CAPÍTULO XXXVII. ÉRASE UNA VEZ



   Érase una vez un mendigo que nació en una cuna dorada, porque los espíritus del Universo, muchas veces indómitos y a menudo indescifrables, quisieron confundir su nacimiento y en el lecho de la fortuna, huérfano, lo tendieron. Es bien conocido que hacen lo que les place, mas ha de creerse que saben lo que hacen; y escribieron que debía empezar su vida como rey. Y así fue como el Rey Mendigo nació sin saber quién era, en su cuna dorada. –Bien se ve que los mendigos, Nike, nacen donde quieren; y no permanecen en ningún tiempo y en ningún espacio, pues de todos los expulsan–.
Pero tan digna es la morada del pobre, en la primera hora de llanto, como la del poderoso, pues a nadie le es dado escoger el nombre ni la calle. Y habían de situar en algún lugar el umbral de su camino, que decidieron que fuera largo de recorrer, y doloroso. Por eso prefirieron celar su identidad, para que un día, cuando se viera a sí mismo, tuviera que reconocerse o espantarse. Y a los verdaderos protagonistas de las historias, ya sean éstos nobles o villanos, siempre les son asignadas duras pruebas, y noventa y cinco de cada cien héroes fracasan. Y si ésta ha de ser la fábula de un pordiosero nacido en la cuna de un rey, hay que contar las etapas que ha vivido hasta que llegó a descubrir quién es. –Todas las etapas, Nike, aunque se hayan de mancillar algunos de los códigos más venerados, o violar incluso el que dicta que hay cosas que no se deben decir, que deben deducirse con la mirada, sin hablar, o aparece la mayor indignidad: la ofensa de no comprender los sentimientos de un mendigo–. Si se detallan aquí, es porque una vez el rey no captó la señal de la Tierra; y su horror no le dejó ver lo que su sabiduría sí entendió; y hay que apartar un frío de su corazón, con palabras para abrumarlo, pero no romperlo. Y, sin embargo, se ha de llevar al hombre que escucha de sobresalto en sobresalto, ya que hay muchas certezas que nunca le revelaron; verdades que si tuviera un contador de historias, debería hacerle saber, pues aún no es consciente de su grandeza, su dignidad y su belleza. Ignora que tuvo más de un traidor y que sus grandes secretos con frecuencia fueron desnudados y puestos al descubierto. Por eso el narrador es casi omnisciente. Pero es difícil seguir el orden cronológico, porque en toda fábula los hilos narrativos se entrecruzan y se cosen o se descosen cada vez que un personaje, por orden cronológico, entra en la trama. Quizá por eso toda historia debería contarse al menos dos veces: alguien que la conociera debería contársela a una segunda persona, y ésta a una tercera; y acaso en alguna ocasión sea narrada con los nudos de la madeja claros y ordenados. Y así, en el capítulo central de cada cuento, los principales acontecimientos se enfoquen de nuevo y la historia se reescriba.
–Pero estoy perdiendo los hilos. No sé si voy a saber contarla. Y sigues teniendo mucho frío, Compañero.
–Es cierto que tengo cada vez más frío, Luke, pero son bellas tus palabras y quiero escuchar tu relato. ¡Continúa, por favor! 
–Lo intentaré.
   Así que la madre Universo y el padre Tierra lo parieron donde quisieron; pero fueron madre y padre; y de ellos aprendió a escuchar sus llamadas –más de una vez, Nike. No podía ser de otra forma–. Mal puede discernir el narrador lo que para él es bruma sobre sus primeros años, pero se lo imagina desorientado, perdido en una tierra opresiva que sentía no era la suya. Mas los reyes exiliados no aborrecen la patria ficticia donde los entronizaron. Los reyes que son grandes nunca traicionan; ni a la patria que los vio nacer, ni, una vez hallada, a la verdadera. Por eso mucho más tarde, llegado a su motivo de Verôme, comprendió que había lugares, gentes y lealtades a los que no podía traicionar. Y si abominó de fortunas y veleidades, si sintió escalofrío por sus orígenes, el rey debe entender, como ha entendido cada uno de los códigos de los mendigos sin preguntarlos, y sin que nadie se los explicara, porque estaban en su sangre, que la dignidad y la belleza se hallan esparcidas por todas partes: –también en la riqueza, Nike, también puede estar en la riqueza, como en la suciedad, el hambre, la enfermedad o la miseria.
   En sus primeros pasos por la vida al Rey Mendigo lo rodearon de una corte de falsos sabios, que le enseñaron muy pronto a acumular soledades en forma de tesoros, aunque nunca le aclararon para qué (quizá ellos tampoco sabían para qué). Y si se desempeñó con vileza –si lo hizo–, era inevitable, porque no hay dignidad sin indignidad y de un auténtico mendigo se atesoran las dos. Y hay que exponer como carne desnuda sus miserias, pues sin ellas no habría podido después fundirse con la grandeza. Y años más tarde, cuando alguien que quiso mucho al rey… –pero este personaje entrará en la historia sin estridencias, sin falso orgullo ni falsa modestia; se meterá en la trama cuando sea necesario para respetar el orden cronológico– le hizo entender la dureza de cada recorrido y que no debía sufrir por no haber tomado una decisión instantánea como los mendigos que conoció, quiso hacerle ver que todas las trayectorias, aunque se parezcan en lo esencial, son distintas; y ojalá el relator sea capaz de explicar cómo ellos, perdiéndolo todo, lo ganaron todo, y encontraron un fuego que los protegiera; pero el rey tuvo más dolor y bastante más exilio, porque pudo perderlo todo después de perderlo todo; y con un frío en el alma más roedor que el de la intemperie. Y, sin embargo, ¡qué valentía hay en el pecho de este hombre verdadero! ¡Y cómo supo colocarse ante su destino mirándolo a la cara sin saber si iba a ser amado o destruido! Pero esto es adelantarse mucho en la historia. –Estás temblando, Nike, acércate un poco más a mí. Siente un poco más mi corazón.
   Se ha de poner todo el corazón –prosigue el narrador estremecido– en describir la vida del rey intentando no sobrecogerlo, para que abrumar no sea romper, aunque nada hay de malo en conmover. Porque un mendigo sabe la diferencia entre la compasión y la conmoción. No se compadece al que avanza por su sendero con dignidad; y de aquellos con que nos topamos en el nuestro y no conocemos, carecemos de sabiduría para juzgar cómo viven su grandeza o su vileza. Es un problema de falta de información. Y a los que encontramos se los quiere o no se los quiere, sin compadecerlos. Si es lo primero, llega el Reconocimiento de la Aceptación; si es lo segundo, el mendigo se aparta de su camino sin estridencias. Pero no se debe dejar a la conmoción, hija predilecta de la ternura, llamando con los nudillos a la puerta; se la debe dejar entrar. Y aquéllos a los que más quiere, aunque el rey aún no esté seguro, son también los que más lo aman. Pero dudan de si en su aprendizaje de la mendicidad sus queridos compañeros han de acompañarlo callando, para evitarle horrores y pesares, o hablar para sacarlo de su exilio; y permitirle tomar su decisión –si no la hubiera tomado ya– haciéndole comprender que no hay motivos para ningún destierro. Mas tal vez de ese manera lo empujarían a una situación irrevocable que puede ser amarga  –¡muy dura y amarga, Nike!–, o de algún modo dulce. Amarga o dulce como la Libertad. –¡Así la calle, Mendigo, la madre y la puta!–. Si es cierto que no sabían qué hacer, un gris atardecer de octubre vieron la llegada de una lanza cruenta de aire gélido que hundió su punta envenenada en el corazón del rey; un viento de espanto mortal que igualmente golpeó, como un salivazo, los rostros de una mujer y un hombre que se calentaban junto a él, porque sintieron cómo se estremecía ante un nuevo temor de pérdida infinita por un suceso que él no había ocasionado, pues todo fue debido a una rectificación del Universo. ¡Diabólico viento que podría traer un segundo y más áspero exilio… o algo mucho peor! Y eso el narrador, que quizás haya sido también mendigo, no lo puede consentir: esa espina hay que arrancársela a la corona de dolor del rey para siempre.
–¡Dios! ¡Te estoy destrozando! ¡Te estoy mordiendo como un nuevo basilisco y va a reventar mi corazón con el tuyo! No puedo verte así. Te miro a los ojos y no consigo hallar su luz y, sin embargo, me devuelven ¡tanto frío! Pero nadie te va a quitar lo que más quieres, Compañero; y tengo que hacerte comprender que lo que se te da te pertenece por derecho; mas para ello es necesario que veas los hechos con la sensatez del orden cronológico, siguiendo paso a paso lo que han ido dictando las leyes del Universo. Por eso he inventado este cuento, recuerda: monstruos de mi imaginación, nada más, aunque los personajes se te antojen tiernos y conocidos. Y había de hacerlo así, ¿lo entiendes? para que sepas que se acabó: que no voy a permitir que ningún viento dañino te congele. Pero ¿cuántas veces te hemos enseñado a no tenerle miedo a tu corazón? Y en el mío estás y estarás, Mendigo, y el Universo y él están latiendo a la par para expresarte que los dos te quieren, te queremos. ¡No llores de ese modo, Nike, no puedo soportarlo! Siempre me has demostrado que eres un hombre, y si tienes que llorar, hazlo, pero con tu cabeza sobre mi pecho, que huele a tierra. ¡Querido Compañero! No sé qué hacer: cómo seguir contando esta historia, o si debo dejarla aquí.
–Luke, si tengo miedo, tus dulces palabras me están dando valor para escucharla tal como la has imaginado. Y te lo he prometido. Procuraré resistir la dureza o la ternura –y ambas matan– de lo que te quede por contar. Más de una vez me has dicho que me he comportado como un hombre digno. Buscaré mis fuerzas para oírla hasta el final porque has puesto tu belleza en el cuento, y te lo debo, Compañero; así que lo intentaré. Pero sí voy a llorar. Me haces ver en tu rey dignidad en su indignidad y necesito saber qué fue de él. Pareces quererlo tanto que no creo que le tengas reservado un mal desenlace; pero lo escucharé cualquiera que sea el que hayas decidido. Y si me estás mordiendo como un basilisco, es porque me miras y no puedo soportar la claridad que sé que me están transmitiendo tus ojos, que casi consiguen perforar esta maldita oscuridad. ¡Dame tiempo, Luke!, o quizá, como tú mismo dices, dame orden cronológico. Me voy a recostar en tu corazón, ya que me has enseñado a no despreciar lo que se te da; sentiré tu olor a tierra y así no distinguiré tu mirada; y no me matará de ese modo el catoblepas. ¡Sigue, por favor!
–Nike, tus palabras me dan la confianza que necesito. ¡Quiero hacerte llegar calor, Mendigo, te lo tengo que hacer llegar! Veré si puedo apartar un segundo la conmoción. Intentaré continuar sin sobresalto.
   Es verdad que el rey acumuló riquezas sin propósito definido. Pero también es cierto que no siguió la senda de sus padres y escogió otra vocación, otra ventura. Y puso su corazón en lo que hacía, hasta la sangre. Porque no hay trabajos más dignos que otros, ni es indigna tampoco la limosna del mendigo. Cada uno en su lugar con dignidad y por ello alguna vez sus derroteros se cruzan. Así, un día se vio trabajando entre tiburones, gente sin alma; y, sin embargo, capaces de inesperados destellos, porque entre sus compañeros ya se encontraba un mendigo en esencia.  ¡Mendigos!… Si el protagonista de este relato, por las vías que lo llevaron hasta la madurez, alguna vez topó con alguno, se hallaría posiblemente desorientado, sin información; su Estrella no lo guiaba sobre el comportamiento adecuado. –Mas no se sabe que nunca insultara a ninguno, Nike, eso no puede ser–. Aunque más tarde… el tiempo lo dirá. Pero tampoco hay razones para el horror: el rey de esta historia nunca insultó a un mendigo; antes el Universo se habría encogido. Pero ese es otro cuento, ya contado.
   Y si en esos años no mostró su belleza, hay que retroceder a sus primitivas enseñanzas, duras y secas. Lo que tuvieron de infames fue que sus maestros (mal aconsejados por los que han sido llamados sabios, sin merecer ese hermoso nombre), siempre le inculcaron que se deben esconder las pasiones. Su primera lección aprendida con fuego fue que un rey debe buscar una reina. No le explicaron que hay reyes cuyos corazones han sido creados por el Universo para calentarse en el hogar de otro corazón de rey. –Todo en orden cronológico, Nike, no te estremezcas; no se pueden ocultar los sentimientos porque entonces un héroe se ve rodeado de traidores–. Y en su total indefensión se llegó a creer los preceptos que le transmitieron, por lo que tanto tiempo estuvo en Penumbra, signo que se ha de poner frente a la Libertad, hasta que fue necesario abrirle el corazón mediante la mordedura de un basilisco o catoblepas. De los dos. –Fueron los dos, Nike, en su correcto orden cronológico–. Tanto se lo endurecieron que hasta llegó a parecerle que lo había perdido, de tan hondamente que se lo enterraron. Y mansamente, se dejó engañar; y como no podía ser de otra forma, fue desfilando por su regia alcoba una pléyade de damas de la corte. Pero no debe pensar que las trató mal: en realidad, no las conoció. Y así, siguió buscando en las mujeres lo que no podía encontrar: una imagen espejo de la suya. También en esos años los sabios de la corte le enseñaron, como espejismo, los deleites de los brebajes venenosos que fermentaban. Tenían la virtud de mentir y entumecer; y con apenas un sorbo, se quemaba la garganta y se nublaba el dolor. Y el Rey Mendigo, que no sabía lo que era, necesitaba perder el sufrimiento. Se hallaba en un momento de cerrada oscuridad. Oscuridad… penumbra. Y, sin embargo, estaba en su Estrella, aguja que antaño señalaba el norte entre las constelaciones, primera estrella que lo conduciría a Régulo. Pero acaso entonces percibiera sus prístinos fulgores. Pues este narrador cree que el rey había descubierto ya a su príncipe. Trabajaba con él y acabaría por ser el sexto motivo de Verôme: la Claridad, el Mendigo Luminoso –es el nombre que el cuento da a este personaje, Nike, porque este nuevo mendigo ha irrumpido más de una vez con momentos luminosos en la historia–: hombre sabio, domador de serpientes y lunas africanas, primer mordisco en lo profundo de su carne vulnerable. Pero el rey no podía concebir que se hubiera enamorado de la Claridad; seguía en la Penumbra. Y ante lo que no se puede admitir, el mejor de los hombres se pierde y se resquebraja. Y así, negada la dirección de su amor, no considerándola digna, su odio fue el dardo lanzado a un noble caballero. –Pero no lo alcanzó, Nike, no pudo herirlo. Porque no se puede herir a un mendigo que ha encontrado ya el Reconocimiento de la Aceptación.
   En este nuevo dolor del rey el narrador no se quiere extender. El domador de serpientes, por su parte, tuvo otro tipo de oscuridad; pero fue bañado en lluvia de enero cuando pudo haber perdido más que la luz de la razón. Porque fue así, en una noche de lluvias exasperada, como el Mendigo Luminoso había conocido al Mendigo Maestro (o Mendigo Hechicero), un hombre sorprendente que se había enfrentado al destino o a las leyes del Universo antes que él, y que, puesto a prueba en su motivo de Verôme, tuvo el valor de los héroes de las grandes epopeyas y lo dejó todo para quedarse desnudo, abrazando a la tierra con lo que ésta trajera: riqueza o miseria, libertad o servidumbre, vileza o dignidad. Quizá la brusquedad de la decisión tomada, la Grandeza de su heroicidad, el Horror en sus primeros días de Hambre –signos opuestos, si no se comprenden–, le hicieron mirarse con orgullo y midió a los tres caballeros que le sucedieron según su propia vara del valor. ¡Pobre corazón que siempre temió a las ratas y a las mordeduras de la Tentación y la Traición! ¡Pobre corazón que quiso a dos reinas y no tuvo trono porque no supo elegir entre las dos! ¡Pobre corazón que se bañó en las mismas aguas de enero que su Mendigo Luminoso! ¡Y qué celos pasó, qué frío, en los días después de la lluvia, cuando tuvo que esperar a ver si se demostraba la valentía de su compañero!; celos y temores que explican muchas cosas. Porque con él acababa de encontrar la belleza de otro hombre probado en el mismo instante en que era puesto a prueba. Fue como una hoguera que le calentó, candela que tuvo su repetición cuando, mucho tiempo más tarde, Verôme sería de nuevo derrotado por su querido Mendigo Sucio –no frunzas el ceño, Nike, no es peyorativo. Nada pasa por casualidad (así te lo han enseñado), y todos los nombres han sido asignados–. Por todo esto, el espíritu del Mendigo Maestro se enardeció, viendo cómo cada motivo de Verôme posterior al suyo era tocado con las notas afinadas. Pero se engañó en el octavo, porque los tres traidores del rey –fueron tres, Nike– nunca le suministraron información. Y eso explica que su fuego, encendido por la llegada a la patria del último mendigo, se enfriara ante su partida. No sabía que el rey estaba, en realidad, exiliado; no conocía la música que había de acompañar al octavo motivo de Verôme, que aún habría de tener la dureza y extensión de un poema épico.
   Pero hay que contar alguna vez la mayor indignidad del Rey Mendigo, penúltimo mojón en su largo sendero de apátrida, hasta reconocerse. Al ver a su príncipe con un hechicero, feroces serpientes envenenadas salieron de su boca hacia ellos. Los insultó. No podía ser de otra forma,  porque serpiente por serpiente, ojo por ojo, los ojos del Mendigo Luminoso años más tarde lo habrían de morder; y con el veneno más inesperado: la comprensión. Fue su primera vileza. Necesaria para acompañar su doloroso aprendizaje; para que cuando por fin encontrara su corazón no renegase de él. –Pero nunca los insultó por mendigos, Nike. ¡Que quede esto claro en el cuento!–.  No podía: el rey necesitaba conocerse y tuvo ahí su primer fogonazo de quién era, de quién sería. Usando sus palabras, recibió entonces una poderosa bofetada. Como mendigo, nunca insultó a su reflejo, sólo lo hizo como hombre.
   Hasta aquí se han visto las duras etapas que tuvo el comienzo de su camino: efímeras reinas de alcoba, tiburones sin alma, príncipe fugaz perdido para siempre, neblinas y oscurecimientos. Después… tres años y medio de eclipse. ¡Demasiado tiempo para los ciclos celestes! Y ya no tuvo nada. Pero aún habría de dejarse acunar por los arcanos de la podredumbre: desesperación, degradación, descenso a los infiernos. El rey se olvidó de sí mismo y se encontró con que sus pies lo llevaron a lugares a los que jamás habría soñado llegar: antros pestilentes, tugurios infectos donde se refugiaba el excremento de su reino: rufianes, putas, maleantes, malnacidos… (todos los súbditos que los sabios cortesanos nunca le habían querido presentar, cuya existencia le ocultaron). Pero tampoco los conoció; se limitó a compartir con ellos los más ponzoñosos bebedizos, hasta que gota a gota, sangre a sangre, se envenenó. Era necesario un antídoto, y rarezas de los espíritus, rectificaciones, había de venir de una serpiente. Sus pasos lo habían traído cerca de la miseria, cerca de donde estaban los que no tenían nada, o quizá lo tenían todo, o las dos cosas a la vez: cerca de los mendigos, cerca de su patria. Y en una noche de un julio cualquiera, en un lóbrego descampado, se reencontrarían el príncipe y el rey. Mas el primero, ahora mendigo, ya no le transmitía claridad a su corazón, que casi había perdido entero. Pero las leyes del Universo actúan en el borde del abismo y se rectifican cuando quieren si desean que uno de los suyos sea salvado: el Universo se encogió; empezó a sonar el octavo motivo de Verôme. Era la hora de informarle de la verdad de su nacimiento; la hora de enfrentar al rey con el mendigo, de reconocerse o espantarse. Una vileza más –la última, Nike–, otra vez en la misma dirección, y al fin escuchó la inapelable sentencia: había de ser una mordedura. El animal dañino lo estaba acechando, esperando a picar su sangre para que saliera a borbotones y, una vez derramada y vacío, insuflarle otra nueva; lo estaba esperando para matarlo y resucitarlo. Fue un basilisco porque no llegó a ver sus ojos; el catoblepas vendría después. Ésa fue señal que dejó su mensaje luminoso: basilisco, pequeño rey, segunda estrella que le indicaba el camino de Régulo. El Universo decidió que permaneciera en aquel arrabal cuando se presagiaba la llegada del Pequeño Rey, que también había de morderlo.
–Apenas puedo seguir. ¡Dios! ¡Cómo me hiere ese llanto inconsolable! ¡Maldita sea: hay cosas que no se deben decir!; estoy siendo indigno delante del compañero más digno que un hombre pueda tener; porque sé que hay una estrella a la que amas más que a tu vida: la que más brilla en mi corazón. Y si algún personaje te recuerda a alguien muy querido, llora, Mendigo; deja que tu dolor se desborde para que nunca más tengas que padecer. Perdóname por lo que te estoy haciendo. Pero no llores de ese modo. ¡Sujeta mi mano, fuerte! Y di algo enseguida, por favor; quiero saber que estás bien.
–Luke, no voy a decir nada; no puedo decir nada. Estoy bien. Sigue, pero permíteme que te oiga entre lágrimas: me es imposible hacer otra cosa.
–¡No puedes casi hablar, Compañero! Y yo tampoco. No sabemos nombrarlo sin llorar hasta partirnos el corazón. Los dos. Pero ¡qué belleza hay en ti, hasta cuando no tienes ni fuerzas para sostenerte! ¡Ánimo, Nike! No todo va a ser desgarro. Ahora llegan los capítulos más hermosos de la historia. Y si no lo puedes resistir, revienta llorando, como lo has hecho siempre, sin avergonzarte. Pero si crees que te voy a matar, ¡párame pronto, te lo suplico!
–No, Luke. Ahora sólo me matará no oír el cuento hasta el final. Estoy estremecido, pero no sé si tengo frío o calor. No puedo decidir porque no puedo pensar. Continúa, te lo ruego.
–También necesito fuerzas. Seguiré, pero ¡no sueltes mi mano, Nike!
   No podía ser de otra forma: el Universo, con su legión de espíritus eternos y en una soberbia combinación de signos improbables convertidos en designio, lo había conducido hasta allí para regalarle once días entre su propia gente, días con sus once noches en los que tendría que aprender, dudar de todo, interrogarse; que lo pondrían a prueba ante sí mismo y ante sus compatriotas. Por ello habrá de analizarse con severidad, ¡y con infinita ternura!, su comportamiento. Mas si para el rey fue un regalo del Universo, también lo fue, y sobre todo, para los mendigos, que así tuvieron la oportunidad de conocer a uno de los suyos, aunque anduviera errante y envuelto en extraños y regios atavíos: uno que había de estremecerlos.
   Tras el mordisco del animal dañino fue trasladado a una tienda miserable, donde el Mendigo Luminoso y el Mendigo Maestro lo salvarían de más de una muerte. Y si es cierto que habló de nuevo y creyó que volvía a ofender, en realidad deliraba: estaba doblemente intoxicado. Del Mendigo Luminoso iba a recibir su segunda mordedura, pues cuando los ojos de aquél se encontraron con los suyos, el rey vio en aquellas lagunas, en sus perlas de la profundidad, lo que pocos mortales tienen alguna vez la posibilidad de contemplar: una ternura radiante, conmovedoramente cristalina, que había bebido de los manantiales de la auténtica comprensión. ¡Y ese destello provenía de la mirada de quien él creía su enemigo! –Ése fue el verdadero catoblepas, Nike, ese extraño animal, pues no se deben ver sus ojos, que son letales–. Y letales fueron para el Rey Mendigo, de cuyas cenizas acabaría naciendo el Mendigo Rey. Sí, fue una bofetada, un zambombazo, una sacudida. En ese instante captó el estremecimiento de la Tierra y supo cómo actuar. Sus siguientes palabras ya anunciaban lo que ese nuevo mordisco había hecho en él: llamó libres a los dos únicos mendigos que hasta entonces había tenido ocasión de conocer; y de ese modo, ojo por ojo, la Libertad fue el primer don con que el Universo lo obsequiaba; y con ella le fueron llegando los otros siete. En realidad, los ocho dones acudieron a él en orden cronológico, uno detrás de otro, pero todos a la vez. Porque tras la Libertad, o junto a ella, vino el Horror. El Mendigo Rey sintió repulsión al recordar sus frases ofensivas, las de ese día y las de años anteriores, nunca olvidadas, y pidió perdón. Y después… a veces las cosas más sencillas son las más conmovedoras, y cualquier narrador puede enloquecer intentando hallar en su interior las expresiones que describan la grandeza. Pero el esfuerzo se ha de exigir, porque debe haber un contador de historias que especifique dónde, cuándo y por qué este hombre fue grande, indiscutiblemente grande. Sabe que él ha oído más de una vez, de aquéllos que más lo aman, que lo ha sido; y también sabe que él no lo cree: supone que son sólo palabras tiernas, fe inamovible, pero sólo fe. –Es más que fe, Mendigo, ve si no lo que pasó a continuación–: el rey, como muchos héroes de célebres historias, fue tentado. Le ofrecieron ser curado por las manos limpias de los curanderos de la corte, pero se negó. –¡Se negó, Nike!–. En ese momento comprendió que debía renunciar a la que había creído su patria y supo de forma luminosa a qué país pertenecía. Quedarse donde estaba y aguardar para ver qué podía aprender fue su primera decisión, valiente y sabia. Acababa de ser tocado por la Sabiduría. Y muy pronto, sin que nadie le hubiera explicado las reglas, respetó el lugar en el que se hallaba y a las personas que allí vivían y no hubo necesidad de aclararle ningún código. Su comportamiento de esa noche, hijo ya de la Dignidad, así lo demostraría. Pues sólo de ese modo se entiende que aceptara sin rebeldía alguna –porque no se protesta por lo que se está de acuerdo– las grietas de la paupérrima tienda, el olor de los humildes, la escasez, la poca comida, el frío… la piedra dura como almohada. El hombre al que por todas estas cosas seguiremos llamando rey alcanzó la Grandeza cuando reconoció como iguales a sus compañeros y decidió no sólo no cuestionar nada (nada le parecía fuera de su sitio), sino adoptar la resolución de esforzarse por comprenderlo, como un viajero recién llegado a un mundo nuevo y diferente al que, sin embargo, siente que ama; y precisamente allí donde noventa y cinco de cada cien habrían sucumbido. El rey brillaba; se estaban viendo los heraldos de la Claridad; que lo inundó cuando sabiendo que estaba entre mendigos, asumió que debía vivir como mendigo. Y al cabo, en sus palabras y gestos empezó a traslucir la sencillez de la Belleza. Conmueven sus primeras frases cortas, sus primeros balbuceos; delataban su modo de palpar lo que tenía ante sí para hacerlo suyo y amarlo. ¡Y todo con temor a ofender! Nunca objetó a lo que se le daba ni protestó por lo mucho de lo que careció, porque todo estaba en su sitio. Nunca intentó modificar la vida de esas mujeres y hombres a los que quiso sin reservas nada más conocer, porque todos estaban en sus sitios. Nunca juzgó a ninguno de los siete con nada que no fuera justicia, o ternura (otro nombre para lo mismo); siempre fue un juez imparcial y sorprendentemente lúcido. Nunca hubo compasión; no había por qué: todos deseaban vivir como vivían. ¡Todo, todo estaba en su sitio! No es de extrañar el intenso amor que le profesaron. Sí, había traído con él la Conmoción, el signo cuyo advenimiento se esperaba: ya se hallaba con ellos el octavo motivo de Verôme. ¡Libertad, Horror, Sabiduría, Dignidad, Grandeza, Claridad, Belleza, Conmoción! Los ocho dones llegaron a él y en él permanecieron. Al rey le había gustado aquel lugar y determinó que en tanto estuviera allí intentaría ser uno más de ellos. No, jamás existió ni la sombra de ese fantasma llamado señorito de los mendigos; ni siquiera en el comienzo de esos deslumbrantes once días.
   Si se piensa que este comportamiento es el más acostumbrado en cualquiera que visite los arrabales o que resida un tiempo con los mendigos; si no se ve la grandeza por infrecuente, téngase en cuenta que éstos habían alojado repetidas veces a varios tipos de personas: parientes, amigos, compañeros en la indigencia, conocidos ocasionales, y en general pasajeros que circulan por sus senderos diversos, pero huéspedes todos de esta misma gran posada. Y entre esos transeúntes hubo muchos cristianos, de diferentes iglesias, en los cuales la compasión fue manifiesta. Leyeron erróneamente el fondo de los corazones, pues están habituados a leer poco más que sus textos sagrados –los que lo hacen, que no son todos–, donde ya viene predeterminado cómo debe recitarse desde la primera palabra de la Palabra hasta la última, sin ambiguas ni libres interpretaciones. ¡Bendito sea el Verbo, que así se conjuga en el Libro de los Libros para enseñar a los hombres la línea recta! Leyeron erróneamente y siguieron el orden cronológico exacto de su endemoniada trinidad: compasión, caridad, pecado. Se compadecieron de los mendigos porque no fueron capaces de ver más allá de su ropa sucia, su hambre y su escasez; y no observaron que habían conseguido arrancarle al Universo parte de su belleza. Los apuntaron con el arma cargada de la caridad para transformarlos, o para no transformarlos: no estaban enfermos y los visitaron; no tenían sed y les dieron de beber; vivían gozosamente desnudos y los vistieron; pero nunca los comprendieron. Y, de manera miserable, intentaron explicar su pobreza con la burda coartada de la necesidad de expiación de sus pecados. Les contaron que Dios los amaba pero que los estaba haciendo pasar con dolor por este mundo, pues es un valle de lágrimas y la vida está hecha para atravesarla sin apegarse a la Tierra. Les mintieron diciéndoles que sólo junto a Él podrían ser felices; y su ceguera les impidió ver que lo eran ya. Hablaban de redención ¡hermosa palabra!, pero olvidaron que la redención se había descubierto mucho antes de que las grandes religiones pretendieran revelar a los dioses cercanos. Y los siete mendigos conocían bien los motivos de Verôme: cada uno, en su momento, había tenido su amoroso diálogo con el Universo madre y había sido redimido.
   Ésos fueron los evangelizadores que sólo pasaban; y aunque también poseen dignidad, como todo hijo de Dios-Destino, estremece ver que nunca serán capaces de comprenderlo. Pero hubo otros que se quedaban un tiempo y es más difícil hallar razones para amarlos. Estaban hechos de una materia más peligrosa, y se los podría identificar por el nombre, vacío en ellos de tan manoseado, de mártires. Se los distinguía por la rara cualidad de sentirse dichosos en el infortunio. Juzgaban, tal vez, que así escalarían más rápido la torre que conduce al paraíso. Para esa escalada, sin embargo, necesitaban cuerdas y querían que fuesen los mendigos quienes se las proporcionaran, dejándose evangelizar. Buscaban miseria y creyeron encontrarla donde sólo había  riqueza. Sus rostros se iluminaban cuando mostraban a cada paso, a cada trozo de pan duro o a cada día de suciedad y niebla ¡esta maldita Ciudad de la Niebla! la cruz del martirio. Nunca preguntaban, nunca dudaban, nunca aprendieron. Gozaban sufriendo penalidades pues así vivían el esplendor del sacrificio (esa luz de estulticia cegadora), y se tornaban místicos. Ante tanta indignidad los mendigos sólo podían devolverles la misma moneda: les escupieron su propia compasión. Los cristianos se marcharon de aquellos lugares siendo compadecidos. Y nunca fueron llamados amigos; fueron llamados siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor.
   Pero hora es ya de que vuelva el cuento al rey. Véase cómo y cuánto conmovió y qué diferente fue su proceder. Luego de los días de su intoxicación, en medio de fiebres, delirios y otros sobresaltos, pudo conocer por fin al resto de los mendigos. Escuchó sus historias con interés, con el ánimo del que tiene todo el tiempo por delante para comprender y querer; y por eso sus voces lo acompañaron para siempre, voces amigas que se quedaron en su interior, susurrándole. Los distinguió como si los hubiera conocido desde la cuna y tanto se identificó con ellos que adquirió una nueva cualidad: la de nominarlos con exactitud, como si percibiera sus verdaderos y secretos nombres. Y por eso al Mendigo Rey se lo va a llamar también Mendigo de los Espíritus, pues no sólo éstos fueron sus hacedores, sino que habitan junto a él; y esa es la razón de que sepa capturar con tal perfección lo más incógnito de las almas.
   Y así, sería presentado en primer lugar a la mujer a la que el propio rey denominaría la Dama de la Penumbra. Y en el diálogo que mantuvieron fue deduciendo que esa aparente debilidad, esas huellas de la vejez y la necesidad, encubrían el sólido pilar que sostenía a todos los mendigos; supo que estaba hecha de hierro recio; que había atravesado ya casi todo su camino con la dignidad de haberse ganado su primer puesto en el orden cronológico, orgullosa de la Libertad, con la que decidió quedarse en la calle. Apreció que bajo su mísero ropaje se podía descubrir a una verdadera señora, que afrontaría un día el fin de su sendero con valor, batallando hasta su último resuello por la belleza de la vida; y que era tierna, al tiempo que terroríficamente sabia, y que por ello era preciso que cubriera su clarividencia con un velo de Penumbra. Y a los espíritus les gusta morar a ratos en la oscuridad; y el Mendigo de los Espíritus se entendió bien con esta Dama de la Penumbra y se enterneció. Tanto que la rodeó con sus brazos y la besó. Y la sublimidad de ese abrazo creció en ambos corazones hasta alcanzar las dimensiones del Universo.
   Y volvió a mostrar su realeza cuando conoció a la segunda mendiga, para la que tuvo también un hermoso nombre: la Servidora del Viento. Porque los espíritus que habitan en el Mendigo de los Espíritus mantuvieron la misma dirección que los vientos de esta nueva mujer; y espíritus y vientos danzaron juntos y se enredaron. Fue su primer encuentro con la belleza de la desesperación, con el sentido positivo del segundo don. Captó que el armazón de esta dama era en gran parte de frágil cristal, pero aprendió que el cristal no se rompe fácilmente con el viento y que alcanza su apogeo si es seleccionado para montarse en espléndidos vitrales. Por ello el rey contactó con el Horror como a través de la luz calma de los verdes, rojos y azules de las vidrieras, por los que se atisban horizontes de prodigio y sensualidad. Intuyó que esta señora era seducida, y en ocasiones ultrajada, por los cuatro vientos, a los que servía desde que una vez la vencieron los cuatro horrores. Y ya se sabe que los vientos son demonios que traen los ocho signos negativos: donde estén ellos hay Penumbra, y el camino no siempre se percibe con claridad; generan el Hambre, pues hay vendavales destructores que arrasan las cosechas y originan la Escasez; meten el Frío en el cuerpo; remueven el polvo y el barro y acarrean Suciedad; pueden levantar la ropa o desnudar, o hacer tambalear y caer, y colocan en situaciones de Vergüenza; cuando son fieros, no se puede avanzar, no se llega a ninguna parte y provocan la Exclusión; y ante tanta contrariedad el caminante siente la Tentación de abandonar la senda. –No están en orden cronológico, Nike, pero los demonios no lo respetan–. Demonios, sí, pero esa mujer es más que vientos. Se salvó por otra fuerza terrible de la naturaleza: la maternidad. Con las lágrimas que había vertido por la emperatriz (o Venus Verticordia, pues transformaba los corazones); con el puñal del Hambre atravesando sus horas, tuvo arrestos, sin embargo, para convertirse en Venus Genetrix; y con ese poder a veces se convertía en la Dueña del Viento y lo sometía. ¡Oh, cristal de vidriera, Espiga de Virgo, Fomalhaut, sacerdotisa del Horror, Venus Ericina, rosa de los vientos! Y aún había de ser abuela del Pequeño Rey. El recién llegado se ocupó en buscar algún íntimo recodo de su paisaje para ella; y ambos se rodearon en un nuevo abrazo de conmoción.
   Y era humo lo que respiraba en la tienda donde se reponía, y su habitual morador fue el siguiente en pasar a verlo. Ya se sabe que los espíritus son humo y el Mendigo de los Espíritus inhaló, en el olor de humareda, la esencia de otra alma. Y volvería a hallar la clave de su nombre secreto:  el Repartidor Selectivo. El rey entendió que estaba en presencia de un digno caballero, viril y tierno, que solía acorazar su corazón con la máscara de la timidez; pues lo había repartido muchas veces y muchas veces se lo habían lastimado, y desde entonces ponía cuidado en la selección de los nuevos destinatarios. Pero era sabio, y la Dignidad era su signo, y tenía claro que hay que apostar la carta y equivocarse alguna que otra vez si se quiere que la sangre circule en buen estado. Es la sabiduría de escoger con qué piedra se puede volver a tropezar; y comprendiendo que hay fealdad en no amar algunos de los propios errores, los más hermosos; y grandeza incluso en el dolor, de cuando en cuando lo seguía entregando, aun a riesgo de que se lo devolvieran hecho añicos. Tampoco en esta ocasión se dejó abatir y eligió jugársela ante quien pensó que merecía recibir su entrega. Y fue haciendo de trozos de la belleza de su corazón una baraja. Y se la fue repartiendo poco a poco al rey, a medida que lo iba conociendo. Se la jugó y ganó, porque su confianza nunca fue traicionada. El Mendigo Rey no rompió sus latidos; prefirió acariciarlos. Además… sobre el Repartidor Selectivo se cernía también el espectro de una terrible amenaza, que sigue caliente: un Vaticinio cuya resolución final aún se desconoce. –En el fondo la suerte que nos aguarda a todos, Nike. ¿No es la misma hoja afilada que pende sobre cada cuello, aunque ignoremos cuando va a caer?–. Pero este mendigo no deja traslucir ningún temor y si el recuerdo le llega de lo que puede acaecer, sacude los hombros, mira hacia la tierra y lo escupe; así lo aparta de su pensamiento y continúa con determinación. Sus esputos no desdeñan al destino; sólo son su modo viril de esperarlo. El mendigo y el rey se fundieron en ese primer abrazo. En el segundo, que vendría tiempo después, se derramaron. 
–Déjame tomar aliento, Nike. Necesito respirar. ¿No te estaré cansando con mi relato?
–No estoy cansado. No puedo estarlo viendo cómo has procurado que los nuevos personajes –los verdaderos protagonistas– sean contemplados en toda su belleza. Y algunos dolores se van alejando gracias al esfuerzo que has hecho en crearlos y al calor que pones en cada sílaba que les dedicas, o en cada sílaba que usas para el mendigo de la cuna dorada. ¡Déjame llamarlo así, Luke!; tanto calor que tener ahora frío sería desagradecimiento. Aunque de todos modos, si volviera, que se quede; sacudiré los hombros, miraré hacia la tierra y lo escupiré. Ya ves que sigo aprendiendo de ti, ¡siempre aprendiendo de ti, Compañero! No te preocupes. Tampoco desdeñaré a mi destino. Aun si los vientos se volvieran hielo, continuaría con decisión.
–No sé quién aprende de quién, Mendigo. Me sigues sorprendiendo, a cada momento. ¡Muy bien, Nike! Esa siempre ha sido tu forma viril de mirar la vida. No conoces la Vergüenza, Compañero, y no hay motivos para que dentro de poco la sientas, ni para el frío. Pronto necesitaré tu colaboración en el cuento, pero veo con placer que te has adelantado. ¿Y cómo voy a objetar si tu primera palabra ha sido amor, el amor dirigido a tres de los personajes de esta historia no verdadera y, sin embargo, tan parecidos a tres mendigos que nos han mordido el corazón a los dos? En fin, en medio de tantas mordeduras, déjame, si puedo, acunarte con mis pobres renglones. ¡Y prométeme que conservarás esa actitud viril!
–Te lo prometo. Voy a ser leal contigo, Luke. Responderé a tu esfuerzo con el mío. No sé si tendré dolor, o frío, pues no sé lo que vendrá; pero miedo no, ¡ya no!; no me hallarás acobardado. Ni vergüenza. No he hablado sobre tu rey y no lo haré hasta que me pidas mi opinión sobre él o su comportamiento. Pero sigo bebiendo de tus palabras y de tu estilo narrativo… Por eso te diré que no se protesta por lo que se está de acuerdo. Si en algún momento me he estremecido… no sentía vergüenza; ha sido una sacudida muy diferente: llámale sorpresa.
–Nike… el cuento seguirá con dos nuevos personajes que fueron muy queridos por el protagonista, y el relato del camino real se eclipsará algún tiempo para poder contar sus historias con detenimiento. Tienes razón: es mejor anteponer tu consejo literario y que opines libremente sobre todo lo que del Mendigo Rey se ha dicho hasta ahora.
–Intentaré ser conciso, Luke, porque la fábula es tuya. No quiero arrebatártela extendiéndome en una crítica literaria, como tú la llamas, que no es necesaria. No sé si ese mendigo de la cuna dorada fue tan bello como lo describes, pero es tu forma de verlo y es una bella forma de verlo, y ante eso, no puedo protestar. Sobre todo porque creo que has captado su corazón, y lo quieres y…
–Y nunca dejaré de quererlo. ¿Ibas a decir eso, verdad?
–No sé lo que iba a decir… Bien, haré un nuevo esfuerzo para lograr expresarme. Creo que has reflejado lo más importante: cuánto valora las voces amadas que lo habitan (las de sus compatriotas). Y has mostrado su dignidad y su indignidad –me estás haciendo querer a tu rey y me gustan ya las dos–. Todo eso me parece bien, pero quizá lo cubres con más belleza de la que tiene. ¡Déjame seguir, Luke! He aprendido lo bastante de ti como para aceptar, y no a regañadientes, que sea cierto que tenga belleza, pero no más que los demás. Nada hay en su camino que los pies de los otros mendigos no hayan recorrido antes. Todos los personajes que me has ido dibujando deberían ser reyes.
–Reyes de la Tierra… Todos lo son en mi pensamiento. Pero no quiero cambiarles sus nombres, aunque todos lo sean, porque esos hermosos sobrenombres, o algunos de ellos al menos, los inventó el Mendigo Rey. Y hay muchas razones para que lo llame así. Pero acerca de él, Nike, o sobre sus pasos, ¿deseas decir algo más? Dando por hecho que es un ser de mi imaginación.
–Sí, Luke, pues así lo prefieres. Yo diría que todo lo que has descrito sobre su sendero es cierto: sus enseñanzas de inútil ambición, sus días de envenenarse con brebajes, sus mordeduras, y… creo que se lo entenderá mejor si es un rey cuyo corazón ha sido creado por el Universo para calentarse en el hogar de otro corazón de rey. Siendo así… otras partes de tu historia adquieren coherencia, porque de ahí se sigue que pusiera su amor en la luz que transmitía el Mendigo Luminoso, entonces príncipe en la Estrella. Sí, primera aguja que señaló el norte en la vereda oscura del rey. Seguramente por eso, cobarde para recibir esa claridad, lo ofendió.
 –¡Así hablan los hombres, Nike! Son palabras de un hombre verdadero, o si me lo permites, son palabras de rey. Acepto la crítica, nada severa, que has hecho, excepto en una cosa: no es exagerado darle ese nombre. ¡Dios! Voy a llorar y no deseo hacerlo en este instante, cuando queda tanto que contar y tiene que entrar en el cuento el mendigo al que más ha querido. Para evitarlo te rogaré que me dejes seguir llamándote Compañero, asegurándote que nada te va a impedir que me llames también así; nos quedan muchos días en la calle juntos, Mendigo. 
–¡Gracias, Compañero! Y no tengo más que añadir en este momento. Sigue cuando quieras, Luke.
   Uno a uno el hombre que convalecía fue conociendo a los siete mendigos. Pero aún quedan dos por pasar. Y uno de ellos fue muy importante para él, y muy querido. No se distingue por ninguna cualidad de los demás, no tiene nada que lo haga sobresalir, pero tuvo relevancia en la historia del rey. Sólo por ese motivo la narración se va a extender con él, porque todo ser humano, en su intrascendencia individual, se vuelve trascendente en relación con la vida de algún otro. Y esto es hermoso, porque si es quimera la falsa modestia de creerse señalados por el Universo, también lo es el falso orgullo, o la desesperación, de pensar que transitamos nuestro tiempo como por un vasto desierto deshabitado. En algún momento de cada recorrido, en algún cruce donde dos viajeros se encuentren, alguien nos dará valor; y la senda se torna tanto más fecunda cuantos más cruces se atraviesan habiendo dejado huella de nuestra belleza. Así, la importancia o irrelevancia de este nuevo personaje es como la de cualquier otro caminante. Pero si al héroe se le diera un contador de historias, desearía oír todo lo que a este mendigo concierne. Por ello se referirán las cosas que desconoce de él, y se contarán otra vez las que conoce, intentando revestirlas de palabras hermosas, porque así lo querría el rey. Que haya sitio entonces para un pequeño cuento dentro del cuento y que el cuento vuelva a empezar:
   “Érase una vez un mendigo que nació en una cuna de madera, porque los espíritus del Universo, siempre indescifrables pero siempre justos y sabios, quisieron confundir su nacimiento y escribieron que recorriera su camino como árbol. Pues sus raíces se nutren del agua de la tierra. Y quienes lo crearon previeron que sólo sería un hombre verdadero cuando se reconociera como mendigo y se enamorara de la Tierra. Por eso los arcanos de la Madre a imagen de árbol lo idearon; y en firme, feraz y cálido suelo lo plantaron. Y así fue como este mendigo también comenzó sin saber quién era, en su cuna de madera. Y fue bueno el barro de su infancia; y era vástago de dos árboles de arraigados cimientos. Debió haber crecido robusto y hermoso, enhiesto y apuntando al cielo. Es verdad que parecía una bella promesa de solidez y que iban brotando de su tronco, perezosamente, bosquejos de futuras ramas. Pero el crecimiento del más sólido de los árboles puede malograrse si en sus principios no es apuntalado contra los vaivenes de los vientos traicioneros –¡otra vez los vientos, Nike! Es inevitable seguirlos citando–. Su progresión se truncó y lentamente fue secándose: se le pudría la savia porque se le pudría la fe y este Mendigo-Árbol necesitaba una fe. La había buscado en Dios-Destino, la había tentado en las armas. Todo en vano. O tal vez no, porque su estancia en armas, de la manera más inesperada, un día le serviría para salvarse. Fueron tiempos de desorientación para este pobre diablo, que al no saber que era mendigo, ansiaba desesperadamente una certeza que acudiera a rescatarlo: ignoraba que ya existía y que lo estaba aguardando con paciencia de amante. Pero en su oscuridad… penumbra, no supo discernir, y en un momento duro de su vida –¡muy duro, Nike!–, creyendo que encontraba fe, encontró idolatría. Así acabó entre los calvos, inclinando el brazo unos treinta grados –sistema sexagesimal–, pero desde la vertical y con la palma hacia la tierra: error de partida para un mendigo. Durante una época se quedó con la cabeza despoblada. La copa no tenía entonces ramas, ni brotes, ni hojas; parecía la renuncia de un cielo al que apuntar y un horizonte que contemplar, apenas terreno baldío encima del cráneo. Su crecimiento se había frenado y perdió casi toda la madera de la que estaba hecho desde la cuna; y en esas condiciones es imposible averiguar si algo parecido a un corazón sigue latiendo entre sus oquedades. El tiempo que estuvo con los calvos sólo le sirvió para quedarse mustio, sin ninguna belleza. Y el odio fue su único credo. Aprendió a odiar cualquier madera que no fuera de la misma clase que la que lo vestía: la de los árboles de diferente especie y color, más ricos en matices;  la de los que, siendo iguales en género, no tienen pudor en tocarse y arriman sus copas y entrelazan sus nudosos dedos para darse abrigo y protegerse juntos contra la ventisca; o la de esos otros que deciden apartarse del refugio umbroso y fragante del bosque, y se plantan en valles menos habitados y seguros, pero más hermosos, porque allí se ganan la libertad con la mano tendida de sus ramas agitándose al viento.”
