la que no había búsqueda, ni voluntad, ni imitación, ni esfuerzo, solo luz y paz....... Pero ahora miró con atención la cabeza de Gotama, sus hombros, sus pies, su mano tranquilamente relajada; y a Siddharta le pareció que cualquier miembro de cualquier dedo de esa mano era doctrina; que hablaba, respiraba, exhalaba y despedía resplandores de verdad". (Hermann Hesse: Siddhartha).


    Pol

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  8. TERCERA ESTACIÓN: LA PRIMERA MONEDA

    carta de San Pablo a los romanos (Romanos 12)

    A su aprendizaje, añadido ya el agradecimiento -Dios se lo pague-, llegaba ahora saber los husos horarios más convenientes para su menester, la entrada y la salida del Oficio, es difícil la vida, a veces parece amable con nosotros, otras es tirana, y casi siempre se hace esperar. El Bautismo de Nike llegó, una señora de mediana edad vestida de azul "chillón" derramó el agua bautismal sobre él, 20 budges, los primeros, Nike recibió el nombre de Mendigo, y Luke le dio su apellido Compañero. Hay momentos en que no se puede ocultar lo evidente, el alma vibra en el gozo y los ojos hablan con miradas, Nike tejió con la palabra la caricia que se convertiría en abrazo, compañero, y Luke, quien sabe si en la misma vibración, le respondió: compañero.

    La compasión o la caridad son las que han impulsado el devenir humano. Cuando las palabras se corrompen, pierden su significado y sucede una cosa terrible: ya no podemos pensar con ellas. Surgen malentendidos, ofensas, asociaciones espurias. Eso ocurre con las palabras caridad y compasión. Caridad se confunde con limosna, y compasión se entiende como una afirmación de superioridad del que compadece sobre el compadecido. Pero la palabra caridad significa amor. El amor es un peculiar deseo: el de que la persona amada sea feliz. Y compasión es sentirse afectado por el dolor de otro. La justicia aparece como una clara y firme reivindicación, frente a estos sentimientos extraviados. El lema es: “No quiero caridad, quiero justicia”. La contundencia del concepto de justicia desaparece cuando queremos precisarlo, lo que hace sospechar que su uso es más retórico que real. La justicia consiste en dar a cada uno lo suyo. Fijar ese concepto es la dificultad.

    Es una "estación" planteada como una reflexión (hermosa y certera la referida a la caridad). Muestra actitudes ante la vida y sus enseñanzas. Hace que se observe a la realidad con otros ojos. Diría que es una historia distinta, una historia donde los dos personajes tienen unas vivencias que hacen al lector interesarse por qué sucederá a continuación, un será venidero que se confunde con el presente, se hace serena, juiciosa, ponderada en el sentimiento (la palabra compañero es la gran metáfora que podría narrarse en un capítulo entero y que lo resume así magistralmente), pero en realidad, lo que pretende la historia es que el lector se preocupe más por cómo afectará al protagonista lo que suceda, sea lo que sea. Y lo que sucede al protagonista es… la vida misma. No quiero omitir el guiño: La Señora vestida de azul "Chillón", recuperar por un momento la DEDICATORIA y sabréis de lo que hablo, no olvidarse de ella pues podría tener nombre y apellido.

    Pol

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  9. CUARTA ESTACIÓN: VIVIR SIN TRABAJAR/IRA

    "Qué cómoda vida la de esta gentuza. Viven sin trabajar"

    Hay todo tipo de limosnadores, unos incapaces, o por no querer, de ofrecer ayuda, azotan con desprecio, insultan, esos son los rencorosos, los que atacan con su ira, ira marchita y sin sentido, agrio néctar que deja un regusto amargo en el alma, otros dan consejos, ofrecen soluciones (siempre alejadas de sí mismos; "yo sé quien te puede ayudar"), su ira tiene la calidad del desprecio, su cercanía (empatía) nació muerta.