   »Pero su peor indignidad aguardaba aún entre las sombras. Estaba escrito que éste sería el único de los ocho que ofendería a los mendigos, antes de que él mismo fuera también uno de ellos. Y su ofensa pudo haber llegado mucho más lejos; pues estos árboles calvos, tan desarraigados y secos, pueden ser ciertamente peligrosos y hay que alejarse para evitarlos. Por eso el narrador siempre se ha preguntado por qué el Universo no se encogió para él. Quizá porque el agravio vino casi de la mano del Reconocimiento de la Aceptación; quizá porque tuvo la fortuna de toparse con el Mendigo Maestro, quien también sabía de hechos de armas, y eso hizo que dos seres tan disímiles se entendieran. Y este hechicero realizaría un conjuro para que comenzara a sonar la partitura del séptimo motivo de Verôme. Las leyes del Universo son enigmáticas y ni siquiera la Dama de la Penumbra puede descifrar por qué no sucedió lo que no sucedió. Sea como fuere, el Universo no se encogió. Pero sus futuros compañeros sí que le dieron una bofetada, en el momento en que más falta le hacía. Necesitaba un Lázaro, levántate y ellos lo gritaron. –Y también tuvo su catoblepas, Nike, o sus catoblepas, porque fueron seis–. En sus miradas contempló el ojo por ojo de los mendigos. A un calvo fanfarrón, violento y temerario, que los había insultado y tenía intenciones más aviesas, respondieron con claridad, calor y belleza. Porque supieron ver que ese antiguo árbol conservaba algún resto de buena madera, y que podría iniciar un segundo crecimiento y, esta vez sí, decididamente hacia lo alto. Lograron que volviera a crecerle el pelo; y con él toda su arbórea maquinaria se puso de nuevo en movimiento. El Mendigo-Árbol se deshizo de la madera podrida y se quedó casi desnudo, delante de todos... y en ese instante empezó a mancharse de la Tierra. Y todavía no sabía quién era, pero al menos ya sabía quién no era. Su desnudez, su desorientación, su desgarro, su desesperación, todo estaba expuesto ante los ojos que lo miraban. Una escena tierna –y ¿por qué no decirlo, Nike?, también algo erótica– de ese pobre diablo, que se grabó en cinco atónitas miradas y que más tarde recordarían y sería confundida y trastocada. Durante mucho tiempo fue difícil para ellos disociar entre un hombre que se comporta como un niño y un hombre verdadero. –Una tierna escena, Nike, que el Mendigo-Árbol da por bien vivida a pesar de las amarguras posteriores. Sólo lamenta que el Mendigo Rey se haya perdido ese día fundamental de su compañero; sabe que se habría conmovido ante su tierno, y atormentado, motivo de Verôme–.  Desde ese momento el árbol siempre odió a los calvos y no tardó demasiado en reconocerse como mendigo. Había sido trasplantado a una buena tierra –¡muy buena tierra, Nike!–, y vio que era fértil y su alma arborescente supo que quería arraigar en ese suelo. Lo supo… incluso antes de encontrarse con la Hija de la Tierra. Ella sería el empujón definitivo que le haría reverenciar al Padre y a todo lo que de Él viniera. Pero se habría quedado también si no hubiera llegado a conocerla: por los mendigos que allí habitaban y por lo mágico de su entorno, su Universo, sus códigos, su orden cronológico. –Ninguno de los ocho, Nike, ninguno, tomó su resolución sólo por amor, aunque influyera. En todo caso, por amor a todo lo enumerado y a la calle, bien porque es la madre, bien porque es la puta–. Sí, ese hombre deseó que sólo la tierra lo manchara y, ya Mendigo Sucio, aprendió bastante en un níveo y sobrecogedor crepúsculo. Vio la dignidad de las vidas que él podía haber aplastado; la belleza que moraba, oculta hasta entonces para él, en las ramas gemelas del Mendigo Luminoso y el Mendigo Hechicero; se impregnó de la grandeza de éste último (¡su querido Maestro!) y la de quienes lo rodeaban; y para unirse a la Hija de la Tierra, contó además con la conmovedora aquiescencia de una mendiga que, esa noche también, fue la Dueña del Viento. –Sí, Nike, volvió a aprender las leyes más hermosas de la existencia, que había olvidado. Y las recordó en la calle, cuando empezó a elevar el antebrazo unos treinta grados, desde la horizontal y con la palma hacia el cielo: en su posición correcta–. Y, como más tarde haría el Mendigo Rey, fue asimilando sin preguntar, dejándose sobrecoger, permitiendo que las emociones se filtraran a través de su piel como se abre paso la luz por entre los cristales de las vidrieras. Y todo ese aprendizaje, que nunca se ha interrumpido, fue en progresión con la compañía inseparable de su querida Hija de la Tierra.
–Dame un minuto para sentirte, Compañero. Quiero respirar un rato la belleza del Universo para empezar a narrar otra historia de belleza: su historia, la de la Hija de la Tierra.
–Estoy deseando oírla. Debe de ser la más hermosa que has contado hasta ahora. Y qué bello nombre le has buscado, Luke: la Hija  de la Tierra.
–Sólo yo la he llamado hasta ahora así, Nike…
–Perdóname entonces, yo...
–En absoluto. No me has dejado seguir. Quiero que tú también la llames por ese nombre. Y ella también lo quiere. Será algo entre nosotros Tres. ¡Y no te estremezcas! Si no estás agotado cuando termine el cuento, tendremos muchas cosas de que hablar, Mendigo. Pero no temas nada. Cualquier palabra que vaya a cruzar contigo, o que venga de ti, ha de ser necesariamente palabra de belleza. Déjame el capricho del extraño orden cronológico que voy siguiendo y, cuando acabe, entenderás las líneas que el Universo está escribiendo con fuego esplendente, para que sepamos leerlas, en lo que concierne a las vidas de Tres de los mendigos. Por eso es inevitable que ahora empiece por tercera vez el cuento. Perdona mi forma incoherente de contarlo, con tantos saltos. Y perdona el agotamiento al que te estoy sometiendo, Nike.
–Luke, no estoy agotado; podría pasarme horas o noches escuchándote. Y la manera que has elegido es coherente para mí, y bella… no sabrías hacerlo de otra forma. Y además deseo que la belleza de tus palabras refleje mejor su belleza. Sobre todo, tómate tiempo con ella. Quiero oír de tu hermosa Hija de la Tierra. Gracias por dejarme llamarla así. Y ya sabes… cuánto la quiero. Pero, aunque es verdad que no estoy cansado, me preocupa que se va haciendo tarde. Deberías volver con ella. Puedes contarme lo demás en otro momento. No faltes de su lado por la urgencia que adivino en tus gestos. No tengas temor por mí: no voy a hacer nada desesperado. 
–Se te quebraba la voz cuando hablabas de cuánto la quieres. Y todavía la tienes que querer más, mucho más, Mendigo. Te quiero más por quererla. Pero, Nike,… Lucy no me espera esta noche. Conoce lo que estoy haciendo y lo aprueba. Pero no deseo verte intranquilo y otra vez lo estás. Sólo te puedo decir que sigas confiando, en ella y en mí. Los dos te queremos, Compañero. Y sabemos que eso tiene valor para ti. 
–Tiene valor, ¡mucho valor! Perdóname. Ya habrás visto que desde hace tiempo voy viviendo mis días estremecido, o como tú dirías, de sobresalto en sobresalto. Por eso no podré evitar que mis palabras y mi voz sigan saliendo así: entrecortadas. Pero si tú y la mujer más hermosa de la Tierra –con tu permiso, Luke– estáis de acuerdo, no tengo nada que oponer. Quiero quedarme. Y no te puedo negar que me estás transmitiendo calor. Si algo tiene que pasar después… este es el mejor momento para darte las gracias, para daros las gracias. Llévale también mi agradecimiento a la Hija de la Tierra. Yo también os quiero, Compañeros.
–Quizá me tenga que morder para poder proseguir sin lágrimas. Pero he de seguir. Pues para que tu belleza sea completa sólo es necesario que apartes el temor de que te puedan hacer daño quienes más te quieren. Pero no importa si prosigo con lágrimas. A ti no te va a importar. Sigamos como sea, Compañero. ¡Vamos! Todavía queda hueco para otro pequeño cuento dentro del cuento y por tercera vez el cuento vuelve a empezar.
   “Érase una vez una mendiga que nació en una cuna de tierra, porque no hay cuna más sabia; y nacer en la Tierra es un regalo que los espíritus del Universo prodigan sólo a unos pocos afortunados, conscientes de que la dádiva participa de la doble naturaleza, bella y envenenada, de la Esfinge. Y aquéllos a los que se les concede deben saber descifrar un oráculo, para espantarse y quedarse a vivir en el horror que a la sabiduría precede; o reconocerse, resolver el acertijo y partir desde el Horror para obtener la Sabiduría de la Tierra. El Universo reserva este tipo de aparentes jugarretas sólo a los que más quiere, porque los quiere más. Y el narrador se estremece al pensar cuánto debieron quererla, para poner a su alcance, desde su hora más tierna, la posibilidad de ganarse el más bello de los ocho dones. Conmueve cómo supieron prever que ella sería, de los ocho mendigos, la que antes se reconociera. Por eso su madre la tenía que alumbrar así, dejándola caer, en un agreste sendero de barro y maleza. Y de ese modo nació esta mendiga,  un amanecer de fuego, en su cuna de tierra.”
   »Tenía que ser bella, pues era hija de la Servidora del Viento, de la que heredó todo su rosario de hermosos apelativos. Y mucho más. Su madre le legó el viento y la puso en la tierra, y era fuego y agua por su nombre. ¡Oh, Hija de la Tierra, ríos de claridad, luz de los ríos, portadora de la luz, sal de la tierra, esplendor de vidriera, arrebol en el agua, rumbo de la rosa de los vientos, descendiente de Venus, victoriosa en Verôme, vencedora de la madera, capitana de los cuatro elementos, fuente de la belleza, Algieba, estremecimiento de la tierra, Sabiduría, faro del Mendigo Rey, dueña del Mendigo-Árbol, madre del Pequeño Rey! Muchos han sido los nombres dados, pero su nombre sigue creciendo con la tierra. Que no se olvide que es hija del Padre Tierra. Tuvo pues padre conocido, que siempre estuvo ahí para sostenerla tiernamente entre sus brazos y quitarle el Frío acostumbrado, en tanto le susurraba cuentos que hablaban de los secretos de las profundidades para que aprendiera los entresijos de los arcanos que habitan el centro de la tierra. Y siempre estará ahí, porque su padre es inmortal. Sí, tenía que ser bella… bella y sabia, porque su cuna lo fue. Sólo ella tuvo una cuna sin barrotes y de enormes dimensiones para que se entretuviera con todo un planeta para jugar. Sólo ella podía tener un planeta como casa. ¡Y era una casa palaciega! Pues carecía de paredes y techo y bastaba su voluntad para moverse a lo largo de los pasillos, de las escaleras, de los aposentos, siguiendo el ritmo de sus juegos. Casa sin puertas, pero repleta de hermosas ventanas. Y sólo ella podía mudar su dirección a la calle que quisiera y habitar siempre en la misma casa. Y en el rincón más fragante del patio había un río juguetón, que acariciaba sus pies, y… ¡árboles!, muchos árboles para que la cobijaran y arroparan. A su alrededor los puso el Universo para que creciera amando su olor, pues había previsto que un día daría su corazón a un árbol casi reseco, que lo había perdido casi todo, menos su olor a madera. Sí, ¡tenía que ser bella! Y dos veces sabia. Pues su Sabiduría procede de la Tierra y de haber nacido mujer. Si se aprende a observar con la mirada insomne del mendigo, no es difícil concluir que también ella, en su casa palaciega, había conocido el bienestar y las comodidades de una cuna dorada.
   »Y ello aunque su historia se iniciara en un pedregal, un lodazal por el que empezó a recorrer el bien delimitado sendero que le había sido dispuesto; contemplando a ambas márgenes las asperezas de un mundo aparentemente lóbrego, polvoriento y espinoso. Pero ni las arrugadas lindes, mugrientas y miserables; ni el devastado entorno, mezquino y desangelado; ni lo tortuoso del umbral, surgido de la misma decrepitud malsana de la nebulosa ciudad que la vio nacer; nada de esto consiguió que sus pies firmes vacilaran y la Hija de la Tierra se plantó en el centro de la angosta vereda y echó a andar. Avanzando por la niñez, con la resolución de quien tiene claro que un camino es viaje, que un viaje es descubrimiento, aprendió cómo, a poco de comenzar a marchar, todo va cambiando: el color de la tierra no es el mismo sólo unos metros más adelante; la luz le imprime tonos diferentes según se va transfigurando de fríos a intensos amarillos en el levante del alba –añiles en el poniente–; que luego son penumbras púrpuras y malvas en el este del ocaso, cuando el día se da la vuelta, teñidas de  nuevos amarillos, ahora sangrientos, en el occidente del sol. Si se dan unos pasos más por las vías de la adolescencia, sin abandonar la vereda, al instante se empieza a intuir el tímido fantasma de un intrincado matorral, luego varios, que despojan poco a poco al paisaje de la sequedad que le sobra. Al cabo, los primeros árboles se van trocando lentamente en espesura, y los labios de la viajera van saboreando por anticipado el dulzor del agua prometida, agua buena que la aguarda en el río ya próximo, la recompensa que da sentido a todo el recorrido. Y su camino, como cualquier camino, a veces cambia de dirección y a veces comienza un nuevo viaje. Pero la Hija de la Tierra sabe bien que conocer la sequedad ayuda a buscar el manantial, y a gozar mejor del alma del agua recién hallada. Y su vida es un cántico a la enseñanza de los contrastes, un elogio a la sabiduría de los opuestos: casa palaciega y pedregal, padre desdeñoso y Padre verdadero. Algunas noches, pocas, durmiendo en el refugio placentero de un hogar prestado con buenas paredes y cómodas y limpias sábanas; otras, en la dudosa seguridad que ofrecen los ojos de los puentes del río, los desolados parques, los cajeros automáticos, una tenducha anclada en la arboleda. A veces plenitud y a veces hambre –¡más hambre que la suma de tu hambre y la mía, Mendigo!–. Desamada por los centros de donde emana el poder, la tentación de la riqueza la alcanzó, no obstante, en ocasiones numerosas, hasta que en Verôme la ahuyentó con un solemne vade retro; y volvería a exorcizarla en una desnuda colina, cuando al doblar un recodo se dio de bruces con un árbol de no se sabe bien qué especie, que pareciera haber surgido de la misma niebla circundante; un árbol… que, sin embargo, lloraba; un hombre, tembloroso y sucio, que acababa de espantarse: ¡era tan hermosa y él podía haberle partido la cabeza! Pero la ausencia de temor en ella sirvió para sacarle los demonios del miedo que lo poseían, pues supo entonces que el borde de la violencia puede ser el fin de la violencia, y hay cosas que no se pueden volver a repetir. Con esa luz, un hombre-árbol empezaba a creer en una fe; y ya no vacilaba si quedarse a vivir en ella, pues la tuvo por sabia y verdadera.
   »La fe de los mendigos calentaba con fuerza en esa mágica puesta de sol cuando la Hija de la Tierra y el Mendigo-Árbol se encontraron. Pero una sábana de niebla impidió ver qué constelaciones alumbraban tras el crepúsculo, aquel dieciocho de noviembre. Por alguien que lo sabe mejor, el narrador empieza a aprender que acaso lucía Orión, el portentoso cazador, con su cinto, su mazo y su escudo sideral, en incansable batalla con Tauro; y Aldebarán en el ojo del toro, en una curva del sendero que lleva hasta las siete hijas de Atlas; acaso Géminis lo acompañaba, con Pólux, hijo de Zeus, manteniendo su voluntad de entrar en el Hades para rescatar a Cástor, su gemelo, y volverlo a la vida; seguramente Leo no apuntaba del todo todavía pero era ya algo más que un propósito celeste: Régulo empezaba a gestarse en el gran útero del Universo; y no había que buscar en el cielo a Espiga y Antares: estaban esa noche en la colina. Fueron los dos primeros luminares que se transformaron en chispas y prendieron la fragua donde se iría forjando la fe de los mendigos, con la cual los protagonistas de los dos últimos cuentos empezaron un cuento nuevo, caminando ya en paralelo. Juntos resolvieron conservar sus olores respectivos de tierra y madera, para no olvidar de dónde venían, para reconocerse incluso en las tinieblas, para que la palabra mendigo se leyera en la distancia –y hay otras muchas razones, Nike, que aún no ha descubierto el rey–; juntos iniciaron una nueva fe, libre y sin dogma, una fe diríase que agnóstica: la sencilla reverencia de la hembra y el varón y del hijo por venir, de la tierra amada donde descansar tras una larga jornada en la calle, del escaso mendrugo consuetudinario, de la pequeña o gran filosofía de los cinco sabios que los rodeaban. Se precisa poco más para que una fe sea tenida por verdadera y merezca amarse –no todas lo merecen–, pero ésta sí es agua buena; juntos decidieron asumirse y se fundieron, sin pertenecerse: y siempre fueron uno, y siempre fueron dos; y no fue necesario el merodeo de la idea perturbadora de amor eterno para estar seguros de lo esencial: no importaba conocer cuánto permanecerían unidos en la misma historia, pues ambos deseaban prolongarse desde la sangre del otro para crear una sangre nueva; no hubo que esperar siquiera a una rotación de la Tierra: dos caudales de sangre que compartían el mismo río se desbordaron; y en algún momento de su curso emergió una cascada de la que escapaban finas láminas de cristal, que meses después serían la mejor obra, la más bella vidriera de una pareja que alguien habría de llamar sagrada –no digas nada, Nike. Si un rey es traicionado, sólo la madurez del tiempo puede aclarar si hubo necesidad, y hay traidores que estremecen–. En una sola noche de lumbres y fe, dos mendigos hasta entonces separados unieron sus llamas y dibujaron los primeros trazos de una humilde constelación, que aún ha de expandirse; pues no se puede impedir que a una nebulosa le sigan naciendo estrellas, y podría haber una segunda explosión, o una tercera pareja sagrada.
 –Guarda silencio, Mendigo, sólo unas horas más. Sé que sería justo dejarte hablar ahora, pero estás estremecido; y tanto tu cabeza como tu corazón querrían usurpar tu voz para expresarse y no sabrías qué decir. Y si te dejo responder en este momento, nunca conseguiré que el frío que te envuelve se pierda para siempre. Hablaremos de todo, Compañero, pero confía en mí y recuerda tu promesa. Ahora más que nunca es necesario el orden cronológico.
–Guardaré silencio, Luke. Sigue como quieras.
   “No se puede impedir que a una nebulosa le sigan naciendo estrellas. Y la Madre Universo preparó a los dos mendigos para aguardar la llegada del astro más brillante de la constelación. Fueron meses de anhelante espera; y en tanto venía el Pequeño Rey, el amor respiraba cada jornada en la sed de los labios, en el sudor de la entrega, en el ritmo acompasado de los corazones abiertos, en la fe que vive sin promesa. Se hicieron sagrados la primera noche de hambre compartida, los primeros días de frío sin hoguera, cuando, para entrar en calor, hacían uso de palabras estrenadas en el tremor de las indignidades comprendidas, de la risa o del llanto, del deseo… Fueron meses para aprender la forma de evolucionar juntos sin pertenecerse; para entender cómo el amor enraíza tanto en la fuente lujuriosa de los sentidos recién explorados como en el corazón que se entrega desnudo y ya no importa si es vulnerable. Sin juramento de eterna fidelidad, pero con la lealtad como vínculo de belleza, el amor de esos dos mendigos ha conseguido hacerse imperecedero, y la Pareja Sagrada nunca se romperá. Y el contador de historias sabe que el rey no quiere que se rompa, y eso lo embellece más ante la mirada de la Hija de la Tierra y el Mendigo-Árbol, a los que conoció en los días del adviento de Régulo, en una tienda que olía a humos y en medio de infinitas mordeduras.”
   Es así como vuelve el cuento al rey, entre mordiscos. Porque ya se vio que aunque había sido atacado por varios colmillos, de la ternura y otros basiliscos, ninguno de ellos pudo abatirlo. Pero aún tendría que recibir su herida más profunda, pues estaba rodeado de vampiros, mendigos del atardecer, y hasta los árboles de su arrabal pueden hincar el diente y atravesar la carne. Pero ¡cuidado, vampiro!, ¡alerta!, porque la sangre del corazón que muerdes puede derramarse en el tuyo… y desgarrarlo. Y así sucedió que cuando el Mendigo-Árbol y el rey finalmente se encontraron, tanta hambre sintieron el uno del otro que no pudieron evitar morderse. Fueron dos mordiscos con los que intercambiaron las sangres e hicieron el primer pacto de alianza entre compañeros, iniciados ambos de la misma logia. Tanta fue la fuerza de esos dos mordiscos que la historia quiere que ese encuentro sea contemplado con las miradas de los dos caballeros, uno a uno. Cuéntese primero cómo lo vieron los ojos del rey:
   De algún sobresalto despertaba cuando por la puerta de su tienda entraba un mendigo desconocido, precedido por una estela, si no inquietante, al menos perceptible, de viejos aromas mezclados de sudor, tierra y madera. Y, sin embargo, al rey le pareció joven y bello, pero entendió que no iba a ser fácil descifrar las huellas que habían llevado a ese hombre a ser lo que era. No obstante, se sintió cómodo en su presencia y prefirió posponer su juicio hasta desentrañar el alma de aquél que llegaba. Y ya fuera que su sonrisa invitaba a la paz y el reposo; ya que algo en él le hablaba de sí mismo como un espejo con el cristal sucio, pero con reflejo límpido, se avivó su deseo de saber de él. Y así, el séptimo mendigo se convirtió en contador de historias para el rey. Fue su primer intento de relato, su primera ocasión de fabular hechos verdaderos, con los que fue ensayando la Belleza. Pues si ese fue el don que le adjudicaron, no era seguramente más que una entelequia para que se sostuviera la religión del orden cronológico; y hasta entonces sólo había hecho honor a la Suciedad que colocan frente a ella. Pero el rey sí vio belleza en su historia; o puede ser que su forma de escucharla, o su interés, la hicieran amanecer. Se le notaba estremecido con cada etapa del antiguo calvo que al fin eligió la calle; se le transparentaba el asombro de estar viendo proyectadas sus mismas indignidades, incertidumbres e inseguridades, su peor momento de penumbra. Y esos reflejos, de la luz del cristal acuario de los ojos del mendigo, le devolvieron su propia imagen –Narciso que se mira en el agua, pero turbia, y desprecia el espanto que le acerca el espejo, y no se ama–, y se vio sucio, y muy cansado, y terriblemente desposeído y necesitado. Así, entre reflejos de narcisos desdeñosos, se encontraron dos hombres cansados que en alguna ocasión se habían sentido sucios, se encontraron dos gemelos. Seguro de que se estaba viendo retratado, no dudó que eran idénticos los lazos que los unían, y se dejó llevar por la historia, y se introdujo en ella. –Quiero decir, Nike, que entró en lo que contaba el mendigo, y sufrió y gozó con sus vivencias; y que, puesto que no se había escrito aún ningún final, el rey se metió en ese corazón (quise decir relato), para siempre, y el cuento continuó con él–.  Y en esa tienda, que fue primera caverna de las revelaciones, su espíritu sabio, llevado por la música de la narración, empezó a intuir, al principio en un susurro, después ruidoso murmullo, y finalmente estrépito, que la vida es algo más que asco o cansancio; que la resurrección no es sólo un azar improbable; que la redención no requiere más contraseña que dudar de que se tenga corazón para dejarte pasar, y entrega oídos a quien los quiera para estar atentos a la prodigiosa pulsación de los latidos. Hay corazón porque el dolor es el primer síntoma de que algo dentro está llamando, con fuerza; –hay corazón porque hay necesidad, Mendigo. Necesitar y querer son casi la misma palabra y el rey empezó a querer a su contador de historias porque lo necesitaba–. No podía ser de otra forma. El narrador ya no tiene ninguna duda de que el protagonista se enamoró de ese mendigo. Y su realeza se ve en los muchos y diferentes modos en que ese amor se multiplicó.
–No sientas temor, Compañero, ni frío. Todavía no conoces cuándo y cómo el rey fue traicionado. Y si pudieras ver mi corazón ahora, lo verías ardiendo, pero no es suficiente. Ha de reventar. Debe ser volcán en erupción, Mendigo, porque cráteres tiene. Hace tiempo que numerosas mordeduras lo han abierto para que escape por él el fuego del centro de la tierra. Y si no te hago llegar calor en este momento para quitarte tu primer terror, me tendría que arrojar al helado océano donde te encuentres y morir de frío contigo. Toma mi fuego, y no te importe llorar. Ahora menos que nunca te voy a pedir que no llores. No lo podrás evitar y hay llantos que lavan el alma y le ponen ropa limpia de belleza. Pero no llores con temor, Mendigo: ningún viento o diablo te va a arrancar de mi corazón. Antes me cortaría las manos.
–No puedo encontrar la voz, Luke, pero baste decir que me está llegando tu fuego, en grandes llamas. Y ¡escucha! Ahora sólo se oye el silencio. Sopla cada vez menos viento y empiezo a sentir que no voy a morir de frío, Compañero.
–No voy a permitir que mueras de frío, Nike. No voy a permitir que muera de frío el rey –añadiría el contador de historias–, pues no hemos llegado a ello todavía, pero habrá una noche en que también el héroe de esta fábula casi se muera de frío. Parece que los cuentos se estén mezclando, Compañero, pero esa es la magia de relatar. Esta pretendida ficción es mía, pero tu intervención puede alterarla. ¿Me ayudarás a abrigar al rey, Nike? Quizá sólo sea necesaria una respuesta, con el calor de la sangre en la voz.
–“Y ¿cuántas veces han enseñado al rey que no se pueden ocultar los sentimientos?” Creo que así se expresaba tu bello contador de historias. De acuerdo, Luke, ¡sea! ¿Cuál es la pregunta?
–Es verdad que aún no percibes las consecuencias que tendrían para ambos caballeros sus innúmeras mordeduras ni de qué forma fue evolucionando su amistad eterna –¡y digo eterna, Nike!–, pero conoces ya suficientemente a los dos personajes y puedes decirme si es cierto lo que pudo pasar por el corazón del rey. Confío lo bastante en tu demostrada integridad como para fiar el devenir del resto de mi historia a tu respuesta. Bien… ésta es la pregunta: ¿crees que puso su corazón, hasta la sangre, en el de ese pobre diablo que apenas sabía quién era pero que ya empezaba a quererlo; en el de ese pobre Mendigo Sucio? Perdona que se me quiebre la voz.
–Se enamoró de él, Luke. Para bien o para mal. No podía ser de otra forma. Y… ¡sigue tú, por favor…!  Mis latidos van muy deprisa.
–Deja que recupere el pulso, Compañero… Los míos también están acelerados, pero intentaré hablar. ¡En fin! La vida, como la calle –a veces la puta–, de vez en cuando se vuelve espléndida, y contemplar la valentía de un Mendigo y Compañero poniendo su dignidad y estoy seguro que mirándome a los ojos… ¡Dios! Me tiemblan las ideas. No sé lo que iba a decir. Soy un hombre afortunado, Nike. Eres mi Compañero y vienes a la calle conmigo. Y me has estremecido en la calle, y me has estremecido en esta noche fría, muerto de frío. Y me estremecerás mil veces, pues seguiremos caminando juntos, Mendigo, hasta el fin del camino, mientras quieras recorrerlo conmigo. Di lo que te apetezca, Compañero, o casi mejor… no todavía. Te saldrán más fácilmente las palabras si el resto de la historia consigue acunarte, y es difícil que puedas definir con claridad emociones que nunca antes has podido expresar, u otras que nunca antes has vivido. Y yo… ¡Te quiero, Mendigo! Si te estoy haciendo llorar, entiende que esto es abrumar… para no romper, y…
–Y mi corazón está abrumado, pero no roto, ¡ahora ya no, Mendigo, ya no se romperá! ¡Dios! Si tú te consideras afortunado, no sé qué decir de mí. Sólo puedo añadir que me gustaría leer el cuento del rey, pero que alguien debería escribir el de su contador de historias. Pues es cierto que se ha hecho acreedor de la Belleza, y los ocho dones están en él y en él permanecen… y, perdóname, Luke, porque es inevitable que tu rey ahora lo ame más todavía. Pero, lo siento, no me has planteado esa cuestión; no estoy manteniendo mi promesa.
–Las promesas se pueden mantener cambiando la letra y respetando el espíritu, Nike, y no voy a censurar tus palabras, menos en este momento en que necesitas tanto decirlas. Y no va a pasar nada si las dices, excepto que te puedes encontrar con que se te entregue más amor por ellas. Pero déjame seguir, Compañero. Queda mucho relato por delante y después tendremos todo el tiempo que queramos para hablar, porque ya no hay ningún motivo para la prisa, ni para callar.
–Tienes razón, Luke, continúa.
   De muchos y diferentes modos se multiplicó el amor del rey. Porque su órgano vital latía, y se llenaba de sangre, y estaba colocado en donde debía, y su ritmo se acompasaba oyendo el relato del Mendigo Sucio. Y cuando un corazón se ha creído muerto, es alegría del ánima escuchar cómo sigue palpitando; y regocija saberlo hecho de carne, aunque duela mientras golpea. Y por eso mostró nuevas y múltiples facetas; y un torrente lo inundó con el amar, y se volvió necesitar y querer, y se manifestó a raudales en la hermandad, y fue una gigantesca catarata en la amistad. Un rey de arrogante linaje  –así le fue contado al Mendigo-Árbol– se fue enamorando de uno de los más humildes habitantes de esta ciudad nebulosa. Es mejor decirlo así: que se fue enamorando… Porque asumir que se había enamorado no era algo que pudiera hacer de repente, habiendo luchado toda su vida contra la dirección de sus sentimientos; y no fue una decisión, sino un lento aprendizaje. Mas entretanto, mientras miraba al mendigo y lo escuchaba, se dejaba impregnar de los paisajes de su mente. Aplazaba reflexionar, pero ciertos destellos de la belleza a veces suave de vivir lo iban tocando. Era consciente de que empezaba a sentir algo desacostumbrado, pero no quiso defenderse, pues al fin comprendía que el calor que se apoderaba de sus miembros estaba bien, que amar tiene muchos modos, que el amor que lo invadía sólo podía ser belleza. Un rey de arrogante linaje –así le fue contado al Mendigo-Árbol– mostró la doble grandeza de enamorarse de un mendigo y de apartarse de la que había sido la batalla más encarnizada de su vida: la violencia contra sus propios sentimientos, la negación de su corazón. Pero grande era su necesidad, y aunque los latidos dolían, no podía renegar de él cuando lo estaba encontrando. Se dejó vencer, aprendiendo que a veces la más heroica victoria viene cuando se sabe ceder a la derrota. Un rey de arrogante linaje –o así, en fin, le fue contado al Mendigo-Árbol–, que todavía mostraría una dignidad más difícil de definir. Ya se ha visto que había reconocido como iguales a todos los que en el arrabal iba conociendo, mas acabó superando su propia grandeza, porque incluso consideró que eran mejores que él. La historia que le contaba el Mendigo Sucio lo impresionó. Le descubrió cómo puede rehacerse un hombre roto y tuvo otro momento luminoso cuando fue consciente de que quería ser mejor, y de que iba a tener que lidiar en una nueva contienda interior. Si no podía, en esa primera entrevista, admitir aún su amor por el mendigo, sí podía desear estar a su altura; y tomó una decisión nunca revocada, ni en las horas más oscuras del exilio. Había que darle cuerpo al Mendigo Rey que surgió del basilisco y el catoblepas y tenía que renunciar para siempre a los brebajes venenosos de la corte. El nuevo mendigo estaba irrumpiendo en el corazón del rey con la fuerza de un vampiro, y sus insaciables colmillos, mordiendo en la llaga caliente del amor estrenado, arrojaban una brizna de antídoto a su sangre con la que fue expulsando los venenos. Pero fue el mordedor el que resultó más malparado, pues nunca jamás sanaría de la herida que le causó la actitud del mordido: en lugar de abatido, heroico; debatiéndose en dos angustiosas batallas, pero decidido a salir victorioso de la pelea en la que estaba con su vida. Con la marca todavía en la piel de los dientes del vampiro, venció en el combate de los elixires ponzoñosos; y no tardaría en vencerse a sí mismo en el segundo, dejando estar en su corazón la sangre que le llegaba del mendigo.
   Y lo amaba, pero lo quería. Amar y querer no necesariamente significan lo mismo. En el amar se ponen el temblor y la pasión, la obsesión de poseer, el vértigo de que confluyan el amar y el ser amado, las palpitantes vibraciones de morder en el deseo, el aroma del sabor, la promesa de luz en el ser mirado, el hondo estremecimiento de la piel acometida, el sobrecogedor anhelo de unidad de materia y energía; se pone el cuerpo, se entrega el alma. Querer, en cambio, es diferente. No es tan intenso y, sin embargo, recompensa y reconforta. Es el amor menos las manos y la saliva. Es la plena aceptación del otro y el ímpetu de acompañarlo; la ansiedad de explicar al que se quiere y de explicarse en él. Puede llegar sin la unión en la carne y el espíritu. O es el amor más un hombro en que apoyarse, que soporte la tensión de toda el ánima. El rey, días más tarde, cuando supo que amaba al mendigo, cuando se reconoció en ese sentimiento y no se espantó por ello, y como pensó que no le iba a estar permitido amarlo, se conformó con quererlo. Pues ese quererlo le bastaba, a pesar del latente recelo, que ya no lo abandonaría, de que a la proeza de su corazón reencontrado podría ser respondido con la bofetada del odio o del desprecio. Ahí empezó un temor que provocaría su futuro exilio e iba a alargar su motivo de Verôme. En el mismo gozo del amar principió su dolor, pero no renunció ni al goce ni al dolor, y si no podía amarlo, lo iba a seguir queriendo.
   Y lo quería, pero lo necesitaba. Estaba redescubriendo el Universo de la mano de la desgarradora historia del mendigo, de la mano de su sonrisa y su ternura: dádivas todas estas que no se regalan porque sí, sino sólo a quien las merece, y el rey las mereció. Lo necesitaba, porque estaba siendo acariciado, comprendido en su indignidad –sustancia de la que participaba también el relator–, acogido y amado; porque el Mendigo Sucio le hacía ver las cosas de otro modo;  porque le daba, por nada a cambio, todo lo que había vivido; y le hacía saber que su aprendizaje no había acabado y ahora estaba dispuesto a aprender de él. Le hacía observar, además, que la verdad y la belleza se desprenden hasta de las rocas de apariencia más inmutable, como la supuesta insensibilidad que decía haber heredado. En realidad se necesitaban, porque eran hermanos. Ya lo eran, puesto que habían sido destinados a encontrarse y amarse, pero ese día empezaron a sentirlo. Pues nada hay en el corazón de un hermano que no nos duela, que pueda parecernos ajeno. Por eso el hermano mendigo vibró con la nobleza que llamaba desde el interior de los ricos ropajes, ya algo desgastados, de su hermano rey: oyó la voz que gritaba pidiendo auxilio para salir de las luchas en las que se había alistado, o para no dejar de luchar; advirtió su premura y se enterneció: ¡realmente eran tan iguales! Por eso el hermano rey percibió las diversas necesidades de su hermano mendigo: la de gozar conversando con un corazón semejante, la de ser amado como hermano, la de ser sentido como hombre, la de ser respetado como mendigo, la de ser comprendido en su incesante búsqueda de fe sin ser confundido con un adorador de falsas divinidades, la de ser perdonado y querido en su suciedad, la de ser entendido como marido de una mujer de tierra y luces innumerables, la de ser aceptado como varón que en su natural afán de prolongarse desea dar vida a una pequeña reina, a un pequeño rey.
   Eran gemelos, y hermanos, sin embargo. Y a fuerza de necesitarse, se quisieron. Y el amor poseyó al rey, pero no consiguió ahogarlo, porque la necesidad, maestra del pordiosero, lo enseñó a cobijarse en la fraternidad y en otras manifestaciones del espíritu. Bien se ve que Amor es un mendigo, que pide sin certeza en la esperanza, pero la amistad es urgencia. El amor es pan que no siempre se reparte, pero la amistad es hambre, imprescindible para sobrevivir. ¡Amistad del aliento en el costado y bastón para el camino, amistad: alas para el vuelo! ¡Amigo que ahuyenta la soledad y los horrores, amigo: linterna en las tinieblas! Ni una hora había pasado desde que conoció al Mendigo Sucio y volvió a tocar grandeza. En una tímida pregunta reveló lo que le urgía: quiso saber si podían ser amigos. No es fácil describir la grandeza, se ha dicho. Porque el amor duele, pero no se decide: llega. Pero se puede elegir la amistad. Y noventa y cinco de cada cien reyes ante mendigos habrían titubeado, pero el rey no dudó. ¡Amistad que repta en el interior buscando templo, amistad: calor sagrado! ¡Amigo que se mueve por rincones palatinos como deambula por arrabales, amigo: palabra de caballero! Jamás había tenido el rey un corazón al que propiamente pudiera llamar amigo. Pero cuando supo dónde se hallaba, nunca hubo diferencias entre el millonario y el mendigo. Costara lo que costase, la amistad nacida ese día tenía que ser alimentada y lo fue; lo es hasta hoy. ¡Amistad que siempre brilla y no se pone, amistad: estrella circumpolar! ¡Amigo hombre que con amigo hombre crece, amigos: brazos abiertos! Amistad telepatía que hace gritar ¡estoy en casa!, como el rey exclamó al conocer a sus compatriotas: profesión de fe que dos mendigos antes que él ya habían pronunciado. ¡Amistad raíz de acero que surge del desaliento, amistad: luz salada de las lágrimas! ¡Día sin la oscuridad y tiempo sin el correr de sus días, amistad: incondicional y sin reservas,  resumen y cima del amar, el querer y el necesitar! El nuevo mendigo estaba irrumpiendo en el corazón del rey con la fuerza de un vampiro. Pero fueron dos mordiscos, se dijo. Véase a continuación con los ojos del Mendigo-Árbol.
   Cuando entró en la tienda vio a un hombre que despertaba, con la apariencia de estar abatido; sólo la apariencia, porque nada puede abatir a un resucitado. Lo primero que notó fue cómo se debatía entre la angustia de no gustarse y el desafío de hacer posible volver a quererse y vivir todo lo que no había vivido. Su historia, como las de los otros siete mendigos, tiene algo de delirio, de fiebre, de sistemas nerviosos en extrema tensión, al borde de la ruptura, pero también de una calma perenne, que, sin embargo, lo envuelve todo. El cuento está lleno de contradicciones como ésta y todo contradice a todo de la misma forma que todo está en todos. Sus tramas se han venido repitiendo desde el quinto motivo de Verôme, mas son todas singulares. La del rey participaba ciertamente de las vicisitudes de las de los tres últimos mendigos, y, no obstante, supo construirse sus propios hilos sin estridencias, pero con estrépito. El mendigo que entraba no vio lo que esperaba ver, pues había sido informado de algunos hechos de la vida del rey: los que se conocían; pero se topó con el lado inexplorado de la luna y al mismo tiempo con un espejo sin cara oculta. El mendigo que entraba no vio lo que esperaba ver, porque pensaba encontrar a un arrogante mensajero del poder y se halló ante las garras de un tierno vampiro, del que nunca pudo imaginar que se iba a beber su sobriedad en vasos de sangre, sorbiendo su corazón gota a gota, día a día. ¡Y se había supuesto que el antiguo calvo y el antiguo tiburón no se habrían de entender! El mendigo que entraba no vio lo que esperaba ver, pues fue recibido por ese sobresalto que aparece a menudo en las peores pesadillas: verse a uno mismo en dos lugares distintos a la vez. Pues se vio a sí mismo de pie, entrando; y se vio a sí mismo yacente en una cama sin almohada, mirándose. Fue un segundo de escalofrío que le recorrió toda la espina dorsal, hasta que tuvo la lucidez de comprender que estaba ante su gemelo. Era como contemplarse en un espejo que retrocediera en el tiempo y le mostrara lo que podría haber visto si se hubiese estado mirando nueve meses atrás: idéntico dolor, idéntica necesidad, el mismo pobre diablo. Pues éste fue, sin compasión, el primer nombre que el mendigo puso al rey. Y podía juzgarlo sin compadecerlo, porque tenía ante sus ojos toda la información, viendo cómo estaba pasando por lo que él ya había atravesado. Y cuando se conoce y se comprende no se siente compasión, sino ternura. La ternura es un puente entre la ignorancia y el discernimiento; es el estado transitorio que media entre la penumbra y la claridad, y su trazado se extiende hasta el Reconocimiento de la Aceptación. La compasión, en cambio, se equivoca de puente y elige cruzar por el camino del prejuicio, que no vadea el río. La ternura da el pan y luego alarga los brazos; la compasión da el pan para poder olvidar al que se ve. El mendigo que entraba, después de ver lo que no esperaba ver, supo hacer lo que nunca habría imaginado hacer, y le dijo a su gemelo que quería contarle la historia de su vida. Y mientras hablaba y lo observaba, tuvo un sobresalto, pues adivinó que junto con el rey, a su lado y en él, había llegado su traidor.
   Así pues, la hora ha llegado de presentar al Mendigo Rey al primero de sus tres traidores; que no lo sorprenderá, pues es un viejo enemigo que siempre va con él; y por lo demás, es el mismo tramposo que con frecuencia se la ha jugado al Mendigo Sucio. No podía ser de otra forma: por ser iguales, hasta tienen el mismo traidor, pero es de esperar que haya sido para bien. Aunque es un inveterado canalla, desleal y delator: el primer traidor del rey fue su cara. Y en ella, como si hubiesen sido grabados a fuego, los aliados del conspirador: la pulcritud de sus gestos, la franqueza de sus ojos, la honestidad de sus facciones. Pero en su constante traición le rinde también su mayor servicio, porque desnuda su integridad y pone al descubierto su belleza, su dignidad y su grandeza, a la vista de cualquiera que se halle junto a él. Por eso a todos conmueve; por eso todos lo aman. Alábese entonces al delator. Por él, nunca podrán hacerle daño quienes más lo quieren, pues si lo quieren, es porque ya conocen y aprecian lo que transmite su corazón, cada uno de sus hilos de sangre, delatados por su mirar transparente, ese traidor. El mendigo relataba su historia, y el rey, que lo observaba, inconscientemente relataba la suya, y los dos se leían en las elocuentes líneas de sus limpias miradas. No hay mejor terreno para cimentar una amistad, porque cada uno supo al otro. El rey quiso y amó al mendigo; el mendigo no amaba al rey, pero tanto lo quiso que sólo quererlo no fue un golpe menos fuerte. ¿Cómo hacer para que se lo comprenda mejor? A este cuento lo está quemando la ausencia de una voz. Era necesario esperar hasta aquí, pero el momento ha llegado. Uno de los mendigos está clamando vehemente por la primera persona, y por eso el cuento se va a tomar esa licencia. Se le permitirá intervenir, para que pueda expresar su urgencia. El narrador y él se acompañarán desde ahora para describir la conmoción que el rey fue dejando caer en el séptimo mendigo. Aquí está su voz, libre por primera vez, y éste es su sonido: ¡Salve, mi rey! ¡Albricias! Llegados a esta hora, quiero proponer un brindis por su corazón y hacerle ofrenda del mío: de lo que no conoció de él, pues mi corazón siempre lo ha tenido. Porque mi traidor ¡oh, mi rey!, tuvo que esforzarse por ocultar lo que transparentaba, por el bien de usted. Mas ahora se despejará la niebla que lo cubría, para que de todo sea informado. ¡Albricias, mi rey! ¡Salve!
–Me pregunto… si todo esto te parece innecesario, Nike.
–No sé si lo es, Luke, pero no deberías excusarte. Hace media hora que no puedo apartar mis oídos de tus bellas palabras. Voy entendiendo que todo lo que cuentas tiene un sentido, y también por qué lo haces de ese modo, poniendo el corazón. Porque una historia se puede contar de muchas formas, pero si me das a elegir, prefiero que continúes como hasta ahora, con tu belleza, Compañero, y con tu esfuerzo. Así, tu calor me va calmando poco a poco y los fantasmas se alejan. Pero tanta es tu belleza y tan grande el esfuerzo que no podré evitar tener una deuda eterna contigo. Pide mi ayuda cuando lo desees, si en verdad crees que es necesaria, pero quiero hablar cada vez menos y seguir escuchándote. Te estoy volviendo a descubrir, Luke. No es cierto entonces que el rey leyera bien al mendigo, aunque sabía de su belleza, pero hay cosas que nunca fue capaz de leer. O puede ser porque, en verdad, se había dado de bruces con un árbol que no para de crecer.
–Hay cosas que no pudo leer, Nike, porque la información no se le ofreció. Pero todo eso se verá. En cuanto a lo demás, la historia no sólo posee un sentido, sino varios, porque el rey tuvo, y tiene, más de un temor. Por eso el cuento sigue. Y por eso debe seguir así, con amor a él en cada palabra. Porque hasta que no sea capaz de ver la dignidad de todo su comportamiento –desde sus once días hasta hoy–, no podrá entender los otros sentidos de este cuento, y cómo fue su belleza la que le hizo ganar el amor de los que más lo amaron. No sólo el del Mendigo-Sucio, Nike, pues en todo lo que digo hay al menos otra voz que siempre me acompaña y se aprovecha de la mía para expresarle también su amor a través de mi garganta. Pero me anima saber que te sientes cómodo escuchándome. Y con ese aliento que me das, continuaré.
   El mendigo que contaba la historia leía sin dificultad las diferentes convulsiones del corazón del rey que su traidor se empeñaba en exhibir. Así, de la placidez inicial fue pasando a una agitación que hervía desde la necesidad al querer. Y pronto observó cómo la calma se iba tornando tempestad y el amor llegaba sin avisar e irrumpía con veloces latidos que como mano violenta sacudían la puerta de su sobriedad. Observó las marejadas de su océano interior, a veces embravecidas hasta el extremo del dolor. Pero vio también que por muy fuerte el dolor, el rey no perdió nunca su serenidad o su ternura, y aprendió a hacer de su necesidad sabiduría, postergando lo inevitable por lo urgente, y progresando como hombre verdadero en la amistad. ¿Pobre diablo? Sólo lo es quien se lame las heridas y se niega a crecer, pero el mendigo estaba en presencia de un hombre, un corazón de caballero, que lo llamaba; un hombre, que enfrentado al deterioro de sus creencias, desorientado ante la pérdida de unos valores que le estaban saltando en pedazos, y con los pies junto al abismo, sin embargo se retuerce, se defiende, y logra ponerse a salvo. –¡Oh, mi rey, y yo vi todo esto, todo esto lo observé…! Su cara me habló de su necesidad, de sus batallas. Sus facciones revelaron al hombre íntegro que se estaba forjando donde según usted sólo había vacío y arrogancia. Y nada pudo velar lo que tanto se esforzó por esconder. Perdóneme, mi rey, por haber visto tanto. Yo, que nunca he sido de los que malgastan su ociosidad en mirar, para, con un poco de fortuna, robar un leve atisbo de desnudez, o quizá por carecer de la intención de espiar, siempre he visto, de sus sentimientos y de usted, demasiado. Pero considere si en lo primero que vi su traidor no le hizo un gran servicio. Pues lo supe entonces, cuando su rostro sincero me lo delató. Y con el paso del tiempo, pocas dudas me quedaban, porque su encarnizado enemigo, ¡ese miserable!, lo siguió traicionando; y yo lo quise más, mi rey, y lamenté el dolor que le causó, que lo llevaría al exilio y al frío mortal de la desesperación. Por eso… en esta hora ya habrá comprendido que yo… siempre supe de su amor, desde el primer momento. Pero juzgue con esta nueva luz si alguna vez esto importó; vea cómo nuestra amistad fue la misma que si hubiera llegado sola, o si no es cierto que hasta mi afecto se acrecentó por eso. Más tarde sabrá, mi señor, por qué nunca hablé. Pero en el comienzo, al menos, es claro que no debía, porque había que esperar a que usted estuviera seguro de lo que su corazón le transmitía e hiciera un pacto con él, y amara el hecho de que amaba. Necesitaba tiempo. Pero en el mío, mi rey, sólo pudo entrar la ternura, y muy pronto la amistad, y ambas se quedaron. No podía objetar a su amor, pues la violencia de mi motivo de Verôme había sido tan brutal que aprendí de los golpes que descargó, principalmente sobre mi conciencia. ¡Oh, mi rey, cuando se ha estado al borde de convertirse en un asesino, para sobrevivir y para que esa aterradora contingencia no se vuelva a presentar, uno se pone un freno, y comienza por alzar una barrera contra los prejuicios! Se empieza haciendo lo que más tarde haría usted y se observa sin hablar; y a fuerza de observar, con los ojos del cuerpo y del alma abiertos, se aprende a mirar mejor y se ven las virtudes de los que nos acompañan, o se perciben verdades nuevas que hasta entonces habían estado ocultas y que, de pronto, deslumbran. Y uno se sorprende con razonamientos impensados y reflexionando sobre los diferentes modos en que esplende la belleza. Y un día me sorprendí preguntándome si no sería un hombre incompleto, pues me faltaba conocer una parte, me faltaba conocer el sabor de la masculinidad. Con la Hija de la Tierra a mi lado ese pensamiento no fue más allá, pero comenzó a germinar entonces y estaba por volverse maduro. Por todo esto, mi rey, cuando llegó su amor, y viendo cómo luchaba por hacerse con el control de su propia identidad, me invadió el estremecimiento, que fue dando paso a la conmoción. Porque fui tocado cuando lo vi en batalla contra las aguas tóxicas que se envasan en forma, color y sabor de elixir y no son más que veneno y fuego que no habían conseguido quemar sus dolores, pero casi habían abrasado su corazón; conmovido cuando vi la dulzura con la que dejaba estar junto a su lecho de convaleciente a un hombre cuyo olor podía haberle ofendido; impresionado cuando observé su amor a los mendigos y cómo empezó a identificarse con ellos y, sin espanto, se fue acostumbrando a la idea de plantearse quién era usted y si no sería un vagabundo exiliado que regresaba a su hogar, pues sólo un auténtico mendigo puede conocer a los de su misma condición y hablar de ellos como usted habló, e implicarse en lo que ellos vivían, haciendo suyas sus desdichas y sus esperanzas, como si ya alumbrara el primer destello de su conciencia de clase; y estremecido cuando noté que se reconocía en el espejo que le tendía y no le amedrentaba contemplar a su gemelo, ni volver a mirarse; enternecido cuando asintió a mi afirmación de que éramos hermanos; y abrumado cuando quiso que me quedara y siguiera hablándole de mí, cuando yo no era más que un hombre todavía en proceso de reconstrucción, desheredado y sucio, sin otra cosa que ofrecer que el calor de su pecho, donde le latía un corazón con tanta necesidad. ¡Oh, mi rey! De su arrogante linaje, del hálito frío de su estar entre tiburones y de la impasibilidad de los que me habló, ¿qué se hicieron? ¿Dónde quedaron las palabras vanas, los ademanes engreídos y los gestos insensibles de su dinastía? ¿Qué fue del poderoso que habitaba con usted? ¿Qué se hizo del rey? Todo falsedad: nada de eso jamás existió. Yo sólo vi lo que tenía ante mí: un hombre con la sangre caliente, un amigo con los brazos tendidos, un hermano en el corazón, un gemelo en el dolor, un falso rey necesitado como los mendigos, un mendigo.
   Y ya se ha hablado del querer y el necesitar, pero dígase algo más, porque resta una perspectiva. Es seguro que el Mendigo Sucio, tras el crepúsculo de noviembre que trajo su redención, era un hombre del que se podría decir que había conseguido un poco, una migaja quizá, de verdadera felicidad. Con el amor de su mujer y un grano de su propio ser, una pequeña inmortalidad, en el hijo que esperaba; con la sabiduría y las enseñanzas que a sus compañeros se les iban desprendiendo descuidadamente como piedras de valor; y con la calle: sórdida y violenta, maestra y madre, cama y comedor, tenía todo lo que deseaba, y sin embargo… Era cierto que los mendigos lo amaban, pero sólo la Hija de la Tierra lo comprendía. Sentía que algo le faltaba, pero no supo qué era hasta que se encontró con el Mendigo Rey: le faltaba alguien que leyera su corazón sin estridencias, que fuera su hermano, su amigo en la necesidad, el hombro en que apoyarse. De nuevo el rey es singular, porque el amor, que a tantos ciega, lejos de llenar de arena sus ojos, le dio la claridad. El Mendigo Sucio había sido comprendido, y nunca antes, o nunca mejor, era un hombre quien lo hacía. Quiso cada día más a su nuevo hermano porque fue capaz de descifrar todo su oráculo, y sus palabras así lo demuestran. En el momento en que conoce a un mendigo que huele a tierra, no tiene nada que objetar –porque no se protesta por lo que se está de acuerdo–, y explica su olor como algo que forma parte de él igual que la madera cubre a los árboles. Cuando oye que ese hombre se ha pasado la mitad de su vida buscando fe, entiende que ese credo, más humano que divino, es firme y ya no vacilará, aunque la búsqueda, como la de todo mendigo de la tierra, prosiga; y que, sin embargo, no por eso se postrará ante ningún tótem ni portará ofrendas al primer dios que venga reclamando altar. Y lo más estremecedor de la vasta claridad que siempre va con él es que jamás dudó de que una mujer y un hombre que habitan en el arrabal de la miseria podrían sacar adelante a su Pequeño rey, porque –y todavía mis lágrimas han de hacer homenaje a sus palabras, mi señor– sabe que ese pequeño nunca carecerá de nada, que sus padres desgastarán sus míseros zapatos pidiendo por las calles o harán lo indecible para que siempre tenga todo lo que precise. Ese Mendigo de la Cuna Dorada –y ahora sí que estoy llorando, mi señor, como está llorando usted– que sólo unos días después daría su Bendición al Pequeño Rey. ¡Calma! El momento llegará; pero tras todo este torrente de inesperada comprensión, a nadie puede extrañar que también el Mendigo Sucio empezara a querer al rey porque lo necesitaba.
   Pero hay algo más, una nueva grandeza de la que posiblemente no tenga conciencia. Los dos mendigos se volvieron a ver, dos días después. –Y digo dos mendigos, mi señor, pues, ciertamente, se le puede llamar ya mendigo al rey sin faltar a la verdad. Pero rey fue, y en mi corazón lo es, y así seguirán (mendigo a veces, a veces rey), sus nombres en el cuento–. Sus miradas sinceras evidenciaban la alegría del reencuentro. La amistad fluía en las palabras y transpiraba en los gestos. Una calma sobria, además, envolvía como un aura apaciguadora el lecho del mendigo que yacía, que empezaba a saberse vencedor en su primera batalla. Pero como último estertor de sus antiguos adversarios, no pudo evitar que una pequeña suciedad manchara los andrajos del que se hallaba a su lado, lo que hizo necesario que el mendigo se quitara la camisa. Y, desnudo hasta la cintura, los ojos observando el rostro del rey, vio cómo éste clavaba los suyos en el pecho. –¡Oh, mi señor! Usted no puede entender de qué extrañas maneras se ha ganado su trono, ni qué señales de nobleza consiguieron que su reino llegara a traspasar fronteras y tomara para sí las de mi país, mi corazón. Porque de un rey enamorado que ya no se defiende de estarlo, ante el primer asomo de desnudez de un hombre que le parece bello, se podría esperar, sin que nadie pueda objetar nada, una mirada de deseo. Pero su grandeza, mi señor, tiene regiones desconocidas e insólitas leyes que sólo rigen en su patria, pues sus ojos no me apuntaron con deseo. Y su traidor me hacía saber por qué miraron, y qué vieron. Miraron pues me querían, y siendo el querer ternura, se volvieron exploradores en busca de información. Y en el pecho encontró un breve tratado de historia y una elocuente geografía de la miseria que le contaban los hechos de mi biografía que mis vocablos no habrían sabido contar; un mapa con sencillos signos convencionales que muchos habían ojeado y, sin embargo, sólo usted supo leer. Las líneas claras de su semblante se movían como por las páginas de un libro: de izquierda a derecha, de oeste a este, estudiando las letras que la suciedad formaba, creando con ellas palabras y con las palabras mensajes con sentido, indagando, descifrando, resolviendo el jeroglífico. Y, como había venido haciendo con todos los mendigos a los que había sido presentado, acertó la clave de otro nombre secreto: esta vez el mío. Porque me dio un nuevo nombre, mi rey, uno que sólo me dio usted y que en seguida conocerá. Descansando la vista sobre el pecho paseó por una meseta con alguna cordillera, casi ilegible por la erosión, y luengos valles con ríos de sudor que parecieran haber sido hollados por pasajeros descuidados que hubiesen dejado ahí sus vestigios: golpes en cruzadas insensatas, cicatrices de guerra, lesiones y cortes de una trayectoria violenta que se podía abandonar, sin misericordia, al demonio del olvido–. Pero el rey no se conformó con una sola mirada y, aguzando la vista, descubrió que al paisaje le estaban naciendo (con la fuerza de lo nuevo, que siempre reclama la vida que le pertenece), otros montes y otros árboles junto al río. Ahí se leían sus meses en la pobreza, el hollín acumulado en el tránsito y los días a la intemperie; las huellas del hambre, que esculpía de otra forma los contornos, transformando la superficie; y las últimas heridas que le había cincelado el tiempo, venerable anciano, que, cual niño travieso, a veces se convierte en artista callejero y le da por entretenerse dibujando los muros del pecho con grafiti, perfilando rozaduras, hastío, rastro de hogueras, polución, jirones de niebla, noches de insomnio, hierbajos, fango y salpicaduras, dolor de huesos, marcas de las estrías del suelo, rastrojo que va quedando de las estelas que dejan las lágrimas, náusea, cansancio infinito… todos los estigmas de la calle. El contraste de dos paisajes tan diferentes habría desorientado a cualquiera que no tenga la aguja de su brújula imantada hacia la Estrella Polar, pero el rey siempre sabe dónde está el norte. Y entendió que el mendigo al que contemplaba no cambiaría los hitos lastimeros de su nuevo horizonte por los equívocos placeres de una vida regalada que pudiera labrarse con sus manos. Los pensamientos del Mendigo Rey se leían, como siempre, sin dificultad, y casi se podrían transcribir literalmente, palabra por palabra. Si se escribieran ahora en tercera persona, vendrían a decir que comprendía cómo ese mendigo se había curtido para tornarse un hombre que se enorgullecía, con el orgullo perdonable de las lágrimas derramadas en Verôme, de ser lo que ahora, inevitablemente, era. Ese hombre –seguía pensando el rey– se sentía satisfecho de la herrumbre que lo cubría y de todo lo que implicaba de redención y lucha, de sacarle la lengua al destino, para reescribirlo. Un hombre que sacude enérgico los hombros y decide quedarse a vivir en la dureza, pero en la paz de la fe reencontrada, por siempre en los arrabales del río, donde los mendigos pelean cada hora, cada uno con las fuerzas de que dispone, por la supervivencia. El rey había leído todo el relato sin palabras que la sucia desnudez del pecho le acababa de narrar; y de ese mudo testimonio había extraído las conclusiones acertadas. –La historia es así, mi señor: en el principio fueron los ojos; y alguien que vino después inventó la escritura, y los ojos quisieron leer. Y para los que saben leer nacieron los contadores de historias. Por eso el rey tiene uno. Porque leyó dos nombres que estaban en mí, tan bellos como hermano y amigo, pero sólo usted me dio el hermoso nombre que nadie me había otorgado, y donde todos vieron un niño, o a lo sumo un adolescente inquieto, pero impertinente, que no termina de crecer, usted escribió hombre con mayúsculas, y cobré nuevos bríos con el sustantivo–. Nunca quiso el rey modificar ningún recodo del paisaje que veía –porque no se protesta por lo que se está de acuerdo–, y supo explicar a su gemelo, y empezó a explicarse en él y quiso acompañarlo. Y fue más allá del mito y no comulgó con que el mendigo fuera adorable. Porque no se adora ni al amigo ni al hombre: se lo reconoce. –¡Oh, mi rey, el Reconocimiento de la Aceptación es, como todo el mundo sabe, la suma de todos los dones, que en todos ellos está y de todos ellos nace, pero principalmente de la Conmoción: su signo, mi rey!
–Perdóname, Nike. Antes de seguir, quiero volver a reclamar tu ayuda, para que me confirmes si he leído correctamente lo que ocurrió. 
–Lo has leído tal como ocurrió, Luke, pero déjame añadir algo: hay una fe distinta de la fe de la calle (en la que creo sin reservas), que me habéis transmitido vosotros, un cuento muy hermoso sobre las leyes del Universo, del que si bien no puedo decir que sea del todo mi fe, algunas cosas he aprendido y las tengo por ciertas, entre ellas que el sexto y el séptimo signo son intercambiables. Es verdad, al menos, en tu caso, porque además de la Belleza se te ha dado la Claridad. Y esto es tranquilizador, porque sabes leer situaciones que se hubieran podido prestar a malentendidos. Pero nada temo, pues pienso que ves al rey tal y como fue. Parece que su traidor le hizo realmente un gran servicio, pero sólo porque supo seleccionar, como si obedeciera a una llamada de la Tierra, a quién podía entregar, sin merma de su integridad, los secretos robados en la traición.  Por eso, Luke, todo está tan claro, ¡y tan limpio!, que no creo necesaria mi ayuda. Has leído el corazón del rey sin estridencias. Permíteme que me adueñe de tu lenguaje, que me resulta tan bello que quiero arrebatarte algunas palabras para, en adelante, hacerlas mías.
–Puedes quedártelas, desde luego. ¡Gracias, Nike! Me estoy esforzando por describirlo con justicia, pero el narrador, lamentablemente, es sólo casi omnisciente; y por eso sigue rebuscando ayuda y confirmación.
–No estoy seguro de que no sea omnisciente, Luke, pero tú lo sabrás mejor que yo. ¡Por favor, prosigue! Quiero seguir mirando con tus ojos a ese mendigo al que llamas rey, y al otro mendigo que está con él.
   Cuando el Mendigo Sucio vio la ternura con la que había sido leído, o la justicia (otro nombre para lo mismo), supo que sólo le quedaba una alternativa. Porque si a un rey se le ven todos los pensamientos, sin que los pueda ocultar; y si esos pensamientos siempre hablan bien de él, se puede concluir que se hace amar por lo que se ve, pero también por lo que no se ve. Y aunque el amor a veces se le escapaba por los cristales de su espejo, son los mismos cristales que podrían haber reflejado deseo, pero si lo hicieron, el mendigo nunca lo vio. Y a pesar de que jamás habría sido censurado por mostrarlo, si no se vio, es porque había batallado para que durmiera, en el cálido amanecer de la amistad. De este modo, tanto en lo que el mendigo veía como en lo que no veía, el estremecimiento iba ganando terreno y empezaba a buscar un lugar para quedarse. Por eso, cuando el rey involuntariamente ensució al mendigo, sólo había una cosa que se pudiera hacer: limpiarse y después limpiarlo tiernamente. Y si éste alguna vez se ha preguntado por el amor con el que fue limpiado, seguramente ahora entenderá que, visto lo visto, era inevitable. El mendigo tenía que tocar al rey, para que, ternura por ternura, sus manos le transmitieran, mejor que cualquier otro signo, que todo estaba como tenía que estar, que no sólo su amor no molestaba, sino que el calor que reclamaba no le iba a ser negado. Tras este gesto sus ojos delataron que acababa de perder su segundo combate y que, precisamente por eso, se había vencido. A partir de ese momento dejó de luchar y amó a quien quiso amar; y creció en su virilidad cuando entendió la belleza de poner su corazón en el hombre y el mendigo. Y con todo el dolor que siempre lo ha embargado, nunca se arrepintió de amarlo. –Finalmente, mi rey, había sido una dura batalla, que sólo usted debió sostener. Porque el Universo quiso ponerlo, una vez más, a prueba, para que de toda esa tensión sacara una enseñanza que lo haría singular entre sus compañeros e iba a marcar su propio camino como mendigo. Así, antes de llegar a la calle, ya había aprendido que un hombre que sabe lo que es, y lo es con dignidad, no siente vergüenza. Y si procuró que no se dejaran ver sus emociones, no es porque en su necesidad cambiara por amistad el amor que le era negado, sino porque realmente la amistad le importaba más y luchaba por ella por todo lo que tiene de cálida e imprescindible. Y aunque sé, mi señor, que ha amado intensamente al hombre, también sé que siempre, y por encima de todo, ha querido al amigo y que no podría vivir sin su amistad. Pero puedo asegurarle, mi rey, que yo tampoco podría vivir sin la suya. Porque usted tiene una fuerza (ahora lo sé) que yo no estoy seguro de tener. Y su dolor en esta noche no ha sido mayor que el mío. Por eso, y por otras muchas razones, ésta es ante todo la historia de una amistad. Y como no quiero llorar todavía, dejemos que suene de nuevo la voz del narrador–. Que pide paso para desdecirse, pues no ha muchos párrafos dijo que el amor del rey fue un lento aprendizaje. Y no yerra por descuido, pues quienquiera que haya seguido sus movimientos desde la cuna habría deducido al verlo en el lecho donde yacía, en aquella primera entrevista con el mendigo, que precisaría mucho tiempo para decidir que estaba bien lo que no podía ser de otra forma. Y aprendizaje fue, ciertamente, pero lento no, porque apenas había necesitado dos días para vencerse. Y aquél que lo observaba sólo podía contemplarlo atónito, aturdido por su grandeza.
   Por eso, y por otras muchas razones, ésta es ante todo la historia de una amistad. Pero el Mendigo Sucio también anhelaba la que el otro mendigo le ofrecía, pues estaba delante de un hermano al que las manos le ardían por rodearlo en un abrazo perenne, aquél que había leído hombre en su orografía; un amigo que había conservado la mente clara y los ojos despejados, porque la amistad es una ciudad sin niebla. ¡Amistad, la geografía, ciudad que emerge de las colinas quemadas y a la que cruzan dos ríos, amistad: cresta coronada! ¡Amigo del río rico, descendiente del brezo que viene a dar con sus aguas en el río de la miseria y dispara en el centro del corazón, amigo: flechas del cazador! ¡Amigo del río pobre, asesino del dolor que vive en los arrabales y en defensa de los mendigos vierte su rabia, amigo: saltos de la ira!  –¡Oh, mi rey, los años fueron pasando, indolentes y terribles, y los amigos que un día fueron comenzaron a alejarse y ahora sólo son un punto en la distancia! Amigos que perdí por la desidia, y aquéllos que dejé escapar por la torpeza. Jamás sabré qué ciegos malentendidos me apartaron de otros para siempre. Algunos cayeron en el camino y ya no se pudieron volver a levantar. Y mi tiempo inútil y miserable entre los calvos, que nunca fueron amigos, me separó de los pocos que habían resistido, a los que ya no podré recuperar. ¡Amistad, basílica luminosa donde el milagro se hace carne en las vidrieras, amistad: calle sin muro! Corazones hallé entre los mendigos, corazones de amigos; con pequeñas estridencias, pero ¿quién no las tiene?, amigos de verdad–. ¡Amistad, la seductora, que pasa de largo por la sombra y por la sangre y vive entre los proscritos, amistad: puente de los soportales! ¡Amigo hombre que con amigo hombre crece, amigos: varones templarios. Guerreros y monjes en la cruzada si la batalla es en la carretera del templo o en la estrechez de la calle del calvario, amigos: puente de los caballeros! ¡Amistad que no tiene cementerio y es luz de los astros a la que no puede el fuego fatuo, amistad: encuentro de dos ríos! Allí estaba el rey para tapar las llagas de su soledad; allí estaba el rey para curarlo. Mucho tiempo había pasado y, desde entonces, jamás había tenido un corazón al que propiamente pudiera llamar amigo, pero cuando supo dónde se hallaba, nunca hubo diferencias entre el millonario y el mendigo. ¡Amistad, estrella en su cénit que osara resplandecer sobre la Ciudad de la Niebla, amistad: sol sin occidente!
   Y hubo que esperar hasta el séptimo día para que el Mendigo Rey conociera por fin a la Hija de la Tierra. No había podido ser hasta entonces, pues ella también se encontraba convaleciendo, calores febriles abrasando su piel y una estrella en el vientre. Pero el cuento estaba hablando de otra cosa. O tal vez no, pues se ha de seguir hablando de amistad. –¡Oh, mi rey, su grandeza, que empezó por arrebatar las fronteras de mi país, acabó apoderándose de mi país entero! Pues ¿cómo no claudicar ante la siguiente conmoción, si cuando conoce a la que debiera haber sido su enemiga, o así la habrían llamado noventa y cinco de cada cien reyes enamorados, prefiere dejarse robar el corazón y casi la quiso tanto como a mí? ¿Qué iba a hacer yo, mi señor, viendo cómo la amaba y la comprendía, sino derramar mi sangre en su amistad? ¿Qué iba a hacer ella, cuya intuición milenaria le contó de su amor por mí, volviendo innecesarias mis explicaciones? La Hija de la Tierra supo cuánto nos necesitábamos usted y yo, mi rey, y cómo, no obstante, su amistad se extendía hacia ella por lo que ella era. Y de ese modo escribieron, usted y ella, las primeras líneas de una nueva leyenda de querer y necesitar y todo se repetía. Y si hubiese tenido la tentación de convertirse en contadora de historias, las palabras y los hechos habrían sido los mismos, con el amor, sin embargo, al final del orden cronológico. Pero ese día nos ganó a los dos, mi señor, y nos tuvo para siempre. Como Mendigo de los Espíritus, perpetuamente alerta, había localizado el punto de energía del arrabal, y como todos los que vinieron antes, deseaba sentir el calor que desprendía. Pero ¡qué ironía, mi rey, que cuando ya no buscaba una mujer, la más sabia le saliera al paso para hacerle dudar de su nueva fe y mostrarle la belleza de la fe renegada! Así son examinados los corazones como el suyo, pesados en la balanza de las dudas, para que nunca envejezcan. Y eso ocurre a menudo cuando se cree haber hallado el punto de equilibrio del Universo: un lugar donde colocar la certeza. Además, mi rey, también consiguió descifrar el secreto de su nombre, pues sus frases vinieron a decir que acababa de verla como Hija de la Tierra, y por eso ahora merece compartir ese bello nombre conmigo. Y hablaron de amores verdaderos y fidelidades improbables; de surcos nuevos en el alma y las leyes del Universo. Con ella supo parte de lo incierto y de lo oculto y distinguió la llamada de la Tierra: oyó con claridad sus temblores, captó la cadencia con la que bombea sustancias incandescentes por sus venas de mineral y aspiró el olor de sus emanaciones. Así estremece su llamada la primera vez que se la oye, pero desde ese día siempre estuvo con usted, y sólo el extremo dolor la ha enmudecido a veces en su razón. Toda esa fuerza telúrica explica la intensidad con la que percibió los latidos del Pequeño Rey. Pero explican, asimismo, que ese pequeño sintiera, como una sacudida, la ternura de su mano, mi rey, sobre su pequeño corazón, del que nunca le apartaría. ¡Oh, mi señor, nada sucede sin motivo, y sólo los niños, que nacen ciegos, siguen la llamada de la Tierra y un instinto feroz los guía en la oscuridad y siempre saben quién merece! Pero serénese, mi rey, el tiempo de llorar los dos por él no ha llegado todavía.
   La Hija de la Tierra se le hizo necesaria y desde entonces ha estado en su corazón, mi señor, porque la mujer es el Universo. Ellas vinieron primero y nosotros somos su creación. Fueron ellas las que pusieron nombre a todas las cosas, y por eso aquéllas a las que no se lo dieron carecen de existencia. Mas guardaron en secreto el de muchas otras certidumbres, que sólo ellas alcanzan, pues tienen las palabras con que invocarlas. Por eso, porque lo que no tiene nombre no existe, si un hombre les pierde el respeto, venga una mujer a quitárselo; y sin el nombre se quedará desnudo, caído en la tierra, el mero cadáver de la cobardía. En la mujer está toda la materia cósmica, un átomo de cada sustancia que se le desprendía al mundo tras su gran explosión. Así, puesto que todo está en ellas y todo lo conocen y aman, avanzan siempre con resolución. Resisten temporales y caminan sobre las aguas donde el hombre naufraga. Pero no echarán alegremente su barca a la mar, porque su sabiduría les habrá advertido de cuándo lo desaconsejan la fuerza del viento y la cólera de las olas. Y muchas veces cuando un hombre llora, algo se le está hundiendo que ya no recobrará. Pero si llora una mujer, se acerca una creación. Por eso el Universo es una mujer. Y un día la mujer engendrará con la mujer y ya no seremos necesarios, pero también hay dignidad en no ser necesarios. Con todo, nos seguirán reclamando junto a ellas, porque aman a todo lo creado y nada es sin su contraste. Y entre los mendigos del arrabal, tres mujeres nos sostienen, como Atlas al firmamento, a los cinco hombres. Y usted, mi rey, nunca lo puso en cuestión, y se reconoce en lo que cuento porque lo comparte conmigo. Y en esos días, todavía su integridad iba a dar una nueva muestra de su belleza, pues fue su convicción y no sólo la voz de la amistad la que le hizo afirmar que la Hija de la Tierra y el Mendigo-Árbol se merecían el uno al otro. Y ver que se aman no sólo no ensombrece sus noches, sino que acrecienta su felicidad, porque usted quiere que así sea. El rey precisa un contador de historias porque no sabe de su belleza, su dignidad y su grandeza. Así comenzó el relato. Pero según progresa, irá entendiendo por qué siempre se mantuvo la fe en usted. La Hija de la Tierra sólo había necesitado una mañana para saber, como lo supe yo, que en su pecho no caben ni la suciedad ni la traición. De ahí las palabras que tanto lo impresionaron, que no fueron, sin embargo, más que una premonición de lo inevitable: ¡Cuando nos veas, nos reconocerás! Nunca fue un reto, mi señor, porque sólo se reta a los corazones inciertos y el suyo no lo es. Fue una profecía. Porque no podía ser de otra forma.
   Siete días había necesitado el rey para conocer a los siete mendigos que entonces eran. Y en tan sólo siete días había dejado su impresión en los surcos de la tierra donde habitaban y se había dejado calentar por los fuegos que todos ellos le acercaron. Y, corazones incendiados, llamas entre llamas, la primera vez que estuvieron reunidos los ocho mendigos fue al declinar el octavo día, una hermosa noche de lumbres y hogueras. Noche despejada a la que la niebla concedió una tregua, abriéndose de repente. Y así fue como el rey salió de su tienda, respiró profundo, y sintió que la armonía del cosmos le golpeaba en el rostro. Porque al menos en ese instante el Universo era bella, o será que al oír cómo aquélla pronunciaba su nombre, no se conformó con mostrarse vestida y se desnudó para él, y la noche invitaba al mordisco, delicada y tierna. Noche de hogueras, de motivos de Verôme y dones del Universo; de basiliscos y catoblepas y una gran ballena blanca. Fuegos que rodearon una mágica ceremonia pagana en medio del esplendor de una noche de verano: una hermosa misa negra que no ofendería a los dioses, porque fue un ritual de la concordia, de corazones al unísono y dolores perdonados. Y no era ocasión para renegar de Dios-Destino; era más de aceptación y admiración de su Universo. Pero además, para el nuevo mendigo, el crepúsculo se estaba revelando como un Espejo de Dos Cristales y Cuatro Decisiones. Y, ya vencedor en dos batallas, las falsas divinidades de las que conscientemente abjuró fueron el dios dinero y el demonio del olvido. Y todo ardía a su alrededor y había fuegos en el cielo y en la tierra. Y sentado entre sus compañeros, un mendigo más, notaba cómo sus corazones se agigantaban en el suyo, pequeños seres-dioses, y quiso pertenecer como ellos a la montaña y al río, pues sentía que siempre había estado allí, viviendo en la exclamativa. Así abstraído, empezó a meditar sobre su lugar en este mundo y a considerar la opción de quedarse, mientras sus compañeros comenzaban a mencionar, irresponsablemente, esa posibilidad. –Pero debe disculparlos, mi rey, porque los mendigos reconocen a los suyos y, en el frío, necesitan sumar sus fuegos–. Y cuando ocho almas necesitadas se calientan a un tiempo, el Universo se encoge y se rectifica y no hay nada que no pueda suceder, e incluso es justo y armónico repartirse las estrellas. Y ni siquiera importaba que en el firmamento nunca se las vea juntas; pues decidieron hacerle trampas y recrearlo. Así fue como arrebataron al cielo a Cástor y Pólux, Antares y Aldebarán. Pero ésa fue noche de Venus en su gloria, y la Servidora del Viento fue la Madre de la Tierra y parecía su intérprete, o su médium; tan radiante y seductora que suyos fueron en adelante los destellos de Espiga y Fomalhaut. Y también le robaron cuatro estrellas al león, al que desde ese día ya no le pertenecen Zosma y Régulo, Denébola y Algieba. Aunque entonces no sabían si aguardaban a Elased, la estrella del sur de la cabeza del león, o al Pequeño Rey, y una de las dos estaba ya muy cerca de la Tierra. ¡Oh, Elased, que nunca llegaste! ¡Elased, estrella tierna, aún se te espera! Al octavo mendigo correspondieron dos, porque suyos son el norte y el Zodíaco. Y así, suya fue Zosma, la espalda del león, porque en la espalda del rey están su fuerza y su fortuna. Pero su traidor reflejó un pequeño dolor y una leve protesta, y fue la primera vez que este mendigo protestó. Porque Zosma está entre Denébola y Algieba, y su sentido de justicia geográfica se agitaba, y consideró inadecuado situarse en el medio de la Pareja Sagrada. Pero el Universo sabe muy bien dónde debe colocar cada estrella y el rey acabará comprendiendo dónde está realmente su lugar, aunque nunca se sepa de dónde le viene su inagotable belleza. –Porque desde esa hora, mi señor, tuvo un nuevo temor que lo ha vuelto, una vez más, enorme en su grandeza. Y a veces lo muerde el pensamiento de que pueda cumplirse el deseo de su corazón, si el mendigo le entrega el suyo, y a nada teme más que a esa fortuna, porque esa posibilidad rompería la armonía y la belleza de la Pareja Sagrada–. Por eso, y por otras muchas razones, el norte es el punto cardinal del rey, y los mendigos también tuvieron que mirar en esa dirección para robar una estrella: aguja septentrional, desde hace miles de años guía del cielo, hija de la precesión de los equinoccios que la eligió para que fuese la nueva luz o faro que señalara el norte, brújula en el firmamento hasta que los ciclos de la Tierra la vayan alejando del polo celeste e impongan una nueva, Polaris, alfa de la Osa Menor, la Estrella Polar. Ésta fue la estrella del norte que los mendigos regalaron al rey y la noche tuvo hogueras en el cielo y fuegos en la tierra. Una noche como ésa debió ser la que contemplara Dios-Causa, en el principio del principio. Y quién sabe si en esta ocasión no estaría mirando a la Tierra, la Segunda Habitación (porque vivimos en el Horror, pero venimos de la Libertad) de los hijos de su heredero Dios-Destino, principio racional del Universo. El rey había tenido fuego en el fuego y ya estaba preparado para el vértigo; y esa noche había comenzado lo que culminaría a la mañana siguiente, cuando, a solas con la Dama de la Penumbra, le fue contado el cuento del Universo.
   Contrastes. En los días noveno y décimo el Mendigo Rey sabía que se estaba acercando la hora de tomar una decisión que ya no podía postergarse. Entretanto, y mientras buscaba un momento oportuno para afrontar lo inevitable, y, pequeño y a solas, plantearse qué hacer con el resto de su vida, seguía disfrutando del nuevo sabor del mundo, deseando que los once días se eternizaran, porque intuía que cualquiera que fuese su decisión, un dolor y una pérdida vendrían con ella que le dejarían un gusto amargo y la molesta incertidumbre de no saber si habría sido la acertada. Pero en tanto arribaba su encuentro con el destino, quería aprovechar todas las luces que le trajeran esos dos últimos días. Y empezó por conocer los alrededores, en cortos y frecuentes paseos; y los mendigos lo veían  caminar con calma desde el lago a la aliseda, desde el callejón al río, como si el ímpetu de la salud recuperada lo estuviera llamando a la apertura de los sentidos, a bañarse en las luces y asombrarse con las caprichosas sombras que dibujaban en torno a la arboleda; a veces de la mano de la Hija de la Tierra y el Mendigo-Árbol, mirando el amanecer como ellos lo hicieron en su día, como si nunca antes hubiera habido y acabaran de amasarlo en los grandes hornos del horizonte y estuviera todavía caliente y tierno, para que él lo mordiera. De ese modo, vagando sin rumbo, sus pies lo llevaron también a los lugares donde la sociedad vierte sus desechos, los sucios almacenes de los que la pobreza se viste y se alimenta. Pero, moviéndose entre sus compañeros, el mendigo que tan bien leía todos los nombres, sintió, sin embargo, un nuevo deseo de crecer al verlos leer, y habló de libros con la Servidora del Viento, aprendiendo qué reinos de maravilla tiran los más bienaventurados a los vertederos. Mas el rey también tenía maravillas que regalar, y enseñando cómo se debe respirar para mantenerse a flote, aprendió a nadar en el corazón del Repartidor Selectivo. Eran días de luz en el paraíso, y el octavo mendigo paladeaba la lujuria de sus últimos destellos. Pero las serpientes venenosas tienen la cabeza triangular; y en medio del edén, siguen mordiendo; y atacaron al rey con tres colmillos. Porque vio llegar de la calle al Mendigo Luminoso, las líneas del hambre y el cansancio escritas en la cara, algo suavizadas, quizá, por la costumbre. Y el rey no tuvo más opción que mirarse en ese espejo, que le avanzaba una visión futura de lo que podría ser su propia imagen. Y así fue como se vio regresando de la calle, los pies doloridos, la ropa pegada al cuerpo por el intenso calor, solitario y sucio, con el estómago maldiciendo las manos que vuelven vacías. Pero respondió con uno de sus gestos más repetidos, y apretando los dientes y encajando la mandíbula, la aceptación se le volvía a escapar en la fuerza de una sílaba interjectiva. Cada vez que la pronuncia, sus ojos limpios alertan de que acaba de aprender, sobresaltado, una dureza de la vida de los mendigos que desconocía. Pero igualmente se ve cómo la enseñanza es anotada en el libro de lo que no puede ser de otra forma; y puesto que no puede ser de otra forma, la hace suya. Cada ah del rey es, por eso, una interjección beligerante con el poder al tiempo que una solemne reivindicación de sus compañeros. Bien se ve que estaba conociendo su patria con sobresaltos. Porque el segundo aguijón se lo había de clavar el Mendigo Maestro, que comparó los sentimientos que estaba experimentando el rey con la inversión de valores del Carnaval, esos días en los que está permitido subvertir los ciclos estables de la civilización y uno se puede meter en la piel de personajes imaginados y dramatizar situaciones que no se corresponden con la realidad cotidiana; donde se pueden vestir los harapos del mendigo, porque al llegar la noche se retorna, reconfortado, a la comodidad de las sábanas y la despensa, y los rostros sucios de los verdaderos mendigos se disuelven en el alba. El rey dudaba, pero no se reconocía en ese fantoche. Tenía la seguridad de que el hambre y la belleza dolían y nada tenían que ver con el Carnaval, porque tanto si se quedaba como si no, lo mismo en la avenida de la fortuna que en la calle de la miseria, la imagen de la necesidad de sus compañeros ya nunca lo abandonaría; y un falso mendigo no se acerca después a la mesa de los pordioseros y come de sus platos. –Por eso, mi rey, tampoco pudo esquivar el tercer aguijón. Era inevitable. Su generosidad no podía apartar de su mente una negra idea que, sin embargo, nunca se convertiría en indignidad, ya que jamás llegó a mencionarla. Su intuición de mendigo lo salvó, pero había que ayudarlo con nuestras insinuaciones; con severidad, si era necesario. Porque todo lo sucedido en esos días, todos esos cuentos de calor y amistad, podrían haber perdido su valor–: es una de las indignidades de la pobreza que el mendigo no se atreva a acercarse al corazón del que más tiene, aunque lo ame, porque los gestos pueden ser confundidos. Y es la misma indignidad de la riqueza, que nunca estará segura de las razones del amor que le entregan. Pero basta, porque éste es el cuento del rey, y aunque cabe la indignidad, la fealdad no tiene sitio. Mucho tiempo el contador de historias ha estado meditando sobre la conveniencia de incluir este pequeño apartado, pero había que mencionarlo, aunque fuera de pasada, porque también arroja luz sobre las dudas del rey, quien, una vez más, dio con la única solución posible del acertijo: los mendigos habían sido excluidos de ese cáncer del mundo, y preferían quedarse en la necesidad, porque ellos saben bien que del fulgor de la primera moneda a la obscenidad de la extrema ambición hay mil pasos intermedios, y la degradación va creciendo con la altura. Por eso su nombre maldito no se volverá a pronunciar en este cuento.
– Nike. Parece que te sobresaltas. Quizá necesites decir algo.
–Perdóname, Luke. Ha sido tan sólo un nuevo resplandor de esa idea fugaz que a veces se me cruza y que no consigo captar. Pero se me ha vuelto a perder. Y siento que es algo tan sencillo como sumar dos ideas entre sí, y que es importante.
–Seguramente lo es. Pero regresará cuando no la estés esperando. De todos modos, habla si lo deseas,  Nike
–Posiblemente no sea necesario. Pero me pongo en el lugar del rey y creo que debió de  ser un momento difícil para él, ya que todas las opciones parecían equivocadas. Si acertó, es porque había que elegir entre dos vilezas y eligió la que le pareció menos indigna. No es fácil observar la pobreza y ser obligado a cruzarse de brazos, pero al final entendió que no podía ser de otra forma, porque una ayuda no requerida nunca habría sido aceptada. No te preocupes, si tú no quieres pronunciar su nombre maldito, yo tampoco lo haré. Y basta, porque éste es tu cuento, Luke, y es el cuento de la belleza. No añadamos nada más.
–Amén.
   Mientras todo esto pasaba por la mente del rey, los mendigos, que comprendían lo que estaba sintiendo, respetaban su pudor y se apartaban para dejarlo a solas en su intimidad, o le hablaban de otra cosa. Pues ellos saben bien qué soledades se apoderan de un mendigo en esa hora crepuscular, fría y dolorosa, en que uno se ve delante de la miseria, contemplando el cansancio y el hambre como horizontes y, desorientado, mira a su alrededor y es entonces cuando las luces encendidas de los hogares cercanos hieren los ojos y no se las quiere mirar, porque la soledad y el frío escupen en la cara y la Exclusión llega como un golpe de frente contra una pared de hormigón, un golpe seco cuya quemadura marca para siempre. Pero algunos de los mendigos, los más antiguos, se habían acostumbrado también a observar que hay quienes prefieren alejarse del paraíso, porque muchas son las serpientes, y lo abandonan todo para no vivir sometidos en un destierro dorado. Y ya no se sorprendían de que se repitiera una y otra vez el mismo ciclo. Pero no podían hacer nada para ayudarle y callaban juntos para no caer en la indignidad de las palabras, empequeñecidos en el recuerdo de sus propios motivos de Verôme. Finalmente, el crepúsculo del décimo día había perdido sus postreras luces, y la noche había caído, rápida e inesperadamente fría, como un eclipse de sol en el estío. Los ojos del rey tenían el brillo húmedo de las despedidas, la cabeza vuelta hacia los astros, contemplándolos en el vacío de no saber si los estaba viendo en la última noche del arrabal, o en la primera. En el umbral del destino, en la grieta del tiempo donde las despedidas pueden ser definitivas, no es extraño que la miseria se transfigure e incluso el hambre sorprenda con su belleza. Tiritando de frío, mirando de nuevo los rostros de sus siete compañeros con la luz que fenecía, para que sus fotografías no se volviesen borrosas en las siguientes críticas horas y pudiera despegarlas del álbum y sostenerlas ante su mirada cuando las necesitara para no permitirse olvidar todo lo que con ellos había vivido, el Mendigo Rey penetró en su tienda, una figura solitaria, a encontrarse con su destino.
   Penumbra es el primer nombre de Verôme y cuando llega, viene de la mano del dolor y la noche se vuelve insomne; y el rey no la pudo dormir. Tenía por delante horas decisivas en las que había de medir la fuerza de su corazón y estar alerta ante las señales; y aunque pocos habrían aceptado el desafío de mirar a Verôme a la cara, durmiendo entre mendigos, éste no era hombre que vacilara. Y no importa lo que sucediera después; sólo hay que dejarse llevar por el orden cronológico, tan leal como los traidores del rey, que, al igual que ellos, no sabe mentir y no permitirá que se ponga en  entredicho a su contador de historias. Pues el cuento quiere hacer justicia al Mendigo Rey, y como la justicia sólo con la verdad resplandece, dígase que la única verdad, impresionante y desnuda, es que su primera decisión fue quedarse. Ha de verse con claridad que tuvo la valentía que tienen los héroes de tomar las decisiones más duras, y resolvió vivir el resto de sus días como mendigo, habitando entre sus compañeros así en la belleza como en la miseria. –¡Oh, mi rey. Érase una vez un mendigo que nació en una cuna dorada. Un rey mendigo, que, llegado a la hora de su virilidad, y harto de ser acunado en la soledad y en el eclipse, prefirió echarse a dormir en el barro! Porque si de esa arcilla vienen el dolor y el hambre, pero también la materia ardiente de la resurrección y la hermosura, y por ser sustancias todas de sus compañeros, eran ya también, indiscutiblemente, suyas. Se había atrevido a mirar las luces abrasadoras de Verôme, que no quemaron sus ojos; había vencido en el reto del cristal sucio; dialogó sin espanto con el Reconocimiento de la Aceptación y se reconoció como hombre libre, libre para ser mendigo de la tierra, y en el estrecho callejón de la miseria, libre. Y los sueños, comodidades o ambiciones de su vida anterior no pudieron retenerlo, porque los tuvo por negros fantasmas que acechaban en un camino oscuro y solitario al que no quería regresar–. La Penumbra de Verôme estremece porque la luz de la Libertad la rodea primero como un cerco al novilunio, pero pronto estalla, se expande e inunda todo lo que el ojo abarca, y noventa y cinco de cada cien no pueden soportar su cegadora irradiación. La verdadera libertad es una idea aterradora. Para reconocer que se puede ser libre, dueño de la propia senda y la propia identidad, que nuestras ideas son válidas y nos pertenecen, hay que pagar el precio de desnudarse de las esclavitudes ajenas con que nos han ido vistiendo desde la cuna, y arrojar el lastre de todo lo que en realidad nunca ha sido nuestro, todo lo inservible que nos han vendido como fundamental; y hay que mirarlo todo de nuevo como si los ojos hubieran sido temporalmente enceguecidos y recuperaran la visión, y quedarse en los huesos y en la piel y crearse cada hora, como crean los mendigos cada mañana un mundo nuevo que sirve sólo para ese día, con casi nada y desde la nada. Ninguna decisión más amarga en realidad, pero ninguna más dulce. ¿Cómo entender, si no, que una y otra vez mujeres y hombres en la plenitud de sus fuerzas lo dejen todo y den, en apariencia, ese salto inexplicable hacia el vacío? –Pero debe ser que el cielo está despejado, Mendigo; y que ahí abajo se ve la tierra, ¡mírala!, tan pequeña y tan remota; la brisa está incitando a coger impulso y entran ganas de saltar; y en un vuelo rasante ya cerca del río, atrapar la Libertad con la mano y seguir planeando con ella, retrasando el momento de volver a plantar los pies, firmes, en el suelo–. No podía ser de otra forma. Por más que los acontecimientos del día siguiente parezcan desmentirlo; por más que el rey se empeñe en mantener el doloroso recuerdo de que tuvo que irse y se culpe por ello; con todo lo que con sus compañeros había aprendido, de la vida y de sí mismo, era inevitable que decidiera quedarse, tan inevitable como fue después decidir que se tenía que marchar. Porque su lecho de mendigo, por fin en calma tras la valiente decisión tomada, escondía también un animal dañino: un intenso dolor que se apoderó del rey como una Sombra. –¡Pero dejémosla estar, hasta que ocupe su lugar en el orden cronológico, en la mañana que siguió! En esas lentas horas de la madrugada del décimo día, consiguió usted atrapar, una vez más, la dignidad y la belleza; y su grandeza, mi señor, no es menor por el exilio–. A partir de esa noche los mendigos ya siempre fueron ocho, pero durante sesenta días, siete se quedaron en el calor y uno en el frío. 
   Era del octavo mes el sexto día, undécimo del rey entre los mendigos. La noche insomne se había transfigurado en un alba cálida, presagio de una larga jornada estival de sol abrasador, de calor vivo y doloroso como el día que tocaba: día de nacimiento y de despedidas. Ese sol, león de agosto, que había conseguido apuñalar, inmisericorde,  al frío de la víspera, quería hacerse notar en el cielo pero también en la tierra; y sus haces de luz multiplicados sumergieron el entorno miserable de los mendigos en un barniz de oro, y hasta reverberaban en los cristales de una botella, rota esa misma mañana, esparcidos en el suelo desnudo. Sus reflejos dorados tocaron las hojas mortecinas, las piedras quemadas y la madera, la sucia lona de las tiendas, como queriendo alumbrar la miseria y embellecerla con un marco luminoso que, sin embargo, no podía ocultar la sed milenaria de la tierra, el hambre de los ocho mendigos, el hambre sobre todo de un mendigo que cuando acababa de empezar a serlo tenía que dejar de serlo, y que no podía, no sabía cómo despedirse. Pero reunió sus últimas fuerzas para convocar a sus compañeros, y con la voz tomada por un dolor que no podía ocultar del todo y anegado en unas lágrimas que desmentían sus palabras, cuando llegó el momento de hablarles, el rey mintió. Tenía que mentirles, pues creyó que su Sombra no se veía; y errónea pero muy comprensiblemente, entendió que su corazón no sería entendido; y cuando acababa de perderlo todo tenía que convencerles de que volvía a donde lo tenía todo, a donde lo llevaba la costumbre, porque no sabría, quizá, vivir de otra manera. Prometió venir a verlos, sintiéndose enfermo de sol en el rostro y oscuridades en la sangre, al borde del colapso; y prometió no olvidarlos, presintiendo que nunca podría recuperar lo que perdía. Pero nunca supo que dos mendigos conocieron la verdad de la razón de su marcha, la verdad que se ocultaba tras la Sombra. –Pronto conocerá a su segundo traidor, mi rey, el único que le sorprenderá. Mas no se martirice haciendo cábalas, pues ni tan siquiera tiene rostro y no puede llegar a intuirlo. Pero sepa que debido a su traición acabaron siendo dos, y no uno como siempre ha pensado, los mendigos que conocieron las sólidas razones que le obligaron a despedirse, y por eso a su partida nunca la llamaron regreso, sino exilio. Aunque, en verdad, mi rey, nunca se nos fue del todo. Tanto había sangrado en once días, mordido a dentelladas criminales, que su corazón se quedó aquí, y aquí lo acariciábamos; por eso también en los duros meses que siguieron su mirada retornaba una y otra vez a este lugar, donde lo había perdido, casi desangrado–. El encendido del motor del coche que venía a llevárselo sonó como un tambor fúnebre en el mediodía: una nueva tiniebla inoportuna; pero ninguna de las sombras de esa mañana pudo con la luz del sol, estrella al fin y al cabo, que, ya casi en el cénit, quiso iluminar con su potente foco de luz a la estrella que venía, a la hora en que se la esperaba. Y fue por eso que justo entonces se oyó el alarido de una mujer que sangraba y el rey comprendió que no podía irse todavía; y dio media vuelta porque algo más urgente que la voz de la sangre lo estaba llamando, invitándolo a contemplar el milagro de la renovación cíclica de la Tierra, el prodigio de un Universo que se ensanchaba como lo había venido haciendo a lo largo de millones de eones, el estupor y la belleza del agua de la vida. –¡Oh, mi rey, no se podía marchar usted del arrabal sino como llegó, con una nueva mordedura: la más tierna y, sin embargo, la más incurable. Había venido con la sangre marcada y señales en la piel de los dientes de un basilisco; y había de despedirse llevando la huella indeleble, la rúbrica de fuego imperecedera del Pequeño Rey.