    La diferencia con las manos tendidas de Nike y Luke es que las suyas se abren para vivir, sin rencor, para habitar un día más en esa felicidad que solo a ellos les pertenece. Su forma de entender la vida les hace soportar esa lluvia que moja y no les cala de quien se cree con derechos desde su falsa superioridad. Soportar la ira de las manos cerradas.

    La ira de los otros sacude el ánimo de Nike, es otra meditación, otra lección, otro viaje interior que tiene que asimilar, aprender, recorrer, llevándole a pensar en sus compañeros de la mano cortada, como fueron sus inicios, como sentirían esas iras y a cada cual según su talante da tierna remembranza y encuentra sus respuestas. Luke predicando con el ejemplo se mantiene aparentemente calmo y sereno ante esta situación. Luke que buen maestro para Nike.

    El narrador en primera persona sigue contando lo que acontece en su camino, describiendo con precisión tanto lo que sucede en su entorno como en el interior de su personaje. Ideas claras, mentalidad lucida nos deja el concepto bien plasmado que la ira no es más que el deseo de devolver un sufrimiento. Pienso que este Vía Crucis iniciático de Nike, modificara también al lector en algunos puntos de vista. Las reflexiones que se suceden son, como todas hasta ahora, dignas de pararse en ellas a meditar. Excelente trazado de esta nueva "estación".


    Pol

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  10. QUINTA ESTACIÓN: LOS MENDIGOS DE AFUERA

    "Quizá no llueva"

    Melvyn Trelawney y Rhoda Trelawney forman una extraña pareja, el amor, o el amor como dependencia por el motivo que fuera, hace estragos, Nike ve también que la vida de la que proviene puede estar en lo "otros" mendigos, los de afuera, el espejo le devuelve la imagen de su pasada adicción, en el cristal de Melvyn y su dependencia etílica, Rhoda en su sometimiento emocional, sin embargo esta última tiene una luz especial, es cándida, tímida, prudente en el trato y aparentemente feliz, al fin y al cabo para ella ya está bien esa felicidad. Enamoramiento y amor son cosas totalmente diferentes, mientras el primero se diluye con más o menos cierta suavidad, según los casos, el segundo se modifica, en un constante cambio, y a veces se sostiene en una absoluta falsedad, falsedad necesaria para que siga siendo amor. La injuria del amor.

    Vuelve el autor a sus ya queridas historias, y esta os confieso me ha llegado al corazón, como Nike yo también quiero llamar a Rhoda "mi querida", hacer un malabarismo mental e imaginar como fue el tiempo de rosas sin vino, imaginar su cara limpia de maquillaje solo reflejando felicidad. Me hiciste llorar mi querida Rhoda, me hiciste conmoverme al conocerte en tus días de vino sin rosas, y maquillada de ajados moratones, solo deseo que esta noche no llueva. Rhoda convertida por derecho propio en el alma de esta "estación".

    Emocionante, un acierto incluir en esta redención un baño de realidad, un elemento que haga pensar a Nike cuál hubiera sido el destino de su viaje por los vapores del alcohol y valorar más la claridad de las estrellas que van alumbrándole. Como siempre ¿qué decir?, superarse ya queda corto, no sé cómo, pero el autor consigue rizar el rizo de la emoción, sin sensiblerías ni romanticismos ad hoc, y todo sin romper el hilo del capítulo que aunque leído, en mi caso, por estaciones no le resta nada al global narrativo, habrá que alborozarse en el punto y final del agradable poso que queda de su lectura.

    Me parece a mí o estaríamos transitando en estos capítulos por el círculo de los espíritus malditos, que se describe en el infierno de Dante, y está dividido en tres: los violentos, los injuriosos y los usureros. Parece que nuestro caminar en las estaciones recorriera este círculo. Solo es un apunte avuelapluma.