   Fue del octavo mes el sexto día, undécimo del rey entre los mendigos. Sucedió cuando el sol alcanzaba su máxima altura, en el solsticio del día. Una mujer y un hombre, ya para siempre con las hermosas palabras de madre y padre renombrados, renacieron en un varón que, como venía llorando y desnudo, parecía demandar la propiedad de la tierra como sus padres solían hacerlo, de la única manera libertaria que conocían. En el solsticio del día, en la misma tierra caliente en la que había nacido su madre, cerca de la madera a la que olía su padre, entre haces de luz dorada como dorada fue la cuna del mendigo que tanto había de quererlo, el Pequeño Rey llegaba con toda su furia, decidido a reclamar los tres corazones que le pertenecían. Ya estaba aquí: la estrella Régulo, pulquérrima en el cielo, gema de las gemas de Leo, estrella real, luminaria de primavera que había decidido, sin embargo, encenderse en agosto, acababa de caer a la tierra. ¡Oh, Régulo, luz infinita y fulgente, lucero en medio de la oscuridad de los mendigos, fuego abrasador en el corazón de tus padres, reyezuelo que usurpaste como un tirano el amor del octavo mendigo, astro brillante de la noche que llegaste en el solsticio del día, pequeño gigante, rey destronado del cielo, Pequeño Rey! Nunca se supo de ninguna estrella que brillara tanto en la mitad del día. Pero había ocho rostros bañados por su claridad, ocho mendigos que quisieron con ternura sostenerlo, por lo que fue pasando amorosamente de mano en mano. Y llegó a los brazos del Mendigo Rey, cuyo corazón explotó en el momento más hermoso de su vida, porque entonces su grandeza tomó forma de Bendición y su belleza se transfiguró en palabras. Fue algo tan inesperado, incluso para él, que no puede ser explicado sólo como la llamada de la Tierra, tan imponente como su necesidad de derramarse en lluvia de sangre, la sangre del amor que lo inundaba. Con la música de sus versos provocó un estallido en cadena que hizo que reventaran los corazones de los padres del Pequeño Rey, que nunca podrán olvidar –¡nunca, mientras vivan!– esos minutos plenos de eternidad, donde pretendieron, sin conseguirlo, devolver la belleza que se les regalaba. Con el aguacero que se les había formado en los ojos quisieron restituir llantos y abrazos para abrumar al corazón que los abrumaba… y desangrarse con él en agradecimiento eterno.
   “¡Bienvenido al mundo, Pequeño Rey!”… Estaba el solsticio del sexto día, en el albor del octavo mes, mojado de reflejos de luz resplandeciente; y como los versículos cadenciosos de una plegaria o de un libro de salmos, como los acordes de un afinado instrumento, empezó a sonar una música dulce que invadía el alma como una armonía: “¡Bienvenido al mundo, Pequeño Rey! Llegas a una tierra colmada de belleza… para el que sabe verla.” Se puede querer a un pequeño que llega a la vida con el ardor que proviene de la llamada de la sangre; se lo puede querer con la ternura con que se quiere a los hijos de los mejores amigos; se lo puede querer por indefenso, por instinto. Se puede querer al hijo del hombre que se ama, el hijo que nunca podrá tener con él, amando que de él ha venido. Se lo puede querer como hijo de la mujer a la que no se ama, pero a la que se quiere como se quiere al pan sobre la mesa, a la luz de los ojos, porque de ella ha nacido. El rey lo amó por ninguna de estas razones, o quizá por todas y algunas más. También lo amó porque había llegado en el postrero instante de la semana más hermosa de su existencia, porque ese pequeño continuaba la belleza que en esos días había sido capaz de extraerle a la sucia faz del mundo…, y la culminaba. Lo quiso tanto como a la vida, como a su redención, como se quiere a un hijo. Lo quiso, en fin, por ser quien era: el pequeño Régulo, y no son necesarios más motivos. –Permítame proseguir, mi rey, aunque casi no puedo. Si siente, mi señor, que el sufrimiento lo abruma como una tortura insoportable, vierta su corazón en esos cristales de lágrimas luminosas que son una cuenta más en el inmenso rosario que le está usted fabricando con su innecesario dolor. Permítame que por última vez mis palabras lo muerdan como un escorpión, para que las lágrimas se agoten y lo invada al fin la calma–.  “¡Bienvenido al mundo, Pequeño Rey! Vienes con la sabiduría y la belleza de tus padres, y la dignidad de todos sus compañeros.” Con estos últimos versos la música suave que brotaba de su alma estaba destinada a resonar dulce, vaporosa, eternizada en los oídos; y no sólo por la hermosura que transmitían… sino también por lo que omitieron.  –¡Oh, mi rey, le estoy rompiendo el corazón y hurgando en el cáliz sagrado de su pudor, y sólo espero que cuando pasen unos minutos merezca ganarme su indulgencia! Porque aún no se ha dicho todo. Este relato partió de una convulsión y después evolucionó en una cadena de motivos. Pero su contador de historias escribió las primeras líneas ese día. Porque siempre creyó que volvería a verlo, mi rey, y para entonces debía tener algo escrito que pudiera explicarle el grado de conmoción que nos causó en ese instante sublime, la hora más heroica de su belleza. Y usted cree saber de qué le estoy hablando, mi señor, porque aún no es consciente de su propia grandeza. Y todavía no puede ver que en los segundos gloriosos de la Bendición hubo algo más, algo aún más hermoso que sus palabras, mi rey: su magno silencio. Cierre los ojos y rememore la escena. Observe a sus compañeros y recuerde sus trapos deshilachados y sus rostros desnutridos. Fije su mirada en cualquier punto del escenario y en todas partes verá las mismas huellas de la escasez. ¿Se da cuenta, mi rey, de todo lo que podría haber dicho, de todo lo que habrían dicho noventa y cinco de cada cien, y que nunca dijo? Armados de las flores fétidas de la compasión, muchos habrían mirado a nuestro alrededor sintiendo el olor pegajoso de la miseria y habrían hablado (algunos lo hicieron, ¡que Dios los perdone!) de futuro incierto, de crecimiento sin horizontes, de una vida de privaciones y necesidad. Muchos habrían asegurado que un infeliz destino lo aguardaba inapelable desde la hora de su nacimiento. Pero su boca, mi rey, sólo emitió lo que en su corazón era seguridad, la sencilla aseveración de una evidencia: “Y serás feliz”. No podía ser de otra forma: de la aparente esterilidad del arrabal seleccionó usted las mejores espigas para ofrecérselas como dones al Pequeño Rey. Y éstas fueron, desde ese día, felicidad, sabiduría, dignidad y belleza. Con esas cuatro flores fue bendecido en su nacimiento, y con ellas crecerá; y usted caminará con él, mi rey, porque se ha ganado el derecho de acompañarlo–. ¡Bienvenido al mundo, Régulo!  ¡Bienvenido seas, Pequeño Rey!
–Ahora es el momento de llorar los dos por él, amigo mío, aunque sé que no puedes hablar. Estamos deshechos. Y si la oscuridad de esta maldita luna nueva no te impidiera ver mis ojos, los verías anegados y enrojecidos. Pero verías también que estas últimas lágrimas ya no son de desgarro, porque puedo oír en el ritmo de tus latidos que te está empezando a llegar la calma. ¡Y ojalá ese llanto que ahora no te deja hablar sea sólo el pórtico de una etapa más feliz en tu camino, Compañero! Volveremos a dialogar cuando las lágrimas nos lo permitan, cuando se agoten las sorpresas que todavía aguardan en el orden cronológico. Y aun así sé que necesitarás tiempo, y respeto tu necesidad. Pero ¡no llores más por él con ese dolor! Ya no debes sentir dolor, ¿me oyes, Mendigo? ¡Abrázame fuerte, Compañero! Y cuando llore para que vayas hacia él, ve: te está diciendo que te necesita.
–¡Uf! Tantas emociones me abruman que no sé si podré responder. Pero he de intentarlo, porque tengo que acompañarte con la voz, y no sólo con las lágrimas, para que tu esfuerzo no sea en vano, Compañero. Gracias por este abrazo que me reconforta; y gracias también por añadir que necesito tiempo para asumir lo que puede haber de cierto en tus palabras y dejar de llorar. ¡Dios te bendiga, Luke! ¡Y Dios te bendiga también por dejarme querer al que quiero más que a la vida, más que a mi redención, como se quiere a un hijo! Ya ves que sólo repitiendo tus tiernas expresiones puedo intentar hacerme fuerte y no llorar. Y debo sacar las fuerzas de donde sea si, como dices, es cierto que me necesita. Tú sabes bien que no lo podría querer más si fuera mi propio hijo y que no puedo hacer nada por evitarlo. Y mi corazón estaba a punto de estallar –el corazón del rey estaba a punto de estallar, ¡perdóname, Luke!– de desesperación.
–Yo creo que ese pequeño te quiere tanto porque también sabe que lo necesitas. Y, de todos modos, incluso en los momentos en que nos sintamos fuertes, tampoco podremos evitar llorar, los tres, porque la vida es eso, Mendigo: llanto por los hijos y temor constante por su bienestar. Pero aún hay cosas que desconoces, que te ayudarán a ver que todo lo que ha sucedido, Nike, es completamente natural. Perdóname por omitirlas hasta que aparezcan de forma clara en el orden cronológico. Tú mismo reconoces que es la mejor manera de que los fantasmas se alejen y el calor invada tu corazón según le desocupas un lugar con el frío que vas expulsando. Y perdóname también por todas las cosas que el cuento está diciendo que a lo mejor no debería decir. No sé si tengo derecho a traspasar el pudor revelando los dolores y sentimientos del rey. Tenía que haber empezado por pedirte permiso. Y aunque sé que ahora quizá sea tarde, de todos modos, ahora te lo pido. Y no temas decirme que deje la historia aquí, si ése es tu deseo.
–Luke, si me lo preguntaras, yo diría que tu Mendigo Rey es pudoroso, pero como buen mendigo, estaría dispuesto a sacrificar su pudor por un instante de comprensión. Y en el cuento la hay a manos llenas. Quieres a tus personajes, Compañero, ¡ya lo creo que los quieres! Así que, por favor, cuéntame tu historia hasta el final. Y no omitas ni un solo pensamiento.
–Gracias, Nike. Pero si quiero a mis personajes, de ellos es todo el mérito, pues solos han ido creciendo. Lo único que puede hacer un autor es intentar transmitirlos tal como los ve, sin traicionarlos. Y perdóname porque ahora, sin embargo, tengo que seguir hablándote de dolor y de diferentes grados de traición. Y de traidores.
   Agazapado como un animal dañino, un intenso dolor se apoderó del rey como una Sombra. Hasta esa hora, y velado como por una cortina de nubes, había logrado mantenerla oculta. Pero luego de la grandeza de la Bendición, la persistente Sombra retornó con todo su mal y el octavo mendigo se vio repentinamente atacado por su segundo traidor. –Pues el momento ha llegado, mi señor, de que conozca su identidad. Pero debe saber que no ha mucho que ha sido deliberadamente nombrado, en la esperanza de que haya podido descubrir el feo rostro que se esconde tras su máscara y así sea justamente deshonrado. Mas como intuyo que sigue en la oscuridad y aún no percibe su nombre, o tiene una sospecha errónea, injustamente dirigida, inmediatamente le será desvelado–: el segundo traidor del rey fue el cristal de una botella. Un conspirador roto en mil pedazos cuya perfidia fue la más infame, pero, a fin de cuentas, un traidor circunstancial, pues nació y murió en el mismo día y los secretos de su traición fueron entregados a un solo mendigo, que ahora se los restituye a su legítimo propietario. Porque los ojos de aquél, que vagaban perdidos y todavía nublados por una humedad de gratitud que no quería secarse, se posaron un segundo en esos cristales rotos y contemplaron cómo el primer traidor del rey se reflejaba en el segundo: cristal en el cristal. Y seguidamente se verá que sus tres traidores fueron, en definitiva, cristales. –¡Oh, mi rey. En ese espejo pude ver un rayo lacerante de amargura que traspasaba su semblante y se mudaba en un rictus de insoportable dolor, y cómo de esa lanzada en su corazón vino la sangre que lloraron sus ojos, lágrimas amargas por el amor que perdía que me explicaron una de las dos mitades de su Sombra y me confirmaron las razones que lo llevaron al exilio! Y yo… con una sola palabra podía haberlo sanado, mi rey, pero dudé. Quizá debería haberlo alejado de allí para hablarle a solas. Pero pensé que no tenía derecho a hacerlo cuando sentí que las palabras que vinieran de mí serían, seguramente, las que más podrían influirle y podían desbordarlo ante una decisión que sólo usted había de tomar, porque sólo puede haber un rey en cada camino. Y todos los consejos tienen una doble faz: dulce y envenenada, y pueden alejar o conducir sin que sea usted quien realmente lo decida. Las palabras que nunca dije podrían haberle traído una calma con la que quizá se habría quedado en la calle, pero yo no podía llevarlo al borde de un precipicio que puede ser el umbral de un sendero iniciático o una caída mortal en el abismo. O quién sabe si con las palabras que nunca dije podría haber abierto una herida en su corazón que no cicatrizase nunca, porque la súbita revelación del dolor que su pudor callaba podría haberlo alejado para siempre de mí… y haberlo apartado de la calle, ese sendero áspero y polvoriento, que ya había decidido, de todos modos, transitar. Miserias, mi rey, porque ése fue un día para usted de pérdidas innumerables, en el que tuvo que ver cómo todas las riquezas adquiridas se le transformaban en ruinas, una a una, y yo no supe cómo aliviar su amargura. En días anteriores había intentado hacerle ver que nunca debía temer a su corazón: la única manera que encontré –y la Hija de la Tierra conmigo–, de decirle que todo estaba bien, que era querido. Pero nunca supimos si nuestras torpes observaciones hallaron su destino; y no teníamos derecho a ir más allá, de todas formas. Perdóneme, mi rey, por no encontrar la manta que poner sobre los hombros de su soledad, como un mendigo debe hacer con otro mendigo. Pero el tiempo no estaba maduro. Y tal vez era necesario que su camino se prolongara con el dolor, esa raíz de la que emerge el tronco amargo de la Sabiduría.
   Pero el segundo traidor del rey escondía una segunda deslealtad. Porque podría haberlo dejado indefenso, el corazón desnudo, si su más íntimo dolor hubiese sido desvelado. Y si no lo consiguió, fue porque un mendigo, en el más luminoso de sus momentos luminosos, lo sustrajo de todas las miradas, apartándolo de allí. –Una noble acción, mi rey, por la que siempre estaré en deuda con ese mendigo–. Tan ostensible había sido el dolor reflejado en ese cristal de botella que quizá no habría sido necesaria la tercera traición. Y tal vez ese espejo estaba allí con ese fin: para evitarla. Porque su tercer traidor nunca quiso traicionarlo. –Y conviene que sepa que nunca lo hizo, hasta la noche de vientos en que termina esta historia, cuando en el estado en el que se hallaba usted la mayor de las traiciones habría sido no revelar lo que sabía. Pero volveremos alguna vez a sus motivos–: el tercer traidor del rey fue el Mendigo Luminoso –sí, mi señor, como ya había adivinado. Pero sus ojos, que ya fueron luz de vidriera donde pudo contemplar el esplendor de ese ser mitológico: el catoblepas, son cristales que siempre celaron su reflejo y se guardaron muy bien de delatarlo. ¡Oh, mi rey! He aquí al fin desvelados los nombres de sus tres traidores, para que usted decida si merecen escarnio o indulgencia: un malhechor que siempre lo acompaña, un infame que ya ha recibido su castigo, y un mendigo leal que, en realidad, nunca lo traicionó. Piense si merecen la gracia de la absolución; y quizá, en su magnanimidad, esté dispuesto a perdonar al primero y al tercero. Tres traidores, mi rey,  y diferentes grados de traición. Pero juzgue si, en realidad, ha habido daño. O si no ha sido mayor el beneficio.
   El Mendigo Luminoso y el rey se alejaron de aquel lugar. Y en el inesperado frescor de una tienda umbría, que había de ser segunda caverna de las revelaciones, se dijeron palabras nunca antes pronunciadas. Un hombre que ha sido educado para reprimir las emociones entiende que la hora ha llegado de sobreponerse al pudor y abrir su corazón a aquél que podía entenderlo; un mendigo que está empezando a conocer la ignominiosa verdad de que una vez perdido todo aún se puede perder todo, arriesga su porvenir en nombre de la belleza y toma impulso para una valerosa confesión. Reconoce que ama al Mendigo-Árbol y da la bienvenida al dolor –pues siempre había aceptado lo que de los mendigos le llegaba– si con él puede seguir integrando la comunidad de los que están en este mundo latiendo. Sus palabras descarnadas transparentaban la segunda mitad de la Sombra. Explicó que tenía que irse porque no estaba seguro de que su corazón no lo traicionase, y temía que su sola presencia pudiera interponerse como una negrura en la luz solar de una mujer y un hombre a los que veneraba. Un temor innecesario, quizá, porque sólo tenía que mirar en su interior para saber que era infundado; mas fueron dignas palabras. Fue en ese instante, al explicar el alto concepto en que los tenía, cuando se hizo la primera mención de la Pareja Sagrada. –¡Oh, mi rey, en el altar hirviente de la amistad, sagrado es aquel amigo que me ama y desea que mi ventura prosiga en compañía de la mujer que tiene mi corazón! ¡Sagrado el amigo que la quiere y nos defiende!–. Porque en su intenso dolor aún tiene fuerzas para una última grandeza. Sin beneficio ni provecho, pues los cree inexorablemente perdidos, se revuelve contra el hado que retrasa una justicia que nunca llega y abre los ojos del Mendigo Luminoso a una verdad olvidada: la de dos mendigos que, lejos de mostrar comportamientos pueriles, han crecido hasta convertirse en mujer y hombre verdaderos. Sus palabras fueron una claridad que no llegó a ver quien las pronunció: un rey que se iba a la oscuridad; pero que iluminó las tinieblas de esa pareja y se esparció como un prodigio por un campamento que lentamente se fue bañando en el sol de esa luz. Y aún tuvo tiempo para sincerarse con el Mendigo Luminoso y reconocer el fuego que de él había recibido, cuando, en los tiempos oscuros en que había creído muerto su corazón, prendió, sin embargo, como sobre leña seca para calentarlo. Las palabras que intercambiaban eran de dolor, pero nunca de duelo o de desconcierto. El rey, que sabía que se iba, quiso apurar hasta las heces la copa del conocimiento; y así fue como pasaron a hablar de formas de comer: un viaje por la periferia de la limosna y sus albergues que se prolongó en la percepción estremecedora, virgen para el rey, de los contenedores y el no toca comer, conceptos que anotó en su cuaderno de lo irremediable y recordaría cuando le llegó la hora de probarse. En esa caverna se habían revelado luminarias de las que surgieron una confianza y una amistad perdurables: la de dos hombres leales que compartían la misma fraternidad y habían tenido la misma iniciación.
   Aquél que llegó como rey estaba a punto de marcharse como mendigo; aquél que arribó con dolor, caminaba lentamente hacia la Penumbra. Había llegado hasta allí siguiendo las órdenes del Universo y había agotado con dignidad sus primeros once días. Porque once días bastaron para comprenderse y comprender, para saber de la metamorfosis y el delirio. Si su cuerpo fue tocado por la suciedad y el hambre, su alma lo fue por los vendavales del vértigo y el prodigio. Sus pies aprendieron a manejarse en el barro y sus ojos el modo de mirar las cosas con belleza. Once noches habían pasado desde la tentación del hospital y no se sabe si salió curado de viejas lesiones pero tal vez enfermo de nuevas soledades. Mas si un mendigo se va, no debería irse con las manos vacías. Si no se llevaba monedas o esperanzas, iba cargado con el aprendizaje y la deuda saldada de su comportamiento digno. Pues había respondido al amor con la lealtad y dejado en la amistad la rúbrica de su belleza. Y no quiso partir sin un último signo. –¡Oh, mi rey. En un mundo que rebosa de oscuridades se le debe conceder valor a los símbolos! Y todos, aun los más pequeños, iluminan. Siempre lo dejamos en libertad y muchas veces se vio enfrentado a difíciles alternativas. Véalo con un nuevo ejemplo: en los primeros días, mi señor, no lo lavamos. Todos sus gestos habían sido de mendigo y tácitamente resolvimos dejar esa decisión en sus manos, porque vimos que tanto se identificaba con nuestra escasez que podía temer que su limpieza ofendiera nuestra suciedad. Pero salió airoso de su dignidad cuando en el dilema de lavarse bien o no lavarse, optó por nadar en el río. De la misma manera, pudo usted decidir, sin ofensa, vestir las ropas limpias que le traían, pero las desdeñó y prefirió marcharse en sus andrajos. Si es verdad que fue sólo un gesto más, es un símbolo de que se fue como quería irse, en ropas de mendigo. Finalmente, mi rey, nos encontrábamos en el instante amargo de la despedida. Y en el abrazo con que nos separamos, mis palabras quebradas no fueron más que un balbuceo con el que quise recordarle que apostara siempre por la belleza, cualquiera que fuese su camino. Mas apenas comenzó a alejarse, mi rey, ya sentíamos su ausencia: se iba uno de los nuestros, un mendigo que había vivido las experiencias que muchos hombres viven en años, en once días. ¡Salve, mi rey. Ahora que camina hacia la Penumbra, recuerde que la luz retorna siempre en el lubricán! ¡Salve! ¡Hasta la hora feliz del reencuentro!
   El exilio fue para el rey un tiempo de desarraigo y de desdicha, pero también de maduración. Con los hilos antiguos que hasta entonces habían servido para anudar su trama, tenía que continuar su vida a partir del punto donde la había dejado; pero no supo qué hacer con ellos porque su historia acababa de ser reinventada. Entre las paredes del habitáculo ocre que ya no sentía como casa, tuvo que bregar para mantener el difícil equilibrio; siempre buscando una ventana que mirara hacia el este, en la remota ilusión de ver alzarse el fuego de la patria muerta. ¡Soledad ardiendo entre los rescoldos, bandera gris del exiliado! ¡Magno es tu desierto, soledad. Y seres angélicos con cuernos de cabra tientan a las almas vulnerables! Porque siempre son fuertes las tentaciones; y si no se puede regresar a recoger la sangre, se siente el deseo de envenenarla. En las primeras horas expatriado se sintió tan indigno que estuvo al borde de la locura, y hábitos vencidos sobrevolaban con su poder tenebroso por la fragilidad de su corazón desabrigado. Pero sobrio también se tienen delirios. Y una ensoñación fugaz lo devolvió a la conciencia de su responsabilidad y el rey supo lo que debía hacer. La tentación de los venenos se alejó, aunque para los que han conocido su encantamiento retorne siempre. Fue una temprana incursión por los corredores oscuros del destierro; pero un héroe que ha caminado sobre las brasas del dolor, no olvida cuánta sangre se ha dejado en las batallas y ya no vuelve atrás. Y nada pudo arrebatarle las conquistas de haber aceptado su corazón y renegado de las aguas que como fuego se ingieren. Con algo, al fin, de serenidad, pudo dormir su primera noche. Por entonces nadie le había hablado del falso mendigo, aquél que habitó un tiempo con sus compañeros y, cuando se vio sonreído por la fortuna, decidió abandonarlos, al tiempo que volvía la mirada con irrisión y desprecio. Y, sin embargo, nada tenían en común, porque aquel traidor no sintió remordimientos; y el rey, que nada tenía que reprocharse, llegó a sentirse como un renegado. Pero véase cómo un mendigo que duda sobre su lealtad no deja, sin embargo, que el nuevo día se desperece antes de reunir a los tiburones para explicarles con quiénes ha estado y de dónde viene; para advertirles que no consentirá ofensas a los que ama ni que se mancille el honor de su recuerdo. Un rey que ya no sabe si es mendigo, retorna luego a su hogar de prosperidad y no soporta la idea de verse servido; desea la única compañía de sus pensamientos, rodeado de nadie, para reencontrar las letras de su nombre, que ya es incapaz de recordar, escondidas en algún lugar de este desierto; para detenerse a llorar la ausencia de sus compañeros perdidos. Acabó por preferir los dientes de una soledad, que le llegaba, sin embargo, como un abrigo. Del arrabal se había traído el placer del descubrimiento y cuando recordó, de las horas felices, los relatos y los libros, halló refugio en su biblioteca, puerto seguro desde el que embarcó en nuevos viajes iniciáticos, acompañando a las hadas en su floresta o arponero tras el rumbo de la ballena blanca. Decididamente, a la antigua tierra de promisión se acercaba un caminante con los pies cansados; un viajero retornaba, exhausto y sediento, mendigando un sorbo de agua que no le dieron sus servidores. Al fin prefirió quedarse solo y vivir con lo imprescindible: una manta en la noche y un refrigerio apresurado; una silla colocada frente a una ventana que se abriera hacia el este. Traía en los huesos un frío que no hallaba hoguera y, sin embargo, su corazón despedía fuego. Al amor de sus llamas se calentaron los humildes, entre quienes hizo nuevas amistades, las vidrieras de su Estrella descomponiéndose en luces caleidoscópicas. El Mendigo Rey estaba encontrando los ojos del puente donde ponerse a resguardo de la soledad, pero no hallaba cobijo que lo protegiera de su peor enemigo, su incertidumbre. Cada mañana comenzaba un nuevo soliloquio en el que consideraba la posibilidad del regreso, pero siempre lo derrotaba la certeza de que era imposible. Porque le preocupaba, además, cómo volver. En aquellos once días el rey había aprendido casi todo sobre cómo vivían sus compañeros y rechazó la simple idea de visitarlos, porque no visita a los mendigos quien está hecho de su misma arcilla: o bien se vive con ellos o se mendiga en solitario, un callejón sin salida que lo enloquecía. Así, los días pasaban pero cada jornada traía la misma batalla; y el que tenía que lucharla se iba debilitando. Según lo consumía la indecisión, aumentaba su amargura. Se preguntaba, por ejemplo, si, llegado diciembre, sería capaz de volver para Régulo. Tenía que ir, al menos una vez, para aprender a localizar su brillo áureo en el cielo de la noche y guiarse por su luz en la oscuridad, porque ése sería su único faro, si el exilio proseguía, ante la desesperación de la ausencia del Pequeño Rey. ¡Tanto desabrigo, tanto frío innecesario! No confiaba en su corazón, que lo habría reconfortado; de haber mirado mejor, habría visto que si el azar no lo hubiese llevado a encontrarse con uno de sus compañeros, más temprano que tarde y por su propia determinación, sus pies lo habrían guiado hasta la empinada cuesta de su patria. Pero el Mendigo Rey, entretanto, se congelaba. Se volvió demasiado severo consigo mismo, sin considerar las circunstancias atenuantes, pues si la Sombra impide transitar el camino de regreso, se debe continuar por el único permitido y retomar la vida; y si no hay alternativa, se reanudará con los hilos mendaces de la falsa patria; porque como mendigo ya había adquirido la capacidad de adaptación al medio y había aprendido a comer a veces y a dormir en cualquier parte. Era duro aceptar que debía proseguir sin ellos; pero empezó a respirar cuando tomó la decisión de que no se iba a permitir la flaqueza del olvido. Ya había renegado antes de ese demonio; y un rey leal, tanto si sabe que lo es como si no, conserva su fidelidad hasta en un entorno de tinieblas asfixiantes, y por dos veces llegó a pedir a los que lo querían que lo abofetearan si su memoria les era desleal. Pero ¡cómo olvidarlos! ¡Cómo la lengua helada del olvido iba a poder con noches en que las lenguas eran de hogueras estremecidas… el cuento del Universo… la sabia voz de la Hija de la Tierra… el brillo en la mirada de los compañeros… el amigo aquél que era el mismo hombre que seguía teniendo su corazón… el primer llanto del Pequeño Rey! ¡Tanto frío innecesario, tanto desabrigo! Los vientos que se ensañaron con su indefensión se transformaron después en borrasca; y una noche de septiembre la ciudad fue atormentada con el mismo encarnizamiento. Fustigadas por diablos, las nubes descargaban sus saltos de la ira, mientras los brazos de la tempestad barrían la ciudad como titanes enfurecidos, llevándose almas y propiedades. El rey, a quien el vendaval sorprendió en la seguridad de su habitación, creyó enloquecer. Cada dentellada del viento a los árboles la sentía como un aguijón en las carnes indefensas y apenas vestidas de sus compañeros. Sintió el peligro cierto de que se ahogaran en un mar de árboles arrancados y en un río de barro y tierras anegadas; y no pudiendo quedarse inmóvil, corrió delirante por calles intransitables, a punto de perder la razón y la vida. Nunca los halló, mas no tardó en saber que siempre estuvieron protegidos. Al día siguiente la batalla volvió con toda su virulencia, pero el soldado estaba cada vez más cerca de la rendición. Porque después de la noche que acababa de morir, habría bastado un nuevo golpe de viento y octubre habría llegado antes de octubre. Cada día era más difícil aceptar que se podía seguir viviendo así, sintiendo en su carne la sangre de los hijos de la calle. Pero ignoraba que los tejedores del tiempo habían previsto que el exilio fuera un tránsito corto; no sabía que el otoño había salido en su búsqueda y que, después de mucho rebuscar, halló su silueta de mendigo recortada detrás de una ventana, los codos en el alféizar, oteando el mismo horizonte de tejados grises y chimeneas sucias que había intentado atravesar inútilmente en los últimos sesenta días, la mirada aguijoneando, nostálgica y perdida, la dirección del este.
   4 de octubre. ¡Bum!... ¡bum!... ¡bum! Ábrase con una salva de cañonazos en loor al día del rey, a la hora en que sus zancadas resonarían épicas para sacudir la superficie y estremecer a la Tierra. ¡Bum!... ¡bum!... ¡bum! Sea también el ritmo de un corazón abrumado, el son de unos frenéticos latidos: los de un compañero que tuvo el honor de ir a la calle con él. La historia que queda por contar se podría empezar a escribir así: del penúltimo despertar del rey en su lecho de prosperidad a la cabaña mísera de la noche hambrienta… érase una vez un mendigo que nació en una cuna dorada; un rey mendigo, que, envenenado de líquidos y oros, en los labios la hiel de la insoportable ausencia, cogió su cuna y se la puso a los hombros; la desnudó de sábanas, pesadillas y arrullos... y la despeñó con furia por la hondonada.
   ¡4 de octubre! Se ponían las últimas estrellas y el amanecer se calentaba en su panadería; y el rey, para morderlo, se lo pidió horneado como brioche, y mientras lo engullía a sorbos de café, paladeaba el frío de esa hora calma. No podía saber que el alba siguiente lo había de hallar harapiento y helado, ni que el calor de ese café, el alimento y el pan, serían los últimos en la fortuna; y que su estómago se lo reclamaría. ¡Bum!... ¡bum!... ¡bum!  Retumbe como una descarga de luces en el cielo; sean los latidos de un corazón disparado. Porque ese día, sin embargo, había sido preparado para que el rey conquistara el sueño de su ambición y fuese proclamado soberano entre los tiburones; y habíase llenado de alfombras la escalera del trono, pero el que era mendigo vacilaba en subirla. No se le escapaba que un pie sobre un peldaño más alto y ya no le sería fácil bajar; dos escalones, tres escalones, y vería las órbitas sin carne de la calavera de la ruina; cuatro escalones, cinco, seis… ¡La impúdica escalinata! Y ese viento servil que habita en las cimas le estaría escupiendo desprecio. ¡La soledad, el vértigo de la altura, la fatiga! Y si por sus propios pies acababa por sentarse bajo el dosel, sería su misma voz la que le devolvería el peor de los nombres: Traición. Sabía que si tomaba lo que llamaban ganar, perdía. Por eso nunca aceptó que fuese locura el grito de su razón que lo animaba a renunciar. El primer ángel traía en las alas la tentación de la fortuna, pero con toda su belleza… estaba pasando de largo; el rey no se decidía y un hado antiguo, remoto como el lubricán, lo aguardaba.
   El largo camino del exilio terminaba en curva; porque las últimas avenidas del destino se doblaban hacia los callejones tenebrosos, de la calamidad o la victoria, y la hora era llegada. A la vuelta de uno de sus hilos e inopinadamente frente a él, la sucia figura del Mendigo-Árbol le salió al paso, enfrentándole la mano desharrapada de la indigencia a la faz enjabonada de la ambición, en el albor impostergable del reconocimiento o el menosprecio. El rey, que vio que había sido visto, miró al mendigo y fue asaeteado, hallándose, durante un solo segundo interminable, preso de tres incertidumbres: sabía que si daba un paso hacia sus ojos y era recibido con hostilidad, su entereza se resquebrajaría; pero descubriendo que el arquero le disparaba, en realidad, con una sonrisa, adelantó los pies. Si daba el siguiente paso hacia sus manos y al estrecharlas la suciedad lo tomaba, ya nunca más había de posar las suyas sobre el oro de aquella escalinata infame que le tendían. Mas comprendiendo que, de no hacerlo, tendría que romper los espejos para no contemplarse desfigurado; despreocupado de que tras él todavía aguardaba respuesta el ángel de la riqueza (e ignorando entonces que a los oídos del mendigo habían llegado las palabras con las que fue tentado), abrazó sin vacilaciones a la miseria entrevista y a la desventura que el porvenir le pudiera esconder; y avanzó. Y si continuaba y daba el último paso hacia el corazón amado que regresaba, se expondría a las severidades de la cólera o la enemistad de quien ahora se lo abría; pues siendo innegable que ante cualquiera de los siete habría recordado las palabras profetizadas, el desafío del reconocimiento era con él, de entre todos sus compañeros, el más comprometido; y desprenderse de todo podría ser sólo la primera pérdida, porque después de quedarse sin nada todavía se jugaría perder lo que más valor tenía. Y, sin embargo, se miró mendigo y ya no tuvo más dudas; y a pesar de que debía saber que a éstos les está permitida la Vergüenza, prefirió desdeñarla, y en plena calle y ante el asombro del ángel de la tentación, vació su sangre en aquel hombre sucio que exponía su mendicidad a los ojos del mundo; y ya los pies no le bastaron para correr hacia el aire que le traía de su patria, y se volvió brazos para rodearlo y sol para iluminarse; y al fin, transfigurado en una sonrisa plena, delatora del orgullo de ser, irremediablemente, de la carne de las personas que quería, lo reconoció. Y de esa suerte, la lealtad que con amor entregaba, con amor se le devolvía: –¡Salve, mi rey. Bienvenida la brisa que le ha traído por el camino de vuelta! ¡Salve, Mendigo, mi señor, su casa le está esperando! Y hallará que las ventanas, las de la gente de la casa, se encuentran todas abiertas. Pues si éramos de su raíz la profundidad y de su tronco la savia, ¿cómo llegó a pensar que en la hora en la que sería probado desfallecería? La fe de los que teníamos fe era inquebrantable porque nos había permitido tocar su corazón, mi señor, y comprendimos que en el extremo de su última encrucijada recordaría el hambre, la maestra y, a fin de evitar la muerte por inanición, nos tendería la mano. ¡Salve, Mendigo del Estremecimiento, albricias! Retornó en la hora prevista y a fuerza de ser leal, ha elegido morir por nosotros. ¡Nos reconocerá, mi rey! ¡Nos ha reconocido! Y en este abrazo de amistad quiero abarcar su corazón entero, con la belleza del amor que siente, mi señor, con el dolor que le quema. Pues si una vez tuvo que marchar por causa de la Sombra, ahora regresa inundado de la claridad con que la tarde ha sonreído, y la alegría del reencuentro le ha abierto en los ojos el sol de la luz. 
   Los siguientes minutos quisieron eternizarse, resplandecientes. Los pasos de dos caminantes se volvían a cruzar; la amistad se abrazaba. Las palabras proferidas fueron un intercambio de corazones entrecortados, de preguntas apresuradas sobre la salud de todos. Tras el rey, un ángel olvidado. Pero aquél que regresaba, ya luchador invicto en ásperas batallas, volvía a mostrar que se había convertido en el Mendigo que No Conoció la Vergüenza; y con el orgullo de quien ostenta sus tesoros más preciados, acercó las manos sucias a las manos doradas y el Mendigo-Árbol y el ángel fueron presentados. En las noches sudorosas de los delirios, sin libros ni labios que se los quisieran explicar, había llegado a asumir cuanta sabiduría podía hallarse en los códigos; y aprovechando la bonanza de la séptima ley, conociendo que ésta impide al necesitado aceptar la moneda que viene del amigo, invitó a su gemelo a comer. El aire de aquella primera tentación pasaba como una brisa inadvertida y el ángel se alejó a su paraíso, sin ira. Pero los peldaños de oro se derrumbaban y la escalinata ya no lo volvería a subir a la cumbre. Finalmente el rey prefirió desconocer la ambición y descender los escalones, para ganar altura. 
   Dos mendigos hambrientos se sentaron juntos a comer; y se miraron con avidez como se mira a la sangre de los crepúsculos en un desenfreno de vampiros, apeteciendo un corazón ajeno con el que saciarse. Para afirmar el suyo en el interior del pecho, para inmortalizarlo en unión de las figuras que ya estaban adentro y formar un radiante paisaje compartido, para sujetar el cuadro a la pared, el rey habló de puntillas, de clavos.   El aprendizaje de la identidad había venido como lengua de luz que no destruye, como llamas escultoras; y había llegado la hora de ser quien se era, de explicarse ante unos ojos que lo miraban aliados del otro lado de la mesa. En el agua de aquellos cristales la imagen sedienta del Mendigo Rey reverberaba; y el lenguaje de sus propios espejos fue canto arrojado a la acuarela del otro corazón, cuyas ondas acariciaron un segundo su superficie y se propagaron. ¡Bum!... ¡bum!... ¡bum! Disparos de ballesta a los latidos abrumados, puntillas. Y entretanto sus labios resecos desvelaban el inventario de sus desdichas; y comenzó a narrar de ausencias y desiertos, de las sombras vacías en su ventana, del viento que no le traía las voces, de sentimientos de locura y traición, de hambre en la opulencia, de la añoranza del frío intermitente de agosto, de sus sábanas heladas. Mas cuando comprendió que recrear el destino estaba ahora en sus manos, miró a la calle como sabio que olisquea el aire húmedo y presiente el mar más allá del horizonte, y se desviste para que al fin lo mojen los peces y la sal, la arena fértil de las tierras desheredadas, el agua de tomar lo que llamaban perder, la victoria. Tenía que explorarla detenidamente, aprender despacio sus entresijos, entregarse suavemente al ritmo amatorio de la que podría ser la deseada, aquélla que apunta desde la aurora y tiene techo de luna, la seductora y la infame, la madre y la puta, la manta gélida en el ojo del puente, la miseria. Y mientras hablaba y no comía, sus pies resueltos a transitarla ya parecían posados en ese légamo. Anhelaba saltar y hundir las cuencas de las manos en la arcilla, para esculpirse de nuevo, para existir comenzando por el principio; porque si bien arrojarse al vacío no iba a cambiar el panorama de sus compañeros, sabía que adentrarse en la tierra yerma era la única manera de sobrevivir a las cifras del hambre en la pantalla, a la pesadilla del parte meteorológico; y la suciedad y la escasez eran bienvenidas en trueque por la muerte de una ausencia, el precio inevitable de la lealtad; pero no se protesta por lo que se está de acuerdo ni se maldice el desamparo si es parte de la heredad compartida. A su lado, el Mendigo Sucio respondía y lo estimulaba, pero sabía que ahora más que nunca debía conservar su mudez, porque se hallaba con un hombre que era la vieja estampa, infinita, de un mendigo ante Verôme; y uno que ya conversó con él no debe interponerse en esa plática, prevista para que la dialoguen a solas los nuevos aprendices y los espíritus del Universo. –¡Le pido me disculpe, mi rey, pues no era todavía el momento de arrancar la mordaza de mi boca. Pero, al través de la fina tela, de mi garganta escapaban vientos para alentarle. Pues si yo no podía acercarle el bálsamo para la herida abierta en su corazón, porque mientras sangrara, mi señor, estaría experimentando pasiones, y ese día le iba a hacer falta cada latido… sí podía alumbrar las piedras del sendero para ayudarle en la estabilidad y el equilibrio, para que contemplase el firme, así iluminado, por el que los mendigos que le precedieron transitaron, y asegurarle que nadie le obligaba a sortear las piedras y avanzar; que si es cierto que ellos decidieron proseguir hasta donde lo llevaron sus piernas fatigadas, usted tenía la elección de continuar el camino y detenerse, si le placía, a dormir en cualquier puente, tanto como desacelerar la marcha o retroceder; pues la calle es un albergue alambrado de espinos con viajeros de ida y vuelta que igual progresan con variable fortuna que peregrinan hasta el límite de sus fuerzas… y tantas veces revientan. Y su decisión, cualquiera que ésta fuese, tenía tanto valor como las que tomaron los que vinieron antes. Una carretera puede ser la misma y, sin embargo, reescribirse a cada paso de cada nuevo viajero y ¿quién puede asegurar que la línea recta no sea a veces la distancia más corta entre dos comas? No olvide nunca, mi rey, que en nuestro sendero no apareció la Sombra que en el suyo velaba la calle con su cetrina malevolencia y, con todo, no flaquearon sus pies, mi señor, cuando llegó el momento de traspasar el umbral de esa vereda oscura, cuyo trazado, usted lo sabía, podía ser irrevocable.  ¡Bum!... ¡bum!... ¡bum! Cada palabra que me dirigió fue una lanza y cada razón una puntilla; mi corazón había sido acertado y se estaba disolviendo en su acuarela, mi rey, y mi sangre en la suya.
   Los platos intocados se enfriaban porque el hambre estaba en otras cosas. La pasión que se ponía se inflamaba, los silencios ardían. Y cada palabra recíproca era un tronco arrojado a las llamas. En ese remanso donde las miradas herían como hiere a los astros la cuesta del poniente, la piel era la única frontera; pero las voces eran la patria común y sonaban a barro. Fue la tarde de los hermosos nombres. Tanto se querían que, descuidados un segundo, se abandonaron a la necesidad y se llamaron el uno al otro Mendigo; y ahí se puso otro clavo para afirmarse juntos al paisaje, fue una nueva salva de relámpagos; y como no podía ser de otra forma, uno que era mendigo y árbol fue alcanzado y comenzó a quemarse. ¡Tarde de los hermosos nombres!: no en vano fue entonces cuando escuchó que su olor era la madera, una ráfaga de bosque cercano. –¡Oh, mi rey. ¿Y cómo extrañarse de que mis pulsaciones agitadas aguardaran su turno para enardecerse, si también Mendigo-Árbol había sido un nombre dado, un regalo de usted? A mis vocablos los dejé crepitando en la garganta y para no consumirse estallaron. Y al fin hubieron de traerle a la memoria las luces que había dejado diseminadas, mi señor, antes de su partida; y cómo su intervención se había tornado lluvia sobre los surcos, una siembra de respeto que mudó la deriva y nos rescató. Así, la Hija de la Tierra volvía a ser llamada mujer, una figura de veneración a la que se consultaba, sabia como lo había sido siempre, milenaria como la Tierra su Padre, tan magna y tan fecunda; y el hombre de la Pareja Sagrada dejó de ser tomado por idólatra al tiempo que, lentamente, la amarga resaca de su silueta sombría de infante se disipaba y ya no empañaba la luz de casi todos los ojos. Los compañeros sintieron la descarga que desintegró la nube que los cubría y volvieron a mirarnos, y fuimos de nuevo hembra y varón; y redescubiertos también como padres, nos fue redimido el pecado de tener un hijo en la miseria; y se acercaron entonces al Pequeño Rey con una nueva ternura, y todo fue un ramillete de besos para dormirlo y una guirnalda de brazos para acunarlo. Y aunque los días corrían hacia el equinoccio y la hierba se secaba, quedaba el aroma de las hermosas flores que dejó tras de sí un día remoto, mi rey, cuando creyó que tocaba la ruina con la puerta cerrada del corazón de un amigo, para el cual, paradójicamente, la fe que dejó sembrada su amistad caliente había sido más sanadora que las manos del tiempo, indolentes e inútiles. Por eso Algieba y Denébola lo necesitaban tanto, mi señor, y esperaban a Zosma, la de la tímida luz, para asemejar algo más que el esqueleto de un número dos invertido que mira a poniente.
   Ya la espalda en el tiempo mísero de los eclipses, el mentón adelantado hacia la nueva estación del destino, retornar era del rey la única perspectiva. Pero no es posible acercarse hasta ese puente y no tener miedo de cruzarlo cuando de súbito surge la duda de que todas las aguas tengan orillas, de si será cierto que desde la fuente en su cavidad al piélago en su continente todos los cauces de la vida acaban en frontera; o si, por el contrario, el puente no concluirá como un apéndice sobre el abismo, si la meta no será agotarse en un eterno nadar por algún estanque sin término. Pero cuando el rey asumió que ganar y perder estaban previstos en el recorrido, fue, en una orilla el dolor, en la opuesta la penumbra, a zambullirse en su horizonte. –Nunca ha de esquivar el agua, mi rey, el que la mira con sed. No debe temer desprecio quien ha pesado su dignidad en el corazón que ofrenda. ¡Nunca, nunca jamás, mi señor, ha de pedir perdón por amarme! ¡Bienvenido al futuro, mi rey, la vida le aguarda. El otoño tal vez… acaso el tiempo de la cosecha. Pero suya es la propiedad de los surcos, su parte en nuestra tierra! Y Mendigo le llamo, mi señor, dondequiera que pase los días. Para incrustarse en nuestra madera sólo es necesario anhelar las puntillas, disponer los clavos. Y discúlpeme si descuido el cordero, mi rey, pero en usted está el pan que necesito. No ha de temer incomprensión, mi señor, por más que no sepa explicar que en estos días ha de nadar, necesariamente, de una en otra orilla: puede sin inquietud apurar los últimos rayos de su Estrella pues en el orto de los astros regresa a dormir en nuestro barro. Si mendigo es al final el que cabecea desnudo en los harapos del río, también lo es el que deja que sus prendas caigan a medida que no las necesita. Por eso ya nadie le arrebatará su nombre, mi señor, porque el corazón le pide jugarse la luz y trabajarse el pan, y la casa irradia dignidad por la vidriera que nos ha traído, el último de sus dones.
   El rey no quería que su retorno a la patria durase lo que el tiempo del poniente. Había hundido la raíz en la fresneda del río y sólo podía regresar procurando su propio espacio entre la sábana y la tierra. Y ya no habría soportado el privilegio de un mendrugo que no se hubiera ganado, ni participar de la cena común sin aportar su propio pan de la calle. Y viendo un solo porvenir, decidió salirle al paso y dejar que sus pies vagabundeasen hasta el camino. Pero prefería hacerlo sin el auxilio de manos expertas que lo guiaran, dejando que los sentimientos vírgenes rectificaran o confirmasen sus intuiciones, permitiendo que la emoción, cualquiera que ésta fuese, aflorara sin trabas para ayudarle a medir su resistencia, ya decidido a encontrar su lugar entre las partículas innumerables que horadan los órganos del mundo. Así, tejida en el Reconocimiento de la Aceptación su voluntad inmutable, comprendió que era la hora de hacerse entender sin añadir nada innecesario, y sólo requirió la ayuda de los ojos estremecidos que lo miraban. –Sígalos entonces, mi rey, si ése es su deseo; y venga conmigo a la ventana. ¿No es capaz de distinguir los trazos de un umbral, de una senda polvorienta?: allí al fondo, más allá, donde acaban las aceras. Por ella pasa cada mañana un ejército de sombras. Siglos tiene este trasiego de pies lacerados, de espaldas que a duras penas sobrellevan la carga, pero la noche que llega y no los abate se muere sin observar que se hayan doblegado. El alba la verá de nuevo, la misma caravana interminable, y entre los transeúntes habrá declives y nuevas auroras. No hay libertad sin dolor, mi señor, pero ¿qué voy a contarle? Si en la visión fugaz de su desnudez nada hay que le acobarde, recoja su alforja y continúe adelante; no se perderá en su laberinto pero, por si acaso, déjeme explicarle lo imprescindible: a veces es la mañana la que nos da su moneda, a veces la tarde la que vuelve la cara para no mirarnos, y hay jornadas de extenuación en las que es necesario sudar la mañana y tragar el polvo de la tarde hasta las últimas luces; los más la recorren en solitario, pero hay quienes prefieren apoyarse en la sociedad de la pareja, en el aliento del compañero. Ésta es la cara de la amadora, la que nos alimenta; la misma renegada, mi rey, que le exigirá después la rendición y el sudor de aquéllos que aman y se entregan; mas si persiste en conocerla, si su decisión es firme, no es necesario que vaya solo. Permítame acompañarlo a donde la calle lo lleve. Hay una sola hora para nacer, mi señor, y la vida es urgente–. Salieron de allí… una figura de novicio ante el misterio y una silueta de diablo conmovido, de la mano hacia el atardecer; y las sillas que ocuparon testificarán que no se tocó la comida. Tenían la quijada voraz de los licántropos y fueron vampiros; y quién diría que en la hora del banquete prefirieran rechazar la carne por devorarse el corazón. Y quedaron saciados.
   ¿Cómo podía el Mendigo Rey no temer una fría bienvenida si siempre sospechó que los compañeros vivieron, divididos entre la confianza y los recelos, el hueco de una ausencia que había tenido sesenta jornadas? Y, sin embargo, debía haber supuesto que en el duermevela de la noche recordarían la integridad de un hombre que estuvo con ellos junto a las llamas, cuyo olor era también la tierra y la hoguera, que se asomó con hambre al mirador de la intemperie para asombrarse de las mismas estrellas. Así que si alguna vez flaqueó la fe, la memoria, más insobornable, acababa por hacerle justicia; pero su nombre se pronunciaba siempre con estremecimiento. Por eso se los puede perdonar si las dudas oscurecieron la Conmoción dejada, pues se le tuvo en tanto amor que el día de su partida se pasó en maldecir, ¡diablos!, ese frío que al alejarse emitían los pliegues de su sombra; en tanto amor que en el primer crepúsculo sin su presencia en la hoguera… dos hombres lloraron. Así sucedió que hendieron de súbito el velo de la noche los ayes de un mendigo, cuyas lágrimas, luminosas, traicionaron que lo daba por perdido, pues era el que mejor sabía que el octavo compañero marchaba hacia el exilio y no iba a regresar; y estremeció a todos la explosión del segundo, que, deshecho, no tuvo pudor en permitir que su corazón selectivo exhibiera a quién había elegido llorar. Pero por eso también el Mendigo-Árbol, que acababa de ver cómo el rey derramaba la sangre sobre una bandeja de plenitud que no había tocado, hubo de valerse de una estratagema para que nada de aquello fuera olvidado y, allanándole así la empinada cuesta, transmutar las piedras en alfombra donde se lo recibiera con la dignidad que había merecido. Se esperaba que su rostro amado emergiera en cualquier instante por la árida loma, y cuando la tarde doblaba el primer recodo, al fin lo vieron subir con dificultad –la huella del primer basilisco en su cojera–, mirando hacia todas partes como si aún aguardara nuevas mordeduras y hubiese venido decidido a recibirlas, porque se aferraban en lo profundo y mal no le hacían. Y por muy fuertes los temores escritos en su respiración agitada, las dudas se amortiguaban con el deseo de besar la tierra. ¡Deslumbraba la patria! ¡Qué hermosa en los nuevos matices con los que la vestía el otoño! Se detuvo un segundo a contemplar sus muros y al fin los vio: los mendigos de adentro, los que labraron sus nuevos surcos y a su noche cerrada llegaron con lámparas; y los vio entonces como luces de la Tierra, faros a los que un mundo en penumbra desdeña por el temor de acercarse al acantilado, fanales vigías, guardianes de la última claridad, tímidos fuegos; los mendigos de adentro, los de su hambre y su norte, los de los nombres amados… allí estaban todos. Y no importaba si sus espejos se humedecían mientras contemplaba sus figuras de dignidad y los veía venir hacia él con sonrisas en las ventanas, con la hoguera y el río en la bienvenida; y suspiró abrumado: ¡así recordaba su casa! ¡Había regresado! Buscando manantial en los ojos, leyó en el destello cómplice de los del Mendigo Sucio que había llegado la hora de abrir los presentes; y tuvo confirmación en el guiño sabio de la Dama de la Penumbra, que le volvía a confiar la custodia de la Libertad, el azul de las ocho llamas; le traía el Mendigo Maestro la vasija de la cautela, pero a su lado el hombre de su vida, el Mendigo Luminoso, la llenaba de agua estremecida, por que supiera el rey que la Claridad que dejó se había refractado como las ondas de la luz en el último líquido de la tarde, mientras los lazos del secreto se mantenían atados; vino después la Servidora del Viento con una rama de los sollozos de antiguas diosas-vírgenes que lloran a sus hijos, y el rey se quedó con la impresión de que le había rozado algún hermoso árbol-mujer y de que aún había esencias desconocidas que lo seguían llamando a interrogarse; cuando vio aparecer al Repartidor Selectivo, el Mendigo Rey fue hacia él para fundirse y, noble caballero, se dejó llevar y se quebró, conmovido por la fidelidad que las lágrimas del compañero le seguían mostrando; pero el otro caballero también se derramó, tal vez porque a aquél que le había enseñado a nadar quiso ofrendarle un río. Llegaba con los vidrios del alba la Hija de la Tierra y sintió el rey que ya podía decirle que le traía lo que se oculta en el envés de una estrella; y lloró porque adivinaba que ella sabía que esa tarde acababa de vencer y que todo pasó tal como ella lo predijo. La mendiga entonces le recordó que si un corazón sólo se prueba una vez, en adelante no debía dudar de la belleza con la que latía. Bien se ve que no les pudo la ausencia, que se seguían queriendo y necesitando; pero no sabían que para uno de los dos, Amor, el mendigo, tal vez se desperezaba ya debajo de algún puente, atento a la primera claridad, para salir al camino. Tras las cálidas lágrimas con que le dieron la bienvenida, el Mendigo Rey sintió que había recuperado su lugar en la armonía, y todos, que Dignidad se escribía de nuevo con ocho letras. Se sentaron a intercambiar las intrascendentes noticias y algo de los grandes dolores de los sesenta días transcurridos, y al contacto con la tierra volvieron a echar raíces. Pero ¿por qué sintió de pronto el rey esa sensación de que a la luz de la tarde la faltaba una espiga? Hasta que al fin lo trajeron a su lado. ¡Al fin el Pequeño Rey! ¡Qué pequeño aún en sus dos meses! Venía llorando como lo había hecho en sus ocho semanas de vida, como si le siguiera faltando la exhalación de tierra de un corazón que una vez lo acunó entre palabras hermosas –porque tal vez no se sepa nunca cuál de los dos reyes había sentido más la separación–, mas de repente debió tocar la felicidad de que ya no debía tener temores y se calmó; y al fin se quedó dormido en la cuna de sus brazos. El Mendigo Rey empezó a latir al compás del corazón de Régulo y, extenuado, lloró. La ternura del tiempo y la infinita belleza del momento no le ocultaron las nubes que amenazaban descargar todo su terror plomizo sobre sus nuevas conquistas, y le volvió la conciencia de cuánto podía perder. Pero sólo una senda llevaba hacia adelante, y aun una senda de llagas, nada podría apartarlo de su voluntad. Y para seguirla, se alejó a buscar techumbre que separara su cama del tremor de la gélida luna, y un paño que poner sobre su sábana de maleza. Y hallando al fin mísera almohada y paupérrima cubierta, con sus propias manos se construyó una cuna, una cuna sin oro, una de adornos de tierra y cuerpo de madera donde dormitar la infancia de sus nuevas noches, bajo la manta de una vieja piel de carnero, en un costado la Libertad y en el otro los mendigos de los nombres amados, en el contacto permanente, íntimo, del suelo fecundo de la patria.
−Perdóname, Nike, pero a veces me sucede que de repente… no sé cómo seguir.  
−No tiene importancia, Luke, son cosas que pasan. Pero como no me voy a creer que se te haya perdido el fardo de las palabras hermosas, entiendo que estás indeciso en cuanto a cómo se han de dar los próximos pasos. No sé si un poco de luz, sin metáfora, te podría ayudar a saber cómo continuar: esperaba una pausa para preguntarte si quieres un cigarrillo. Hace poco recordé que tengo tabaco esta noche, al menos para unas cuantas horas.
−No me vendría mal fumarme uno ahora… gracias, Nike. Pero espera… no apagues aún el encendedor, deja que nos ilumine medio minuto más… Sí, ¡Al fin la luz de tus ojos en esta semipenumbra, Compañero! Me alegra ver que van perdiendo el rojo de la amargura y que su río lleva menos agua. Siento no poder apartarme aún de la pobre poesía de mis palabras, pero no pido perdón, porque sé que no me lo vas a reclamar. En cuanto a mi indecisión… podría decirse que a todo contador de historias le llega alguna vez la perplejidad, o esa incertidumbre de tener que plantearse qué derecho le asiste a seguir adelante con la fábula si intuye que la consecuencia puede ser un maremoto en el corazón de su oyente. Y aunque se ha ido diciendo a lo largo de todo el cuento, sigue siendo un callejón sin salida, Mendigo, porque si continúa, el hombre que le escucha puede llegar a pensar que está siendo influido en una determinada dirección; y eso no sería justo, porque ciertas decisiones sólo pueden ser personales y bien meditadas. Pero el relator también se enfrenta a la duda angustiosa de no saber si tiene derecho a callar la información valiosa de la que dispone, siendo consciente de que un rey que debe elegir una senda, sea la que fuere, nunca podrá seleccionarla en plena libertad si se le esconde con qué se va a encontrar en cada ramal de una cierta encrucijada. Y de algún modo hay que hacerle saber que los mendigos que más han prendido en su corazón no han sido ni serán jamás un obstáculo en ningún camino, para que, a partir de ahí, cualquier destino que elija esté tan sólo en sus manos. Pero si la fábula sigue y el narrador vuelve a darle voz a un hombre que arde por narrar sus convulsiones cuando acompañó al Mendigo Rey en su primer día en la calle, ¿qué palabras habrá de usar para, sin empujarlo a ninguna vereda, contar lo que entonces no pudo explicarle? No sé si me comprendes, Nike, pero en este momento crítico es muy difícil interpretar cuál es el rumbo correcto.
−Intentaré ayudarte, Mendigo. No en vano he estado atento a cada palabra y podría recordarte la fuerza intuitiva que tienen algunas… éstas, por ejemplo: “finalmente el rey prefirió desconocer la ambición y descender los escalones.” ¿Cómo puede saber eso el contador de historias, Luke?  ¿Cómo puede estar seguro de que haya renegado para siempre de esa escalinata infame, de que no le volverá la tentación dorada y querrá subirla de nuevo?
−No puede saberlo, Nike, por eso el narrador es sólo casi omnisciente.
−Pero es que el contador de historias lo sabe, Luke, ha leído todo el libro del rey, tanto las líneas escritas como las ocultas. No conozco el final de tu fábula, pero si me permites adelantarme y adivinar qué puede ocurrir, yo pensaría que el relator y el mendigo de la cuna dorada se acaban encontrando en una noche en la que no valen los ojos y hay que leer con los dedos, como los ciegos, con el tacto en los latidos; y así es como el primero, seguramente, habrá percibido que el que llamas rey ya tenía tomada una decisión antes de que se encontrara con él y oyera su cuento, y por eso el narrador ha descifrado los sentimientos con la seguridad del que distingue de entre todos los sonidos la llamada urgente de la Tierra. Todo relator, Luke, debe tener el derecho de alumbrar las piedras del sendero para ayudar en la estabilidad y el equilibrio; y eso es lo que has estado haciendo, nada más; el contador de historias no puede decidir por el octavo mendigo, pero nadie le debería negar su libertad de ser faro vigía. Comprendo tus escrúpulos, Compañero, pero puedes seguir adelante: el rey ya no teme acercarse al acantilado.
−Me has vuelto a iluminar, y ya no sé cuántas veces van, Mendigo. Muy bien: puedes apagar el mechero; seguiré en la oscuridad y si es necesario, aprenderé a leer con los dedos. ¡Gracias, Nike!      
  Cuando a la tarde sin niebla ya le entraba la prisa de vestir el sombrero de la noche, y la luna llena se le ajustaba sin permiso como una pluma, las pupilas del Mendigo-Árbol y las del rey convergieron al fin en el mismo radio; y en esa tensión eléctrica se entendieron y de esa luminosidad vino la seña que habían convenido para levantarse. A su lado los compañeros, que habían sido adiestrados en el secreto, les abrieron paso sin decir nada. Erguido sobre el lodazal de la colina como un luchador ante el horizonte acre de la batalla, el Mendigo Rey descifraba de la tarde las señales: la atmósfera cargada presagiaba su embestida de toro cárdeno, la humedad publicitaba el parto de las nubes para las 10. El nuevo pupilo de Verôme adelantó la frente, examinó por última vez las causas para abrir la ventana de las consecuencias e ir hacia ellas impávido y sereno, como el amante en el preámbulo de las sábanas, sin estridencias. La luz le daba de lleno, el rostro trémulo del héroe en la tragedia clásica, las manos entrenándose para la indignidad, los pies para la extenuación, los dientes para una comida que no tendría el sabor de la de todos los días; pero se le había quedado en los ojos la Belleza para que cuando apuntaran al compañero crepitaran, y así, tal vez, prefiriendo abrumar para no romper, sin herirlo todavía, lo rozaran tan sólo, tan sólo lo mordieran. Bajaron al fin la loma los dos mendigos y, nudos en las gargantas, las primeras palabras nacían y temblaban sin producir sonido, diluyéndose como azúcar de otoño en el vaho vibrante de las calles. El Mendigo-Árbol guardaba silencio para ayudar al rey en su iniciación, para que los hitos de su experiencia no se le interpusieran como pañuelo en los ojos que impidiese dejarlos abiertos y en libertad; y por eso optó, en cambio, por acompañarlo con el báculo de los acertijos y los vocablos triviales, delicados como el susurro de una canción de cuna, que parece que volviera: −¡Oh, mi rey, érase una historia de dos hombres en una tarde solemne de octubre. Sígalos conmigo y contémplelos ahora en la distancia, cariñosamente! ¿No da la impresión de que se encaminaran hacia el mismo vórtice, hacia la misma frontera? Veamos si usted conmigo logramos ser linterna que los alumbre. Pero no se sorprenda si su haz vacila de episodio en episodio, pues una vez más habré de llevarlo de sobresalto en sobresalto. Y la lengua que me tuve que morder hablará por sus llagas para decir las cosas que no se pudieron decir entonces. ¡Dos hombres en una tarde solemne de octubre!: un hombre-árbol, que al borde de la desnudez con la que pronto le espantaría el otoño, buscaba las hojas que vestir en primavera y las tenía a su lado, en la dignidad del compañero que hollaba las piedras como agujas de la carretera del calvario, que marchaba decidido al encuentro de la reconstrucción la madre, de la miseria la puta, en el pórtico de las catorce estaciones que iba a tener su vía crucis:  
   Muchas calles se llaman ninguna parte. Son, como el cuerpo amado que se posee por primera vez, recompensa y laberinto. El Mendigo Rey las recorría llenando de equis los nuevos mapas, desenredándolas. Confiaba en la guía imperfecta del compañero, pero marchaba aprendiéndose los sucios adoquines y las farolas, aquí una esquina con un arco mugriento, desvencijado; allí una vieja puerta de roble que sorprendía con alguna marca como de cuchillo; memorizando las grietas de la ciudad pobre mientras acostumbraba los pies al hollín y a la caminata. Esperaba llegar a la evidencia de alguna parte para ser lo que había salido a ser. Se le ha llamado ya Mendigo del Estremecimiento. Y no ha sido inadvertidamente, pues ése fue otro de los nombres que se ganó aquella tarde. Porque apenas habían avanzado lo que tarda el vapor en cubrir un espejo cuando la intuición le dijo que en un par de revueltas se hallarían ante alguna plazuela demasiado alejada de la conmoción del mundo; y de súbito se frenó, se rebeló ante la sospecha de que el compañero intentaba apartarlo de la multitud, y le brilló en los ojos, elocuente, una súplica estremecedora: ¡Por el amor de Dios, no intentes ahorrarme nada! ¡Y por encima de todo, no me rescates de la Vergüenza! ¡Déjala estar Mendigo, y déjame tragar la miel con las espinas! No soy el primero ni seré el último que lo ha tenido que aprender; y todos vosotros ya habéis estado aquí. −Pero ¿cómo explicarle, mi rey, que se puede errar sin alevosía imperdonable? Porque hasta aquí me trajo noviembre de la mano de la Hija de la Tierra, intrigando, tal vez, para que el inevitable sobresalto me llegase como a la vida del hombre sus nieves, despacio y sin desorden. Y yo no pretendía apartarlo de los esteros del río, Mendigo, mi señor; acaso enseñarle a vadearlos para que después estuviera preparado ante la inminente zozobra de la cascada a la que nos orientábamos. Despacio, mi rey, sólo procuraba que su aprendizaje caminara por entre las tierras movedizas despacio, con suavidad por la línea que usted mismo se había trazado, su propia resolución que lo alejaba del indeseado regreso, que no habría soportado pero que nunca, mi señor, habría sido un fracaso. Pero no sabe el diablo que abundan almas exhaustas a las que no puede comprar, porque seres hay que siguen al dolor y en él encuentran brújula y victoria; y usted se movía a través de ese dédalo asido al ovillo de las verdades dolorosas; y con esa Ariadna, siempre daba con la salida−. Los dos mendigos corrigieron el rumbo a tentar la limosna del río rico. Había por allí un lugar sagrado accesible al devoto por una exageración de peldaños, porque allí donde deba haber un templo debe haber una escalinata, en la cual la contemplación de los excluidos afuera sea una acción de gracias para los que entran en paz con su Dios, fervorosos de la compasión, la separación y la altura. La ceremonia había comenzado y la gradería estaba abarrotada de manos pedigüeñas. El rey comprendió que el novicio debe buscar lugar entre los residuos que le hayan dejado los iniciados y se apartó de la escalera. Unos pasos más hasta que vieron de reojo las ventanas de occidente y el Mendigo-Árbol y el Mendigo Rey, últimos en la hilera de la indigencia, se acomodaron en el suelo. −Ya estábamos en ese punto, mi señor, donde si alguna vez lamentaba haber llegado, cabía el retroceso pero ya nunca podría deshacerse de la realidad de su propia instantánea, sentado en el umbral de ninguna parte. Y si esos pensamientos lo asaltaban, siempre se aferraba a la imagen de que los siete compañeros habían pasado por cada una de estas indignidades; y esa memoria fue todo el tiempo su pan y su vidriera. Esta ciudad no tiene catedral, mi rey, mas no carece de altares−. La tarde languidecía, pero la luz que flaqueaba sabría encontrar sus claraboyas.
   Los pies habían cumplido su misión y pasaron el testigo a las manos, esos miembros que perturban al extenderlos para la limosna porque adquieren una destreza que, sin embargo, sólo se puede ejercitar con el rostro ruborizado y el corazón encogido; que acaso lleven hasta la base de una larga ladera descendente donde se han podido encontrar con la ruina y la degradación, pero siempre con la necesidad. El Mendigo-Árbol no habría sido capaz de explicarle al rey cuánto mortifica abrirlas, acompañadas de la súplica y el gesto plañideros, allí donde haya ojos que las vean, para solicitar la moneda de la que la señora o el señor estén dispuestos a desprenderse, para agradecer después la ingrata transacción; pero podía instruirle sobre la apertura y la inclinación, sobre cómo alzar el antebrazo unos treinta grados y colocarlas de forma que dibujen en el aire un hemisferio abierto en el ecuador, los dedos apuntando a la bóveda celeste, a la misericordia de los que pasan y observan desde su elevada posición. El rey no tenía dudas de que el deseado nombre de mendigo no se gana sin que sangren por las estrías, y, haciendo semiesfera de su mano derecha, preparó los jirones y los surcos para hacerse acreedor de unos harapos, del caldo pobre de la cena, con el precio, imaginaba, de la ignominia y de la afrenta. El hombre al que amaba se estremecía a su lado contemplando la férrea resolución y el impulso que lo movía a ambicionar volverse historia de la leyenda de los siete; a arrojar como lastres la comodidad, la buena comida y la limpia indumentaria, bendiciendo sin protesta la desventura y las indignidades, sumido en un escalofriante silencio que manifestaba recogimiento del alma y armonía. Lo habían llevado hasta allí los ríos ricos de la amistad y de su belleza; y aunque en los ocho caminos a veces el amor pretendía haber tenido su importancia, vana es su gloria, porque el Mendigo Rey tampoco llegó a la calle por amor. −Mi mano es una cuenca, mi señor, del valle al que vienen a parar sus afluentes. Y alzada junto a la suya es un temblor, ignorante de cómo habré de devolverle la dignidad y expresarle mi lealtad y mi respeto. Pues si tan cerca de mi costado oye vibrar los latidos del corazón que anhela; si me siente pero hoy sólo soy su compañero, ¿cómo no me van a clavar a sus sentidos las agujas de su límpida mirada, que quieren saber si mis ojos las miran aprobando su digno caminar? En esas ballestas se refleja también que se le ha olvidado desear, pero ¿por qué la amistad no ha de llegar con deseo? Las lunas de su transparente traidor me hacían saber que usted había decidido que ese día debía educarse para el hambre, que ese día no se trataba de amor, que no era lo importante. Y así, mi mano junto a su mano era el emblema de que yo también mendigaba, de que también andaba necesitado; la moneda caería, la indignidad el fruto compartido; y sería para usted la comunión con la mendicidad y su sobresalto; y para mí el empeño de posar mi mano sobre su mano para reconfortarlo y transmitirle la aprobación de la Tierra; y no moriría la tarde sin que se escribiera para mí también la ley que me ha de urgir a acomodar un día, mi rey, mis manos entre sus manos.
   La primera moneda siempre hiere como una quemadura, escalda los nudos de la palma y erosiona los relieves; y el peso de la caída hace que se inclinen los dedos como en una humillante reverencia. Al mendigo que llevaba once meses en la calle, también neófito y todavía a veces alumno indisciplinado, lo abrasaron las primitivas y le seguían quemando las recientes. Ese 4 de octubre la primera limosna cayó sobre su mano, mientras a los dos mendigos les llegaba como un eco amortiguado el runrún del templo y las lejanas notas de un sermón que era un adoctrinamiento sobre la virtud de la caridad, ¡oh, hijos de Dios-Destino, socorred a los hermanos que no se han hecho dilectos a los ojos del Padre!; y el rey −antes de pensar en su propio sustento, despreciando el hambre que a aquella hora ya empezaba a apoderarse de sus sentidos debilitados−, miraba al hombre que tenía a su izquierda con la esperanza dibujada, con la alegría de que su compañero comenzaba la suma necesaria para lograr el pan que alimentara esa noche a su hijo y a su esposa. −¡Estuvieron siempre, mi rey, Mendigo del Estremecimiento de la Tierra, en cada instante de aquella jornada en su pensamiento! Y en la tarde inenarrable, que ya era la noche, no había penumbras para el hombre que le observaba a las que no les alcanzara una llama de sus faros, mi señor−. Empezaba a levantarse un poco del frío que comerían en la cena y oriente era ya una sábana malva cuando como una quemadura cayó sobre la mano del rey la primera moneda. En los segundos posteriores,  en el escalofrío de lo ya eternamente irremediable, seguramente debía estar pensando qué forma adquiriría su silueta en el reflejo, con qué expresiones saldría retratado, en las pupilas de aquella persona que pasaba, que en el capítulo inicial de su nueva historia fue una mujer, una señora de aspecto sencillo que venía de la calle y no salía del templo; la miró despacio y reverente para grabarse bien su fisonomía, porque supo como si llevara años en el oficio que el rostro del primer limosnador deja una cicatriz en la memoria y un desgarrón en el alma. Pero si aquella dama hubiera podido revelar la fotografía del mendigo en sus ojos, se habría observado sólo gratitud y asentimiento, y un respeto al que ella, tan libremente como había decidido darle la moneda, pareció corresponder. El Mendigo Rey tenía un traidor para que no se perdieran en el vacío ningunos de los estambres de su belleza, y así delataba, en el minuto de la fractura con su pasado y sus lejanos sueños, la seguridad de que no iba a haber lugar para el lamento sino tan sólo la satisfacción de estar al fin donde quería. −¿En qué momento, mi señor, se ha de decir que aquélla que aún se percibe ya no es la tarde, que ésta es la sombra que anuncia certeramente que aquí comienza la noche? ¿En qué día y a qué hora termina el adolescente y emerge el hombre? Enigmas que tal vez no se podrían descifrar si no se le diera existencia a la transición, a la frontera; pero es necesario establecer arbitrariamente un punto para la realidad ulterior. Y si todavía se preguntaba, mi rey, cuántas etapas serían necesarias para que la voz Mendigo fuera tan parte de usted como el apellido, el último acaecimiento ya no dejaba dudas de su salto a la hora de después, a nuestro país; y a partir de ahí sus opiniones sobre la calle serían en adelante tan respetables como las nuestras−. Así que el hombre que comenzó su vida como rey había confirmado el hado de los augures y ya se llamaba mendigo. Pero si cuando le llega la miseria le sabe extraer las plumas de la belleza, entonces las dádivas y las gracias nunca vienen solas; y por eso aquélla de octubre fue la tarde de los hermosos nombres. El mendigo que estaba a su lado podía habérselo dado antes, pero lo guardaba como una caricia para la hora magna en que todo se hubiera cumplido. Pero al fin lo pronunció para él: Compañero, su nuevo vocativo; y éste lo agradeció y le hizo honor, todo el resto de la noche, al nombre dado. −Y cuando con su voz estremecida, al cabo de unos pocos minutos, mi rey, me agasajaba con el mismo vocablo, mis paredes vibraron desde los cimientos, y temblé como si hubiera vivido siempre sin identidad y finalmente supiera quién soy; pues ésa es la fuerza, y así taladra la percepción de la realidad, del nombre y de las palabras−. El Mendigo Rey estaba sintiendo la muerte de su tránsito por el destierro sin cruces pero con clavos, y en la eternidad de tres minutos lo habían perforado las agujas abrasadoras de una moneda y un nombre, que cayeron y dejaron en él sus marcas, como dos quemaduras.
   En los agotadores minutos de la calle duelen los dedos y cansa la interminable espera. El Compañero Rey temía mostrar fatiga cuando apenas habían comenzado, vivió las horas con el recelo de que en cualquier momento pudiera alcanzar la indignidad, y no sabía que ésta no es ninguna deshonra sino una cubierta de la piel del mendigo como el sudor y los harapos. E ignora todavía que sólo en una ocasión de aquella tarde llegó a mostrarse tan indigno como humano; mas su pequeña transgresión será desvelada en el lento despliegue del orden cronológico. La ceremonia había concluido y los primeros fieles descendían reconfortados los peldaños. Los mendigos de la escalinata podían verificar, tal vez, en la superficie de sus manos abiertas, si la caridad predicada era practicada, si conseguía que los devotos sintieran que podían elevarse sobre el suelo, postergando de esa forma el júbilo de haber recibido la palabra divina; pero a los mendigos de abajo no les llegaban ni las migajas. Las últimas respiraciones de la tarde presagiaban que la noche iba a ser larga y estéril y el frío no invitaría a la gente a congregarse en los alrededores del templo, una amplia plaza surcada por el río. El Mendigo Rey aprendía cómo se parecían el que daba la moneda y el que no la quería dar en que los dos te regalaban su moral y sus consejos; y por el mismo procedimiento tantas veces su ira y su desprecio. Acudían a recriminarles lo que entendían como ociosidad y haraganería, y se creyera que los indigentes habían dado con una fórmula perfecta para vivir a la sopa boba sin tener que salir a trabajar cada mañana. Y lo decían aquéllos que mejor conocían que todo en la vida tiene su precio; los que nunca supieron, en cambio, de la dignidad de la pobreza, del coste al que se compran la redención o la libertad. El octavo mendigo aprendía, empezaba a saber de las clases y de la proporción que separa las cosas sublimes de las cosas ínfimas; aprendía y callaba, pues no estaba en su mano cambiar el estado de las cosas. Pero le sorprendía la ira. −Es ésta una expresión de enemistad que viene de siglos, mi rey. Desde tiempos remotos han osado instruirnos sobre el despropósito de nuestras acciones y omisiones, sobre la inconveniencia de hallarnos repentinamente en su camino mendigándoles un pedazo del pastel de su prosperidad. Aquella misma tarde nos llamaron gentuza y, desde siempre, vagos sin voluntad de transformación, débiles de espíritu, los parásitos de la plebe; y nos siguen viendo ajenos cuando les somos tan necesarios, porque siempre han querido que estemos exactamente donde estamos y se han ufanado de la distancia recorrida para diferenciarse. ¿De dónde, entonces, el pájaro negro de la ira, la furia de los privilegiados? Su enojo quizá traicione su descontento porque les recordamos que el hombre es un ser infeliz y mortal, y sienten el pasmo de tanto laborar para que un día la parca los mida por el mismo rasero, la certeza de que no son tan desiguales. Pero su ira no es nuestra ira. La nuestra es una cólera de insubordinación ante siglos de condena y de injusticia consuetudinaria, la de aquéllos que carecerán de todo hasta que el sol estalle y no se vuelva a ver su luz por los ángulos del oriente. Usted me miraba, mi rey, observando la ira que me cubría la cara como un sudor frío, y vi cómo comprendía y se airaba y casi pedía disculpas; mas no cabía que se excusara cuando me había mostrado que despreciaba el riesgo de saltar en marcha de las ruedas sobre las que gira el mundo; y se había pasado al bando de los del lodo y la privación, para quedarse, para vivir nuestras afrentas y nuestros peligros; con la belleza cuando llegara; y cuando tocara la sinrazón del hambre, con el silencio a veces, a veces con la protesta y con la ira.  
   Las gentes del otro lado pasaban dejando el perfume de su distancia y de su insolencia; pero el Mendigo Rey, que acababa de conocer su hedor, aún había de aspirar el aura de la gente desconocida que habita en esta orilla de la trinchera. Sucedió que bajaba la escalinata una pareja de mendigos, marido y mujer, perros viejos, en dirección a los dos compañeros. Ella era la imagen más estremecedora de la miseria, él de la vileza. En ella eran la mente nublada y los hematomas, en él las marcas de la bebida y de la violencia; ella era tierna… y él era un hijo de puta. −Yo los conocía, mi rey, de otros días de mendigar; y como a usted, nunca fue necesario que nadie me diera explicaciones; ella se hacía querer, y aunque él era una rata, no pude evitar que se acercase ni disimular mi repulsión por la vida que le ha dado. Pero debí amordazarme de nuevo para permitirle su libertad de reaccionar ante esta visión de las flores y los insectos que también son de la calle, su primer contacto, mi señor, con los mendigos de afuera. Y pude ver cómo se transformaba al mirarla y le comían los gusanos de la desazón y la impotencia; y asimismo cómo al mirarlo a él le llegó inesperadamente, como un chasquido, el nauseabundo reflejo de los paisajes a los que nunca llegamos, usted y yo, pero donde podíamos haber estado: usted en el tiempo de los venenos, yo en el de la violencia. Mas no por eso dudó de que hay cosas que sencillamente no tienen perdón, que no todos los hombres se han ganado el respeto, que los miserables están en todos los gremios; pero concluyó que vivir es una indignidad común y por ella, a la que ya no podía alcanzar ningún auxilio, tomó la decisión de oír sus cuitas y morderse la lengua. Y al final, mi rey, se hallaba usted donde estuve yo, pues ¿qué otra cosa podíamos hacer? Tantas veces me pregunté si antes de llegar hasta este día rutilante, del que hizo basílica, ya sospechaba con quiénes se había de topar; pero deduje que al menos lo intuía, que vislumbraba que en los mendigos de afuera encontraría toda la gama de espejos que podía descubrir en el otro lado; y que estaba preparado para conocerlos y mimetizarse, tal vez porque tuvo tiempo para observarlos, para observarse, desde su balcón doliente en el exilio, y ya lo había previsto. En lo que quedaba de la noche y en los días posteriores, los mendigos de afuera siguieron llegando. Pero era yo el que no estaba preparado para ver su manera de buscar los puntos de comunión con los tiernos y los canallas, en medio de los empedernidos y los bisoños, los trasnochados y los amargos, los bebedores y los suicidas, los optimistas y los descaminados. Y así me sacudió la noche, Compañero, mi rey, viendo cómo a las puertas de su corazón se mezclaban y pervivían; y, abiertas de par en par, los mendigos de afuera también estaban entrando.
   La página de la tarde ya se leía con dificultad y hasta esa hora la cosecha era pobre; apenas caían monedas y el Mendigo Rey empezaba a ejercitarse en la difícil labor de hacer los cálculos con la calderilla: necesitarían bastante más para llevarse a la boca un mendrugo y el tábano del hambre ya sobrevolaba carroñero al olor inconfundible de sus víctimas. Y fue entonces, con los primeros arañazos del estómago vacío y doliéndole la ausencia entre la saliva, cuando vio que se le acercaba un rezagado del templo −un sujeto varón, vanidoso y pulcro−, que le dejaba en la mano el remedio para su mal, la plata de la moneda mayor. Pero por ese metal se perdió el traidor, y el que la regalaba la había envenenado con el escarnio. E inesperadamente, a la hora de vísperas, el minutero se movió para señalar con sangre: estáis aquí por vuestros pecados. El mendigo que empezaba levantó la vista y escrutó las facciones del individuo, un ente ceñudo, ojos de halcón y manos de predador, cuyas palabras acababan de azotarlo con la mentira; y a pesar de que esa tarde ya había soportado los dardos de la ira y la humillación, no pudo, sin embargo, con ese estigma; y mirando al hombre con desprecio, a aquél que acababa de quebrantar los más sagrados preceptos, le arrojó con furia la moneda, porque él no estaba allí para redimir los pecados del hombre. −Y sólo a usted le corresponde decidir si podrá perdonarlo, mi señor, porque no sabe lo que hace. Mal haya todo aquél que no piensa lo que dice y confunde la necesidad de los mortales con los arbitrios de un Dios caprichoso creado a imagen y semejanza de los de su calaña. Pensó entonces en los ocho, mi rey, y en los ochenta millones que por el mundo somos; en los azares que nos han movido a caminar por este alambre; en los cuerpos y las almas que han hecho supervivencia y destino de la casualidad o la causa, inocentes todos, seres sin máculas que expiar en el altar de la ignorancia. No pudo soportar, Mendigo, mi señor, que ensuciaran nuestra belleza y nuestro dolor con el cieno de la palabra perversa que no significa nada. Y aún creyó que lanzar la moneda maldita, pues había hambre y privación, podía ser indignidad. Pero todo mendigo, y usted ya lo era, tiene derecho a ser dueño de sus propios juicios; y el que obra en conciencia, además, nunca yerra, mi señor; y poniéndome en su lugar, cuando ya sus dientes acariciaban la comida, me estremeció su decisión de seguir hambriento, ¡Compañero!, mi rey, para lavarnos a todos de esa ofensa.
   El sexto de los signos negativos no era la Invisibilidad, tenía un nombre secreto. −Ya por entonces estaba conociendo, Mendigo, que el que no quiere mirarnos no aprende a vernos; que de sus ojos la lanza atraviesa nuestros cuerpos como pasa la luz, pero sin dañarnos (pues no nos roza), y continúa hasta el horizonte porque en su trayectoria ni somos ni estamos. Invisibles, objetos con peso en el espacio que no proyectan reflejo ni sombra; signos del aire, de lo que no se puede ver aunque se sabe que está; o signos del sol, que como a él se nos mira de lejos y con precaución, no sea que la visión cercana del fuego enceguezca las pupilas. Pero para los hombres sin fe lo que no se puede ver no existe y lo que no se quiere que exista se rechaza; y el sexto don cambia entonces de nombre−. Una hora se había cumplido cuando el Mendigo Rey tuvo sed y se alejó; mas no le dieron agua en la primera fuente. No le dejaron atravesar la puerta. −Todavía me pregunto, Compañero, si acaso no debí retenerlo, hablarle primero de lo que se iba a encontrar. Pero la intuición me decía que usted ya no necesitaba mi bastón, que prefería caminar a tientas arriesgándose a perder el equilibrio y caer, sin una guía que, además, me habría recriminado. Tenía sed, mi señor, y le ofrecieron, en cambio, el hisopo bañado en vinagre con el que supo el nombre celado de la Invisibilidad: la Exclusión, el signo secreto que no se enseña de antemano, que sólo se aprende tras el golpe en el estómago que deja sin respiración, el encontronazo con la realidad cuando se comprende que ya no se permite la entrada a lugares a los que hasta hace cinco minutos se podía acceder−. Y, sin embargo, el Mendigo Rey pareció encajar el revés y, sin rendirse, probó fortuna en una segunda fuente, donde algún buen samaritano le dio de beber. Se le grabó entonces la dura enseñanza de que por más que el Universo a veces se equilibrara, no admitía jamás el punto de certeza. −Regresó entonces a mi lado, mi señor, me miró y sobraron las palabras; y de sus labios tan sólo salió una sílaba, la misma que le estaba llevando progresivamente a la Sabiduría; asintió y no dijo nada más, pero el silencio subsiguiente venía preñado de palabras, por las que fluía, tácito, el río de las pérdidas amargas. Había asimilado la Exclusión como el rufián que era y ya no sabía si la jornada no le robaría también lo poco que quedaba de la mitad blanca del gris. Pero al fin se sentó recogido en su figura de dignidad, a seguir esperando y conociendo, en su lento caminar por la pasión.
   Cuando se pone un sombrero en el suelo, se aguarda con expectación la caída de alguna substancia que rompa la desarmonía del vacío; pero esa tarde los elementos eran una insignificante llovizna de cigarrillos y una aridez desértica de monedas. El Mendigo Rey no podía saber de los ritmos de la calle, de los días incontables de manos despobladas, y le preocupaba el papel que su presencia pudiera desempeñar en el fracaso. Había resistido todos los aguijones, pero el tiempo pasaba y comenzó a intranquilizarse por su compañero. No deseaba el retorno ni el descanso y, no obstante, por primera vez, tuvo la tentación de abandonar. −Ésa fue, mi señor, su única indignidad. Pero no porque quisiera marcharse. Había salido, por su propia luz, de la Penumbra; el Frío que ya vivió con nosotros se le estaba volviendo ahora escarcha en los dedos; atravesaba la Escasez y el Hambre con estoica heroicidad; había sobrevivido a la Exclusión, puñal mortífero; y antes de que llegaran la Suciedad y la Vergüenza, casi le aniquilaron las zarpas de la Tentación. Pero no vea, mi rey, reproche en mis palabras, sino una vez más, estremecida gratitud. Porque lo hizo por mí. Porque quiso apartarse para que comieran los míos. Leí en su silencio revelador el temor de que su aspecto pudiera ser demasiado señorial y no invitara a la confianza; y tuvo que violentarse, arriesgando que yo le pudiera censurar (y nunca lo habría hecho) que se retirara, una vez que sintió que lo único que le quedaba por hacer era alejarse de mí para que con su ausencia pudiera llegarle a mi familia el sustento. Su equivocación, Compañero, me mordió con tanta fuerza como lo habían hecho sus pasos certeros. Fue indignidad porque nunca debió pensar, mi rey, que yo iba a consentir que se atribuyera la culpa; nunca debió creer que le dejaría marchar si las razones que le impulsaban no eran su cansancio o una decidida voluntad de retroceder; por usted, mi señor, nunca por mis propias responsabilidades, que yo no iba a cargar sobre sus hombros. Y, sin embargo, mi señor…, ¡qué hermosas una vez más las estrofas de su corazón! Mas si mi rostro también ha escondido siempre a un traidor, en esa hora en que no me habrían salido las palabras, tenía que ponerlo a trabajar para que, elocuente en la delación de mis sentimientos, le transmitiese telepáticamente, alto y claro, con severidad: quédese donde está, mi rey, si está determinado a que éste sea su lugar, y venga la noche a vernos con lo que traiga; que sea lo que sea, mi mujer, usted y yo lo comeremos juntos−. Los ojos del compañero manifestaron, desafiantes ante el común destino, que no se iba a mover de su sitio. Se habían vuelto a entender sin hablar, el hombre de los once meses enmudecido por la fuerza de su compañero mendigo, Mendigo del Estremecimiento de la Tierra. La noche abrió perezosamente las ventanas y, piedrecitas azules, se le colaban las estrellas.
   No dispone adecuadamente el vestuario quien es empujado súbitamente al cadalso de la calle. El Mendigo Rey se había vestido con la ansiedad de no haber hallado el harapo en sus armarios, y ya se dijo que según pasaba la tarde desconfiaba de su aspecto distinguido y a ello achacaba que la sequía de monedas posibilitara que aún se pudiera ver el fondo del sombrero. El resquemor por el hambre de su compañero casi le hizo abandonar, pero la desazón debía estar operando en su maquinaria, hirviendo los fluidos. Porque a pesar de su contacto con el gélido suelo, limítrofe de la humedad del aire, de los cabellos le bajaba por la frente, y se puso a rodar por la mejilla, sal de sus cristales, una gota de sudor. −Ya ese tizne, mi señor, le embadurnaba la faz, y pronto las travesuras del tiempo enhollinarían sus ropas: el Universo se rectificó cinco minutos para que pasara una niña que seguía de verano, para que una mancha de helado emborronase su camisa inmaculada. La Suciedad es una lacra, mi rey, reputada infame de nuestra mengua y nuestro desdoro; mas usted necesitaba los harapos: sabía que era el que es, pero quería parecerlo. Y ya lo ve, Compañero: tan lejos de las galas y el ornamento, y a esas alturas de la interminable jornada, ¿qué le quedaba de rey, mi soberano? A la primera gota de sudor le sucedieron otras, y nuevos hollines y nuevas cenizas contribuirían al deterioro de su indumentaria; pero de esos colores llegará la tinta con la que se rubricará la escritura de su nombre, Mendigo, mi rey, que corre desde entonces limpio por mi sangre.
   En el Apocalipsis de la calle, ocho jinetes cabalgan a lomos de ocho caballos bayos. Pero impasible ante la muerte que montaba en la octava bestia, uno de los compañeros la miró retándola y con la mente agarró las bridas y la detuvo, y el caballo se alejaría sin haber llegado a rozarlo. El frío de la noche llevó a los dos hombres a mudar el asentamiento y buscar un lugar más a resguardo, pero seguían estando demasiado conspicuos. Para el Mendigo del Estremecimiento la posibilidad de encontrar a gente conocida era algo más que un albur: cualquiera podía verlo, en la paradoja de su aspecto habitual, el del día anterior y el de las próximas jornadas −pues era su intención conocer de tarde la calle pero regresar a la Estrella cada mañana−, mas con la mano en el aire, como un desharrapado, llamando a la miseria en la callejuela de la desesperanza. En el pausado transcurrir de las horas jamás perdió la conciencia de ese riesgo, y conmovía su manera de mirar siempre hacia adelante, enfrentándose a cualquier contingencia con el arrojo de haber aceptado que lo que hubiera de ser sería, si su fortuna ya estaba sellada. Y vino entonces la Grandeza. Llegó cuando los duendes que diseñaban sardónicos el guión de su destino escribieron que había de toparse con una figura de su adolescencia, con la ironía de que para vencer en el desafío de la bestia pálida, o sucumbir en él, había de presentarse, pues no fue reconocido, al que fuera guardián de sus caballos. Aquél que había sido rey, plenamente consciente de su figura de mendigo, lo vio atravesando las aceras de la noche y lo llamó hacia él y le habló; y, como era de esperar, obtuvo el desconcierto por respuesta. Mas, sin arrugarse, escudriñó en las líneas de su libro interior para hallar las palabras adecuadas, saber explicarse y convencer. Y si todo esto no fuera suficiente, el Mendigo que No Conoció la Vergüenza volvía a hacerlo, ¡y a qué precio!: volvía a exhibir la felicidad de estar flanqueado por su compañero y, con orgullo en el desgarro de su voz, puso su gallardía en presentarlo. −¿De qué me valieron, mi rey, las experiencias de mi virginidad si me acobardé ante la primera cara conocida, hasta que la mano misericordiosa de la memoria me rescató del fracaso cuando miré a la espléndida mujer que se hallaba a mi lado? Todo esto lo conoce, Mendigo, pero no sobra repetir lo que ya sabe si, de no hacerlo, nunca conseguiré que comprenda con qué puntillas ha ido horadando, con la paciencia del agua en la piedra, mi tosca madera. Con ese gesto posiblemente alejó para siempre de su seno a su caballerizo, pero se ha ganado otro corazón, que guarda sus fotografías de aquella noche como láminas imborrables. La Vergüenza es un mastín que aguarda a los incautos para despedazarlos con la ferocidad de sus implacables colmillos; un jinete montado en una bestia inmunda, sedienta de sangre. Pero a la verja de su casa los monstruos se detuvieron y no pudieron hallar la cobardía que les proporciona la carne que devoran; pues leal hasta las espinas, mi señor, había decidido no conocerla.
   No fue la de los dos caballeros, sino la de octubre con su plenilunio, la derrota. A las estrellas que unos minutos antes tiritaban lívidas en el lienzo de azabache se las estaba tragando un brazo de nubes bajo el cual empezaba a soplar un viento helado. Dos mendigos cualesquiera habrían reconocido que se acercaba la hora de recogerse hambrientos en sus madrigueras. Pero el Mendigo Rey se habría pasado la madrugada desgastándose los nudillos porque le movía un hambre que era más fuerte que su hambre. Y así, cuando se le planteó la eventualidad del retorno, pidió media hora más de plazo. Y entonces habló: no podían volverse con las manos vacías sin asegurar la comida del Pequeño Rey. Apenas tenía con qué contribuir, pero quería que se lo permitieran. −Nunca se oirá que le pregunta, mi señor, ¿por qué me has abandonado?, si por tanto amor, junto a su madre y a mí, le ha elegido entre los ángeles que lo guardan. Pero en su búsqueda de la verdad, Mendigo, le seguí con mi lengua muda porque no supe ver que hay cosas que debí haberle explicado. Y no le había dicho que a esas horas ya habría comido, que ningún sustento le faltaría tampoco cuando dejara de ser amamantado por los pechos de su madre. Mas si hoy soy yo el que no ha probado alimento, regresaré con mi hambre a su cuna y le daré un beso y un arrullo; y le diré: hijo mío, he aquí a tu padre. No has de penar si trae unas noches el pan y otras el apetito, tan sólo el aire; que para ti tus padres han guardado lo mejor que te han podido encontrar en el vaivén de sus días. Así más o menos son los versos, mi rey, de la nana que le canto todas las noches. Y usted no ha de sufrir si todavía con su sudor no le ha podido llevar otra cosa que el llanto, o la risa que acompaña sus juegos; vele por piedad por su propio estómago, que le está reclamando atención, y confíe en el futuro. Descanse de su angustia, mi rey, que al cabo Tres serán las manos que le darán de comer; y nuestro tiempo es mísero, pero él no tiene hambre. 