    Pol

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  11. SEXTA ESTACIÓN: POR VUESTROS PECADOS

    "dos dains"

    William Rage, presuntuoso y engreído, así lo definió Nike y creo que subestimo su valoración, este personaje, individuo con una evaluación desmedida de sus cualidades, se muestra como alguien pagado de sí mismo, sintiéndose más importante de lo que es por su calidad moral. Ante esto solo hay un arma, la que Nike blande en su confrontación: humildad y discreción, hasta que su mano toma un nuevo uso, arrojar, lanzar la moneda que significaría su sustento, usa la rabia para proteger su identidad y dignidad, como sentimiento natural y básico nacido del trato injusto. La rabia es una emoción que se nos escapa, que quiere salir y por eso, en ocasiones, sentimos que no podemos controlarla, es una respuesta innata y como todas las pulsiones no controladas culpabilizadora por lo involuntario de la misma. Tiene una connotación negativa, aunque no deja de ser un sentimiento, por tanto su función es satisfacer nuestras necesidades.

    Nike no solo se defiende a sí mismo, si no también a los siete mendigos que forman su universo, alega contra la acusación de pecado en su fuero interno y en el de sus compañeros, nadie nace con mácula, el pecado: una desviación moral del ser humano que lo lleva a una conducta ofensiva. La balanza es compensada por Luke que sabe contenerse desde su experiencia. (especial mención al dibujo de su actitud, verdadero maestro iniciador, sus silencios y breves intervenciones sirven para resaltar más el protagonismo de Nike)

    Parecen adivinarse nuevos personajes, si antes fue Rhoda Trelawney, ahora es William Rage el que se postula para una continuación narrativa, que queda bastante patente, para posteriores capítulos. Hilvanado dentro de la misma narrativa, el autor nos muestra el universo mundano que sobrellevan, y tendrá que hacerlo también Nike, sus mendigos, la iniciación cada vez está más resolutiva, pero aún nos tiene que llegar la parte mística, la simbología, los motivos o el motivo, aún queda........

    Pol

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  12. SÉPTIMA ESTACIÓN: SEXTO SIGNO NEGATIVO

    "exclusión"

    Las largas horas siguen pasando, Nike es excluido de los servicios en The Sword, más suerte tiene en King Alfred, y a su vuelta con Luke, el enmudecido y pensativo Luke, está molesto y herido. La marginación y la expulsión son los dolores que lleva en el alma, son muchas horas en la calle , en su primer día de aprendizaje, y ya empieza a sentir la incomodidad que eso produce en su espíritu, consciente que esa incomodidad pronto pasará a ser física. El sexto motivo de Verôme en negativo, le es ahora revelado por Luke, la exclusión, el estigma que corresponde a John, por orden cronológico, le acababa de rasgar la piel, sin embargo a él le corresponde el octavo, la vergüenza.

    Un paseo literario muy breve, apenas un enunciado, esta séptima estación, una caída sin cruz, Luke el Cireneo ejerce de maestro y consuelo en el primer día y parece ser él quien con sus silencios ayuda con la carga, la revelación del motivo de Verôme se hace corta, aunque se intuye ya la comunión de pensamientos entre los dos mendigos, cada vez cobran más fuerza sus diálogos interiores. De todas formas no es insustancial esta brevedad.


    OCTAVA ESTACIÓN: INDIGNIDAD

    −“Tienes la fuerza de un toro, compañero” − Nike ya pudo pasar a Tauro.

    La persona, en efecto, es un ser que obra con libertad -y si no es libre, no es persona-, pero su libertad tiene un objeto, es decir, recae sobre algo: ese algo es la vida, la vida humana, la suya propia o la ajena. La persona es el ser que hace su vida en libertad, pero desde una circunstancia que le condiciona y limita. Misión suya es imponer el sentido de su libertad radical a través de todos esos condicionamientos y resistencias, y pese a ellos, pero con los que tiene que contar. El hombre se encuentra siempre teniendo que elegir entre posibilidades, y ya eso es libertad; pero hay posibilidades cómodas, y entre ellas la de seguir la línea de la menor resistencia. Se renuncia entonces -eso sí, libremente- a ser más libre; pero en la medida en que se renuncia a libertad, se disminuye en dignidad.