   Me hicieron saber que hay otra manera de buscarse la vida cuando la picazón del agujero en el estómago exige medidas desesperadas… Tal vez (estremecimiento) lo deberíamos intentar. Derrotados como los astros que se ocultaban cabizbajos tras los nubarrones de la noche infructuosa, a los dos compañeros no se le ofrecía más alternativa que tornarse hambrientos al hogar, o quizá… Garras que súbitamente abrieron la oscuridad, oyéronse las cuerdas de una voz discrepante que se lo jugaba todo en aquellas palabras. Una vez asegurado de que al Pequeño Rey no le faltaría la comida, el Mendigo del Estremecimiento de la Tierra podía pelear por la de su compañero y la suya: evocó entonces las duras imágenes que su pensamiento se vio forzado a reproducir meses atrás, en un intercambio de palabras tortuosas con el Mendigo Luminoso, que ahora le venían como ecos de visiones degradantes que le seguían martillando, apariciones fugaces que, sin embargo, se le estaban volviendo sólidas; a las que tal vez sólo conseguiría ablandar si, arrinconando la náusea, participaba de esa humillación por la que los siete, ¡y tantos otros!, hubieron de dejar atrás la última dignidad cuando el hambre extrema no dejaba otro recurso. Quién sabe qué memorias, qué ternuras perdidas para siempre, se le hicieron lluvia y se le caían, gajos de sangre sobre el barro, cuando sugirió la posibilidad de procurarse la comida en los contenedores. Ante esas turbadoras palabras es inevitable preguntarse de dónde sacó la fuerza, tan natural en él toda la tarde y la noche que se dijera parte de su piel. ¡Qué poderosas han de ser las convicciones de un hombre para llegar a pronunciarlas y estar dispuesto a llevar a cabo semejante delirio! Seguramente debió inquietarle la idea de que otros pudieran darle el nombre de locura: porque no se hallaba necesitado. Pero el mendigo que tenía una fortuna deseaba vivir la calle como si no la tuviera, porque podría ser un día su única casa, por la penetración juiciosa de que no podría continuar con la cruz que los seres que amaba llevaron antes si no conocía qué rostro tiene el tormento, el de los hombres, no el de los dioses. Acaso también porque el dolor de las verdades hirientes y las medias verdades le enseñaron a esquivar las flores que destilaran cualquier aroma de privilegio. −Acaso, mi rey, porque hacía tiempo que aprendió el precepto de que a veces hay que perderlo todo para no perderlo todo−. Razones se podrían dar que ensartaran las cuentas de un rosario. La noche corría y lo que se debe hacer, se debe hacer sin demora. El Mendigo Sucio no se vio capaz de evitárselo, porque en su día también reaccionó de la misma forma y entendió lo que sentía su compañero −y al fin, mi señor, Mendigo de los Espíritus, lo dejé encomendado en sus manos−, pero al menos podía ahorrarle el espanto fétido de los contenedores. Caminaron un poco para llegar a un callejón donde se abandonaban, a merced de los perros y de otros muertos de hambre, las sobras de lo que hubieran cenado los señores clientes de una multinacional. −Éstas son, mi rey, las puertas traseras del mundo, lugares donde nos hemos de disputar la comida con los perros, con las ratas que nos impidieron tocar la que encontramos, la que ellas sí comieron−. Un repentino sobresalto hizo empalidecer las mejillas del Mendigo Rey cuando vislumbró al fondo del callejón un hosco semblante que creyó reconocer. Posiblemente uno de los compañeros en la Estrella lo acababa de ver entre las ratas, trasteando en la basura. −Mas usted, mi rey, encogiéndose de hombros, desdeñó el precio que el destino le hiciera pagar por estar donde debía. ¡Oh, mi señor. Si no le hiciera daño, le dejaría tocar las estrías de mi pecho, dentro del cual si se oye una armonía, es música nacida al vaivén de los filamentos dorados de su historia. Si no le hiciera daño… si así no fuera, le dejaría seguir el ritmo de mi corazón, que late en reconocimiento de su soberanía; le dejaría acariciar mi corazón, Compañero; mi corazón, su vasallo! 
  Aleve la carga de la primera nube que se fue desintegrando puntilla a puntilla. A las 10 cayeron los prematuros hilos de la que había de ser terca llovizna. Parecía que la noche, húmeda y ruin, obligaba a capitular. No quedaban más opciones que seguir, desesperados, buscando en nuevos contenedores una comida que no estaba asegurada, y acabar durmiendo en el refugio de cualquier parte; o regresar empapados al hogar sin el premio del pan entre los dientes, lentos, alicaídos. Pero el Mendigo Rey, que no comía desde el desayuno, y a pesar del hambre que debía estar atormentándole, seguía ocupado en la de aquéllos que quería; y dando ya su refrigerio por perdido, se asía a una última esperanza: la de que ambos todavía pudieran ofrendarle, triunfantes, una cena digna a la Hija de la Tierra. En ésas andaba cuando de repente debió tener una visión, en la que tal vez entendió que ella sólo esperaba de él que regresara; y no era imprescindible que vaciase en sus manos el diezmo de la tercera parte del maná, o del vacío; pues lo que importaba era que hubiera batallado, y nunca si le traía la abundancia o la derrota. Su rostro se iluminó en una sonrisa de reconocimiento y, comprendiendo que así había sido escrito para los Tres, una vez más supo lo que debía hacerse; y sus palabras cayeron entonces como espadas de luz en cuyo fuego dorado había dejado la inscripción de su propia sentencia: Compañero, vámonos: hoy no toca comer. −¡Bum!... ¡bum!... ¡bum! ¡Oh, rey que se hizo amado de la Tierra! Cómo he de olvidar la clara luz de sus espejos cuando nos miramos y sonrió usted como si nada; parecía en paz y, sin embargo, cuánto debía dolerle, mi señor, esa hambre primera que siempre consume; le laceraba la que le llegó sin aviso como le ha de lastimar la constante y esperada. Mas lo que mis ojos estaban por ver era que, con todo su padecer, ahí se encontraba: renunciando a seguir la búsqueda para saborearla. Y, sin embargo, mi rey, ni mártir ni insensato…; mendigo que conoce los ángulos por donde se curva el tiempo y sabe que los avatares han cambiado, hombre que emerge de lo aprendido y, dueño de sus verdades dolorosas, se dirige a protagonizar el nuevo rumbo de su destino. Y yo… que tantas veces he dormido hambriento, que no le había regalado esa tarde ningún presente, asentí a sus palabras para obsequiarle ahora el hambre compartida, de las ternuras que estaban en mi mano aquélla a la que usted le concedería más valor, la belleza que mitiga el dolor cuando dos son los que tiemblan del mismo escalofrío. Y de nuevo, mi señor, me estremeció su comprensión; y acerca de mi hambre ya no dijo nada, pues acababa de leer que yo sólo podía dejarla donde lo acompañase, entretenida y a su aire, bailando con la suya−. Detenido el tiempo, los compañeros miraban los charcos donde las lágrimas que a las nubes arrancaba el viento tomaban en el suelo tonalidades diversas, llenando el pavimento de pequeñas vidrieras. ¿Deliraban? El Mendigo-Árbol tal vez. ¿Acaso no es cierto que con una palabra podía haberlo impedido? En justicia debió explicarle que seguramente sus compañeros podrían curarles con una hogaza y un trago, que mantenían la sabia ley que impide que en la unión de varios uno de ellos se muera de hambre; que podían marcharse a casa, que allí algo encontrarían… Y, sin embargo, calló. Porque hay días en que comer es una quimera. Porque no siempre hay un compañero cerca. Porque si un hombre tiene que saber a dónde viene, debe vivir lo peor antes de que haya hecho el equipaje. −Porque acaso si comía esa noche, mi rey, posaría en nuestro suelo su cabaña y su fardo; y cuando la calle la puta le abofeteara con el hambre un día, querría llorar y se sorprendería gritando: maldita la hora, maldita la tierra; sólo sangre era la simiente, sólo miseria su descendencia−. El Mendigo-Árbol calló para que el hombre que estaba a su lado pudiera hallar la respuesta a la angustiosa pregunta de si había sol en la luz que la falta de alimento extraía de sus fuerzas, si merecía la pena ser, para vivir; calló porque su compañero, toda la tarde, le fue marcando los pasos; porque de todas las espinas, también de las del hambre, estaba sacando aprendizaje y belleza. −¡No me costaría ningún esfuerzo hacerle el amor, mi rey!; sin temblar arreciaría mi deseo de pasear por sus colinas, de medirme en sus ojos, de mecerme en su oleaje… ningún esfuerzo, Compañero, mi soberano; sólo ventura. Y acaso me habría de ver mendigándoselo un día; acaso muy pronto, mi señor… si no le hiciera daño. 
   A los dioses de la lluvia que escribieron el epílogo de ese día macilento de octubre, que a dos hombres guiaron en el camino de vuelta entre la nube y el incienso de la tierra mojada… a todos ellos loores: suyo fue el laurel de la fertilidad disfrazada de derrota. Regaron el suelo de una calle que esa tarde no fue tan sólo la puta, por más que apenas se dejara ver como la protectora. Madre será en los días del refugio plácido, de la moneda oportuna, de las risas en la hoguera. Madre será y la catarata, en algún recodo del porvenir, la que siempre ha sido. −Pero, ¡qué Dignidad, y qué Belleza, Mendigo, haber caminado por sus aceras; estremecido y viril, como usted lo hizo! Comenzó su jornada de ríos desayunándose líquido el amanecer… y al mar donde mueren los días vino la lluvia, mi rey, porque ésas, al fin, son las aguas que no tienen orillas, aquéllas a las que no rodean fronteras, las que se vierten tan sólo para que sea posible contemplarlas, para que siga el milagro. Y si usted se hallaba entre dos mundos, si necesitaba que sendas márgenes fuesen sólidas, pues podía perder los dos y extraviarse, aquella tarde… de la belleza y el hambre (cada una en su trinchera) había creado un lago de agua para bañarse, para nadar, agua para su nuevo bautizo; y no sabía que ya era maestro de dolor, titán del agua, navegante que no ha de hundirse en los mundos que descubra. ¡Qué Dignidad, Compañero! ¡Y qué Belleza que lo viviera conmigo!−. Regresaron rasgando como podían la intensa cortina de lluvia, pero al Mendigo Rey lo llevaban quién sabe qué energías, pues no podían hacerlo los pies. Llagados y cubiertos de rozaduras, apenas podía caminar. Bajando despacioso las lomas de una ciudad donde todas las calles se llamaban calvario, buscó en su poderosa fuerza interior para caminar como sobre alfombras con el motor de la naturaleza mística de los números, con las alas de las verdades a las que dio creación ese día. Y acabó inventando su propio ideario, añadiendo su mantra al común de la grandeza de la calle. −¡Bum!... ¡bum!... ¡bum! Cómo disentir de su opinión de que a cada mañana menguante, vacía de esperanzas, había que labrarle un sentido nuevo para hallar la promesa de una noche creciente; reconstruirse cada día, arcilla y hambre, arquear el dolor, cambiar el horizonte… ¡Qué Dignidad, Compañero! Para completar su adorno, ya de vuelta en el arrabal los compañeros hacían como que dormían, por evitarle el dolor de las preguntas; la Hija de la Tierra nos esperaba y al fin me recibió satisfecha del hambre que le habíamos traído, mientras el pequeño Régulo dormía plácidamente, alimentado y risueño; usted preparaba sus escasos enseres para pasar la noche bajo el carnero. Ahora, una larga madrugada, dolorosa y hambrienta, le aguardaba, primera columna del claustro de sus próximas semanas. ¡4 de octubre! Desde el alba próspera y oscura hasta la madrugada pobre y luminosa, con los tallos del hambre y la extenuación, el día le dejó sobre la frente su corona de laurel, mi señor… La lluvia que seguía cayendo, la misma que había oscurecido antes a los astros, arrastraba al fin, llevándolas al mar, las últimas agujas de su vía crucis. ¡Qué Dignidad y qué Belleza, Mendigo! Pero yo… No sabía irme, me resistía a apartarme de su lado. No podía dejarle a solas sin un gesto de aprobación, sin una caricia por todo aquello que en una sola jornada me había regalado, loor a su digno caminar, mi rey, por esas calles brumosas que volvió doradas. Quise hallar el aire de unos versos cálidos que la trajeran la paz, Mendigo, mi señor, pero apenas fui capaz de componer una rosa estremecida, que al final, Compañero, sólo fue un breve canto para acunar el corazón de un hombre. 
−Me he dejado llevar, Nike, y le he cerrado el paso a tu voz. Perdóname. 
−No voy a quejarme, Luke. Pues en todo lo que has contado, que para mí era muy bello, yo no quería intervenir. Siempre pensé… bueno, que el que llamas rey lo había hecho bien ese día, a juzgar por tu ulterior reacción, pero no entendía muy bien por qué. Ahora todo está un poco más claro. Y, de haber hablado. ¿Que habría podido decir, de todas formas? Yo creo… que en su día, tú tuviste que luchar contra la violencia, yo… contra la Vergüenza. Ya no puedo recordar cuándo comencé esa batalla… pero creo que ese día esa bestia, como la has llamado, no se presentó. Tu Mendigo Rey no la sintió esa tarde, Compañero.
−Me estremeció igual, Nike. Esa ausencia me conmovió. Pero quiero seguir oyéndote, Mendigo.
−Luke, no tengo fuerzas para discutirte otras cosas que has dejado caer, seguramente cegado por la emoción… y que no puedes sentir. Por eso…  está bien… te hablaré de la vergüenza. Tienes razón en una cosa más… las primeras palabras de ese rey, que no llegó a pronunciar, eran una solemne petición para que todo fuera como cualquier tarde, para que no se le evitara…
−Ya hablaremos de lo que siento. Pero por favor, sigue por orden cronológico, si lo recuerdas…
−Lo recuerdo, Compañero. Usando, una vez más, tus palabras, diré que guardo cada memoria de ese día como láminas imborrables. Está bien. Pero no hablaré mucho, Luke. Prefiero, como ya he dicho, seguir escuchándote. Veamos…a mi muda petición siguió poco después, según tu particular vía crucis, la mano tendida. Debes entenderlo, Mendigo. No me costó ningún esfuerzo. Es fácil si piensas que yo había llegado hasta ahí para eso… pero te agradezco tu deseo de acomodar tus manos entre mis manos. Así, no parece difícil recibir la primera moneda. Y puedo seguir tranquilo pues sabes exactamente lo que pensé. Es verdad que después me sorprendería la ira. No contaba con ella. Pero sí había supuesto que habría muchas cosas que no habría imaginado. A los que dices mendigos de afuera los quiero, Luke. Es inevitable. Quizá porque somos todos de la misma carne. Después vino una moneda lanzada con furia, pero has razonado como yo razoné, y eres sabio… en esas condiciones uno prefiere el hambre, Compañero. Es cierto que al poco la Exclusión me azotó más que esta ciudad de vientos. Estuve por echarme a llorar, pero así debía ser, nunca di por hecho que fuera a ser fácil. Y de ese modo conocí también el que tenéis por signo secreto. Sobre mi indignidad, ¿qué puedo decir? Yo no sabía entonces que lo era, Mendigo, hasta que nos entendimos con la mirada. Por eso, ¿qué tiene de particular  lo que sucedió después? Según tus palabras, yo necesitaba el harapo y llegó entonces… ¡Bienvenido sea! Acerca de la vergüenza, ya se ha dicho casi todo, pero diré algo más. No podía, Luke, de ningún modo, avergonzarme del hombre que se hallaba a mi lado, mi Compañero. Es como pretender que el fuego no queme. Me sentía muy orgulloso de que estuvieras junto a mí.
−Amén.
−Seguramente, Mendigo, me equivoqué dos veces. No tuve una indignidad, sino dos, aunque tú, en tu magnanimidad, sólo has querido ver una. Perdóname, Luke. Debí pensar que el Pequeño Rey estaba bien alimentado.
−Participarás de su comida, Nike, aún tenemos mucho de que hablar. Pero por el momento, no es necesario añadir nada más, si tú no quieres. Sigue, por favor.
−Después… ¿dónde estuvo el delirio, Luke? Tuve un buen maestro, tu Mendigo Luminoso lo fue. Y si me vieron, se demostró que no tenía importancia. A la mañana siguiente di buena cuenta de él, ese pomposo hijo de mala madre, pero no es esto lo que me has pedido, perdóname. Continúo con lo poco que queda. Tú lo has explicado muy bien también cuando dijiste que ese día debía prepararme para el hambre. Así, y con ella en el zurrón, ¿qué merito tiene ese no toca comer? Con ella llevaba todo el día y me acariciaría también a la mañana siguiente. Era mi nueva vida, Luke, y fuera como fuera, yo quería vivirla y sospechaba que muchos días iba a pasar por ese trance. Por tanto, había que empezar ya. Gracias nada más por regalarme entonces el hambre compartida, de todas las ternuras que estaban en tu mano, aquélla a la que yo concedería más valor. Y ¿qué más he de decir? Madre será y la catarata, efectivamente, en otros días ya lo ha sido. Perdóname por la primera persona. No habría sabido expresarme de otra forma. ¿Y te basta con este pobre resumen?
−Por ahora sí. Pero dime la verdad, de corazón, ¿quieres que continúe?
−Tu historia es bella, Luke, bella para mí. Eso es un sí, Compañero. Por favor, sigue. Quiero oírla hasta el final.
   En la primigenia noche pobre el sueño tarda en llegar. Pero el que ha sido llamado Mendigo Rey estaba rendido. Y a la mañana siguiente, cuando el Mendigo Sucio, según lo acordado, lo despertó, se lo encontró en posición fetal, ovillado y dormido. Se levantó, por vez primera, en las trompetas del lubricán. Ya había alguien viviendo el día, y lo primero que vieron sus ojos fueron las vidrieras que le mostraba la Servidora del Viento. El amanecer vendría pronto como un tapiz de variados colores. Alba gélida la de aquel 5 de octubre. Con una chaqueta prestada, el rey se puso en camino para ir a su otro destino. Aún le quedaba la Estrella, como un retal, como un ensueño de lo que tuvo. Tenía que ver si podría retenerla, por unos instantes más, acaso durante una o dos lunas, mientras se decidía a no tener nada más que los besos estremecidos de los que quería. Tenía que saber si la que había caminado era la senda definitiva o si todo no habría sido más que un bello sueño. Era una aurora, con fortuna, sin niebla, mas con ¡tanto frío!… Pero había belleza en otras partes. Aún se veían… y uno no podía hacer sino mirarlas. En esa serenidad gélida de la mañana, el Mendigo de la Tierra, otro nombre para el Mendigo Rey, tuvo un guiño de estrellas gaseosas. Estaba radiante mirando, a naciente, la luz amortiguada. Nubes espesas surcaban macilentas el mirador. Brumas rasgaban ese levante. Los ojos eran lanzas afiladas. Un tenebroso oriente, rematado por una amenaza de niebla para más tarde. Pero, entretanto, las osadas estrellas ponían un sombrero de hermosura al alba glacial.
   El nuevo mendigo se puso en camino entre la humedad y un viento que descarnaba. La mañana miserable era cruda y mortífera. La carne mal vestida padecía y sangraba. La impenetrable vereda parecía un segundo ángel que trajera en las alas la tentación del abandono. Era duro caminar por calles casi desiertas a aquella hora de diablos. Ciertamente, el Mendigo Rey fue tentado. No podía evitar pensar en los esplendores de su lecho de espuma y su comedor de abundantes vituallas. No quería hacerlo, pero recordar el pasado, hasta hacía unas horas su presente, era ineludible. ¿Y qué tiene de particular que un mendigo rememore viejas glorias? Cuando el hambre hace sus nudos y el frío cruento apuñala, todos han querido regresar. Solamente el Mendigo de la Tierra podía y no lo hizo. Y de repente…, en una calle céntrica, le salió al paso casi una silueta. Un hombre que lo golpeó al pasar, quizá porque no podía ser de otra forma, habló lo justo para salvarlo: ¡Apártate, mendigo! Y entonces el que fuera rey rompió a reír. Ese individuo había dicho su nombre. Ya estaba tan mimetizado que parecía lo que era y sentía. Apenas hacía unas horas que había necesitado que lo llamaran así y finalmente lo conseguía. Sus memorias de la tarde anterior o una conciencia de clase recién despertada le hicieron saber quién era y a qué lugar pertenecía y ya no quiso dudar. La tentación pasó y este narrador no sabe aún qué se esconde en el hermético mutismo de este hombre en esta noche terrible, pero cree que no volverá. Pero retornemos a lo que sí se conoce. Más reconfortado y seguro, pasó por delante de los aromas que exhalaba una vieja panadería. El Mendigo Rey no tenía dinero en sus harapos y no entró. Pero le vino a la memoria, inevitablemente, que apenas hacía 24 horas se había solazado en una. Tenía hambre por primera vez en su vida, pero de nuevo triunfó.  Se alejó de aquel lugar con un desdeñoso movimiento de hombros y siguió camino sin comer. El hado funesto del abandono sólo fue un mal sueño. Él era un hijo de la tierra y había que continuar la senda.
   La Estrella a la que acudía cada mañana era opulenta, pero aún no había abierto sus puertas cuando el mendigo llegó. Se recogió a esperar en un mísero callejón, como un pordiosero, las manos en los hombros, para no congelarse. Al cabo entró con los primeros proveedores y con todo, al hombre del bar, a su nuevo amigo y aliado, le costó reconocerlo. Unas palabras de afecto, y se recompuso en el calor de miles de vidrieras. Se dejó invitar a tan sólo un café porque el Mendigo Rey sentía que no se había ganado la comida. Y en el diálogo que siguió ya no mostraba incertidumbre. Explicó de dónde venía y qué había estado haciendo en las últimas horas y fue recibido por una comprensión nueva que lo conmovió. A partir de ese instante iba a pelear por ser quién quería ser. Y cuando se es de verdad, ya no importa el precio. El harapo de las últimas gélidas horas le había dado la serenidad. Abrazó al hombre del bar como un condenado a sus seres queridos. Iba a la trinchera a la que sabía que tenía que ir. Iba a pronunciar, como podía, su segundo alegato ante los tiburones. Disserenascit.
   ¿Cómo iba a contarles lo que le había sucedido en un solo día, y que no pareciera locura? Estaban todos allí y era evidente que sabían, porque el hombre que lo vio la noche anterior trasteando entre las ratas ya se le había adelantado. Aún así, respiró con fuerza e intentó convencerlos de quién se sentía. Contó sin rubor que en once días con los mendigos había comprendido muchas cosas y al fin sabía quién era. Habló de un tiempo feliz en que había llorado y reído, había sufrido y se había transformado, un tiempo en que se había sobrecogido. Pasó como pudo de una edad de frutos a un exilio de espinas donde se veía forzado a vivir porque por un sentimiento que prefería callar hubo de alejarse. Llegó a la tarde anterior con fuerza y contó cómo el azar había hecho que se topara con uno de ellos, y cómo su corazón se desbordó y sintió el deseo de saltar −y de nuevo, sin rubor, pronunció el nombre de su compañero−. Habló de una comida que no se tocó y de una tarde infructuosa en la calle, donde sin duda uno de los allí reunidos lo había visto en su hora más degradante que, de todos modos, él quería contar. Porque no sentía vergüenza, sino orgullo. Porque era la primera vez, pero seguramente no sería la última. Porque viniendo hacía aquí en esa mañana descarnada ya supo, sin turbaciones, su futura identidad y a qué destino no iba a renunciar. El era mendigo por encima de todo, con luchas o sin ellas, y no pensaba dejar de serlo. Quería tan sólo seguir allí cada mañana, con las tardes y las noches en el arroyo, que eran para él corriente vigorosa y fértil. Seguir allí... Comprendía los prejuicios… pero estuvo dispuesto a rebajar sus condiciones. Su discurso debió ser desgarrado y sincero, pues finalmente aceptaron a un mendigo en la Estrella. Y no sólo porque el que fuera rey era ahora un hombre del que no se podía prescindir. Se acababa de producir el alumbramiento de sus nuevos días. A los postres, sólo quedaba la sopa que debió haber cenado la noche anterior, y una conversación, por primera vez sincera con un ángel que al fin se mostraba más humano que divino. Había pasado el Rubicón y volvía al fin al arrabal, a su nueva casa, la mísera y, sin embargo, la deseada.
   Una luz firme parecía brillar en sus ojos en el retorno. Retorno pobre y con hambre de horas, pero ¿no es victoria lo que quiere decir su nombre? Los siete lo miraron sintiendo que no lo iban a volver a perder, que ya era parte del mismo paisaje, que al fin eran los ocho augurados. Un mendigo que lo quería lo llamó aparte y le habló. Se volvieron a entender casi sin que las palabras fueran necesarias. Pero las hubo. Había que hacerle entender que la dignidad también viene con tentaciones; que la Vergüenza se había llevado a muchos por delante y que todos sintieron esa mordedura, todos menos él; que el hambre no es tan peligrosa cuando son muchos, porque siempre se puede encontrar algo a mano. Apenas fue capaz de recordarle todo eso y no hubo ocasión para asegurarle que lo quería. Y de otras cosas… ¿qué podía decirle? −Si no he hablado hasta hoy, mi rey, sabiendo lo que sentía por su Compañero, es porque quizá me hayan fallado las fuerzas, porque su debilidad podía ser ya, desde ese día, también mi debilidad; porque no podía arrastrarlo hasta nosotros sin saber qué decisiones querría tomar, porque su salto podía ser al abismo, no a la brisa que mueve las copas de los árboles. Pero, sin duda, es usted el Mendigo de la Tierra y el Árbol, y acaso no teme a ningún impulso ni a ninguna vida, y sea yo el único que tenga temores−. La tarde terminó con el inesperado alivio en los pies que con un remedio casero le suministraba la Servidora del Viento. Curado de lesiones en el cuerpo y en el alma, el frío de la noche no era más que un cobertor de viento, con el que dormir rendido pero satisfecho para empezar con fuerza otra jornada.
   Catorce fueron los días que estuvo esta vez entre sus compañeros, acaso los primeros de una larga serie, acaso los últimos... mas ya nunca sería lo mismo para él. Días de todos los vientos y todos los fríos, días de todos los soles. Fue a la calle con su compañero más de una vez, y casi siempre volvían con algo en el estómago. Regresaban algunas tardes aún con la luz en los ojos de la estrella del día, otras veces con una carga de lluvia en los hombros. Pero quiso también acompañar al Repartidor Selectivo y con él recorrió las aceras de la Ciudad calvario. Y disintió de nuevo de lo que se daba por cierto, porque ese mendigo, al que habían repartido la Escasez, se mostraba, empero, pródigo en abundancias. Volvía con los primeros luceros y cada mañana despertaba para ver a su Estrella; y por ello no siempre fue entendido, pero siempre fue respetado porque su casa seguía siendo de leña y hierbas, su traje de míseras desesperanzas, uno más en la voz estremecida de la hoguera, una luz en medio de las tinieblas de cada noche, tan joven y tan viejo en el oficio como cualquier mendigo de ahora o de antes, tan desheredado como el cielo en una noche de lluvias, sin luz de los astros que lo embellezcan. Estaba aprendiendo tanto que ya nunca, en ningún retorno, sería el mismo. Sería mendigo en la riqueza o en la penuria, entre la Tierra padre y el Universo madre, bajo el manto de la noche o entre las sábanas de la fortuna, mendigo ya en cualquier parte, pues él era habitante del sueño o la pesadilla de estar vivo, y en ese juego que se jugaba cada día el objetivo era siempre sobrevivir.
   Pero aún estaba por vivir una noche de vientos que le doblaría la cintura como con un cuchillo. El pecho de octubre helaba y estaban casi todos congregados en la hoguera. El Mendigo de la Tierra y el Árbol reinaba en el corazón del Pequeño Rey, se mecía en el mismo cansancio, al borde del sueño, mientras su compás bailaba en sus pupilas. Y quiso entonces el Universo rectificarse y casi provocó la tragedia. Con dos meses que no son suficientes para hablar, y sólo dan para mascullar, acaso apenas un balbuceo en los labios, Régulo dijo papá a quien no lo había engendrado. Y aquél al que había mentado, como si acabara de recibir otra cicatriz de basilisco,  enmudeció. −Siempre ha habido azares, Compañero, mi rey, a los que ninguna causa conduce. Tal vez porque el cosmos pide a gritos una renovación. Pero ¿cómo puede un hombre caminar por la desesperación hasta su propio abismo tan sólo por unas palabras? Ni siquiera la intervención de la Hija de la Tierra lo calmó porque ahora, otra vez el Catoblepas, tenía una nueva herida inconfesable. Tal vez por ello se haga necesario hablar en privado tras el cuento con el Mendigo Rey, pues no se sabe qué revelaciones puede traer aún el orden cronológico. Pero si usted así lo ansía, será una nueva historia de belleza, como todas entre mendigos, de esas que no tienen final porque hay explosiones que nunca terminan. En todo caso, no debe temer, porque escrito está en el cielo sin brumas de la noche que Zosma debe estar entre Denébola y Algieba, con Régulo en algún hermoso regazo, acompañándolos sin lágrimas, inquieto y deslumbrante. Y esas dos estrellas pueden, si lo desea, unirse a la suya en la misma constelación, porque las dos lo quieren, y querer no es casi nunca lo mismo que amar, pero en ocasiones se confunden−. Entretanto, el Mendigo de la Tierra lloró, y su alma, desesperada, se adentró en las tinieblas.
   Se moría de frío y no le calentó como debiera el nuevo intercambio de palabras trémulas con el Mendigo Luminoso. Porque es imposible la serenidad sin estridencias. Apenas se le arrancó una promesa de vivir aún en el padecimiento intenso del desgarro. Hombre fiel ese mendigo que tan sólo ha dejado traslucir el vendaval cuando el Mendigo Sucio −acaso cuarto traidor, pero en el perdonable traspiés de sus buenas intenciones− lo sonsacó. Desvelar lo que se oculta puede ser también un momento luminoso, y el que fue marcado por los hierros de la Exclusión hace lo que esté en su mano por evitar nuevas excomuniones. −No se traiciona cuando el corazón derrama la sangre contenida, cuando es la amistad la que fluye por las venas, mi rey, el dolor de otro gemelo y hermano.
   Y así fue como el héroe de esta historia casi se muere de frío. Anduvo por los bosques sin estar seguro ya de quién era, desnudo de amor y esperanzas, temblando en su Penumbra. Vientos inmisericordes lo conducían por el Horror y la doncella Sabiduría era una necesidad y no venía, porque no viene si hace Frío. Lo salvó haber conocido ya la Dignidad y la indignidad, y con Grandeza, evitando la Tentación del nuevo desánimo, se puso a pensar en qué convenía, qué podía hacer. Necesitaba la Claridad y posiblemente la halló. La Suciedad de la noche no le cerraba, al menos, esa luz.  No se sabe que decidió, más en su corazón sólo cabe la Belleza y si el gélido soplo de los vientos le hería como una bofetada, recordaría a la Dama de la Penumbra, primera de todos, y a los siete que tras ella vinieron, y decidiría alguna nueva Conmoción, pues nadie le negaba ya la Libertad que había preferido elegir. De este modo se salvaría en cualquier camino con el Reconocimiento de la Aceptación que con Verôme viene y los Espíritus del Universo lo seguirían acompañando.
   Así han de contar los que vengan después que el contador de Historias y el Mendigo Rey se encontrarían en un recodo de aquella noche, junto a los viejos alisos, al fondo de una covacha milenaria, para abrir el corazón en palabras y relatos, con el canto de los vientos como música de la noche, el Hambre consuetudinaria sosegada en nuevas hambres contenidas, dos vampiros que en la ceguera se han ido dejando la sangre, en la tercera caverna de las revelaciones. Todo lo dicho podía no ser necesario, pero era savia del alma y por lo mismo, disculpable. −Pido perdón también por haber leído algunas de las páginas de ese libro de sus sentimientos que creyó ilegible. Y si no ha protestado, mi rey, puede ser porque no se protesta por lo que se está de acuerdo, y lo que ahora toca es andar. Permítame tan sólo el quejido de una súplica: no se vaya, mi señor, adonde yo no pueda acompañarle. Déjeme compartir su llanto, si hay que llorar, o sus pocos enseres o esperanzas. Noventa y cinco de cada cien en mi lugar querrían huir en pos de usted, aún al abismo. Tanta es mi necesidad, Compañero, mi rey, que diríase que el calvo se ha vuelto mendigo, y ya no me queda ni el fantasma de lo que fui como a usted nunca le pudo esa Vergüenza que dicen parte de nuestra piel y puede ser, como todas las vestiduras, sólo un ornamento. No sé adónde se dirige, mi rey, pero si todo camino es viaje, permítame, una vez más, descubrirlo con usted. Su pobre Compañero puede ser un ajado bastón, pero usted ha de tener en él a un lazarillo, una tenue linterna que tal vez aún sepa iluminarle. La Hija de la Tierra y yo deseamos continuar la navegación por el puerto fragante por el que usted nade. Régulo nos acompañará, mi rey, por la procelosa travesía, y acaso nuevas estrellas alumbrarán porque la constelación aún no está completa.
   Esa era la voz de una urgencia. −Perdone al contador de historias, mi señor, mísero relator que no sabe si puede perderle. ¿Pero cómo terminar sin dolor este cuento? Tal vez diciendo que, si lo desea, los siguientes capítulos no están escritos y pueden recorrerse en compañía. No ha de tener un final si su corazón no lo tiene. Tal vez sea hora de no añadir nada innecesario y respetar así, al fin, los códigos mancillados, esos viejos arcanos de Sabiduría o necedad, a los que damos valor porque son nuestros. Y ahora camine adonde lo lleven los vientos, mi rey, conmigo o sin mí, como haya decidido. Acaso con una nueva luz, acaso con nuevas tinieblas. Pero el Mendigo-Árbol le quiere y le ha de querer donde se encuentre. Mas sepa que en cualquier paraje llevará la luz del Pequeño Rey y no se extraviará si la sigue, porque es estrella que no ha de perder su calor, porque brilla para usted desde hace tiempo como un guiño de esperanza.
   Y si ha elegido la calle, ya ha conocido que a veces es la madre, a veces la puta, pero siempre compañera; mas acerca de su silueta de vieja amadora ya no puedo contarle nada que no haya aprendido. Ha sido usted esta noche el que ha decidido, a veces con la palabra, a veces con el silencio, abrumar para no romper, y no me decido a concluir. Lleve con usted a donde vaya un luminar, que hallará una estrella encendida en cada sendero; y yo le seguiré o me quedaré atrás pero para siempre con el disparo de cada clavo, de cada puntilla, de su palabra y su llanto, de su valor, de su hombría...  pero ¿qué tal si se recuesta cómodamente y aún le damos tiempo a unas conversaciones que pueden ser necesarias? No todas las revelaciones caben en este cuento y aún hay cosas que decir...
   Quién sabe si hace apenas unas horas un luminoso traidor no referiría algunas de las palabras que con un mendigo que nació en una cuna dorada había intercambiado. Palabras que eran casi como versos, que  suponían la aceptación de cualquier destino nebuloso. Una sincera plegaria al Dios de la vida, vocablos de un hombre que, sin embargo, se está muriendo por dentro. −¡Salve, mi rey, en esta hora en la que hay que seguir luchando! Porque ha elegido vivir, y recuerde que no hay sombras que perduren. En cualquier camino oscuro lucirá su estrella y si prefiere no ir solo, me hallará en algún rincón esperándole, por más que ha de ser usted ahora el que me alumbre. La calle, la puta, le ha hecho sabio y ya no necesitará mis consejos, mi luz difusa, ya que ha sido creado para ser maestro de dolor, titán del agua, navegante que no se ha de hundir en los mundos que descubra−. En esas palabras se podía beber el agua para nacer y, sin embargo, el minutero se movió para señalar con sangre: la desesperación es maestra como la calle, madre de todos las que la transitan, pero la desesperación es parte de la Belleza de vivir, y yo aún lo deseo.  Disserenascit. Buuuuuuuuuum.  

14 comentarios:

  1. (I)

    NOTA: A medida que iba leyendo el capítulo fui sacando algunas notas en Word que a continuación corto y pego. No es un comentario ni tampoco un resumen, sino un desctacar aquellas cosas que más me llamaban la atención, aunque ya las viera en otros capítulos muchas de ellas.
    He tenido que dividir mi texto en partes, pues el comentario no soporta más de 4.096 caracteres, según me ha indicado la web…
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    Ya en las primeras palabras de Luke se adivina que la historia que contará es la de Nike, un mendigo nacido rey en una cuna dorada, huérfano, para que iniciara un camino en el que “noventa y cinco de cada cien” héroes fracasan. Un mendigo del que en su historia contará todas las etapas por las que ha pasado hasta descubrir quién es, por doloroso que sea. El entrecomillado es uno de los títulos anteriores de la novela y no tardarán en aparecer los demás, poco a poco, siendo indicativos siempre de la continuidad en el relato de Luke. De su estructura interna y su desarrollo: Reconocimiento de la Aceptación, La madre y la puta, etc… Igualmente aparecen cuentos ya contados.
    A ese mendigo nacido rey le mal-enseñaron a esconder sus pasiones y a buscar una reina por encima de todo, sin pensar en otras posibilidades. Ello lo hizo pasar por la Penumbra para lograr la Libertad. Seguidamente empiezan a aparecer las vidas y aspectos esenciales de sus siete compañeros por orden cronológico… Le recuerda que insultó a John y Miguel, pero nunca a un Mendigo, vileza el insulto pero a la vez necesario para que, al encontrarse Nike a sí mismo se supiera aceptar y no renunciar a su verdadera interioridad: el rey necesitaba conocerse. Debía pasar por algunas pruebas… Todas ellas ya las hemos ido leyendo en capítulos anteriores. La mordedura del basilisco y tener que permanecer 11 días con los otros siete mientras el pequeño rey estaba por nacer.
    Nike oye la historia entre lágrimas…viendo cómo el Rey Mendigo (él mismo) se va transformando dolorosamente y poco a poco en el Mendigo Rey. Luke va relatando las etapas por las que Nike tuvo que pasar: Penumbra, Libertad, Horror, Sabiduría, Dignidad, Grandeza, Claridad, Belleza y Conmoción…como hemos visto en la novela. Así mismo, aparecen todos los compañeros con nombres diferentes y Luke le recuerda dos cosas: el Vaticinio que pesa sobre El Repartidor Selectivo (Bruce), y el hecho (grande para él) de que Nike no conozca la Vergüenza. Luke se denomina a sí mismo el Mendigo-Árbol. Por fin llega la hora de hablar de Lucy, La Hija de la Tierra e hija también de la Servidora del Viento, Olivia. Una pequeña y bella historia que nos advierte de que la Pareja Sagrada nunca se romperá, pero que no se han jurado fidelidad, sino lealtad en pro de la Belleza, pero nunca se romperá…y ahí vuelve la historia a confluir en Nike y sus sentimientos. Se relata cómo se conocieron el Mendigo Árbol y el Mendigo Rey y que éste último se enamoró del primero. Pero no temas, Compañero…le dice. Y continúa. Ambos están con el pulso acelerado y Nike considerará a Luke como el portador de la Belleza. (El lector, en este punto, no puede sino mostrar acuerdo con él), Luke cuenta cómo el Mendigo Rey, tras enamorarse de él y ver la imposibilidad, se conformó con quererlo, aunque eso implicara un exilio, un gran dolor, un prolongamiento de su Verôme en el tiempo… Ambos eran gemelos y hermanos y a fuerza de necesitarse se quisieron mucho, aunque Nike lo amara tantísimo.
    Respecto al propio Luke, éste cuenta que al ver a Nike se vio a sí mismo: era su gemelo. El antiguo “calvo” habla con gran lirismo, con gran poesía…con la Belleza que le es afín. Con la Claridad que le es afín… Nike lo redescubre…y Luke desea fervientemente hacerle ver su Dignidad desde aquellos once primeros días hasta la noche que están viviendo en la cueva de Sally.

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  2. (II)


    Luke es capaz de leer el corazón del Mendigo Rey sin estridenciasz<a1. Y el Mendigo-Árbol le recuerda que cuando conoció a su compañera, la Hija de la Tierra, en vez de verla como enemiga, la quiso casi tanto como a su Compañero. Y Lucy supo aceptar y valorar el amor de Nike por Luke –de su necesidad mutua y, a pesar de ello, su gran cariño hacia Lucy también. Porque ellas vinieron primero y nosotros somos su creación…leemos esta frase de la Dedicatoria del autor a su madre ahora inserta en el libro a tempo giusto. O “cuando nos veas nos reconocerás”, la frase-profecía de Lucy que se hizo realidad porque “no podía ser de otra forma”.
    Siguen recordándose hechos pasados, como la octava noche, la de las estrellas, y las siguientes, y cómo va surgiendo un Verôme doloroso y largo para el Mendigo Rey que a veces pensó que su corazón no era entendido entre los siete, algo no del todo cierto. Sólo que los demás mendigos lo dejaban consigo mismo…lo respetaban, callaban. Se repasan las confesiones de Nike al Mendigo Luminoso (John) y el exilio, el alegato ante los tiburones y por fin el 4 de Octubre cuando los dos Compañeros salen juntos. Cómo Nike desdeñó la Vergüenza –Luke hace referencia a ello varias veces en el libro, quizá porque él sí conoció la Vergüenza la primera vez que mendigó con Lucy. Y no vergüenza de ella…sino de sí mismo. Aparece también aquel almuerzo Luke-Nike en que ambos no probaron bocado porque “el hambre estaba en otras cosas”, algo que comenté en otro capítulo, al igual que el hecho de que por primera vez Luke lo llame “Mendigo” y Nike se estremezca de amor y regocijo. “Como Luces de la Tierra” es el modo en que el propio Nike –según Luke, observa a sus compañeros al regresar al campamento, a la Patria, al hogar (fue en el capítulo Patria, creo).
    Luke ha leído el libro de la vida de Nike…lo visible y lo oculto, lo sabido y lo escondido del Mendigo del Estremecimiento. Pero hay que continuar la historia y recordar aquellas primeras monedas ganadas con Luke aquel 4 de Octubre. El odio y la fácil forma de juzgar a los mendigos que tiene (y tuvo ese día) la gente. “Estáis aquí por vuestros pecados”, y cómo Nike no supo contenerse y arrojó la moneda al suelo. Invisibilidad: Exclusión: cuando se es mendigo no se puede entrar a ciertos sitios, no lo permite la indignidad de las gentes. Arrojó la moneda al suelo, decía…y quería quedarse más tiempo mendigando por alimentar al Pequeño Rey (que realmente sólo necesitaba el pecho de su madre sin Nike saberlo). Acabar en los contenedores…para ver cómo la poca comida, las sobras son devoradas por las ratas. Y un “Vámonos, Compañero, que hoy no toca comer” que deja maravillado y lleno de amor a Luke. Aquellos pies llenos de llagas y rozaduras que curará Olivia capítulos atrás…todo, todo va saliendo de nuevo en el relato. Las tentaciones al día siguiente camino de la Thuban, aquel “Apártate, mendigo” que lejos de incomodarlo lo hizo encontrarse consigo mismo una vez más, le dio fuerzas. Aquel Disserenascit que ya comentamos también en su momento. Y en fin, los 14 días que estuvo Nike con ellos.
    Así se llega a la noche en que el pequeño rey, en brazos de Nike, pronuncia la gran pequeña palabra: Papá… Y Nike sale a caminar, destrozado –ni John logra consolarlo del todo, y llega vagando hasta la roca donde luego lo encuentra Luke y…vuelta a empezar…
    “En todo caso, no debe temer, porque escrito está en el cielo sin brumas de la noche que Zosma debe estar entre Denébola y Algieba, con Régulo en algún hermoso regazo, acompañándolos sin lágrimas, inquieto y deslumbrante. Y esas dos estrellas pueden, si lo desea, unirse a la suya en la misma constelación, porque las dos lo quieren, y querer no es casi nunca lo mismo que amar, pero en ocasiones se confunden”
    “La Desesperación es parte de la Belleza de vivir”

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  3. (III)

    DISSERENASCIT. BUUUUUUUUUM.
    Y acaba el cuento, quizá se ha aplacado el tiempo, como cuando Nike vio ese cartel aquella mañana de Tentaciones. Quizá ya no hace tanto frío en la cueva de Sally al calor humano que allí dentro se asienta. Quizá, fuera, ha dejado de fustigar el frío atroz… Pero aún nos quedan secretos por saber…y por saber si Luke los sabe, como el hecho de que Nike esté enamorado también de la Hija de la Tierra, algo que no ha salido claramente en el relato. Habrá que esperar, pues, a capítulos sucesivos.
    Todo el capítulo está salpicado de Belleza: bello el corazón de Luke, bello el de Nike. Belleza que es Luke, que es su historia. Belleza que son sus palabras más allá de ellas mismas. Es decir, en la escritura del propio autor, que ha sabido escoger las palabras adecuadas para que el capítulo, más allá de un resumen sobre lo acontecido hasta ahora, sea un canto al amor y la belleza y un desvelamiento de algunos misterios hasta ahora ocultos, como que el propio Luke sabía el amor de Nike por él. Hablado esto, ya hay una espina menos en el corazón de Nike. Pero…aún quedan cosas…
    Habrá que seguir leyendo.
    Inor


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  4. Que bien se conoce a la persona por lo que dice o hace, ese es Luke que, poco a poco descubre la belleza interior que tiene Nike.
    Otro capítulo lleno de belleza.