    Difícil explicar el concepto de esta estación, también corta, pero no por ello interesante, diría muy interesante el planteamiento que nos presenta el autor, un Nike ya casi derrotado en sus expectativas, se culpabiliza y busca razones para ello (su aspecto, su vestimenta -un fantoche menesteroso bien vestido-...... en fin hasta su presencia junto Luke) y estas razones tienen un motivo, tienen que comer cuatro, o acaso tres que él también si fuera necesario renunciaría a ello, esta dignidad que le sobrecoge es el motivo de su indignidad, la renuncia a seguir, no ser un obstáculo, indignidad digna o digna indignidad, que cada quien elija su punto de vista.

    Otra estación corta, pero muy intensa, con aspectos muy remarcables, la tortura de un espíritu de bondad, hace difícil elegir la elección correcta, ser digno o indigno, sabedor de que las dos cosas son a la vez dignamente humanas. Otro de los regalos del autor es la sucinta conversación entre los dos mendigos, un hablar sin palabras, un entenderse a miradas, la comunión entre estos dos personajes está llegando a su total complementación

    Hace algunos comentarios que no hablo de estilo, narrativa, tipología, metáforas, estilismo, vamos que no hago un comentario con tintes literarios, ni siquiera morfológicos, pero tranquilos todo va bien, todo sigue superior.

    Pol

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  13. NOVENA ESTACIÓN: LA GOTA DE SUDOR

    La niña que le dio sus harapos.
    Después de la incomodidad espiritual aparece el cansancio, el dolor físico. La gota de sudor provoca un nuevo no ser visto, la gota de sudor es otra más en la noche, la gota de la exclusión, la gota de la invisibilidad y quizás, quien sabe, la gota de su motivo negativo, la de la vergüenza, nunca se sabe en un espíritu fuerte como el del Nike se me hace confuso pueda tener ese sudor frío recorriéndole la frente.

    Luke el Cireneo en vigilia siempre sugiere un cambio a resguardo, la plaza casi vacía, ni mendigos quedan, solo la compañía de fría de Pablo de Tarso, la estación es corta, contemplativa, descriptiva, un puente hacia la siguiente, repito ninguna por breve que sea deja de tener un gran valor narrativo, y todas más o menos extensas son imprescindibles, la vinculación con la próxima estación viene con la silueta que se acerca desde la lejanía, causante del motivo de Verôme en negativo de Nike, al que ya tiene que enfrentarse, veamos que ocurre.
    La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (Pablo de Tarso)



    DÉCIMA ESTACIÓN: LA VERGÜENZA/SIMÓN

    -dos veces en el mismo día-

    Simón Bonner, su primer caballerizo, protagoniza el reencuentro esperado, por segunda vez Nike no siente vergüenza y presenta a Luke Prancitt, como su compañero y amigo, igual que hizo con su jefe Samuel Weissmann, la gota de la vergüenza no bajo por su frente, fue sustituida por la sincera alegría del abrazo a un querido amigo. Nike ya está totalmente integrado y motivado para ser mendigo, y lo que es más importante, el que quería dejar el amor aquella tarde a un lado no puede evitar que el río de sus estaciones esté desbordando el delta de Luke.

    Ay que cada vez se me hacen las estaciones más cortas, Nike ya no tiene caídas, un espíritu reforzado, inconsciente del efecto que su Vía Crucis está causando en su compañero, amigo, la otra cigüeña de la fría plaza. No asombra su firmeza, su decisión, al contrario defraudaría si así no fuera.