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  5. Toda historia debería contarse dos veces, y en este caso los narradores, los que miran el poliedro de la realidad, han sido varios en la novela, ahora toca el turno a Luke, y como en otras ocasiones el autor cambia el tono y la visión para contarnos la misma historia de una forma diferente, un Luke ameno, coloquial, cordial dentro de ese lenguaje culto al que nos tienen acostumbrados.

    Quizás sea aún prematuro, apenas llevo varios párrafos, comentar estilo del relato, pero si se observa ya un lirismo suave casi cotidiano, utilizando con acierto el lenguaje de los cuentos, parte alegórico parte místico, en estos primeros compases se empiezan a percibir las frases memorables que seguro continuaran en el resto de la narrativa, y todo ello sin perturbar en momento alguno el dinamismo narrativo, demostrando que se puede contar una historia interesante y profunda, y a la vez, con un lenguaje pulcro, exquisito y, si se quiere, ciertamente metafórico, pero con una dosis de sentido común que para sí quisieran la gran mayoría de los novelistas.

    –Estás temblando, Nike, acércate un poco más a mí. Siente un poco más mi corazón.

    De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro de su corazón Luke siguió desgranando la historia del Rey Mendigo, era una hojarasca revuelta, alborotada, la compasión y conmoción, la mano que da y olvida, y la limosna que da e inquiere, que ayuda, donde el mendigo entiende un Reconocimiento de la Aceptación, en una escala de valores propia, y así en esta narración explicativa van apareciendo la mayoría de reflexiones, motivos, indignidades y hasta a modo de condensada imagen de su contenido algunos títulos de los capítulos. Pero tiempo habrá de dedicarles una mirada aparte y tal vez detallada. Nada nos está siendo ajeno, todo ha sido leído, aprehendido, en los asideros de los capítulos que llevamos de esta Novela. Si he dicho que van apareciendo cosas ya vistas, leídas no es menos decir que su relectura sigue sorprendiendo, son tratadas de una manera distinta, con un lenguaje diferente, nuevo, son mostradas en una explicación, que quizás por tratarse de un cuento, se torna didáctica, explayada, en definitiva lo conocido se hace nuevo. Preparándonos para revivir las hojas y rastrojos de un apenas ayer. Una hojarasca implacable, en tono cálido. El olor, el aroma se ubican en uno de los sentidos más evocadores, y ya empezamos a sentir la evocación del perfume del olor a alma, ese olor que tienen el espíritu de las cosas a flor de piel y del recóndito sentimiento.

    Pero sigamos con el cuento volvemos a leer los prolegómenos de la vida de Luke, en el antes chispeo y cada vez más lluvia torrencial del sentimiento que emana de Nike. ¡Pero, no, no, no. Alto!, me estoy equivocando, no vamos a releer en este cuento, no, porque estamos ante el crisol, el molde de la novela, nada hubiera sido posible sin este capítulo, la génesis de donde todo lo hasta ahora contado se creó, y aportándonos la visión no solo de la transformación del Rey mendigo en Mendigo Rey, sino también el nacimiento de un autor, de un autor que se ha culminado en los capítulos hasta ahora leídos y que se crecerá, sin duda alguna, en el devenir de esta narración. Así, y no de otra forma, es como se debe leer este capítulo, con ojos de niño, borrando de la memoria lo sabido, dejándonos llevar por el remolino que el autor crea para hacer danzar hojas y hojarasca. Haciendo un ejercicio de inteligencia, dejémonos llevar por lo nuevo.

    Pol (1)

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  6. Es inmenso el universo creado, podríamos perdernos, y contar lo que ocurre cronológicamente, ese orden cronológico que nos ha imbuido el autor sabiamente, seria repetir, intentaré de otra forma, a ver:

    MOTIVOS DE VERÔME EN POSITIVO

    Libertad, Horror, Sabiduría, Dignidad, Grandeza, Claridad, Belleza y Conmoción

    MOTIVOS DE VERÔME EN NEGATIVO

    Penumbra, Hambre, Frío, Escasez, Tentación, Exclusión, Suciedad, Vergüenza

    MENDIGOS/NOMBRES

    Señora Oakes: Dama de la Penumbra

    Olivia: Servidora del Viento (puntualmente; Dueña del Viento)

    Lucy: Hija de la Tierra

    Bruce: Repartidor Selectivo

    Miguel: Mendigo Maestro y Mendigo Hechicero

    John: Mendigo Luminoso

    Luke Mendigo sucio y Mendigo Árbol

    Nike tiene muchos nombres (distinguido en el relatar de Luke por Rey)

    Porque el mundo era tan reciente para la comprensión del Rey Mendigo, que los preceptos, leyes, motivos, indignidades aún carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Luke se frotó el corazón como si de sus parpados se tratara, con los huesos de las manos, sentado sobre el frío suelo y abrazado al calor amigo, así apareció Penumbra, aun intuida porque Luke desconocía casi ese inicio. Con esa prosa que solo el autor sabe regalar paseamos por los oscuros pasillos del alcohol, los amores carnales vacíos y equívocos, Luke insinúa su presencia posterior en el relato, acomoda su ritmo al de su compañero, intranquilo siempre por la estabilidad de quien le escucha, es amoroso y comprensivo, preocupado y afecto, templando los temores que pudieran surgir de su cuento a un Rey mendigo que todavía no se reconoce como tal, Nike.

    "Hay reyes cuyos corazones han sido creados por el Universo para calentarse en el hogar de otro corazón de rey" en ese momento empieza el camino a su estrella, a la Rectificación del Universo a la que le llevara a su pequeño Rey. Esta primera estrella le señalaba el norte, el inicio, la Claridad, el Mendigo Luminoso apareció en este camino y Nike se enamoró de él, el Príncipe (dejando aquí explicado perfectamente el título del capítulo EL PRÍNCIPE Y EL REY), negándose su realidad atacó ese sentimiento que consideraba no digno, "pero no se puede herir a un mendigo que ha encontrado ya el Reconocimiento de la Aceptación". Al Mendigo Luminoso se había unido el Mendigo Maestro, como uno solo que estuviera en dos. Un primer mordisco de Nike, la vileza hacia John, mordisco que nacería de los celos al verlo aparecer con el Mendigo Maestro y que le sería devuelto más tarde por el mismo John, comprensión.

    Basilisco, significa pequeño Rey y precisamente fue su mordedura la segunda estrella que le marcaba el camino a Régulo. El Universo otorgaba un doble regalo con aquella mordedura, el que mutuamente se hacían el Rey Mendigo y los Mendigos. El Catoplas, la mirada del Mendigo Luminoso devolviendo ternura a sus ojos, derrotando sus vilezas pasadas, ese era un segundo mordisco. Los ocho dones por su orden cronológico llegaron a él empezando por la Libertad y en él se quedaron, "Al rey le había gustado aquel lugar y determinó que en tanto estuviera allí intentaría ser uno más de ellos".

    Desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida, no somos un todo constituido materialmente, idéntico para todo el mundo y de cuyo contenido pueda cualquiera limitarse a tomar constancia. Estimable la reflexión que hace el autor sobre los cristianos y los evangelizadores, en definitiva las personas de paso, que juzgan vistiéndose de una compasión carente de comprensión. Un hachazo dialéctico a esa creencia vacua de los que no ofrecen, los que se fijan en el exterior más preocupados en ganarse su cielo que en abrazar la conmoción.

    Los protagonistas serán presentados, y de ese conocimiento "al Mendigo Rey se lo va a llamar también Mendigo de los Espíritus, pues no solo estos fueron sus hacedores, sino que habitan junto a él; y esa es la razón de que sepa capturar con tal perfección lo más incógnito de las almas".

    Pol (2)

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  7. DAMA DE LA PENUMBRA (Sra. Oakes):

    Saramago cuando hablaba de la sabiduría recordaba a su "analfabeto" abuelo que tanto le enseñó y que, al saber que iba a morir, se despedía de los árboles de su finca, uno por uno, dándoles un abrazo. La Dama de la Penumbra es descrita como telón de fondo que emerge tibiamente del territorio excelso de la sabiduría. Sabiduría profana, nacida de la experiencia cotidiana, de constatar una y otra vez lo finito de la vida y la participación activa o pasiva que cada sujeto tiene en los movimientos de vida, muerte o civilización. Saber y no saber, y entre saber y no saber un tercer término que es la verdad, la verdad entre el saber y el no saber, hasta ahora hay un triángulo, pero ahora vale la pena levantar otro ángulo y colocar en un rombo: saber, no saber, verdad y un cuarto término; sabiduría.

    SERVIDORA DEL VIENTO: Olivia

    La belleza de la desesperación, la mujer que dominaba y dominaban los vientos, nos recuerda que todo es causalidad, que el universo y la perpetuidad están en los detalles y de que solo nuestras ilusiones y sueños pueden aspirar a la eternidad. Con ella llegan los ocho signos negativos de Verôme, que son en detalle explicados por el relator. La belleza de la Servidora del Viento surge de sus horrores sabiamente trocados en una actitud hacia lo bello a lo que complace universalmente sin concepto; bello al objeto de un espíritu desinteresado.

    La maternidad la salvó de los horrores con que esos vientos la ceñían, y con ese poder Venus Genetrix se convertía en la Dueña del Viento, en los colores irisados de sus vitrales "Oh, cristal de vidriera, Espiga de Virgo, Fomalhaut, sacerdotisa del Horror, Venus Ericina, rosa de los vientos".

    REPARTIDOR SELECTIVO: Bruce

    ¡Ay Bruce!, nuestro Bruce, no podía imaginar mejor definición, espíritu de humo, corazón esquinado, revestido de Dignidad, descrito como caballero viril y tierno, su máscara: la timidez, su don: la sabiduría, Pero sabiduría no solo entendida como posesión de conocimiento profundo sino también, y sobre todo, como capacidad para discernir la naturaleza, las cualidades y propiedades y los procesos internos de los hombres, de sus vidas y de sus diversas relaciones. Y especialmente de sus posibilidades de sufrir. Un comportamiento simple del alma ingenua que se atiene, con un convencimiento confiado, a su verdad interiormente reconocida, y edifica a partir de esos sólidos cimientos un modo de actuar y una posición firme en la vida. "El mendigo y el rey se fundieron en ese primer abrazo. En el segundo, que vendría tiempo después, se derramaron".

    Luke sabía que la peor forma de extrañar a alguien era tenerlo sentado a su lado y que no fuera capaz de sentir como le abría su corazón, con su cuento trataba de disuadirlo, sabía que el amor era un sentimiento que, escondido condenaba a una dependencia mezquina e insalubre, y tanto más efímero cuanto más intenso.

    "Todos los personajes que me has ido dibujando deberían ser reyes. –Reyes de la Tierra"

    Y llegados a este punto toca un breve comentario, me ratifico en el crisol que representa este capítulo, manantial de todos los ríos de la novela, y además el despegue de un escritor, la valentía del que empieza el camino se percibe en esa osadía literaria que se filtra en cada párrafo. A medida que avanzamos en la lectura presentimos que algo grande está en ciernes. La descripción de los personajes, su dimensión moral, las reflexiones internas, los conceptos barajados, los existencialismos, las preciosistas metáforas, y el cuidado lenguaje romántico de algunos pasajes que dan empaque a lo relatado, se hilvanan con un lenguaje místico y preciosista. El presentimiento de que la narración avanza y crece por momentos hace prever altas cuotas de literatura, de un material literario finamente destilado.


    Pol (3)

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  8. MENDIGO ÁRBOL: Luke
    "Érase una vez un mendigo que nació en una cuna de madera"

    Nike Estrella del Norte. El relator inicia su propio relato dentro del cuento, se convierte en el Mendigo Árbol sabedor de que los árboles son el esfuerzo sin fin que hace la tierra para poder hablar con el cielo que escucha. El tiempo no se adapta a nosotros. Somos nosotros los que debemos aprender a experimentarlo en toda su plenitud. El tiempo es el barro del que estamos hechos. La historia del Mendigo Árbol es relatada con trazo firme, son hechos que ya conocemos, pero con diferente tinta, en su nueva percepción son relatados ahora desde el conocimiento del que los ha vivido. Especial mención a la metáfora de sus tres odios, los que una fe equivocada inculcó en su espíritu:

    "Aprendió a odiar cualquier madera que no fuera de la misma clase que la que lo vestía: la de los árboles de diferente especie y color, más ricos en matices; la de los que, siendo iguales en género, no tienen pudor en tocarse y arriman sus copas y entrelazan sus nudosos dedos para darse abrigo y protegerse juntos contra la ventisca; o la de esos otros que deciden apartarse del refugio umbroso y fragante del bosque, y se plantan en valles menos habitados y seguros, pero más hermosos, porque allí se ganan la libertad con la mano tendida de sus ramas agitándose al viento.".

    En el encuentro con aquellos que odiaba sus pensamientos se volvieron palabras, sus palabras se volvieron actos y sus actos dibujaron su destino, el espejo le devolvió esta imagen entendiendo que debía cuidar su destino porque este se convertiría en su vida, abrazando la nueva fe, y esta fe le trajo su tierra, la hija de la tierra, donde enraizarse y crecer hacia el cielo, solo ya evocará esos días equívocos con temblor, recordando la fragilidad de una vida que no le hacía más libre, solo le dejaba desamparado.

    "Dame un minuto para sentirte, Compañero. Quiero respirar un rato la belleza del Universo"

    HIJA DE LA TIERRA: Lucy

    "Érase una vez una mendiga que nació en una cuna de tierra".

    Nacida de la tierra esta mendiga heredo su belleza, la belleza de la Naturaleza, porque ella era la Naturaleza, de la que formamos parte, la que nos asombra en su grandiosidad y armonía, la que nos maravilla ante la repetición incesante de los ciclos naturales, majada de fuerza incontrolable, madre y esencia de la que estamos hechos. Hay momentos en que pareciera estar leyendo una Oda, el cuidado lenguaje, la delicadeza del fraseo, los mismos símbolos que nos acompañan en el mundo mágico de la novela son depositados con mimo en el curso de la narración. Pero seguimos: La Naturaleza y el Mendigo Árbol se encontraron, sus ojos admiraron la belleza de la creación, sus oídos escucharon la melodía del universo y nació la unión, basada en la lealtad, libre de juramentos de fidelidad, conservando sus olores a tierra y madera. "Se fundieron, sin pertenecerse: y siempre fueron uno, y siempre fueron dos".

    "Dos caudales de sangre que compartían el mismo río se desbordaron..........y emergió una cascada de la que escapaban finas láminas de cristal"

    El proyecto de una nueva "constelación" es anunciado, dejando en el aire una enigmática frase anticipo, quizás, de un devenir narrativo: "pues no se puede impedir que a una nebulosa le sigan naciendo estrellas, y podría haber una segunda explosión, o una tercera pareja sagrada".

    De un relato caracterizado por su belleza destaca el momento que ahora nos ocupará (DOS MORDISCOS), lirismo y romanticismo alcanzaran su mayor expresión, y como en todo el capítulo, la delicadeza del lenguaje cálido, bello, templado sin caer en la ñoñez será un rasgo destacado, el autor nos mostrará en dos visiones, inteligente y acertada opción, esta parte del cuento donde se relatan los citados dos mordiscos.

    La narración es entrelazada en su devenir por diálogos, estos son la esencia del acto amoroso entre los dos, la conciencia de lo que mueve sus corazones, es una incitación al espíritu.

    Pol (4)

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  9. Pero ¡cuidado, vampiro!, ¡alerta!, porque la sangre del corazón que muerdes puede derramarse en el tuyo… y desgarrarlo."

    Cuéntese primero cómo lo vieron los ojos del rey:

    Reconocerse en la igualdad de las penurias, hijos de las indignidades, compartiendo inseguridades, ese plasma que llega al corazón y lo abre al dolor, esa penumbra camino de errados pasos, donde la necesidad y el querer se confunden y se retroalimentan, escuchando el sentimiento que la sangre murmura en ellos. Todo eso despierta la afección de estos dos hombres que no son como hojas que caen y revolotean indecisas, son como los astros: siguen una ruta fija, ningún viento los alcanza y llevan en su interior su propia ley y trayectoria.

    –No sientas temor, Compañero, ni frío....Y si pudieras ver mi corazón ahora... Ha de reventar. Debe ser volcán en erupción, Mendigo, porque cráteres tiene...

    –Se enamoró de él, Luke. Para bien o para mal. No podía ser de otra forma.

    La sangre del linaje entraba con fuerza por la aurícula y era expulsada a sus venas, ya teñida de sentimiento, por el ventrículo de un maleado corazón, la linfa inyectada en el mordisco empezaba a transmutar la suya propia. Hiere, hiere la raíz del amor en el corazón. "Y lo amaba, pero lo quería. Amar y querer no necesariamente significan lo mismo".

    Todo amor humano, en su apogeo, tiene tendencia a arrogarse una autoridad divina. Su voz tiende a sonar como si fuera la voluntad de un Dios inmisericorde que por mor de ese sentimiento podría traer desgracia. El afecto es un amor que puede hacer muy feliz, es un cariño donde todos podemos retozar, ese cariño que se infiltra o se escurre por los resquicios de nuestras vidas. Vive con cosas humildes, sin lujos, aun así la Dignidad de lo indigno transmutó en exilio, trocando amar por querer en la distancia. El primer mordisco hincado con saña y su dulce veneno llegó al alma. El Mendigo Árbol ya no duda que el Mendigo Rey en ese instante se enamoró de él.

    Véase a continuación con los ojos del Mendigo-Árbol:

    Muchas fueron las sensaciones sentidas, su propia perplejidad como si en un espejo vacío se reflejara la imagen del pasado, la cara del Rey, en la bruma de la incertidumbre, y en ella descubrió al primer traidor que mostró el desnudo espíritu del Rey.

    ¡Oh, mi rey! Luke entra en el cuento como una segunda voz, voz protagonista y a la vez relator, entra en la geografía del ahora, aun Rey Mendigo, recordándole como con respeto se unió a los mendigos, su lucha revestida de dignidad, el hábito de tiburón del que se había despojado, incluso Luke reconociéndose en su masculinidad le habla de que a pesar de estar completo con Lucy hay una parte aun inexplorada, esa parte que latió al ver al Mendigo Rey ante él. Invistiéndole de los nobles nombramientos de: hombre (con la sangre caliente), amigo (con los brazos tendidos), hermano (en el corazón), un gemelo (en el dolor), y el que más le honraba Mendigo. El Rey Mendigo ya era el Mendigo Rey. Un discurso de alabanza con todo el respeto y humildad que representa la agnición del: ¡Oh Señor! Y el trato de usted con que habla Luke, sabedor que si se cierran las puertas a todos los errores se dejara afuera a la verdad.

    La voz del Mendigo Sucio parecía callada en el relato, pero el corazón de Luke hablaba fuerte. Y así la mirada del que ama se fija en la desnudez del amado sin deseo, desplegada como un atlas, curiosa de aprender de cada línea, cada cicatriz, cada suciedad, virtud o indignidad, porque somos alma, pero también somos piel, sudor, aroma, que son los cauces de nuestros sentidos. Y en este Reconocimiento de la Aceptación, esta conmoción, los dones nobiliarios fueron compartidos ya serian el uno para el otro; hermano, amigo y con mayúsculas Hombre. El Mendigo Sucio transmuta en Mendigo Árbol.

    El segundo mordisco hincado con admiración, dignidad y respeto trajo una linfa distinta, confundiendo el amor en cariño en el corazón del Mendigo Árbol.

    Pol (5)

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  10. "Y hubo que esperar hasta el séptimo día para que el Mendigo Rey conociera por fin a la Hija de la Tierra"

    Lucy viene vestida de muchos dones, es la parte concupiscible del alma, que en armonía con el coraje y la sabiduría deja en sus palabras la virtud de la justicia. Lucy es la Templanza, el dominio firme y moderado de la razón sobre los movimientos desordenados del espíritu. Es la portadora de calma, serenidad y fortaleza que ayudan a actuar con objetividad.

    El Rey Mendigo entendió en la Hija de la Tierra que los sentimientos que salen del corazón entran en el alma, ¿como no claudicar ante esta conmoción?. Templanza, amor, paz, caridad enraizándose en el trozo del alma que ocupaba, ya, la Hija de la tierra, y sus actos se dejaron guiar por la razón y por el corazón.

    Un hermoso y certero alegato que el autor desarrolla en este momento: el universo es mujer, porque ellas llegaron primero, fuimos por ellas y ellas nos dieron nombre.

    Y en el octavo día "una hermosa noche de lumbres y hogueras" cuando ocho personas se juntaron alrededor del fuego, el Universo se rectifica y se encoge. Y así entre las beldades celestes hurtadas del Universo al Mendigo Rey le correspondieron Polaris y Zosma, y no se olvidaron de el o la que tenía que llegar al que asignarían Regulo o Elased. "¡Oh, Elased, que nunca llegaste! ¡Elased, estrella tierna, aún se te espera!"

    Es ese universo de astros y planetas tan bien conocido por el autor el que reaparece en esta parte, en una prosa segura, firme, donde ninguna palabra sobra, ningún concepto queda irreflexivo, dando paso a los días noveno y décimo, dudas, reflexiones de los días pasados con los mendigos, dignidades y vilezas, debatirse entre dos decisiones, son tiempos de incertidumbre.

    "Era del octavo mes el sexto día, undécimo del rey entre los mendigos" El Rey mintió e hizo promesas que sabía no podía cumplir. Un Rey se va otro Rey llega y ese fue el postrer mordisco, el que llenaría el corazón de ese Rey, camino al exilio, de otro amor, ¡y cuantos ríos, cuantas sangres confluían ya en su corazón!. "¡Bienvenido al mundo, Pequeño Rey!"…una Bendición acunó sus primeros llantos; felicidad, sabiduría, dignidad y belleza sus lágrimas bautismales......."Y serás feliz".

    "....en los segundos gloriosos de la Bendición hubo algo más, algo aún más hermoso que sus palabras, mi rey: su magno silencio"

    Sí, sí; ya te conozco, solo te pido lo que quieras darme mendiguito; Tú no conoces bien mi reino, aunque también seas Rey. Si esto fuera solo un momento dulce, florecería en una sonrisa fácil y tú podrías verla y comprenderla en un instante. Si lo que me traes es solo un dolor, se derretiría en claras lágrimas y tú verías lo más hondo de mi secreto pues son sin fin en ti mis necesidades y tus tesoros.

    "¡Abrázame fuerte, Compañero! Y cuando llore para que vayas hacia él, ve: te está diciendo que te necesita."

    El Mendigo Luminoso llevo hasta el Rey el espejo donde podría ver sus tres traidores: su cara que traslucía su ignominia y su claridad, el cristal de la botella donde se reflejaba su dolor y, esto le asombró, El Mendigo Luminoso un amigo leal que nunca le traicionó. Mostrar la herida a ese oyente era como bañarla en el río hasta que se refrescara la herida y el cuerpo que la padecía. Y el Rey continuó hablando, reconociendo, confesando la sangre que corría junto a su sangre, mezclándose con ella y con la vileza de esa mezcla, nutriendo la raíz que se alimentaba de su corazón, mientras se percataba que el que le escuchaba se impregnaba de su confesión como el árbol se empapa con la lluvia. Marchaba el Rey a su exilio, a su penumbra.

    El cuento se convierte en canto cuando los diálogos hacen presencia, narrados con prosa sencilla, culta, elegante, bella y descritos con nostalgia, contención y sentimiento. La humildad, las emociones, incluso la preocupación que demuestra Luke hacia su compañero son de una calidad humana que es huella de un pensamiento místico y espiritual.

    Pol (6)

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  11. Lo peor de su exilio fue que desnudó su alma y esa visión le torturaba.

    Sesenta días duró el exilio del Rey, en ellos, igual que el fulgor de las llamas de una vela, se desvaneció en la nada. Vivió el caminar en la niebla, arrastrando los pies al andar en un vano intento de marcar una senda, la letanía de recuerdos espantaba al olvido, al borde de la locura llegaron la soledad, la nostalgia y la desesperación, tres parcas que entretejían sus días. Y el espíritu se convirtió en tormenta, el alma en tempestad, y así al borde de la desesperación sintió el vacío vértigo de no encontrarlos. Difícil país este donde se exilió, donde solo quedaba en la noche el faro del brillo de los ojos del Pequeño Rey, canto de sirena deseado, regreso anhelado, patria lejana.

    "4 de octubre. ¡Bum!... ¡bum!... ¡bum!". La hora del reencuentro llegó, es caprichoso el azar o quizás sea más bien poco asiduo. Los dos mendigos se reencontraron, del abrazo inicial pasaron a reconocerse, hambrientos de mirarse, asomándose más allá de las pupilas al precipicio que se escondía en el filo de ellas, la amistad el primer ingrediente que iba a componer esa pócima del reencuentro y que iban a beber uno de los labios del otro en el vaso de las palabras. Después llego el cariño, y el corazón dio otro brinco ¡Bum!... ¡bum!... ¡bum! El mendigo que no conoció la Vergüenza volvió a ver su piel tiznada por el Mendigo Árbol, recontando cada latido pues ninguno podía escaparse de ser apresado y ofrendado. ..."¡Bum!... ¡bum!... ¡bum! Cada palabra que me dirigió fue una lanza y cada razón una puntilla; mi corazón había sido acertado y se estaba disolviendo en su acuarela, mi rey, y mi sangre en la suya."

    El hambre del espíritu no se saciaba, el cuerpo ayunó ese día, y así fueron pintando el lienzo del reencuentro, un primer trazo, azul, grueso de lealtad y nobleza, varias pinceladas, púrpura, templanza, repartidas por todo el lienzo, rasgos de plata resaltando verdad, sin faltar toques de rojo para recrear amor, en ese cielo Algieba y Denébola reclamaban la luz de Zosma, y esa estrella lo entendió. Leo se recomponía.

    El regreso no se hizo esperar, y las dudas de como le acogerían se disiparon enseguida, recibido por presentes que obsequiaban al corazón del Rey, custodia de la libertad, rama de sollozos, vidrios del alba, un río, vasija de la cautela, agua estremecida. ......."Sonrisas en las ventanas, con la hoguera y el río en la bienvenida; y suspiró abrumado". Aún faltaba algo en ese cosmos, Régulo fue llevado para que sus brazos lo acunaran, así llegó la primera noche de su regreso, Dignidad, Libertad, Mendigos.

    El viaje no acaba nunca. Solo los viajeros acaban. E incluso estos pueden prolongarse en memoria, en recuerdo, en relatos. El fin de un viaje es solo el inicio de otro. Hay que ver lo que no se ha visto, ver otra vez lo que ya se vio, ver con el sol lo que antes se vio bajo la lluvia, ver la siembra verdear, la piedra que ha cambiado de lugar, la sombra que aquí no estaba, porque todo es lo mismo, pero nada es igual, y en ese reencuentro la savia se enriqueció, el Rey aprendió de sus sombras y renovó sus votos y los mendigos sintieron alborozados la fe que intuyeron en el octavo de ellos.

    En el cursar del cuento se entremezclan diálogos del relator, el oyente, y a veces el primero toma voz en la fábula, a pesar de que pueda parecerlo no es una situación complicada, el lector no se pierde, más bien enriquecedora dando vibrato a la narración, un dueto o terceto que se asemejan a una coral de voces literarias, donde se escuchan a diferentes tonos y en diferentes claves tanto la voz del estilo del escritor (subyacente en el proceso de creación), los protagonistas, las reflexiones, … El autor introduce, sonidos y pausas, las palabras y los silencios que las acompañan, diálogos, como si estuviera haciendo música porque la música y la palabra, el hecho de hablar, se hace con sonidos y con pausas.

    Pol (7)

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  12. "Muchas calles se llaman ninguna parte". Esas calles, callejuelas y plazas que serán ahora la ciudad del Mendigo Rey, eran las estrecheces de su nueva ciudad, Ciudad Calvario, y esa fue la primera estación de su Vía Crucis. "¡Por el amor de Dios, no intentes ahorrarme nada! ¡Y por encima de todo, no me rescates de la Vergüenza!" esta súplica le bendijo con el nombre de Mendigo del Estremeciento.

    La segunda estación fue aprender el oficio, el cuenco de la mano apuntando al cielo esperando la irónica caridad de un Dios que nos hizo a todos iguales, a su imagen y semejanza. ..."Y así, mi mano junto a su mano era el emblema de que yo también mendigaba, ... y para mí el empeño de posar mi mano sobre su mano para reconfortarlo ...que me ha de urgir a acomodar un día, mi rey, mis manos entre sus manos".

    Gratitud y asentimiento se reflejaron en su cara cuando una mujer depositó en su mano la primera moneda, y en su Vía Crucis esta fue la tercera estación, no fue la única bendición recibida, un nuevo nombre pronunciaron sus bocas ese día: Compañero."...la hora magna en que todo se hubiera cumplido..." (Todo está cumplido - Consummatum est).

    La autenticidad es garantizar que la mente, el corazón y la cartera guardan armonía y más vale un prudente silencio que no una palabra poco caritativa, la cuarta estación fue comprobar que la caridad es compasión del que da con su mano o busca excusas para no hacerlo, la ira del benevolente, en vez de la conmoción que en justicia tendría que destilarse de un espíritu fuerte. La recriminación"vivir sin trabajar" de los que no entendían la dignidad de la pobreza, su cuarta estación.

    Los mendigos de afuera quinta estación. El Mendigo del Estremeciento abrió su corazón a una mujer imagen viva de la miseria y su marido un hombre ebrio de vileza (Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso - Amen dico tibi hodie mecum eris in paradiso).

    Los remedios para su mal cayeron en su mano, pero las palabras le colmaron de ira y los arrojo de él, aquella vileza fue su sexta estación: "estáis aquí por vuestros pecados". "... perdonarlo, mi señor, porque no sabe lo que hace" (Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen - Páter dimitte illis, non enim sciunt, quid faciunt).

    La séptima estación fue la exclusión, la invisibilidad y ceguera que aqueja al que no quiere mirar y aparta su vista o nos niega la presencia. "Tenía sed, mi señor" (Tengo sed - Sitio).

    El Mendigo del Estremecimiento fue tentado por el abandono, temía que su aspecto aun señorial entorpeciera a su compañero para obtener el sustento que demandaba para los suyos. La octava estación tenía nombre: Indignidad.

    Novena estación: La gota de sudor, esa que resbalaba por su frente, con sales de indignidad, de resquemor por no poder saciar el hambre de sus compañeros, de culpabilidad por ese traje que distaba mucho de ser el harapo oportuno de tan humilde menester. Esa gota de sudor fue secada por un helado que volcó una niña sobre su ropa, la gota bautismal que le confirmó como Mendigo.

    Pero fue puesto a prueba otra vez, el Mendigo que no había conocido la vergüenza se enfrentó de nuevo a esa prueba, con grandeza volvió a superarla, aceptando así su orgullo de ser Mendigo. la décima estación: La vergüenza.

    A una grandeza le sucedió otra, con las manos vacías, y un hambre que era más fuerte que su hambre se negó a retirarse, aún no, aún no había para la comida del Pequeño Rey, ..."nunca se oirá que le pregunta, mi señor, ¿por qué me has abandonado?" (¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? - ¡Deus meus Deus meus ut quid dereliquisti me!-). Su Dignidad fue colmada con las palabras tranquilizadoras del Mendigo Árbol, Régulo se alimentaba de la naturaleza materna, "...le daré un beso y un arrullo; y le diré: hijo mío, he aquí a tu padre....." (Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo Ahí tienes a tu madre - Mulier ecce filius tuus [...] ecce mater tua). La undécima estación: La comida del Pequeño Rey.

    Pol (8)

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  13. La opulencia solo consume por ostentar de sus sobras en la puerta trasera del mundo, ahí dan cuenta el aliento fétido de su putrefacción, los ojos rojos de las ratas y aquellos dos sucios mendigos no resignados a volver sin nada al Arrabal, el Mendigo Sucio acató la decisión del Rey "...y al fin, mi señor... lo dejé encomendado en sus manos..." (Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu - Pater in manus tuas commendo spiritum meum). Otra vez la vileza del destino retó al Rey, una figura conocida le vio hurgando y manchando sus manos con aquellos desechos. La duodécima estación se llamó: Basura.

    No toca comer: la treceava estación. Tocaba regresar, bolsillos vacíos, el Rey ya era Mendigo, y las palabras que llovían del Mendigo Árbol quedaron en el aire: "¡No me costaría ningún esfuerzo hacerle el amor, mi rey!; sin temblar arreciaría mi deseo de pasear por sus colinas, de medirme en sus ojos, de mecerme en su oleaje… ningún esfuerzo, Compañero, mi soberano; sólo ventura. Y acaso me habría de ver mendigándoselo un día; acaso muy pronto, mi señor… si no le hiciera daño".

    Catorceava estación: Camino de vuelta, hay que recoger el día y extender la noche, volver bajo la lluvia, con los pies arañados por los rastrojos, y solo queda esperar al mañana, ya Mendigo, coronado el Rey en Compañero, revestido de Dignidad, vencedor de la Vergüenza, duerme con el breve canto para acunar el corazón de un hombre, que le deja su Compañero el Mendigo Sucio.

    El momento literario más álgido del capítulo llega en este Vía Crucis, con un lenguaje llano, sin grandes metáforas, únicamente relato, sin apoyarse en descripciones preciosistas. De estos mimbres surge la literatura en palabras mayores, sin duda lo mejor que ha vertido la sangre narrativa del autor, empleando simbolismos y referencias veladas (las siete palabras "Septem Verba"), el delicioso juego de palabras en el fraseo del lazar y entrelazar de manos, y la innegable belleza de amor y deseo en el recitativo del Mendigo Árbol, abruma por lo bello este pasaje, impacta por lo literario, sin alharacas, a plena sencillez artística. El autor tocado por la magia del literato se crece, queriéndose como tal, volcándose, en ese reconocerse, con creces en cada una de las frases, en cada párrafo, igual que lo ha hecho en el capítulo.

    Catorce días pasaron, en ellos se rectificó de nuevo el Universo, pero un chapurreo apenas ininteligible, solo balbuceado, vino a herir el alma del Mendigo Rey, la desesperación llegó para ser su compañera, agarrándose con fuerza en su delirio, arrastrándole hasta la caverna de las lágrimas, destrozando su Libertad, su Dignidad y en esa ruina fabricó su propia prisión, como olvidar la indignidad por querer desnudar su corazón, las palabras que tropezaron en el temblor de sus labios y que tuvo que callar, todo parecía condenarle a un nuevo exilio.

    Y el cuento termina, con la esperanza de que aún hay caminos por andar, y El Mendigo Árbol y La hija de la Tierra acompañaran el camino, donde Regulo será la estrella que marque el destino, es imposible reescribir el pasado solo nos queda aprender de sus enseñanzas, "Una sincera plegaria al Dios de la vida, vocablos de un hombre que, sin embargo, se está muriendo por dentro. ...¡Salve, mi rey, en esta hora en la que hay que seguir luchando! Porque ha elegido vivir, y recuerde que no hay sombras que perduren..."

    Disserenascit. Buuuuuuuuuum.


    Rubrica
    ...guiño de estrellas gaseosas. Estaba radiante mirando, a naciente, la luz amortiguada. Nubes espesas surcaban macilentas el mirador. Brumas rasgaban ese levante. Los ojos eran lanzas afiladas. Un tenebroso oriente, rematado ...

    Pol (9)

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  14. IMPRESIONES FINALES

    "Un libro es casi un objeto. Porque si es verdad que es algo voluminoso, que se puede tocar, abrir, cerrar, colocar en un estante, mirar e incluso oler (¿quién no ha aspirado alguna vez el aroma de la tinta y el papel ya fundidos en una página?) también es verdad que un libro es más que eso, porque dentro lleva, nada más y nada menos, la persona que es el autor". (Saramago)

    Hay que utilizar la cabeza para pensar, hay que respetar y valorar el legado que de un escritor recibimos, hay que leer para pertrecharse de instrumentos que nos permitan combatir el destino que otros nos forjan, para apreciar el nublado paisaje en que a veces se convierten los días, incluso para ser feliz, y somos deudos de quien nos facilita así la vida. Es necesario leer (y en mayor medida escribir) para entender el mundo y para entendernos mejor a nosotros mismos. Leer es bueno para la salud. De leer y de comprender va este capítulo, que deja en nuestros ojos los vitrales literarios oportunos, asistimos al nacimiento de un escritor, que va adquiriendo consistencia a medida que avanza el relato, de sus primeros pasos, con la insegura prudencia del tambaleo, a su andar erguido y firme, pisando fuerte y demostrando ser conocedor del camino. Si algo resalta es la claridad y el convencimiento de lo que nos quiere transmitir, que el lector vislumbra como muy meditado, horas, días, meses invertidos en su creación. Se podría pensar a priori que este capítulo solo es un resumen, un mero recuerdo de lo leído, pero es absolutamente lo contrario, tiene entidad propia como para ser un cuento breve, diferenciado de la novela, en ningún momento el lector es retrotraído a anteriores lecturas, todo es nuevo, pareciera que el olvido se apoderó del que lee, incluso el lenguaje literario se siente diferente, no hay tantas metáforas, y las reflexiones son claras y profundas, pivotando todo el capítulo en una amalgama de sentimientos, sentidos, reflexionados que son vehiculados al lector en una gran prosa.

    El lector es un depredador: toma las palabras, las pesa, las mece, ve la manera como se unen, lo que expresan, descifra el airecillo bellaco con que dicen una cosa por otra y se siente mejor después de haberlas desollado. A las palabras hay que arrancarles la piel. No hay otra manera para entender de qué están hechas. Para este lector depredador este capítulo representa una fuente inagotable de presas, un territorio extensamente poblado de diferentes especies literarias a cuáles más codiciadas.

    Hay un rastro de humanidad, de ayuda y responsabilidad que recorre todo el capítulo (toda la novela). Al fin y al cabo el autor escribe su ficción siempre desde la reflexión sobre el valor e importancia de la ética de la responsabilidad

    El autor nos muestra que escribir supone recorrer un camino libre y solitario, personal e intransferible, el estilo y la forma son lo más importante de la escritura y genera prosas de belleza extraordinaria. Aceptada esa sintonía, resulta magistral su capacidad para reproducir los párrafos densos y largos impecablemente compuestos. Lo mismo puede afirmarse de su exquisita sensibilidad para ser descriptivo, o de la agudeza de los diálogos.

    Los escritores son los artesanos de libros, los escribanos, los notarios de la imaginación, son los creadores de los sinsentidos que se mezclan entre el espíritu y la vida, les debemos el respeto y el aplauso, porque los libros están aquí, como una galaxia en pulsión constante, y dentro de ellos el polvo cósmico de las palabras, el lector puede fijar su sentido o buscar un sentido nuevo, ahí la magia del creador, del artesano.

    Y llegado aquí solo me queda con humildad y respeto, aun sabiendo que este gesto será pobre para su merecimiento, decir: GRACIAS.

    Pol (10 y final)


    ........Toda historia debería contarse dos veces (al menos.........y esta más)..........

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