    UNDÉCIMA ESTACIÓN: COMIDA DEL PEQUEÑO REY

    -"Eres… eres…·-

    Hasta ahora Luke, en vigilia y silencioso, no demuestra especial carencia sobre su compañero, pero su alma se ha ido llenando en cada una de las estaciones de Nike, y apunto esta de desbordarse, y se desborda, la bondad de Nike al no querer abandonar la calle hasta conseguir comida para el pequeño rey, obra el milagro y Luke rompe en lágrimas, el amor de Nike llega como flecha certera y traspasa el costado de Luke, "bienherido" cada lágrima se convierte en un suspiro y no solo Nike aprende a ser mendigo Luke ha conocido el amor de la amistad. Ya nada sera igual a partir de hoy para ninguno de los dos.
    Breve e intenso, momentos tan álgidos que cuesta mantener el corazón calmo, y todo estos en apenas un párrafo de pocos renglones


    Pol

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  14. DOCEAVA ESTACIÓN: BASURA

    La fortaleza y convicción son impulsos que nos hacen tomar decisiones extremas. Empeñado en no perder el día, su primer día, Nike propone ir al vertedero a intentarlo, esta estación se cuela con fuerza por la herida abierta de Luke que admira en su compañero la decisión.

    Sus latidos en sintonía, la generosidad de Luke a la hora de repartir las ganancias, la sugerencia de buscar comida en el vertedero de la hamburguesería, las ratas, el miedo el asco, la repugnancia, la no importancia de ser visible para quien lo conoce, y sobre todo el lenguaje no verbal que hace adivinar en una sonrisa todo el afecto que hubieran descrito sus palabras, son los precedentes para la vuelta, un día sin grandes ganancias materiales, dos hombres que han incrementado su amistad, la mano tendida de los dos se convierte en un estrecho abrazo.

    De bella factura es el texto narrativo por donde discurre esta estación, el autor nos está llevando a donde quiere que estemos, no nos deja perdernos en vericuetos mentales a estas alturas ya somos presa del relato sin ambages, sin recelos, expectantes.


    TRECEAVA ESTACIÓN: NO TOCA COMER

    -el hambre compartida-

    Estamos a un paso de acabar este capítulo, y uno quisiera que no fuera así, cada estación es un descubrimiento, una realidad que asalta por su belleza, crudeza, reflexión y valores, no toca comer, pero es la hora de que Luke le dé su regalo de reencuentro que le faltaba, el hambre compartida, ¿pero el hambre de qué?, sería ingenuo pensar en lo evidente, en lo trillado, en este regalo hay mucho más de lo que se lee, es el hambre de dos hombres que se buscan en el filo de la verdadera amistad, Nike ya es un mendigo, y Luke ha sido el motivo de su conversión, por su guía y por su espíritu.


    CATORCEAVA ESTACIÓN: CAMINO DE VUELTA

    La vuelta NIke con rozaduras apenas puede caminar, cansados, heridos, sin nada que comer, pero salvados de nuevo, todos son planes para que Nike pueda despertarse a tiempo y regresar a la Thuban, decidido a dar su explicación. Valiente, con la fuerza que da ser mendigo.

    El iniciático día acaba con la resolución de dos enigmas: el mágico número 60 y la grandeza de la calle, las cuatro fases. Nike regresa ungido de sabiduría, ha resuelto el enigma y su grandeza, ha conocido la ira, se ha enfrentado a la vergüenza y la ha vencido, y ha abierto un resquicio por donde entrever que en su querido Luke también arden los mismos inciensos que en su corazon.

    El código impide un recibimiento, según los ritos toca retirarse a pensar y asimilar todo lo ocurrido en este día de gloria, y un simple gesto como acercarle unas mantas por parte de Luke se convierte en una imagen de difícil olvido para el lector.

    Sublime, otro capítulo que no dormirá en el olvido, necesario, atrevido, narrativamente impresionante, maestría en la descripción de conceptos tan etéreos como los sentimientos, y no solo los amorosos, que salen de las letras y son pura sangre literaria, las diferentes virtudes y pecados humanos al desnudo, descarnados y un Hazingnton que cada vez más se me hace reconocible, como mio, solo me queda decir: Escrito al modo de Germán Llanes.

    Pol

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